Atención
  • La plantilla no está disponible para esta presentación. Por favor, contacte con un administrador del sitio.

Título: Ensayos

Autor: Michel de Montaigne

Traductor: Constantino Román y Salamero

Año de la primera publicación: 1580

Edición: Casa Editorial Garnier Hermanos, París, 1912

Licencia: Dominio público

Última revisión: 10 de Mayo de 2020

Descargar libro

Ensayos


Michel de Montaigne

INDEX

 

Introducción

I

II

III

 

Advertencia del editor

El autor al lector

Notas

 

Libro I

 

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV

Capítulo XLVI

Capítulo XLVII

Capítulo XLVIII

Capítulo XLIX

Capítulo L

Capítulo LI

Capítulo LII

Capítulo LIII

Capítulo LIV

Capítulo LV

Capítulo LVI

Capítulo LVII

 

Notas del libro I

 

 

Libro II

 

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

 

Notas del libro II

 

Libro III

 

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

 

Notas del Libro III

 

La correspondencia de Montaigne

 

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

 

Notas

 

Índice alfabético de los Ensayos

 

A

B

C

D

E

F

G

H

I

J

K

L

M

N

O

P

Q

R

S

T

U

V

W

X

Y

Z

 


Al Exmo. Señor Don FRANCISCO SILVELA, de la Real Academia Española.

Ausente cuatro años ha de España, he querido que a la cabeza de esta traducción castellana de los ENSAYOS DE MONTAIGNE, -«libro ingenuo y de buena fe», útil a todos los hombres,- figurase el nombre de un español ilustre, consagrándola así a la patria en la persona de uno de sus más dignos representantes.

Como el nombre de Usted significa una vida de integridad sin tacha dedicada al servicio de nuestro país, al par que el amor a las letras, de que son muestra espléndida sus discursos políticos y jurídicos y el hermoso libro de SOR MARÍA DE ÁGREDA, me complazco en estamparlo aquí deseando sólo que la dura aunque no ingrata tarea de interpretar un autor tan genial merezca la aprobación de los literatos españoles, para que el más humano de los filósofos adquiera así carta de naturaleza entre nosotros y en los pueblos de lengua española, a pesar de los defectos, evitables unos e inevitables otros, en que esta versión abunda.

Estimando profundamente la distinción que Usted le otorga al acoger con benevolencia este trabajo, tiene el honor de ser de Usted admirador afectísimo,

q. b. s. m. 

CONSTANTINO ROMÁN Y SALAMERO.

París, 5 de Marzo de 1898.




Cuando entre los prosistas clásicos franceses se cita a los primeros maestros, a los que supieron revestir las ideas más originales, sólidas y verdaderas con estilo inimitable, envidiado hasta de aquellos que durante toda su vida se ejercitaron en el arte de escribir, a Felipe de Commines, Montaigne, la marquesa de Sevigné y el duque de San Simón, siempre se coloca a Montaigne en el lugar más honorífico. La prosa de los Ensayos es entre todas la más original, la más viva, la en que todo espíritu cultivado encuentra, sin necesidad de buscarlas ni de descubrirlas, mayor número de bellezas, encantos y sorpresas, reflejo fiel de uno de los entendimientos más perspicaces y analíticos que registran los anales literarios de todos los pueblos, filósofo, poeta y pensador original en cuantos órdenes de ideas su espíritu se detuvo o ponderó.

Miguel Eyquem, señor de Montaigne, nació en el castillo de Montaigne (de donde sus ascendientes tomaron el nombre), en los confines del Perigord, el último día de febrero de 1533, entre once y doce de la mañana.[2] Su padre descendía de una antigua familia de comerciantes de Burdeos; su madre era de origen español.

Todos los datos de su biografía, desprovista de grandes acontecimientos, se encuentran diseminados en los Ensayos, como también algunos de los relativos a su padre, de quien Montaigne nos habla con singular amor filial, cada vez que su nombre aparece citado en su obra.

Los primeros años de su infancia transcurrieron en los campos, al aire libre[3], y como los que dirigieron su educación pensaran que el mucho tiempo empleado en el estudio del latín era la causa de que los escolares no llegaran a alcanzar «la perfección científica y el temple de alma de los antiguos griegos y romanos»[4], apenas salió de los brazos de la nodriza, su padre le encomendó a un preceptor alemán, quien sólo en aquella lengua le hablaba, con lo cual a la edad de seis años tuvo su latín «tan presto y a la mano» como el más consumado de los humanistas.

En el colegio de Guiena, uno de los más afamados de aquel tiempo, y cuyos profesores fueron los más célebres maestros de la época, permaneció hasta los, trece años. El estudio del latín y la literatura latina constituían entonces la base de la educación de todos los adolescentes. Por el griego se pasaba con rapidez extrema, y Montaigne nunca llegó a poseerlo, según lo declara en varios pasajes de su obra.

De sus estudios jurídicos no hay noticias precisas. No se sabe si los hizo en Burdeos o en Tolosa, pero de todos modos es lo cierto que se consagró en cuerpo y en espíritu al derecho, si no por gusto, por necesidad, y que se graduó en leyes, pues desde muy temprano perteneció a la magistratura de Burdeos. Sábese también que este importante cargo no satisfizo sus ideales, y que lejos de inspirarle amor le causó al poco tiempo de ejercerlo, a pesar de encontrarse en aquel cuerpo en su verdadero medio social, de contar en él parientes y de haber conocido allí a su amigo Laboëtie, con el cual contrajo una amistad, aunque poco duradera, de memoria indeleble. Después de la muerte de su amigo, Montaigne sólo buscó propicia para abandonar la magistratura, y así lo hizo cuando murió su padre en el mes de julio de 1570. Cinco años antes había contraído un matrimonio «de razón» con Francisca de la Chassaigne, hija de uno de sus colegas en la magistratura.

Una, vez ganado el sosiego espiritual que ansiaba, recogiose en su pacífica morada «en el año de Nuestro Señor (1571), a la edad de treinta y ocho años, víspera de las calendas de marzo, aniversario de su nacimiento; hastiado de largo tiempo atrás de la esclavitud del parlamento y de los públicos empleos, para reposarse en el regazo de las doctas vírgenes, en medio de la seguridad y la calma, y vivir así el tiempo que le quedaba de vida, consagrando al reposo y a la libertad el agradable y sosegado aposento herencia de sus antepasados».

Así reza una inscripción latina que colocó Montaigne en la pared de su gabinete para que el recuerdo de su determinación permaneciera grabado en su memoria. Mas no hay que creer al pie de la letra este propósito tan radical, ni figurarse a Montaigne encerrado en su vivienda como un ermitaño. «Lo que Montaigne quiere significar, y su vida lo prueba de sobra, es que había ya suficientemente vivido la existencia activa; que su ambición nada esperaba de ella; que la idea de escribir se le había metido entre ceja y ceja, y que, este propósito formado, creía bueno sustraerse a los empujones diarios de la existencia que se vive, ya en la corte, ya en las ciudades.» Contando más con los naturales recursos de su espíritu que con los de la erudición[5], en la cual le sobrepasaban muchos de sus contemporáneos, y él bien lo sabía, decidido a ser «él mismo», a respetar en su estilo hasta los idiotismos que, tanto escandalizaban a Esteban Pasquier[6], ninguna necesidad tenía de permanecer como literato sólo al alcance de los doctos de la época, o de las bibliotecas, que alimentaban los temibles infolios de éstos.

Aunque no abiertamente, Montaigne se burla de la erudición, considerando como Larra «que es excelente cosa sobre todo para el que no tiene otra». Por otra parte, una vez decidido a «transcribir sus humores fantásticos», es evidente, dada la naturaleza de su espíritu (más rico en comentarios que alacena de cosas pasadas) y su género de vida anterior, que no se propuso nunca competir con Justo Lipsio, de quien fue amigo, ni con ningún otro humanista de su época. Con sus escritos no buscaba el renombre ni la gloria; ni siquiera por autor ni hacedor de libros se tenía, aunque en esto último se descubra más de un asomo de coquetería. Los infolios que constantemente manejaba bastábanle como tema de sus observaciones: los estantes de su biblioteca estaban bien repletos de selectos libros que suplían los contados vacíos de su excelente memoria, que Montaigne echa por los suelos, llamándola enteca sin motivo justificado.

Allí en su «librería», puntualmente descrita en el libro III de los Ensayos, instalada en el piso segundo de la torre de su castillo, transcurren todos sus días y casi todas las horas de cada día, dictando unas veces, leyendo y registrando otras sus autores predilectos, escuchándose vivir, observándose, comentándose y anotándose. Él mismo nos traza de su persona el retrato más minucioso y acabado: «Su traje es siempre negro o blanco (detesta los colores abigarrados), bien abotonado, distante mil leguas de la moda, sobre todo cuando la moda tiene algo de molesto o desmañado; si el tiempo es frío, el vestido será grueso, bien boatado, y bajo el coleto perfumado encontraremos ya una pellica de liebre o ya el plumón de buitre. Montaigne es friolero y se constipa fácilmente; principiando por resguardarse con un simple gorro, concluye por encasquetarse dos sombreros, uno sobre otro. No puede, soportar los olores pestilentes, por lo cual lleva siempre coleto y guantes perfumados y un pañuelo igualmente saturado de esencias. A veces piensa en alta voz, y le ha sucedido sorprenderse injuriándose a sí mismo. Baila mal; no sabe trinchar; es torpe para plegar una carta, cortar una pluma y ensillar un caballo. Se impacienta por las cosas más insignificantes: por una chinela que le sienta mal, por una correa puesta del revés, jura por Dios; teme la escarcha, y gusta de la lluvia. Cuando descansa, tiene las piernas en el aire; frecuentemente se rasca una oreja. Ninguno de estos detalles se le queda en el tintero. La ciencia de la bucólica no le es indiferente ni mucho menos; gusta de los pescados y de las carnes saladas, mas no de la sal en el pan; la carne, la prefiere poco cocida, pero no dura. Como buen bordalés delicado en punto a vinos, nunca pudo habituarse a la cerveza. ¿Es acaso buen bebedor? Cuartillo y medio por comida le basta, con el aditamento de la tercera parte o la mitad de agua. Mezcla su bebida dos o tres horas antes de tomarla, y de esta tarea se encarga su copero. Es una costumbre que su padre le ha legado. Come con apetito envidiable, pero no gusta permanecer largo tiempo a la mesa, por lo cual se sienta algo después que los demás. Muchos manjares juntos, le disgusta verlos: forman una multitud como cualesquiera otra, y las multitudes le son ingratas. Come deprisa; a veces se muerde la lengua, otras los dedos y... Al llegar aquí muchos jueces se preguntan: ¿y qué nos importa todo eso?, escandalizados de tan descomunal egotismo. Realmente poca cosa o nada absolutamente. Pero ¿por qué leemos con tanta complacencia los Ensayos, donde todo ello está anotado?»[7]

«La primera edición de los Ensayos apareció en Burdeos hacia el mes de marzo de 1580 en dos volúmenes de tamaño diferente y desigualmente compactos. Buscando descanso a su labor, así como para procurar a su curiosidad horizontes más dilatados, amplios y vivientes, Montaigne decidió viajar después de publicada. De París se dirigió a Alemania y luego a Suiza e Italia.» Ausentándose de su tierra el 22 de junio de 1580, permaneció de ella separado hasta el 30 de noviembre de 1581. Los pormenores de esta expedición consignolos en un Diario de viaje, descubierto y dado a luz en el siglo pasado, en dos volúmenes. El valor moral de este escrito, al entender de algunos críticos, es mayor que el literario: «Su interés es primordial para el conocimiento espiritual del viajero[8], el cual dicta y describe a lo vivo todo cuanto ve y le interesa por cualquier concepto, o despierta su curiosidad y excita su comprensión.»

«El viajero es encantador: aplicado a verlo todo y a penetrarlo todo, viaja sólo por el placer de cambiar de tierras. Esta constante mutación forma sus delicias, y quisiera siempre marchar adelante: tan despierto está su espíritu y tan insaciable es su deseo de aprender. Todo le interesa, pues no ignora que todo espectáculo encierra en sí una enseñanza para quien de él sabe extraerla; por eso no se deja escapar nada y todo lo considera con la imparcialidad más invariable. Préstase de buen grado a las costumbres del país que atraviesa, a fin de mejor penetrar la manera de ser de sus habitantes. Lo que más le llama la atención, y lo que anota de preferencia son los rasgos particulares, las cosas menudas, los incidentes insignificantes de la vida diaria. Todo lo penetra a la carrera, tanto su espíritu se halla con el análisis familiarizado. Este Diario de viaje es el álbum de un artista en marcha; en él se encuentran todos los croquis y todos los bosquejos incoherentes tomados y anotados al acaso, cuándo y cómo se presentan.»

De la Lorena y la Alsacia encaminose hacia Suiza, y luego atravesó Baviera para descender de nuevo al Tirol. El itinerario fue caprichoso, y por fin, descontento de no haber visto el Danubio ni otros muchos lugares que se había prometido visitar, tocó la tierra italiana internándose por Trento y Venecia, dirigiéndose hacia Roma y los baños de la Villa, que eran el término de sus andanzas, armonizando así con el interés de su instrucción los cuidados que su salud endeble exigía. Toda la grandeza y majestad de las ruinas romanas sentidas están en las páginas de este viaje, trazadas por una mano que desde la niñez acarició las obras maestras de poetas o historiadores, en la hermosa lengua en que fueron escritas.

Encontrándose en los baños de la Villa, el día 7 de septiembre de 1581 por la mañana, recibió de Burdeos la nueva de haber sido nombrado alcalde[9] de esta ciudad el 1.º de agosto precedente. Este honor vino a desconcertar sus proyectos de viajero y a contrariar todos su planes. De regreso a Roma el 1.º de octubre, encontró la carta en que los jurados de Burdeos le notificaban oficialmente, su elección y le rogaban cuanto antes el regreso. Mes y medio después se hallaba de vuelta en su castillo.

De buena gana se hubiera sustraído al honor que no buscaba y que de modo tan inesperado lo salía al encuentro, pero la intervención del rey de Francia Enrique III, que le manifestó su voluntad de ver al nuevo alcalde «cumplir el debido servicio del cargo que le pertenecía», no le consintió ya dudar un momento. Acostumbrado más a la meditación que al gobierno de los hombres, Montaigne, como varón prudente, hizo penetrar en sus administrados la idea de que no habían de esperar de él grandes cosas, y les rogó, además, que en el solicitar fueran comedidos. Por fortuna los espíritus en aquel entonces tendían más que a la revuelta al sosiego y a la conciliación, y los dos años de alcaldía transcurrieron sin incidente alguno y a la satisfacción de todos; de tal suerte que en 1.º de agosto de 1583, fecha en que expiraba el período de su mando, fue elevado nuevamente al mismo cargo.

Esta segunda etapa fue más agitada que la precedente. Los partidos comenzaron a mostrarse desapacibles y el rey de Navarra (después Enrique IV) a dar muestras palmarias de sus deseos, bien que eligiendo a Montaigne, como confidente le diese fe cabal de que sus intenciones no eran tumultuarias. El mismo príncipe le dispensó luego el honor de visitarle en su castillo mostrándole así el reconocimiento que por sus buenos oficios le guardaba, lo cual Montaigne consignó regocijado en sus Efemérides. Agravada por una parte la situación por la muerte del duque de Anjou que convirtió al rey de Navarra en heredero de la corona de Francia, y por otra con la Liga, que por entonces comenzó a revolverse contra un príncipe hugonote, al cual rechazaba prestar obediencia, Montaigne acertó a ser leal a su rey sin que por ello perdiera la buena voluntad del de Navarra.

Montaigne anhelaba que el último día de su mando fuera llegado, bien que se mantuviera a la altura del vigor que las circunstancias exigían, cuando una terrible epidemia vino a agravar la situación que las discordias civiles habían creado. Los bordaleses huían a bandadas sin que ningún remedio acertara a retenerlos en la ciudad Por aquellos días acababa la misión de Montaigne como gobernante, y precisamente se encontraba ausente de su ciudad en el momento del peligro. Esta circunstancia que no le echaron en cara sus contemporáneos, porque sin duda en ello no vieron motivo de censura, ha sido objeto de ataques y burlas de parte de algunos censores modernos. Sainte-Beuve, que fue maestro consumado en el arte de sacar todo el partido posible de las flaquezas de escritores vivos y muertos, sobre todo de los muertos, consagra a Montaigne funcionario público un artículo impregnado de ironía, por no haber afrontado serenamente las dificultades de su cargo hasta el último momento.[10] «¿Hubo alguien, se pregunta, que en su tiempo le recriminara por esta ausencia? No veo ninguno. Él mismo, ¿creyó conveniente justificarse en los Ensayos? Tampoco. A lo que se ve, pensó que no había ninguna necesidad de ello.» «En su conducta, añade el crítico con malicia casi pérfida, reconozco el Montaigne verdadero, tal como siempre me lo he representado; con todas sus cualidades de hombre razonable, moderado, prudente, lleno de filosofía y sabiduría integérrimas, a las cuales falta sólo cabalmente aquello que no es ya la filosofía ni la prudencia, lo que se llama la locura santa y el fuego del sacrificio generoso.»

Sainte-Beuve, a quien seguramente las generaciones venideras no colocarán al par de ningún glorioso caudillo, hizo mal en ensañarse así con un filósofo que nunca encomió su bravura y menos aún su heroicidad. «Escritores muy expertos en el valor ajeno, escribe el señor Bonnefon, han condenado el proceder de Montaigne. Si su conducta está exenta de heroísmo, por lo que a la hombría de bien toca, nada tiene por qué censurársela.»[11]

En medio de la calma de su retiro sorprendieron a Montaigne los sangrientos espectáculos de la guerra civil. Su casa estaba situada precisamente, en las inmediaciones del lugar donde los horrores no se daban tregua ni reposo. Guiena y Gascuña fueron el principal escenario de estas luchas, de las cuales nuestro autor dice «que llenaron de odios parricidas los esfuerzos fraternales». Para un hombre en cuyos actos todos presidía siempre la moderación más extremada era ésta una situación difícil, imposible de sostener, y la indiferencia y apartamiento del combate más imposibles todavía.

La interpretación torcida de algunos pasajes en que Montaigne habla directamente o alude a estas luchas entre hermanos, hizo creer a algunos que quien tan de cerca las veía hubiere preferido permanecer a ellas indiferente. Otros hubieran querido ver en Montaigne un héroe, o que como tal se hubiera mostrado, sin considerar que el heroísmo guerrero y la filosofía se avinieron bien rara vez. Sainte-Beuve, que en su vida no dejó ninguna huella de ardor bélico, se burla finamente del miedo de Montaigne, y para probarlo cita textos cuidadosamente escogidos.

Échase de ver, sin embargo, en los Ensayos que Montaigne hubiera querido sustraer su rincón de la tempestad, pero se engañó en sus predicciones cuando supuso que por no encontrarse su castillo fortificado tampoco había de ser asaltado, bien que el razonamiento que para de ello convencerse empleara pudiera inducirle a la tranquilidad: «La defensa, dice, atrae el ataque, y la desconfianza la ofensa. Yo debilité las intenciones de los soldados apartando de su empresa el riesgo de todo asomo de gloria militar, lo cual les sirve siempre de pretexto y excusa: aquello que se realiza valientemente se considera siempre como honroso cuando la justicia es muerta. Hágoles la conquista de mi casa cobarde y traidora; no está cerrada para nadie que a sus puertas llama, tiene por toda guarda un portero, conforme a la ceremonia y usanza antiguas, y cuyo cometido es menos el de prohibir la entrada que el de franquearla con amabilidad y buena gracia. Ni tengo más guarda ni centinela que la que los astros me procuran.»[12]

Y más adelante añade: «A la verdad, y no temo confesarlo, yo encendería fácilmente una candela a san Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja; seguiré al buen partido hasta la metralla, mas exclusivamente si así lo puedo: que Montaigne se abisme con la ruina pública, mas si de ello no hay necesidad ineludible, agradeceré a la fortuna que se salve, y cuanto mi deber me lo consiente empléolo en su conservación.»[13]

Quien así se expresa «no es un escéptico, ni menos un héroe».[14] Montaigne vio con resignación su hogar saqueado y su tranquilidad ausente con resignación también, sin sublevarse ni exaltarse, lo mismo que soportó todas las desdichas de la vida. Lo que entre otras cosas le apartó de ser caudillo, aunque realmente de otro modo tampoco acaso lo hubiera sido, fue la escasa fe que lo inspiraban sus adversarios, los que en provecho de la ventaja personal enarbolaban el estandarte de las cosas santas, aquellos a quienes en la lucha no guiaba el amor a su religión ni a su rey: «¿Cuántos, si los contáramos, encontraríamos entre los buenos? se pregunta. -Apenas el número suficiente para formar una compañía cabal de gente armada.»

Como hombre de su tiempo, se coloca abiertamente del lado del catolicismo y del monarca. Pero no por ello deja de tributar plena justicia a los talentos y virtudes de sus adversarios. Así en La Noue alaba la constante bondad, la dulzura de sus costumbres y la benignidad de su conciencia[15]; en Enrique de Navarra, la actividad y la bravura; en Teodoro de Bèze reconoce uno de los más grandes poetas de su tiempo, aunque semejante opinión escandalice al clérigo encargado en Roma de juzgar la doctrina de los Ensayos, llegando a ensalzar hasta los pamphlets de los hugonotes, «que proceden a veces de buenas manos, y que es gran lástima no ver ocupadas en mejor empleo».

Recogido en la biblioteca de su casa solariega, Montaigne empleose como siempre en sus meditaciones y lecturas. En esta época empezó el tercer libro de los Ensayos, más aleccionado todavía que en las precedentes por las enseñanzas de la existencia, y lo acabó de mediados de 1585 a los comienzos de 1588, haciendo además notables adiciones a los dos primeros libros y correcciones ligeras o casi insignificantes al texto ya existente.

Sus últimos años transcurrieron así, modificando constantemente sus escritos, más bien adicionando que suprimiendo; permitiéndose con el lector libertades mayores, en el tercer libro sobre todo, a lo cual le convidaba «la liberalidad de los años» y «el favor del público» ya ganado, que le empujaron a ser menos tímido y «más arrojado», aunque en realidad nada había detenido nunca su pluma, a lo menos en lo tocante a la expresión de las ideas generales.

Montaigne murió cristianamente, en el año 1592, el día 13 de septiembre, en su castillo, cumplidos los cincuenta y nueve de su edad. Esteban Pasquier, que había sido su amigo, refiere así su fin, aunque de él no fue testigo ocular: «Acabaron sus horas en su casa de Montaigne, donde se le arraigó una inflamación en la garganta de gravedad tan grande que permaneció tres días enteros sin poder hablar. Por lo cual se veía obligado a recurrir a su pluma para expresar sus voluntades; y como sintiera su fin acercarse, rogó a su mujer por medio de un corto escrito, que llamara a algunos gentilhombres, sus vecinos, a fin de despedirse de ellos. Presentes que fueron, ordenaron decir la misa en la cámara, y como el sacerdote llegara a la elevación del Corpus Domini, este pobre hidalgo se lanzó lo menos mal que pudo sobre su lecho, como a cuerpo perdido, con las manos juntas, y hallándose en este último acto de fe rindió a Dios su espíritu, que fue un hermoso espejo del interior de su alma. Dejó dos hijas: una que nació de su matrimonio, heredera de todos y de cada uno de sus bienes, que está casada en buena casa; la otra, su hija adoptiva, fue la heredera de sus estudios... Ésta es la señorita de Jars[16], que pertenece a muchas grandes y nobles familias de París, la cual no se propuso jamás tener otro marido que su honor, enriquecido con la lectura de los buenos libros, y sobre todos los otros la de los Ensayos del señor de Montaigne.»[17]

A la derecha del vestíbulo de la Universidad de Burdeos, se ve hoy su sepulcro. Es un monumento de piedra del más puro Renacimiento, con inscripciones de mármol: tendida sobre la tumba está la estatua de Montaigne, ceñido con su cota de malla, la cabeza junto al casco guerrero, los brazales a un lado y un libro a sus pies. Sobre la tumba hay grabadas dos inscripciones, griega la una y latina la otra. La primera es más altisonante que la segunda, cuya traducción es la siguiente:

A Miguel de Montaigne, perigordano, hijo de Pedro, nieto de Grimond Remond, Caballero de la orden de San Miguel, ciudadano romano[18], exalcalde de Burdeos. Hombre nacido para gloria de la naturaleza, cuya dulzura de costumbres, fineza de espíritu, facilidad, de elocución y puntualidad en el juzgar fueron consideradas como por cima de la humana condición; que tuvo por amigos a los soberanos más ilustres, a los más grandes señores de Francia, y hasta a los caudillos del partido extraviado, aunque él fuera de condición mediana; religioso observador de las leyes y de la religión de sus mayores, a las cuales jamás infirió la más leve ofensa; que gozó del favor popular, sin adulación ni injuria, de suerte que, habiendo hecho siempre propósito en sus discursos de una cordura fortificada contra los ataques del dolor, después de haber a las puertas de la muerte luchado con esfuerzo contra los ataques enemigos de una enfermedad implacable, nivelando, en fin, sus escritos con sus acciones, hizo con la gracia de Dios una hermosa pausa a una hermosa existencia. Vivió cincuenta y nueve años, siete meses y once días, y murió el 13 de septiembre del año 1592 de nuestra salvación.

Francisca de Lachassaigne, llorando la pérdida de este esposo fiel y constantemente amado, le erigió este monumento, prenda de su dolor.[19]

Bien que sea discutible el que sus acciones fueran siempre de par con sus escritos en todos los respectos, Montaigne, como san Agustín, pensaba que las pompas funerales «servían menos para tranquilidad de los muertos que para el consuelo de los vivos».[20]

Tampoco de la historia merecieron el dictado de grandes todos los monarcas, bajo cuyos reinados vivió el autor de los Ensayos[21]. Sólo a dos puede aplicárseles, a Francisco I y a Enrique IV, y eso que al primero le pesó demasiado la corona; pero es cosa sabida que aquel epíteto a nadie se escatimó nunca menos que a los soberanos, y menos que en lugar alguno en sepulcros o inscripciones.



Como en literatura es más frecuente y menos costoso proveerse de juicios ajenos que formarlos propios con la lectura de los autores de quienes se habla, vemos que las mismas ideas y los mismos pareceres se repiten sobre un escritor con monotonía desesperante, aunque a veces vayan diluidos con colores de frágil intensidad y en apariencia semejen nuevos. Esta mala costumbre de hablar de oídas, que no domina solamente en las gentes superficiales, perezosas de espíritu o de alcances cortos, es más generalmente seguida cuando se trata de los grandes espíritus de otras épocas, quienes parecen infundir cierto temor al formular juicio sobre ellos, tanto pesa sobre nosotros la aprobación de los siglos y la costumbre de verlos por otros grandes hombres ensalzados.

Así de Montaigne viénese de remotos tiempos, repitiendo la conocida frase de Pascal, que luego repitió La Bruyère y en que La Harpe y cien otros críticos posteriores se fundamentaron para decir que los Ensayos son del principio al fin una conversación con el lector, llegando a escribir algunos que el tono y el diapasón del hablar permanecen constantes, sin fijarse en que Montaigne diserta cuando le acomoda, perora, refiere anécdotas entresacadas de sus numerosas lecturas, que comprenden toda la antigüedad tal y como en su tiempo se comprendía, y se comprendía bien, y hasta se eleva a la elocuencia más suprema en el capítulo más famoso del libro II, en la Apología de Raimundo Sabunde.

Verdad es que pocos autores han escrito con naturalidad mayor y menos son todavía los que formularon verdades sobre el hombre y la sociedad con mayor sencillez ni con llaneza mayor. Por eso madame de Sevigné, que también escribió siempre sin asomo alguno de hinchazón, y por consiguiente tuvo cualidades sobradas para juzgar el espíritu de Montaigne, decía de el: «¡Cuán grande es su amabilidad y cuán exquisita su compañía! Es mi antiguo amigo, y a fuerza de serlo para mí es completamente nuevo. ¡Dios mío! ¡Cuán intenso es el buen sentido de que su libro está repleto!»

En la literatura francesa del siglo XVI y en toda la historia del espíritu francés descuellan los Ensayos como obra sin par y característica, de tal suerte que su autor ni tuvo antecesores ni tampoco descendientes; y puede asegurarse, además, que en el talento de Montaigne hay algo que se desvía del carácter general del espíritu de su nación, lo cual no es mucho aventurar recordando que Montaigne es un escritor aislado, y que en sus venas había sangre sajona[22] y española. La gracia y el buen sentido desbordantes en la obra de Rabelais y en los espíritus de otro temple que le precedieron en nada son comparables al carácter de los Ensayos.

Pocos escritores hubo jamás colocados en condiciones más adecuadas para dotar al mundo de una obra original y genial. Educado no sólo intelectual sino físicamente por un padre cuyos cuidados solícitos Montaigne ha transcrito a la posteridad en el celebro capítulo de la Educación; lanzado casi en plena adolescencia en la carrera del mundo y de los empleos públicos, que en toda época fueran más asequibles a la nobleza, y Montaigne era noble; frecuentador del trato de los reyes y de los grandes y por último viajero curioso, sólo se determinó a manejar la pluma cuando creyó conocer a los hombres, y los estudió para mejor conocerse y sondearse a sí mismo, haciendo a los treinta y nueve años propósito decidido de recogerse en su casa para poner por escrito las que el nombraba «sus fantasías».

Esta ocupación que nuestro autor llama secundaria, aun cuando al pie de la letra no debamos otorgarlo crédito, duró nueve años, con intermisiones largas y cortas, de 1571 a 1580. La primera edición de los Ensayos apareció, como queda dicho, en 1580, con escasas citas latinas y menos texto que la segunda de 1588, en que incluyó los tres libros tal y como hoy se leen. Modificando y aumentando sin cesar, y nunca omitiendo, Montaigne tuvo a la vista su obra casi hasta la hora de su muerte. Amor bien justificable a pesar del desdén que en algunos pasajes simula por sus escritos, y a pesar de que diga que escribió sólo para que los que en vida le conocieron mantuvieran más dilatado su recuerdo y más veraz.

Si examinarse es progresar, como escribe un crítico moderno, jamás en ninguna literatura hubo un espíritu comparable en progresos al de un hombre cuya vida no tuvo otro fin que el estudio de su propia alma; que no se inquiere de lo que le circunda sino para mejor profundizarse, y que hasta las afecciones y los goces, a que todos nos entregamos por instinto, los pesa, mide y tantea como un ingeniero cuando ejecuta el trazado de un plano, o como un químico cuando descompone un cuerpo. Envidiable facultad que pocos poseen y estos pocos menos aun tratan de perfeccionar ni de cultivar, y medio eficaz cual ninguno de ser en todo momento dueño de sus acciones, de gobernarlas y de gobernarse, y de alcanzar todo el supremo saber que al hombre es dado poseer. En vez de vivir la vida, la vida nos arrastra sin consentir que nos demos cuenta cabal de nuestros actos en medio de su torbellino voraginoso.

Tal no fue el caso de Montaigne, quien sin embargo vivió en una época de guerras sangrientas, en que todos los espíritus andaban alborotados y locos[23], lo cual hace más admirable y más singular su espíritu, habiendo contribuido por otra parte a que se lo haya aplicado el dictado de egoísta. Un hombre así, en quien por añadidura se juntaba una dosis no pequeña de duda e indecisión permanentes, debía ser poco apto y menos inclinado al ejercicio de los públicos empleos, que jamás codició; y que sólo a viva fuerza aceptó por no desobedecer a su rey, a quien seguía sólo por aceptar lo establecido, como viviera en la convicción de que esto es lo menos malo y que aquello con que se lo sustituye empeora lo que antes había.

El autor de las Cartas persas califica de poeta a Montaigne[24]; éste no hubiera gustado gran cosa del dictado, aunque bien lo merece si con él Montesquieu quiso significar la plasticidad con que exterioriza hasta lo más recóndito de su alma, las imágenes que sin intervalo se suceden en su prosa, sea cual fuere el asunto de que hable (la amistad, la gloria, la muerte), sugeridas por todos los objetos del mundo material, que sin retroceder ante ninguna, se amontonan y avasallan en los Ensayos. Todo lo cual hace que Montaigne hable de las ideas cual si fueran objetos que se tocan y se ven, merced a la ejercitación en todos sentidos que de su estilo había practicado, como escribe Villemain[25].

