La niña del hotel
Francis Scott Fitzgerald
I.
Es un lugar en el que instintivamente expli-
cas por qué estás allí—«Ah, sí, estoy aquí por-
que...»— y, si no surte efecto, resultas ligera-
mente sospechoso, porque este rincón de Euro-
pa no atrae a nadie; suele aceptarte sin dema-
siadas preguntas inconvenientes: vive y deja
vivir. Es un cruce de caminos: gente que busca
clínicas privadas o sanatorios antituberculosos
en las montañas, gente que dejó de ser hace
mucho persona grata en Italia o Francia. Y si eso fuera todo...
Pero una noche de fiesta en el Hotel des
Trois Mondes un recién llegado apenas percibi-
ría lo que se mueve bajo la superficie. Habría,
observando a los bailarines, una galería de se-
ñoras inglesas de cierta edad, con cintas en el
cuello, pelo teñido y caras empolvadas de un
gris rosáceo; una galería de señoras americanas
de cierta edad, con el pelo de un color falso,
blanco de nieve, vestidos negros y labios rojo
cereza. Y casi todas mirarían a derecha e iz-
quierda incansablemente y, de vez en cuando,
posarían la mirada en la omnipresente Fifi. To-
do el hotel se había podido enterar de que Fifi
cumplía dieciocho años aquella noche.
Fifi Schwartz. Una judía de belleza radiante
y exquisita, con una frente despejada que as-
cendía elegantemente hasta donde el pelo, ro-
deándola como un escudo, estallaba en bucles,
ondas y tirabuzones de un delicado rojo oscuro.
Sus ojos eran grandes, vivos, transparentes,
húmedos y brillantes; el color de sus mejillas y de sus labios era auténtico, y afloraba a la superficie desde el latir joven y fuerte de su cora-zón. Su cuerpo estaba tan estrictamente pro-
porcionado que un cínico había difundido el
comentario de que Fifi siempre aparentaba no
llevar nada bajo el vestido; pero probablemente
se equivocaba, pues Fifi había sido dotada de
belleza con el mismo mimo por Dios y por los
hombres. Qué vestidos... el cereza de Chanel, el
malva de Molyneux, el rosa de Patou; docenas
de vestidos, ceñidos a las caderas, cimbreantes,
cayendo a diez milímetros justos de la pista de
baile. Aquella noche era una mujer de treinta
años, vestida de negro deslumbrante, con lar-
gos guantes blancos que le cubrían los antebra-
zos. «Qué mal gusto», cuchicheaban. «Es como
un escenario, un escaparate, un desfile de mo-
delos. ¿En qué estará pensando su madre? Pe-
ro, claro, fíjate en cómo va la madre.»
La madre estaba sentada con un amigo y
pensaba en Fifi y en el hermano de Fifi, y en sus
otras hijas ya casadas, de quienes pensaba que habían sido incluso más guapas que Fifi. La señora Schwartz era una mujer sencilla; era
judía desde hacía mucho tiempo y oía con fran-
ca indiferencia lo que comentaban los grupos
del salón. Otro tipo de personas, muy abundan-
te, al que no importaban las habladurías eran
los jóvenes, docenas de jóvenes. Seguían a Fifi
de la mañana a la noche dentro y fuera de las
lanchas, los clubes nocturnos, los lagos interio-
res, los automóviles, los salones de té y los fu-
niculares, y decían:
—¡Eh, mira, es Fifi!
Y se pavoneaban ante ella, o decían:
—¡Dame un beso, Fifi!
O incluso:
—¡Dame otro beso, Fifi!
Y hablaban mal de ella e intentaban que
fuera su novia.
Pero la mayoría era demasiado joven, pues
aquella pequeña
ciudad, por algún ilógico razonamiento, se suponía que gozaba de un excelente clima para
ser un centro educativo.
Fifi no criticaba a nadie, ni era consciente de
que la criticaran. Aquella noche la galería de
mirones en el gran salón de cristal en forma de
herradura hacía comentarios sobre su fiesta de
cumpleaños y se quejaba sobre todo de cómo
había entrado Fifi. Habían servido la mesa en el
último de una serie de comedores, a los que se
accedía desde el salón central. Pero Fifi, con su vestido negro, llamando a gritos la atención,
apareció en el primer comedor, seguida por un
verdadero pelotón de jóvenes de todas las na-
cionalidades y razas posibles, y, a la carrera,
moviendo sus preciosas caderas y agitando su
preciosa cabeza, los guió entre vaivenes por
todo el recinto, mientras los ancianos se atra-
gantaban con espinas de pescado, y se aflojaban
los músculos faciales de las ancianas, y las pro-
testas se convertían en un rugido al paso del
cortejo.
No deberían haberse ofendido tanto. Fue una fiesta espantosa porque Fifi pensaba que
tenía que ser amable con todo el mundo y mul-
tiplicarse y ser una docena de personas, así que
habló con toda la mesa e interrumpió todas las
conversaciones, sin importarle a qué distancia
se iniciaban. De modo que nadie se lo pasó
bien, y la gente del hotel no debería haberse
molestado tanto porque Fifi fuera joven y terri-
blemente feliz.
Más tarde, en el salón, muchos de los hom-
bres que habían sido los comparsas de la fiesta
merodeaban entre las mesas como si aquello no
tuviera nada que ver con ellos. Entre ellos esta-
ba el joven conde Stanislas Borowki con sus atractivos y brillantes ojos oscuros de ciervo
disecado, y su pelo negro, marcado ya por dis-
tinguidas vetas que recordaban el teclado de un
piano. Se acercó a la mesa de una familia de
buena posición apellidada Taylor y se sentó con
apenas un débil suspiro, que les hizo sonreír.
—¿No ha sido horrible? —le preguntaron.
La rubia señorita Howard, que viajaba con los Taylor, era casi tan guapa como Fifi y se vestía con mayor consideración hacia el próji-mo. Había hecho lo posible para no conocer a la
señorita Schwartz, aunque compartía con ella a
algunos jóvenes. Los Taylor eran diplomáticos
de carrera y se dirigían a Londres tras la confe-
rencia de la Liga de las Naciones en Ginebra.
Iban a presentar en la Corte aquella temporada
a la señorita Howard. Eran americanos muy
europeizados; de hecho, habían alcanzado una
posición en la que era difícil decir que pertene-
cieran a ninguna nación; nunca desde luego a
una gran potencia, si acaso a una especie de
país que se pareciera a un Estado balcánico,
compuesto por ciudadanos como ellos. Consi-
deraban que Fifí era una vergüenza tan innece-
saria como un nuevo color en la bandera.
