La aventura de Peter
el Negro
ial
Arthur Conan Doyle
idad editor
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Obra reproducida
Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física, como en el año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y sería indiscreto por mi parte hacer la más ligera alusión a la identidad de algunos de los ilustres clientes que cruzaron nuestro humilde umbral
de Baker Street. Sin embargo, Holmes, como
todos los grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el caso del duque de Holdernesse,
casi nunca le vi pedir un pago importante por
sus inestimables servicios. Era tan poco mate-
rialista -o tan caprichoso- que con frecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando
su problema no le resultaba interesante, mien-
tras que dedicaba semanas de intensa concen-
tración a los asuntos de cualquier humilde
cliente cuyo caso presentara aquellos aspectos
extraños y dramáticos que excitaban su imagi-
nación y ponían a prueba su ingenio.
En aquel memorable año de 1895, una
curiosa y extravagante serie de casos había
atraído su atención: desde la famosa inves-
tigación sobre la súbita muerte del cardenal Tosca -investigación que llevó a cabo por ex-preso deseo de Su Santidad el papa- hasta la detención de Wilson, el conocido amaestrador
de canarios, con la que eliminó un foco de in-fección en el East End de Londres. Pisándoles
los talones a estos dos célebres casos llegó la tragedia de Woodman's Lee, con las misteriosí-
simas circunstancias que rodearon la muerte
del capitán Peter Carey. La crónica de las haza-
ñas del señor Sherlock Holmes quedaría in-
completa si no incluyera algunos informes so-
bre este caso tan insólito.
Durante la primera semana de julio, mi
amigo se estuvo ausentando de nuestros apo-
sentos tan a menudo y durante tanto tiempo
que comprendí que algo se traía entre manos.
El hecho de que durante aquellos días se pre-
sentaran varios hombres de aspecto patibulario
preguntando por el capitán Basil me dio a en-
tender que Holmes estaba operando en alguna
parte bajo uno de los numerosos disfraces v
nombres con los que ocultaba su formidable identidad. Tenía por lo menos cinco pequeños
refugios en diferentes partes de Londres en los que podía cambiar de personalidad. No me
contaba nada de sus actividades y yo no tenía
por costumbre sonsacar confidencias. La prime-
ra señal concreta que me dio acerca del rumbo
de sus investigaciones fue verdaderamente
extraordinaria. Había salido antes del desayu-
no, y yo me había sentado a tomar el mío cuan-
do entró dando zancadas en la habitación, con
el sombrero puesto y una enorme lanza de pun-
ta dentada bajo el brazo, como si fuera un pa-
raguas.
-¡Válgame Dios, Holmes! -exclamé-. No
me irá usted a decir que ha estado andando por
Londres con ese trasto.
-Fui en coche a la carnicería y volví.
-¿La
carnicería?
-Y vuelvo con un apetito excelente. No
cabe duda, querido Watson, de lo bueno que es
hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apues-
to a que no adivina usted qué clase de ejercicio he estado haciendo.
-No pienso ni intentarlo.
Holmes soltó una risita mientras se ser-
vía café.
-Si hubiera usted podido asomarse a la
trastienda de Allardyce, habría visto un cerdo
muerto colgado de un gancho en el techo y un
caballero en mangas de camisa dándole furio-
sos lanzazos con esta arma. Esa persona tan
enérgica era yo, y he quedado convencido de
que por muy fuerte que golpeara no podía
traspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le inte-resaría probar a usted?
-Por nada del mundo. Pero ¿por qué
hace usted esas cosas?
-Porque me pareció que tenía alguna re-
lación indirecta con el misterio de Woodman's
Lee. Ah, Hopkins, recibí su telegrama anoche y
le estaba esperando. Pase y únase a nosotros.
Nuestro visitante era un hombre muy
despierto, de unos treinta años de edad, que
vestía un discreto traje de lana, pero conserva-ba el porte erguido de quien estaba acostum-
brado a vestir uniforme. Lo reconocí al instante como Stanley Hopkins, un joven inspector de
policía en cuyo futuro Holmes tenía grandes
esperanzas, mientras que él, a su vez, profesaba la admiración y el respeto de un discípulo por
los métodos científicos del famoso aficionado.
Hopkins traía un gesto sombrío y se sentó con
aire de profundo abatimiento.
-No, gracias, señor. Ya desayuné antes
de venir. He pasado la noche en Londres, por-
que llegué ayer para presentar mi informe.
-¿Y qué informe tenía usted que presen-
tar? -Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.
-¿No ha hecho ningún progreso?
-Ninguno.
-¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un
vistazo al asunto.
-Hágalo, señor Holmes, por lo que más
quiera. Es mi primera gran oportunidad y ya
no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga v écheme una mano.
-Bien, bien, da la casualidad de que ya
he leído con bastante atención toda la informa-
ción disponible, incluyendo el informe de la
investigación policial. Por cierto, ¿qué le parece a usted esa petaca encontrada en el lugar del
crimen? ¿No hay ahí ninguna pista?
Hopkins se mostró sorprendido.
-Era la petaca del muerto, señor Hol-
mes. Tenía sus iniciales en la parte de dentro. Y
además, era de piel de foca y él había sido ca-
zador de focas.
-Pero no tenía pipa.
-No, señor, no encontramos ninguna pi-
pa; la verdad es que fumaba muy poco. Sin
embargo, es posible que llevara algo de tabaco
para sus amigos.
-Sin duda. Lo menciono tan sólo porque
si yo hubiera estado encargado del caso me
habría sentido inclinado a tomar eso como pun-to de partida de mi investigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe nada de
este asunto v a mí no me vendría mal escuchar
una vez más el relato de los hechos. Háganos
un breve resumen de lo más esencial.
Stanley Hopkins sacó del bolsillo una
hoja de papel.
-Tengo unos cuantos datos que resumen
la carrera del difunto, el capitán Peter Carey.