Amamantado desde niño en los escritos de la antigüedad, familiarizado con la lengua latina antes que con la propia, hasta el extremo de ser adversario temible de los humanistas más afamados, quienes temían conversar con él en esa lengua, en su libro se encuentra la quinta esencia del saber de griegos y romanos, viviente y metamorfoseado, acomodado al hombre de todas las épocas y de todos los tiempos, fiel retrato y reflejo palpitante de las humanas fortalezas y flaquezas. Los adversarios de Montaigne en el siglo XVII, que para rebajar su mérito dijeron que sin los antiguos nada quedaba que valiera la pena en los Ensayos, no pudieron imaginar herejía mayor. Invítese al hombre más conocedor de la antigüedad clásica a que escriba el capítulo más endeble de los Ensayos, al hombre mejor provisto y amueblado de todo el saber de las civilizaciones griega y romana, y de seguro que no alcanzará de cerca ni de le os a imaginar nada comparable.

Sin duda que Séneca y Plutarco[26], los autores que con mayor asiduidad se ven citados por Montaigne, son los que más honda huella ejercieron en su espíritu; así lo declara él mismo en el capítulo de La Educación, y más que ningunos otros aparecen comentados en sus páginas. Del griego se confiesa ignorante y declara que no gusta leerlo porque no lo comprende sino a medias; por eso se sirve de la traducción de Amyot, que fue como clásica y aun como obra original considerada en Francia, a lo que sin dada contribuyó Montaigne con su maravillosa pluma, consagrándola muchos elogios en los Ensayos[27].

Montaigne detestaba el pedantismo, del cual sin duda tuvo ocasión de conocer ejemplares vivientes en la sociedad de su tiempo; las páginas que le consagra, trazando de él un paralelo con la verdadera filosofía, son de la mayor eficacia para apartar a todo espíritu de ese mal contaminoso, dolencia de todas las épocas. Los iracundos filósofos de Port-Royal le colgaron también ese mote odioso, a nadie peor aplicado sin duda, por el cúmulo de citas en que su obra abunda, sin tener en cuenta que era costumbre de la época el que todo autor apoyara sus dichos con sentencias antiguas. Además hay muchas maneras de citar, y la que más se aleja de lo pedantesco es la en Montaigne habitual, el cual corrobora y afianza sus personales experiencias con versos de Homero y de Virgilio, o con frases de Tácito y Julio César, para realzarlas e imprimirlas en la mente del lector sin pretender aparecer erudito ni docto, sino penetrando todo el alcance de lo que siente y analiza.

Entre tantos libros vigorosos como el siglo XVI produjo en Francia ninguno hay tan vivo y constantemente moderno como los Ensayos. Sin el lenguaje que ha envejecido a trechos[28], creeríase leer a un gran escritor de nuestros días, de los más profundos y relevantes. Todas las ideas que constantemente preocupan a las sociedades en general y al hombre en particular, Montaigne las anatomiza y las vivifica, mostrándolas unas veces con lapidaria concisión, dibujándolas otras, juzgando lo permanente en el hombre de otras épocas y en el de la suya, protestando con tonos amargos contra la corrupción de su tiempo[29] (lo cual nos le muestra menos egoísta de lo que él mismo se creía), admirando cuanto de grande nos transmitió la cultura antigua, penetrando en fin hasta los menores resquicios de las conciencias más famosas con mirada certera y clarividente.

Los que en presencia de las ideas modernas juzgan sus ideas encuentran en él graves reparos, como las censuras que propina a las que en su tiempo movidos por deseos honrados trataban de cambiar el orden de cosas establecido; su amistad con príncipes y caudillos poco humanos y enemigos del pueblo, y el egoísmo que ven del principio al fin de su obra, el cual en realidad es más aparente que real, pues aun cuando fuera, según se nos muestra, casi incapaz de sacrificios, la bondad de su alma se ve y se toca en muchas elocuentes páginas en que condena los tormentos[30] no abusa de su poder de gran señor contra los humildes, enaltece el amor filial, como enemigo del rigor con las criaturas, predica la afección para con los animales y hasta para con las plantas[31].

«Espíritu ondeante y diverso», su pluma traduce en audaces imágenes cuantas ideas cruzan por su mente sin cuidarse poco ni mucho de lo que prometiera en el título del capítulo que escribe, prescindiendo espontáneamente unas veces y de intento otros de todo orden pedagógico y didáctico, y llevando al lector de sorpresa en sorpresa. Por eso dijo Guez de Balzac de los Ensayos que su autor, bien que supiera lo que decía, no sabía a punto fijo lo que iba a decir. Juicio, aunque exacto a veces, sólo a medias razonable.

Aun después de leídos y estudiados los escritos de los filósofos antiguos sobre el amor, la amistad, la gloria, el heroísmo, la tristeza, la muerte y en general cuantas pasiones al hombre avasallan, encuéntrase en Montaigne la novedad y la frescura con que sabe revestirlas, pues bien que conociera cuanto los demás antes de su época habían ya dicho, como habla de las cosas según el influjo que producen en su espíritu, sin que nada le intimide para consignar hasta lo monstruoso a juicio de los demás y aun al suyo propio, necesariamente nos presenta siempre algo nuevo, por antiguo que sea el tema elegido.

En el capítulo De la Amistad, Montaigne transpone las alturas a que tocaron Cicerón y Aristóteles, y glorifica la que a Laboëtie profesó, el cual le debe mucha parte de su gloria literaria. Sólo un espíritu generoso pudo concebir, sentir e idear tal alteza en el amor al amigo y colocarlo por cima de cuantos otros sentimientos el hombre es capaz de engendrar y alimentar, incluso el de la atracción de los sexos.

Únicamente las ideas que, penetrando en la mente, en ella sufran luego una estación laboriosa y dilatada, nos pertenecen por entero. Así recomendaba Montaigne a los maestros que educaran a sus discípulos, y así son cuantas lecciones en los Ensayos se encierran. Enemigo de ese otro saber que sólo de los labios surge y que forma el caudal único de los pedantes, saber inútil que a nada puede aplicarse, ni a la vida colectiva ni a la individual, Montaigne lo considera como moneda inútil y dañosa, que pasa de mano en mano, produciendo en el espíritu, que no ejercita, hábitos de desidia y de embrutecimiento, y lo mismo a quienes se lo suministra.

Montaigne expone un sistema casi completo de educación, o por mejor decir, las grandes líneas de conducta a que debe someterse a un joven de la nobleza, recriminando los principios opuestos a la naturaleza que en su época estaban en boga y que sólo a formar pedantes servían, extrayendo la esencia de las máximas más luminosas de la filosofía, inculcando la dulzura en los maestros y hablando largamente de los medios que con él se practicaron para educarle. Menos amplio que el de Rabelais en sus planes, al cual informa el espíritu exagerado de una obra en que todo se aumenta y centuplica, el de Montaigne es más práctico, olvidándose sólo de los principios religiosos que Rabelais señala, bien que nuestro filósofo diga «que hablará nada más que de lo que entiende», lo cual justifica algún tanto el olvido.

Ningún pedagogo ha dejado de inspirarse en los principios que Montaigne expuso, tan sólidos y fundamentales son todos ellos. El capítulo II del Emilio, en que Rousseau trata de la educación de su héroe, no es más que la aplicación de lo que Montaigne había expuesto dos siglos antes[32]. Para éste es la vida la ciencia suprema por cima de la cual ninguna sobresale; quiere que desde los comienzos vayan a ella encaminados los principios del maestro y se revela contra la costumbre perniciosa de embutir conocimientos vanos[33], con lo cual resulta que «se nos enseña a vivir cuando la vida ya pasó». Quiere que su discípulo sea fuerte de ánimo y de cuerpo; que su resistencia se ponga a prueba ante el frío y el calor, y ante el vicio y la virtud; que ésta la practique como tal y no deje de cometer aquél por flojedad y menos porque lo desconozca. Es esta, sin duda, una disciplina a que no todas las naturalezas puedan someterse y que excluye a las endebles. Mas es lo cierto que según ella se ponen en juego todas las fuerzas del hombre para colocarle en disposición de emprender el penoso viaje de la existencia, que no es llano ni está sembrado de flores, como Jenofonte recomendaba a los jinetes el marchar por las sendas más escabrosas y quebradas.

Reniega de la violencia en el enseñar y recomienda la dulzura como la más excelente consejera del maestro sin que por ello pueda de blando calificarse su sistema, sino más bien de humano y excelente. Sus doctrinas se dirigen a un joven noble, pero todas son aplicables a los plebeyos, pues la aristocracia de los espíritus ha existido siempre sin la del linaje, y quiere que se considere a los hijos no conforme a los merecimientos de sus padres, sino con arreglo a los suyos propios, principio en que resplandece la justicia, ajena a toda suerte de privilegios.

El estudio de las lenguas, los viajes, la manera de hacerlos y el tiempo en que deben practicarse; cómo el discípulo puede sin tensión de espíritu sacar provecho de cuanto le circunda; de qué modo el maestro ha de estudiar las cualidades del mismo para deducir de ellas la pedagogía a cada uno aplicable, todo se encuentra tratado en ese capítulo por modo amplio y luminoso, en estilo amable, regocijado y consistente. El discípulo posee en su propio espíritu, merced a una dirección hábil, recursos bastantes para descubrir las relaciones de los objetos y las lecciones de las lecturas[34], dejando amplio lugar a su discernimiento sin consentir que la memoria lo atropelle ni lo atrofie, como generalmente acontece, lo cual da lugar a que la razón se estanque o se abastarde debiendo ser lo primero que tenía que ejercitarse y cultivarse.

Montaigne comprendió que el estudio del latín y el del griego son dos hermosos ornamentos, pero que «nos cuestan demasiado caros», y explica el medio que con él se empleó para que sin gran esfuerzo concluyera por saber el primero desde la edad de seis años. Después de todo es la manera más práctica de afrontar esta parte difícil de la educación, que muchos quieren ahora suprimir para alivio de los «pálidos y hueros bachilleres» como irrespetuosamente dijo no ha mucho un adversario de esta enseñanza, que quizás exageradamente la considera como innecesaria y perjudicial para la vida moderna.

Este capítulo forma el complemento del anterior, en que Montaigne reniega elocuentemente, del pedantismo y de los pedantes: la ciencia debe ser amable y grata, las palabras con que se exprese llanas y desprovistas de todo aparato, mejores cuanto más vulgares: «¡Pluguiera a Dios, dice, que a mí me bastaran las que se emplean en los mercados de París!» «La elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas, las perjudica y las daña.» «Aristófanes el gramático reprendía desacertadamente en Epicuro la sencillez de las palabras.» «Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina.» «Las máximas de la filosofía alegran y regocijan a los que de ellas tratan, muy lejos de ponerlos graves ni de contristarlos.»

Entre todos los pedagogos y reformistas del siglo XVI (ninguna de estas palabras fueron nunca de su agrado), es Montaigne quien dejó sentadas reglas más fundamentales, duraderas y humanas. Y eso que la calidad de aquéllos no puede ser más eximia. Erasmo, Sadolet, Rabelais, Lutero, nuestro Luis Vives, Ramus, Charron y Saliat encaminaron sus esfuerzos al mejoramiento de la educación de los jóvenes, la cual encontraron en un estado lamentable, esterilizada y agostada por la más ruin y rutinaria de las escolásticas.

Montaigne quiso que lo que se estudiaba se aprendiera fácilmente, y que luego de sabido sirviera para algo; detestaba la ciencia inútil como Rabelais fustigaba la ciencia sin conciencia: «Las abejas, dice, extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana; así las nociones tomadas a otro, las transformará y modificará nuestro discípulo para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, edificando de este modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo del maestro para con el discípulo no deben ir encaminados a distinta mira que a la formación de éste.»

El comercio de los hombres considéralo «como medio maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, como igualmente la visita de países extranjeros, y no para aprender en ellos cosas baladíes, sino para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás: para conocer el espíritu y las costumbres de los países que se recorren».

«Preguntado Sócrates por su patria, no respondió soy de Atenas, sino soy del mundo.»

«El universo entero, añade, es el espejo en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen, para no imitar al cura de un lugar, quien cuando las viñas allí se helaban aseguraba que la causa del mal era un 'castigo del cielo' que el Señor enviaba al número humano, y creía que la sed ahogaba ya hasta a los caníbales.»

Los que en Montaigne ven un egoísta bien acomodado con las ideas todas de su tiempo, contra las cuales no se rebeló por no trastornar su tranquilidad magnífica, harán bien en meditar este capítulo de la Educación que vale tanto como los iracundos escritos de los protestantes de su época, y fue y es hoy todavía, y seguirá siéndolo, de consecuencias más fecundas, provechosas y pacíficas. Su filosofía concuerda de todo en todo con los principios de santo Tomás, según el cual «la vida de un ser es tanto más perfecta cuanto con mayor plenitud es capaz de obrar sobre sí mismo».

Como crítico literario y humanista, las opiniones de Montaigne en el capítulo De los Libros y en muchos pasajes de los Ensayos, son hoy de igual valor que el día en que se escribieron. Lo mismo los poetas e historiadores latinos, que los cronistas, historiadores y poetas de su época o próximos a ella, están juzgados con el criterio más amplio y el gusto más consumado. Las bellezas de Ronsard que Boileau menospreciaba, como menospreció el siglo siguiente, Montaigne supo apreciarlas en lo que valían, y los críticos de espíritu más abierto han llegado a las conclusiones a que Montaigne llegó después de tres siglos transcurridos.

Teodoro Mommsen no censuró con penetración mayor a Cicerón en su Historia de Roma cuando le llama de una manera algo indelicada estilista de profesión, autor de emplastos, naturaleza de periodista, en el sentido más detestable de la expresión, charlatán de marca y pobre de ideas, que Montaigne cuando escribe sobre el orador romano, a quien como tal admiraba, sin desviarse de los tonos corteses propios del gentil hombre y haciendo ver en qué fundamentó su idea:

Su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquiera otra que se la asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso, queda ahogado por aprestos tan dilatados... Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia ni mi saber, tales procedimientos lógicos y aristotélicos son inadecuados; yo quiero que se entre desde luego en materia, sin rodeos ni circunloquios... Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen desde luego sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo del discurso. Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella, a los niños y al vulgo, ante quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto[35].

Entre todos los autores Montaigne coloca en el lugar más meritorio a los historiadores y a los filósofos, y de entrambos, prefiere a los primeros, «que son su fuerte por ser gratos y de lectura fácil, y por encontrarse en ellos la pintura del hombre cuyo conocimiento busca siempre». Prefiere los sencillos a los maestros en el arte, «como Froissard, que compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, de suerte que en sus Crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga». Los maestros en el género «tienen la habilidad de escoger lo que es digno da ser sabido; aciertan al elegir entre dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes deducen máximas atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y al acomodar nuestras ideas a las suyas, todo lo cual, la verdad sea dicha, está al alcance de bien pocos. Los historiadores medianos que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan».

No gusta de los «ditirambos petrarquistas y españoles». Entre los autores de mero entrenimiento prefiere a Boccaccio, El Heptameron y Rabelais; el buen Ovidio y Ariosto[36] placiéronle en los primeros años. Los Amadises, aun siendo niño, le enojaron. Los poetas latinos gustolos por este orden: Marcial, Manilio, Horacio y Virgilio. Las Geórgicas y el libro V de la Eneida son para él la obra maestra del último; en el capítulo De los hombres más relevantes[37] hace de Homero un elogio tan hermoso que acaso no haya sido nunca superado; lee a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se experimentan en las obras humanas[38], e hizo el conocimiento de Tácito ya en la edad madura y lo «leyó de un tirón».[39]

Al combatir, sentar o juzgar el escepticismo de Montaigne, que no lo es sino a medias, -Sainte Beuve dijo que había imaginado un estudio sobre, su Dogmatismo, -generalmente se han empleado razones inadmisibles. Montaigne no es un escéptico, puesto que alberga creencias arraigadas hasta sobre las cosas en que más difícil es llegar a tenerlas. Niega sólo la omnipotencia de la razón humana, y sostiene que ésta tiene un límite, traspuesto el cual no puede ya andar un paso sin dar en tierra, en todo lo cual nadie habrá jamás que con razones valederas y definitivas pueda contradecirle. Montaigne no cree en las consecuencias a que el ejercicio de la razón nos lleva, «puesto que a cada razonamiento puede oponerse otro contrario de igual solidez que el refutado» y entiende como los que con Molière en el siglo XVII y en tiempos posteriores pensaban que en casi todas nuestras discusiones, como en casi todos nuestros sistemas, «el razonamiento aniquiló la razón».[40]

Porque Montaigne tuviera de nuestro valer una idea pobre y raquítica, no era pesimista, o al menos bien hallado se encontraba con la existencia, que creía digna de ser conservada, vivida y dilatada. En los destinos futuros del hombre y de la humanidad sobre la tierra no pensó gran cosa, porque menos que de todo alardeaba de profeta a plazos breves o cortos, como después estuvo en moda. Menos que nadie creyó que la humanidad no saliera nunca del estado en que la encontró en su época en punto a gobierno y costumbres, aun cuando algunos escritores, que quisieran verlo demócrata, protestante y hasta socialista, así lo creyeran, y le repongan «resueltamente con la opulenta filosofía moderna en la mano y su infinita variedad de tonos y de acentos, que el hombre irá mejorándose y desarrollándose, tendiendo sucesivamente a la perfección».[41]

Para combatir el orgullo de la razón humana, en la Apología llega Montaigne a sobreponer en superioridad el instinto do los animales a la inteligencia del hombre. Tal y como el razonamiento está llevado, es irrefutable, mas no hay que deducir de, él ni creer infundadamente que Montaigne nos creyera inferiores o más torpes que los gorriones, las hormigas, las hurracas, los monos, los perros y los elefantes, de quienes enaltece las certezas aplicaciones del instinto para la vida. Analizando así, de una manera fragmentaria, por los principios esparcidos aquí y allá en los Ensayos, perdiendo de vista el conjunto, demostraríase fácilmente que Montaigne dijo y probó los mayores absurdos, cuando en realidad se eleva en todas las cosas sobre que discurre, y más todavía sobre las más elevadas, al pináculo de la sensatez más lúcida.



Ésta es la vez primera que los Ensayos salen a luz en castellano[42]:

En su traducción he puesto toda la buena voluntad y atención de que es digno un autor de tal magnitud, y muy satisfecho me consideraré si acerté a reflejar fielmente en nuestra lengua las movibles ideas de un espíritu tan profundo y escrutador. Interpretar y exteriorizar en otra lengua la viveza y el tono de un gran prosista; trasladar a ella, en el caso presente, todas las imágenes de que el libro de Montaigne está sembrado, es cosa casi imposible. Para conseguirlo sería necesario sentir y pensar con la misma intensidad que el autor que se interpreta, cosa de que ningún traductor podrá jamás vanagloriarse[43].

Por lo que toca a la fidelidad, aquí se encontrará puntualmente transcrito en castellano el texto íntegro de la edición más completa de los Ensayos, que es la publicada por J.-V. Leclerc en 1896, de que se habla en la advertencia que se leerá más adelante. La moda de las versiones elegantes, pero liberticidas, en que el traductor aderezaba a su albedrío al autor que caía en sus manos, pasó hace tiempo felizmente. Tanto como el decoro del castellano lo consiente, he seguido, sin desviarme la letra del texto a veces me he permitido forjar alguna palabra quizás no muy legítima, y muchas otras imprimir al estilo ciertos aires de arcaísmo que a mi entender no sientan mal en la versión de una obra del siglo XVI, aunque no por ello crea con algunos eruditos que nuestra manera actual de escribir el castellano, hablo de la buena, sea insuficiente para reflejar el espíritu de un autor por lejano que de nuestra época se encuentre. Todo depende de hallarse bien impregnado de él y de buscar a toda costa, una y cien veces, la expresión y el giro que aproximada o puntualmente puedan reflejarlo.

En este punto de la exactitud, mi respeto ha rayado en la superstición. Montaigne escribió que maldeciría desde su tumba a los que torcieran o adulteraran sus ideas por torpeza o mala fe, a sabiendas o por defecto de comprensión. Amaba mucho su libro, que fue su vida entera, y sus «fantasías», que pacientemente y con paternal cariño elaboró. Por eso no he retrocedido ante ningún concepto, expresión, ni punto de vista, por arriesgados, peligrosos, heterodoxos o libertinos (que de todo hay en los Ensayos), con que haya tropezado; más bien me hubiera considerado culpable de haber suprimido o modificado la expresión más mínima, por el respeto que todos debemos a los grandes hombres que nos legaron el espíritu de su época, y en este caso, además, por el sagrado obedecer que impone la voluntad de una memoria eximia.

La fortuna literaria de los Ensayos ha ido creciendo con el transcurso del tiempo[44]. El francés del siglo XVI, algo diferente del actual en la construcción gramatical y en el vocabulario, es causa de que Montaigne sea hoy más citado que, leído. Esta desemejanza del idioma sube de punto aquí porque en aquel entonces el habla francesa no se había fijado todavía, y además porque los escritores de genio se permiten con razón libertades mayores con el lenguaje de su época que los de iniciativa y talento secundarios.

Y es verdadera lástima que no sea más estudiado, pues aparte de que su lectura es insustituible, como caso único en las letras francesas, veríase que La Rochefoucault, Pascal, Molière, La Bruyère, Fenelon, Bossuet y Vauvenargues en muchos pasajes de sus obras se inspiraron de cerca en él. Una parle del talento de Pascal[45], sin duda la más fundamental y duradera, tuvo su origen indudable en la Apología de Raimundo Sabunde[46]. El autor de las Provinciales transcribía al componer, quizás sin darse cuenta de ello, las ideas mismas de Montaigne formuladas en idénticas palabras, de lo cual pueden verse muchos ejemplos leyendo despacio ambos libros[47]. El moralista Charron, autor del libro De la Sagesse, que en su época fue llamado divino sin causa justificada, calca los Ensayos del principio al fin en esa obra, despojándolos de paso de toda su originalidad y frescura.

Malebranche y los solitarios de Port-Royal en el siglo XVII se mostraron contra Montaigne injustos e iracundos[48], porque, como decía Pascal, «la piedad cristiana aniquila el yo humano, y la civilidad lo esconde y lo suprime». «Sin embargo, escribe Saint-Evremond, esos autores le leyeron, y constantemente seguirá leyéndose: el hablar abierta y francamente de sí mismo no es quizá defecto mayor que el hacer propósito deliberado de no hablar nunca, ni siquiera cuando a ello obliga el asunto de que se trata, o la manera cómo se trata.»[49]

Muchos escritores se han esforzado en aclarar y explicar el texto de los Ensayos. Entre éstos merece Coste[50] un lugar de los más honoríficos, y sin exageración puede asegurarse que sobre sus huellas han caminado todos los que lo siguieron en la tarea, apropiándose muchas veces sus interpretaciones sin citar su nombre. Leclerc consigna en el prólogo citado el reconocimiento que le deben todos los amantes y admiradores de Montaigne.

Como se verá, en esta traducción las notas son contadas. Yo creo que el texto no tenía necesidad de mayor número para ser exactamente comprendido, y que las personas que habrán de leer a Montaigne en castellano tampoco habían menester de más. Cualquier libro o diccionario de los muchos existentes sobre Antigüedades griegas y romanas me hubiera suministrado buena cosecha de ellas, o bien el popular Viaje del joven Anacarsis simplemente. Todas las he considerado como inútiles, o por lo menos como innecesarias.

Otra clase de apostillas reciben todavía crédito de los traductores de obras clásicas: las advertencias admirativas y encomiásticas en que se anuncia al lector cómo, cuándo y dónde deben ir derechos su entusiasmo o aprobación. Estas advertencias son aun más inútiles que las otras y más insoportables también; cada uno ensalza y se huelga con lo que puede y comprende sin necesidad de que nadie se lo advierte de antemano.

Los Comentarios históricos y críticos sobre los Ensayos[51], del abogado Servan, de los cuales Leclerc sacó algunas notas para su edición, y cuyo fin principales explicarlo que no necesita explicación o aclarar lo que no es oscuro, y también poner las cosas en su lugar cuando estaban ya en el que mejor las pertenecía, intentando rectificar algunas ideas con argumentos poco satisfactorios y menos aún convincentes, se recomiendan sólo por la buena fe que su autor puso al escribirlos. Igual juicio deben merecer los editores que dan a luz los Ensayos interpretando la doctrina de ellos desde el punto de vista católico o protestante, librepensador o ateo, como hizo Naigeon, el amigo de Diderot, o el mono, según otros lo nombraban, a principios del siglo actual; bien que a éstos últimos no siempre acompañe toda la buena fe que debe, presidir en un libro cuyo preliminar hace de ella profesión expresa.

Algunos escritores que estudiaron a Montaigne ligeramente, se entretuvieron en encontrar en él contradicciones, tarea harto fácil puesto que las suministra copiosas, francas y abiertas, pero siempre en armonía con su espíritu y su manera de analizarse y de analizar a los demás. Por eso escribió, y no una sino muchas veces y en diferentes lugares su libro: «Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma en algún modo, conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; mentiroso, veraz; sabio, ignorante; liberal, avaro y pródigo: todas estas cualidades, las veo en mí sucesivamente, según la dirección a que me inclino. Quien se estudie atentamente encontrará en su juicio igual volubilidad y discordancia. Yo no puedo formular ninguno sobre mí que sea concluyente, sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla: Distingo es el término más universal de mi lógica.»[52]

Y en otra parte[53]: «Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es, imposible ver dos opiniones idénticamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en un mismo hombre a distintas horas.»

Recientemente hubo un hombre en Francia cuya vida toda fue casi exclusivamente a Montaigne y a sus obras consagrada, el doctor Payen. Su nombre debe figurar junto con el de Coste para todos los admiradores de los Ensayos. El doctor Payen se propuso dar a luz una edición definitiva de todos los escritos del filósofo, y murió sin ver sus deseos realizados. El catálogo de sus colecciones, publicado en 1877 por el bibliotecario M. Gabriel Richou[54], comprende la serie completa de todas las colecciones de Montaine, en junto 413 números, de los cuales 136 son impresiones diferentes de los Ensayos; una colección de las traducciones de Montaigne en alemán, inglés, holandés o italiano; otra de treinta y siete obras que pertenecieron a Montaigne, casi todas por el firmadas y algunas anotadas[55]; escritos de parientes, amigos y contemporáneos de Montaigne; obras manuscritas o impresas del doctor Payen relativas a Montaigne; una serie de obras que se refieren especial o inciden talmente a Montaigne, a sus parientes o a sus amigos, la cual comprende multitud de artículos de periódicos y revistas, hoy difíciles de abordar en las publicaciones donde salieron; un glosario manuscrito de Montaigne y muchas cartas particulares dirigidas al doctor Payen, relativas a él. Esta preciosa colección se guarda hoy en la Biblioteca Nacional de París.

Sainte-Beuve, aparte de las nimiedades citadas, es el escritor moderno que con mayor profundidad, originalidad y discernimiento filosófico ha estudiado y comprendido el genio de Montaigne en su Historia de Port-Royal[56] y en las Causeries du lundi[57]. A pesar de toda la penetración de este crítico insigne, a quien poco ha un individuo de la Academia francesa llamaba, acaso con razón cabal, «el primer literato del siglo» quedan de Montaigne muchos rincones por estudiar, explorar y sacar a luz, y el autor de los Ensayos merece que un gran espíritu se ocupe de este trabajo por tratarse de uno de los más originales, profundos y grandes entre todos los filósofos habidos. El cardenal del Perron llamaba al libro de Montaigne «el breviario de las gentes honradas». Otro prelado, Huet, obispo do Avranches[58], que no trató en buenos términos este breviario, decía que en su época apenas se encontraba un gentilhombre entre los que vivían lejos de París «que para distinguirse de los vulgares cazadores de liebres no tuviera un Montaigne sobre la chimenea de su casa». Un crítico inglés escribe de los Ensayos: «Abridlos por cualquier capítulo, y desde las primeras palabras os encontraréis orientados. Este es uno de esos libros que comienzan en cada página, y cuya lectura puede suspenderse sin dejar señal alguna donde la hayáis interrumpido. Podéis recorrer repetidas veces el mismo pasaje sin que fundadamente os sea dable decir que lo habéis leído. Montaigne nos conduce sin que sepamos dónde nos lleva; emprende su marcha sin que adivinemos siquiera el lugar hacia el cual va a encaminarnos. Permanecemos con él imposibilitados de ascender o descender por el análisis o la síntesis; y como tras sí no deja huella ninguna, puede pasarse la vista diez veces por la misma página, sin encontrar nada que deje de parecernos nuevo o inesperado, hasta que por fin llegamos a aprenderla de memoria. Hay gentes que no leyeron nunca otro autor que Montaigne y que lo leen constantemente.»[59]

Los hombres austeros del siglo XVII censuraron más que todo en los Ensayos el lado puramente humano y flaco de la personalidad de Montaigne, o más bien la maravillosa pluma con que éste lo describe y el pincel mágico con que lo retrata. Malebranche, sobre todo, llevó su crítica casi a la animosidad y al odio en su libro de la Investigación de la verdad[60].

Y bien mirado, dicho sea con la veneración que tan respetables varones deben merecer, hacemos mal en rebelarnos contra esas materialidades y menudencias, que a pesar nuestro constituyen una parte esencial de nuestra naturaleza, la cual somos inhábiles o incapaces de desechar, so pena de convertirnos en espíritus puros, esfuerzo que somos más incapaces todavía de realizar.

Montaigne también lo sintió así cuando escribió «que pretender hacer el puñado más grande que el puño; la brazada mayor que los brazos, y esperar dar una zancada mayor de lo que la longitud de nuestras piernas consienten es imposible y monstruoso. El hombre se elevará si milagrosamente Dios le tiende sus manos, renunciando y abandonando sus propios medios, dejándose alzar y realzar por los que son puramente celestes.»[61]

Joubert, paisano de Montaigne, cuya brillante pluma traducía las ideas en delicadas imágenes, decía hablando de su persona y de sus escritos: «Yo no soy más que un tronco sonoro, pero quien a mi sombra se sienta, y me escucha, se enriquece en prudencia y cordura. «Los Ensayos podrían compararse a una selva armoniosa de corpulentos y frondosos árboles a cuya benéfica sombra se extienden toda la cordura y toda la prudencia humanas. Quien con provecho acierte a meditarlos penetrará la esencia de la sabiduría verdadera.»[62]

Mejor aquí que en parte alguna se cumple lo que reza aquel verso que refiriéndose a otros libros escribió un poeta:

C'est avoir profité que de savoir s'y plaire.

Y al dejar al lector entregado al coloquio grato y sustancioso que le procurarán las siguientes páginas, la veneración y el respeto con que las transcribí me hace pensar que acaso hubiera sido necesario para reflejar cumplidamente las ideas que revisten disfrutar la calma de que su autor gozó al componerlas[63]. Pero este inconveniente era más insuperable para mí que todos los otros, y sin duda me habrá hecho incurrir en tropiezos que quizás Montaigne me perdonaría, y que mayormente el lector debe perdonarme.

Y si acaso me extralimité en el elogio de los Ensayos, sirva a explicar este exceso la simpatía y el amor que me inspiraron[64] más de tres años de su continuo comercio y meditación, durante los cuales con nada tropecé que me pareciera insignificante o mediano; antes bien fui sucesivamente, encontrando, a medida que más en ellos me interné, nuevas cosas que alabar y admirar.

¡Ojalá suceda lo mismo a los que, lean en castellano!

C. R. Y. S.


El texto de los Ensayos de Montaigne, frecuentemente adulterado, tenía necesidad de ser hoy convertido de nuevo, mediante una crítica severa, a su primitiva pureza a mi entender no hay sino dos fuentes auténticas de este texto: la edición publicada en 1595, tres años después de la muerte del autor, por la señorita de Gournay, su hija adoptiva, en presencia de un ejemplar corregido que ésta había recibido de la confianza de la familia, y la de 1802, hecha con otro ejemplar corregido que pasó del castillo de Montaigne a los Bernardos, de Burdeos, y más tarde a la biblioteca pública de esta ciudad, edición, aunque reciente, original en parte, cuyo texto es el mismo que Montaigne había publicado en 1588 con adiciones manuscritas del ejemplar de Burdeos y numerosos pasajes de la edición de 1595, que no figuran ni en la de 1588 ni en los suplementos manuscritos que han llegado a nosotros.

Éstos son, a lo que yo he podido inferir, los solos fundamentos del texto completo. De las dos ediciones publicadas por el autor mismo, una, la de 1580 (Burdeos, 2 vol. en 4.º menor), no contiene sino los dos primeros libros, menos extensos de lo que en el día son, y con escasas citas; otra, la de 1588 (París, 1 vol. en folio), quinta edición, aumentada con un tercer libro y seiscientas adiciones a los dos primeros, fue ampliada todavía por Montaigne con gran número de observaciones y citas, escritas al margen o en hojas sueltas, durante los cuatro últimos años de su vida. Todos estos aumentos no se conocieron hasta que se dio a luz la edición póstuma de 1595, encontrada dice el título, después de la muerte del autor, revisada y aumentada por él mismo con una tercera parte más de materiales que las precedentes impresiones.