La señora inglesa alta que fumaba en una
larga boquilla e iba acompañada por un pequi-
nés medio paralítico se levantó en aquel instan-
te y les anunció a los Taylor que tenía una cita
en el bar, y se fue, llevando en brazos a su pequinés paralítico y provocando, por donde pa-
saba, un silencio sobrecogido en el hervidero de
voces y bromas infantiles que reinaba en la me-
sa de Fifi.
A eso de la medianoche, el señor Weicker,
director del hotel, se asomó al bar, donde el
gramófono de Fifi bramaba nuevos tangos ale-
manes entre el humo y el ruido. Tenía una cara
pequeña que inmediatamente percibía el fondo
de las cosas, y últimamente echaba un rápido
vistazo al bar cada noche. Pero no había ido a
admirar a Fifi; quería investigar por qué no
iban bien las cosas en el Hotel des Trois Mon-
des aquel verano.
Se trataba, por supuesto, de la constante
caída de la Bolsa en Estados Unidos. Con tantos
hoteles mendigando clientela, los clientes se
habían vuelto melindrosos, exigentes, quejum-
brosos, y el señor Weicker había tenido que
tomar últimamente demasiadas decisiones de-
licadas. Una familia numerosa había abando-
nado el hotel porque el gramófono de lady Capps-Karr estuvo sonando toda la noche.
También se sospechaba que había un ladrón en
el hotel; habían recibido quejas por el robo de
carteras, pitilleras, relojes y anillos. Algunas
veces los clientes hablaban con el señor Weic-
ker como si desearan registrarle los bolsillos.
Había habitaciones vacías que no tenían por
qué haber estado vacías aquel verano.
Su mirada cayó severa, de paso, sobre el
conde Borowki, que estaba jugando al billar con
Fifi. El conde Borowki llevaba tres semanas sin
pagar la cuenta. Le había dicho al señor Weic-
ker que estaba esperado a su madre, que lo
arreglaría todo. Y estaba Fifi, que atraía a una
pandilla de indeseables: jóvenes estudiantes
que vivían del dinero que les mandaban sus
padres y pedían a cuenta bebidas que nunca
pagaban. Lady Capps-Karr, por el contrario,
era una grande cliente; se podía contar con tres
botellas de whisky al día para ella y su círculo, y su padre, desde Londres, pagaba hasta la úl-
tima gota. El señor Weicker decidió darle un ultimátum al señor Borowki aquella noche, y se
retiró. Su visita había durado unos diez segun-
dos. El conde Borowki dejó el taco de billar y se acercó a Fifi murmurando algo. Ella le cogió la
mano y lo llevó a un rincón a oscuras cerca del
gramófono.
—Mi sueño, mi chica americana —dijo él—:
vamos a encargar que te pinten en Budapest
como estás esta noche. Figurarás entre los retra-
tos de mis antepasados en las paredes de mi
castillo de Transilvania.
Podría pensarse que una chica americana
normal, que hubiera visto un número normal
de películas, habría detectado cierto tono cono-
cido en el galanteo persistente del conde Bo-
rowki. Pero el Hotel des Trois Mondes estaba
lleno de personas que eran verdaderamente
ricas y nobles, gente que hacía delicados bor-
dados o tomaba cocaína en apartamentos ce-
rrados mientras aspiraban a tronos europeos y
a media docena de principados alemanes, y Fifi prefería no dudar de quien rendía pleitesía a su
belleza. Aquella noche nada la sorprendía: ni
siquiera la precipitada proposición del conde
de que se casaran aquella misma semana.
—Mamá no quiere que me case hasta el año
que viene. Sólo le he dicho que nos íbamos a prometer.
—Pero mi madre quiere que me case. Tiene
mucho carácter, como decís los americanos;
está empeñada en que me case con la princesa
tal o la condesa cual.
Mientras, lady Capps-Karr celebraba una
reunión en el otro extremo de la sala. Un inglés
alto y encorvado, manchado por el polvo del
camino, acababa de abrir la puerta del bar, y
lady Capps-Karr, al grito de «¡Bopes!», se había
lanzado sobre él:
—¡Bopes! ¡Eh, Bopes!
—Capps, tesoro. ¿Qué tal, Rafe? —saludó al
acompañante de lady Capps-Karr—... Qué ca-
sualidad, Capps.
—¡Bopes! ¡Bopes!
Sus exclamaciones y risas llenaron el salón,
y el barman murmuró a un americano curioso
que el recién llegado era el marqués Kinkallow.
Bopes se tendió en varias sillas y un sofá y
llamó al camarero. Anunció que venía condu-
ciendo desde París sin parar y que saldría a la
mañana siguiente para reunirse en Milán con la
única mujer a quien había querido. No parecía
en condiciones de reunirse con nadie.
—Ay, Bopes, he estado tan ciega —dijo lady
Capps-Karr lastimosamente—. Un día y otro
día, siempre. Llegué en avión desde Cannes,
con la idea de quedarme sólo un día, y me en-
contré aquí con Rafe y con otros americanos
que conocía, y ya llevo aquí dos semanas, y mis
billetes para Malta han caducado. ¡Quédate y
sálvame! ¡Ay, Bopes! ¡Bopes!
El marqués Kinkallow miró hacia el bar con
ojos cansados.
—¿Y ésa quién es? —preguntó—. La hermosa judía... ¿Y quién es ese individuo que está
con ella?
—Es americana —dijo la hija de un centenar
de condes—. El tipo es un sinvergüenza, pero
por lo visto tiene pedigrí. Es camarada de
Schenzi, el de Viena. La otra noche estuve ju-
gando con él al chemin defer hasta las cinco
aquí en el bar y me debe mil francos suizos.
—Tengo que hablar unas palabras con esa
putilla —dijo Bopes veinte minutos más tar-
de—. Prepáramelo, Rafe; anda, pórtate bien.
Ralph Berry conocía a la señorita Schwartz,
y, en cuanto se le presentó la ocasión de hacer
las presentaciones, se levantó amablemente. La
ocasión llegó cuando un cbasseur le rogó al
conde Borowki que se presentara en recepción.
Rafe se las arregló para eludir a los dos o tres
jóvenes que acompañaban a Fifi.
—El marqués Kinkallow desea conocerla.
