MARIANA PINEDA
Federico García Lorca
PERSONAJES
MARIANA PINEDA
ISABEL LA CLAVELA
DOÑA ANGUSTIAS
AMPARO
LUCÍA
NIÑO
NIÑA
SOR CARMEN
NOVICIA PRIMERA
NOVICIA SEGUNDA
MONJA PRIMERA
FERNANDO
DON PEDRO SOTOMAYOR
PEDROSA
ALEGRITO
CONSPIRADOR PRIMERO
CONSPIRADOR SEGUNDO
CONSPIRADOR TERCERO
CONSPIRADOR CUARTO
MUJER DEL VELÓN
NINAS
MONJAS
¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar
al ver que Marianita se muere
en cadalso por no declarar.
Marianita, sentada en su cuarto,
no paraba de considerar:
«Si Pedrosa me viera bordando
la bandera de la Libertad».
MUJER. ¡Niña! ¿No me oyes?
NIÑA.
Como lirio cortaron el lirio,
como rosa cortaron la flor,
como lirio cortaron el lirio,
mas hermosa su alma quedó.
¡Oh! Qué día tan triste en Granada,
que a las piedras hacía llorar.
Estampa primera
ESCENA PRIMERA
CLAVELA.
¿Y la niña?
ANGUSTIAS.
Borda y borda lentamente.
Yo la he visto por el ojo de la llave.
Parecía el hilo rojo, entre sus dedos,
una herida de cuchillo sobre el aire.
CLAVELA.
¡Tengo un miedo!
ANGUSTIAS.
¡No me digas!
CLAVELA.
¿Se sabrá?
ANGUSTIAS.
Desde luego, por Granada no se sabe.
CLAVELA.
¿Por qué borda esa bandera?
ANGUSTIAS.
Ella me dice
que la obligan sus amigos liberales.
Don Pedro, sobre todos; y por ellos
se expone... a lo que no quiero acordarme.
CLAVELA.
Si pensara como antigua, le diría...
embrujada.
ANGUSTIAS
Enamorada.
CLAVELA.
¿Sí?
ANGUSTIAS.
¡Quién sabe!
Se le ha puesto la sonrisa casi blanca,
como vieja flor abierta en un encaje.
Ella debe dejar esas intrigas.
¡Qué le importan las cosas de la calle!
Y si borda, que borde unos vestidos
para su niña, cuando sea grande.
Que si el Rey no es buen Rey, que no lo sea;
las mujeres no deben preocuparse.
CLAVELA.
Esta noche pasada no durmió.
ANGUSTIAS. ¡Si no vive! ¿Recuerdas?... Ayer
tarde...
Son las hijas del Oidor. Guarda silencio.
Marianita, sal que vienen a buscarte.
ESCENA II
ANGUSTIAS.
¡Las dos bellas del Campillo
por esta casa!
AMPARO.
¡Clavela!
¿Qué tal te esposo el clavel?
CLAVELA.
¡Marchito!
LUCÍA.
¡Amparo!
AMPARO.
¡Paciencia!
¡Pero clavel que no huele,
se corta de la maceta!
LUCÍA. Doña Angustias ¿qué os parece?
ANGUSTIAS.
¡Siempre tan graciosa!
AMPARO.
Mientras
que mi hermana lee y relee
novelas y más novelas,
o borda en el cañamazo
rosas, pájaros y letras,
yo canto y bailo el jaleo
de Jerez, con castañuelas;
el vito, el ole, el bolero,
y ojalá siempre tuviera
ganas de cantar, señora.
ANGUSTIAS.
¡Qué chiquilla!
LUCÍA.
¡Estáte quieta!
AMPARO.
¡Buen membrillo!
¡Yo no puedo
mirar!
LUCÍA.
¿No te da vergüenza?
AMPARO.
Pero ¿no sale Mariana?
Voy a llamar a su puerta.
¡Mariana, sal pronto, hijita!
LUCÍA.
¡Perdonad, señora!
ANGUSTIAS.
¡Déjala!
ESCENA III
AMPARO.
¿Cómo has tardado?
MARIANA.
¡Niñas!
LUCÍA.
¡Marianita!
AMPARO.
¡A mí otro beso!
LUCÍA.
¡Y otro a mí!
MARIANA.
¡Preciosas!
¿Trajeron una carta?
ANGUSTIAS.
¡No!
AMPARO.
Tú, siempre
joven y guapa.
MARIANA.
¡Ya pasé los treinta!
AMPARO.
¡Pues parece que tienes quince!
¡Amparo!
¡Viudita y con dos niños!
LUCÍA.
¿Cómo siguen?
MARIANA.
Han llegado ahora mismo del colegio,
y estarán en el patio.
ANGUSTIAS.
Voy a ver.
No quiero que se mojen en la fuente.
¡Hasta luego, hijas mías!
LUCÍA.
¡Hasta luego!
ESCENA IV
MARIANA.
¿Tu hermano Fernando, cómo sigue?
LUCÍA.
Dijo
que vendría a buscarnos, para saludarte.
azul.
Todo to que tienes le parece bien.
Quiere que vistamos como tú te
vistes.
Ayer...
AMPARO.
Ayer mismo nos dijo que tú
tenías en los ojos... ¿qué dijo?
LUCíA.
¿Me dejas
hablar?
AMPARO. (Rápida.)
¡Ya me acuerdo! Dijo que en tus ojos,
había un constante desfile de pájaros.
sorprendida siempre bajo el arrayán,
o temblor de luna sobre una pe-
cera,
donde un pez de plata finge rojo
sueño.
LUCÍA.
¡Mira! Lo segundo son inventos
de ella.
AMPARO.
¡Lucía, eso dijo!
MARIANA.
¡Qué bien me causáis
con vuestra alegría de niñas pequeñas!
La misma alegría que debe sentir
el gran girasol al amanecer,
cuando sobre el tallo de la noche vea
abrirse el dorado girasol del cielo.
LUCÍA.
¡Te encuentro muy triste!
AMPARO.
¿Qué tienes?
MARIANA.
¡Clavela!
¿Llegó? ¡Di!
CLAVELA.
¡Señora, no ha venido nadie!
Si esperas visita, nos vamos.
AMPARO.
Lo dices,
y salimos.
MARIANA.
¡Niñas, tendré que enfadarme!
AMPARO.
No me has preguntado por mi estancia en Ron-
da.
MARIANA.
Es verdad que fuiste; ¿y has vuelto contenta?
AMPARO.
Mucho. Todo el día baila que te baila.
Vámonos, Amparo.
MARIANA.
¡Cuéntame! Si vieras
cómo necesito de tu fresca risa.
LUCÍA.
¿Quieres que to traiga una novela?
AMPARO.
Tráele
la plaza de toros de la ilustre Ronda.
¡Siéntate!
MARIANA.
¿Estuviste en los toros?
LUCÍA.
¡Estuvo!
AMPARO.
En la corrida más grande
que se vio en Ronda la vieja.
Cinco toros de azabache,
con divisa verde y negra.
Yo pensaba siempre en ti;
yo pensaba: si estuviera
conmigo mi triste amiga,
¡mi Marianita Pineda!
Las niñas venían gritando
sobre pintadas calesas
con abanicos redondos
bordados de lentejuelas.
Y los jóvenes de Ronda
sobre jacas pintureras,
los anchos sombreros grises
calados hasta las cejas.
La plaza con el gentío
(calañés y altas peinetas)
giraba como un zodíaco
de risas blancas y negras.
Y cuando el gran Cayetano
cruzó la pajiza arena
con traje color manzana,
bordado de plata y seda,
destacándose gallardo
entre la gente de brega
frente a los tóros zaínos
que España cría en su tierra,
parecía que la tarde
se ponía más morena.
¡Si hubieras visto con qué
gracia movía las piernas!
¡Qué gran equilibrio el-suyo
con la capa y la muleta!
¡Mejor, ni Pedro Romero
toreando las estrellas!
Cinco toros mató; cinco,
con divisa verde y negra.
En la punta de su espada
cinco flores dejó abiertas,
y a cada instante rozaba
los hocicos de las fieras,
como una gran mariposa
de oro con alas bermejas.
La plaza, al par que la tarde,
vibraba fuerte, violenta,
y entre el olor de la sangre
iba el olor de la sierra.
Yo pensaba siempre en ti;
yo pensaba: si estuviera
conmigo mi triste amiga,
¡mi Marianita Pineda!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
MARIANA.
¡Yo te querré siempre a ti
tanto como tú me quieras!
LUCÍA.
Nos retiramos; si sigues
escuchando a esta torera
hay corrida para rato.
AMPARO.
Y dime: ¿estás más contenta?
Porque este cuello, ¡oh, qué cuello!,
no se hizo para la pena.
LUCÍA.
Hay nubes por Parapanda.
Lloverá, aunque Dios no quiera.
AMPARO.
¡Este invierno va a ser de agua!
¡No podré lucir!
LUCÍA.
¡Coqueta!
AMPARO.
¡Adiós, Mariana!
MARIANA.
¡Adiós, niñas!
AMPARO.
¡Que te pongas más contenta!
MARIANA.
Tardecillo es. ¿Queréis
que os acompañe Clavela?
AMPARO.
¡Gracias! Pronto volveremos.
LUCÍA.
¡No bajes, no!
MARIANA.
¡Hasta la vuelta!
ESCENA V
MARIANA.
Si toda la tarde fuera
como un gran pájaro, ¡cuántas
duras flechas lanzaría
para cerrarle las alas!
Hora redonda y oscura
que me pesa en las pestañas.