Los que me censuren por no haber incluido entre las autoridades sobre que se funda el texto de Montaigne la edición de 1635, que la mayor parte de los literatos y bibliógrafos han proclamado la mejor de todas, ignoran o no recuerdan que la señorita de Gournay, que tuvo también a su cargo el publicarla, ejecutó en ella muchos cambios arbitrarios con el designio de rejuvenecer el estilo y de hacer la obra más fácil de ser leída. Hizo variantes a pesar suyo, y sin duda las debió mirar como una profanación y como un sacrilegio, pues mostró en toda ocasión un respeto tan religioso hasta por las palabras más insignificantes de su padre adoptivo (y por las suyas también) que a la cabeza de la colección de sus propias obras, publicada en 1626, lanzó en consecuencia este anatema contra el audaz que osara modificarlas: «Si este libro me sobrevive, prohíbo a toda persona, cualquiera que sea, añadir, suprimir in cambiar jamás ninguna cosa, ya en la dicción, ya en las ideas, bajo pena, a aquellos que lo intentaren, de ser considerados como detestables a los ojos de las gentes de honor, y como violadores de un sepulcro inocente... Las insolencias y hasta los acabamientos de reputaciones que yo veo todos los días practicarse en este siglo impertinente, me animan a lanzar esta imprecación.» Tan singular amenaza la repitió al fin de la segunda tirada de sus escritos, en 1634, y no obstante se apercibió desde entonces a modificar el texto de los Ensayos, la obra de su amigo, de su padre, por prestar obediencia a los libreros que a ello la habían obligado. En las últimas páginas de su prefacio de 1635 lo condesa, y es extraño que esto se haya hecho notar tan poco: la autora parece avergonzada de su condescendencia, trata de atenuar su falta cuanto la es dable, y remite al ejemplar viejo y auténtico, en folio (1595), a los que prefieran el verdadero texto, prohibiendo, aunque para ello careciera de autoridad, osadía semejante a los futuros editores: «Nadie después de mí tendrá derecho a poner aquí la mano con la intención que me animó, puesto que nadie podría emplear igual reverencia, como tampoco la aprobación del autor, ni celo igual al mío, ni acaso tan particular conocimiento del libro. ¡Precaución vana! ¡Cuántos editores han seguido el ejemplo que ella tuyo la desgracia de iniciar, queriendo hacer de Montaigne un escritor de sus siglos respectivos! Gracias a ellos, hubiera concluido por desaparecer por completo nuestro autor. Las mismas correcciones de la señorita de Gournay, aun cuando fuesen tan contadas como ella dice (lo cual no es exacto), aunque fueran más acertadas, serían siempre contrarias a la sana crítica. Así, la edición de, 1635, dedicada a Richelieu, el cual fundó la Academia el mismo año, y cuyo purismo no fue ajeno sin duda a la voluntad de los libreros, puede todavía interesar como monumento en cuanto a las modificaciones del lenguaje, mas, como texto original de los Ensayos, apenas si merece atención alguna.

Todas las demás impresiones han sido hechas o conforme, a la de Burdeos, 1580, como las tres que la siguieron (París, 1580; Burdeos, 1582; París, 1587); o conforme a la de París, de 1595 (Lyon, 1595; París, 1593, 1600 y 1608; Leyden, 1609; París, 1611; íd. 1617; Ruan, 1617); o sobre la de 1635, que ha sido constantemente reproducida (París, 1640 y 1652; Amsterdam, 1653, etc.), hasta la primera edición que publicó Pedro Coste. Este erudito, tan digno de reconocimiento por sus dilatados estudios sobra el texto y las citas de Montaigne, vio con razón que el ejemplar de 1635 no debía tomarse ciegamente por modelo; pero se conformó todavía mucho con él, a pesar de haber recurrido a los otros textos. La edición de Coste, publicada en Londres en 1724, mereció reimpresiones frecuentes: París, 1725; La Haya, 1727; Londres, 1739 y 1745; París, 1754; Londres, 1759, etc. Coste, para fijar el texto de su edición, careció de recursos nuevos y se sirvió de materiales ya conocidos.

No pueden, por consiguiente, citarse más que dos ediciones completas que sean enteramente originales, la de 1595 y la de 1802. ¿Cuál de éstas es preferible? Para mí, no cabe duda que la primera.

La señorita de Gournay la publicó a su regreso de Guinea, donde había ido a consolar a la viuda y a la hija de Montaigne, quienes la entregaron los Ensayos tal y como el autor los preparaba para imprimirlos de nuevo. «La señora de Montaigne, dice aquélla en su breve prefacio de 1598, me los entregó para que salieran a luz, enriquecidos con los últimos rasgos que trazara la mano de su esposo.» Otro ejemplar de la edición de 1581, cargado también de notas, quedó en poder de la familia de Montaigne y fue luego depositado en el convento de los Bernardos de Burdeos como arriba queda dicho.

Éste es el que se hizo célebre a principios de siglo, y el que Naigeon cotejó para la edición de 1802. Yo creo que es muy inferior al que la familia de Montaigne confió a la señorita de Gournay. Aparte de un número considerable de expresiones que Montaigne fortificó después y de páginas enteras que perfeccionó, su texto ofrece lagunas de dos clases: las hojas sueltas que incluían adiciones más extensas, y que estaban indicadas por una llamada, fueron separadas probablemente para unirlas al ejemplar preferido; a veces faltan frases importantes, trozos muy extensos de que no se advierte ninguna huella en las márgenes. Puede juzgarse lo defectuoso de este texto por este solo ejemplo que escojo entre una multitud de otros análogos, para que no se diga que la señorita de Gournay es la que hizo hablar así a Montaigne, libro II, capítulo VIII: «¡Oh amigo mío! ¿valgo yo más por conservar la memoria de nuestra comunicación, o valgo menos? En verdad valgo mucho más; su sentimiento me consuela y me honra: ¿no es juntamente un oficio piadoso y grato de mi vida el practicar este culto para siempre?»[66] ¿Hay placer alguno que equivalga a esta privación? «Bien se ve que es Montaigne el que así habla. El texto en que no aparecen estas líneas elocuentes no era, de fijo, el destinado a la impresión.

El ejemplar de Burdeos no es, sin embargo, por eso menos interesante para la crítica; pues la parte manuscrita nos da testimonio fiel de la ortografía que el autor empleó, y que la señorita de Gournay respetó bien poco, ni siquiera en la edición de 1595; de algunas correcciones acertadas y de algunas frases cortas que no fueron hechas ni incluidas en el otro ejemplar. Aprovechémoslas, pero no desfiguremos la obra de Montaigne por el placer de seguir a la letra un texto que Montaigne mismo había abandonado.

En la firma de las notas, la letra C. indica las de Coste; N., las de Naigeon, que fueron publicadas en la edición de 1802; E. J., las de Eloy Johanneau, que vieron la luz en 1818, y A. D., las de Amaury Duvai, que aparecieron en 1820.[67]

J. V. L.



Este es un libro de buena fe, lector. Desde el comienzo te advertirá que con el no persigo ningún fin trascendental, sino sólo privado y familiar; tampoco me propongo con mi obra prestarte ningún servicio, ni con ella trabajo para mi gloria, que mis fuerzas no alcanzan al logro de tal designio. Lo consagro a la comodidad particular de mis parientes y amigos para que, cuando yo muera (lo que acontecerá pronto), puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que de mí tuvieron. Si mi objetivo hubiera sido buscar el favor del mundo, habría echado mano de adornos prestados; pero no, quiero sólo mostrarme en mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque soy yo mismo a quien pinto. Mis defectos se reflejarán a lo vivo: mis imperfecciones y mi manera de ser ingenua, en tanto que la reverencia pública lo consienta. Si hubiera yo pertenecido a esas naciones que se dice que viven todavía bajo la dulce libertad de las primitivas leyes de la naturaleza, te aseguro que me hubiese pintado bien de mi grado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí. Adiós, pues.

De Montaigne, a 12 días del mes de junio de 1580 años. 




1

[Esta edición presenta la páginación original de los dos tomos (N. del E.)]

  

2

Ensayos, lib. II, cap. III. (N. del T.)

  

3

El buen padre que Dios me dio enviome desde la cuna, para que me criara, a un pobre lugar de los suyos, y allí me dejó mientras estuve al cuidado de la nodriza, y aun después, acostumbrándome a la más baja y común manera de vivir: Magna pars libertatis est bene moratus venter... Su designio iba además a otro fin encaminado: quiso juntarme con el pueblo y la condición humana que ha menester de nuestra ayuda, pues consideraba que yo debía mirar mejor hacia quien me tiende los brazos que a quien me vuelve la espalda; por razón también en la pila bautismal me colocó en manos de gentes cuya fortuna era de las más abyectas, para a ellas unirme y obligarme. -Ensayos, lib. III, cap. XIII. (N. del T.)

  

4

Libro I, cap. XXV. (N. del T.)

  

5

De todos modos Montaigne se guardará bien de competir con los doctores consumados de París, Cambridge, Heidelberg o Rotterdam. Dejándolos gozar en calma del placer que procura el disputar metódicamente, ningún deseo abriga de usurpar los privilegios de que gozan, ni tampoco de suscitar su envidia. -Cénac Moncaut, Histoire du caractère et de l'esprit français depuis les temps les plus reculés jusqu'a la Renaissance, tomo III, pág. 427. París, 1868. (N. del T.)

  

6

Este erudito refiere en sus Cartas (libro XVIII, § 1), «que habiendo encontrado a Montaigne en los Estados de Blois, en el año 1588, no le ocultó que había tropezado en muchos pasajes de su obra con un no sé qué del hablar gascón, y como no quisiera creerme, añado, le llevé a mi cuarto, donde tenía su libro, y allí lo mostré muchas maneras de expresarse familiares, no a los franceses sino solamente a los gascones». (N. del T.)

  

7

Bayle-Saint-John, Montaigne the essayist, a biography, tomo I. -Londres, 1852. (N. del T.)

  

8

Pablo Bonnefon, tomo III, cap.VIII de la Histoire de la Langue et de la Littérature française, dirigida por M. Petit de Julleville, págs. 457 y 458. (N. del T.)

  

9

Este cargo tenía por entonces cierto lustre e importancia política, que perdió luego, desde el siglo XVII, por haber dejado de ser electivo.

«En el ángulo septentrional que formaban las calles de los Mínimos y de las Minimitas estaba situada en Burdeos la residencia de Montaigne. Distinguíase de las otras casas del barrio por sus tejados, cubiertos de pizarra. Frente a este palacio, que era muy modesto, se veía aun no ha mucho un patio pequeño cuya entrada decoraban las armas de Montaigne.» En 1843 escribía estas líneas el arqueólogo bordalés Bernadau. Se ignora la fecha precisa en que desapareciron las huellas de esta vivienda; sólo se sabe, según testifica otro anticuario de la misma ciudad, M. Millin, que existían todavía hacia el año 1811. (N. del T.)

  

10

Nouveaur Lundis, tomo VI. (N. del T.)


11

Obra citada. (N. del T.)

  

12

Libro II, cap. XV. (N. del T.)

  

13

Libro II, cap. XV. (N. del T.)

  

14

Montaigne, por M. Lanusse, pág. 68. París, 1895. (N. del T.)

  

15

No hay ni una sola página de sus escritos en que no se sienta latir el corazón de un hombre honrado, y esto es sin duda lo que constituye en ellos el primer encanto. Se ve que se mezcló en las guerras civiles impulsado por los motivos más puros, obedeciendo a su conciencia, y como él mismo lo declara, «persuadido de que el buen ciudadano debe mostrarse celoso por las cosas públicas, mirar al porvenir y no resignarse a ir viviendo en medio de servidumbres deshonrosas». -Augusto Trognon, Etudes sur l'Histoire de France et sur quelques points de l'Histoire moderne, págs. 274 y 275. París, 1836. (N. del T.)

  

16

María de Jars, señorita de Gournay, nació en París en 1556; habiendo leído a los diez y ocho años los primeros libros de los Ensayos, su autor le inspiró una adoración verdadera. En 1588 conoció a Montaigne en París, y cuando éste volvió a Gascuña insertó en las adiciones manuscritas de su obra un elogio de su joven admiradora. (Véase lib. II, cap. XVII.) (N. del T.)

  

17

Puede leerse su elogio en el lib. II, cap. XVII, al final. (N. del T.)

  

18

Este honor le fue otorgado durante su viaje a Italia. (N. del T.)

  

19

Cuatro meses después de la muerte de Montaigne, su viuda solicitó y obtuvo que sus restos fueran trasladados a la iglesia de los Bernardos de Burdeos. (N. del T.)

  

20

Lib. I, cap. IV. (N. del T.)


21

Fueron éstos: Francisco I, Enrique II, Francisco II, Carlos IX, Enrique III y Enrique IV. (N. del T.)

  

22

Véase tomo I. (N. del T.)

  

23

Casi todos los escritores del siglo XVI en Francia nacían hombres de acción y muchos fueron ambas cosas. Del Bellay se destinaba a la carrera de las armas, Ronsard a la diplomacia: las enfermedades los encaminaron al estudio. -Pablo Stapfer. (N. del T.)

  

24

«Los cuatro grandes poetas: Platón, Malebranche, Shatesbury, Montaigne.» (N. del T.)

  

25

Elogio de Montaigne. París, 1812. (N. del T.)

  

26

Mas de Plutarco me deshago difícilmente: es tan universal, tan cabal y tan cumplido, que en cualesquiera ocasión, sea cual fuere el asunto extravagante que traigáis entre las manos, se ingiere en vuestra labor tendiéndoos una liberal e inagotable de riquezas y embellecimientos. Me contraria el que se vea tan expuesto al saqueo de los que lo frecuentan, y por poco que yo me acerque no lo dejo sin arrancarle muslo o ala. -Lib. III. cap. V. (N. del T.)

  

27

Véase el libro II, cap. VI. (N. del T.)

  

28

Montaigne ha inventado o empleado audazmente un número grande de palabras, muchas de entre las cuales quedaron luego en el uso corriente. Citaré solamente diversión y enfantillage, que un crítico de su siglo (Pasquier) le censuró, siendo sin embargo de creación felicísima. Conocidas son sus palabras gasconas ainsin por ainsi; asture por à cette heure. Ronsard quería también que el término ainsin (idiotismo parisién y gascón juntamente) fuese empleado antes de vocal. Hanse contado más de doscientas sesenta expresiones empleadas por Montaigne, que cayeron en desuso, y este número aumentaría mucho si se incluyeran las nuevas acepciones que prestó a las palabras ya usadas en su época. -Philaréte Chasles, Études sur le Seizième Siécle en France, pág. 184. París 1876.

Este crítico, cuyos estudios sobre literatura inglesa son todos interesantes, aun cuando algunos quizás con razón se hayan tachado de superficiales, examinó la influencia de Montaigne sobre Shakespeare. En el Museo Británico se guarda un ejemplar inglés de los Ensayos anotado por el gran comediante. (En lo que Philarète Chasles no anduvo afortunado fue en presentarnos al Padre Feijoo como discípulo o imitador de Montaigne, con quien ni a cien leguas guarda aquél la analogía más remota.) (N. del T.)

  

29

Yo vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad ocasionados por la licencia de nuestras guerras intestinas; ningún horror se ve en los historiadores antiguos semejante a los que todos los días presenciamos, a pesar de lo cual no he logrado familiarizarme con tan atroces espectáculos. Apenas podía yo persuadirme antes de haberlo visto con mis propios ojos de que existieran almas tan feroces que por el solo placer de matar cometieran muertes sin cuento; que cortaran y desmenuzaran los cuerpos; que aguzaran su espíritu para inventar tormentos inusitados y nuevos géneros de muerte, sin enemistad, sin provecho, por el solo deleite de disfrutar el grato espectáculo de las contorsiones y movimientos dignos de compasión y lástima; de los gemidos y estremecedoras voces de un moribundo que acaba sus horas lleno de angustia. -Libro II, cap. XI. (N. del T.)

  

30

Lo que sobre todo debemos agradecerle es el haber -el primero quizás en Francia- considerado como afrentosas las torturas y suplicios feroces que durante tanto tiempo deshonraron nuestros Códigos de los cuales la bondad de Luis XVI logró por fin borrarlos, mas no sin desplegar para ello una voluntad tenaz. -Pedro Clemente, Montaigne hombre público, «Revue Contemporaine», tomo XXI, pág. 236. (N. del T.)


31

Jamás pude contemplar sin dolor la persecución y la muerte de un animal inocente e indefenso de quien ningún daño recibimos; comúnmente acontece que el ciervo, sintiéndose ya sin aliento ni fuerzas, no encontrando ningún recurso para salvarse, se rinde y tiende a los mismos pies de sus perseguidores, pidiéndoles gracia con sus lágrimas. Ningún animal cae en mis manos, que no le dejo inmediatamente en libertad. Pitágoras los compraba a los pescadores y pajareros para hacer con ellos otro tanto. Existe cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga no ya sólo a los animales, también a los árboles y a las plantas. -Lib. II, cap. XI. (N. del T.)

  

32

Locke y Rousseau... y cuantísimos otros después de ellos, apenas hicieron otra cosa en sus mejores páginas pedagógicas que desenvolver los principios de Montaigne; y nosotros mismos al cabo de trescientos años los releemos con placer y provecho grandes, pues nadie expresó jamás de una manera tan sabrosa o elocuente una doctrina más sana y saludable. -M. Lanusse, obra citada, pág. 193. (N. del T.)

  

33

Las ciencias tratan de las cosas con fineza demasiada, por modo artificial, diferente al común y natural. Mi paje se siente enamorado y se da cuenta de su pasión: leedle a León Hebreo y a Ficen, de él se habla en esos libros de sus pensamientos y acciones, y sin embargo no entiende jota. Yo no encuentro en Aristóteles la mayor parte de mis anímicos movimientos ordinarios; allí se los cubrió y revistió con otro traje para el uso de la escuela: ¡quiera Dios que así hayan obrado los filósofos cuerdamente! Si yo perteneciera al oficio naturalizaría el arte tanto como ellos artificializaron la naturaleza. -Lib. III, cap. V. (N. del T.)

  

34

«¿Pensamos acaso que Lúculo, a quien los libros hicieron gran capitán sin necesidad de experiencia, los estudiaba como nosotros? Echámonos de tal suerte en brazos de los demás, que aniquilamos nuestras propias fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el temor de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca. ¿Deseo buscar consuelo para mi o para los demás? Pues se lo pido prestado a Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado ambas rosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me gusta esa capacidad relativa y mendigada; aun cuando nos fuera lícito tomar a otro la sabiduría, prudentes no podemos serio sino con nuestras fuerzas exclusivas.»

Lib. I, cap. XXIV.                

(N. del T.)

  

35

Lib. II, cap. X. (N. del T.)

  

36

¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto y ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. -Lib. II, cap. X. (N. del T.)

  

37

Lib. II, XXXVI. (N. del T.)

  

38

Ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitables de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino a trechos a Cicerón mismo; habla de sus propios enemigos con sinceridad tal que, las falsas apariencias con que pretende revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochárselo el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron por él ser realizadas a no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro II, cap. X. (N. del T.)

  

39

He recorrido de cabo a rabo las historias de Tácito, cosa que me acontece rara vez. Hace veinte años que apenas retengo libro en mis manos una hora seguida. No conozco autor que sepa mezclar a un «registro público» de las cosas tantas consideraciones de costumbres e inclinaciones particulares, y entiendo lo contrario de lo que él imaginaba, o sea que, habiendo de seguir especialmente las vidas de los emperadores de su tiempo, tan extremas y diversas en toda suerte de formas, tantas notables acciones como principalmente la crueldad de aquellos ocasionaba en sus súbditos, tenía a su disposición un asunto más fuerte y atrayente que considerar y narrar, que si fueran batallas o revueltas lo que historiase; de tal suerte que a veces le encuentro asaz conciso corriendo por cima de hermosas muertes cual si temiera cansarnos con su multiplicación constante y dilatada. Esta manera de historiar es con mucho la más útil: las agitaciones públicas dependen más del acaso, las privadas de nosotros. Hay en Tácito más discernimiento que deducción histórica, y más preceptos que narraciones; mejor que un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender. Tan lleno está de sentencias que por todas parles se encuentra henchido de ellas: es un semillero de discursos morales y políticos para ornamento y provisión de aquellos que ocupan algún rango en el manejo del mundo. -Libro III, cap. VIII. (N. del T.)

  

40

Lanusse, obra citada, pág. 148. Larra escribió «que materia de cosas opinables todas las razones son peores». (N. del T.)


41

Julio Levallois, La Conscience moderne.-I. Montaigne. Artículo de la Revue Contemporaine, tomo LXX, págs. 191 a 235. (N. del T.)

  

42

En el catálogo de Gallardo, tomo II, número 1838, se cita una traducción manuscrita de Montaigne con este título: «Experiencias y varios discursos de Miguel, señor de Montaña» (traducidos de francés en español por el L. Diego de Cisneros). Comprende sólo el libro I, hasta el capítulo LVII inclusive, y hoy se guarda en la sala de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Mi excelente amigo el señor don Pedro Roca, bibliotecario en dicha sección, erudito y muy fino conocedor de casi todo cuanto en ella se guarda, ha tenido la generosidad de enviarme la descripción detallada y puntualísima de ese trabajo, que aquí transcribo íntegra, con la ortografía misma de la época, porque es seguro que surá leída con interés, lo mismo por los que gustan de estos curiosos rebuscos que por los desposeídos de amor a los papeles viejos.

La copia de algunos capítulos del manuscrito que el señor Roca me remite me ha permitido formar idea de la traducción; ésta es bastante fiel y bien hablada, aunque algo obscura en algunos pasajes; unas veces por interpretarse el texto demasiado a la letra, y quizás otras por no haber entendido el sentido rectamente. El traductor encarece las dificultades sin cuento con que tropezó en su trabajo, en lo cual tenía razón que lo sobraba. Muchas cosas están trasladadas en sabroso castellano, porque, como es sabido, en la época del licenciado Cisneros solíamos escribir con mayores escrúpulos que hoy. La ortodoxia y el estado del traductor no le consintieron transcribir los pasajes «malsonantes y menos biensonantes» que honradamente señala. En algunas partes se ve que no penetró muy hondamente los matices y delicadezas de que el texto está esmaltado, traduciendo solamente las ideas. Para que el lector juzgue de esta antigua versión y pueda compararla con la moderna, coloco aquí el comienzo del capítulo XXVII, que dice así:


DE LA AMISTAD

Cap. 27.

1. Considerando la disposición de, la obra de vn pintor, que tengo, me tomó gana de imitarle. Escogió el más hermoso puesto, y medio de cada pared, para colgar vn quadro trabajado con toda la perfecion de su scientia; y el vacío alrededor lo llenó de pinturas al fresco, que son bizarras, y graciosas solo en lo vario, y extraordinario. Que son a la verdad estas discursos sino pinturas al fresco, y cuerpos monstruosos compuestos de diversos miembros, sin cierta figura, sin orden, consequentia, ni proportion sino casual y fortuita?


Desinit in piscem mulier fermosa superne.

Horat. Art. poét.


Lo que arriba mujer hermosa, parece,

abaxo remata en peze.


2. Hasta este segundo punto voy bien con mi pintor, mas en la otra y mejor parte quedo corto. Porque mi saber no passa tan adelante, que me atreva a comprender la obra de vn rico quadro, valiente y perfecto según el arte. Por lo qual me ha parecido, tomar uno prestado, de Esteuan de la Boitie, que honrrará todo lo demas desta obra. Es vn discurso, que intituló, La servidumbre voluntaria. Mas los que lo han ignorado, lo han después propiamente rebaptizado El contra uno. Escribe, como por modo de prueba, en la primera iuuentud al honor de la libertad contra los tyrannos della. Y mucho ha que anda entre las manos de gente de entendimiento, no sin bien grande y merecida recomendation; porque es galante y lleno lo possible. Y ay bien que hazer para entender, que no sea el mejor, que pudiera componer. Si en la edad, que yo le conoci mas adelantado, hubiera tomado vn intento como el mio, de escribir sus imaginationes, vieramos muchas cossas raras, y que nos acercaran mucho al honor de la antiguedad. Porque particularmente en esta parte de los dones de naturaleza no reconozco quien se le pueda comparar. Mas no ha quedado del sino este discurso, y aun acaso, y creo, que el no lo vio jamas despues que se le escapó de su poder: y algunas otras memorias sobre el Edicto de Enero, famoso por nuestras guerras ciuiles, que tendran aun en otra parte aquí, puede ser su lugar. Eso es todo, lo que yo he podido recobrar de sus reliquias (yo a quien con vna amorosa recomendation dexó por su testamento, con la muerte entre los dientes, por heredero de su Bibliotteca y papeles) fuera de los libros de sus obras, que yo he hecho sacar a luz; si bien yo estoy particularmente obligado a este discurso, por haber seruido de medio para nuestra primera familiaridad. Porque me lo mostraron mucho antes que yo viesse al auctor, y me dio la primera notitia de su nombre, encaminandome por este modo la amistad, que conseruamos entre nosotros, por el tiempo que Dios quiso; tan entera y pefecta, que ciertamente no se leen muchas iguales; y entre nuestros hombres no se vee en vso rastro alguno della. Son menester, que concurran tantas cosas para fundarla, que es mucho si la fortuna llega a esto vna vez en tres siglos.

3. No ay cossa a que parezca habemos mas inclinado la naturaleza, que la compañia. Y Aristóteles dize, que los buenos legisladores tienen mas cuydado de la amistad, que de la justitia. Agora el vltimo puncto de su perfection es este; porque en general todas las amistades que el deleyte, o el interes, la necessidad comun, o particular forxa, y entretiene son tanto menos perfectas, y generosas, y tanto menos amistades quanto tienen mas mezcla de otra causa, o fin, o fructo en la amistad, que ella misma. Ni las quatro especies antiguas, la natural, la familiar, la hospitalera y la venerea no concurren en esta ni juntas, ni de por si.

4. La de los hijos con sus padres mas es respecto; porque la amistad se alimenta de la comunication, que no puede hallarse entre ellos por la grande desigualdad y offenderiase por ventura las obligationes de naturaleza. Porque ni todos los pensamientos secretos de los padres se pueden comunicar a los hijos, uara no causar vna indecente priuanza; ni las advertentias y correctiones (que es vno de los primeros officios de la amistad) no las pueden exercitar los hijos con los padres. Nationes se han hallado, adonde los hijos por costumbre mataban a sus padres: y otros, donde los padres mataban a sus hijos, por cuitar el embarazo, de no se poder suportar los vnos a los otros, y naturalmente el vno depende de la ruina del otro. Philosophos se han hallado, que desdeñaban esta costura natural. Testigo Aristippo, que quando le apretaban con la afficion, que debia a sus hijos, por haber procedido del; se puso a escupir, diziendo, que aquello habia también procedido del, y que también engendrabamos piojos y gusanos.

5. Y el otro, a quien Plutarco queria inducir, a que se acordasse con su hermano. No hago, dize, mas caso del por haber salido del mismo vientre. A la verdad es lindo nombre, y lleno de amor el nombre de hermano, y por esta causa hizimos yo y el nuestro parentesco; mas la mezcla de bienes, las partijas, y que la riqueza del vno sea la pobreza del otro, esto entibia en extremo y relaxa esta vnion fraternal. Es fuerza, que los hermanos; habiendo de encaminar sus pretensiones a sus augmentos por la misma senda y camino; se encuentren y choquen muchas vezes. Mas, la correspondentia, y relation, que engendran las verdaderas y perfectas amistades, como se hallaran entre estos? El padre y el hijo pueden ser de complexion del todo differente, y los hermanos tambien. Es mi hijo, es mi pariente; mas es vn hombre aspero, malo, o necio. Y ademas desto, a la medida, que a estas amistades nos obliga la ley y la obligation natural, a la misma ay en ellas tanto menos de nuestra election, y libertad y esta no tiene action, que sea mas propiamente suya, que la afficion y amistad. No es esto porque yo no aya probado, quanto a esta parte, todo lo que puede ser, por haber tenido el mejor padre, que hubo jamas, y el mas suave hasta su postrera vegez, y que procedia de vna famosa familia continuada de padre a y en esta parte, de la concordia fraternal, exemplar;


et ipse

notus in fratres animi paterni.

Horat. lib. 2. od. 2. 6.


Fui para mis hermanos conocido

con ánimo de padre enternecido


He aquí la reseña completa del manuscrito:

(Depto. Mss. Bibl. Nac. Madrid -P supl. -194)

«Experientias y varios discursos de Miguel, señor de Montaña» [traducidos de francés en español por el L. Diego de Cisneros, presbítero].

Ms. orig., todo de letra del traductor.

La traducción comprende solamente el libro 1.º de la obra de Montaigne y ocupa 441 págs., con más 4 de índice. En la parte superior derecha tiene cada cuadernillo de ocho hojas de papel la fecha de día, mes y año en que se comenzó a escribir, y el resultado total arroja que la traducción se principió el 11 de mayo de 1634 y se concluyó el 12 de septiembre de 1636.

Precédenla la vida del autor «sacada quasi del todo de sus escritos», 4 folios; la advertencia del autor al lector, 1 fol., y la «prefación apologética» de aquél por su hija, 23 folios, traducidos del 17 al 29 de junio de 1637, y un prólogo (21 folios) del traductor acerca del autor y sus libros, escrito desde el día 16 al 28 de agosto de 1637 y firmado y rubricado por él en Madrid, en esta última fecha.

En este prólogo, hablando de las dificultades que ofrece la traducción, se lee (fol. 21) «que habiendola intentado muchos hombres graues, y doctos en las lenguas italiana y española desistieron della, o no pudieron hazer cossa que siruiesse. Como el traductor italiano, que se dexa capitulos enteros; y el señor Don Balthasar de Zúñiga, del Consejo de su Magestad, y su Embaxador en Francia y Flandes, traduxo algunos capítulos deste auctor, que andan manusscriptos; pero con tantas faltas y corrales, que no se dexan entender bien, ni se goza el frutto que se pretendo de la lectura. El desta traduction, si tuuiere alguno, se debera al señor Don Pedro Pacheco, canónigo de la sancta iglesia cattedral de Cuenca, del Consejo de su Magestad, y de los Supremos de Castilla y de la General Inquisition, por cuya orden y respecto se hizo; y assi se dedica y consagra a su nombre illustrissimo, por ser yo todo suyo. La instantia grande de muchos hombres principales y curiosos, a quien no se puede resistir ha hecho apresurar esta impresion, y interrumpir la traduction, de manera que ha sido forzoso imprimir el libro 1.º solo sin los dos que lo siguen en el auctor, y le seguiran en la impresion, que se hara despues desta, porque se quedan acabando de traducir y adornar en la forma, que sale este primero. En el qual sobre haber puesto mucho trabaxo y cuyidado en la traduction, siruiendome de varias impresiones del mismo libro en frances, porque en otra lengua no se que nadie te aya traducido mas de en la forma, que noté arriba, ni menos impreso. Lo primero he corregido y emendado las propositiones malsonantes, y las menos biensonantes, y el modo de hablar licencioso, o duro. Lo segundo he ajustado los lugares griegos, latinos, italianos y franceses de otros auctores, que cita y refiere este. He puesto a la margen las citas que he hallado en las impresiones francesas mas correctas y añadido algunas breues notas, que me parecieron necessarias para la inteligencia mayor del texto. Lo tercero he traducido los lugares que cita de otros auctores latinos y griegos y los demas, de manera que los versos hago versos españoles y la prosa dexo en prosa. Pero la traduction en verso es muy dificultosa, y no es obra possible al frances por no ser su lengua tan capaz como la nuestra.»

Siguen a la traducción las licencias para imprimirse, 2 fol.: el aprobande es el L. Pedro Blasco, en Madrid, a 9 de septiembre 1637, y el vicario que da la licencia por lo eclesiástico el L. Lorenzo Iturrizarra, en Madrio, 10 de septiembre 1637 y no 1.º como se lee en el Catálogo de Gallardo, sin duda por errata de impresión que fácilmente se explica por la disposición de las dos cifras que componen el número 10. 4.º Pergamino. Es sin duda el ms. núm. 1838 del t. II de dicho Catálogo.

Discurso del traductor cerca de la persona del señor de Montaña, y los libros de sus Experientias, y varios Discursos.