¿Puede venir a nuestra mesa?
Fifi miró al otro extremo de la sala, frun-ciendo un poco las cejas finísimas. Algo le ad-
vertía que su noche ya estaba bastante comple-
ta. Lady Capps-Karr jamás le había dirigido la
palabra; Fifi pensaba que tenía envidia de sus
vestidos.
—¿No puedes traerlo aquí?
Un instante después Bopes se sentaba al la-
do de Fifi con una sombra de condescendencia
en la cara. No podía evitarlo; de hecho, luchaba
contra ello sin cesar, pero le pasaba siempre
que estaba con americanos. «Es demasiado para
mí», parecía decir. «Basta que comparéis mi
seguridad con vuestra indecisión, mi sofistica-
ción con vuestra ingenuidad, aunque el mundo
entero haya caído en vuestro poder.» En los
últimos años había descubierto que su tono, a
no ser que lo vigilara, ocultaba un resentimien-
to latente.
Fifi lo miró radiante y le habló de su esplendo-
roso futuro.
—Dentro de poco me voy a París —dijo co-mo si anunciara la caída del Imperio Romano—
; quizá estudie en la Sorbona, y luego tal vez
me case; nunca se sabe. Sólo tengo dieciocho
años. Había dieciocho velas en mi pastel de
cumpleaños esta noche. Me habría gustado que
hubieras estado aquí... He recibido maravillo-
sas ofertas para debutar en el teatro, pero, claro, una chica que se dedica al teatro da mucho que
hablar.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó
Bopes. —Ah, van a venir muchos más chicos, más tarde. Quédate por aquí: estás invitado a la
fiesta.
—Estaba pensando que tú y yo podríamos
hacer otra cosa. Me voy a Milán mañana.
En el otro extremo del salón, lady Capps-
Karr estaba violenta, disgustada por la deser-
ción.
—Después de todo, un amigacho es un
amigacho y un íntimo es un íntimo —
protestó—, pero hay cosas que no se hacen.
Nunca he visto a Bopes en un estado tan lamentable.
No le quitaba ojo a la conversación que te-
nía lugar en el otro extremo de la sala.
—Ven a Milán conmigo —decía el mar-
qués—. Ven al Tíbet o al Indostán. Asistiremos
a la coronación del rey de Etiopía. Bueno, va-
monos a dar un paseo en coche ahora mismo.
—Todavía quedan demasiados invitados.
Además, no me monto en el coche del primero
que llega. Se supone que estoy prometida. Con
un conde húngaro. Se pondría furioso y proba-
blemente te desafiaría a un duelo.
La señora Schwartz, con cara de pedir per-
dón, atravesó la sala y se acercó a Fifi.
—John se ha ido —anunció—. Se ha vuelto
a marchar. Fifi dio un grito de disgusto. —Me
dio su palabra de honor de que no se iría. —
Pero se ha ido. He mirado en su habitación y no
estaba su sombrero. Ha sido el champán de la
cena —miró al marqués—. No es que John sea
un chico con vicios, pero es débil, muy débil.
—Me figuro que tendré que ir a buscarlo —
dijo Fifi, resignada. —Me sabe fatal estropearte
la noche, pero no sé qué otra cosa podríamos
hacer. Quizá este caballero pueda acompañarte.
Ya ve, Fifi es la única que puede manejarlo. Su
padre murió y la verdad es que para manejar a
un chico hace falta un hombre. —Así es —dijo
Bopes.
—¿Me puedes llevar? —preguntó Fifi—. Só-
lo es a un café de la ciudad.
Bopes aceptó con la mayor prontitud. Fuera,
bajo la noche de septiembre, la fragancia de Fifi se filtraba a través de la capa de armiño, mientras su dueña añadía algunas explicaciones:
—Una rusa lo tiene dominado; dice que es
condesa, pero su única propiedad consiste en
un abrigo de piel de zorro que se pone con to-
do. Mi hermano sólo tiene diecinueve años, así
que en cuanto se bebe un par de copas de
champán, dice que se va a casar con ella, y
mamá sufre.
Bopes le echó con impaciencia el brazo por los hombros en cuanto empezaron a subir la
colina que llevaba a la ciudad.
Quince minutos después el coche se detuvo
varias manzanas más allá del café y Fifi se
apeó. Un arazaño largo e irregular adornaba
ahora la cara del marqués: le atravesaba en di-
agonal la mejilla, cruzaba la nariz con unas
cuantas líneas superficiales e imprecisas, y aca-
baba en una especie de terminal de ferrocarriles
en la mandíbula inferior.
—No me gusta estar con alguien que se po-
ne tan tonto —explicó Fifi—. No hace falta que
esperes, podemos tomar un taxi.
—¿Que espere? —exclamó el marqués, fu-
rioso—. ¿A alguien tan insignificante y vulgar
como tú? Ya me habían dicho que eras el haz-
merreír del hotel, y ahora sé de sobra por qué.
Fifi atravesó deprisa la calle y entró en el ca-
fé, deteniéndose en la puerta hasta que vio a su
hermano. Era una reproducción de Fifi sin su extraordinario entusiasmo; en aquel instante
compartía mesa con un frágil exiliado del Cáu-caso y dos serbios tuberculosos. Fifi esperó a
reunir el valor suficiente para enfrentarse al
asunto; entonces cruzó la pista de baile: llama-
ba la atención como una nube que presagia
tormenta, vestida de negro brillante.
—Mamá me ha mandado a buscarte, John;
coge tu abrigo.
—¿Sí? ¿Qué bicho le ha picado? —preguntó,
con la mirada perdida.
—Mamá dice que tienes que ir.
Se levantó de mala gana. Los dos serbios
también se levantaron; la condesa no había
movido un músculo; sus ojos, profundamente
hundidos en los pómulos mongoles, no se apar-
taron ni un momento de la cara de Fifi; la cabe-
za se agazapaba en el abrigo de piel de zorro
plateado que, como Fifi sabía, representaba la
última asignación mensual que había recibido
su hermano. Mientras John Schwartz, poco se-
guro sobre sus pies, se tambaleaba ligeramente,
la orquesta acometía
Tras sumergirse en la confusión de aquella me-sa, Fifi emergió agarrada del brazo de su her-
mano, lo empujó hacia el guardarropa y, ya en
la calle, hacia la parada de taxis.