Dolor de viejo lucero
detenido en mi garganta.
Ya debieran las estrellas
asomarse a mi ventana
y abrirse lentos los pasos
por la calle solitaria.
¡Con qué trabajo tan grande
deja la luz a Granada!
Se enreda entre los cipreses
o se esconde bajo el agua.
¡Y esta noche que no llega!
¡Noche temida y soñada;
que me hieres ya de lejos
con larguísimas espadas!
ESCENA VI
FERNANDO.
Buenas tardes.
MARIANA.
¿Que?
¡Fernando!
FERNANDO. ¿Te asusto?
MARIANA.
No te esperaba,
y tu voz me sorprendió.
FERNANDO. ¿Se han ido ya mis hermanas?
MARIANA. Ahora mismo. Se olvidaron
de que vendrías a buscarlas.
FERNANDO. ¿Interrumpo?
MARIANA.
Siéntate.
FERNANDO.
¡Cómo me gusta tu casa!...
Con este olor a membrillos.
¡Y qué preciosa fachada
tiene, llena de pinturas,
de barcos y de guirnaldas!...
MARIANA.
¿Hay mucha gente en la calle?
FERNANDO.
¿Por qué preguntas?
MARIANA
Por nada.
FERNANDO.
Pues hay mucha gente.
MARIANA.
¿Dices?...
FERNANDO.
Al pasar por Bibarrambla
he visto dos o tres grupos
de gente envuelta en sus capas,
que aguantando el airecillo.
a pie firme comentaban
el suceso.
MARIANA.
¿Qué suceso?
FERNANDO. ¿Sospechas de qué se trata?
MARIANA.
¿Cosas de masonería?...
FERNANDO. Un capitán que se llama...;
no recuerdo...; liberal,
prisionero de importancia,
se ha fugado de la cárcel
de la Audiencia.
¿Qué te pasa?
MARIANA.
Ruego a Dios por él. ¿Se sabe
si le buscan?
FERNANDO.
Ya marchaban,
antes de venir yo aquí,
un grupo de tropas hacia
el Genil y sus puentes
para ver si to encontraban,
y es fácil que to detengan
camino de la Alpujarra.
¡Qué triste es esto!
MARIANA.
¡Dios mío!
FERNANDO.
El preso, como un fantasma,
se escapó; pero Pedrosa
ya buscará su garganta.
Pedrosa conoce el sitio
donde la vena es más ancha.
Me han dicho que le conoces.
MARIANA.
Desde que llegó a Granada.
FERNANDO.
¡Bravo amigo, Marianita!
MARIANA.
Le conocí por desgracia.
Él está amable conmigo,
y hasta viene por mi casa,
sin que yo pueda evitarlo.
¿Quién le impediría la entrada?
FERNANDO.
¡Qué gran Alcalde del Crimen!
MARIANA.
¡No puedo mirar su cara!
FERNANDO.
¿Te da mucho miedo?
MARIANA.
¡Mucho!
Ayer tarde yo bajaba
por el Zacatín. Volvía
de la iglesia de Santa Ana
tranquila; pero de pronto
vi a Pedrosa. Se acercaba,
seguido de dos golillas,
entre un grupo de gitanas.
¡Con un aire y un silencio!...
¡Él notó que yo temblaba!
FERNANDO.
¡Bien supo el Rey to que hacía
al mandarlo aquí a Granada!
Se trajo en el maletín
un centenar de mortajas,
hechas, según se murmura,
por manos que son sagradas.
MARIANA.
Ya es noche. ¡Clavela! ¡Luces!
FERNANDO.
Ahora los ríos sobre
España, en vez de ser ríos, son
largas cadenas de agua.
MARIANA.
Por eso hay que mantener
la cabeza levantada.
CLAVELA.
¡Señora, las luces!
MARIANA.
¡Déjalas!
C LAVE LA. ¡Están llamando!
FERNANDO.
¡Mariana!
¿Por qué tiemblas de ese modo?
MARIANA.
¡Abre pronto, por Dios; anda!
ESCENA VII
FERNANDO.
Sentiría en el alma ser molesto...
Marianita, ¿qué tienes?
MARIANA.
Esperando
los segundos se alargan de manera
irresistible.
FERNANDO.
¿Bajo yo?
MARIANA.
Un caballo
se aleja por la calle. ¿Tú lo sientes?
FERNANDO.
Hacia la vega corre.
MARIANA.
Ya ha cerrado el postigo Clavela.
FERNANDO.
¿Quién será?
MARIANA.
¡Yo no lo sé!
¡Ni siquiera pensarlo!
CLAVELA.
Una carta, señora.
FERNANDO.
¡Qué será!
CLAVELA.
Me la entregó un jinete. Iba embozado
hasta los ojos. Tuve mucho miedo.
Soltó las bridas y se fue volando
hacia to oscuro de la plazoleta.
FERNANDO.
Desde aquí to sentimos.
MARIANA.
¿Le has hablado?
CLAVELA.
Ni yo le dije nada, ni él a mí.
Lo mejor es callar en estos casos.
MARIANA.
¡No la quisiera abrir! ¡Ay, quién
pudiera
en esta realidad estar soñando!
¡Señor, no me quitéis lo que más
quiero!
FERNANDO.
Estoy confuso. ¡Es esto tan extraño!
Tú sabes lo que tiene. ¿Qué le ocurre?
CLAVELA.
Ya le he dicho que no lo sé.
FERNANDO.
Me callo.
Peró...
CLAVELLA.
¡Pobre doña Mariana mía!
MARIANA.
¡Acércame, Clavela, el candelabro!
¡Dios nos guarde, señora de mi vida!
FERNANDO.
Con tu permiso...
MARIANA.
¿Ya te vas?
FERNANDO.
Me marcho;
voy al café de la Estrella.
MARIANA.
Perdona
estas inquietudes...
FERNANDO.
¿Necesitas algo?
MARIANA.
Gracias... Son asuntos familiares hon-
dos,
y tengo yo misma que solucionarlos.
FERNANDO. Yo quisiera verte contenta. Diré
a mis hermanillas que vengan un rato,
y ojalá pudiese prestarte mi ayuda.
Adiós, que descanses.
MARIANA.
Adiós.
FERNANDO.
Buenas noches.
CLAVELA.
Salga, que yo le acompaño.
MARIANA.
Ya cercan mi casa los días amar-
gos.
Y este corazón, ¿adónde me lle-
va,
que hasta de mis hijos me esto-
yolvidando? ¡Tiene que ser pronto y no tengo
a nadie!
¡Yo misma me asombro de que-
rerlo tanto!
¿Y si le dijese... y él lo compren-diera?
¡Señor, por la llaga de vuestro
costado!
Por las clavellinas de su dulce sangre,
enturbia la noche para los soldados.
¡Es preciso! ¡Tengo que atrever-
me a todo!
¡Fernando!
CLAVELA.
¡En la calle, señora!
MARIANA.
¡Fernando!
CLAVELA.
¡Ay, doña Mariana, qué malita
está!
Desde que usted puso sus preciosas manos
en esa bandera de los liberales,
aquellos colores de flor de granado
desaparecieron de su cara.
MARIANA.
Abre,
y no me recuerdes lo que estoy bordando.
CLAVELA.
Dios dirá; los tiempos cambian con el tiempo.
Dios dirá. ¡Paciencia!
MARIANA.
Tengo, sin embargo,
que estar muy serena, muy serena; aunque
me siento vestida de temblor y llanto.
ESCENA VIII
FERNANDO.
¿Qué quie-
res?
MARIANA.
Hablar contigo.
Puedes irte.
CLAVELA.
¡Hasta ma-
ñana!
FERNANDO.
Dime, pronto.
MARIANA.
¿Eres mi amigo?
FERNANDO.
¿Por qué preguntas, Mariana?
¡Ya sabes que siempre fui!
MARIANA.
¿De corazón?
FERNANDO.
¡Soy sincero!
MARIANA.
¡Ojalá que fuese así!
FERNANDO.
Hablas con un caballero.
MARIANA.
¡Lo sé!
FERNANDO.
¿Qué quieres de mí?
MARIANA.
Quizá quiera demasiado,
y por eso no me atrevo.
FERNANDO.
No quieras ver disgustado
este corazón tan nuevo.
Te sirvo con alegría.
MARIANA.
Fernando, ¿y si fuera?...
FERNANDO.
¿Que?
MARIANA.
Algo peligroso.
FERNANDO.
Iría.
Con toda mi buena fe.
Y esto, a mi modo de ver...
MARIANA.
¡No debo pedirte nada!
Como dicen por Granada,
¡soy una loca mujer!
FERNANDO.
Marianita.
MARIANA.
¡Yo no puedo!
FERNANDO.
¿Por qué me llamaste? ¿Di?
MARIANA.
Porque tengo mucho miedo
de morirme sola aquí.
FERNANDO.
¿De morirte?
MARIANA.
Necesito,
para seguir respirando,
que tú me ayudes, mocito.
FERNANDO.
Mis ojos te están mirando,
y no te debes dudar.
MARIANA.
Pero mi vida está fuera,
por el aire, por la mar,
por donde yo no quisiera.
FERNANDO.
¡Dichosa la sangre mía,
si puede calmar tu pena!
MARIANA.
¡Confío en tu corazón!
¡Qué silencio el de Granada!
Hay puesta en mí una mirada
fija, detrás del balcón.
FERNANDO.
¿Qué estás hablando?
MARIANA.
Me mira
la garganta, que es hermosa,
y toda mi piel se estira.
¿Podrás conmigo, Pedrosa?