Del espíritu de la traducción puede juzgarse por las siguientes palabras del traductor, el cual refiriéndose al autor, dice que «si bien muestra ser, catholico romano en su persona, la doctrina, que propone en estos libros no es todauia conforme en algunas cossas a la de la sancta Iglesia Romana, y tiene necessidad de leerse con mucha cautela, y en algunas propositiones, necessita de correction y emienda. Que este Auctor sea en su persona, y su intention catholico, Apostolico y Romano, se prueba de la protestation de la Fe y obedentia a la Iglesia Catholica y Romana, que hizo y escribió en el libro I destos Propositos, cap. 56, § I....... Dixo bien Baudio, que ay algunos lugares en estos libros, que merecen ser borrados, si bien no seran los mismos estos, que notó Baudio, y los que yo he notado, porque Baudio professa en Holanda la Heregia, y yo en España (donde naci), la Religion Catholica Romana.....Propondré aqui algunas de las propositiones, que tengo notadas en este libro I, que publico traducido, las quales con las demas van corregidas en la traduction y emendadas de manera que no puede offender la doctrina, ni queda offendido el sentido, ni la intenlion del Auctor, y sin borrar quasi nada, como verá el curioso, que lo quisiere examinar, confiriendo el original Frances con la Traduction Española.»

«La primera detas propositiones sea, la que pone en el cap. II, cerca del fin, por estas palabras: El genio de Socrates..... alguna cossa de inspiration diuina.....»

«La segunda, en el cap. 19, § 5, al medio, dire; Lo otro porque a todo mal passar..... y cortar cabo a todos otros inconuenientes.....»

«La tercera, en el cap. mismo, § 22, hablando de vna alma señora de sus passiones, dire; Esta hase hecho señora..... la verdadera y soberana libetad.....»

«La quarta, en el cap. 22, § 11, dire; Los milagros..... de la misma naturaleza.....»

«En el mismo cap., § 16, y es la quinta proposition, dire; Las leyes de la conscientia, que dezimes nazen de la naturaleza, nazen do la costumbre.....»

«La sexta, en el cap. 25, § 14, dize que el maestro haga al discipulo, que lo passe todo por el cedazo de la razon, y que no assiente cossa en su cabeza por sola auctoridad y en credito.....»

«La septima, en el cap. 27, § 15, refiere el Auctor, que preguntando a Caye Blosio, si mandandole su amigo Tiberio Graccho poner fuego a los templos, le obedeceria? Respondio, que si. Y apprueba esta respuesta, y la defiende: no obstante, que parece sacrilega.....»

«La octava, en el mismo cap., § 19, tratando que entre los amigos todos los bienes deben ser en effecto comunes, pone entre estos biene3 las mugeres, y los hijos.....»

«La nona, en el mismo cap., § 22, dire; La vnica y principal amistad..... sin ser perjuro, al que no es otro, que es yo.....»

«La dezinta, en el cap. 30, § 20, apprueba la Polygamia en los Cannibales.....»

«La vndezima, en el cap. 53, § l, dire; No es un singular argumento.... no está en nuestra mano?.....»

«La duodezima, en el mismo lugar, luego despues de lo dicho añade; De que es gran prueba..... y durara eternamente sin resolution y sin acuerdo.....»

«Parece que bastara esto para desengaño de la dama citada.....» Refiérese á la hija de Montaigne que en su Prefacion Apologetica no reparó en todos esos lugares de mala doctrina que el traductor acaba de citar «para assegurar, y acautelar al lector en materia de la Religion del Auctor y doctrina de sus libros». El traductor combate y condena cada una de esas proposiciones por su relación con algunas muy peligrosas y dañosas, que muchos, como los luteranos, calvinistas y anabaptistas de Alemania y Francia y los alumbrados de España y otras partes profesaban en cuanto a los impulsos del propio espíritu, por no conformarse algunas con la ley natural divina y la razón natural, y ser contrarias otras a las leyes del matrimonio e inducir a la dese-peracion, amen de negar el libre arbitrio y autorizar el libre examen y legitimar el perjurio, etc.

Y después de engolfarse el traductor en una larga disquisición y crítica de las opiniones de dicha dama acerca de la suficiencia y ciencia de su padre y del concepto de la filosofía o teologia moral, escribe estas palabras: «No pienso que merecen tanta reprehension, los que desprecian estas scientias y tratan solo de la practica, que les enseña a saber vivir consigo, y con Dios y con sus proximos. Y este pienso que fue el pensamiento desta Dama y de su Padre, que no es tan malo, como tiene la apparientia; porque no condena las scientias, sino el modo de enseñarlas y apprenderlas, y lo que ella llama Philosophia, o Theologia Moral en su Padre, no es sino la Prudentia para saber viuir entro los hombres.....»

Luego se explaya en establecer la diferencia que existe entre la sabiduria o teologia natural y la filosofia o teologia moral para venir a parar en que «el padre desta Dama parece que apprendió de las experientias propias de su vida y de las agenas por medio de la licion, las propositiones que le notamos arriba ..... y otras muchas, que vera leyendole el que notare nuestras correctiones, las quales contienen mucha malitia y astutia viciosa. Y quanto mas por menudo escribio sus experientias, notando hasta las circunstantias de las actiones y partes deshonestas, tanto mas faltó en la simplicidad y honestidad Christiana ..... Quanto a lo demas que sobre este punto (§ hasta el 21 de la Prefation) escribe esta Dama, conformandose con esta doctrina, lo alabo, en el grado que debo, y ella merece, por su gran discrecion y sabiduria.» Y añade: «No solo esto paró en las experientias, que propone, y materias y assumptos que trata, no obserua orden, ni methodo alguno de doctrina; antes de proposito huye, y se diuierte, saltando de repente de unas cossas a otras, quasi en cada capitulo, y haze galanteria y se precia desta libertad y licentia, que estiende tambien a las palabras, phrasses y modos de hablar.»

«Todo lo dicho bien considerado, junto con la difficultad del lenguaje Francés, que vsa, antiguo, y desusado en gran parte, haze la traduction difficultosisima.»

Y termina, hablando de la protestación de la fe católica romana del autor, con estas generosas frases: «En esta misma Protestation se fundan las excusas particulares que tienen las propositiones de menos buena doctrina, que se hallan en estos libros. Porque la primera y mayor es la buena y catholica intention del Auctor, que protesta ser catholico Romano. La segunda, que por ser catholico, no propone nada, que sea contra la Fe, dogmatizando, ni assentandolo por verdadero, sino solo como por modo de disputa. Estas dos excusas declara el mismo expressamente en su Protestation. La terecra es, que habla este Auctor en estas propositiones segun el juicio y sentido de la razon, o passion humana no mas. Y assi no pudo dexar de apartarse o opponerse en algo al juicio de la doctrina de la Fe, y de la sancta Iglesia ..... Coligese de aquí, que no puede excusar la censura de temerario por lo menos, el que pudiendo y debiendo hablar segun el sentido y juicio verdadero de la Fe y de la Iglesia, excluyendo este, habla segun el de la razon, o passion humana ..... El mismo Auctor confiesa en esto su temeridad en su Protestation, como della consta; y assi es digno de perdon, y de que estos libros corregidos se comuniquen a todos. Porque los catholicos no hallaran cossa que offenda su fe y piedad, antes algunas de edificacion y buen exemplo: los Doctos varia erudition; los Politicos y Estadistas gran razon de Estado; los Caualleros y Cortesanos enseñanzas de Caualleria y Corte; y todos los hijos deste siglo desengaños para saber viuir consigo y con los otros; los ignorantes y escrupulosos finalmente, si no hallaren que deprender, espero no hallaran en que tropezar, ni de que se offender ..... Colegimos de aquí vn ilustre y breue elogio del señor de Montaña; varon noble y catholico, ciudadano Romano, cauallero de la orden de Sanctispiritus de Francia y Frances de nation, sabio y Prudente con insigne erudition, y menuda y larga experientia de Estado y Corte. Y la licion de sus libros puede con excelentia excusar a qualquiera la de Plutarco, y Seneca, y Plotino, y otros de los antiguos grandes Philosophos. Como han reconocido los grandes ingenios, que los han visto en Frances; y lo reconoceran y experimentaran agora mejor, los que los leyeren corregidos y adornados de nueuas flores de Poësia Española, para que no tenga España en esta materia, que inuidiar en Francia. A Dios, en Madrid a 28 de Agosto de 1637.

-El Ldo. Diego de Cisneros (Rúbrica).»

Como se ve por esta reseña, el buen licenciado Cisneros estimó al señor de Montaña (así le llamaba también Quevedo) en todo cuanto valía su obra. La manera, casi siempre escrupulosa y concienzuda, que tuvo de trasladarla en castellano es tanto más digna de elogio cuanto que por aquel tiempo, y también después, los traductores seguían ya el ejemplo que dio luego La Motte, el de las paradojas, al cual, según la ingeniosa expresión de Voltaire, se lo ocurrió mejorar el espíritu y las bellezas de Homero, beneficiándole con el suyo y con sus propias inspiraciones.

El manuscrito de Cisneros está lleno de correcciones y enmiendas de su propia letra. Y los deseos plausibles de este digno eclesiástico en lo tocante a que Montaigne se leyera «corregido y adornado con nuevas flores de poesía española para que no tuviera España en esta materia que envidiar a Francia», no fueron realizados, puesto que su trabajo no llegó a imprimirse. Es de suponer que tampoco concluyera de traducir los libros II y III. (N. del T.)


43

Debo consignar aquí los nombres de dos escritores distinguidos, MM. León Rouanet y Eduardo Díaz, a quienes soy deudor de muchas aclaraciones del texto, en tantos lugares obscuro y de interpretación dudosa, arriesgada y propensa a interpretaciones varias. M. Rouanet es conocido y estimado en España por sus traducciones y estudios del teatro antiguo español y la poesía popular, M. Díaz, nacido en la tierra misma de Montaigne, ha viajado durante tres años por nuestro país y escrito un interesante libro con el título de L'Espagne picaresque. De M. Pablo Bonnefon, quizás el hombre mejor informado de su país en todo cuanto con Montaigne y los Ensayos se relaciona, no me fue posible utilizar el concurso, a pesar de habérmelo ofrecido muy generoso. (N. del T.)

  

44

Según Brunet, en el siglo XVI se publicaron nueve ediciones, veinte y ocho en el XVII y quince en el XVIII. Nos sería fácil, añade, enumerar algunas más; pero las omitimos por no ofrecer ningún interés filosófico ni bibliográfico. El librero Abel L'Angelier publicó en París (1604) una curiosa edición que el Manual no consigna. (N. del T.)

  

45

Ningún libro fue más estudiado ni más meditado por Pascal que los Ensayos; de ellos está ahíto; en ellos elige todos sus argumentos contra la razón humana, deslizándose también, como Montaigne, por la peligrosa pendiente del escepticismo; pero al dar en tierra y al encontrar la cruz en su caída, en vez de saludarla prudentemente como su maestro, se abraza a ella desaforadamente, y luego, abriendo los ojos, lanza al que fue su guía un anatema tanto más terrible cuanto el que lo fulmina carece aún de seguridad cabal en sus propias fuerzas. -Eugenio Réaume, Les Prosateurs français du XVIº siécle, pág. 178. París, 1889. (N. del T.)

  

46

Los Pensamientos son, como es sabido, el bosquejo de una apología del cristianismo, que Pascal dejó sin concluir. En ellos el filósofo inmola la razón a la fe negando la posibilidad de fundamentar ningún sistema. Conclusión idéntica a la que Montaigne establece en la Apología de Raimundo Sabunde, valiéndose de pruebas y argumentos análogos a los que Pascal emplea. (N. del T.)

  

47

En la Apología de Raimundo Sabunde y en otros capítulos de esta edición van puestos al pie de las páginas algunos de los Pensamientos en que Pascal habla de un modo idéntico al en que Montaigne se expresa (véase lib. II, cap. XII). Censurando aquél la complacencia con que Montaigne transcribe hasta los detalles más nimios que a su persona se refieren, escribió: «Nadie está exento de decir insulseces; lo malo es decirlas presuntuosamente.» Con iguales palabras principia el cap. I del libro III de los Ensayos. (N. del T.)

  

48

Parte tercera, cap. XX de la Lógica. Arnauld y Nicole atacaron a Montaigne con verdadera saña, indigna a trechos de la nombradía austera que ambos disfrutaron. Véase una muestra de la manera injusta como le juzgaron: «No es la vanidad el pecado más grave de este autor; está repleto de un número tan grande de infamias vergonzosas y de tantas máximas epicúreas e impías, que parece sorprendente el que durante tanto tiempo se le haya soportado en las manos de todos, y el que haya hombres de talento que no descubran su veneno.» Los mismos autores acogen con fruición, considerándola como ingeniosísima, la observación de un «autor célebre de su tiempo», el cual echó de ver que Montaigne en dos pasajes de su libro advierte al mundo que había tenido un paje en su casa y a su servicio (lib. II, cap. V, y lib. III, cap. V), olvidándose de consignar que también tuvo un secretario cuando fue consejero del parlamento de Burdeos, porque esto está al alcance de todos los consejeros y lo otro no. Pascal, cuya mente era más alta, no descendió nunca a semejantes pobrezas de gacetilla para censurar los Ensayos. (N. del T.)

  

49

OEuvres de monsieur de Saint-Evremond. -Tomo VI, págs. 173 y 174, Londres, 1725. (N. del T.)

  

50

Pedro Coste, traductor de Locke y de Los Cautivos de Plauto editor y anotador de La Fontaine, y autor de una Defensa de Labruyere. Publicó cinco ediciones de los Ensayos en los años de 1721, 1725, l727, 1739 y 1745. Se le censura por haber rejuvenecido la ortografía de Montaigne, pero generalmente se alaban sus curiosas notas eruditas y gramaticales. (N. del T.)


51

Choix des OEuvres inédites de Servan, avocat général an Parlament de Grenoble, par X. de Portets, tomo II, págs. 251 a 623. París, 1827. (N. del T.)

  

52

Libro II, cap. I. (N. del T.)

  

53

Libro III, cap. XIII. (N. del T.)

  

54

Inventaire de la collection des ouvrages et documents sur Michel de, Montaigne, reúnis par le docteur J. F. Payen, le conservés a la Bibliothéque National, Bordeaux, 1877.

Además de esta colección hay otra en la misma biblioteca compuesta de cuatro legajos (núms. 926, 927 928 y 929); si bien es menos importante que la del doctor Payen, abunda en notas interesantes, que su autor (J. B. Bastide, muerto en París en 1810), compuso para una de Montaigne que no llegó a publicarse. (N. del T.)

  

55

En la biblioteca del palacio de Chantilly, legado por el duque d'Aumete a la Academia francesa con todas sus ricas colecciones, hay un ejemplar de los Comentarios de César, lleno de notas de Montaigne. Sobre este libro versa un curioso artículo de M. Cuvillier-Fleary, Du César de Montaigne, publicado en el Bulletin du Bibliophile, en marzo de 1856. (N. del T.)

  

56

Libro III, caps. I, II y III. (N. del T.)

  

57

Tomos IV, IX y XI.

Merecen ser estudiados los dos libros de M. Pablo Stapfer, decano de la Facultad de letras de Burdeos: Montaigne, que forma parte de la colección Les Grands Écrivains français y Montaigne et sa famille, París, 1897. (N. del T.)

  

58

1638-1721. (N. del T.)

  

59

Westminster Review, abril-julio de 1836, págs. 536 y 537. (N. del T.)

  

60

Recherche de la Verité, libro II, parte tercera, De la Imaginación. (N. del T.)


61

Libro II, cap. XII. (N. del T.)

  

62

Montaigne habló como un filósofo, y sus ideas sobre el gobierno de la vida son la expresión justa e inmutable del espíritu humano. -Emerson. (N. del T.)

  

63

Para realizar el cumplimiento de mi designio escribo en mi casa, en país selvático donde nadie me ayuda ni enmienda mis yerros, donde comúnmente no frecuento ningún hombre que entienda el latín de su pater noster y del francés algo menos. -Libro III, cap. V. (N. del T.)

  

64

He procurado explicarme las verdaderas causas de la popularidad de ciertos autores, que no sólo como literatos son gustados del público, sino a quienes éste trata como a amigos de corazón y hacia los cuales un sentimiento más afectuoso que la admiración arrastra incesantemente a los lectores: Montaigne, La Fontaine, Mme de Sevigné, Voltaire, pertenecen a esta clase. -A. Vinet, Essais de Philosophic morale et de Morale religieuse, pág. 43. París, 1837. (N. del T.)


65

Precede a la edición de 1826 publicada en París por el editor Lefèvre; (5 vol. En 8.º Mayor). Fue escrita por José-Víctor Leclerc, literato y erudito francés (1780-1866). (N. del T.)


66

Tomo I. (N. del T.)


67

[El traductor, C. Román y Salamero, también identifica las notas de J. V. Leclerc con las siglas «J. V. L.», y las de Lefèvre con «L.». (N. del E.)]




Por diversos caminos se llega a semejante fin

El modo más frecuente de ablandar los corazones de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y estamos bajo su dominio, es conmoverlos por sumisión a conmiseración y piedad; a veces la bravura, resolución y firmeza, medios en todo contrarios, sirvieron para el logro del mismo fin.

Eduardo, príncipe de Gales, el que durante tanto tiempo gobernó nuestra Guiena, personaje cuya condición y fortuna tienen tantas partes de grandeza, habiendo sido duramente ofendido por los lemosines y apoderádose luego de su ciudad por medio de las armas, no le detuvieron en su empresa los gritos del pueblo, mujeres y niños, entregados a la carnicería, que le pedían favor arrojándose a sus pies, y su cólera fue implacable hasta el momento en que, penetrando más adentro en la ciudad, vio tres franceses nobles que con un valor heroico querían contrarrestar los esfuerzos de los vencedores. La consideración y respeto de virtud tan noble detuvo primeramente su cólera, y merced a los tres caballeros comenzó a mirar misericordiosamente a todos los demás moradores de la ciudad.

Scanderberg, príncipe del Epiro, que seguía a uno de sus soldados para matarlo, habiendo la víctima intentado apaciguar la cólera del soberano con toda suerte de humillaciones y de súplicas, resolvió de pronto hacerle frente con la espada en la mano; tal resolución detuvo la furia de su dueño, quien habiéndole visto tomar determinación tan digna le concedió su gracia. Este ejemplo podrá ser interpretado de distinto modo por aquellos que no tengan noticia de la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.

El emperador Conrado III, que tenía cercado a Guelfo, duque de Baviera, no quiso condescender a condiciones más suaves por más satisfacciones cobardes y viles que se le ofrecieron, que consentir solamente en que las damas nobles sitiadas que acompañaban al duque, salieran a pie con su honor salvo y con lo que pudieran llevar consigo. Estas, que tenían un corazón magnánimo quisieron echar sobre sus hombros a sus maridos, a sus hijos y al duque mismo; el emperador experimentó placer tanto de tal valentía que lloró de satisfacción y se amortiguó en él toda la terrible enemistad que había profesado al duque: De entonces en adelante trató con humanidad a su enemigo y a sus tropas.

Ambos medios arrastraríanme fácilmente, pues, yo me inclino en extremo a la misericordia y a la mansedumbre. De tal modo, que a mi entender, mejor me dejaría llevar a la compasión que al peso del delito. Si bien la piedad es una pasión viciosa a los ojos de los estoicos, quieren estos que se socorra, a los afligidos, pero no que se transija con sus debilidades. Esos ejemplos me parecen más adecuados, con tanta más razón cuanto que se ven aquellas almas (asediadas y probadas por los dos medios) doblegarse ante el uno permaneciendo inalterables ante el otro.

Puede decirse que el conmoverse y apiadarse es efecto de la dulzura, bondad y blandura de alma, de donde proviene que las naturalezas más débiles, como son las de las mujeres, los niños y el vulgo, estén más sujetas a aquella virtud; mas el desdeñar las lágrimas y lloros como indignos de la santa imagen de la fortaleza, es prueba de un alma, valiente e implacable que tiene en estima y en honor un vigor resistente y obstinado. De todas suertes, hasta en las almas menos generosas la sorpresa y la admiración pueden dar margen a tan efecto parecido; tal atestigua el pueblo de Tebas, que habiendo condenado a muerte a sus capitanes por haber continuado su marido un tiempo más largo que el prescrito y ordenado de antemano, absolvió a duras penas de todo castigo a Pelópidas, que no protestó contra la acusación; Epaminondas, por el contrario, alabó su propia conducta, censuró al pueblo de una manera arrogante y orgullosa, y los ciudadanos no osaron siquiera tomar las bolas para votar; lejos de condenarle, la Asamblea se disolvió ensalzando grandemente las proezas de este personaje.

Dionisio el Antiguo, que después de grandes y prolongados obstáculos consiguió hacerse dueño de la ciudad de del capitán Fitón, hombre valiente y honrado que había defendido heroicamente la plaza, quiso tomar un trágico ejemplo de venganza contra él. Díjole primeramente que el día anterior había mandado ahogar a su hijo y a toda su familia, a lo cual Fitón se limitó a responder que los suyos habían alcanzado la dicha un día antes que él. Luego le despojó de sus vestiduras, le entregó a los verdugos y le arrastró por la ciudad, flagelándole ignominiosa y cruelmente y cargándole además de injurias y denuestos. Pero Fitón mantuvo su serenidad y valor, y con el rostro sereno pregonaba a voces la causa honrosa y gloriosa de su muerte, por no haber querido entregar su país en las manos de un tirano, a quien amenazaba con el castigo próximo de los dioses. Leyendo Dionisio en los ojos de la mayor parte de sus soldados que éstos, en lugar de animarse con la bravura del enemigo vencido, daban claras muestras que recaían en desprestigio del jefe y de su victoria y advirtiendo que iban ablandándose ante la vista de una virtud tan rara que amenazaban insurreccionarse y aun arrancar a Fitón de entre las manos de sus verdugos, el vencedor puso término al martirio, y ocultamente arrojó al mar al vencido.

Preciso es reconocer que el hombre es cosa pasmosamente vana, variable y ondeante, y que es bien difícil fundamentar sobre él juicio constante y uniforme. Pompeyo perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, contra la cual estaba muy exasperado, en consideración a la virtud y magnanimidad del ciudadano Zenón, que echó sobre sí las faltas públicas, y no pidió otra gracia sino recibir él solo todo castigo. El huésped de Sila, habiendo practicado virtud semejante en la ciudad de Perusa, no ganó nada con ello para sí ni para sus ciudadanos.

Por manera contraria a lo que pregonan mis primeros ejemplos, el más valeroso de los hombres y tan humano para los vencidos como Alejandro, habiéndose hecho dueño después de muchos obstáculos de la ciudad de Gaza, encontró a Betis que la defendía con un valor de que Alejandro había sentido los efectos; Betis solo, abandonado de los suyos, con las armas hechas pedazos, cubierto todo de sangre y heridas, combatía aún rodeado de macedonios que le asediaban por todas partes. Entonces Alejandro le dijo, contrariado por el gran trabajo que le había costado la victoria (pues entre otros daños había recibido dos heridas en su persona): «No alcanzarás la muerte que pretendes, Betis; preciso es que sufras toda suerte de tormentos, todos los que puedan emplearse contra un cautivo.» El héroe a quien tales palabras iban dirigidas, seguro de sí mismo y con rostro arrogante y altivo, se mantuvo sin decir palabra ante tales amenazas; entonces Alejandro, viendo su silencio altanero y obstinado, dijo: «¿Ha doblado siquiera la rodilla? ¿Se le ha oído tan sólo una voz de súplica? Yo domaré ese silencio, y si no puedo arrancarle una, palabra, haré que profiera gemidos y quejas.» Y convirtiendo su cólera en rabia, mandó que se le oradasen los talones, y le hizo así arrastrar vivo, desgarrarle y desmembrarle amarrado a la trasera de una carrera. ¿Aconteció que la fuerza del valor fuese en el monarca tan natural que por no admirarla la respetó menos? ¿o que la considerase sólo como patrimonio suyo, y que al rayar a tal altura no pudo con calma contemplarla en otro sin el despecho de la envidia? ¿o que en la impetuosidad natural de su cólera fuese incapaz de contenerse? Cierto que si esta pasión hubiera podido dominarla el monarca, es de creer que la hubiera sujetado en la toma y desolación de la ciudad de Tebas, al ver pasar a cuchillo cruelmente tantos hombres valerosos desprovistos de defensa: seis mil recibieron la muerte, en ninguno de los cuales se vio intento de huir; nadie pidió gracia ni misericordia; al contrario, todos se hicieron fuertes ante el enemigo victorioso, provocándole a que les hiciera morir de una manera honrosa. A ninguno abatieron tanto las heridas del combate, que lo intentara vengarse, al exhalar el último suspiro, y con la ceguedad de la desesperación consolar su muerte con la de algún enemigo El espectáculo de aquel dolor no encontró piedad alguna: y no bastó todo el espacio de un día para saciar la sed de venganza: esta carnicería duró hasta que fue derramada la última gota de sangre, y no se detuvo sino en las personas indefensas, viejos, mujeres y niños, para hacer de todos ellos treinta mil esclavos.



De la tristeza

Yo soy de los más exentos de esta pasión y no siento hacia ella ninguna inclinación ni amor, aunque la sociedad haya convenido como justa remuneración honrarla con su favor especial; en el mundo se disfrazan con ella la sabiduría, la virtud, la conciencia; feo y estúpido ornamento. Los italianos, más cuerdos, la han llamado malignidad, porque es una cualidad siempre perjudicial, siempre loca y como tal siempre cobarde y baja: los estoicos prohibían la tristeza a sus discípulos.

Cuenta la historia que Psamenito, rey de Egipto habiendo sido derrotado y hecho prisionero por Cambises, rey de Persia, y viendo junto a él a su hija, también prisionera y convertida en sirviente a quien se enviaba a buscar agua, todos los amigos del rey lloraban y se lamentaban en su derredor mientras él permanecía quedó sin decir palabra, y con los ojos fijos en la tierra; viendo en aquel momento que conducían a su hijo a la muerte, mantúvose en igual disposición, pero habiendo observado que uno de sus amigos iba entre los cautivos, empezó a golpearse la cabeza a dejarse ganar por la desolación.

Tal suceso podría equipararse a lo acontecido no ha mucho a uno de nuestros príncipes que, habiendo sabido en Trento, donde se encontraba, la nueva de la muerte de su hermano mayor, en quien se cifraba el apoyo y honor de la casa, y luego igual desgracia de otro hermano menor, la segunda esperanza, y habiendo sufrido ambas pérdidas con una resignación ejemplar, como algunos días después a uno de sus servidores le acometiese la muerte, fue muy sensible a esta nueva, y perdiendo la calma se llenó de ostensible pena de tal modo, que algunos tomaron de ello pie para suponer que no le había llegado a lo vivo más que la última desgracia; pero la verdad del caso fue, que estando lleno y saturado de tristeza, la más leve añadidura hizo que su sentimiento se desbordase. Lo mismo podría decirse del hecho anteriormente citado, y la historia lo comprueba: Cambises, informándose de por qué Psamenito no se había conmovido ante la desgracia de su hijo ni la de su hija, sufrió dolor tal al ver la de uno de sus amigos: «Es, respondió, que sólo el último dolor ha podido significarse en lágrimas; los dos primeros sobrepasaron con mucho todo medio de expresión.»

Me parece que se relaciona con estos ejemplos la idea de aquel pintor de la antigüedad que teniendo que representar en el sacrificio de Ifigenia el duelo de los asistentes según el grado de pesar que cada uno llevaba en la muerte de aquella joven hermosa e inocente, habiendo el artista agotado los últimos recursos de su arte, al llegar al padre de la víctima le representó con el rostro cubierto, como si ninguna actitud humana pudiera expresar amargura tan extrema. He aquí por qué los poetas simulan a la desgraciada Niobe, que perdió primero siete hijos y en seguida otras tantas hijas, agobiada de pérdidas, transformada en roca,


Diriguisse malis[68],


para expresar la sombría, muda y sorda estupidez que nos agobia cuando los males nos desolan, sobrepasando nuestra resistencia. Efectivamente, el sentimiento que un dolor ocasiona, para rayar en lo extremo, debe trastornar el alma toda e impedir la libertad de sus acciones: como nos acontece cuando recibimos súbitamente una mala noticia, que nos sentimos sobrecogidos, transidos y como tullidos, e imposibilitados de todo movimiento; de modo que el alma, dando luego libre salida a las lágrimas y a los suspiros, parece desprenderse, deshacerse, y ensancharse a su albedrío:


Et via vix tandem voci laxata dolore est.[69]


En la guerra que el rey Fernando hizo a la viuda de Juan de Hungría, junto a Buda, un soldado de a caballo desconocido se distinguió heroicamente, su arrojo fue alabado por todos, a causa de haberse conducido valerosamente en una algarada donde encontró la muerte; pero de ninguno tanto como de Raïsciac, señor alemán, que se prendó de una tan singular virtud. Habiendo éste recogido el cadáver, tomado de la natural curiosidad, se aproximó para ver quien era, y luego que le retiró la armadura, reconoció en el muerto a su propio hijo. Esto aumentó la compasión en los asistentes: el caballero sólo, sin proferir palabra, sin parpadear, permaneció de pie, contemplando fijamente el cuerpo, hasta que la vehemencia de la tristeza, habiendo postrado su espíritu, le hizo caer muerto de repente.


Chi puó dir com' egli arde, e in picciol fuoco[70],


dicen los enamorados hablando de una pasión extrema


Misero quod omnes

eripit sensus mihi: nam, si nut·te,

Lesbia, adspexi, nihil est super mi

quod loquar amens:

lingua sed torpet;tenius sub artus

flamma dimanat; sonitu suopte

tinniunt aures; gemina teguntur

lumina nocte.[71]


No es, pues, en el vivo y más enérgico calor del acceso cuando lanzamos nuestras quejas y proferimos nuestras persuasiones; el alma está demasiado llena de pensamientos profundos y la materia abatida y languideciendo de amor; de lo cual nace a veces el decaimiento fortuito que sorprende a los enamorados tan a destiempo, u la frialdad que los domina por la fuerza de un ardor extremo en el momento mismo del acto amoroso. Todas las pasiones que se pueden aquilatar y gustar son mediocres


Curae leves loquuntur, ingentes stupent.[72]


La sorpresa de una dicha que no esperábamos, nos sorprende de igual modo:


Ut me conspexit venientem, et Troïa circam.

Arma amens vidit; magnis exterrita monstris,

diriguit visu in medio; calor ossa reliquit;

labitur, et longo vix tandem tempore fatur.[73]


A más de la mujer romana que murió por el goce que la ocasionó el regreso de su hijo de la derrota de Canas, Sófocles y Dionisio el Tirano fenecieron de placer; y Talva acabó sus días en Córcega, leyendo las nuevas de los honores que el senado romano le había tributado; en nuestro propio siglo al pontífice León X, habiéndosele notificado la tom de Milán, por él ardientemente deseada, le dominó al exceso de alegría, que le produjo una fiebre mortal. Y un testimonio más notable todavía de la debilidad humana, Diodoro el dialéctico, murió instantáneamente, dominado por una pasión extrema de vergüenza a causa de no encontrar un argumento hablando en público, con que confundir a su adversario. Yo me siento lejos de tan avasalladoras pasiones; no es grande mi recelo y procuro además solidificarlo y endurecerlo todos los días con la reflexión.



Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente

Los que acusan a los hombres de marchar constantemente con la boca abierta en pos de las cosas venideras, y nos enseñan a circunscribirnos a los bienes presentes y a contentarnos con ellos, como si nuestro influjo sobre lo porvenir fuera menor que el que pudiéramos tener sobre lo pasado, tocan el más común de los humanos errores, si puede llamarse error aquello a que la naturaleza nos encamina para la realización de su obra, imprimiéndonos como a tantos otros, la falsa imaginación, más celosa de nuestra acción que de nuestra ciencia.

No estamos nunca concentrados en nosotros mismos, siempre permanecemos más allá: el temor, el deseo, la esperanza nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales, para llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces hasta después de nuestra vida. Calamitosus est animus futuri anxius[74].

El siguiente precepto es muy citado por Platón: «Cumple con tu deber y conócete.» Cada uno de los dos miembros de esta máxima envuelve en general todo nuestro deber, y el uno equivale al otro. El que hubiera de realizar su deber, vería que su primer cuidado es conocer lo que realmente se es y lo que mejor se acomoda a cada uno; él que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene; profesa la estimación de si mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza los quehaceres superfluos y los pensamientos y propósitos baldíos. Así como la locura con nada se satisface, así el hombre prudente se acomoda a lo actual y nunca se disgusta consigo mismo. Epicuro dispensa a sus discípulos de la previsión y preocupación del porvenir.