Era tarde; la noche de fiesta y su cumplea-
ños habían terminado y, mientras volvía en taxi
al hotel, con John desplomado sobre su hom-
bro, Fifi sintió de repente una pena profunda.
Gracias a su excelente salud nunca había sido
aprensiva, y era verdad que la familia Schwartz
llevaba viviendo tanto tiempo en aquel ambien-
te que Fifi no se sentía insatisfecha entre el tor-bellino y la sociedad del Hotel des Trois Mon-
des, y, sin embargo, de repente la noche se había estropeado. ¿Por qué algunas veces terminan las noches en una nota aguda, y no se desvanecen suavemente como una música?
Todas las noches, cuando daban las diez, tenía
la sensación de que era el único ser real en una
colonia de fantasmas, de que estaba rodeada
por figuras absolutamente intangibles que re-
trocederían en cuanto ella alargara la mano.
El portero ayudó a su hermano a llegar al ascensor. Al entrar, Fifi vio demasiado tarde
que había dos personas dentro. Antes de que
pudiera sacar a John, las dos se apartaron de
Fifi como si temieran contagiarse. Fifi oyó a la
señora Taylor decir: «¡Dios nos asista!», y a la
señorita Howard: «¡Qué asco!». El ascensor se
puso en marcha. Fifi aguantó la respiración
hasta que se detuvo en su planta.
Fue quizá el impacto de este último encuen-
tro lo que provocó que se quedara muy quieta,
junto a la puerta del apartamento, a oscuras.
Entonces tuvo la sensación de que había al-
guien más en la oscuridad, frente a ella, y, una
vez que su hermano, dando traspiés, se de-
rrumbó en el sofá, siguió a la espera.
—Mamá —llamó, pero no hubo respuesta,
apenas un ruido más débil que un susurro, co-
mo un zapato que rozara el suelo.
Pocos minutos después, cuando su madre
subió, llamaron al
Luego madre e hija se quedaron ante el balcón abierto, mirando el lago, y el racimo de las luces de Évian en la costa francesa, y la cofia de
nieve en las montañas.
—Creo que llevamos aquí demasiado tiem-
po —dijo súbitamente la señora Schwartz—.
Creo que me llevaré a John a Estados Unidos
este otoño.
Fifi se quedó pasmada.
—Pero yo creía que John y yo íbamos a ir a
París, a la Sorbona.
—¿Y cómo voy a fiarme de él, en París? ¿Y
te voy a dejar sola?
—Es que ya nos hemos acostumbrado a vi-
vir en Europa. ¿Para qué he aprendido a hablar
francés? Mamá, ni siquiera conocemos a nadie
en Estados Unidos.
—Siempre conoceremos a alguien. Siempre
lo hemos hecho.
—Pero tú sabes que es distinto. Allí la gente
es tan intolerante... En Estados Unidos una chi-
ca no tiene ocasión de conocer a hombres como
los de aquí, si es que los hay. Y todo el mundo está pendiente de lo que hacen los demás.
—Igual que aquí —dijo la madre—. Ese se-
ñor Weicker acaba de pararme en el vestíbulo;
te vio entrar con John, y me estuvo diciendo
que sois demasiado jóvenes para ir al bar. Le
dije que tú sólo bebes limonada, y me respon-
dió que eso no importa; escenas como la de esta
noche hacen que la gente se vaya del hotel.
—¡Qué miserable!
—Así que pienso que lo mejor es que vol-
vamos a América.
Aquella frase vacía resonó desoladoramente
en los oídos de Fifi. Se abrazó a la cintura de su madre dándose cuenta de que era ella y no su
madre, pues su madre tenía un firme asidero en
el pasado, quien estaba completamente perdida
en el universo. En el sofá su hermano roncaba,
parte del mundo de los débiles, de los que se
apoyan unos en otros, satisfechos de su fétida y
voluble calidez. Pero Fifi seguía mirando el
cielo extranjero, segura de que podría abrir sus
puertas y encontrar su propio camino a través de la envidia y la corrupción. Por primera vez
pensó en serio casarse con Borowki inmedia-
tamente.
—¿No quieres bajar a decirles buenas no-
ches a tus amigos? —sugirió su madre—. Hay
todavía muchos que siguen preguntando por ti.
Pero las Furias amenazaban a Fifi: amena-
zaban su falsa seguridad de niña y su inocen-
cia, incluso su belleza, para derrumbarlo todo y
arrastrarlo por el barro. Cuando negó con la
cabeza y se fue de mal humor a su dormitorio,
ya le habían arrebatado algo para siempre.
II.
A la mañana siguiente la señora Schwartz
fue al despacho del señor Weicker para denun-
ciar la pérdida de doscientos dólares en mone-
da estadounidense. Había dejado el dinero en-
cima de la cómoda antes de acostarse; cuando
se despertó, ya no estaba. Había echado el ce-
rrojo en la puerta del apartamento, pero por la mañana el cerrojo había sido corrido, aunque
ninguno de sus hijos se había despertado toda-
vía. Por fortuna se había llevado las joyas a la
cama en una bolsa de gamuza.
El señor Weicker decidió que la situación
debía ser tratada con delicadeza. No pocos
huéspedes del hotel se encontraban pasando
apuros económicos y eran partidarios de solu-
ciones extremas, pero el señor Weicker debía
proceder con pies de plomo. En América, o se
tiene dinero o no se tiene; en Europa el herede-
ro de una fortuna puede no tener ni para pelar-
se hasta la muerte de un primo lejano, y ser
considerado públicamente un sablista sin ofen-
derse lo más mínimo. El señor Weicker abrió el
ejemplar del almanaque de Gotha que tenía en
el despacho, y comprobó que Stanislas Karl
Joseph Borowki estaba entroncado con la últi-
ma rama de un linaje más antiguo que la coro-
na de San Esteban. Aquella mañana, con un
traje de montar tan elegante como el uniforme
de un húsar, había salido a caballo con la impo-luta y correcta señorita Howard. Y, por otra
parte, no cabía la menor duda sobre quién era
la víctima del robo, y la indignación del señor
Weicker empezó a concentrarse en Fifi y su
familia, que podían haberle ahorrado este pro-
blema si se hubieran ido del hotel hacía mucho
tiempo. Incluso era concebible que el hijo diso-
luto de la familia, John, hubiera sisado el dine-
ro. En cualquier caso, los Schwartz iban a vol-
ver a América. Llevaban tres años viviendo en
hoteles, en París, Florencia, Saint Raphael, Co-
mo, Vichy, La Baule, Lucerna, Baden-Baden y
Biarritz. En todas estas ciudades los niños habí-
an ido al colegio —siempre a colegios nuevos—
y ahora hablaban perfectamente francés y un
poco, muy poco, de italiano. Fifi había dejado
de ser una niña de catorce años demasiado des-
arrollada para convertirse en una belleza; John
se había convertido en un lamentable caso per-
dido. Los dos sabían jugar al bridge, y en algún
sitio Fifi había aprendido a bailar claque. La señora Schwartz tenía la impresión de que todo
aquello era poco satisfactorio, pero no sabía por qué. Así que, dos días después del cumpleaños
de Fifi anunció que harían las maletas, irían a
París para comprar ropa de otoño y volverían a
América.