Toma esta carta, Fernando.
Lee despacio y entendiendo.
¡Sálvame! Que estoy dudando
si podré seguir viviendo.
FERNANDO.
MARIANA. No interrumpas la lectura.
Un corazón necesita
lo que pide en la escritura.
FERNANDO.
«Adorada Marianita:
Gracias al traje de capuchino que tan
diestramente hiciste lle-
gar a mi poder, me he fugado de la
torre de Santa Catalina,
confundido con otros religiosos
que salían de asistir a un
reo de muerte. Esta noche, disfra-
zado de contrabandista,
tengo absoluta necesidad de salir
para Cadiar, donde espe-
ro tener noticias de los amigos. Ne-
cesito antes de las nueve
el pasaporte que tienes en tu poder
y una persona de tu abso-
luta confianza que espere, con un
caballo, más arriba de la
presa del Genil, para, río arriba,
internarme en la sierra.
Pedrosa estrechará el cerco como él
sabe, y si esta misma no-
che no parto, estoy irremisiblemen-
te perdido. Adiós, Maria-
na. Un abrazo y el alma de tu
amante. - Pedro de Soto-
mayor. »
FERNANDO.
¡Mariana!
MARIANA.
¡Me lo imagino!
Pero silencio, Fernando.
FERNANDO.
¡Como has cortado el camino
de lo que estabas soñando!
ahora tengo que ayudar
a un hombre que empiezo a odiar,
¡¡y el que te quiere soy yo! !
El que de niño te amara,
lleno de amarga pasión,
mucho antes de que robara
don Pedro tu corazón.
¡Pero quién te deja en esta
triste angustia del momento!
Y torcer mi sentimiento,
¡qué gran trabajo me cuesta!
MARIANA.
¡Pues iré sola!
¡Dios mío,
tiene que ser al instante!
FERNANDO.
Yo iré en busca de tu amante,
por la ribera del río.
MARIANA.
Decirte cómo le quiero
no me produce rubor.
Me escuece dentro su
amor
y relumbra todo entero.
Él ama la Libertad,
y yo la quiero más que él.
Lo que dice es mi verdad
agria, que me sabe a miel.
Y no me importa que el
día
con la noche se enturbia-
ra,
que con la luz que emanara
su espíritu viviría.
Por este amor verdadero,
que muerde mi alma sencilla,
me estoy poniendo amarilla
como la flor del romero.
FERNANDO.
Mariana, dejo que vuelen
tus quejas. Mas, ¿no has oído
que el corazón tengo herido
y las heridas me duelen?
MARIANA.
Pues si mi pecho tuviera
vidrieritas de cristal,
te asomaras y lo vieras
gotas de sangre llorar.
FERNANDO. ¡Basta! ¡Dame el documento!
¿Y el caballo?
MARIANA.
En el jardín.
Si vas a marchar, al fin,
no hay que perder un momento.
FERNANDO.
Ahora mismo.
¿Y aquí va...?
MARIANA.
Todo.
FERNANDO.
¡Bien!
MARIANA. ¡Perdón, amigo!
Que el Señor vaya contigo.
FERNANDO.
Yo espero que así será.
Está la noche cerrada.
No hay luna, y aunque la hubiera,
los chopos de la ribera
dan una sombra apretada.
Adiós. Y seca ese llanto.
Pero quédate sabiendo
que nadie te querrá tanto
como yo te estoy queriendo.
Que voy con esta misión,
para no verte sufrir,
torciendo el hondo sentir
de mi propio corazón.
MARIANA. Evita guarda o soldado...
FERNANDO.
Por aquel sitio no hay gente.
Puedo marchar descuidado.
¿Qué quieres más?
MARIANA.
Sé prudente.
FERNANDO.
Ya tengo el alma cautiva;
desecha todo temor.
Prisionero soy de amor,
y lo seré mientras viva.
MARIANA.
Adiós.
FERNANDO.
No salgas, Mariana.
El tiempo corre, y yo quiero
pasar el puente primero
que don Pedro. Hasta mañana.
ESCENA IX
ANGUSTIAS.
Niña, ¿dónde estás? Niña.
Pero, Señor, ¿qué es esto?
¿Dónde estabas?
MARIANA.
Salía
con Fernando.
ANGUSTIAS.
¡Qué juego
inventaron los niños!
Regáñales.
MARIANA.
¿Qué hicieron?
ANGUSTIAS.
Mariana, la bandera
que bordas en secreto...
MARIANA.
¿Qué dices?
ANGUSTIAS.
Han hallado
en el armario viejo
y se han tendido en ella
fingiéndose los muertos.
Tilín, talán; abuela,
dile al curita nuestro
que traiga banderolas
y flores de romero;
que traigan encarnadas
clavellinas del huerto.
Ya vienen los obispos,
decían
y cerraban los ojos,
poniéndose muy serios.
Serán cosas de niños;
está bien. Mas yo vengo
muy mal impresionada,
y me da mucho miedo
la dichosa bandera.
MARIANA.
¿Pero cómo la vieron?
¡Estaba bien oculta!
ANGUSTIAS.
Mariana, ¡triste tiempo
para esta antigua casa,
que derrumbarse veo,
sin un hombre, sin nadie,
en medio del silencio!
Y luego, tú...
MARIANA.
¡Por Dios!
ANGUSTIAS.
Mariana, ¿tú qué has hecho?
Cercar estas paredes
de guardianes secretos.
MARIANA.
Tengo el corazón loco
y no sé lo que quiero.
ANGUSTIAS.
¡Olvídalo, Mariana!
MARIANA.
¡Olvidarlo no puedo!
ANGUSTIAS.
MARIANA.
Vamos pronto.
¿Cómo alcanzaron eso?
ANGUSTIAS.
Así pasan las cosas.
¡Mariana, piensa en ellos!
MARIANA.
Sí, sí; tienes razón.
Tienes razón. ¡No pienso!
Estampa segunda
ESCENA PRIMERA
CLAVELA.
No cuento más.
NIÑO.
Cuéntanos otra cosa.
CLAVELA.
¡Me romperás el vestido!
NIÑA.
Es muy malo.
CLAVELA.
Tú madre lo compró.
NIÑO.
¡Clavela!
CLAVELA.
¡Niños!
NIÑA.
El cuento aquel del príncipe gitano.
CLAVELA.
Los gitanos no fueron nunca
príncipes.
NIÑA.
¿Y por qué?
NIÑO.
No los quiero a mi
lado.
Sus madres son las brujas.
NIÑA.
¡Embuste-
ro!
CLAVELA.
¡Pero niña!
NIÑA.
Si ayer vi yo rezando
al Cristo de la Puerta Real dos de ellos.
Tenían unas tijeras así..., y cuatro
borriquitos peludos que miraban...
con unos ojos..., y movían los rabos
dale que le das. ¡Quién tuviera alguno!
NIÑO.
Seguramente los habrían robado.
CLAVELA.
Ni tanto ni tan poco. ¡Qué se sabe!
¡Chitón!
NIÑO.
¿Y el romancillo del bordado?
NIÑA.
¡Ay, duque de Lucena! ¿Cómo dice?
NIÑO.
Olivarito, olivo..., está bordando.
CLAVELA.
Os lo diré; pero cuando se acabe,
en seguida a dormir.
NIÑO.
Bueno.
NIÑA.
¡Enterados!
CLAVELA.
Bendita sea por siempre
la Santísima Trinidad,
y guarde al hombre en la sierra
y al marinero en el mar.
A la verde, verde orilla
del olivarito está...
NIÑA.
Una niña bordando.
¡Madre! ¿Qué bordará?
CLAVELA.
bastidor de cristal,
bordaba una bandera,
cantar que te cantar.
Por el olivo, olivo,
¡madre, quién lo dirá!
NIÑO.
Venía un andaluz,
mocito y galán.
NIÑA.
NIÑO.
CLAVELA.
Niña, la bordadora,
mi vida, ¡no bordad!,
que el duque de Lucena
duerme y dormirá.
La niña le responde:
«No dices la verdad:
el duque de Lucena
me ha mandado bordar
esta roja bandera
porque a la guerra va ».
NIÑO.
Por las calles de Córdoba
lo llevan a enterrar
muy vestido de fraile
en caja de coral.
NIÑA.
La albahaca y los claveles
sobre la caja van,
y un verderol antiguo
cantando el pío pa.
CLAVELA.
¡Ay, duque de Lucena,
ya no te veré más!
La bandera que bordo
de nada servirá.
En el olivarito
me quedaré a mirar
cómo el aire menea
las hojas al pasar.
NIÑO.
Adiós, niña bonita,
espigada y juncal,
me voy para Sevilla,
donde soy capitán.
CLAVELA.
Y a la verde, verde orilla
del olivarito está
una niña morena
llorar que te llorar.
MARIANA.
Es hora de acostarse.
CLAVELA.
¿Habéis oído?
NIÑA.
MARIANA.
Hija, no puedo;
yo tengo que coserte una capita.
NIÑO.
¿Y para mí?
CLAVELA.
¡Pues claro está!
MARIANA.
Un sombrero
con una cinta verde y dos de plata.
CLAVELA.
¡A la Costa mis niños!
NIÑO.
Yo lo quiero
como los hombres: alto y grande, ¿sabes?
MARIANA.
¡Lo tendrás, primor mío!
NIÑA.
Y entra luego;
me gustará sentirte, que esta noche
no se ve nada y hace mucho viento.
MARIANA.
Cuando acabes te bajas a la puerta.
CLAVELA.
Pronto será; los niños tienen sueño.