Entre las leyes que se refieren a las defunciones, la que juzgo más fundamentada es aquella por virtud de la cual se examinan las acciones de los príncipes y soberanos después de su muerte. Ellos son los compañeros, si no los dueños de las leyes: lo que la justicia no ha podido vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a veces ponemos por cima de la propia existencia. Es una costumbre que lleva consigo ventajas singulares para las naciones en que se observa y digna de ser deseada por todos los buenos príncipes que tienen motivos de queja de que su memoria se trate como la de los malos. Debemos sumisión y obediencia igualmente a todos los reyes, pero tanto la estima como la afección la debemos únicamente a su virtud. Concedamos al orden político el sufrirlos pacientemente, aunque sean indignos; ayudemos con nuestra recomendación sus acciones indiferentes, mientras que su autoridad ha menester de nuestro apoyo; pero una vez acabadas nuestras relaciones, no es razón el negar a la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos, y principalmente el rechazar a los buenos súbditos la gloria de haber fiel y reverentemente servido a un dueño cuyas imperfecciones le eran bien conocidas, quitando a la posteridad tan conveniente recurso. Aquellos que por respeto de algún beneficio recibido elogian cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal honor, hacen justicia particular a expensas de la justicia pública. Tito Livio dice verdad cuando escribe «que el lenguaje de los que viven a expensas de los monarcas está siempre lleno de ostentaciones vanas y testimonios falsos»; cada cual ensalza a su rey a la primera línea del valer y a la grandeza soberanos. Puede reprobarse la magnanimidad de aquellos dos soldados que interrogados por Nerón, el uno por qué no le quería bien: «Te quería, le contestó, cuando eras bueno; pero desde que te has convertido en parricida, incendiario y charlatán, te odio como mereces.» Preguntado el otro por qué pretendía darle muerte, respondió: «Porque no veo otro medio de evitar tus continuas malas acciones.» Pero los universales y públicos testimonios que después de su muerte se dieron y se darán siempre que se trate de príncipes perversos como él y demás reyes tiránicos, ¿qué sano espíritu puede reprobarlos?

Me contraría que en pueblo tan bien gobernado como el de los lacedemonios, hubiera una costumbre tan poco sincera como la de que voy a hablar. Cuando morían sus reyes, todos los confederados y vecinos, así como los ilotas, hombres y mujeres indistintamente, se hacían cortaduras en la frente en señal de duelo, y proclamaban con gritos y lamentos que el monarca cuya muerte lloraban, cualquiera que su índole hubiera sido, era el mejor soberano que habían tenido; así atribuían al rango la alabanza que sólo al mérito pertenece, y sólo al de la categoría más depurada.

Aristóteles, que en sus escritos todo lo abarca y comprende, habla de la frase de Solón que dice: «Nadie antes de morir puede considerarse dichoso»; sin embargo, hasta el mismo que ha vivido y muerto a medida de sus deseos, tampoco puede considerarse como feliz si su fama se desprestigia y si su descendencia es miserable. Mientras nos agitamos sobre la tierra, por espíritu de preocupación nos trasladamos donde nos place más cuando la vida nos escapa no tenemos ninguna comunicación con las cosas de por aca; así que podemos reponer al dicho de Solón que jamás hombre alguno es feliz puesto que no alcanza tal dicha sino que cuando ya no existe:


Quisquam

vix radicitus e vita se tollit, et jecit:

sed facit esse sui quiddam super inscius ipse...

Nec removet satis a projecto corpore sese, et

vindicat.[75]


Beltrán Duguesclin murió en el cerco del castillo de Randón, cerca de Puy, en Auvernia; habiendo sido vencidos los sitiados se vieron obligados a dejar las llaves de la fortaleza junto al cadáver. Bartolomé de Alviani, general del ejército veneciano, habiendo muerto en las guerras que estos sostuvieron en el Bresciano y su cadáver trasladado a Venecia, al través de Verona, ciudad enemiga, la mayor parte de sus tropas fue de parecer que se pidiera un salvoconducto a los veroneses; pero Teodoro Trivulcio se negó a ello, y antes profirió pasarlo a viva fuerza exponiéndose a los azares del combate, «no siendo propio, decía, que quien en vida jamás había tenido miedo a sus enemigos, una vez muerto les mostrase algún temor». En efecto, en caso análogo y por virtud de las leyes griegas, el que pedía al enemigo un cadáver para darle sepultura renunciaba por este hecho a la victoria, y no lo era ya posible dejar bien puesto el pabellón. Así perdió Nicias la que ganara en buena lid sobre los corintios; y por el contrario, Agesilao aseguró el triunfo que estuvo a punto de perder sobre los beocios.

Rasgos semejantes podrían parecer extraños, si no fuera costumbre de todos los tiempos, no solamente llevar el cuidado de nuestras vidas más allá de este mundo, sino también creer que con frecuencia los favores celestiales nos acompañan al sepulcro y siguen a nuestros restos. De lo cual hay tantos ejemplos antiguos, dejando a un lado los nuestros, que no hay para qué insistir. Eduardo I, rey de Inglaterra, habiendo observado en las dilatadas guerras que sostuvo con Roberto, rey de Escocia, cuanto su presencia hacía ganar a sus empresas, dándole siempre la victoria en las expediciones que dirigía, hallándose moribundo obligó a su hijo, por juramento solemne, que cuando dejara de existir hiciera cocer su cuerpo para separar así la carne de los huesos y que enterrase aquélla; y cuanto a los huesos, que los reservase para llevarlos consigo en las batallas siempre que hubiera de sostener guerra contra los escoceses, como si el destino hubiera fatalmente unido la victoria a sus despojos. Juan Ziska, que trastornó la Bohemia defendiendo los errores de Wiclef, quiso que le arrancaran la piel después de muerto y que con ella hicieran un tambor para tocarlo en las guerras que en adelante se sostuvieran contra sus enemigos, estimando que esto ayudaría a continuar las glorias que él había alcanzado en las lides contra aquellos. Algunos indios de América entraban en combate contra los españoles llevando el esqueleto de uno de sus jefes, en consideración de la buena estrella que en vida había tenido; otros pueblos americanos llevaban a la guerra los cadáveres de los más bravos que habían perecido en las batallas para que la fortuna les fuera favorable y les sirviesen de estímulo. Los primeros ejemplos no atribuyen a los muertos virtud mas que por reputación alcanzada, a causa de sus acciones, mas los segundos suponen la idea de la acción.

Quizás más digna de señalarse sea la acción del capitán Bayardo, quien sintiéndose herido de muerte por un arcabuzazo, y aconsejándole que se retirase del combate, respondió que no le parecía, que no estaba por empezar a volver la espalda al enemigo en los últimos momentos de su vida; habiendo combatido mientras para ello le quedaron fuerzas, cuando ya se sintió sin aliento, y próximo a caer del caballo, mandó a su maestresala que le tendiera al pie de un árbol de modo que pudiese morir con el rostro frente al enemigo, como lo hizo.

Me es necesario consignar este otro ejemplo, tan digno de memoria como los precedentes. El emperador Maximiliano, bisabuelo del rey Felipe actualmente en vida, era un príncipe a quien adornaban muy brillantes dotes y entre otras una belleza física singular; pero entre sus caprichos tenía el siguiente, bien contrario al de los príncipes que, para el despacho de sus más urgentes negocios, convierten en trono la silla de servicio; jamás tuvo criado de tanta confianza que le permitiera verle cuando hacía menesteres; ocultábase para orinar tan cuidadosamente como una doncella, y ni ante su propio médico, ni ante ninguna otra persona, cualesquiera que ésta fuese, mostraba sus desnudeces. Yo, que soy libre de palabra, propendo sin embargo por temperamento al pudor; si una gran necesidad no me obliga a ello, no muestro a los ojos de nadie las partes del cuerpo que el decoro obliga a tener guardadas. A tan supersticioso extremo llevó su hábito el príncipe de que hablo, que dispuso expresamente en su testamento que le atasen bien los calzoncillos cuando muriese, que la persona que se los sujetase tuviera los ojos vendados. El mandato que Ciro hizo a sus hijos de que ni éstos ni nadie viese ni tocase su cuerpo luego que el alma se desprendiera de la materia, atribúyelo a costumbre piadosa, pues así su historiador como aquel monarca, entre otros de sus relevantes méritos, mantuvieron durante todo el transcurso de su vida un especial cuidado de reverencia a las religiosas.

Disgustome la relación que un noble me hizo de un pariente mío, distinguido así en la paz como en la guerra acabando sus días, ya largos, en su casa señorial, atormentado por fuertes dolores de piedra, ocupó sus últimas horas con un cuidado intenso en disponer la ceremonia de su entierro, e hizo que, todos los nobles que le visitaron le dieran palabra de asistir a la ceremonia; y a su mismo soberano, que le había oído disponer semejantes preparativos, suplicole que los de su casa fueran también de la comitiva, empleando muchos ejemplos y razones para demostrar que tal honor pertenecía legítimamente a un hombre de su rango. Obtenida que fue la promesa, pareció expirar contento luego que hubo ordenado a su gusto el acompañamiento del cortejo fúnebre. Apenas he visto otro caso de vanidad tan perseverante.

Otra preocupación opuesta, de que también podría encontrar algún ejemplo en algunas familias, me parece hermanarse con la anterior, y consiste en cuidarse de un modo meticuloso, en los últimos instantes, en ordenar el entierro conforme a la más feroz economía, y en reducir todo el séquito a un criado con una farola. Tal fue el proceder de Marco Emilio Lépido, a quien se alaba por ello, el cual escribió a sus herederos que para él se llevaran a cabo las ceremonias acostumbradas en tales casos. ¿Testimonia frugalidad y templanza el evitar los gastos y beneficios de cuyo disfrute y conocimiento no podemos ya darnos cuenta? Es cuando más una privación sencilla y de poco coste. Si hubiera necesidad de ordenar tales aprestos, sería mi parecer que en esta como en todas las demás cosas de la vida, cada cual los dispusiera con arreglo a su estado de fortuna. El filósofo Lycón ordena cuerdamente a sus amigos que depositen su cuerpo donde mejor les parezca; y en cuanto a los funerales, les dice que no sean ni demasiado mezquinos ni suntuosos con exceso. En punto a entierro, me acomodaré la costumbre general, y me encomendaré a la voluntad de aquellos que a la hora de mi muerte me rodeen. Totus me locus est contemnendus in nobis, non negligendus in nostris[76]. Y muy santamente escribe un padre de la Iglesia: Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exsequíarum, magis sunt vivorum solalia, quam, subsidia mortuorum[77]. Por eso Sócrates responde a Critón, que le pregunta en el momento de su muerte cómo quiere ser enterrado: «Como mejor te cuadre.» Si el temple de mi alma alcanzara a tanto, mejor preferiría imitar a los que vivos y rozagantes arreglan y hasta disfrutan del orden y disposición de su sepulcro, y se complacen viendo su marmórea representación funeraria. ¡Dichosos los que saben hacer que sus sentidos gocen en presencia de la insensibilidad y vivir de su muerte!

Cuando viene a mi memoria la inhumana injusticia del pueblo ateniense, que hizo morir sin remisión, sin querer siquiera oír sus defensas, a los valientes capitanes que acababan, de ganar contra los lacedemonios en combate naval que se libró cerca de las islas Arginensas, poco me falta para detestar con irreconciliable odio toda dominación popular, aunque en el fondo me parezca la más justa y natural. Aquel combate fue el más reñido, el más encarnizado que los griegos libraran por mar con sus escuadras, y se sacrificó a sus caudillos porque después de la victoria siguieron la conducta que la ley de la guerra les brindara, mejor que detenerse a recoger y dar sepultura a sus muertos. Hace más odiosa todavía esta ejecución la varonil y generosa conducta de Diomedón, uno de los condenados, hombre dotado de grandes virtudes militares y políticas, el cual, adelantándose para hablar a sus jueces, luego de haber oído el decreto que le condenaba, que era la ocasión única en que lo era lícito hablar, en lugar de emplear sus palabras en defensa de su causa y de hacer flagrante la evidente injusticia de un decreto tan cruel, ninguna palabra dura tuvo para los que le juzgaban; rogó sólo a los dioses que convirtieran la sentencia en beneficio de los que la dictaron. Y con el fin de que por dejar sin cumplimiento las promesas que él y sus compañeros habían echo a las divinidades por haberles otorgado un tan señalado triunfo, la ira celeste no descargara sobre los condenadores, Diamón explicó en qué consistían aquéllas. Al punto, sin proferir una palabra más, sin titubear, encaminose al suplicio con heroico continente.

Años después la fortuna les infringió el mismo castigo: Cabrías, general de las fuerzas marítimas, habiendo tenido la mejor parte en el combate contra Pollis, almirante de Esparta en la isla de Naxos, perdió todos los beneficios de una victoria decisiva por no incurrir en igual desgracia que los anteriores; queriendo recoger algunos cadáveres que flotaban en el mar dejó salvarse un número importante de enemigos que les hicieron pagar bien cara su importuna superstición:


Quaeris, quo jaceas, post obitum, loco?

Quo non nata jacent.[78]


Ennio concede el sentimiento del reposo a un cuerpo sin alma:


Neque sepulcrum quo recipiatur, habeat portum corporis

ubi remissa humana vita, corpus requiescat a malis?[79]


Igualmente la naturaleza nos muestra que algunas cosas muertas guardan todavía relaciones ocultas con la vida: el vino se altera en las bodegas al tenor de los cambios que las estaciones producen las vides, y la carne montesina cambia de naturaleza y sabor en los saladeros, del propio modo que la de los animales vivos, al decir de algunos.



Como el alma descarga sus pasiones sobre objetos falsos, cuando los verdaderos la faltan

Un noble francés, extremadamente propenso al mal de gota, a quien los médicos habían prohibido rigorosamente que comiera carnes saladas, acostumbraba a reponer, bromeando, al precepto facultativo: «Menester es que yo encuentre a mano alguna causa a que achacar mi alma; maldiciendo unas veces de las salchichas y otras de la lengua de vaca y del jamón, parece que me siento más aliviado.

De la propia suerte que cuando alzamos el brazo para sacudir un golpe, nos ocasiona dolor el que no encuentre materia con que tropezar, dar el golpe en vago, y así como para que la vista de un panorama sea agradable, es necesario que no esté perdido ni extraviado en la vaguedad del aire, sino que se encuentre situado en lugar conveniente:


Ventus ut amittit vires, nisi robore densae

ocurrant silvae, spatio difusus inani[80],


de igual modo parece que el alma, quebrantada y conmovida, se extravía en sí misma si no se la proporciona objeto determinado; precisa en toda ocasión procurarla algún fin en el cual se ejercite. Plutarco dice, refiriéndose a los que tienen cariño a los perrillos y a las monas, que la parte afectiva que existe en todos los humanos, falta de objeto adecuado, antes que permanecer ociosa se forja cualquiera, por frívolo que sea. Vemos pues, que nuestra alma antes se engaña a si misma enderezándose a un objeto frívolo o fantástico, indigno de su alteza, que permanece ociosa. Así los animales llevados de su furor, se revuelven contra la piedra o el hierro que los ha herido, y se vengan a dentelladas sobre su propio cuerpo, del daño que recibieron:


Pannoni, haud aliter post ictum saevior ursa,

cui jaculum parva Lihys amentavit habena,

se rolat in vulnus, telumque irata receptum

impetit, et secum fugientem circuit hastam.[81]


¿A cuántas causas no achacamos los males que nos acontecen? ¿En qué no nos fundamos, con razón o sin ella, para dar con algo con qué chocar? No son las rubias trenzas que desgarras, ni la blancura de ese pecho que despiadada, golpeas, los que han perdido al hermano querido a quien lloras; busca en otra parte la causa de tus quejas. Hablando Tito Livio del ejército romano que peleaba en España después de la pérdida de los dos hermanos, los grandes capitanes[82], dice: flere omnes repente el offensare capita.

El filósofo Bión habla de un rey a quien la pena hizo arrancarse los cabellos; y añade bromeando: «Pensaba, acaso, que la calvicie aligera el dolor.» ¿Quién no ha visto mascar y tragar las cartas o los dados a muchos que perdieron en el juego su dinero? Jerjes azotó al mar, y escribió un cartel de desafío al monte Atos. Ciro ocupó todo un ejército durante varios días en vengarse del río Gindo, por el temor que había experimentado al cruzarlo. Calígula demolió una hermosa vivienda por el placer que su madre había en ella disfrutado.

Los campesinos decían cuando yo era mozo que el rey de una nación vecina, habiendo recibido de Dios una tunda de palos, juró vengarse de tal ofensa; para ello ordenó que durante diez años ni se rezase ni se hablase del Criador, y si a tanto alcanzaba su autoridad, que tampoco se creyese en él. Con todo lo cual quería mostrarse, no tanto la estupidez como la vanidad pertinente a la nación a que se achacaba el cuento; ambos son siempre defectos que marchan a la par, aunque tales actos tienen quizás más de fanfarronería que de estupidez. César Augusto, habiendo sido sorprendido por una tormenta en el mar, desafió, al dios Neptuno, y en medio de la pompa de los juegos circenses, hizo que quitaran su imagen de la categoría que le pertenecía entre los demás dioses para vengarse de sus iras, en lo cual es menos excusable que los primeros, y menos aún cuando, habiendo perdido una batalla bajo el mando de Quintino Varo en Alemania, de desesperación y cólera golpeaba su cabeza contra la muralla, gritando: «Varo, devuélveme mil legiones!» Los primeros se dirigían al propio Dios o a la fortuna, como si ésta tuviera oídos para escucharlos, a ejemplo de los tracios que, cuando traería, o relampaguea, arrojan flechas al cielo para calmar las iras de la naturaleza. En fin, como dice este antiguo poeta en un pasaje de Plutarco:


Point ne se fault courroacer aux affaires;

il ne no leur chault de toutes nos choleres.[83]


Nunca acabaríamos de escribir vituperios contra los desórdenes de nuestro espíritu.



Si el jefe de una plaza sitiada debe o no salir a parlamentar

Lucio Marcio, legado de los romanos en la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiempo de que había menester para organizar su ejército, aparentó desear llegar a un acuerdo; el rey, distraído, le concedió algunos días de tregua, facilitando así a su enemigo recursos, oportunidad y tiempo para apercibirse mejor a la lucha, con lo cual encontró su ruina. El senado romano, guardador de las costumbres dignas de memoria, acusó tal práctica como enemiga de la antigua, que era, según los miembros de aquel cuerpo, combatir frente a frente, no valiéndose de sorpresas ni emboscadas nocturnas, ni de huidas aparentes y ataques inesperados, no dando comienzo a una guerra sin antes haberla declarado, y a veces después de haber señalado previamente la hora y el lugar de la batalla. Por virtud de aquel proceder rechazaron al médico traidor que Pirro les envió y a los faliscos el preceptor desleal. Tal era el proceder de los romanos en oposición a la sutileza griega y a la astucia púnica, según las cuales vencer por la fuerza era menos glorioso que vencer, por el engaño. El que se sirve de malas artes y logra su deseo, se da por satisfecho; pero sólo se da por bien derrotado el que reconoce haberlo sido, no por el engaño ni el azar, sino por el valor, de ejército a ejército, en franca y abierta lucha. Dedúcese de aquí que esas buenas gentes no habían aceptado como justa esta hermosa sentencia:


Dolus an virtus quis in hoste requirat?[84]


Refiere Polibio que los aqueos detestaban en sus guerras todo propósito engañoso, no estimando victoria buena más que aquella en que los esfuerzos del enemigo fueron bien abatidos. Eam vir sanctus el sapiens sciet veram esse victoriam, quae, salva fide el integra dignitate parabitur[85], añade Cicerón.


Vosne velit an me, regnare era, quidve ferat, fors,

virtute experiamur.[86]


En el reino de Ternate, que figura entre las naciones que nos complacemos en llamar bárbaras, es costumbre no emprender guerra alguna sin haberla antes anunciado, y declarado ampliamente las fuerzas de que disponen, número de combatientes, municiones y qué género de armas, así ofensivas como defensivas van a emplearse en la lucha; tal formalidad cumplida, si sus enemigos no llegan a un acuerdo, no tienen aquéllos inconveniente en servirse de cuantos medios están en su mano para lograr la victoria.

Los antiguos florentinos estaban tan lejos de alcanzar por sorpresa ventaja sobre sus enemigos, que advertían a éstos un mes antes de echarlas tropas al campo por medio del continuo toque de la campana, que llamaban Martinella.

Menos escrupulosos nosotros, damos la palma sólo al que vence, y practicamos la doctrina de Lisander, el cual decía: «Donde no basta la piel del león, precisa añadir un trozo de la del zorro.» Las más frecuentes ocasiones de sorpresa se sacan de esta sentencia. Es principio recibido entre todos nuestros guerreros, «que jamás el gobernador de una fortaleza sitiada salga a parlamentar». Fue esto mal visto en tiempos recientes y reprochando a los señores de Montmord y de l'Assigny, que defendían a Mouson peleando contra el duque de Nassau. Discúlpase, sin embargo, al que sale de tal suerte que la ventaja y seguridad permanecen de su parte; como hizo en la ciudad de Reggio el conde Guido de Rangan (si concedemos crédito a Bellay, pues Guieciardini asegura que fue él el autor del hecho), cuando el señor del Escut se acercó para parlamentar, porque permaneció aquél tan cerca de su fortaleza, que habiéndose producido algún desorden durante la entrevista, no sólo el señor del Escut y los suyos se vieron debilitados, sino que Alejandro Trivulcio fue muerto y el propio del Escut viose obligado, para mejor defensa, a seguir al conde y a cobijarse bajo la buena fe de éste al resguardo del peligro en la ciudad.

Eumenes, en la ciudad de Nora, obligado por Antígono que la sitiaba a salir para hablarle, alegando que era de razón que saliese a su encuentro, en atención a que el segundo era el más fuerte, después de haber dado la siguiente noble respuesta: «No estimo que otro sea más fuerte que o, en tanto que disponga de mi espada» no consintió en abandonar su puesto hasta que Antígono le dio a su sobrino en rellenes conforme había pedido.

No les fue mal a algunos fiándose en la palabra del sitiador; testimonio de ello es el caso de Enrique de Vaux, caballero de la Champagne, quien fue cercado en el castillo de Commercy por los ingleses. Bartolomé de Bonnes, que mandaba la plaza, hizo quemar gran parte del castillo; de modo que el fuego amenazaba acabar con las vidas de los que se hallaban dentro. De Vaux fue invitado a parlamentar en su provecho por el sitiador, y así lo hizo. Como su completa ruina, en caso contrario, no se lo ocultaba, se sintió singularmente reconocido al enemigo, a la merced del cual se encomendó. Apenas llegó el fuego a la mina, el castillo quedó enteramente destruido.

Tengo siempre confianza en la buena fe de los demás; pero mal de mi grado me encomendaría a ella, cuando mi determinación hiciera suponer o presumir la desesperación o la falta de valor; prefiero entregarme a la franqueza y crédito en la lealtad ajena.



Hora peligrosa de los parlamentos

Poco ha he visto en el territorio de mis vecinos de Mussidán que los que fueron arrojados por nuestro ejército y sus aliados, calificaban de traición el que durante las gestiones para llegar a un acuerdo se les había sorprendido y dejado maltrechos, conducta que acaso hubiera sido verosímil en otros siglos. Como queda dicho en el capítulo anterior nuestro modo de obrar se aparta enteramente de tales costumbres lejanas; mas sin embargo no debe concederse crédito de unos para otros hasta que las últimas formalidades estén bien determinadas, y aun entonces queda todavía bastante en que pensar. Siempre ha sido abandonarse al azar el fiarse en la licencia de un ejército victorioso. La observancia de la palabra dada a una ciudad que se rinde quedó generalmente incumplida al dejar la entrada libre a los soldados vencedores.

Lucio Emilio Regilo, pretor romano, habiendo puesto todo su conato en apoderarse de la ciudad de Phoces, no consiguió su intento a causa de la singular proeza de sus habitantes que se defendieron a maravilla, e hizo con ellos pacto de considerarlos como amigos del pueblo romano, así como de entrar en el territorio como en ciudad confederada, logrando así que acabaran las hostilidades; mas habiéndose efectuado la entrada en compañía de su ejército para dar mayor pompa al espectáculo, no estuvo en las manos del pretor el contener a sus soldados, por más esfuerzos que hizo, y ante sus ojos vio que saquearon buena parte de la plaza: la venganza y la avaricia sobrepujaron la autoridad del jefe, así como la disciplina militar.

Decía Cleómenes que cualquiera que fuera el daño que al enemigo se hiciera en la guerra, aquél estaba por cima de toda justicia, y que era además ajeno a ley ninguna, ni de los dioses ni de los hombres. Habiendo dicho guerrero ajustado una tregua de siete días con los argianos, tres solamente eran pasados cuando cargó sobre ellos hallándose dormidos, y acabó con todos, alegando como defensa de su proceder que en el convenio hecho no se había hablado de las noches. Los dioses vengaron tan pérfida sutileza.

En ocasión de celebrarse un parlamento entre los magistrados de la ciudad de Casilinum, fue ésta tomada por sorpresa; aconteció el hecho, sin embargo, en el siglo de Roma en que florecieron los más justos capitanes y en que las milicias estaban mejor regimentadas. Siempre que para ello tropezamos con ocasión favorable nos prevalemos de la torpeza de nuestros enemigos, así como de su falta de valor. Cuenta la tierra con privilegios razonables que la razón no aprueba, y no se cumple aquí la máxima Neminem id agere, ut ex alterius praedetur inscitia[87]; pero me sorprende la extensión que Jenofonte da a aquellos a juzgar, por las ideas y por las diversas expediciones del emperador de quien escribió las hazañas. Aunque merezca gran crédito en tales cosas, como experimentado capitán y filósofo de los primeros discípulos de Sócrates, yo no puedo aceptar como buenos esos privilegios en todas sus partes.

El señor de Aubigny puso cerco a Capua, y después de haber llevado a cabo un furioso ataque, Fabricio Colona, que defendía la ciudad, comenzó a parlamentar desde un baluarte; mientras sus gentes se habían descuidado algún tanto, las de Aubigny, apoderáronse de la ciudad e hicieron un gran destrozo. Recientemente en Ivoy, el señor Juan Romero, habiendo incurrido en el desacierto de salir a parlamentar con el condestable, encontró a su regreso la plaza tomada. El marqués de Pescara sitiando a Génova, donde el duque Octavio Fregoso mandaba bajo la protección francesa, estando ya de acuerdo ambos caudillos, habiendo ya adelantado tanto que se daba ya por hecho, estando ya a punto de ratificarse, los españoles penetraron en la plaza y procedieron como si hubieran ganado la victoria. Más tarde, en Ligny, en Barrois, donde el conde de Brienne ejercía el mando, habiéndole sitiado el emperador en persona, Bertheville, lugarteniente del citado conde salido a parlamentar, durante esta operación la ciudad se encontró tomada;


Fú il vincer sempremai laudabil cosa,

vincasi o per fortuna o per ingegno[88],


dicen los que así obran; pero el filósofo Crisipo no hubiera sido de este parecer, ni yo tampoco; pues decía que aquellos que compiten en la carrera deben emplear todos los recursos de que disponen, pero en manera alguna les es lícito poner mano en el adversario para detenerle, ni tampoco la pierna para que caiga. Y expresándose todavía de modo más generoso, el gran Alejandro Polipercón, a quien querían persuadir para que se aprovechara de la ventaja que la oscuridad y la noche le proporcionaban para atacar a Darío: «De ningún modo, respondió, no está en mí ir en busca de victorias de mala ley: malo me fortunae paeniteat, cuam victoriae pudeat.»[89]


Atque idem fugientem haud est dignatus Oroden

sternere, nec jacta caecum dare cuspide vulnus:

obvius adversoque ocurrit, seque viro vir

contulit, haud furto melior, sed fortibus armis.[90]



Que la intención juzga nuestras acciones

Dícese que la muerte nos libra de todos nuestros compromisos. Yo sé de algunos que han interpretado este principio de diverso modo. Enrique VII, rey de Inglaterra, convino con don Felipe, hijo del emperador Maximiliano, o, para designarle de una manera más honrosa, padre del emperador Carlos V, en que le hiciera entrega del duque de Suffol de la Rosa blanca, su enemigo, que había huido y buscado asilo en los Países Bajos, con la condición de que no atentaría contra la vida de dicho duque; sin embargo, a la hora de morir ordenó a su hijo en el testamento que diera muerte a Suffol en cuanto él hubiera exhalado el último suspiro. Poco ha, en esa tragedia de los condes de Horn y Hegmond que el duque de Alba nos hizo ver en Bruselas, hubo toda suerte de acontecimientos notables. El conde de Hegmond, bajo cuya fe y seguridad su compañero se entregó al duque, rogó con grande insistencia que se le hiciera morir el primero a fin de pagar con su vida la del conde de Horn. La muerte no descargó al primero de la fe prometida, y el segundo pudo estar libre sin sucumbir. No podemos mantenernos más allá de nuestras fuerzas ni de nuestros medios; por esto, y porque nuestros esfuerzos y ejecuciones no residen en modo alguno en nuestro poder, no hay nada tan real en nuestro albedrío como la voluntad; en ella se fundan y establecen por necesidad todas las reglas del deber del hombre. Así, el conde de Hegmond que tenía su alma y voluntad sujetas a su promesa, bien que la facultad de efectuarla no estuviera en su mano, quedaba sin duda libre de su deber, aun cuando hubiese sobrevivido al conde de Horn. Pero el rey de Inglaterra, faltando a la palabra dada por designio, no puede encontrar excusa por haber dejado para después de la muerte, la ejecución de su deslealtad; como tampoco el arquitecto de que nos habla Heródoto, el cual guardó lealmente durante toda su vida el secreto del lugar en que se encontraban los tesoros del rey de Egipto, su señor, y al morir lo descubrió a sus hijos.

He visto algunos hombres que en vida retuvieron a sabiendas intereses ajenos, disponerse a entregarlos por su testamento, después de su muerte. Con semejante proceder nada hacen de eficaz, ni al aplazar cosa tan urgente, ni al pretender borrar falta tan grave mediante sacrificio tan escaso. Este debe ser mayor cuanto que pagan a regañadientes; su satisfacción debe ser más justa y meritoria: la penitencia exige el sacrificio. Todavía son más dignos de reprensión los que guardan la declaración de alguna odiosa voluntad hacia el prójimo para sus últimos instantes, habiéndola ocultado toda su vida; dan estos muestra de estimar en poco su propio honor, irritando al ofendido contra su memoria, y menos todavía su conciencia, no habiendo sabido hacer extinguir su odio por el respeto de la muerte misma, y llevándolo hasta más allá del sepulcro. Jueces injustos que juzgan cuando carecen ya de conocimiento de causa. Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que mi vida no haya sostenido y abiertamente declarado.



De la ociosidad

Como vemos los terrenos baldíos, si son fecundos y fértiles, poblarse de mil suertes de hierbas espontáneas e inútiles, y que ara que produzcan provechosamente es preciso cultivarlos y sembrarlos de determinadas semillas para nuestro servicio; y así como vemos a las mujeres producir solas montones informes de carne[91], y que para que resulte una generación provechosa y natural es necesario depositar en ellas otra semilla, así acontece con los espíritus; si no se los ocupa en labor determinada que los sujete y contraiga se lanzan desordenadamente en el vago campo de las fantasías,


Sicut aquae tremulum labris ubi lumen ahenis

sole repercussum, aut radiantis imagine Lunae,

omnia pervolitat, late loca; jamque sub auras

erigitur, summique ferit loquaeria tecti[92];


y no hay ensueño ni locura que el entendimiento no engendre en agitación semejante:


Velut aegri somnia, vanae

finguntur species.[93]


El alma se pierde cuando no tiene un fin establecido, pues como suele decirse, estar en todas partes no es encontrarse en ninguna.


Quisquis ubique habitat, Maxime nusquam habitat.[94]


Yo, que últimamente me he recogido en mi casa decidido en cuanto de mi voluntad dependa a pasar en reposo y solo la poca vida que me queda, pareciome no poder prestar beneficio mayor a mi espíritu que dejarlo en plena libertad, abandonado a sus propias fuerzas, que se detuviese donde tuviera por conveniente, con lo cual esperaba que pudiera en lo sucesivo adquirir mayor madurez mas yo creo que, como


Variam semper dant otia mentem[95],


ocurre precisamente lo contrario. Cuando el caballo escapa solo, toma cien veces más carrera que cuando el jinete lo conduce; mi espíritu ocioso engendra tantas quimeras, tantos monstruos fantásticos, sin darse tregua ni reposo, sin orden ni concierto, que para poder contemplar a mi gusto la ineptitud y singularidad de los mismos, he comenzado a poneros por escrito, esperando con el tiempo que se avergüence al contemplar imaginaciones tales.