Nació en el 45, así que tenía cincuenta años.
Había sido un valeroso y próspero cazador de
ballenas y focas. En 1883 mandaba el vapor Sea
Unicorn, de Dundee, dedicado a la caza de fo-
cas. Realizó varios viajes seguidos, bastante
provechosos, y al año siguiente, 1884, se retiró.
Después se dedicó a viajar durante unos años, y por fin adquirió una pequeña propiedad lla-mada Woodman's Lee, cerca de Forest Row, en
Sussex. Allí ha vivido durante seis años, v allí murió, hoy hace una semana.
»El hombre tenía algunas facetas bastan-
te peculiares. En su vida privada era un estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con
su esposa, su hija de veinte años v dos sirvientas. Estas dos cambiaban constantemente, va
que la vida en su casa no era muy alegre y, a
veces, resultaba totalmente insoportable. El
hombre se emborrachaba con frecuencia, v
cuando
le daba el ataque se convertía en
un completo demonio. Más de una vez sacó de
casa a su mujer y a su hija en mitad de la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta que todo el pueblo se despertaba con los gritos.
»Una vez compareció ante el juez por
haber agredido brutalmente al anciano vicario,
que había ido a casa a reprenderle por su con-
ducta. En pocas palabras, señor Holmes, costa-
ría trabajo encontrar un tipo más peligroso que el capitán Peter Carey, y me han dicho que te-nía el mismo carácter cuando estaba al mando
de su barco. En el oficio se le conocía como Peter el Negro, no sólo por su rostro atezado y el
color de su poblada barba, sino también por sus arrebatos, que eran el terror de todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos sus ve-cinos lo odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra de lamentación por
su terrible final.
»Seguramente, señor Holmes, en el in-
forme de la indagación habrá leído acerca del
camarote de Carey, pero puede que su amigo
no sepa nada de esto. Se había construido una
cabaña de madera, que él siempre llamaba el
camarote", a unos cientos de metros de la casa,
y dormía en ella todas las noches. Era una ca-
bañita pequeña, con una sola habitación de
dieciséis pies por diez1. Guardaba la llave en el bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía que nadie más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas,
cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían.
1 Unos cinco metros por tres.
Una de estas ventanas daba a la carretera, y la gente que veía la luz por la noche solía seña-larla, preguntándose qué estaría haciendo allí
Peter el Negro. Esta, señor Holmes, es la venta-na que nos proporcionó uno de las pocas in-
formaciones concretas que salieron a relucir en la indagación.
»Recordará usted que un albañil llama-
do Slater, que venía andando desde Forest Row
a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen, se detuvo al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que brillaba entre los árboles. Este albañil jura que a través de la cortina se veía claramente la silueta de un
hombre con la cabeza girada hacia un lado, y
que esta silueta no era de ningún modo la de
Peter Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de un hombre barbudo, pero de barba
corta v erizada hacia delante, muy diferente de la del capitán. Eso es lo que dice, pero había
estado dos horas en el bar y hay bastante dis-
tancia desde la carretera hasta la ventana.
Además, esto sucedió el lunes, v el crimen se cometió el miércoles.
»El martes, Peter Carev se encontraba en
uno de sus peores momentos, cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje.
Anduvo rondando por la casa y las mujeres
salieron huyendo al oírlo venir. A última hora
de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de
extraño que aullara y vociferara cuando estaba
borracho, no hizo caso. A las siete, al levantar-se, una de las sirvientas se fijó en que la puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel hombre inspiraba que hasta medio-día nadie se atrevió a acercarse a ver qué le
había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había hecho cargo del caso.
»Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante bien tem-
plados, pero le doy mi palabra de que me es-
tremecí cuando metí la cabeza en aquella caba-
ña. Estaba llena de moscas y moscardones que
zumbaban como un armonio, y las paredes
parecían las de un matadero. Él la llamaba el
camarote, y verdaderamente era un camarote;
cualquiera podría pensar que estaba en un bar-
co. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y cartas de navegación, una
fotografía del Sea Unicorn, una hilera de cua-
dernos de bitácora en un estante...; exactamente todo lo que uno esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo ello
estaba él, con el rostro contorsionado como un
alma condenada y sometida a tormento, y la
frondosa barba apuntando hacia arriba en un
gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atrave-
sado por un arpón de acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la pared
que tenía detrás. Estaba clavado igual que un
escarabajo de colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el instante en que lanzó aquel último grito de agonía.
»Conozco sus métodos, señor, v los
apliqué. Sin permitir que nadie tocase nada,
examiné con la máxima atención los alrede-
dores de la cabaña y el suelo de la misma. No
había ninguna pisada.
-Quiere usted decir que no encontró
ninguna.
-Le aseguro, señor, que no las había.
-Mi buen Hopkins, he investigado mu-
chos crímenes, pero aún no he encontrado nin-
guno cometido por un ser volador.
Y mientras el criminal se sostenga sobre dos
piernas, siempre quedará alguna señal, alguna
rozadura, algún minúsculo desplazamiento
detectable por un investigador científico. Resul-ta increíble que esta habitación embadurnada
de sangre no contuviera ninguna huella que
pudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo enten-
dido, por el informe de la indagación, que
había ciertos objetos que usted no dejó de examinar.
El joven inspector acusó los comentarios
irónicos de mi compañero con un estremeci-
miento.
-He sido un tonto al no acudir a usted
en su momento, señor Holmes. Sin embargo, ya
de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación varios objetos que exigían especial
atención. Uno de ellos era el arpón con el que se cometió el crimen. Lo habían cogido de un ar-mero en la pared; allí había otros dos y queda-
ba un espacio vacío para el tercero. En el man-
go tenía grabadas las palabras «S.S. Sea Uni-
corn, Dundee». Esto parecía indicar que el cri-
men se cometió en un arrebato de furia y que el asesino había echado mano a la primera arma
que encontró a su alcance. El hecho de que el
crimen se cometiera a las dos de la madrugada
y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuviera completamente vestido, permitía suponer que
se había citado con su asesino, lo cual parece
confirmado por la presencia en la mesa de una botella de ron y dos vasos vacíos.