MARIANA. ¡Que recéis sin reírse!
CLAVELA.
¡Sí,
señora!
MARIANA.
Una salve a la Virgen, y dos credos
al Santo Cristo del Mayor Dolor, para que nos protejan.
NIÑA.
Rezaremos
la oración de San Juan y la que ruega
por caminantes y por marineros.
ESCENA III
MARIANA.
Dormir tranquilamente, niños míos,
mientras que yo, perdida y loca, siento
quemarse con su propia lumbre viva
esta rosa de sangre de mi pecho.
Soñar en la verbena y el jardín
de Cartagena, luminoso y fresco,
y en la pájara pinta que se mece
en las ramas del agrio limonero.
Que yo también estoy dormida, niños,
y voy volando por mi propio sueño, como van, sin saber adónde van,
los tenues vilanicos por el viento.
ESCENA IV
ANGUSTIAS.
Vieja y honrada casa, ¡qué locura!
Tienes una visita.
MARIANA.
¿Quién?
ANGUSTIAS.
¡Don Pedro!
¡Serénate, hija mía! ¡No es to esposo!
MARIANA.
Siempre tienes razón. ¡Pero no puedo!
ESCENA V
PEDRO.
Gracias, Mariana, gracias.
MARIANA.
Cumplí
con mi deber.
Muchas gracias, señora.
ANGUSTIAS.
¿Y por qué? Buenas noches.
Yo me voy con los niños.
¡Ay, pobre Marianita!
PEDRO.
¡Quién pudiera pagarte lo
que has hecho por mí!Toda mi sangre es nueva, porque tú me la has dado
exponiendo tu débil co-
razón al peligro.
¡Ay, qué miedo tan gran-
de tuve por él, Mariana!
MARIANA.
¿De qué sirve mi sangre, Pedro, si tú murieras?
Un pájaro sin aire ¿puede volar?
¡Entonces!...
Yo no podré decirte cómo to
quiero nunca; a to lado me olvido de todas las palabras.
PEDRO.
¡Cuánto peligro corres sin
el menor desmayo! ¡Qué sola estás, cercada
de maliciosa gente!
¡Quién pudiera librarte
de aquellos que te acechan
con mi propio dolor y mi
vida, Mariana!
MARIANA.
¡Así! Deja to aliento sobre
mi frente. Limpia
esta angustia que tengo y
este sabor amargo;
esta angustia de andar sin
saber dónde voy,
y este sabor de amor que
me quema la boca.
¡Pedro! ¿No to persiguen? ¿Te
vieron entrar?
PEDRO.
¡Nadie!
Vives en una calle silenciosa, y la
noche
se presenta endiablada.
MARIANA.
Yo tengo mucho miedo.
PEDRO.
¡Ven aquí!
MARIANA.
Mucho miedo de que esto
se adivine,
de que pueda matarte la canalla realista.
PEDRO.
Marianita, ¡no temas! ¡Mujer
mía! ¡Vida mía!En el mayo sigilo conspiramos.
¡No temas!
La bandera que bordas temblará
por las calles
entre los corazones y los gritos del pueblo.
Por ti la Libertad suspirada por
todos
pisará tierra dura con anchos
pies de plata. Pero si así no fuese; si Pedrosa...
MARIANA.
¡No sigas!
PEDRO.
... sorprende nuestro grupo y
hemos de morir...
MARIANA.
¡Calla!
PEDRO.
Mariana, ¿qué es el hombre sin libertad? ¿Sin esa
luz armoniosa y fija que se siente por dentro?
¿Cómo podría quererte no siendo fibre, dime?
¿Cómo darte este firme corazón si no es mío?
No temas; ya he burlado a Pedrosa en el cam-
po,
y así pienso seguir hasta vencer contigo,
que me ofreces tu amor y to casa y tus dedos.
MARIANA.
¡Y algo que yo no sé decir, pero que existe!
¡Qué bien estoy contigo! Pero aunque alegre,
noto
un gran desasosiego que me turba y enoja;
me parece que hay hombres detrás de las cortinas,
que mis palabras suenan claramente en la calle.
PEDRO.
¡Eso sí! ¡Qué mortal inquietud, qué amargura!
¡Qué constante pregunta al minuto lejano!
¡Qué otoño interminable sufrí por esa sierra!
¡Tú no lo sabes!
MARIANA.
Dime: ¿corriste gran peligro?
PEDRO.
Estuve casi en manos de la justicia; pero
me salvó el pasaporte y el caballo que enviaste con un extraño joven, que no me dijo nada.
MARIANA.
PEDRO.
¿Por qué tiemblas?
MARIANA.
Sigue. ¿Después?
PEDRO.
Después
vagué por la Alpujarra.
Supe que en Gibraltar
había fiebre amarilla;
la entrada era imposible,
y esperé bien oculto
la ocasión. ¡Ya ha llegado!
Venceré con tu ayuda, ¡Mariana de mi vida!
¡Libertad, aunque con sangre llame a todas las puertas!
MARIANA.
¡Mi victoria consiste en tenerte a mi vera!
En mirarte los ojos mientras tú no me miras.
Cuando estás a mi lado olvido lo que siento
y quiero a todo el mundo,
hasta al rey y a Pedrosa.
Al bueno como al malo. ¡Pedro!, cuando se
quiere,
se está fuera del tiempo,
y ya no hay día ni noche, ¡sino tú y yo!
PEDRO.
¡Mariana!
Como dos blancos ríos de rubor y silencio,
así enlazan tus brazos mi cuerpo combatido.
MARIANA.
Ahora puedo perderte, puedo perder tu vida.
Como la enamorada de un marinero loco
que navegara siempre sobre una barca vieja,
acecho un mar oscuro, sin fondo ni oleaje,
en espera de gentes que to traigan ahogado.
PEDRO.
No es hora de pensar en quimeras, que es hora de abrir el pecho a bellas realidades cercanas de una España cubierta de espigas y rebaños,
donde la gente coma su pan con alegría,
en medio de estas anchas eternidades nuestras y esta aguda pasión de horizonte y silencio.
España entierra y pisa su corazón antiguo,
su herido corazón de peninsula andante,
y hay que salvarla pronto con manos y con
dientes.
MARIANA.
Y yo soy la primera que lo pide con ansia.
Quiero tener abiertos mis balcones al sol,
para que llene el suelo de flores amarillas
y quererte, segura de tu amor, sin que nadie
me aceche, como en este decisivo momento.
¡Pero ya estoy dispuesta!
PEDRO.
¡Así me gusta verte,
hermosa Marianita!
Ya no tardarán mucho
los amigos, y alienta
ese rostro bravío y esos ojos ardientes,
sobre tu cuello blanco, que tiene luz de luna.
ESCENA VI
CLAVELA.
¡Don Pedro!
PEDRO.
¡Dios te guarde!
MARIANA.
¿Tú sabes quién vendrá?
CLAVELA.
Sí, señora; lo sé.
MARIANA.
¿La seña?
CLAVELA.
No la olvido.
MARIANA.
Antes de abrir, que mires por la mirilla grande.
CLAVELA.
Así lo haré, señora.
MARIANA.
No enciendas luz ningu-
na;
pero ten en el patio
un velón prevenido
y cierra la ventana del jardín.
CLAVELA.
En seguida.
MARIANA.
¿Cuántos vendrán?
PEDRO.
Muy pocos.
Pero los que interesan.
MARIANA.
¿Noticias?
PEDRO.
Las habrá
dentro de unos instantes.
Si, al fin, hemos de alzarnos
decidiremos.
MARIANA.
¡Calla!
¡Ya están aquí!
PEDRO.
Puntuales,
como buenos patriotas,
¡Son gente decidida!
MARIANA.
¡Dios nos ayude a todos!
PEDRO.
¡Ayudará!
MARIANA.
¡Debiera, si mirase
a este mundo!
¡Adelante, señores!
ESCENA VII
MARIANA.
¡Ay, qué manos tan frías!
CONSPIRADOR 1.°
¡Hace un frío,
que corta! Y me he olvidado de los guantes; pero aquí se está bien.
MARIANA.
¡Llueve de veras!
CONSPIRADOR 3.°
El Zacatín estaba intransitable.
La lluvia, como un sauce de cris-
tal,
sobre las casas de Granada cae.
CONSPIRADOR 3.°
Y el Darro viene lleno de agua turbia.
MARIANA.
¿Les vieron?
CONSPIRADOR 2.° ¡No! Vinimos separados
hasta la entrada de esta oscura calle.
CONSPIRADOR 1.°
¿Habrá noticia para decidir?
PEDRO.
Llegarán esta noche, Dios mediante.
MARIANA.
Hablen bajo.
CONSPIRADOR 1.°
¿Por qué, doña Mariana?
Toda la gente duerme en este instante.
PEDRO.
Creo que estamos seguros.
CONSPIRADOR 3.°
No lo afirmes;
Pedrosa no ha cesado de espiarme,
y, aunque yo lo despisto sagazmente,
continúa en acecho, y algo sabe.
MARIANA.
Ayer estuvo aquí.
Como es mi amigo...
no quise, porque no debía, negarme.
Hizo un elogio de nuestra ciudad;
pero mientras hablaba tan amable,
me miraba... no sé... ¡como sabiendo!,
de una manera penetrante.
En una sorda lucha con mis ojos,
estuvo aquí toda la tarde,
y Pedrosa es capaz... ¡de lo que sea!
PEDRO.
No es posible que pueda figurar-
se...
MARIANA.
Yo no estoy muy tranquila, y os lo digo
para que andemos con cautela grande.