De los mentirosos

No hay ningún hombre más desacertado que yo para hablar de memoria, pues es tan escasa la que tengo que no creo que haya en el mundo nadie a quien falte más que a mí esta facultad. Todas las demás son en mí viles y comunes, pero en cuanto a memoria me creo un ente singular y raro digno de ganar reputación y nombradía. Además de la falta natural que experimento (en verdad vista su necesidad Platón hace bien en nombrarla diosa grande y poderosa) si en mi país quieren señalar a un hombre falto de sentido, dicen de él que no tiene memoria; cuando me quejo de la falta de la mía me reprenden y no quieren creerme, como si me acusara, de falta de sensatez: no establecen distinción alguna entre memoria y entendimiento, lo cual agrava mi situación, pero no me perjudica, pues por experiencia se ve que las memorias excelentes suelen acompañar a los juicios débiles. Equivócanse también no haciéndome justicia, en el respecto siguiente: quien como yo no sabe hacer bien nada, aparte de ser excelente amigo, ve que para ellos las mismas palabras que acusan mi enfermedad representan la ingratitud; forman idea de mi afección por mi memoria, y de un defecto natural hacen un defecto de conciencia: «Olvidó, dicen, esta súplica o esta promesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado de decir, hacer o callar esto o aquello por la estimación que me tiene.» A la verdad, yo puedo fácilmente olvidar, pero dejar de cuidarme del encargo que un amigo me ha confiado, no lo hago nunca. Que se disimule, pues, mi defecto, sin hacerlo consistir en malicia y mucho menos en una malicia que se opone abiertamente a mi carácter.

Algo me sirve de consuelo en esta falta de memoria el convencimiento de que es un mal de que me valgo para corregir otro peor, que fácilmente hubiera germinado en mí y el cual es la ambición, pues no puede soportar la falta de memoria quien está sumido en los negocios del mundo. Como rezan varios ejemplos semejantes del progreso de la naturaleza, la ausencia de memoria ha fortificado en mí otras facultades a medida que ésa me ha faltado; de tener buena memoria fácilmente seguiría las huellas ajenas, mi espíritu languidecería por no ejercer sus propias facultades, como suele hacer casi todo el mundo, que se sirve de las extrañas opiniones por tenerlas presentes en la mente; mi discurso por la misma razón tampoco es muy extenso ni dilatado, pues sólo merced a la memoria se almacenan las especies que el juicio no procura. Si me hallara favorecido por tal facultad hubiera ensordecido a mis amigos con mi charla; los asuntos, al despertar en mí la facultad que yo poseo de manejarlos y emplearlos, alargarían en demasía mis disertaciones. Es cosa lamentable, yo lo veo por algunos de mis amigos, a medida que la memoria les representa el caso de que hablan por todas sus fases, retroceden en su narración, cargándola con tan inútiles detalles, que si lo que refieren es interesante, ahogan todo el interés; y si no lo es, hay tanta razón para maldecir de su feliz memoria como de su juicio desdichado. Es cosa harto difícil cerrar una relación y cortarla una vez que se ha comenzado; nada hay que mejor pruebe la fuerza de un caballo que el que se pare neto y en redondo. Aun entre las personas dotadas de tacto veo muchas que quieren y no pueden apartarse ele la carrera emprendida, mientras buscan el punto para cerrar el paso: marchan faramalleando y arrastrándose como hombres que sucumben de debilidad. Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que perdieron la memoria de sus repeticiones. He visto relaciones muy agradables convertirse en aburridas en la boca de un anciano, porque cada uno de los circunstantes las había oído cien veces por lo menos.

La segunda ventaja de la falta de memoria consiste en recordar menos las ofensas recibidas; como decía Cicerón, para ello sería menester un protocolo. Darío, para no echar en olvido la ofensa que había recibido de los atenienses, hacía que un paje le repitiera al oído tres veces, siempre que se sentaba a la mesa: «Señor, acordaos de los atenienses.» Además, los lugares y libros que veo por segunda o tercera vez, se me ofrecen siempre como una novedad.

No sin razón se dice que quien no se sienta fuerte de memoria debe apartarse de la mentira. Bien sé que los retóricos establecen diferencia entre mentir y decir mentira; aseguran que decir mentira es decir cosa falsa que se tomó por verdadera; y que la definición de la palabra mentir, en latín, de donde nuestra lengua la ha tomado, vale tanto como ir contra su conciencia, y que, por consiguiente, esto no se relaciona sino con los que dicen algo contrario a lo que saben, a los cuales me refiero. Ahora bien, éstos o lo inventan todo a su guisa, o alteran y trastornan aquello que es verdadero. Cuando cambian y desfiguran una cosa, al ponerla en su lugar un interlocutor, es difícil que se desconcierten, en atención a que su idea, tal cual es, habiéndose acomodado primeramente en su memoria o impreso en ella por la vía del conocimiento y de la ciencia, es difícil que no se presente a imaginación desalojando la falsedad, que no puede tener el pie tan seguro ni asentado, y las circunstancias del primer aprendizaje, esparciéndose de diversas suertes en el espíritu, tampoco hacen perder el recuerdo de la parte falsa o bastarda. En aquellos otros que inventan fondo y forma, como no hay ninguna impresión contraria que choque a su falsedad, tanto menos semejan equivocarse. De todos modos acontece que, como la mentira es un cuerpo vano y sin fundamento escapa fácilmente a la memoria, si ésta no es fuerte y bien templada. De lo cual he tenido experiencia frecuente en casos graciosos ocurridos a expensas de los que forman constantemente el propósito de ser de la misma opinión de la persona a quien hablan, bien en los asuntos que negocian, bien por dar satisfacción a los grandes; pues estas circunstancias en las cuales quieren prescindir de su fe y de su conciencia, estando sujetas a cambios frecuentes, preciso es que sus palabras se diversifiquen a medida que ellas cambian, de donde resulta que tratándose de la misma cosa, unas veces dicen gris, otras amarillo a una persona de un modo, a otra de manera distinta. Y si por fortuna esta clase de hombres acomodan opiniones tan contrarias ¿en qué se convierte tan hermoso arte? ¡a más de que imprudentemente ellos mismos se desconciertan con tanta frecuencia! Porque, ¿de qué memoria no habrían menester para acordarse de tantas formas diversas como forjaron de un mismo asunto? En mi tiempo he visto envidiar a algunos esta clase de habilidad, los cuales no ven que si la reputación la acompaña, ésta carece de todo fundamento.

Es a la verdad la mentira un vicio maldito. No somos hombres ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra. Si conociéramos todo su horror y trascendencia, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor motivo que otros pecados. Yo creo que de ordinario se castiga a los muchachos sin causa justificada, por errores inocentes, y que se les atormenta por acciones irreflexivas que carecen de importancia y consecuencia. La mentira sola, y algo menos la testarudez, parécenme ser las faltas que debieran a todo trance combatirse: ambas cosas crecen con ellos, y desde que la lengua tomó esa falsa dirección, es peregrino el trabajo que cuesta y lo imposible que es llevarla a buen camino; por donde acontece que comúnmente vemos mentir a personas que por otros respectos son excelentes, las cuales no tienen inconveniente en incurrir en este vicio. Trabaja en mi casa un buen muchacho, sastre, a quien jamás oí decir verdad más que cuando le conviene. Si como la verdad, la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquélla, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero mas el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido. Los pitagóricos creen que el bien es cierto y limitado, el mal infinito e incierto. Mil caminos desvían del fin, uno solo conduce a él. No me determino a asegurar que yo fuera capaz para salir de un duro aprieto o de un peligro evidente y extremo, de emplear una descarada y solemne mentira. Plinio dice que nos encontramos más a gusto en compañía de un perro conocido que en la de un hombre cuya veracidad de lenguaje desconocemos. Ut externus alieno non sit homines vice[96]. El lenguaje falso es en efecto mucho menos sociable que el silencio.

El rey Francisco I se alagaba de haber arrollado por medio de tales artes a Francisco Taverna, embajador de Francisco Sforza, duque de Milán. Era este legado hombre famosísimo en la ciencia de la charla, y había recibido de su señor la misión de disculparle a los ojos del monarca a causa de un suceso de importancia grave. El rey, para estar informado de las cosas de Italia, de donde había sido expulsado, incluso del ducado de Milán, decidió enviar cerca de Sforza un gentilhombre que le sirviera de hecho de embajador, pero que en apariencia simulara residir en el país por sus negocios particulares, lo cual era posible fingir porque el poder del duque dependía más del emperador (sobre todo en aquella época en que preparaba el matrimonio con su sobrina, hija del rey de Dinamarca, que es al presente dueña de Lorena), y no podía descubrir, sin perjuicio de sus intereses, que tal personaje tuviera ninguna relación ni comunicación con nosotros. A esta comisión se prestó un caballero milanés, caballerizo de la casa real llamado Maravilla, quien, despachado con cartas secretas y particulares instrucciones como embajador, y llevando además otras de recomendación para el duque en favor de sus asuntos particulares, para cubrir las apariencias, permaneció tanto tiempo cerca de ese personaje, que habiéndolo advertido el emperador, disgustose por ello, lo cual a mi ver dio lugar a lo que sucedió después, y fue que, so pretexto de una muerte misteriosa, el duque mandó que le cortaran la cabeza de noche, habiendo el proceso durado sólo dos días. Francisco Taverna se encargó de tergiversar lo acontecido (el rey había reclamado a todos los príncipes de la cristiandad y al duque mismo), y en sus declaraciones relató mil patrañas, entre otras que su señor jamás consideró al muerto sino como gentilhombre privado y súbdito suyo, a quien habían llevado a Milán sus negocios particulares, añadiendo además que no sabía que perteneciera a la casa del soberano, ni mucho menos que fuera su representante. El rey a su vez, acorralándole con diversas objeciones y preguntas, y cercándole por todos lados, llevole por fin al punto de la ejecución, que se llevó a cabo como queda dicho, por la noche, y como a escondidas, a lo cual el pobre hombre, confundido por completo, respondió para echárselas de sencillote, que por respeto a su majestad, el duque no hubiera consentido que hubiese tenido lugar durante el día. Puede suponerse cómo fue cogido en la trampa, habiéndoselas con un hombre de tan aguzado olfato como Francisco I.

El papa Julio II envió un embajador al rey de Inglaterra para impulsarle a la guerra contra el rey Francisco. Luego que fue conocida su misión, como el rey de Inglaterra insistiera en su respuesta sobre los obstáculos que veía para disponer los preparativos necesarios con que combatir a un soberano tan poderoso, el embajador replicó torpemente que él por su parte los había pesado también y se los había hecho presentes al papa. Por estas palabras, bien ajenas a su misión, que no era otra que la de empujarle desde luego a la lucha, el rey infirió lo que se corroboró después, o sea que el embajador, por designio propio, era un auxiliar de Francia. Advertido de ello el papa fuéronle confiscados todos los bienes y faltole poco para perder la vida.



Del hablar pronto o tardío

No a todos fueron concedidos todos los dones; así vemos que entre los que poseen el de la elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquiera ocasión están prestos a la respuesta; otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado.

Así como se recomienda a las damas los juegos y ejercicios corporales que contribuyen al acrecentamiento de su belleza, si yo tuviese que aconsejar qué género de elocuencia de las dos citadas conviene más al predicador y al abogado, entiendo que el que no sea improvisador es más apto para orador sagrado, y que, al que por el contrario, lo es, conviene la abogacía. El orador sagrado dispone siempre del tiempo necesario para preparar sus oraciones, y sus discursos no son nunca interrumpidos; el abogado tiene por necesidad que improvisar y ser apto para la polémica. Sin embargo en la entrevista del papa Clemente con el rey de Francia ocurrió que el señor Poyet, hombre adiestrado en el foro y tenido en gran reputación como abogado, recibió la comisión de pronunciar una arenga ante el papa, y habiéndola bien premeditado de antemano algunos dicen que ya la traía redactada de París), el mismo día que tenía que pronunciarla, el pontífice temió que el orador no estuviese todo lo prudente que era menester y que pudiera ofender a los embajadores de los demás príncipes que le rodeaban; en esta creencia el papa mandó al rey el argumento del discurso que le parecía más apropiado a las circunstancias, y que era en todo contrario al del discurso preparado por el señor Poyet; de modo que la arenga de éste fue ya inútil y le era necesario pronunciar la otra, de lo cual, sintiéndose incapaz el abogado fue precisó que el cardenal del Bellay hiciese de orador en la ceremonia. La labor del abogado es menos viable que la del predicador, sin embargo de lo cual, tal es al menos mi opinión, encontramos mejores abogados que predicadores, a lo menos en Francia. Parece que es más adecuada labor del espíritu la improvisación y el repentizar, y tarea más apta del juicio la lentitud y el reposo. Quien permanece mudo si carece de tiempo para preparar su discurso y aquel a quien el tiempo no procura ventajas de hablar mejor se encuentran en igual caso.

Cuéntase que Severo Casio hablaba mejor sin preparación alguna; que debía más a la fortuna que a la actividad y diligencia de su espíritu, y que sacaba gran partido cuando le interrumpían. Temían sus adversarios mortificarle de miedo que la cólera no duplicara la fuerza de su elocuencia. Esta cualidad de algunos hombres la conozco yo por experiencia propia; acompaña siempre a aquellos que no pueden sostener una meditación continuada, y en tales naturalezas lo que libremente y como jugando no se produce, tampoco se alcanza por ningún otro medio. De algunos otros decimos que denuncian el aceite y la lámpara, por cierta aridez y rudeza que la labor imprime en las partes laboriosas del ingenio. Además de esto, el deseo de trabajar con acierto y el recogimiento del espíritu, demasiado en tensión y circunscrito en su empresa, hácenle encontrar dificultades, como acontece cuando el agua pugna por salir de un depósito que rebasa y no es bastante grande el boquete de desagüe. A los que poseen aquella cualidad ocúrreles a veces que no han menester estar conmovidos ni mortificados por sus pasiones para llegar a la elocuencia, como acontecía a Casio, pues tal estado sería demasiado tirante; tal género de elocuencia necesita que el orador no sea agitado, sino más bien solicitado; precisa el calor y que las facultades se despierten por las ocasiones inesperadas y fortuitas. Esta elocuencia, abandonada a sí misma se arrastra y languidece; la agitación constituye su vida y su encanto. En la natural disposición de mi espíritu no me encuentro en mi elemento; lo imprevisto tiene más fuerza que yo; la ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz sacan más partido de mi espíritu que el que yo encuentro cuando a solas lo sondeo y ejercito. De modo que en mí las palabras aventajan a los escritos, si es que puede haber elección ni comparación posibles en cosas de tan poca monta. Suele acontecerme también que la inspiración me favorece más que el raciocinio. En ocasiones escribiendo se me escapa alguna sutileza (bien se me alcanza: insignificante al entender de otro, puntiaguda para el mío; dejemos tales distingos, cada cual habla del ingenio, según la fuerza del suyo), y luego no sé lo que con ella quise decir; a veces cualquiera otro descubre su sentido antes que yo. Si suprimiera todas las frases en que tal me acontece, apenas si dejaría ninguna transcrita. La casualidad me hará ver luego claramente su alcance, generalmente más claro que la luz del mediodía, y contribuirá a que yo mismo me asombre de mi incertidumbre.



De los pronósticos

Por lo que toca a los oráculos, mucho tiempo antes de la venida de Jesucristo habían comenzado ya a caer en descrédito. Cicerón pretende buscar la causa de este decaimiento, y dice: Cur isto modo jam oracula Delphis, non eduntur, non modo nostra aetate, sed jamdiu; ut nihil possit esse contemplius?[97] Pero en cuanto a los demás pronósticos, que tenían por fundamento la anatomía de los animales muertos en los sacrificios, y cuya, constitución interna, según Platón, dependía de los augurios que de ellos se alcanzaban, al patear de las gallinas, al vuelo de las aves, (Aves quasdam... rerum augurandarum causa natas esse putamus[98]), a los rayos, al curso de los ríos (Multa cernunt aruspices, multa augures provident, multa oraculis declarantur, multa vaticinationibus, multa somniis, multa portentis[99]), y otros en que la antigüedad fundamentaba la mayor parte de las empresas que acometía, así públicas como privadas, nuestra religión los ha abolido. Quedan, sin embargo, entre nosotros todavía algunos medios de adivinación por medio de los astros, los espíritus, las figuras corporales, los sueños y otras cosas; todos los cuales acreditan la curiosidad furiosa de la humana naturaleza, que se preocupa de las cosas venideras como si no tuviera bastante con digerir las presentes:


Cur hanc tibi, rector Olympi,

sollicitis visum mortalibus addere curam

noscant venturas ut dira per omina clades?

***

Sit subitum, quodcumque paras; sit caeca futuri

mens hominum fati; liceat sperare timenti.[100]


Ne utile quidem est seire quid futurum sit; miserum est enim nihil proficientem ange[101]. He aquí por qué el ejemplo de Francisco, marqués de Saluzzo, me parece muy digno de consideración: mandaba éste las tropas del rey Francisco en Italia, y había sido muy favorecido por nuestra corte y por el monarca, a quien debía la merced del marquesado, que fue confiscado a su hermano. No teniendo ocasión de cambiar de bando, y careciendo además de razón para ello, la misma afección que profesaba al rey se lo impedía, se dejó influir tan fuertemente por los pronósticos que corrían por todas partes en provecho de Carlos V, y en desventaja nuestra (hasta en Italia, donde estas profecías habían encontrado tantos crédulos, que en Roma por esta creencia de nuestra ruina se perjudicaron nuestros fondos públicos), después de condolerse con frecuencia ante los suyos de los males que veía cernerse sobre la corona de Francia, y también ante sus amigos, se decidió a cambiar de partido, en su daño, sin embargo, sea cual fuere la constelación que hubiera contemplado. Pero condújose cual hombre trabajado por pasiones encontradas, pues disponiendo a su arbitrio de fuerzas y ciudades, teniendo el ejército enemigo, que mandaba Antonio de Leyva, cerca de él, y las tropas francesas sin la menor sospecha de traición, no perdimos, a pesar de todo, ni un solo hombre. Sólo nos enajenaron la ciudad de Fossano, y eso después de habérsela disputado durante largo tiempo.


Prudens futuri temporis exitum

caliginosa nocte premit deus;

ridetque, si mortalis ultra

fas trepidat

. . . . . . . . .ille potens sui

Laetusque deget, cui licet in diem

dixisse: vixi; eras vel atra

nube polum pater occupato

vel sole puro.[102]

Laetus in Praesens animus, quod ultra est

odesit curare.[103]


Se engañan los que creen en el principio siguiente de Cicerón: ista sic reciprocantur, ut et, si divinatio sit, dii sint; et, si dii sint, sit divinatio[104]. Con más razón dice Pacuvio:


Nam istis qui linguam avium intelligunt

plusque ex alieno jecore sapiunt quam ex suo,

magis audiendum quam auscultandum censeo.[105]


El tan celebrado arte de adivinación de los toscanos nació del modo siguiente. Un labrador que araba un campo vio surgir de la tierra a Tages, semidiós de rostro infantil, pero de senil prudencia. Cada cual acudió al lugar del hallazgo, y las palabras y ciencia del ídolo que encerraban los principios de adivinación, fueron cuidadosamente recogidas y guardadas por espacio de muchos siglos. Por lo que a mí toca, mejor preferiría gobernar mis actos por la suerte de los dados que en virtud de patrañas semejantes. En todos los Estados se ha dejado siempre a la fortuna una buena parte en la gobernación de los negocios. Platón, en su tratado de política, achaca a aquélla la solución de muchos casos importantes; quiere, entre otras cosas, que los matrimonios se hagan echando la suerte entre los buenos, y da tanta importancia a esta elección fortuita, que ordena que los hijos nacidos de matrimonios honrados sean educados en el país y los nacidos de matrimonios malos sean conducidos fuera. Si alguno de éstos mejora de condición puede reintegrarse al país, y si los buenos empeoran de naturaleza, puede desterrárselos.

Hay quien estudia y comenta los calendarios para explicarse el presente y adivinar el porvenir; y diciéndolo todo no es peregrino que enuncie la verdad y la mentira: quis est enim quitotum diem jaculans, non aliquando collineet[106]. No los tengo por más veraces porque alguna vez acierten. Sería ir por mejor camino que hubiese una regla para equivocarse siempre, pues a nadie se le ocurre tomar nota de sus desdichas cuanto éstas son más ordinarias y frecuentes, y se decanta mucho lo que por rara casualidad se adivina, porque esta circunstancia tiene mucho de rara, increíble y prodigiosa. Diágoras, sobrenombrado el ateo, respondió del modo siguiente, estando en Samotracia, a alguien que le mostró en un templo muchas ofrendas y cuadros llevados por gentes que se habían salvado de un naufragio:

«Y qué pensáis ahora, dijéronle, vosotros que creéis que los dioses menosprecian ocuparse de las cosas humanas, ¿qué decís de tantos hombres salvados por su ayuda? Es bien sencillo, contestó; ahí no se ven sino las ofrendas de los que se libraron; las de los que perecieron, que fueron en mayor número, no figuran para nada.»

Dice Cicerón, que sólo Jenófanes, colofonio, entre todos los filósofos que reconocieron la existencia de los dioses, intentó desarraigar toda suerte de adivinación. No es por tanto peregrino que hayamos visto algunas veces en su daño a algunos espíritus elevados, detenerse en bagatelas semejantes. Yo hubiera querido reconocer por mis propios ojos aquellas dos maravillas: el libro de Joaquín, abad, calabrés que predecía todos los papas venideros, así como sus nombres y fisonomías, y el de León, el emperador, que predecía los patriarcas y emperadores griegos. Con mis propios ojos he tenido ocasión de advertir que en los trastornos públicos, los hombres poco seguros de sus fuerzas, se lanzan, como en otra superstición cualquiera, a buscar en el cielo la causa de su mal por acciones reprochables; y son tan peregrinamente dichosos, que de la propia suerte que los espíritus agudos y ociosos, los que están dotados del arte sutil de acomodar misterios y de descifrarlos, serían capaces de encontrar en los escritos cuantas ideas apetecieran, pues facilita maravillosamente tal designio el lenguaje obscuro, ambiguo y fantástico de la jerga profética, al cual sus autores no dan ningún sentido claro a fin de que la posteridad pueda aplicarle el que mejor la acomode.

El demonio de Sócrates era acaso un cierto impulso de su voluntad que se apoderaba de él sin el dictamen de su raciocinio; en un alma tan bien gobernada como la de este filósofo, y tan depurada por el no interrumpido ejercicio de la templanza y la virtud, verosímil es que tales inclinaciones, aunque temerarias y severas, fueran siempre importantes y dignas de llegar al fin. Cada cual siente en sí mismo algún amago de esas agitaciones a que da margen un impulso pronto, vehemente y fortuito. A tales impulsos doy yo más autoridad que a la reflexión, y los he experimentado tan débiles en razón y violentos en persuasión y disuasión, como frecuentes eran en Sócrates; por ellos me dejo llevar tan útil y felizmente que podría decirse que encierran algo de la inspiración divina.



De la firmeza

La ley de resolución y firmeza no nos ordena que dejemos de evitar, en tanto que de nuestras fuerzas dependa, los males y desdichas nos amenazan ni por consiguiente que abandonemos el temor de que nos sorprendan; muy al contrario, todos los medios lícitos para librarnos de nuestros males son, no solamente permitidos, sino también laudables. La constancia consiste principalmente en soportar a pie firme las desdichas irremediables. Por manera que no hay esfuerzo alguno que no encontremos excelente si nos sirve para preservarnos del golpe que nos amenaza.

Algunos pueblos belicosos apelaban en los combates a la fuga como principal ventaja, volviendo la espalda al enemigo con más peligro para éste que haciéndole frente: los turcos tienen algo de esta costumbre. Sócrates en un diálogo de Platón se burla de Laches, quien defendía el valor diciendo «que consistía en mantenerse firme en su puesto contra el adversario». ¿Pues qué, repone el filósofo, sería acaso cobardía derrotar al enemigo dejándole un lugar?, y apoya su dicho con la autoridad de Homero, que alaba en Eneas la ciencia de huir. Y como Laches, volviendo de su acuerdo, reconoce tal costumbre en los escitas y generalmente en las fuerzas de caballería, Sócrates alega a su vez el ejemplo de la infantería lacedemonia, nación hecha más que ninguna a combatir a pie firme, que en la jornada de Platea, no pudiendo conseguir abrir la falange persa, deliberó desviarse y permanecer atrás, para simular así una falsa huida y conseguir romper y disolver las fuerzas persas, persiguiéndolas, estratagema que les valió la victoria.

Refiérese de los escitas que cuando Darío fue a subyugarlos hizo al rey de los mismos muchos reproches porque le veía retroceder ante él evitando así un encuentro. A lo cual repuso Indathyrses, que así se llamaba el monarca, que no procedía así por temor a Darío ni a hombre viviente, sino que aquélla era simplemente la manera de marchar de su ejército, puesto que no tenía tierras cultivadas, ciudades ni casas que defender, ni de que el enemigo pudiera apoderarse; pero que si tanta era su voluntad de atacarle que se aproximara para ver de cerca el sitio de sus antiguas sepulturas, y que allí tendría con quien entenderse a sus anchas.

Sin embargo, en los cañoneos es peligroso moverse del lugar que se ocupa por el temor del disparo, tanto más cuanto que por la violencia y rapidez lo tenemos por inevitable; y más de uno hubo que por haber alzado la mano o bajado la cabeza, hizo reír por lo menos a sus compañeros. No obstante, en la expedición a Provenza que contra nosotros emprendió el emperador Carlos V, el marqués de Guast, hallándose reconociendo la villa de Arlés y habiendo abandonado el abrigo que le proporcionara un molino de viento, a favor del cual se había aproximado, fue advertido por los señores de Bonneval y por el senescal de Agenois, que se paseaban por las arenas, quienes le mostraron al señor de Villiers, comisario de la artillería, el cual le apuntó y disparó con tanto acierto una culebrina, que sin que el marqués viese que disparaban contra él se echó a un lado, gracias a lo cual no fue herido. Algunos años antes, Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, padre de Catalina, en ocasión que sitiaba Mandolfo, plaza de Italia, situada en las tierras que llaman del Vicariado, viendo poner fuego a una pieza que se hallaba frente a él, tuvo el buen acuerdo de agacharse; de no haberlo hecho así, el disparo que le pasó rozando por la cabeza, le hubiera dado en el vientre a decir verdad, yo no creo que estos movimientos sean reflexivos; pues ¿qué materia de reflexión puede haber en la mira alta o baja en cosa tan instantánea? Mayor razón hay para creer que la fortuna favorece el espanto unas veces, pero otras con los movimientos del cuerpo más bien se recibe el disparo que se evita. Yo no puedo remediarlo: si el ruido de un arcabuzazo hiere de improviso mis oídos, me estremezco, lo cual he visto que acontece a otros que son más valientes que yo.

Los estoicos no entienden que el alma de sus discípulos pueda dejar de resistir a las primeras visiones y fantasías que la asaltan; consienten que como ante una sujeción natural, se sobrecoja por ejemplo ante la tempestad del ciclo, o de un edificio que se derrumba, hasta la palidez y la contracción; y lo mismo ante las otras pasiones, siempre y cuando que el juicio permanezca salvo y entero, y que su razón permanezca intacta, sin alteración alguna, sin prestar ningún albergue al sufrimiento ni al espanto. En cuanto al que no es filósofo acontece lo mismo en la primera parte, pero diversamente en la segunda, pues la impresión que las pasiones procuran, de ningún modo es en él superficial, sino que va penetrando hasta el lugar donde la razón se encuentra, infeccionándola y corrompiéndola; juzga al tenor de las pasiones que le trabajan y sus acciones se conforman con ellas. Ved de un modo concluyente cuál es el estado del estoico:


Mens immota manet; lacrymae volvuntur inanes.[107]


El peripatético no se libra de las perturbaciones, pero las modera.



Ceremonias de la entrevista de reyes

No hay asunto por insignificante que sea que no merezca figurar en esta rapsodia. En nuestros usos ordinarios de la vida sería falta de cortesía, tratándose de un igual y más todavía tratándose de un superior no encontrarse en su casa cuando aquéllos nos anunciaron de antemano visitarnos. La reina de Navarra advierte a este propósito, que es faltar a la buena usanza el que un poble abandone su casa, como suele hacerse con frecuencia, por anticiparse a quien va a visitarle por grandes títulos que éste tenga, y que es más respetuoso y urbano esperarle para acogerle, aunque no fuese más que por temor de equivocarse de camino, y que basta con acompañarle cuando acabó su visita. Y suelo olvidarme de ambas cosas, que tengo por vanos oficios, y en mi casa hago cuantas economías me son posibles en lo tocante a fórmulas y ceremonias. Si alguien se ofende, me resigno. Mejor es que yo le ofenda una vez sola, que yo lo sea todos los días, lo cual fuera una perpetua sujeción. ¿Para que entonces evitar la servidumbre palaciega si uno la lleva a su propio asilo? Es también una prescripción recibida en todas las juntas que a los miembros menos importantes corresponde hallarse los primeros en el lugar designado, con tanta más razón cuanto que a los de mayor categoría corresponde hacer esperar.

No obstante, en la entrevista del pontífice Clemente y del rey Francisco, en Marsella, éste ordenó todos los requisitos necesarios para el recibimiento y se alejó de la ciudad, dejando así al papa dos o tres días para que efectuase su entrada, antes de que el propio soberano se encontrara junto a él. Del propio modo, cuando el papa y el emperador celebraron una entrevista en Bolonia, el segundo dio lugar a aquél para que se hallase el primero, llegando el emperador después de él Es costumbre generalmente aceptada en las entrevistas de tales príncipes, que el de mayores prendas se encuentre antes que los demás en el lugar señalado, aun tratándose de la propia casa del mismo en que la reunión tiene lugar para ello se fundan en que tal proceder testifica que es el de mayor categoría a quien los inferiores van a buscar, saliéndoles al encuentro.

No ya cada país, sino cada ciudad y cada profesión tienen usanzas y ceremonias que les son peculiares. Yo he sido en mi niñez educado con todo esmero y he vivido siempre en la buena sociedad; no desconozco, por tanto, las leyes de la cortesía francesa y hasta podría enseñarlas. Me gusta practicarlas y seguirlas, pero no tan servilmente que mi vida y costumbres padezcan por ello: hay fórmulas penosas que deben dejar de practicarse por discreción, mas nunca por ignorancia; en este caso no se es por ello menos urbano. He conocido muchos hombres descorteses por su exceso de cortesanía, a quienes el ser demasiado formulistas hacía importunos por todo extremo.

Por lo demás, es un conocimiento muy útil el del trato de gentes. Como la belleza y la gracia, nos hace ganar, desde luego, las simpatías de los demás, y así nos adiestra por el ejemplo de los otros, como nos consiente producir el nuestro.



Del castigo por obstinarse sin fundamento en la defensa de una plaza

La valentía, como todas las demás buenas prendas, tiene sus límites; traspuestos éstos, el hombre se encuentra en mal camino, de tal suerte, que un exceso de valor conduce a la temeridad, obstinación y locura a quien no conoce los linderos del bien obrar, no fáciles, en verdad, de precisar. Nace de este principio la costumbre de castigar en nuestras guerras, a veces con la muerte, a los que se obstinan en defender una plaza que, según los principios de la ciencia militar, debe ser abandonada Si tal costumbre no se practicara, la impunidad de la acción fuera causa de que cualquier bicoca[108] bastase a detener un ejército.

El condestable de Montmorency en el cerco de Pavía estuvo encargado de atravesar el Tesino ara instalarse en los barrios de San Antonio; oponíase a realización de la orden una torre con gente armada que había en el extremo del puente, y que se defendió obstinadamente hasta la derrota. El condestable hizo ahorcar a todos los que se hallaban dentro de la fortaleza. Después de este hecho, el propio condestable acompañando al delfín en el viaje que éste llevó a cabo del otro lado de la frontera, habiéndose apoderado por la fuerza, de las armas, del castillo de Villane, todo lo que guardaba la fortaleza fue destruido por la furia de sus soldados, menos el capitán y el enseña, a quienes hizo ahorcar y estrangular por su obstinación. Igual conducta siguió el capitán Martín del Bellay, siendo gobernador de Turín, en esta misma ciudad: el capitán San Bony y todas sus gentes fueron muertos en la toma de la plaza.