-Sí -dijo Holmes-. Creo que las dos infe-
rencias son aceptables. ¿Había algún otro licor en la habitación aparte del ron?
-Sí, encima del cofre de marino había un
botellero con brandy y whisky; pero no tiene
interés para nosotros, porque las frascas esta-
ban llenas y, por tanto, no se habían usado.
-Aun así, su presencia tiene algún signi-
ficado -dijo Holmes-. Sin embargo, oigamos
algo más acerca de los objetos que, según usted, parecen guardar relación con el caso.
-Tenemos la petaca de tabaco, que esta-
ba encima de la mesa.
-¿En qué parte de la mesa?
-En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las
iniciales «P.C.». Contenía una media onza de
tabaco fuerte de marinero.
-¡Excelente! ¿Qué más?
Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas grisáceas muy
gastadas y hojas descoloridas. En la primera página estaban escritas las iniciales «J.H.N.» y la fecha «1883». Holmes lo puso sobre la mesa y lo examinó con su minuciosidad habitual,
mientras Hopkins y yo mirábamos, cada uno
por encima de sus hombros. La segunda página
llevaba estampadas las iniciales «C.P.R.», v a
continuación venían varias hojas llenas de nú-
meros. Había un encabezamiento que decía
«Argentina», otro «Costa Rica» y otro «San
Paulo», todos ellos seguidos por páginas llenas de signos y cifras.
-¿Qué le dice a usted esto? -preguntó
Holmes.
-Parecen ser listas de valores de Bolsa.
Es posible que «J.H.N.» sean las iniciales de un corredor de Bolsa, y «C.P.R.» las de su cliente.
-¿Y qué opina de «Canadian Pacific
Railway»? -dijo Holmes.
Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el puño cerrado. -¡Qué estúpido he sido! -exclamó-. ¡Cla-
ro que es lo que usted dice! Ahora sólo nos
quedan por descifrar las iniciales «J.H.N.». Ya he examinado las listas antiguas de la Bolsa,
pero no he encontrado ningún corredor, ni de
los oficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales coincidan con ésas. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es la pista más importante
con la que cuento. Reconocerá usted, señor
Holmes, que existe la posibilidad de que estas
iniciales correspondan a la otra persona allí
presente..., es decir, al asesino. Insisto, además, en que la aparición en el caso de un documento
referente a grandes cantidades de acciones de
gran valor nos proporciona la primera in-
dicación de un posible móvil para el crimen.
El rostro de Sherlock Holmes revelaba
que este nuevo giro del asunto le había descon-
certado por completo.
-Tengo que admitir esos dos argumen-tos suyos -dijo-. Confieso que este cuaderno,
que no se mencionaba en el informe, modifica
cualquier opinión que yo me pudiera haber
formado. Había elaborado ya una teoría sobre
el crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted en seguir la pista a alguno de
los valores que aquí se mencionan?
-Se está investigando en las oficinas, pe-
ro me temo que las listas completas de los ac-
cionistas de estos valores sudamericanos estén
en Sudamérica, y tardaremos varias semanas en
seguir la pista de las acciones.
Holmes había estado examinando con
su lupa las tapas del cuaderno.
-Parece que aquí hay una mancha de co-
lor -dijo.
-Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya
le he dicho que recogí el cuaderno del suelo.
-¿La mancha estaba encima o debajo?
-Por el lado del suelo.
-Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después de cometerse
el crimen.
-Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de
ese detalle y supuse que se le caería al asesino cuando éste huyó precipitadamente. Estaba
muy cerca de la puerta.
-Supongo que no se habrá encontrado
ninguna de estas acciones entre las propiedades del difunto.
-No,
señor.
-¿Tiene alguna razón para sospechar
que el móvil fue el robo?
-No, señor. No parece que hayan tocado
nada.
-Caramba, caramba, sí que es un caso in-
teresante. Había también un cuchillo, ¿no es
así? -Un cuchillo metido en su vaina. Se en-
contraba caído a los pies de la víctima. La seño-ra Carey lo ha identificado como perteneciente
a su esposo.
Holmes se sumió en reflexiones durante
un buen rato.
-Bueno -dijo por fin-, supongo que ten-
dré que acercarme a echar un vistazo.
Stanley Hopkins soltó una exclamación
de alegría.
-Gracias, señor. No sabe el peso que me
quita de encima.
Holmes amonestó al inspector con el
dedo.
-La tarea habría resultado más sencilla
hace una semana -dijo-. Pero, aun ahora, puede
que mi visita no sea del todo infructuosa. Si
dispone usted de tiempo, Watson, me gustaría
mucho que me acompañara. Haga el favor de
llamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia Forest Row en un cuarto de hora.
Tras apearnos en una pequeña estación
junto a la carretera, recorrimos en coche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso
bosque que en otro tiempo formó parte de la gran selva que durante tanto tiempo mantuvo a
raya a los invasores sajones: la impenetrable
región arbolada, que fue durante sesenta años
el baluarte de Gran Bretaña. Se habían talado
grandes extensiones, ya que en esta zona se
instalaron las primeras fundiciones de hierro
del país, los árboles se utilizaron como leña
para fundir el mineral. En la actualidad, los
ricos yacimientos del Norte han absorbido esta
industria, y sólo los bosques arrasados y las
grandes cicatrices de la tierra dan testimonio
del pasado. En un claro que se abría en la verde ladera de una colina se alzaba una casa de pie-dra baja y alargada, a la que se llegaba por un sendero curvo que atravesaba el terreno. Más
cerca de la carretera, rodeada de arbustos por
tres de sus lados, había una pequeña cabaña
con la puerta y una ventana orientadas en nues-
tra dirección. Aquel era el lugar del crimen.