Aquella misma tarde Fifi fue al bar a reco-
ger su gramófono, que llevaba allí desde la no-
che de la fiesta. Se sentó en un alto taburete y
estuvo charlando con el camarero mientras se
bebía un ginger-ale.
—Mi madre quiere que vuelva con ella a
América, pero yo no pienso ir.
—¿Y qué piensa hacer?
—Tengo un poco de dinero y a lo mejor me
caso —tomó unos sorbos de ginger-ale con cara
de mal humor.
—He oído que les han robado algún dinero
—señaló el camarero—. ¿Cómo ha sido?
—Pues el conde Borowki cree que el ladrón
entró en el apartamento antes de que llegára-
mos y se escondió entre las dos puertas que separan nuestro apartamento del apartamento
de al lado. Y, mientras dormíamos, cogió el
dinero y se fue.
—¡Vaya!
Fifi suspiró.
—Bueno, a lo mejor es la última vez que
vengo al bar.
—La echaremos de menos, señorita
Schwartz.
El señor Weicker asomó la cabeza por la
puerta, la retiró y se acercó despacio.
—Hola —dijo Fifi con frialdad.
—A usted quería yo verla, señorita —movía
el dedo ante la cara de Fifi con burlón amane-
ramiento—. ¿No sabe que he hablado con su
madre sobre sus visitas al bar? Sólo es por su bien.
—Me estoy tomando un ginger-ale —dijo
Fifi, indignada.
—Pero nadie sabe lo que usted está tomando. Podría ser whisky o cualquier cosa. Y se quejan los clientes.
Fifi clavó los ojos en el director, indignada.
Aquella visión del mundo era completamente
distinta de la suya: Fifi, centro vital del hotel; Fifi, envuelta en los vestidos más seductores y
elevándose espléndida e inalcanzable sobre sus
adoradores. Y de repente la cara servil, pero
hostil, del señor Weicker la enfureció.
—¡Nos vamos a ir de este hotel! —estalló—.
Nunca había visto una pandilla de gente tan
estrecha de miras; siempre están criticando a
todo el mundo, inventándose las peores cosas
de los demás, no importa lo que ellos hagan.
Creo que sería estupendo que se prendiera fue-
go al hotel y ardiera hasta los cimientos con
toda esa gentuza dentro.
Dejó el vaso ruidosamente sobre la barra,
cogió la maleta del fonógrafo y salió del bar con paso airado.
En el vestíbulo un botones se apresuró a ayudarla, pero Fifi hizo un gesto de negación
con la cabeza y atravesó corriendo el salón,
donde se encontró con el conde Borowki.
—¡Estoy que me subo por las paredes! —
gritó—. ¡Nunca había visto a tantas alimañas
juntas! ¡Acabo de decirle al señor Weicker lo
que pienso de ellos!
—¿Se ha atrevido alguien a faltarte al respe-
to? —Me da lo mismo. Volvemos a América.
—¡Os vais! —el conde se había sobresalta-
do—. ¿Cuándo?
—Ya. Yo no quiero, pero mamá dice que te-
nemos que irnos.
—Tengo que hablar contigo muy en serio —
dijo el conde—. Acabo de llamar por teléfono a
tu habitación. Te he traído un pequeño regalo
de compromiso.
Cuando Fifi cogió la preciosa pitillera de
oro y marfil, con sus iniciales grabadas, recupe-
ró la alegría.
—¡Es maravillosa!
—Óyeme un momento; lo que me has dicho
hace más importante lo que voy a decirte. Aca-
bo de recibir carta de mi madre. Me han busca-
do una novia en Budapest: una chica maravillo-
sa, guapa, rica y de mi misma clase social, que
sería inmensamente feliz si nos casáramos, pero
yo estoy enamorado de ti. Jamás lo hubiera
creído posible, pero he perdido la cabeza por
una americana.
—¿Y por qué no? —dijo Fifi, indignada—.
Aquí, para que digan que una chica es guapa,
basta con que tenga algo que no esté mal. Y
luego, aunque tenga el pelo o los ojos bonitos,
tiene las piernas o los dientes torcidos.
—Tú eres perfecta.
—Ah, sí —dijo Fifi modestamente—. Tengo
la nariz un poco grande. ¿No sabías que soy
judía?
Un poco impaciente, Borowki volvió a lo
suyo:
—Me están presionando para que me case.
Es por cuestiones de herencia.
—Además, tengo la frente demasiado gran-
de —observó Fifi, ensimismada—. Es tan ancha
que me hace una especie de arruga. Conocí a
un chico muy gracioso que me decía que yo sí
que tenía cinco dedos de frente.
—Así que lo más sensato —prosiguió Bo-
rowki— es que nos casemos inmediatamente.
Quiero decirte con toda franqueza que hay
otras chicas americanas, no muy lejos de aquí,
que no dudarían un momento.
—Mamá se volvería loca —dijo Fifi.
—También he pensado en eso —contestó el
conde con vehemencia—. No le digas nada. Si
cruzamos la frontera esta noche podríamos
casarnos mañana por la mañana, luego volve-
ríamos y le enseñarías a tu madre el escudo de
armas, las coronas doradas pintadas en tus ma-
letas. Mi opinión personal es que estaría encan-
tada. Y tu disfrutarías, libre de ella, de una posición social sin igual en Europa. En mi opi-
nión, probablemente tu madre ya lo haya pensado, y quizá se haya dicho: «¿Por qué estos
dos no resuelven el asunto por su cuenta y me
ahorran los trámites y el gasto de una boda?».
Yo creo que le gustaría que tuviéramos carác-
ter.