De noche, cuando cierro las ventanas,
me parece que empuja los cristales.
PEDRO.
Ya son las once y diez. El emisario
debe estar ya muy cerca de esta calle.
CONSPIRADOR 3
Poco debe tardar.
CONSPIRADOR 1.°
¡Dios lo permita!
¡Que me parece un siglo cada
instante!
PEDRO.
Estarán sobre aviso los amigos.
CONSPIRADOR 1.°
Enterados están. No falta nadie.
Todo depende de lo que nos digan
esta noche.
PEDRO.
La situación es grave;
pero excelente, si la aprovechamos.
porque el pueblo responde, sin dudar.
Andalucía tiene todo el aire
lleno de Libertad. Esta palabra
perfuma el corazón de sus ciudades,
desde las viejas torres amarillas
hasta los troncos de los olivares.
Esa costa de Málaga está llena
de gente decidida a levantarse:
pescadores del Palo, marineros y caballeros principales.
Nos siguen pueblos como Nerja, Vélez,
que aguardan las noticias, anhelantes.
Hombres de acantilado y mar abierto,
y, por lo tanto, libres como nadie.
Algeciras acecha la ocasión
y en Granada, señores de linaje
como vosotros exponen su vida
de una manera emocionante.
¡Ay, qué impaciencia tengo!
CONSPIRADOR 3.
Como todos
los verdaderamente liberales.
MARIANA.
Pero ¿habrá quien os siga?
PEDRO.
To-
do el mundo.
MARIANA.
¿A pesar de este miedo?
PEDRO.
Sí.
MARIANA.
No hay nadie
que vaya a la Alameda del Salón
tranquilamente a pasearse,
y el café de la Estrella está desierto.
PEDRO.
¡Mariana, la bandera que bordaste
será acatada por el rey Fernando,
mal que le pese a Calomarde!
CONSPIRADOR 3.
Cuando ya no le quede otro recurso,
se rendirá a las huestes liberales,
que aunque se finja desvalido y solo,
no cabe duda que él hace y deshace.
¿No tarda mucho?
PEDRO.
Yo no sé decirte.
CONSPIRADOR 3.
¿Si lo habrán detenido?
CONSPIRADOR 1.
No es probable.
Oscuridad y lluvia le protegen,
y él está siempre vigilante.
MARIANA.
Ahora llega.
PEDRO.
Y al fin, sabremos algo.
CONSPIRADOR 3.°
Bienvenido, si buenas cartas trae.
MARIANA.
Pedro, mira por mí. Sé muy prudente,
que me falta muy poco para
ahogarme.
ESCENA VIII
CONSPIRADOR 4.°
¡Caballeros! ¡Doña Mariana!
PEDRO.
¿Hay noticias?
CONSPIRADOR 4.°
¡Tan malas como el tiempo!
PEDRO.
¿Qué ha pasado?
CONSPIRADOR 1.°
Casi lo adivinaba.
MARIANA.
¿Te entristeces?
PEDRO.
¿Y las gentes de Cádiz?
CONSPIRADOR 4.
Todo en vano.
Hay que estar prevenidos. El Gobierno
por todas partes nos está acechando.
Tendremos que aplazar el alzamiento,
o luchar y morir, de lo contrario.
PEDRO.
Yo no sé qué pensar; que tengo abierta
una herida que sangra en mi costado,
y no puedo esperar, señores míos.
CONSPIRADOR 3.°
Don Pedro, triunfaremos esperando.
CONSPIRADOR 4.°
Nadie quiere una muerte sin provecho.
PEDRO.
Mucho valor me cuesta.
MARIANA.
¡Hablen más bajo!
CONSPIRADOR 4.°
España entera calla, ¡pero vive!
Guarden bien la bandera.
MARIANA.
La he mandado
a casa de una vieja amiga mía,
allá en el Albaycín, y estoy temblando.
Quizá estuviera aquí mejor guardada.
PEDRO.
¿Y en Málaga?
CONSPIRADOR 4.°
En Málaga, un
espanto.
Una infamia de González Moreno...
No se puede contar lo que ha pasado.
Torrijos, el general
noble, de la frente limpia,
donde se estaban mirando
las gentes de Andalucía,
caballero entre los duques,
corazón de plata fina,
ha sido muerto en las playas
de Málaga la bravía.
Le atrajeron con engaños
que él creyó, por su desdicha,
y se acercó, satisfecho
con sus buques, a la orilla.
¡Malhaya el corazón noble
que de los malos se fía!,
que al poner el pie en la arena
lo prendieron los realistas.
El vizconde de La Barthe,
que mandaba las milicias,
debió cortarse la mano,
antes de tal villanía,
como es quitar a Torrijos
bella espada que ceñía,
con el puño de cristal,
adornado con dos cintas.
Muy de noche lo mataron
con toda su compañía.
Caballero entre los duques,
corazón de plata fina.
Grandes nubes se levantan
sobre la sierra de Mijas.
El viento mueve la mar
y los barcos se retiran,
con los remos presurosos
y las velas extendidas.
Entre el ruido de las olas
sonó la fusilería,
y muerto quedó en la arena,
sangrando por tres heridas,
el valiente caballero,
con toda su compañía.
La muerte, con ser la muerte,
no deshojó su sonrisa.
Sobre los barcos lloraba
toda la marinería,
y las más bellas mujeres,
enlutadas y afligidas,
lo van llorando también
por el limonar arriba.
PEDRO.
Señores, a seguir nuestro trabajo.
La muerte de Torrijos me enar-dece
para seguir luchando.
CONSPIRADOR 1.°
Yo pienso así.
CONSPIRADOR 4.
Pero hay
que estarse quietos;
otro tiempo vendrá.
CONSPIRADOR 2.°
¡Tiempo
lejano!
PEDRO.
Pero mis fuerzas no se agotarán.
MARIANA.
Pedro, mientras yo viva...
CONSPIRADOR 1.°
¿Nos marchamos?
CONSPIRADOR 3.°
No hay nada que tratar. Tienes razón.
CONSPIRADOR 4.°
Esto es lo que tenía que contaros, y nada más.
CONSPIRADOR 1.°
Hay que ser optimistas.
MARIANA. ¿Gustarán de una copa?
CONSPIRADOR 4.°
La aceptamos,
porque nos hace falta.
CONSPIRADOR 1.°
¡Buen acuerdo!
MARIANA.
¡Cómo llueve!
CONSPIRADOR 3.°
¡Don Pedro está apenado!
CONSPIRADOR 1.°
¡Como todos nosotros!
PEDRO.
¡Es verdad!
Y tenemos razones para estarlo.
MARIANA.
«Luna tendida, marinero en pie»,
dicen allá, por el Mediterráneo,
las gentes de veleros y fragatas.
¡Como ellos, hay que estar siempre acechando!
«Luna tendida, marinero en pie.»
PEDRO.
Que sean nuestras casas como
barcos.
MARIANA.
Es el viento, que cierra una ventana.
PEDRO.
¿Oyes, Mariana?
CONSPIRADOR 4.°
¿Quién será?
MARIANA.
¡Dios santo!
PEDRO.
¡No temas! Ya verás cómo no es nada.
CLAVELA.
¡Ay, señora! ¡Dos hombres embozados,
y Pedrosa con ellos!
MARIANA.
¡Pedro,vete!
¡Y todos, Virgen santa! ¡Pronto!
PEDRO.
¡Vamos!
Es indigno dejarla.
MARIANA.
¡Date prisa!
PEDRO.
¿Por dónde?
MARIANA. (
¡Ay! ¿Por dónde?
CLAVELA.
¡Están llamando!
MARIANA.
¡Por aquella ventana del pasillo
saltarás fácilmente! Este tejado
está cerca del suelo.
CONSPIRADOR 2.° ¡No debemos
dejarla abandonada!
PEDRO.
¡Es necesario!
¿Cómo justificar nuestra presen-
cia?
MARIANA.
Sí, sí; vete en seguida. ¡Ponte a salvo!
PEDRO.
¡Adios, Mariana!
MARIANA.
¡Dios os guarde, amigos!
MARIANA.
¡Pedro..., y todos, que tengáis
cuidado!
¡Abre, Clavela! Soy una mujer
que va atada a la cola de un caballo.
¡Dios mío, acuérdate de tu pasión
y de las llagas de tus manos!
MARIANA.
Yo que soy contrabandista
y campo por mis respetos
y a todos los desafío
porque a nadie tengo miedo.
¡Ay! ¡Ay!
¡Ay, muchachos! ¡Ay, muchachas!
¿Quién me compra hilo negro?
Mi caballo está rendido
¡y yo me muero de sueño!
¡Ay!
¡Ay! Que la ronda ya viene
y se empezó el tiroteo.
¡Ay! ¡Ay! Caballito mío,
caballo mío, careto.
¡Ay!
¡Ay! Caballo, ve ligero.
¡Ay! Caballo, que me muero.
¡Ay!
ESCENA IX
MARIANA.
Adelante.
PEDROSA.
Señora, no inte-
rrumpa
por mí la cancioncilla que ahora mismo
entonaba.
MARIANA.
La noche estaba triste
y me puse a cantar.
PEDROSA.
He visto luz en su balcón y quise visitarla.
Perdone si interrumpo sus quehaceres.
MARIANA.
Se lo agradezco mucho.
PEDROSA.
¡Qué manera
de llover!
MARIANA.
¿Es muy tarde?
PEDROSA.
Sí, muy tarde.
El reloj de la Audiencia ya hace rato
que dio las once.
MARIANA.
No las he sentido.