Stanley Hopkins nos condujo primero a
la casa, donde nos presentó a una mujer ojero-
sa, de cabellos grises: la viuda del hombre ase-sinado, cuyo rostro demacrado y surcado por
profundas arrugas, con una furtiva mirada de
terror en el fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años de sufrimiento y malos tratos que había soportado. Con ella se encontraba su hija, una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos lla-mearon desafiantes al decirnos que se alegraba
de que su padre hubiera muerto y que bendecía
la mano que lo había abatido. Peter Carey el
Negro se había creado un ambiente doméstico
terrible, y sentimos verdadero alivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los pies del difunto habían ido abriendo a través de los campos.
La cabaña era una construcción de lo
más sencillo, con paredes de madera, tejado a
un agua, una ventana junto a la puerta y otra en el lado contrario. Stanley Hopkins sacó la llave del bolsillo, y se había inclinado hacia la cerradura cuando de pronto se detuvo, con una ex-
presión de curiosidad y sorpresa en el rostro.
-Alguien ha estado manipulando esto -
dijo.
No cabía la menor duda: la madera es-
taba rayada y las rayas estaban blancas por
debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento antes. Holmes había estado ins-peccionando la ventana.
-También han intentado forzarla. Pero
quien fuera no consiguió entrar. Tiene que
haber sido un ladrón muy torpe.
-Esto es muy sorprendente -dijo el ins-
pector-. Podría jurar que estas marcas no esta-
ban ayer por la tarde.
-Puede haber sido algún curioso del
pueblo -sugerí.
-No lo creo. Muy pocos se
atreverían a poner el pie en este terreno, y mucho menos a intentar forzar la entrada de la
cabaña. ¿Qué opina de esto, señor Holmes?
-Opino que la suerte nos ha sido muy
propicia.
-¿Quiere decir que esta persona volverá?
-Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de forzarla con la hoja de una navajita de bolsillo v no lo consiguió. ¿Qué va a hacer a continuación?
-Volver a la noche siguiente con una
herramienta más eficaz.
-Eso me parece a mí. Sería un fallo por
nuestra parte no estar aquí para recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.
Se habían borrado las huellas de la tra-
gedia, pero el mobiliario de la pequeña habita-
ción seguía igual que la noche del crimen. Du-
rante dos horas, Holmes examinó con la máxi-
ma concentración todos los objetos, uno por
uno, pero al final su expresión demostraba que
la búsqueda no había dado frutos. Sólo una vez
hizo una pausa en su concienzuda investiga-
ción.
-¿Ha sacado algo de este estante, Hop-
kins?
-No; no he tocado nada.
-Se han llevado algo. En la esquina del
estante hay menos polvo que en el resto. Puede
haber sido un libro que estaba tumbado. O una
caja. En fin, no puedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque, Watson, y de-diquemos unas horas a los pájaros y a las flores.
Nos reuniremos aquí mismo más tarde, Hop-
kins, y veremos si podemos entablar contacto
con el caballero que vino de visita anoche.
Eran más de las once cuando tendimos
nuestra pequeña emboscada. Hopkins era par-
tidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes opinaba que aquello despertaría
las sospechas del intruso. La cerradura era de
las más sencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla saltar. Además, Holmes
propuso que no aguardáramos dentro de la
cabaña, sino fuera, entre los arbustos que crecí-
an en torno a la ventana del fondo. De este mo-
do podríamos observar a nuestro hombre si
éste encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtiva visita nocturna.
Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de la emoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a
la charca de agua, en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de bestia salvaje po-día caer sobre nosotros desde la oscuridad?
¿Sería un feroz tigre del crimen, al que sólo
podríamos capturar tras dura lucha con uñas y
dientes, o resultaría ser un taimado chacal, peligroso tan sólo para los débiles y descuidados?
Permanecimos agazapados en absoluto silencio
entre los arbustos, esperando que llegara lo que pudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos aldeanos rezagados o el sonido de voces
procedentes de la aldea entretenían nuestra es-
pera; pero, poco a poco, estas interrupciones se fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en
un silencio absoluto, con la excepción de las
campanas de la lejana iglesia, que nos infor-
maban del avance de la noche, y del repiqueteo
de una fina lluvia que caía entre el follaje que nos cobijaba.
Acababan de sonar las dos y media, en
las horas más oscuras que preceden al amane-
cer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un
ligero pero inconfundible chasquido proceden-
te de la puerta de la finca. Alguien había entra-do en el sendero. De nuevo se hizo un largo
silencio, y yo empezaba a temer que hubiera
sido una falsa alarma, cuando oímos pasos sigi-
losos al otro lado de la cabaña, seguidos al instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El des-conocido trataba de forzar la cerradura! Esta
vez fue más hábil o contaba con un instrumento
mejor, porque se oyó un brusco chasquido y el
chirriar de las bisagras. Luego se encendió una cerilla, y un instante después la firme llama de una vela iluminaba el interior de la cabaña.
Nuestros ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa, en la escena que se desarrollaba
dentro.
El visitante nocturno era un hombre jo-
ven, delgado y frágil, con un bigote negro que
acentuaba la palidez mortal de su rostro. No
podía tener mucho más de veinte años. Jamás he visto un ser humano que diera tan patéticas
muestras de miedo: le castañeteaban los dientes y temblaba de pies a cabeza. Iba vestido como
un caballero, con chaqueta Norfolk y pantalo-
nes de media pierna, y se tocaba con una gorra
de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos
asustados. A continuación colocó el cabo de
vela sobre la mesa y desapareció de nuestra
vista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro voluminoso, uno de los cuadernos de
bitácora alineados sobre los estantes, se apoyó en la mesa y fue pasando hojas rápidamente
hasta encontrar la anotación que buscaba. En-
tonces hizo un gesto iracundo con el puño, ce-
rró el libro, volvió a colocarlo en el rincón y apagó la luz. Apenas había dado media vuelta
para salir de la cabaña, cuando la mano de
Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de espanto que el individuo dejó
escapar al comprender que estaba atrapado. Se
encendió de nuevo la vela y contemplamos a
nuestro miserable prisionero, tembloroso y en-cogido en manos del policía. Se dejó caer sobre el cofre de marino y nos miró uno a uno con expresión de desamparo.