Dejó de hablar, impaciente, cuando lady
Capps-Karr, saliendo del comedor con su pe-
quinés, se detuvo por sorpresa junto a ellos. El
conde Borowki se vio obligado a presentarlas.
Como no se había enterado del desaire que el
marqués Kinkallow le había hecho a lady
Capps-Karr, ni de que Su Señoría se había ido a
Milán aquella mañana con el corazón herido,
no sospechaba lo que se avecinaba.
—Ya me había fijado en la señorita
Schwartz —dijo la inglesa con una voz clara,
seca—. Y por supuesto me había fijado en los
vestidos de la señorita Schwartz.
—¿No se sienta? —dijo Fifi.
—No, gracias —se dirigió a Borowki—: Los
vestidos de la señorita Schwartz nos hacen pa-
recer a todas un poco anodinas. A mí no me gusta vestirme con demasiado detalle cuando
estoy en un hotel. Me parece de pésimo gusto.
¿No lo ve usted así?
—Yo creo que la gente siempre debe ir bien
vestida —dijo Fifi, ruborizándose.
—Por supuesto. Lo único que digo es que
me parece de pésimo gusto vestir con demasia-
do detalle, si no es en casa de los amigos.
Lady Capps-Karr dedicó un sinuoso adiós a
Borowki y siguió su camino, dejando a su paso
una nube de humo de cigarrillo y una débil
fragancia de whisky.
El insulto había sido tan mordaz como el
chasquido de un látigo, y, a la vez que el orgu-
llo que Fifi sentía por su guardarropa se de-
rrumbaba de repente, Fifi oyó todos los comen-
tarios que no había oído antes, en un murmullo
redivivo e inmenso. Así que habían dicho que
se ponía aquellos trajes porque no tenía otro
sitio donde ponérselos. Este era el motivo por el
que la hija de los Howard la consideraba vulgar y no tenía ningún interés en conocerla.
Por un instante su ira estalló, tomando co-
mo blanco a su madre, que no le había dicho nada, pero comprendió que su madre tampoco
se había dado cuenta.
—Me parece que no es nada elegante —se
obligó a decir en voz en alta, pero por dentro
estaba temblando—. ¿Y quién es ésa? Quiero
decir: ¿tiene un título muy importante?
—Es la viuda de un barón.
—¿Y eso es importante? —Fifi permanecía
impasible—. ¿Más importante que una conde-
sa? —No. Una condesa es de mayor rangos in-
finitamente mayor —el conde Borowki acercó
su silla hacia Fifi y empezó a hablarle con mu-
cha atención.
Media hora después Fifi se levantó con la
indecisión reflejada en la cara.
—A las siete espero una respuesta definitiva
—dijo Borowki—, y a las diez tendré el coche
listo.
Fifi asintió con un gesto. El conde la acom-
pañó hasta la puerta del salón y vio cómo des-
aparecía en el espejo en sombras del vestíbulo,
camino del ascensor.
Cuando volvió, lady Capps-Karr, sola en
una mesa tomando café, le dijo:
—Me gustaría hablar un momento con us-
ted. ¿Le ha dicho usted a Weicker, por equivo-
cación, que si hubiera algún problema yo ava-
laría su cuenta?
Borowki se puso rojo.
—Quizá le haya dicho algo parecido, pero...
—Vale, yo le he dicho la verdad: que a us-
ted no lo había visto en mi vida hasta hace
quince días.
—Yo, como es natural, he recurrido a una
persona de igual rango...
—¡Igual rango! ¡Qué caradura! Los únicos títulos que quedan son los ingleses. Debo ro-garle que no vuelva a utilizar mi nombre.
Borowki hizo una reverencia.
—Semejantes inconvenientes pronto serán
para mí agua pasada.
—¿Se va a fugar usted con esa niña ameri-
cana y ordinaria?
—Le ruego que me perdone —dijo fríamen-
te el conde.
—No se enfade. Tómese un whisky con so-
da. Me estoy preparando para recibir a Bopes
Kinkallow, que acaba de llamar por teléfono
para decir que vuelve tambaleándose.
Mientras, en el piso de arriba, la señora
Schwartz le decía a Fifi:
—Me hace ilusión volver a casa. Será estu-
pendo volver a ver a los Hirst y a la señora Bell, a Amy y a Marjorie, y a Gladys, y a su nuevo
hermanito. Y tú también te pondrás contenta;
se te ha olvidado cómo son. Gladys y tú erais
grandes amigas. Y Marjorie...
—¡Ay, mamá, no me hables de eso! —
exclamó Fifi, muy triste—. No quiero volver.
—No hay ningún motivo para que nos que-
demos. Si John va a la universidad como quería
su padre, nosotras podríamos irnos a Califor-
nia. Pero para Fifi todas las aventuras de la vida se concentraban en los tres inolvidables años
que había pasado en Europa. Recordaba a los
altos guardias de Roma y al anciano español
que por primera vez la había hecho consciente
de su belleza en Como, en Villa d'Este, y al
aviador de la armada francesa que en Saint
Raphael le había lanzado una carta al jardín
desde su areoplano, y la emoción que había
sentido alguna vez bailando con Borowki, ata-
viado con botas relucientes y un dolmán de piel
blanca.
Había visto muchas películas americanas y
sabía que las chicas de allí siempre se casaban
con un chico fiel de su ciudad y que después acababa la película.
—No pienso ir —dijo en voz alta.
Su madre se volvió con un montón de ropa
en los brazos.
—¿Cómo se te ocurre hablar así, Fifi? ¿Crees
que voy a dejarte aquí sola? —y, como Fifi no
respondió, continuó en un tono terminante—:
No me gusta oírte hablar así. Y ahora deja de
quejarte y de decir tonterías, y ve a comprar a
la ciudad. Aquí tienes la lista.
Pero Fifi había tomado una decisión. Estaba
Borowki, la oportunidad de vivir de verdad, a
la aventura. El conde podría ingresar en el ser-
vicio diplomático, y, cuando un día encontra-
ran a lady Capps-Karr y a la señorita Howard
en un baile en la embajada, podría hacer en voz
alta el comentario que en aquel momento le
parecía apropiado: «No soporto a la gente que
siempre parece que va o viene de un funeral».
—Venga, corre —continuó su madre—. Y
mira si está tu hermano en el café, y te lo traes a tomar el té.
Fifi cogió la lista de la compra con un gesto mecánico. Luego entró en su habitación y escribió una nota para Borowki, que le dejaría al
conserje cuando saliera.