Porque la idea del valor o cobardía del lugar se juzgan por la estimación y contrapeso de las fuerzas sitiadoras (pues tal haría cuerdamente frente a dos culebrinas, que cometería la locura de no retirarse ante treinta cañones), en la cual idea entra también la grandeza del príncipe conquistador, su reputación y el respeto que le rodea, socorre el riesgo de inclinar un poco la balanza de este lado, y acontece por ello que algunos tienen formada tan grande idea de sí mismos y de los medios con que cuentan, que no pareciéndoles ni verosímil que haya nada capaz de hacerles frente, pasan a cuchillo allí donde encuentran resistencia mientras les dura la buena fortuna, como se ve por las fórmulas de intimación y desafío que empleaban los príncipes de Oriente y sus sucesores actuales, fiera y altiva e inspirada por un despotismo bárbaro. En el lugar por donde los portugueses comenzaron la conquista de las Indias, encontraron algunos Estados en los cuales se practicaba la siguiente ley universal e inviolablemente: el enemigo que había sido vencido en presencia del rey o del lugarteniente de éste, no tenía ningún derecho a gracia ni rescate.

Es preciso, sobre todo, guardarse, a poder hacerlo, de caer en manos de un juez enemigo, victorioso y armado.



Castigo de la cobardía

A un príncipe que era al propio tiempo valeroso capitán he oído sostener el principio de que no es lícito por cobardía condenar a muerte a un soldado, con motivo de haberle referido, en ocasión en que se hallaba en un banquete el procesado del señor de Vervins, quien fue condenado a la última pena por haber hecho entrega al enemigo de la plaza de Bolonia. Es lógico que se establezca diferencia entre las culpas que tienen su origen en nuestra debilidad y las que provienen de nuestra malicia; pues en estas últimas sujetámonos a nuestro proceder, contraviniendo los principios de la razón que la naturaleza imprimió en nosotros; y en aquéllas, como que podemos testimoniar en nuestro abono la misma naturaleza que nos hizo proceder con flojedad y desacierto. Por manera que, muchos han sido de opinión que el castigo sólo debía aplicarse a las faltas cometidas contra nuestra conciencia, y en este precepto se halla fundada en parte la opinión de los que se oponen a que se condene a muerte a los heréticos y descreídos, como también la que establece que no se haga responsables a un juez o a un abogado de las faltas que por ignorancia cometieron.

Mas por lo que a la cobardía toca, es lo cierto que la manera más frecuente de castigarla es la vergüenza o ignominia. Créese que tal pena fue impuesta primeramente por el legislador Carondas, y que antes de éste las leyes griegas imponían la muerte a los que habían huido en una batalla. Este legislador ordenó que los cobardes fuesen por espacio de tres días expuestos en la plaza pública, vestidos de mujer, esperando por tal medio que con la vergüenza y deshonra recobrasen el valor que habían perdido. Suffundere malis hominis sanguinem, quam effundere[109]. Parece que las leyes romanas imponían también la muerte a los que incurrían en el delito de huida; pues Amiano Marcelino dice que el emperador Juliano condenó a diez de sus soldados que no volvieron la espalda en un encuentro con los partos, a la pena de degradación y luego a la de muerte, según las leyes antiguas como asegura aquel historiador. En otro pasaje, sin embargo, dice que se condenaba a los que huían solamente a que permaneciesen entre los prisioneros, detrás del ejército, bajo la enseña del bagaje. El duro castigo que aplicó el pueblo romano a los soldados que huyeron de Canas, y en la misma guerra a los que siguieron a Cneo Fulvio en su derrota, no fue la muerte; mas es de temer que la vergüenza a que se somete a los soldados, los convierta no ya en amigos débiles, sino en enemigos declarados.

En tiempo de nuestros padres, el señor de Franget, que fue lugarteniente de la compañía del mariscal de Chatillón, habiendo sido instituido gobernador de Fuenterrabía por el mariscal de Chabannes, en sustitución del señor del Lude, entregó la plaza a los españoles. Por tal proceder fue condenado a la degradación, y despojado de nobleza; y así su persona como la de sus descendientes declaradas plebeyas, como tales sometidas a impuesto e inhabilitadas, para el ejercicio de las armas. La sentencia fue ejecutada en Lyón. Análogo castigo sufrieron después todos los nobles que se hallaron en Guisa, cuando entró en esta plaza el conde de Nansau, y la misma pena se aplicó a otros más tarde. De todos modos, cuando existe una falta grosera, demostrada, de ignorancia o cobardía, que sobrepase lo ordinario, hay razón para tomarla como prueba suficiente de maldad y malicia y para castigarla como tal.



Un rasgo de algunos embajadores

En mis viajes acostumbro para aprender algo en la comunicación con los demás (que es siempre un excelente medio de instruirse) a llevar la conversación a aquellas materias que mis interlocutores conocen mejor:


Bastí al nocchiero ragionar de'venti,

al bifolco dei tori; e le sue piaghe,

conti'l guerrier, conti'l pastor gli armenti[110];


pues suele acontecer que cada cual habla de mejor gana de cualquiera otra profesión que de la que ejerce, creyendo con ello adquirir reputación nueva. Buena prueba de esto es el reproche que dirigió Arquidamo a Periánder, quien abandonó la medicina para a alcanzar la reputación de poeta detestable. Ved cómo César se esfuerza para darnos a conocer su competencia en la construcción de puentes y máquinas de guerra, y cuanto menos habla de las cosas propias de su arte, de su valentía y acierto en la dirección de sus ejércitos: sus empresas acredítanle de excelente capitán; mas quiere mostrarse como buen ingeniero, ciencia a que era ajeno por completo. Dionisio el Viejo era guerrero consumado como a su situación convenía, pero se esforzaba en recomendarse principalmente como poeta, arte en que casi nada entendía. Un abogado a quien enseñaron una habitación llena de libros de su profesión y de otras ciencias, no encontró ocasión alguna de hablar de ellos, pero en cambio se extendió en largas y magistrales consideraciones sobre el plano de una fortificación, colocado en la escalera de la casa, que cien capitanes y soldados velan todos los días sin reparar ni parar mientes.


Optat ephippia piger,optat arare caballus.[111]


De esta suerte, todo son desaciertos; de modo que cada cual debe trabajar sólo en aquello que le compete: el arquitecto, el pintor, el zapatero, todos en la profesión que han el elegido y de cuyo desempeño son capaces.

Acostumbro en mis lecturas a fijarme muy detenidamente en el oficio de sus autores por el motivo dicho. Si éstos son exclusivamente literatos, me detengo antes que en otra cosa en el estilo y lenguaje; si médicos, los creo de buena fe cuando hablan de la temperatura del aire, de los temperamentos de los príncipes y de sus heridas y enfermedades; si jurisconsultos, no paro mientes más que en las controversias del derecho, en las leyes, en los reglamentos urbanos y cosas análogas; si teólogos en los asuntos eclesiásticos, censuras de la iglesia, dispensas y matrimonios; si cortesanos, en las costumbres y ceremonias; si guerreros, en lo que a este cargo incumbe, y principalmente lo que naturalmente se desprende de las empresas en que individualmente han tomado parte; si diplomáticos, en las negociaciones, prácticas y convenios políticos y en la manera cómo los condujeron.

Por esta razón diré que lo que en otro autor hubiera pasado por alto sin inconveniente, llamó por extremo mi atención en la historia del señor de Langey, hombre muy entendido en cosas diplomáticas. El caso es como sigue: luego de haber dado cuenta de las admoniciones del emperador Carlos V en el consistorio de Roma, encontrándose presentes el obispo de Macón y el señor del Velly, que eran nuestros embajadores, Langey añade que Carlos empleó muchos ultrajes contra Francia; entre otros, dijo que si sus capitanes y soldados fueran de la misma valía y competencia militar que los del rey, desde aquel momento se amarraría una cuerda al cuello para pedirle misericordia (y algo debía participar de semejante idea, pues lo repitió dos o tres veces en distintas ocasiones), desafiando también al rey a pelear en camisa, con la espada y el puñal, en un barco. Dicho señor de Langey, siguiendo la relación de su historia, añade que nuestros embajadores, al dar cuenta a su soberano de estas cosas disimuláronle la mayor parte, hasta el extremo de ocultarle las palabras injuriosas que quedan escritas. Ahora bien; yo encuentro muy extraño que un embajador se permita abusar así de lo que su deber le ordena comunicar a su soberano; más aún en ocasión como aquella, viniendo de tal persona y proferidas en asamblea tan importante; paréceme que el deber del servidor es representar fielmente las cosas por entero, como han acontecido, de suerte que la libertad de ordenar, colegir y juzgar, queden en poder del soberano o amo, pues adulterarle u ocultarle la verdad por temor de que saque de ella alguna torcida consecuencia y que esto le irrogue perjuicio, y dejarle ignorante de sus negocios, entiendo que tal proceder incumbe sólo al que da la ley, no al que la recibe; al curador y maestro, no a quien debe suponerse inferior, no ya sólo en autoridad, sino también en prudencia y buen consejo. De todas suertes, yo confieso que no quisiera estar servido por emisarios semejantes en mis exiguos negocios.

Cualquier pretexto nos basta para sustraernos del mandato que se nos encomienda, pero nos gusta usurpar el de otro; todos aspiran a tener libertad y a ejercer autoridad, de suerte que al superior nada le es tan grato de parte de los que le sirven como la obediencia ingenua y sencilla. Se yerra en el ejercicio de un caso cuando para obedecerlo se echa mano de la discreción y no de la sumisión. P. Craso, aquel a quien los romanos estimaron cinco veces feliz, cuando se encontraba en Asia, mandó a un ingeniero griego que le llevase de Atenas el más grande de dos palos mayores de navío que había visto en aquella ciudad, para construir con él cierta máquina de guerra. El ingeniero, so pretexto de competencia, tomose la libertad de proceder en el encargo por voluntad propia, y llevó a P. Craso el más pequeño, que en su opinión era el más adecuado para el caso. Craso oyó pacientemente sus razones y castigole luego con varios latigazos; pues opinaba que el mantenimiento de la disciplina interesaba más que la solidez de la obra que trataba de construir.

Debe considerarse además que la obediencia estricta no es pertinente sino en el caso en que las órdenes sean bien prefijadas y determinadas. Los embajadores tienen por lo común una misión más abierta, que en muchos casos depende de su albedrío; no son sólo simples ejecutores, sino que dirigen con su consejo la voluntad del soberano. He visto comisionados que han sido reprendidos por obediencia estricta, cuando lo que procedía conforme a la marcha de los negocios no era una sujeción tan grande. Los hombres competentes censuran la costumbre, todavía usada hoy entre los reyes de Persia, de encomendar tan sin libertad sus instrucciones a sus agentes y lugartenientes, que éstos se ven precisados a pedir con frecuencia nuevas órdenes, tardías en llegar por lo dilatado de aquel imperio, lo cual ha producido frecuentes perjuicios en los negocios del Estado. Y Craso, dirigiéndose para su encargo del mástil a una persona del oficio y anunciándola el uso a que lo destinaba, ¿no parece que solicitaba una opinión sobre su acuerdo, y que invitaba a aquélla a interponer su dictamen?



Del miedo


Obstupui, stoteruntque comae, et vox faucibus haesit.[112]


No soy buen naturalista según dicen, y desconozco por qué suerte de mecanismo el miedo obra en nosotros. Es el miedo una pasión extraña y los médicos afirman que ninguna una otra hay más propicia a trastornar nuestro juicio. En, efecto, he visto muchas gentes a quienes el miedo ha llevado a la insensatez, y hasta en los más seguros de cabeza, mientras tal pasión domina, engendra terribles alucinaciones.

Dejando a un lado el vulgo, a quien el miedo representa ya sus bisabuelos que salen del sepulcro envueltos en sus sudarios, ya brujos en forma de lobos, ya duendes y quimeras, hasta entre los soldados, a quienes el miedo parece que debía sorprender menos, cuantas veces les ha convertido un rebaño de ovejas en escuadrón de coraceros; rosales y cañaverales en caballeros y lanceros, amigos en enemigos, la cruz blanca en la cruz roja y viceversa. Cuando el condestable de Borbón se apoderó de Roma, un portaestandarte que estaba de centinela en el barrio de San Pedro, fue acometido de tal horror, que a la primera señal de alarma se arrojó por el hueco de una muralla, con la bandera en la mano, fuera de la ciudad, yendo a dar en derechura al sitio donde se encontraba el enemigo, pensando guarecerse dentro de la ciudad; cuando vio las tropas del condestable, que se aprestaban en orden de batalla, creyendo que eran los de la plaza que iban a salir, conoció su situación y volvió a entrar por donde se había lanzado, hasta internarse trescientos pasos dentro del campo. No fue tan afortunado el enseña del capitán Julle, cuando se apoderaron de la plaza de San Pablo el conde de Burén y el señor de Reu, pues dominado por un miedo horrible arrojose fuera de la plaza por una cañonera y fue descuartizado par los sitiadores. En el cerco de la misma fue memorable el terror que oprimió, sobrecogió y heló el ánimo de un noble que cayó en tierra muerto en la brecha, sin haber recibido herida alguna. Terror análogo acomete a veces a muchedumbres enteras. En uno de los encuentros de Germánico con los alemanes, dos gruesas columnas de ejército partieron, a causa del horror que de ellas se apoderó, por dos caminos opuestos; una huía de donde salía la otra. Ya nos pone alas en los talones, como aconteció a los dos primeros, ya nos deja clavados en la tierra y nos rodea de obstáculos como se lee del emperador Teófilo, quien en una batalla que perdió contra los agarenos, quedó tan pasmado y transido que se vio imposibilitado de huir, adeo pavor etiam auxilia formidat[113], hasta que uno de los principales jefes de su ejército, llamado Manuel, le sacudió fuertemente cual si le despertara de un sueño profundo, y le dijo: «Si no me seguís, os mataré; pues vale más que perdáis la vida que no que caigáis prisionero y perdáis el imperio.» Expresa el miedo su última fuerza cuando nos empuja hacia los actos esforzados, que antes no realizamos faltando a nuestro deber y a nuestro honor. En la primera memorable batalla que los romanos perdieron contra Aníbal, bajo el consulado de Sempronio, un ejército de diez mil infantes a quien acometió el espanto, no viendo sitio por donde escapar cobardemente, arrojose al través del grueso de las columnas enemigas, las cuales deshizo por un esfuerzo maravilloso causando muchas bajas entre los cartagineses. Así, afrontando igual riesgo como el que tuvieran que haber desplegado para alcanzar una gloriosa victoria, huyeron vergonzosamente.

Nada me horroriza más que el miedo y a nada debe temerse tanto como al miedo; de tal modo sobrepuja en consecuencias terribles a todos los demás accidentes. ¿Qué desconsuelo puede ser más intenso ni más justo que el de los amigos de Pompeyo, quienes encontrándose en su navío fueron espectadores de tan horrorosa muerte? El pánico a las naves egipcias, que comenzaban a aproximárseles, ahogó sin embargo de tal suerte el primer movimiento de sus almas, que pudo advertirse que no hicieron más que apresurar a los marineros para huir con toda la diligencia posible, hasta que llegados a Tiro, libres ya de todo temor, convirtieron su pensamiento a la pérdida que acababan de sufrir, y dieron rienda suelta, a lamentaciones y lloros, que la otra pasión, más fuerte todavía, había detenido en sus pechos.


Tum pavor sapientiam omnem mihi ex animo expectorat.[114]


Hasta a los que recibieron buen número de heridas en algún encuentro de guerra, ensangrentados todavía, es posible hacerlos coger las armas el día siguiente; mas los que tomaron miedo al enemigo ni siquiera, osarán mirarle a la cara. Los que viven en continuo sobresalto por temer de perder sus bienes, y ser desterrados o subyugados, están siempre sumidos en angustia profunda; ni comen ni beben con el necesario repeso, en tanto que los pobres, los desterrados y los siervos, suelen vivir alegremente. El número de gentes a quienes el miedo ha hecho ahorcarse, ahogarse y cometer otros actos de desesperación, nos enseña que es más importuno o insoportable que la misma muerte.

Reconocían los griegos otra clase de miedo que no tenía por origen el error de nuestro entendimiento, y que según ellos procedía de un impulso celeste; pueblos y ejércitos enteros veíanse con frecuencia poseídos por él. Tal fue el que produjo en Cartago una desolación horrorosa: se oían voces y gritos de espanto; veíase a los moradores de la ciudad salir de sus casas dominados por la alarma, atacarse, herirse y matarse unos a otros como si hubieran sido enemigos que trataran de apoderarse de la ciudad: todo fue desorden y furor hasta el momento en que por medio de oraciones y sacrificios aplacaron la ira de los dioses. A este miedo llamaron los antiguos terror pánico.



Que no debe juzgarse de nuestra dicha hasta después de la muerte


Scilicet ultima semper

expectanda dies homini est; dicique beatus

ante obitum nemo supremaque funera debet.[115]


Los niños conocen el cuento del rey Creso a este propósito: habiendo sido hecho prisionero por Ciro y condenado a muerte, en el instante mismo de la ejecución, exclamó: «Oh ¡Solón! ¡Solón!» Noticioso de ello Ciro e informado de lo que significaba, hizo comprender a Creso que a expensas suyas comprendía la advertencia que Solón le había hecho en otro tiempo, o sea: «que cualquiera que sea la buena fortuna de los hombres, éstos no pueden llamarse dichosos hasta que hayan traspuesto el último día de su vida», por la variedad e incertidumbre de las cosas humanas, que merced al accidente más ligero cambian del modo más radical. Por eso Agesilao repuso a alguien que consideraba dichoso al rey de Persia por haber subido muy joven al trono: «En efecto; pero Príamo a esa edad tampoco fue desgraciado.» Reyes de Macedonia, sucesores del gran Alejandro, convirtiéronse en carpinteros y secretarios de los tribunales en Roma; tiranos de Sicilia, en pedantes de Corinto; de un conquistador de medio mundo y emperador de tantos ejércitos, la desdicha hizo un suplicante miserable de los auxiliares de un rey de Egipto: a tal precio alcanzó Pompeyo que su vida se prolongara cinco o seis meses más. En tiempo de nuestros padres, Ludovico Sforza, décimo duque de Milán, bajo cuyo dominio Italia había permanecido tanto tiempo, murió prisionero en Loches, después de haber permanecido diez años encarcelado. La más hermosa de las reinas, viuda del rey más grande de toda la cristiandad, ¿no acaba de sucumbir bajo la mano de un verdugo? ¡Crueldad indigna y bárbara! Miles de ejemplos semejantes podrían citarse, pues parece que así como las tormentas y tempestades se indignan contra la altivez y orgullo de nuestras fábricas hay también allá arriba envidiosos espíritus de las grandezas de aquí abajo;


Usque adeo res humanas vis abdita quaedam

obterit, et pulchros fasces, saevasque secures

proculcare, ac ludibrio sibi habere videtur.[116]


Y diríase que a veces la fortuna acecha con ojo avizor el último día de nuestra vida para mostrar su poder de echar por tierra en un momento lo que había edificado en dilatados años, haciéndonos exclamar con Laberio:


Nimirum ac die

una plus vixi mihi, quam vivendum fuit.[117]


Así es que, debemos hacernos cargo de la advertencia de Solón, con tanta más razón, cuanto que se trata de un filósofo para cuya secta los bienes y los males de la fortuna son indistintos y casi indiferentes. Encuentro natural que Solón mirase al porvenir y dijese que aun la misma dicha humana que depende de la tranquilidad y contentamiento de un espíritu bien nacido y de la resolución y seguridad de un alma bien ordenada, no se suponga nunca en ningún hombre hasta que no se lo haya visto representar el último acto de la comedia, sin duda el más difícil. Puede en todo lo demás haber apariencias y simulaciones. O bien los bellos discursos que a filosofía nos suministra no los aplicamos más que por bien parecer; o los múltiples accidentes de la humana existencia no nos llegan a lo vivo, y consienten que mantengamos nuestro rostro tranquilo; pero en el último papel que en la vida desempeñamos, cuando la hora de la muerte, nos es llegada, nada hay que disimular, preciso es hablar claro, preciso es mostrar lo que hay de bueno y de concreto en el fondo de nuestra alma.


Nam verae voces tum demum pectore ab imo

ejiciuntur; et eripitur persona manet res.[118]


He aquí por qué se deben en este último momento probar y experimentar todas las demás acciones de nuestra vida: aquél es el día magno, el día juez de todos los demás, el día, dice, un escritor antiguo, que debe juzgar todos mis pasados años. Yo remito a la muerte toda la experiencia de mis estudios: entonces veremos si mis discursos salen de la boca o del corazón. He visto muchas gentes a quienes la muerte ha dado reputación en bien o en mal a toda su vida pasada. Escipión, suegro de Pompeyo, se rehabilitó por su buena muerte de la mala opinión que por su vida había merecido. Preguntado Epaminondas si se consideraba como más feliz que Cabrías o Ificrates, respondió que para dar una contestación justa precisaba que los tres hubieran sucumbido. En efecto, mucho habría que descontar a quien juzgara sin tener presente el honor y grandeza de su fin.

Dios lo ha querido así, mas en mi tiempo han muerto tres hombres execrables, de vida abominable o infame y los tres acabaron sus días de una manera plácida y ordenada, casi perfecta. Hay muertes valerosas y afortunadas: he visto cortarse el hilo de una existencia, cuyos progresos maravillosos avanzaban sin cesar, en la flor de su crecimiento; alguien cuyos designios, según mi manera de ver, no podían ser interrumpidos; cumplíase su voluntad, en cuanto pretendía, en mayor grado todavía de lo que sus esperanzas, deseaban, y sobrepasó con su muerte el poder y renombre a que por sus acciones con su vida aspirara. Al juzgar de la vida de mis semejantes miro siempre cual ha sido su fin, y una de las cosas que más me interesan en la mía es que aquél se deslice de una manera tranquila y sosegada.



Que filosofar es prepararse a morir

Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte. Tan verdadero es este principio que el estudio y la contemplación parece que alejan nuestra alma de nosotros y la dan trabajo independiente de la materia, tomando en cierto modo un aprendizaje y semejanza de la muerte; o en otros términos, toda la sabiduría y razonamientos del mundo se concentran en un punto: el de enseñarnos a no tener miedo de morir. En verdad, o nuestra razón nos burla, o no debe encaminarse sino a nuestro contentamiento, y todo su trabajo tender en conclusión a guiarnos al buen vivir y a nuestra íntima satisfacción, como dice la Sagrada Escritura. Todas las opiniones del mundo convienen en ello: el placer es nuestro fin, aunque las demostraciones que lo prueban vayan por distintos caminos. Si de otra manera ocurriese, se las desdeñaría desde luego, pues ¿quién pararía mientes en el que afirmara que el designio que debemos perseguir es el dolor y la malandanza? Las disensiones entre las diversas sectas de filósofos en este punto son sólo aparentes; transcurramus solertissimas nugas[119]; hay en ellas más tesón y falta de buena fe de las que deben existir en una profesión tan santa; mas sea cual fuere el personaje que el hombre pinte, siempre se hallarán en el retrato las huellas del pintor.

Cualesquiera que sean las ideas de los filósofos, aun en lo tocante a la virtud misma[120], el último fin de nuestra vida es el deleite. Pláceme hacer resonar en sus oídos esta palabra que les es tan desagradable, y que significa el placer supremo y excesivo contentamiento, cuya causa emana más bien del auxilio de la virtud que de ninguna otra ayuda. Tal voluptuosidad por ser más vigorosa, nerviosa, robusta, viril, no deja de ser menos seriamente voluptuosa, y debemos darla el nombre de placer, que es más adecuado, dulce y natural, no el de vigor, de donde hemos sacado el nombre. La otra voluptuosidad, más baja, si mereciese aquel hermoso calificativo debiere aplicárselo en concurrencia, no como privilegio: encuéntrola yo menos pura de molestias y dificultades que la virtud, y además la satisfacción que acarrea es más momentánea, fluida y caduca; la acompañan vigilias y trabajos, el sudor y la sangre, y estas pasiones en tantos modos desvastadoras, producen saciedad tan grande que equivale a la penitencia. Nos equivocamos grandemente al pensar que semejantes quebrantos aguijonean y sirven de condimento a su dulzura (como en la naturaleza, lo contrario se vivifica por su contrario); y también al asegurar cuando volvemos a la virtud que parecidos actos la hacen austera e inaccesible, allí donde mucho más propiamente que a la voluptuosidad ennoblecen, aguijonean y realzan el placer divino y perfecto que nos proporciona. Es indigno de la virtud quien examina y contrapesa su coste según el fruto, y desconoce su uso y sus gracias. Los que nos instruyen diciéndonos que su adquisición es escabrosa y laboriosa y su goce placentero, ¿que nos prueban con ello sino que es siempre desagradable? porque, ¿qué medio humano alcanza nunca al goce absoluto? Los más perfectos se conforman bien de su grado con aproximarse a la virtud sin poseerla. Pero se equivocan en atención a que de todos los placeres que conocemos el propio intento de alcanzarlos es agradable: la empresa participa de la calidad de la cosa que se persigue, pues es una buena parte del fin y consustancial con el. La beatitud y bienandanza que resplandecen en la virtud iluminan todo cuanto a ella pertenece y rodea, desde la entrada primera, hasta la más apartada barrera.

Es, pues, una de las principales ventajas que la virtud proporciona el menosprecio de la muerte, el cual provee nuestra vida de una dulce tranquilidad y nos suministra un gusto puro y amigable, sin que ninguna otra voluptuosidad sea extinta. He aquí por qué todas las máximas convienen en este respecto; y aunque nos conduzcan de un común acuerdo a desdeñar el dolor, la pobreza y las otras miserias a que la vida humana está sujeta, esto no es tan importante como el ser indiferentes a la muerte, así porque esos accidentes no pesan sobre todos (la mayor parte de los hombres pasan su vida sin experimentar la pobreza, y otros sin dolor ni enfermedad, tal Xenófilo el músico, que vivió ciento seis años en cabal salud), como porque la muerte puede ponerlas fin cuando nos plazca, y cortar el hilo de todas nuestras desdichas. Mas la muerte es inevitable:


Omnes eodem cogimur; omnium

versatur urna serius, ocius,

sors exitura, et nos in aeternum

exsilium impositura cymbae[121]:


y por consiguiente si pone miedo en nuestro pecho, es una causa continua de tormento, que de ningún modo puede aliviarse. No hay lugar de donde no nos venga; podemos volver la cabeza aquí y allá como si nos encontráramos en un lugar sospechoso: quae quasi saxum Tantalo, semper impendet[122]. Con frecuencia nuestros parlamentos mandan ejecutar a los criminales al lugar donde el crimen se cometió; durante el camino hacedles pasar por hermosas casas, dispensadles tantos agasajos como os plazca,


Non Siculae dapes

dulcem elaborabunt saporem;

non avium citharaeque cantus

somnum reducent[123]:


¿pensáis, acaso que en ello recibirán satisfacción, y que el designio final del viaje, teniéndolo fijo en el pensamiento, no les haya trastornado el gusto de toda comodidad?


Audit iter, numeratque dies, spatioque viarum

metitur vitam; torquetur peste futura.[124]


La muerte es el fin de nuestra carrera; el objeto necesario de nuestras miras: si nos causa horror, ¿cómo es posible dar siquiera un paso adelante sin fiebre ni tormentos? El remedio del vulgo es no pensar en ella, ¿mas de qué brutal estupidez puede provenir una tan grosera ceguetud? Preciso le es hacer embridar al asno por el rabo:


Qui capite ipse suo instituit vestigia retro.[125]


No es maravilla si con frecuencia tal es atrapado en la red. Sólo con nombrar la muerte se asusta a ciertas gentes y la mayor parte se resignan cual si oyeran el nombre del diablo. Por eso le pone mano en su testamento hasta que el médico le desaucia; entonces Dios sabe, entre el horror y el dolor de la enfermedad de qué lucidez de juicio disponen los que testan.

Porque esta palabra hería con extremada rudeza los oídos de los romanos, teniéndola como de mal agüero, solían ablandarla y expresarla con perífrasis: en vez de decir ha muerto, decían ha cesado de vivir, vivió; con que se pronunciara la palabra vida, aunque ésta fuera pasada, se consolaban. Hemos tomado nuestro difunto señor Juan de esa costumbre romana. Como se dice ordinariamente, la palabreja vale cualquier cosa. Yo nací entre once y doce de la mañana, el último día de febrero de mil quinientos treinta y tres, conforme al cómputo actual que hace comenzar el año en enero. Hace quince días que pasé de los treinta y nueve aires, y puedo vivir todavía otro tanto. Sin embargo, dejar de pensar en cosa tan lejana sería locura. ¡Pues qué!, a jóvenes y viejos ¿no sorprende la muerte de igual modo? A todos los atrapa como si acabaran de nacer; además no hay ningún hombre por decrépito que sea, que acordándose de Matusalén no piense tener por lo menos todavía veinte años en el cuerpo. Pero, ¡oh pobre loco!, ¿quién ha fijado el término de tu vida? ¿Acaso te fundas para creer que sea larga, en el dictamen de los médicos? Más te valiera fijarte en la experiencia diaria. A juzgar por la marcha común de las cosas, tú vives por gracia extraordinaria; has pasado ya los términos acostumbrados del vivir. Y para que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista entre tus conocimientos, y verás cuántos han muerto antes de llegar a tu edad; muchos más de los que la han alcanzado, sin duda. Y de los que han ennoblecido su vida con el lustre de sus acciones, toma nota, y yo apuesto a que hallarás muchos más que murieron antes que después de los treinta y cinco años. Es bien razonable y piadoso tomar ejemplo de la humanidad misma de Jesucristo, que acabó su vida a los treinta y tres años. El hombre más grande, pero que fue sólo hombre, Alejandro, no alcanzó tampoco mayor edad. ¡Cuántos medios de sorprendernos tiene la muerte!


Quid quisque vitet, numquam homini satis

cautum est in horas.[126]


Dejando a un lado las calenturas y pleuresías, ¿quién hubiese jamás pensado que todo un duque de Bretaña hubiera de ser ahogado por la multitud como lo fue éste a la entrada del papa Clemente, mi paisano, en Lyón? ¿No has visto sucumbir en un torneo a uno de nuestros reyes, en medio de fiestas y regocijos? Y uno de sus antepasados, ¿no murió de un encontrón con un cerdo? Amenazado Esquilo de que una casa se desplomaría sobre él, para nada le sirvió la precaución ni el estar alerta pues pereció del golpe de una tortuga que en el aire se había desprendido de las garras de un águila; otro halló la muerte atravesando el grano de una pasa; un emperador con el arañazo de un peine, estando en su tocador; Emilio Lépido por haber tropezado en el umbral de la puerta de su casa; Aufidio por haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara del Consejo; y hallándose entre los muslos de mujeres, Cornelio Galo, pretor; Tigilino, capitán del Gueto en Roma; Ludovico, hijo de Guido de Gonzaga, marqués de Mantua. Más indigno es que acabaran del mismo modo Speusipo filósofo platónico, y uno de nuestros pontífices. El infeliz Bebis, juez, mientras concedía el plazo de ocho días en una causa, expiró repentinamente; Cayo Julio, médico, dando una untura en los ojos de un enfermo vio cerrarse los suyos, y en fin si bien se me consiente citaré a un hermano mío, el capitán San Martín, de edad de veintitrés años, que había dado ya testimonio de su valer: jugando a la pelota recibió un golpe que le dio en la parte superior del ojo derecho, y como le dejó sin apariencia alguna de contusión ni herida, no tomó precaución de ningún género, pero cinco o seis horas después murió a causa de una apoplejía que le ocasionó el accidente.