-Y ahora, querido amigo -dijo Stanley
Hopkins-, ¿quién es usted y qué busca aquí?
El hombre se recompuso y se enfrentó a
nosotros, esforzándose por mantener la sereni-
dad.
-Son ustedes policías, ¿verdad? -dijo-. Y
creen que estoy complicado en la muerte del
capitán Peter Carey. Les aseguro que soy ino-
cente.
-Eso ya lo veremos -dijo Hopkins-. En
primer lugar, ¿cómo se llama usted?
-John Hopley Neligan.
Vi que Holmes y Hopkins intercambia-
ban una rápida mirada.
-¿Qué está usted haciendo aquí?
-¿Puedo hablar confidencialmente?
-No, desde luego que no.
-¿Y por qué iba a decírselo?
-Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio. El joven se estremeció.
-Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría
de hacerlo? Aunque me repugna la idea de que
el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han oído hablar de Dawson & Neligan?
Por la expresión de Hopkins, me di
cuenta de que él conocía el nombre; pero Hol-
mes mostró un vivo interés.
-¿Se refiere usted a los banqueros del
West Country? -dijo-. Se declararon en quiebra
dejando a deber un millón, arruinando a la mi-
tad de las familias del condado de Cornualles,
y Neligan desapareció.
-Exacto. Neligan era mi padre.
Por fin estábamos llegando a algo con-
creto, aunque todavía parecía existir un largo
trecho de distancia entre un banquero fugitivo
y el capitán Peter Carey, clavado a la pared con uno de sus propios arpones. Todos escuchamos
con la máxima atención las palabras del joven.
-Mi padre era el verdadero responsable.
Dawson estaba ya retirado. Yo sólo tenía diez
años por entonces, pero era lo bastante mayor
para sentir la vergüenza y el horror del asunto.
Siempre se ha dicho que mi padre robó todas
las acciones y huyó, pero no es verdad. El creía que si le daban tiempo para negociarlas todo
iría bien y se podría pagar a todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito jus-
to antes de que se dictara su orden de deten-
ción. Aún me acuerdo de aquella última noche,
cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una
lista de valores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y que ninguno de
los que habían confiado en él saldría perjudica-do. Pero ya no se volvió a saber nada de él.
Tanto él como el yate desaparecieron por com-
pleto. Mi madre y yo creímos que ambos esta-
ban en el fondo del mar, junto con las acciones que se había llevado. Sin embargo, teníamos un
amigo de confianza que se dedica a los nego-
cios y que descubrió hace algún tiempo que
algunos de los valores que se llevó mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres.
Pueden ustedes imaginarse nuestro asombro.
Me pasé meses intentando seguirles la pista, y
por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que el vendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de esta choza.
»Como es natural, hice algunas averi-
guaciones acerca de este hombre, y así supe
que había estado al mando de un ballenero que
regresaba del Ártico precisamente cuando mi
padre navegaba hacia Noruega. El otoño de
aquel año fue muy tormentoso, con una larga
serie de galernas del Sur. Cabía la posibilidad de que hubieran arrastrado el yate de mi padre
hacia el Norte, donde pudo encontrarse con el
barco del capitán Carey. Y si esto fue lo que
ocurrió, ¿qué había sido de mi padre? En cual-
quier caso, si la declaración de Peter Carey me servía para demostrar cómo habían llegado al
mercado aquellas acciones, podría demostrar
que mi padre no las había vendido y que no se las llevó con afán de lucro personal.
»Vine a Sussex con la intención de ver al
capitán, pero justo entonces ocurrió su terrible muerte. En el informe de la indagación leí una
descripción de esta cabaña, en la que se decía
que aquí se guardaban los viejos cuadernos de
bitácora de su barco. Se me ocurrió entonces
que, si podía enterarme de lo que ocurrió a
bordo del Sea Unicorn en el mes de agosto de
1883, podría resolver el misterio de la desapari-ción de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mi-
rar los libros, pero no conseguí abrir la puerta.
Esta noche lo volví a intentar, con éxito, pero descubrí que las páginas correspondientes a ese mes habían sido arrancadas del libro. Y en ese
momento caí preso en sus manos.
-¿Eso es todo? -preguntó Hopkins.
-Sí, es todo -dijo el joven, desviando la
mirada.
-¿No tiene nada más que decirnos?
El joven vaciló.
-No,
nada.
-¿No había estado aquí antes de anoche?
-No.
-Entonces, ¿cómo explica esto? -exclamó
Hopkins, esgrimiendo el cuaderno acusador,
con las iniciales de nuestro prisionero en la
primera hoja y la mancha de sangre en la cu-
bierta.
El desdichado se desmoronó. Sepultó la
cara entre las manos y se puso a temblar de
pies a cabeza.
-¿De dónde lo ha sacado? -gimió-. No lo
sabía. Creía que lo había perdido en el hotel.
-Con esto basta -dijo Hopkins secamen-
te-. Si tiene algo más que decir, podrá decírselo al tribunal. Ahora tendrá que venir andando
conmigo hasta la comisaría. Bien, señor Hol-
mes, le quedo muy agradecido a usted y a su
amigo por haber venido a ayudarme. Tal como
han salido las cosas, su presencia ha resultado innecesaria, y yo habría podido llevar el caso a buen término sin ustedes; pero a pesar de todo,
les estoy agradecido. He hecho reservar habita-ciones para ustedes en el hotel Brambletye, así que podemos ir todos juntos hasta el pueblo.