Cuando ya se iba, vio a su madre que lu-
chaba con un baúl, y le dio una pena infinita.
Pero en América estaban Amy y Gladys, y Fifi
se sintió más fuerte.
Bajaba las escaleras cuando recordó que,
distraída, había olvidado mirarse, como era
obligatorio, al espejo; pero, precisamente a la
entrada del gran salón, había un gran espejo en
la pared, y frente a él se detuvo.
Era preciosa: volvía a comprobarlo, aunque
ahora se pusiera triste. Se preguntó si el vestido que llevaba aquella tarde era de mal gusto, si
alimentaría la sensación de superioridad de la
señorita Howard y lady Capps-Karr. A ella le
parecía un traje maravilloso, de corte elegante,
sencillo, pero el color era un azul metálico cla-
ro, demasiado vivo.
Entonces, de repente, un ruido rompió la tranquilidad del vestíbulo en penumbra y Fifi
se quedó sin respiración y paralizada.
III.
A las once el señor Weicker estaba cansado,
pero en el bar reinaba uno de sus habituales
tumultos y el director estaba esperando a que la
situación se tranquilizara. No había nada que
hacer en su mohoso despacho ni en el vestíbulo
vacío; y el salón, donde durante todo el día
mantenía largas conversaciones con inglesas y
americanas solitarias, estaba desierto, así que
salió por la puerta principal y empezó a dar su
acostumbrada vuelta alrededor del hotel. Ya
fuera por su ronda, o por las miradas frecuen-
tes a las luces titilantes de los dormitorios y a través de las humildes ventanas enrejadas de la
planta de las cocinas, el paseo le dio la impre-
sión de que el hotel estaba bajo su control, que
él era el responsable idóneo, como si el hotel
fuera un barco y lo contemplara desde el puen-te de mando.
Atravesó un torrente de ruido y música que
llegaba del bar, dejó atrás una ventana en la
que dos chicos sentados en una cama jugaban a
las cartas junto a una botella de vino español.
En el piso de arriba, en alguna parte, sonaba un
gramófono, y una figura de mujer tapaba una
ventana; luego recorrió el ala silenciosa del edi-ficio y, al doblar la esquina, volvió al punto de partida y, frente al hotel, a la débil luz de la
puerta del garaje, vio al conde Borowki.
Algo le hizo detenerse —algo que no pare-
cía lógico— y vigilar a Borowki, que no podía
pagar la cuenta, pero tenía un coche con chófer.
Borowki le estaba dando al chófer órdenes pre-
cisas, y entonces el señor Weicker se dio cuenta
de que llevaba una bolsa en el asiento delante-
ro, y dio un paso hacia la luz.
—¿Nos deja usted, conde Borowki?
La voz sobresaltó a Borowki.
—Sólo por esta noche —contestó—. Voy a ver a mi madre.
—Ya.
Borowki lo miró con aire de reproche.
—Mi baúl y mi caja de sombreros están en
mi habitación, puede comprobarlo. ¿Acaso cree
que me doy a la fuga sin pagar la cuenta?
—Desde luego que no. Espero que tenga un
buen viaje y que su madre esté bien.
Pero una vez dentro del hotel, tomó la pre-
caución de enviar a un
peso para evitar sorpresas.
Dio una cabezada. Cuando se despertó, más
o menos una hora después, el conserje nocturno
le tiraba del brazo y había un fuerte olor a
quemado en el vestíbulo. Pasaron unos minu-
tos antes de que entendiera que un ala del hotel
estaba en llamas.
Mandó al conserje dar la alarma y bajó co-
rriendo al vestíbulo del bar, y, a través del
humo que salía por la puerta, vislumbró la me-sa de billar envuelta en llamas, y las llamas que lamían el suelo y crecían en un éxtasis alcohóli-co cada vez que el calor hacía estallar una bote-
lla de las estanterías. Cuando retrocedía a toda
prisa tropezó con una fila de
hotel luchaban contra el fuego con cubos de agua. El conserje gritaba que los bomberos estaban en camino. El señor Weicker puso a dos
hombres al teléfono para que despertaran a los
huéspedes, y cuando corría para formar una
cadena de cubos de agua en el lugar del peli-
gro, se acordó de Fifi.
Estaba ciego de rabia: con crueldad precoz,
propia de una piel roja, había cumplido su amenaza. Ah, ya arreglaría este asunto más
tarde; aún había leyes. Y, mientras, un estruen-
do en el exterior anunció que los bomberos ha-
bían llegado, y Weicker volvió a recorrer el ves-
tíbulo, lleno ahora de hombres en pijama con maletines en la mano, y mujeres en camisón
con joyeros y perritos en los brazos; el número crecía incesantemente y la conversación trans-formaba su ritmo soñoliento en el zumbido
irregular de una reunión a media tarde.
Un
fono, pero el director se lo quitó de encima con
impaciencia.
—Es el comisario de policía —insistió el chi-
co—. Dice que tiene que hablar con usted.
Con una exclamación el señor Weicker en-
tró corriendo en su despacho.
—¡Diga!
—Llamo desde comisaría. ¿Hablo con el di-
rector?
—Sí, pero tenemos un incendio en el hotel.
—¿Hay entre sus clientes un individuo que
dice llamarse conde Borowki?
—¿Cómo? Sí, sí. .
—Vamos a llevarlo al hotel para que lo
identifique. Lo hemos detenido en la carretera
por cierta información que habíamos recibido.
—Pero...
—Hemos detenido con él a una chica. Vamos a llevarlos a los dos al hotel inmediata-
mente.
—Quería decirle que...
A través del auricular el señor Weicker per-
cibió un brusco
bulo, donde el humo empezaba a disiparse. Las
mangueras habían funcionado cinco minutos y
el bar era un montón de ruinas mojadas y car-
bonizadas. El señor Weicker empezó a pasear
arriba y abajo, entre los huéspedes, tranquili-
zándolos; las telefonistas volvieron a llamar a
las habitaciones, para advertir a los huéspedes
que no habían bajado al vestíbulo que podían
volver a la cama; y entonces, mientras le pedían
una y otra vez que explicara el suceso, el señor
Weicker volvió a acordarse de Fifi, y esta vez,
por propia decisión, se dirigió al teléfono.