PEDROSA.
Yo las sentí lejanas. Ahora vengo
de recorrer las calles silenciosas,
calado hasta los huesos por la
lluvia,
resistiendo ese gris fino y glacial
que viene de la Alhambra.
MARIANA.
El aire helado,
que clava agujas sobre los pul-mones
y para el corazón.
PEDROSA.
Pues ese mismo.
Cumplo deberes de mi duro cargo.
Mientras que usted, espléndida Mariana,
en su casa, al abrigo de los vientos,
hace encajes... o borda...
¿Quién me ha dicho que bordaba muy bien?
MARIANA.
¿Es un pecado?
PEDROSA.
El Rey nuestro Señor, que Dios
proteja,
se entretuvo bordando en Valençay
con su tío el infante don Antonio.
Ocupación bellísima.
MARIANA.
¡Dios mío!
PEDROSA.
¿Le extraña mi vlslta?
MARIANA.
¡No!
PEDROSA.
¡Mariana!
Una mujer tan bella como usted,
¿no siente miedo de vivir tan sola?
MARIANA.
¿Miedo? Ninguno.
PEDROSA.
Hay tantos liberales
y tantos anarquistas por Grana-
da,
que la gente no vive muy segura.
¡Usted ya to sabrá!
MARIANA.
¡Señor Pedrosa!
¡Soy mujer de mi casa y nada más!
PEDROSA.
Y yo soy juez. Por eso me pre-
ocupo
de estas cuestiones. Perdonad, Mariana.
Pero hace ya tres meses que ando loco
sin poder capturar a un cabecilla...
PEDROSA.
MARIANA.
Es probable que esté fuera de España.
PEDROSA.
No; yo espero que pronto será mío.
NIARIANA.
¡Mi sortija!
PEDROSA.
¿Cayó?
Tenga cuidado.
MARIANA.
Es mi anillo de bodas; no se
mueva,
vaya a pisarlo.
PEDROSA.
Está muy bien.
MARIANA.
Parece que una mano invisible lo arrancó.
PEDROSA.
Tenga más calma.
¡Ya está aquí!
MARIANA.
¡Pedrosa!
¡Mi señora Mariana, esté serena!
MARIANA.
PEDROSA.
¡Muchas cosas!
MARIANA.
Pues yo sabré vencerlas. ¿Qué pretende?
Sepa que yo no tengo miedo a nadie.
Como el agua que nace soy de limpia,
y me puedo manchar si usted me toca;
pero sé defenderme. ¡Salga pronto!
PEDROSA.
¡Silencio!
Quiero ser amigo suyo.
Me debe agradecer esta visita.
MARIANA.
¿Puedo yo permitir que usted me
insulte?
¿Qué penetre de noche en mi
vivienda
para que yo..., ¡canalla!...? No sé
cómo...
¡Usted quiere perderme!
PEDROSA.
¡Lo contrario! Vengo a salvarla.
MARIANA.
¡No lo necesito!
PEDROSA.
¡Mariana! ¿Y la bandera?
MARIANA.
¿Qué bandera?
PEDROSA.
¡La que bordó con estas manos
blancas
en contra de las leyes y del Rey!
MARIANA.
¿Qué infame le mintió?
PEDROSA.
¡Muy bien bordada!
De tafetán morado y verdes letras.
Allá, en el Albaycín, la recogimos,
y ya está en mi poder como tu vida.
Pero no temas; soy amigo tuyo.
MARIANA.
Es mentira, mentira.
PEDROSA.
¿lo estás oyendo? Mía o muerta.
Me has despreciado siempre; pero ahora
puedo apretar tu cuello con mis manos,
este cuello de nardo transparente,
y me querrás porque te doy la vida.
MARIANA.
¡Tenga piedad de mí! ¡Si
usted supiera!
Y déjeme escapar. Yo
guardaré
su recuerdo en las niñas
de mis ojos.
¡Pedrosa, por mis hijos!...
PEDROSA.
no la has bordado tú, linda Mariana,
y ya eres libre porque así lo quiero..
MARIANA.
¡Eso nunca! ¡Primero doy mi sangre!
Que me cuesta dolor, pero con honra.
¡Salga de aquí!
PEDROSA.
¡Mariana!
MARIANA.
¡Salga pronto!
PEDROSA.
¡Está muy bien! Yo seguiré el asunto
y usted misma se pierde.
MARIANA.
¡Qué me importa!
Yo bordé la bandera con mis manos;
con estas manos, ¡mírelas, Pedrosa!,
y conozco muy grandes caballeros
que izarla pretendían en Granada.
¡Mas no diré sus nombres!
PEDROSA.
¡Por la fuerza delatará!
¡Los hierros duelen mucho,
y una mujer es siempre una mujer!
¡Cuando usted quiera me avisa!
MARIANA. ¡Cobarde!
¡Aunque en mi corazón clavaran
vidrios
no hablaría!
¡Pedrosa, aquí me tiene!
PEDROSA.
¡Ya veremos!
MARIANA.
¡Clavela, el candelabro!
PEDROSA.
No hace falta, señora. Queda usted
detenida en el nombre de la Ley.
MARIANA.
¿En nombre de qué ley?
PEDROSA.
¡Buenas noches!
CLAVELA.
¡Ay, señora; mi niña, clavelito,
prenda de mis entrañas!
MARIANA.
Isabel, yo me voy. Dame el chal.
CLAVELA.
¡Sálvese pronto!
MARIANA.
¡Me iré casa don Luis! ¡Cuida los niños!
CLAVELA.
¡Se han quedado en la puerta! ¡No se
puede!
MARIANA.
Claro está.
¡Por aquí!
CLAVELA.
¡Es imposible!
ANGUSTIAS.
¡Mariana! ¿Dónde vas? Tu niña llora.
Tiene miedo del aire y de la lluvia.
MARIANA.
¡Estoy presa! ¡Estoy presa, Clavela!
ANGUSTIAS.
¡Marianita!
MARIANA.
¡Ahora empiezo a morir!
Mírame y llora. ¡Ahora empiezo a morir!
Estampa tercera
ESCENA PRIMERA
NOVICIA 1.a
¿Qué hace?
NOVICIA 2.a
¡Habla más bajito!
Está rezando.
NOVICIA 1.a
¡Deja!
¡Qué blanca está, qué blanca!
Reluce su cabeza
en la sombra del cuarto.
NOVICIA 2.a
¿Reluce su cabeza?
Yo no comprendo nada.
Es una mujer buena,
y la quieren matar.
¿Tú qué dices?
NOVICIA 1.a Quisiera
mirar su corazón
largo rato y muy cerca.
NOVICIA 2.a
¡Qué mujer tan valiente! Cuando ayer
vinieron a leerle la sentencia
de muerte, no ocultó su sonrisa.
NOVICIA 1.a
En la iglesia la vi después llorando
y me pareció que ella
tenía el corazón en la garganta.
¿Qué es lo que ha hecho?
NOVICIA 2.a
Bordó una bandera.
NOVICIA I.a ¿Bordar es malo?
NOVICIA 2.a Dicen que es masona.
NOVICIA 1.a
¿Qué es eso?
NOVICIA 2.a
Pues... ¡no sé!
NOVICIA 1.a
¿Por qué está presa?
NOVICIA 2.a
Porque no quiere al Rey.
NOVICIA 1.a
¿Qué más da? ¿Se habrá visto?
NOVICIA 2.a
¡Ni a la Reina!
NOVICIA 1.a
Yo tampoco los quiero.
¡Ay, Mariana Pineda!
Ya están abriendo flores
que irán contigo muerta.
CARMEN.
Pero niñas, ¿qué miráis?
NOVICIA 1.a
Hermana...
CARMEN.
¿No os da vergüenza?
Ahora mismo al obrador.
¿Quién os enseñó esa fea
costumbre? ¡Ya nos veremos!
NOVICIA 1.a
¡Con licencia!
NOVICIA 2.a
¡Con licencia!
CARMEN.
¡Es inocente! ¡No hay duda!
¡Calla con una firmeza!
¿Por qué? Yo no me lo explico.
¡Viene!
ESCENA II
MARIANA.
¡Hermana!
CARMEN.
¿Qué desea?
MARIANA.
¡Nada!...
CARMEN.
¡Decidlo, señora!
MARIANA.
Pensaba...
CARMEN.
¿Qué?
MARIANA.
Si pudiera
quedarme aquí en el Beaterio
para siempre.
CARMEN.
¡Qué contentasnos pondríamos!
MARIANA. ¡No puedo!
CARMEN.
¿Por qué?
MARIANA.
Porque ya estoy muerta.
CARMEN.
¡Doña Mariana, por Dios!
MARIANA.
Pero el mundo se me acerca,
las piedras, el agua, el aire,
¡comprendo que estaba ciega!
CARMEN.
¡La indultarán!
MARIANA.
¡Ya veremos! Este silencio me pesa
mágicamente. Se agranda
como un techo de violetas,
y otras veces, finge en mí
una larga cabellera.
¡Ay, qué buen soñar!
CARMEN.
¡Mariana!
MARIANA.
¿Cómo soy yo?
CARMEN.
Eres muy buena.
MARIANA.
Soy una gran pecadora;
pero amé de una manera
que Dios me perdonará,
como a santa Magdalena.
CARMEN.
Fuera del mundo y en él
perdona.
MARIANA.
¡Si usted supiera!
¡Estoy muy herida, hermana,
por las cosas de la tierra!
CARMEN.
Dios está lleno de heridas
de amor, que nunca se cierran.
MARIANA.