-Bien, Watson, ¿qué opina usted de todo
esto? -me preguntó Holmes a la mañana si-
guiente, durante el viaje de regreso a Londres.
-Me doy cuenta de que usted no ha
quedado satisfecho.
-Oh, sí, querido Watson, estoy muy sa-
tisfecho. Claro que los métodos de Stanley
Hopkins no me convencen. Me ha de-
cepcionado este Stanley Hopkins; esperaba
mejores cosas de él. Siempre hay que buscar
una posible alternativa y estar preparado para
ella. Es la primera regla de la investigación criminal.
-¿Y cuál es aquí la alternativa?
-La línea de investigación que yo he ve-
nido siguiendo. Puede que no conduzca a nada,
es imposible saberlo, pero al menos la voy a seguir hasta el final.
Varias cartas aguardaban a Holmes en
Baker Street. Echó mano a una de ellas, la abrió y estalló en una triunfal explosión de risa.
-Excelente, Watson. La alternativa se va
desarrollando. ¿Tiene usted impresos para tele-
gramas? Escriba por mí un par de mensajes:
«Sumner, agente naviero, Ratcliff Highway.
Envíe tres hombres, que lleguen mañana a las
diez de la mañana.Basil.» Ese es mi nombre por
esos barrios. El otro es para el inspector Stanley Hopkins, 46 Lord Street, Brixton: «Venga a desayunar mañana a las nueve y media. Impor-
tante. Telegrafíe si no puede venir.-Sherlock
Holmes.» Ya está, Watson, este caso infernal me ha estado atormentando durante diez días. Con
esto lo destierro por completo de mi presencia
y confío en que a partir de mañana no volva-
mos ni a oírlo mencionar.
El inspector Stanley Hopkins se presen-
tó a la hora exacta y los tres nos sentamos a
gustar el excelente desayuno que la se-
ñora Hudson había preparado. El joven policía
estaba muy animado por su éxito.
-¿Está usted convencido de que su solu-
ción es la correcta? -preguntó Holmes.
-No podría imaginar un caso más com-
pleto.
-A mí no me pareció concluyente.
-Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué
más se puede decir?
-¿Es que su explicación abarca todos los
hechos?
-Sin duda alguna. He averiguado que el
joven Neligan llegó al hotel Brambletye el
mismo día del crimen. Alegó que venía a jugar
al golf. Aquella misma noche se presentó en
Woodman's Lee, vio a Peter Carey en la cabaña,
se peleó con él y lo mató con el arpón. Después, horrorizado por lo que había hecho, huyó de la
cabaña, y al huir se le cayó el cuaderno de notas que había llevado con el fin de interrogar a Peter Carey acerca de esos valores. Se habrá fijado
usted en que algunos de ellos estaban marcados con una rayita, y otros, la gran mayoría, no lo estaban. Las acciones marcadas se han localiza-do en el mercado de Londres; las otras, segu-
ramente, estaban todavía en poder de Carey, y
el joven Neligan, según su propia declaración,
estaba ansioso por recuperarlas para quedar en
paz con los acreedores de su padre. Después de
huir no se atrevió a acercarse a la cabaña du-
rante algún tiempo; pero por fin se decidió a
hacerlo, para poder obtener la información que
necesitaba. ¿No le parece bastante sencillo y
evidente?
Holmes sonrió y negó con la cabeza.
-Me parece que sólo tiene un fallo, Hop-
kins: que es intrínsecamente imposible. ¿Ha
probado usted a atravesar un cuerpo con un
arpón? Ay, ay, señor mío, debería usted prestar atención a estos detalles. Mi amigo Watson po-drá decirle que yo me pasé toda una mañana
practicando ese ejercicio. No es cosa fácil, y
exige un brazo fuerte y experimentado. Ese
golpe se asestó con tal violencia que la punta del arpón se clavó a bastante profundidad en la pared. ¿Cree usted que ese jovenzuelo anémico
es capaz de una violencia tan tremenda? ¿Es
este el hombre que estuvo bebiendo ron y agua
mano a mano con Peter el Negro en mitad de la
noche? ¿Es su perfil el que fue visto a través de la cortina dos noches antes? No, no, Hopkins; a quien tenemos que buscar es a otra persona,
mucho más formidable.
La cara del policía se había ido ponien-
do cada vez más larga durante la parrafada de
Holmes. Sus esperanzas y ambiciones se de-
rrumbaban a su alrededor. Pero no estaba dis-
puesto a abandonar sus posiciones sin lucha.
-No puede usted negar, Holmes, que
Neligan estuvo presente aquella noche. El cua-
derno lo demuestra. Creo disponer de pruebas
suficientes para satisfacer a un jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún fallo.
Además, señor Holmes, yo ya le he echado el
guante a mi hombre. En cambio, ese terrible personaje suyo, ¿dónde está?
-Yo diría que está subiendo la escalera -
dijo Holmes muy tranquilo-. Creo, Watson, que
lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la mano -se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral-. Ya estamos listos.
Se oyó una conversación de voces ron-
cas fuera de la habitación y, de pronto, la seño-ra Hudson abrió la puerta para anunciar que
había tres hombres que preguntaban por el
capitán Basil.
-Hágalos pasar de uno en uno -dijo
Holmes.
El primero que entró era un hombrecillo
rechoncho como una manzana, de mejillas son-
rosadas y sedosas patillas blancas. Holmes
había sacado una carta del bolsillo y preguntó:
-¿Su nombre?
-James
Lancaster.
-Lo siento, Lancaster, pero el puesto está
ocupado. Aquí tiene medio soberano por las
molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y esperar unos minutos.