La voz angustiada de la señora Schwartz
respondió: Fifi no estaba. Era lo que quería sa-
ber el señor Weicker. Colgó bruscamente. La
historia estaba clara, y no se le hubiera podido
ocurrir nada más sórdido: un incendio provo-cado y un intento de fuga con un individuo
buscado por la policía. Había llegado la hora de
pagar, y no serviría para nada todo el dinero de
América. Si la temporada estaba perdida, por lo
menos a Fifi se le habían acabado todas las
temporadas. Iría a una institución para chicas
donde el uniforme reglamentario sería mucho
más sencillo que todos los vestidos que se había
puesto en su vida.
Mientras el último de los huéspedes entraba
en el ascensor, dejando sólo unos pocos curio-
sos entre los escombros empapados, otra proce-
sión entraba por la puerta principal. Eran un
hombre de paisano y una muralla de policías
que rodeaba a dos detenidos. El comisario dio
una orden y los policías se retiraron.
—Quiero que identifique a estos dos. ¿Ha
estado este individuo hospedado aquí bajo el
nombre de Borowki?
El señor Weicker lo miró.
—Sí.
—Desde hace un año estaba bajo orden de búsqueda y captura en Italia, Francia y España.
¿Y esta chica?
Estaba medio escondida tras Borowki, con
la cabeza baja, y la cara entre sombras. El señor Weicker se inclinó y estiró el cuello con un gesto de impaciencia. A quien tenía delante era a la señorita Howard. Una oleada de horror se apo-deró del señor Weicker. Volvió a estirar el cue-
llo como si la intensidad de su asombro pudie-
ra convertir a la señorita Howard en Fifi, como
si, mirando a través de ella, pudiera encontrar a Fifi. Pero resultaba difícil, pues Fifi se encontraba muy lejos. Estaba a las puertas del café,
ayudando a un tambaleante y poco dispuesto
John Schwartz a subir a un taxi.
—Ya te he dicho que no puedes volver al ca-
fé, mamá dice que tienes que ir al hotel inme-
diatamente.
IV.
El conde Borowki se tomó su encarcela-miento con cierta elegancia, como si, después
de vivir tanto tiempo de su ingenio y artima-
ñas, le causara cierto alivio que un organismo
ajeno planeara sus días. Pero echaba de menos
la falta de contactos con el mundo exterior, y se alegró muchísimo cuando, cuatro días después
de su detención, recibió la visita de lady Capps-
Karr.
—Después de todo —dijo la dama—, un
amigacho es un amigacho y un íntimo es un íntimo, pase lo que pase. Afortunadamente, el
cónsul es amigo de mi padre, si no, no me hu-
bieran permitido verte; incluso he intentado
pagar una fianza, porque les he dicho que estu-
viste en Oxford un año y hablas inglés perfec-
tamente, pero estos salvajes no me hacen caso.
—Me temo que sea inútil —dijo el conde
Borowki con pesimismo—. Cuando terminen
de juzgarme, habré viajado gratis por toda Eu-
ropa.
—Pero no es lo único indignante —continuó lady Capps-Karr—. Estos idiotas nos han echado a Bopes y a mí del Hotel des Trois Mondes,
y las autoridades están intentando obligarnos a
dejar la ciudad.
—¿Porqué?
—Quieren echarnos la culpa de ese latazo
de incendio.
—¿Fuisteis vosotros?
—Prendimos fuego a una copa de coñac
porque queríamos freír patatas en alcohol, y el
camarero había ido a acostarse y nos había de-
jado solos. Pero, por las cosas que dice el muy
canalla, se diría que habíamos ido allí con la
única intención de quemar a todo el mundo
mientras dormía. Es una barbaridad, y Bopes
está furioso. Dice que no volverá aquí en su
vida. He ido al consulado y están de acuerdo en
que todo el asunto es una absoluta vergüenza,
y han enviado un telegrama al Ministerio de
Asuntos Exteriores.
Borowki se quedó pensativo unos segun-dos. —Si volviera a nacer —dijo muy despacio—
, creo, sin ningún género de dudas, que elegiría
ser inglés.
—¡Yo elegiría ser cualquier cosa menos
americana! A propósito, los Taylor ya no van a
presentar a la señorita Howard en la Corte por
el modo escandaloso con que los periódicos se
han ocupado del asunto.
—Lo que no llego a entender es por qué
sospechó Fifi —dijo Borowki.
—Entonces, ¿fue la señorita Schwartz la que
dio el soplo a la policía?
—Sí. Yo creía que la había convencido para
que se fugara conmigo, y sabía que si no lo ha-
cía me bastaría chasquear los dedos para que la
otra chica... Aquella misma tarde Fifi fue a la
joyería y descubrió que yo había pagado la piti-
llera con uno de los billetes de cien dólares que había cogido de la cómoda de su madre. Y fue
directamente a la policía.
—¡Sin hablar antes contigo! Después de to-do, un amigacho es un amigacho...
—Pero lo que me gustaría saber es qué la
hizo sospechar e investigar, qué la volvió co-
ntra mí.
Fifi, en aquel mismo momento, sentada en
un alto taburete del bar de un hotel de París,
bebía limonada a sorbos y respondía aquella
misma pregunta a un camarero que demostra-
ba auténtico interés.
—Yo estaba en el vestíbulo mirándome al
espejo —decía—, y le oí hablar con la señora
inglesa, la que prendió fuego al hotel. Y le oí
decir: «Después de todo, mi única pesadilla es
que acabe pareciéndose a su madre» —Fifi
echaba chispas de indignación—. Usted ha vis-
to a mi madre, ¿no?
—Sí, y es una señora muy guapa.
—Desde aquel momento pensé que había
algo raro, y me preguntaba cuánto le habría
costado la pitillera. Y fui a enterarme. Y en la
joyería me enseñaron el billete con que había pagado.
—¿Y ahora vuelven ustedes a América? —
preguntó el camarero.
Fifi acabó de beberse su limonada; la pajita
hizo un gorgoteo con el azúcar del fondo.
—Tenemos que volver para testificar en el
juicio, y nos quedaremos unos meses más —se
levantó—. Adiós, tengo que probarme un ves-
tido.
No la habían atrapado, todavía no. Las Fu-
rias se habían apartado un poco y esperaban al
fondo del escenario con cierto rechinar de dien-
tes. Tenían tiempo de sobra.
Pero, mientras Fifi atravesaba el vestíbulo con-
toneándose, con la cara radiante de nuevas es-
peranzas, y salía a buscar su destino aunque
pareciera que iba al
que, después de todo, consiguieran atrapar a
Fifi algún día.