Nace el que muere sufriendo,
¡comprendo que estaba ciega!
CARMEN.
¡Hasta luego! ¿Asistirá
esta tarde a la novena?
MARIANA. Como siempre. ¡Adiós, hermana!
ESCENA III
MARIANA.
¡Alegrito! ¿Qué?
ALEGRITO.
¡Paciencia;
para lo que vais a oír!
MARIANA.
¡Habla pronto, no nos vean!
¿Fuiste a casa de don Luis?
ALEGRITO.
Y me han dicho que les era
imposible pretender
salvarla. Que ni lo intentan,
porque todos morirían;
pero que harán lo que puedan.
MARIANA.
¡Lo harán todo! ¡Estoy segura!
Son gentes de la nobleza,
y yo soy noble, Alegrito.
¿No ves cómo estoy serena?
ALEGRITO.
Hay un miedo que da miedo.
Las calles están desiertas.
Sólo el viento viene y va;
pero la gente se encierra.
No encontré más que una niña
llorando sobre la puerta
de la antigua Alcaicería.
MARIANA.
¿Crees van a dejar que muera
la que tiene menos culpa?
ALEGRITO.
Yo no sé lo que ellos piensan.
MARIANA.
¿Y de lo demás?
ALEGRITO.
¡Señora!
MARIANA.
Sigue hablando.
ALEGRITO.
No quisiera...
El caballero don Pedro
de Sotomayor se aleja
de España, según me han dicho.
Dicen que marcha a Inglaterra.
Don Luis lo sabe de cierto.
MARIANA.
Quien te lo dijo desea
aumentar mi sufrimiento.
¡Alegrito, no lo creas!
¿Verdad que tú no lo crees?
ALEGRITO.
Señora, lo que usted quiera.
MARIANA.
Don Pedro vendrá a caballo
como loco cuando sepa
que yo estoy encarcelada
por bordarle su bandera.
Y si me matan vendrá
para morir a mi vera,
que me lo dijo una noche
besándome la cabeza.
Él vendrá como un san Jorge
de diamantes y agua negra,
al viento la deslumbrante
flor de su capa bermeja.
Y porque es noble y modesto,
para que nadie lo vea,
vendrá por la madrugada,
por la madrugada fresca.
Cuando sobre el aire oscuro
brilla el limonar apenas
y el alba finge en las olas
fragatas de sombra y seda.
¿Tú qué sabes? ¡Qué alegría!
No tengo miedo, ¿te enteras?
ALEGRITO.
¡Señora!
MARIANA. ¿Quién te lo ha dicho?
ALEGRITO.
Don Luis.
MARIANA.
¿Sabe la sentencia?
ALEGRITO.
Dijo que no la creía.
MARIANA.
Pues es muy verdad.
ALEGRITO.
Me apena
darle tan malas noticias.
MARIANA.
¡Volverás!
ALEGRITO.
Lo que usted quiera.
MARIANA.
Volverás para decirles
que yo estoy muy satisfecha,
porque sé que vendrán todos,
¡y son muchos!, cuando deban.
¡Dios te lo pague!
ALEGRITO.
Hasta luego.
ESCENA IV
MARIANA.
Y me quedo sola mientras
que bajo la acacia en flor
del jardín mi muerte acecha.
Pero mi vida está aquí.
Mi sangre se agita y tiembla,
como un árbol de coral,
con la marejada tierna.
Y aunque tu caballo pone
cuatro lunas en las piedras
y fuego en la verde brisa
débil de la primavera,
¡corre más! ¡Ven a buscarme!
Mira que siento muy cerca
dedos de hueso y de musgo
acariciar mi cabeza.
No puedes entrar. ¡No puedes!
¡Ay, Pedro! Por ti no entra;
pero sentada en la fuente
toca una blanca vihuela.
VOZ.
A la vera del agua,
sin que nadie la viera,
se murió mi esperanza.
MARIANA.
A la vera del agua,
sin que nadie la viera,
se murió mi esperanza.
MARIANA.
Esta copla está diciendo
lo que saber no quisiera.
Corazón sin esperanza
¡que se lo trage la tierra!
CARMEN.
Aquí está, señor Pedrosa.
MARIANA.
Quién es?
PEDROSA.
¡Señora!
¿Nos dejan?
CARMEN.
Tenemos que trabajar...
ESCENA V
MARIANA.
Me lo dio el corazón: ¡Pedrosa!
PEDROSA.
El mismo,
que aguarda, como siempre, sus
noticias.
Ya es hora. ¿No os parece?
MARIANA.
Siempre es hora
de callar y vivir con alegría.
PEDROSA.
¿Conoce la sentencia?
MARIANA.
La conozco.
PEDROSA.
¿Y bien?
MARIANA.
Pero yo pienso que es mentira.
Tengo el cuello muy corto para ser
ajusticiada. Ya ve. No podrían.
Además, es hermoso y blanco: nadie
querrá tocarlo.
PEDROSA.
¡Mariana!
MARIANA.
Se olvida
que para que yo muera tiene toda
Granada que morir, y que saldrían
muy grandes caballeros a salvarme,
porque soy noble. Porque yo soy hija
de un capitán de navío, Caballero
de Calatrava. ¡Déjeme tranquila!
PEDROSA.
No habrá nadie en Granada que se asome
cuando usted pase con su comitiva.
Los andaluces hablan; pero luego...
MARIANA.
Me dejan sola; ¿y qué? Uno vendría
para morir conmigo, y esto basta.
¡Pero vendrá para salvar mi vida!
PEDROSA.
Yo no quiero que mueras tú, ¡no
quiero!
Ni morirás, porque darás noti-
cias
de la conjuración. Estoy seguro.
MARIANA.
No diré nada, como usted querr-
ía,
a pesar de tener un corazón
en el que ya no caben más heri-
das.
Fuerte y sorda seré a vuestros
halagos.
Antes me daban miedo sus pupi-
las.
Ahora le estoy mirando cara a
cara,
y puedo con sus ojos que vigilan
el sitio donde guardo este secreto,
que por nada del mundo contaría.
¡Soy valiente, Pedrosa, soy valiente!
PEDROSA.
Está muy bien.
Ya sabe, con mi firma
puedo borrar la lumbre de sus
ojos.
Con una pluma y un poco de tinta
puedo hacerla dormir un largo sueño.
MARIANA.
¡Ojalá fuese pronto por mi dicha!
PEDROSA.
Esta tarde vendrán.
MARIANA.
¿Cómo?
PEDROSA.
Esta tarde;
ya se ha ordenado que entres en
capilla.
MARIANA.
¡No puede ser! ¡Cobardes!
¿Quién mandadentro de España tales villanías?
¿Qué crimen cometí? ¿Por qué
me matan?
¿Dónde está la razón de la justi-
cia?
En la bandera de la Libertad
bordé el amor más grande de mi
vida.
¿Y he de permanecer aquí ence-
rrada?
¡Quién tuviera unas alas cristali-
nas
para salir volando en busca tuya!
PEDROSA.
Hable pronto, que el Rey la in-
dultaría.
Mariana, ¿quiénes son los conju-
rados?
Yo sé que usted de todos es ami-
ga.
Cada segundo aumenta su peli-
gro.
Antes que se haya disipado el
día
ya vendrán por la calle a recoger-
la.
¿Quiénes son? Y sus nombres.
¡Vamos, pronto!
Que no juega así con la justicia, y luego será tarde.
MARIANA.
¡No hablaré!
PEDROSA.
¿Quiénes son?
MARIANA.
Ahora menos lo diría.
Suelta, Pedrosa; vete. ¡Madre
Carmen!
PEDROSA.
¡Quieres morir!
CARMEN.
¿Qué pasa, Marianita?
MARIANA.
Nada.
CARMEN.
Señor, no es justo...
PEDROSA.
Buenas tardes.
Tendré un placer muy grande si me
avisa.
CARMEN.
¡Es muy buena, señor!
PEDROSA.
No os pregunté.
ESCENA VI
MARIANA.
Recuerdo aquella copla que decía
cruzando los olivos de Granada:
« ¡Ay, qué fragatita,
real corsaria! ¿Dónde está
tu valentía?
Que un velero bergantín
te ha puesto la puntería».
Entre el mar y las estrellas
con qué gusto pasearía
apoyada sobre una
larga baranda de brisa.
Pedro, coge tu caballo
o ven montado en el día.
¡Pero pronto! Que ya vienen
para quitarme la vida.
Clava las duras espuelas.
«¡Ay, qué fragatita,
real corsaria! ¿Dónde está
tu valentía?
Que un famoso bergantín
te ha puesto la puntería. »
MONJA 1.a
Sé fuerte, que Dios to ayuda.
CARMEN.
Marianita, hija, descansa.
ESCENA VII
NOVICIA 1.a ¡Qué gritos! ¿Tú los sentiste?
NOVICIA 2.a
Desde el jardín; y sonaban
como si estuvieran lejos.
¡Inés, yo estoy asustada!
NOVICIA 1.a
¿Dónde estará Marianita,
rosa y jazmín de Granada?
NOVICIA 2.a
Está esperando a su novio.
NOVICIA I.a Pero su novio ya tarda.
NOVICIA 2.a ¡Si la vieras cómo mira
por una y otra ventana!
Dice: «Si no hubiera sierras
lo vería en la distancia».
NOVICIA 1.a Ella lo espera segura.
NOVICIA 2.a
¡No vendrá por su desgracia!
NOVICIA 1.a
¡Marianita va a morir!
¡Hay otra luz en la casa!
NOVICIA 2.a
¡Y cuánto pájaro! ¿Has visto?