El segundo era un individuo alto y enju-
to, de pelo lacio y mejillas hundidas. Dijo lla-marse Hugh Pattins. También él recibió una
negativa, medio soberano y la orden de espe-
rar. El tercer aspirante era un hombre de as-
pecto poco corriente, con un feroz rostro de
bulldog enmarcado en una maraña de pelo y
barba, y un par de ojos oscuros y penetrantes
que brillaban tras la pantalla que formaban
unas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludó y permaneció en pie con aire marinero, dándole
vueltas a la gorra entre las manos.
-¿Su nombre? -preguntó Holmes.
-Patrick
Cairns.
-¿Arponero?
-Sí, señor. Veintiséis campañas.
-De Dundee, tengo entendido.
-Sí,
señor.
-¿Dispuesto a zarpar en un barco explo-
rador?
-Sí,
señor.
-¿Cuál es su tarifa?
-Ocho libras al mes.
-¿Podría embarcar inmediatamente?
-En cuanto recoja mi equipaje.
-¿Ha traído sus documentos?
-Sí, señor -sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y grasientos. Holmes los
echó una ojeada y se los devolvió.
-Es usted el hombre que yo buscaba -
dijo-. En esa mesita está el contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido.
El marinero cruzó la habitación y tomó
la pluma.
-¿Tengo que firmar aquí? -preguntó, in-
clinándose sobre la mesa.
Holmes miró por encima de su hombro
y pasó las dos manos sobre el cuello del hom-
bre. -Con esto bastará -dijo.
Se oyó un chasquido de acero y un bra-
mido como el de un toro furioso. Un instante
después, Holmes y el marinero rodaban juntos
por el suelo. Aquel hombre tenía la fuerza de
un gigante, e incluso con las esposas que Hol-
mes había cerrado tan hábilmente en torno a
sus muñecas habría dominado con facilidad a
mi amigo si Hopkins y yo no hubiéramos co-rrido en su ayuda. Sólo cuando apreté el frío cañón de mi revólver contra su sien compren-dió al fin que su resistencia era inútil. Le atamos los tobillos con una cuerda y nos incorpo-
ramos jadeando por el esfuerzo de la pelea.
-La verdad es que tengo que pedirle dis-
culpas, Hopkins -dijo Sherlock Holmes-. Me
temo que los huevos revueltos se habrán que-
dado fríos. Sin embargo, estoy seguro de que
saboreará mejor el resto de su desayuno pen-
sando en que ha logrado resolver su caso de
manera triunfal.
Stanley Hopkins estaba mudo de asom-
bro.
-No sé que decir, señor Holmes -
balbuceó por fin con el rostro enrojecido-. Me
da la impresión de que he estado haciendo el
ridículo de principio a fin. Ahora me doy cuen-
ta de algo que nunca debí olvidar: que yo soy el alumno y usted el maestro. Aun ahora, veo lo
que usted ha hecho, pero no sé cómo lo hizo ni
lo que significa.
-Bien, bien -dijo Holmes de buen
humor-. Todos aprendemos a fuerza de expe-
riencia, y esta vez su lección es que nunca se
debe perder de vista la alternativa. Estaba usted tan absorto en el joven Neligan que no tuvo
tiempo para pensar en Patrick Cairns, el verda-
dero asesino de Peter Carey.
La ruda voz del marinero interrumpió
nuestra conversación.
-Alto ahí, amigo -dijo-. No me quejo de
la forma en que se me ha maltratado, pero me
gustaría que llamaran a las cosas por su nom-
bre. Dice usted que yo asesiné a Peter Carey; yo digo que maté a Peter Carey, que es algo muy
distinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lo mejor se piensan que les estoy colocando un
cuento.
-Nada de eso -dijo Holmes-. Oigamos lo
que tiene usted que decir.
-Se cuenta en pocas palabras, y por Dios
que cada palabra es la pura verdad. Yo conocía
bien a Peter el Negro, así que cuando él sacó el cuchillo yo lo atravesé de parte a parte con un arpón, porque sabía que era su vida o la mía.
Así es como murió. A ustedes puede parecerles
un asesinato. Al fin y al cabo, tanto da morir
con una cuerda al cuello como con el cuchillo de Peter el Negro clavado en el corazón.
-¿Cómo llegó usted allí? -preguntó
Holmes.
-Se lo contaré desde el principio. Pero
permitan que me incorpore un poco para que
pueda hablar con más facilidad. Todo sucedió
en el 83.... en agosto de aquel año. Peter Carey era capitán del Sea Unicom y yo era segundo
arponero. Acabábamos de dejar los hielos con
rumbo a casa, con vientos en contra y una galerna de Sur cada semana, cuando divisamos
una pequeña embarcación que había sido arras-
trada hacia el Norte. Sólo llevaba un hombre a
bordo, un hombre de tierra firme. La tri-
pulación había creído que el barco se iba a pi-
que y había tratado de alcanzar las costas de
Noruega en el bote salvavidas. Seguramente se
ahogaron todos. Bien, izamos a bordo a aquel
hombre, y el capitán mantuvo con él varias
conversaciones bastante largas en el camarote.
El único equipaje que recogimos con él era una
caja de lata. Por lo que yo sé, jamás se llegó a pronunciar el nombre de aquel hombre, y a las
dos noches desapareció como si nunca hubiera
estado allí. Se dio por supuesto que se habría
arrojado al mar o que habría caído por la borda a causa del temporal que sufríamos. Sólo un
hombre sabía lo que había sucedido, y ese
hombre era yo, que había visto con mis propios
ojos cómo el capitán lo volteaba y lo arrojaba
por la borda, durante la segunda guardia de
una noche oscura, dos días antes de que avistá-
ramos los faros de las Shetland.