Ya no caben en las ramas
del jardín ni en los aleros;
nunca vi tantos, y al alba,
cuando se siente la Vela,
cantan y cantan y cantan...
NOVICIA 1.a
... y al alba,
despiertan brisas y nubes
desde el frescor de las ramas.
NOVICIA 2.a
... y al alba,
por cada estrella que muere
nace diminuta flauta.
NOVICIA 1.a
Y ella... ¿Tú la has visto? Ella
me parece amortajada
cuando cruza el coro bajo
con esa ropa tan blanca.
NOVICIA 2.a
¡Qué injusticia! Esta mujer
de seguro fue engañada.
NOVICIA 1.a
¡Su cuello es maravilloso!
NOVICIA z.a
NOVICIA 1.a
Cuando lloraba
me pareció que se le iba
a deshojar en la falda.
MONJA 1.a ¿Vamos a ensayar la Salve?
NOVICIA 1.a ¡Muy bien!
NOVICIA 2.a
Yo no tengo gana.
MONJA 1.a
Es muy bonita.
NOVICIA 1.a
¡Y difícil!
¿Huyen de mí?
NOVICIA 1.a
¡Vamos a la...!
NOVICIA 2.a
Nos íbamos... Yo decía...
Es muy tarde.
MARIANA.
¿Soy tan mala?
NOVICIA 1.a
¡No, señora! ¿Quién lo dice?
MARIANA.
¿Qué sabes tú, niña?
NOVICIA 2.a
¡Nada!
NOVICIA I.a
¡Pero la queremos todas!
¿No lo está usted viendo?
MARIANA.
¡Gracias!
NOVICIA 1.a
¡Vámonos!
NOVICIA 2.a
¡Ay, Marianita,
rosa y jazmín de Granada,
que está esperando a su novio,
pero su novio se tarda!...
MARIANA.
¡Quién me hubiera dicho a mí!...
Pero... ¡paciencia!
SOR CARMEN.
¡Mariana!
Un señor, que trae permiso
del juez, viene a visitarla.
MARIANA.
¡Que pase! ¡Por fin, Dios mío!
Tendré que cambiarme el traje:
me hace demasiado pálida.
ESCENA VIII
MARIANA.
¡No!
FERNANDO.
¡Mariana! ¿No quieres que hable contigo? ¡Dime!
MARIANA. ¡Pedro! ¿Dónde está Pedro?
¡Dejadlo entrar, por Dios!
¡Está abajo, en la puerta!
¡Tiene que estar! ¡Que suba!
Tú viniste con él,
¿verdad? Tú eres muy bueno.
Él vendrá muy cansado, pero
entrará en seguida.
FERNANDO. Vengo solo, Mariana. ¿Qué sé yo
de don Pedro?
MARIANA. ¡Todos deben saber, pero ningu-
no sabe!
Entonces, ¿cuándo viene para
salvar mi vida?¿Cuándo viene a morir, si la
muerte me acecha?
¿Vendrá? Dime, Fernando.
¡Aún es hora!
FERNANDO.
Don Pedro no vendrá,
porque nunca te quiso, Marianita.
Ya estará en Inglaterra,
con otros liberales.
Te abandonaron todos
tus antiguos amigos.
Solamente mi joven corazón to acompaña.
¡Mariana! ¡Aprende y mira cómo te estoy que-
riendo!
MARIANA.
¿Por qué me lo dijiste? Yo
bien que lo sabía;
pero nunca te quise decir
a mi esperanza.
Ahora ya no me importa.
Mi esperanza lo ha oído
y se ha muerto mirando
los ojos de mi Pedro.
Yo bordé la bandera por
él. Yo he conspirado para vivir y amar su pen-samiento propio.
Más que a mis propios
hijos y a mí misma le quise.
¿Amas la Libertad más
que a tu Marianita? ¡Pues yo seré la misma
Libertad que tú adoras!
FERNANDO. ¡Sé que vas a morir! Dentro de
unos instantesvendrán por ti, Mariana. ¡Sálvate y di los nombres!
¡Por tus hijos! ¡Por mí, que te
ofrezco la vida!
MARIANA.
¡No quiero que mis hijos me desprecien! ¡Mis hijos
tendrán un nombre claro como la luna llena!
¡Mis hijos llevarán resplandor en el rostro, que no podrán borrar los años ni los aires!
Si delato, por todas las calles de Granada
este nombre sería pronunciado con miedo.
FERNANDO.
¡No puede ser! ¡No quiero que esto pase! ¡No
quiero!
¡Tú tienes que vivir! ¡Mariana, por mi amor!
MARIANA.
Y ¿qué es amor, Fernando?
¡Yo no sé qué es amor!
FERNANDO.
¡Pero nadie te quiso como yo, Marianita!
MARIANA.
¡A ti debí quererte más que a nadie en el mun-do,
si el corazón no fuera nuestro gran enemigo.
Corazón, ¿por qué mandas en mí si yo no quie-
ro?
FERNANDO.
¡Ay, te abandonan todos! ¡Habla, quiéreme y vive!
MARIANA.
¡Ya estoy muerta, amiguito! Tus palabras me
llegan
a través del gran río del mundo que abandono.
Ya soy como la estrella sobre el agua profunda, última débil brisa que se pierde en los álamos.
FERNANDO. ¡No sé qué hacer! ¡Qué angustia!
¡Ya vendrán a buscarte!
¡Quién pudiera morir para que
tú vivieras!
MARIANA.
¡Morir! ¡Qué largo sueño sin en-sueños ni sombra!
Pedro, quiero morir
por lo que tú no mueres,
por el puro ideal que iluminó tus
ojos:
¡¡Libertad!! Porque nunca se
apague to alta lumbre,
me ofrezco toda entera.
¡¡Arriba, corazones!!
¡Pedro, mira tu amor
a lo que me ha llevado!
Me querrás, muerta, tanto, que
no podrás vivir.
Y ahora ya no to quiero,
¡sombra de mi locura!
CARMEN.
¡Mariana!
¡Caballero!
¡Salga pronto!
FERNANDO.
¡Dejadme!
MARIANA.
¡Vete! ¿Quién eres tú?
¡Ya no conozco a nadie!
¡Voy a dormir tranquila!
FERNANDO.
¡Adiós, Mariana!
MARIANA.
¡
Vete!
Ya vienen a buscarme.
Como un grano de arena
siento al mundo en los dedos.
¡Muerte! ¿Pero qué es muerte?
Y vosotras, ¿qué hacéis?
¡Qué lejanas os siento!
CARMEN.
¡Mariana!
MARIANA.
¿Por qué llora?
CARMEN.
¡Están abajo, niña!
MONJA 1.a ¡Ya suben la escalera!
ESCENA ÚLTIMA
MARIANA.
¡Corazón, no me dejes! ¡Silencio! Con un ala,
¿dónde vas? Es preciso que tú también descan-
ses.
Nos espera una larga locura de luceros
que hay detrás de la muerte. ¡Corazón, no desmayes!
CARMEN.
¡Olvídate del mundo, preciosa Marianita!
MARIANA. ¡Qué lejano lo siento!
CARMEN.
¡Ya vienen a buscarte!
MARIANA. ¡Pero qué bien entiendo lo que
dice esta luz! ¡Amor, amor, amor y eternas
soledades!
NOVICIA 1.a ¡Es el juez!
NOVICIA 2.a
¡Se la llevan!
JUEZ.
Señora, cuando guste;
hay un coche en la puerta.
MARIANA.
Mil gra-
cias. Madre Carmen,
salvo a muchas criaturas que llorarán mi muer-te.
No olviden a mis hijos.
CARMEN.
¡Que la Virgen te ampare!
MARIANA.
¡Os doy mi corazón! Dadme un ramo de flores; en mis últimas horas yo quiero engalanarme.
Quiero sentir la dura caricia de mi anillo
y prenderme en el pelo mi mantilla de encaje.
Amas la libertad por encima de todo,
pero yo soy la misma Libertad. Doy mi sangre, que es tu sangre y la sangre de todas las criaturas.
¡No se podrá comprar el corazón de nadie!
Ahora sé lo que dicen el ruiseñor
y el árbol.
El hombre es un cautivo y no
puede librarse.¡Libertad de lo alto! Libertad verdadera,
enciende para mí tus estrellas distintas.
¡Adiós! ¡Secad el llanto!
¡Vamos pronto!
CARMEN.
¡Adiós, hija!
MARIANA. Contad mi triste historia a los
niños que pasen.
CARMEN.
Porque has amado mucho, Dios
te abrirá su puerta.
¡Ay, triste Marianita! ¡Rosa de los
rosales!
NOVICIA 1.a
Ya no verán tus ojos las
naranjas de luz
que pondrá en los tejados
de Granada la tarde.
MONJA 1.a
Ni sentirás la dulce brisa
de primavera
pasar de madrugada to-
cando tus cristales.
NOVICIA 2.a
¡Clavellina de mayo! ¡Lu-
na de Andalucía!,
en las altas barandas tu
novio está esperándote.
CARMEN.
¡Mariana, Marianita, de bello y
triste nombre, que los niños lamenten tu dolor por la calle!
MARIANA.
¡Yo soy la Libertad por-
que el amor lo quiso! ¡Pedro! La Libertad, por la cual me dejaste.
¡Yo soy la Libertad, heri-
da por los hombres! ¡Amor, amor, amor y
eternas soledades!
¡Oh, qué día tan triste en Granada, que a las piedras hacía llorar,
al ver que Marianita se muere
en cadalso, por no declarar!