»Pues bien, me guardé para mí lo que
sabía y esperé a ver en qué iba a parar el asun-to. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierra al asunto y nadie hizo preguntas. Un descono-cido había muerto por accidente y nadie tenía
por qué andar haciendo averiguaciones. Poco
después, Peter Carey dejó de navegar y tardé
muchos años en dar con su paradero. Supuse que había hecho aquello para quedarse con el
contenido de la caja de lata, y que ahora podría permitirse pagarme bien por mantener la boca
cerrada.
»Descubrí dónde vivía gracias a un ma-
rinero que se lo había encontrado en Londres, y me planté allí para exprimirlo. La primera noche se mostró bastante razonable, y estaba dis-
puesto a darme lo suficiente para no tener que
volver al mar por el resto de mi vida. Íbamos a dejarlo todo arreglado dos noches después.
Cuando llegué, lo encontré casi completamente
borracho y con un humor de perros. Nos sentamos a beber y hablamos de los viejos tiempos, pero cuanto más bebía él, menos me gustaba la
expresión de su cara. Me fijé en el arpón colga-do de la pared y pensé que quizás lo iba a nece-sitar antes de que pasara mucho tiempo. Y por
fin se lanzó sobre mí, escupiendo y mal-
diciendo, con ojos de asesino y un cuchillo
grande en la mano. Pero antes de que lo pudie-
ra sacar de la vaina, yo lo atravesé con el arpón.
¡Cielos! ¡Qué grito pegó! ¡Y su cara todavía no me deja dormir! Me quedé allí parado, mientras
su sangre chorreaba por todas partes, y esperé
un poco; todo estaba tranquilo, así que fui re-
cuperando el ánimo. Miré a mi alrededor y
descubrí la caja de lata en un estante. Yo tenía tanto derecho a ella como Peter Carey, así que
me la llevé y salí de la cabaña. Pero fui tan es-túpido que me dejé la petaca olvidada en la
mesa.
»Y ahora voy a contarles la parte más
rara de toda la historia. Apenas había salido de
la cabaña cuando oí que alguien se acercaba y me escondí entre los arbustos. Un hombre llegó
andando con sigilo, entró en la cabaña, soltó un grito como si hubiera visto un fantasma y salió corriendo a toda la velocidad de sus piernas
hasta perderse de vista. No tengo ni idea de
quién era y qué quería. Por mi parte, caminé
diez millas, tomé un tren en Turnbridge Wells
y llegué a Londres sin que nadie se enterara.
»Cuando me puse a examinar el conte-
nido de la caja, vi que no había en ella dinero, nada más que papeles que yo no me atrevía a
vender. Ya no podía sacarle nada a Peter el Ne-
gro y me encontraba embarrancado en Londres
sin un chelín. Lo único que me quedaba era mi
oficio. Leí esos anuncios para arponeros a buen sueldo, así que me pasé por la agencia y ellos
me enviaron aquí. Eso es todo lo que sé, y repi-to que la justicia debería darme las gracias por haber matado a Peter el Negro, ya que les he
ahorrado el precio de una cuerda de cáñamo.
-Una narración muy clara -dijo Holmes,
levantándose y encendiendo su pipa-. Creo,
Hopkins, que debería usted conducir a su dete-
nido a lugar seguro sin pérdida de tiempo. Esta habitación no reúne condiciones para servir de
celda, y el señor Patrick Cairns ocupa demasia-
do espacio en nuestra alfombra.
-Señor Holmes -dijo Hopkins-, no sé
cómo expresarle mi gratitud. Todavía no me
explico cómo ha obtenido usted estos resulta-
dos. -Pues, sencillamente, porque tuve la
suerte de encontrar la pista correcta nada más
empezar. Es muy posible que si hubiera sabido
que existía ese cuaderno, me habría despistado
como le pasó a usted. Pero todo lo que yo sabía apuntaba en una misma dirección: la fuerza
tremenda, la pericia en el manejo del arpón, el ron con agua, la petaca de piel de foca con tabaco fuerte..., todo aquello hacía pensar en un marinero, y más concretamente, en un ballenero. Estaba convencido de que las iniciales
«P.C.» grabadas en la petaca eran pura coinci-dencia, y que no eran las de Peter Carey, por-
que ése casi no fumaba y no se encontró ningu-
na pipa en la cabaña. Recordará usted que le
pregunté si había whisky y brandy en la caba-
ña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos hombres
de tierra adentro conoce usted que prefieran
beber ron habiendo a mano otros licores? Sí,
estaba seguro de que se trataba de un marinero.
-¿Y cómo pudo encontrarlo?
-Querido amigo, el problema era muy
sencillo. Si se trataba de un marinero, tenía que ser uno que hubiera navegado con él en el Sea
Unicorn. Por las noticias que yo tenía, Carey no había navegado en ningún otro barco. Me pasé
tres días poniendo telegramas a Dundee, y al
cabo de ese tiempo disponía ya de los nombres
de todos los tripulantes del Sea Unicorn en
1883. Cuando encontré un Patrick Cairns entre
los arponeros, comprendí que mi investigación
se acercaba a su fin. Deduje que lo más proba-
ble era que mi hombre se encontrara en Lon-
dres y deseara ausentarse del país durante al-gún tiempo. Así que me pasé unos días en el East End, corriendo la voz de una expedición al Ártico y ofreciendo pagas tentadoras a los arponeros dispuestos a embarcarse a las órdenes
del capitán Basil. Y aquí puede ver los resultados. -¡Maravilloso! -exclamó Hopkins!-. ¡Ma-
ravilloso!
-Tiene usted que hacer que pongan en
libertad al joven Neligan lo antes posible -dijo Holmes-. Confieso que opino que le debe usted
algunas disculpas. Habrá que devolverle la caja de lata, aunque, por supuesto, las acciones que Peter Carey vendió están perdidas para siempre. Aquí viene el coche, Hopkins, ya puede
usted llevarse a su hombre. Si me necesita para el juicio, nos encontrará a Watson y a mí en
alguna parte de Noruega. Ya le enviaré detalles concretos.