Con estos ejemplos tan ordinarios y frecuentes, que pasan a diario ante nuestros ojos, ¿cómo es posible que podamos desligarnos del pensamiento de la muerte y que a cada momento no se nos figure que nos atrapa por el pescuezo? ¿Qué importa, me diréis, que ocurra lo que quiera con tal de que no se sufra aguardándola? También yo soy de este parecer, y de cualquier suerte que uno pueda ponerse al resguardo de los males, aunque sea dentro de la piel de una vaca, yo no repararía ni retrocedería, pues me basta vivir a mis anchas y procuro darme el mayor número de satisfacciones posible, por poca gloria ni ejemplar conducta que con ello muestre:


Praetulerim... delirus inersque videri,

dum mea delectent mala me, vei denique fallant,

quam sapere, et ringi.[127]


Pero es locura pensar por tal medio en rehuir la idea de la muerte. Unos vienen, otros van, otros trotan, danzan otros, mas de la muerte nadie habla. Todo esto es muy hermoso, pero cuando el momento les llega, a sí propios, o, a sus mujeres, hijos o amigos, les sorprende y los coge de súbito y al descubierto. ¡Y qué tormentos, qué gritos, qué rabia y qué desesperación les dominan! ¿Visteis alguna vez nada tan abatido, cambiado ni confuso? Necesario es ser previsor. Aun cuando tal estúpida despreocupación pudiese alojarse en la cabeza de un hombre de entendimiento, lo cual tengo por imposible, bien cara nos cuesta luego. Si fuera enemigo que pudiéramos evitar, yo aconsejaría tomar armas de la cobardía, pero como no se puede, puesto que nos atrapa igual al poltrón y huido que al valiente y temerario


Nompe et fugacem persequitur virum;

nec parcit imbellis inventae

poplitibus timidoque tergo[128],


y ninguna coraza nos resguarda, sea cual fuere su temple,


Ille licet ferro cautus se condat et aere,

mors tamen inclusum protrahet inde caput[129],


sepamos aguardarla a pie firme, sepamos combatirla, y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella. No pensemos en nada con más frecuencia que en la muerte; en todos los instantes tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos los rostros; al ver tropezar un caballo, cuando se desprende una teja de lo alto, al más leve pinchazo de alfiler, digamos y redigamos constantemente, todos los instantes: «Nada me importa que sea éste el momento de mi muerte.» En medio de las fiestas y alegrías tengamos presente siempre esta idea del recuerdo de nuestra condición; no dejemos que el placer nos domine ni se apodere de nosotros hasta el punto de olvidar de cuántas suertes nuestra alegría se aproxima a la muerte y de cuan diversos modos estamos amenazados por ella. Así hacían los egipcios, que en medio de sus festines y en lo mejor de sus banquetes contemplaban un esqueleto para que sirviese de advertencia a los convidados:


Omnem crede diem tibi diluxisse supremum:

grata supervienet, quae non sperabitur, hora.[130]


No sabemos dónde la muerte nos espera; aguardémosla en todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de la misma no es un mal: saber morir nos libra de toda sujeción y obligación. Paulo Emilio respondió al emisario que lo envió su prisionero el rey de Macedonia para rogar que no le condujera en su triunfo: «Que se haga la súplica a sí mismo.»

A la verdad en todas las cosas, si la naturaleza no viene en ayuda, es difícil que ni el arte ni el ingenio las hagan prosperar. Yo no soy melancólico, sino soñador. Nada hay de que me haya ocupado tanto en toda ocasión como de pensar en la muerte, aun en la época más licenciosa de mi edad:


Jucundum quum aetas florida ver ageret[131].


Hallándome entre las damas y en medio de diversiones y juegos, alguien creía que mi duelo era ocasionado por la pasión de los celos, o por alguna esperanza defraudada; sin embargo, en lo que pensaba yo era en alguno que habiendo sido atacado los días precedentes de unas calenturas, al salir de una fiesta parecida a la en que yo me encontraba, con la cabeza llena de ilusiones y el espíritu de contento, murió rápidamente, y a mi memoria venía aquel verso de Lucrecio:


Jam fuerit, nec post unquam revocare licebit.[132]


Ni éste ni ningún otro pensamiento ponían el espanto en mi ánimo. Es imposible que al principio no sintamos ideas tristes; pero insistiendo sobre ellas y volviendo a insistir, se familiariza uno sin duda; de otro modo, y por lo que a mí toca, hallaríame constantemente en continuo horror y frenesí, pues jamás hombre alguno estuvo tan inseguro de su vida; jamás ningún hombre tuvo menos seguridad de la duración de la suya. Ni la salud que he gozado hasta hoy, vigorosa y en pocas ocasiones alterada, prolonga mi esperanza, ni las enfermedades la acortan: figúraseme a cada momento que escapo a un gran peligro, y sin cesar me repito: «Lo que puede acontecer mañana, puede muy bien ocurrir dentro de un momento.» Los peligros, riesgos y azares nos acercan poco o nada a nuestro fin, y si consideramos cuántos accidentes pueden sobrevenir además del que parece ser el que nos amenaza con mayor insistencia, cuántos, millones de otros pesan sobre nuestras cabezas, hallaremos que nos siguen lo mismo en la mar que en nuestras casas, en la batalla que en el reposo, frescos que calenturientos: cerca está de nosotros en todas partes: Nemo altero fragilior est; nemo in crastinum sui certior[133]. Lo que he de ejecutar en vida me apresuro a rematarlo; todo plazo se me antoja largo, hasta el de una hora.

Alguien hojeando el otro día mis apuntes encontró una nota de algo que yo quería que se ejecutara después de mi muerte; yo le dije, como era la verdad, que hallándome cuando la escribí a una legua de mi domicilio, sano y vigoroso, habíame apresurado a asentarla, porque no tenía la certeza de llegar hasta mi casa. Ahora en todo momento me encuentro preparado, y la llegada de la muerte no me sorprenderá, ni me enseñará nada nuevo. Es preciso estar siempre calzado y presto a partir tanto como de nosotros dependa, y sobre todo guardar todas las fuerzas de la propia alma para el caso:


Quid brevi fortes jaculamur aevo,

multa?[134]


de todas habremos menester para tal trance. Uno se queja más que de la muerte por que le interrumpe la marcha de una hermosa victoria; otro por que le es preciso largarse antes de haber casado a su hija o acabado la educación de sus hijos; otro lamenta la separación de su mujer, otro la de su hijo, como comodidades principales de su vida. Tan preparado me encuentro, a Dios gracias, para la hora final, que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin dejar por acá sentimiento de cosa alguna. De todo procuro desligarme. Jamás hombre alguno se dispuso a abandonar la vida con mayor calma, ni se desprendió de todo lazo como yo espero hacerlo. Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje:


...Miser!, o miser (aiunt)!, omnia ademit

una dies infesta mihi tot praemia vitae[135];


y el constructor dice:


Manent opera interrumpta, minaeque

murorum ingentes.[136]


Preciso es no emprender nada de larga duración, o de emprenderlo apresurarse a darle fin. Vinimos a la tierra para las obras y la labor:


Quum moriar, medium solvar et inter opus.[137]


Soy partidario de que se trabaje y de que se prolonguen los oficios de la vida humana tanto como se pueda, y deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin temerla, y menos todavía siento dejar mi huerto defectuoso. He visto morir a un hombre que en los últimos momentos se quejaba sin cesar de que su destino cortase el hilo de la historia que tenía entre manos, del quince o diez y seis de nuestros reyes:


Illud in his rebus non addunt: nec tibi earum

jam desiderium rerum suber insidet una.[138]


Es preciso desprenderse de tales preocupaciones, que sobre vulgares son perjudiciales. Así como los cementerios han sido puestos junto a las iglesias y otros sitios los más frecuentados de la ciudad, para acostumbrar, decía Licurgo, al bajo pueblo, las mujeres y los niños, a no asustarse cuando ven a un hombre muerto, y a fin de que el continuo espectáculo de los osarios, sepulcros y convoyes funerarios sea saludable advertencia de nuestra condición:


Quin etiam exhilarare viris convivia caedo

mos olim, et miscere epulis spectacula dira

certantum ferro, saepe et super ipsa cadentum

pocula, respersis non parco sanguine mensis[139];


y como los egipcios, después de sus festines, mostraban a los invitados una imagen de la muerte por uno que gritaba: «Bebe, y... alégrate, pues cuando mueras seras lo mismo» así tengo yo la costumbre, así tengo yo por hábito guardar, no sólo en la mente, sino en los labios, la idea y la expresión de la muerte. Y nada hay de que me informe con tanta solicitud como de la de los hombres: «qué palabra pronunciaron, qué rostro pusieron, qué actitud presentaron», ni pasaje de los libros en que me fije con más atención; así se verá que en la elección de los ejemplos muestro predilección grande por esta materia. Si compusiera yo un libro, haría un registro comentado de las diversas suertes de morir. Quien enseñase a los hombres a morir enseñarlos a vivir. Dicearco compuso una obra de título análogo, mas de diverso y menos útil alcance.

Se me responderá, acaso, que el hecho sobrepuja de tal modo la idea, que no hay medio que valga a atenuar la dureza de nuestro fin. No importa. La premeditación proporciona sin duda gran ventaja; y además, ¿no es ya bastante llegar al trance con tranquilidad y sin escalofrío? Pero hay más. La propia naturaleza nos da la mano y contribuye a inculcar ánimo en nuestro espíritu; si se trata de una muerte rápida y violenta, el tiempo material nos falta para temerla; si es más larga, advierto que a medida que la enfermedad se apodera de mí voy teniendo en menos la vida. Entiendo que tales pensamientos y resoluciones deben practicarse hallándose en buena salud, y así yo me conduzco, con tanta más razón cuanto que en mí comienza ya a flaquear el amor a las comodidades y la práctica del placer. Veo la muerte con mucho menos horror que antes, lo cual me permite esperar que cuanto más viejo sea, más me resignaré a la pérdida de la vida. En muchas circunstancias he tenido ocasión de experimentar la verdad del dicho de César, quien aseguraba que las cosas nos parecen más grandes de lejos que de cerca, y así, en perfecta salud, he tenido más miedo a las enfermedades que cuando las he sufrido. El contento que me domina, el placer y la salud, muéstrame el estado contrario tan distinto, que mi fantasía abulta por lo menos el mal, el cual creo más duro estando sano que pesando sobre mí. Espero que lo propio me acontecerá con la muerte.

Estas mutaciones y ordinarias alternativas nos muestran cómo la naturaleza nos hace apartar la vista de nuestra pérdida y empeoramiento. ¿Qué le queda a un viejo del vigor de su juventud y de su existencia pasadas?


Heu!, senibus vitae portio quanta manet.[140]


Un soldado de la guardia de César, que se hallaba molido y destrozado, pidió al emperador licencia para darse la muerte. César, al contemplar su decrépito aspecto, le contestó ingeniosamente: «¿Acaso crees hallarte vivo?» Mas, guiados por su mano, por una suave y como insensible pendiente, poco a poco, y como por grados, acércanos a aquella miserable situación y nos familiariza con ella de tal modo, que no advertimos ninguna transición violenta cuando nuestra juventud acaba, lo cual es en verdad una muerte más dura que el acabamiento de una vida que languidece, cual es la muerte de la vejez. El tránsito del mal vivir al no vivir, no es tan rudo como el de la edad floreciente a una situación penosa y rodeada de males del cuerpo encorvado se aminoraron ya las fuerzas, y lo mismo las del alma; habituémosla a resistir los ataques. de la muerte. Pues como es imposible que permanezca en reposo mientras la teme, si logra ganar la calma (cosa como que sobrepuja la humana condición), de ello puede alabarse entonces pues es harto difícil que la inquietud, el tormento y el miedo, ni siquiera la menor molestia se apoderen de ella.


Non vultus instantis tyranni

mente qualit solida, neque Auster

dux inquieti turbidus Adriae,

nec fulminantis magna jovis manus.[141]


Conviértese en dueña de sus concupiscencias y pasiones, dueña de la indigencia, de la vergüenza, de la pobreza y de todas las demás injurias de la fortuna. Gane quien para ello disponga de fuerzas tal ventaja. Tal es la soberana y verdadera libertad que nos comunica la facultad de reírnos de la fuerza y la injusticia, a la vez que la de burlamos de los grillos y de las cadenas.


In manices et

compedibus, saevo, te sub custode tenebo.

Ipse deus, simul atque volam, me solvet opinor,

hoc sentit: moriar. Mors ultima linea rerum est.[142]


Nuestra religión no ha tenido más seguro fundamento humano que el menosprecio de la vida. No sólo el discernimiento natural lo trae a nuestra memoria, sino que es necio que temamos la pérdida de una cosa, la cual estamos incapacitados de sentir después. Y puesto que de tan diversos modos estamos amenazados por la muerte, ¿no es mayor la pena que ocasiona el mal de temerlos todos para librarnos de tirio solo? ¿No vale más que venga cuando lo tenga a bien, puesto que es inevitable? Al que anunció a Sócrates que los treinta tiranos le habían condenado a morir, el filósofo contestó que la naturaleza los había condenado a ellos. ¡Qué torpeza la de apenarnos y afligirnos cuando de todo duelo vamos a ser libertados! Como el venir a la vida nos trae al par el nacimiento de todas las cosas, así la muerte hará de todas las cosas nuestra muerte. ¿A qué cometer la locura de llorar porque de aquí a cien años no viviremos, y por qué no hacer lo propio porque hace cien años no vivíamos? La muerte es el origen de nueva vida; al entrar en la vida lloramos y padecemos nuestra forma anterior; no puede considerarse como doloroso lo que no ocurre más que una sola vez. ¿Es razonable siquiera poner tiempo tan dilatado en cosa de tan corta duración? El mucho vivir y el poco vivir son idénticos ante la muerte, pues ambas cosas no pueden aplicarse a lo que no existe. Aristóteles dice que en el río Hypanis hay animalillos cuya vida no dura más que un día; los que de ellos mueren a las ocho de la mañana acaban jóvenes su existencia, y los que mueren a las cinco de la tarde perecen de decrepitud. ¿Quién de nosotros no tornaría a broma la consideración de la desdicha o dicha de un momento de tan corta duración? La de nuestra vida, si la comparamos con la eternidad, o con la de las montañas, ríos, estrellas, árboles y hasta con la de algunos animales, ¿no es menos ridícula?

Mas la propia naturaleza nos obliga a perecer. «Salid, nos dice, de este mundo como en él habéis entrado. El mismo tránsito que hicisteis de la muerte a la vida, sin pasión y sin horror, hacedlo de nuevo de la vida a la muerte. Vuestro fin es uno de los componentes del orden del universo, es uno de los accidentes de la vida del mundo.


Inter se mortales mutua vivunt,

***

Et, quasi cursores, vitae lampada tradunt.[143]


»¿Cambiaré yo por vosotros esta hermosa contextura de las cosas? La muerte es la condición de vuestra naturaleza; es una parte de vosotros mismos; os huís a vosotros mismos. La existencia de que gozáis pertenece por mitad a la vida y a la muerte. El día de vuestro nacimiento os encamina así al morir como al vivir.


Prima, quea vitam dedit, hora, carpsit.[144]


Nascentes morimur; finisque ab origine pendet.[145]


»Todo el tiempo que vivís se lo quitáis a la vida: lo vivís a expensas de ella. El continuo quehacer de vuestra existencia es levantar el edificio de la muerte. Os encontráis en la muerte mientras estáis en la vida; pues estáis después de la muerte cuando ya no tenéis vida, o en otros términos: estáis muertos después de la vida; mas durante la vida estáis muriendo, y la muerte ataca con mayor dureza al moribundo que al muerto, más vivamente y más esencialmente. Si de la vida habéis hecho vuestro provecho, tenéis ya bastante: idos satisfechos.


Cur non ut plenus vitae conviva recedis?[146]


»Si no habéis sabido hacer de ella el uso conveniente, si os era inútil, ¿qué os importa haberla perdido? ¿Para qué la queréis todavía?


Cur amplius addere quaeris,

Rursum quod pereat male, et ingratum occidat omne?[147]


»La vida no es, considerada en si misma, ni un bien ni un mal; es lo uno o lo otro según vuestras acciones. Si habéis vivido un día lo habéis visto todo: un día es igual a siempre. No hay otra luz ni otra oscuridad distintas. Ese sol, esa luna, esas estrellas, esa armonía de las estaciones es idéntica a la que vuestros abuelos gozaron y contemplaron, y la misma que contemplarán nuestros nietos y tataranietos.


Non allum videre patres, aliumve nepotes

adspicient.[148]


»La variedad y distribución de todos los actos de mi comedia se desarrollan en un solo año. Si habéis parado vuestra atención en el vaivén de mis cuatro estaciones, habréis visto que comprenden la infancia, adolescencia, virilidad y vejez del mundo: con ello ha hecho su partida; después comienza de nuevo, y siempre acontecerá lo mismo.


Versamur ibidem, atque insumus usque.[149]

Atque in se sua per vestigia volvitur annus.[150]


»No reside en mi la facultad de forjaros nuevos pasatiempos:


Nam tibi praeterea quod machiner, inveniamque

quod placeat, nihil est: eadem sunt omnia semper.[151]


»Dejad a los que vengan el lugar, como los demás os lo dejaron a vosotros. La igualdad es la primera condición de la equidad. ¿Quién puede quejarse de un mal que todos sufren? Es, pues, inútil que viváis; no rebajaréis nada del espacio que os falta para la muerte: para ello todos vuestros esfuerzos son inútiles. Tanto tiempo como permanecéis en ese estado de temor, nada vale ni a nada conduce. Igual da que hubierais muerto cuando estabais en brazos de vuestra nodriza:


In vera nescis nullum fore morte alium te,

qui possit vivus tibi te lugere peremptum,

stansque jacentem?[152]


»Y si a tal estado de ánimo llegarais, no experimentaríais descontento alguno;


Nec sibi enim quisquam tum se, vitamque requirit.

***

Nec desiderium nostri nos afficit ullum.[153]


ni desearíais una vida cuya pérdida sentís tanto.


»Es la muerte menos digna de ser temida que nada, si hubiera alguna cosa más insignificante que nada.


Multo... mortem minus ad nos esse putandum.

Si minus esse potest, quam quod nihil esse videmus.[154]


»Ni muertos ni vivos debe concernirnos; vivos, porque existimos; muertos, porque ya no existimos. Nadie muere hasta que su hora es llegada el tiempo que dejáis era tan vuestro u os pertenecía tanto como el que transcurrió antes de que nacierais, y que tampoco os concierne.


Respice enim, quam nil ad nos anteacta vetustas

temporis aeterni fuerit.[155]


»Allí donde vuestra vida acaba está toda comprendida. La utilidad del vivir no reside en el tiempo, sino en el uso que de la vida se ha hecho: tal vivió largos días que vivió poco. Esperadla mientras permanecéis en el mundo: de vuestra voluntad pende, no del número de años el que hayáis vivido bastante. ¿Pensáis acaso no llegar al sitio donde marcháis sin cesar? No hay camino que no tenga su salida. Y por si el mal de muchos sirve a aliviaros, sabed que el mundo todo sigue la marcha que vosotros seguís.


...Omnia te, vita perfuncta, sequentur.[156]


Todo se estremece al par de vosotros. ¿Hay algo, que no envejezca cuando vosotros envejecéis y como vosotros envejecéis? Mil hombres, mil animales y mil otras criaturas mueren en el propio instante que vosotros morís.


Nam nox nulla diem, neque noctem aurora sequuta est,

quae non audierit mixtos vagitibus aegris

Ploratus, mortis comites et funeris atris.[157]


»¿A que os sirve retroceder? Bastantes habéis visto que se han encontrado bien hallados con la muerte por haber ésta acabado con sus miserias. ¿Mas, habéis visto alguien mal hallado con ella? Gran torpeza es condenar una cosa que no habéis experimentado ni en vosotros ni en los demás. ¿Por qué tú te quejas de mí y del humano destino? Aunque tu edad no sea todavía acabada, tu vida sí lo es; un hombrecito es hombre tan completo como un hombre ya formado. No se miden por varas los hombres ni sus vidas. Chirón rechaza la inmortalidad informado de las condiciones en que se le concede por el dios mismo del tiempo, por Saturno, su padre. Imaginad cuánto más perdurable sería la vida y cuán menos soportable al hombre, y cuanto más penosa de lo que lo es la que yo le he dado. Si la muerte no se hallare al cabo de vuestros días, me maldeciríais sin cesar por haberos privado de ella. De intento he mezclado, alguna amargura, para impediros, en vista de la comodidad de su uso, el abrazarla con demasiada avidez, con indiscreción extremada. Para llevaros a una tal moderación, para que no huyáis de la vida ni tampoco de la muerte que exijo de vosotros, he entreverado la una y la otra de dulzores y amarguras. Enseñé a Thales, el primero de vuestros sabios, que el morir y el vivir eran cosas indiferentes, por eso al que le preguntó por qué no moría, respondiole prudentísinamente: Porque da lo mismo. El agua, la tierra, el aire, el fuego y otros componentes de mi edificio, así son instrumentos de tu vida como de tu muerte. ¿Por que temes tu último día? Tu último día contribuye lo mismo a tu muerte que los anteriores que viviste. Él último paso no produce la lasitud, la confirma. Todos los días van a la muerte: el último llega.» Tales son los sanos advertimientos de nuestra madre naturaleza.

Con frecuencia he considerado por qué en las guerras, el semblante de la muerte, ya la veamos en nosotros mismos ya en los demás, nos espanta mucho menos que en nuestras casas (si así no fuera compondríanse los ejércitos de médicos y de llorones); y siendo la muerte lo mismo para todos, he considerado también que la aguardan con mayor resignación las gentes del campo y las de condición humilde que los demás. En verdad creo que todo depende del aparato de horror de que la rodeamos el cual pone más miedo en nuestro ánimo que la muerte misma; los gritos de las madres, de las mujeres y de los niños; la visita de gentes pasmadas y transidas; la presencia numerosa de criados pálidos y llorosos; una habitación a oscuras; la luz de los blandones; la cabecera de nuestro lecho ocupada por médicos y sacerdotes: en suma, todo es horror y espanto en derredor nuestro: henos ya bajo la tierra. Los niños tienen miedo de sus propios camaradas cuando los ven disfrazados; a nosotros nos acontece lo propio. Preciso es retirar la máscara lo mismo de las cosas que de las, personas, y una vez quitada no hallaremos bajo ella a la hora de la muerte nada que pueda horrorizarnos. Feliz el tránsito que no deja lugar a los aprestos de semejante viaje.



De la fuerza de imaginación

Fortis imaginatio generat casum[158], dicen las gentes disertas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación avasalla: todos ante su impulso se tambalean, mas algunos dan en tierra. La impresión de mi fantasía me afecta, y pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría mi vida rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la vista de las angustias del prójimo angustíame materialmente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un tercero. El oír una tos continuada irrita mis pulmones y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado no me interesa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y lo guardo dentro de mi. No me parece maravilla que la sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los que no saben contenerla. Hallándome en una ocasión en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundante fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, facultativo acreditado, trataba con el enfermo de los medios que podían ponerse en práctica para curarle y le propuso darme ocasión para que yo gustase de su compañía; que fijara sus ojos en la frescura de mi semblante y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adolescencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan floreciente estado; así decía el médico al enfermo que su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir que el mal podría comunicarse a mi persona. Galo Vibio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esencia y variaciones de la locura que perdió el juicio; de tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo, pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muerte en quienes el horror hace inútil la tarea del verdugo; y muchos se han visto también que al descubrirles los ojos para leerles la gracia murieron en el cadalso por no poder soportarla impresión. Sudamos, temblamos, palidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos nuestro cuerpo agitado por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos:


Ut, quasi transactis saepe, omnibu, rebu, profundant

fluminis ingentes fluctus, vestemque cruentent.[159]


Aunque no sea cosa desusada ver que le salen cuernos por la noche a quien al acostarse no los tenía, el sucedido de Cipo, rey de Italia, es por demás memorable. Había éste asistido el día anterior con interés grande, a una lucha de toros, y toda la noche soñó que tenía cuernos en la cabeza; y efectivamente, el calor de su fantasía hizo que le salieran. La pasión comunicó al hijo de Creso la palabra, de que la naturaleza lo había privado. Antíoco tuvo recias calenturas a causa de la belleza de Stratonice, cuya hermosura habíase sellado profundamente en su alma. Refiere Plinio haber visto cambiarse a Lucio Cosicio de hombre en mujer el mismo día de sus bodas. Pontano y otros autores, cuentan análogas metamorfosis ocurridas en Italia en los siglos últimos. Y por vehemente deseo, propio y de su madre,


Vota puer solvit, quae femina voverat, Iphis.[160]


En el Vitry, francés vi a un sujeto a quien el obispo de Soissons había confirmado con el nombre de Germán; todas las personas de la localidad le conocieron como mujer hasta la edad de ventidós años, y le llamaban María. Era, cuando yo le conocí, viejo, bien barbado y soltero, y contaba que, habiendo hecho un esfuerzo al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aun hoy hay costumbre entre las muchachas del Vitry de cantar unos versos que advierten el peligro de dar grandes brincos, que podría exponerlas a verse en la situación de María-Germán. No es maravilla encontrar con frecuencia el accidente referido, pues si la imaginación ofrece poder en cosas tales, está además tan de continuo y tan fuertemente identificada con ellas, que para no volver al mismo pensamiento y vivo deseo, procede mejor la fantasía al incorporar de una vez para siempre la parte viril en las jóvenes.

A la fuerza de imaginación atribuyen algunos las cicatrices del rey Dagoberto y las llagas de san Francisco. Otros el que los cuerpos se leven de la tierra. Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en éxtasis tan grande, que su cuerpo permanecía largo espacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín habla de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para ser trasportado instantáneamente tan fuera de sí, que era del todo inútil alborotarle, gritarle, achicharrarle y pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos. Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer sonaban a lo lejos, y echaba de ver sus heridas y quemaduras. Que el accidente no era fingido sino natural, probábalo el hecho de que mientras era presa de él, la víctima no tenía pulso ni alentaba.

Verosímil es que el crédito que se concede a las visiones, encantamientos y otras cosas extraordinarias provenga sólo del poder de la fantasía; la cual obra más que en las otras en las almas del vulgo, por ser más blandas e impresionables. Tan firmemente arraigan en ellas las creencias, que creen ver lo que no ven.

Casi estoy por creer que esos burlones maleficios con que algunas personas suelen verse trabadas (y no se oye hablar de otra cosa) reconocen por causa la aprensión y el miedo. Por experiencia sé que cierta persona de quien puedo dar fe como de mí mismo, en la cual no podía haber sospecha alguna, de debilidad ni encantamiento, habiendo oído relatar un amigo suyo el suceso de una extraordinaria debilidad en que el del cuento había caído cuando más necesitado se hallaba el vigor y fortaleza, el horror del caso asaltó de pronto la imaginación del oyente o hízole atravesar situación análoga. De entonces en adelante experimentó repetidas veces tan desagradable accidente, porque el importuno recuerdo de la historia le agobiaba y tiranizaba constantemente. Pero encontró algún remedio a la ilusión de que era víctima con otra parecida, y fue que declarando de antemano la calamidad que le amarraba, ensanchose la contención de su alma, pues considerando el mal como esperado y casi irremediable, pesábale menos la preocupación. Cuando tuvo ocasión, libremente (encontrándose su pensamiento despejado y a sus anchas, y su cuerpo en la situación normal), de comunicar y sorprender el entendimiento ajeno, quedo curado por completo. La desdicha de que hablo no debe temerse sino en los casos en que nuestra alma se encuentre extraordinariamente embargada por el deseo y el respeto, y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la urgencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio el satisfacerse en otra parta para calmar los ardores de su furor, y que por la edad se encuentra menos impotente precisamente por ser menos potente; y de otro, a quien ha sido de utilidad grandísima el que un amigo le haya asegurado que se encuentra, provisto de una contrabatería de encantamientos, seguros a preservarle. Pero mejor será que refiera el caso menudadamente.

Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era amigo íntimo, casó con una hermosa dama que antes había sido muy solicitada y requerida por uno de los que asistían a la bodas. El desposado hizo entrar en cuidado a sus amigos, principalmente a una dama de edad, parienta suya, en cuya casa tenía lugar la ceremonia, y que la presidía, mujer humorosa de estas brujerías, quien así me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre una piececita de oro delgada, que tenía grabadas algunas figuras celestes, y que era remedio eficaz contra las insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la sutura del cráneo; para que la medallita pudiera llevarse estaba sujeta a un cordón suficientemente largo que podía rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta; ensueño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pelletier[161], viviendo en mi casa, me había hecho tan singular presente. Ocurriome sacar de él algún partido, y dije al conde que también él podía correr peligro de impotencia a causa del encantamiento de algún rival, añadiendo que se acostara en seguida, que yo me encargaba de prestarle un servicio de amigo, y que ponía a su disposición un milagro, cuyo poder de realizarlo residía en mis manos, siempre y cuando que por su honor me jurase guardar, el más profundo secreto, y que le recomendaba únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a llevarlos la colación al lecho, si las cosas no habían ido a medida de sus deseos, me hiciera una señal, convenida previamente. Había tenido el alma tan intranquila y los oídos le chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los efectos de su imaginación y me hizo la señal a la hora prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oyera, que se levantara con el pretexto de echarnos de la alcoba, y que, como jugando, se apoderase de mi bata (éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con ella mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo cual ejecutó; añadí que cuando nos marcháramos saliera a orinar, recitara tres veces ciertas oraciones y ejecutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres voces se ciñera el cordón que yo lo daba en la cintura y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riñones, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por último, que, después de haber practicado escrupulosamente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón, a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad completa a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas estas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra mente no puede rechazar el que medios tan extraños no procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten. En conclusión; es lo cierto que los signos de la medalla se mostraron más venéreos que solares, más activos que prohibitivos. Fue un capricho repentino Y malicioso lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino también las provechosas. Si el acto en sí mismo no es vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.

Amasis, rey de Egipto, casó con Laodice, hermosísima joven griega. Mas el soberano, que se había mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó a disfrutar de Laodice, y la amenazó con darla muerte, creyendo que la causa de su debilidad fuera cosa de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la dama la práctica de actos devotos, y habiendo ofrecido a Venus ciertas promesas, encontrose divinamente fuerte la noche que siguió a las oblaciones y sacrificios. Hacen mal las mujeres en adoptar continente melindroso de contrariedad; todo eso nos debilita y acalora. Decía la suegra de Pitágoras que la mujer que se acuesta con un hombre debe con su chambra dejar también la vergüenza y tomarla de nuevo con las enaguas. El alma del varón, intranquila por alarmas diversas, piérdese fácilmente; aquel a quien la imaginación hizo sufrir una vez tal percance (no acontece esto sino en los primeros ayuntamientos, por lo mismo que son más hirvientes y rulos; y también por el temor de que no salga el disparo, recelo que la vez primera es mucho más grande el sobrecogimiento). Y cuando se principia mal, el espíritu se altera y despecha del accidente, que persiste en las ocasiones sucesivas.

Los casados, como tienen por suyo todo el tiempo, no deben buscar ni apresurar el acto si no están en disposición de realizarlo. Preferible es incurrir en falta en el estreno de la cópula nupcial, llena de agitación y fiebre, y aguardar ocasión más propicia y menos revuelta, a caer en una perpetua miseria por la desesperación que acarrea el primer fracaso. Antes de la posesión debe el paciente de cuando en cuando hacer ensayos sin acalorarse ni extremarse para asegurarse así de sus fuerzas. Y los que son en este punto de naturaleza fácil, procuren por imaginación contenerse.

Con razón se ha advertido la indócil rebeldía de este órgano, que se subleva importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad, que rechaza con altivez y obstinación indomables lo mismo nuestras solicitaciones mentales que las manuales. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello se la condena, si estuviese yo encargado de defender su proceder, acaso hiciera cómplices a los otros miembros, sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia de la importancia y dulzura de sus funciones; de haber todos juntos conspirado contra él y de hacerle cargar con la responsabilidad de una culpa común. Considerad, si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuerpo que no se oponga con frecuencia más que sobrada a la determinación de nuestra voluntad. Cada cual tiene sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin nuestro con sentimiento. ¡Cuántas veces declara nuestro rostro los pensamientos que guardamos secretos y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La causa misma que vivifica el órgano de que hablo anima también, sin que nos demos cuenta de ello, el corazón, el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato esparce imperceptiblemente en nosotros la llama de una emoción febril. ¿Acaso son sólo los músculos y las venas los que se aplacan o ponen rígidos, sin licencia, no ya sólo de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensamiento cabe? No ordenamos o nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestras carnes que tiemblen por el deseo o el temor; la mano se dirige con frecuencia donde nosotros no la ordenamos que vaya; la lengua enmudece y la voz se apaga cuando se las antoja; en ocasión en que no tenemos viandas ni agua a nuestro alcance prohibiríamos de buen grado a nuestro apetito la excitación y haríamos que nuestra sed se aplacara, pero no alcanza a tanto nuestro poder; nos ocurre lo mismo que con el otro apetito de que antes hablé; las ganas de comer nos abandonan cuando se les antoja. Los órganos que sirven a descargar el entre se dilatan o contraen por sí mismos, e igualmente los que desocupan los riñones. Lo que san Agustín escribe para demostrar el poderío de nuestra voluntad de alguien que ordenaba a su trasero expeler tantos pedos como quería, y que Vives, glosador del santo, apoya con otro ejemplo de su época, diciendo que algunos tienen la facultad de expeler vientos musicales, que concuerdan con el tono de voz que se les impone, no supone ninguna obediencia del trasero, pues en general, puede decirse que no hay órgano más impertinente y tumultuario. Sé de uno tan turbulento y rebelde, que lleva ya cuarenta años obligando a su dueño a peer constante e incesantemente y que le llevará así al sepulcro. Y a, Dios pluguiera que hubiese tenido noticia por las historias de semejante monstruosidad. ¡Cuantísimas veces, por oponernos a la salida de un solo pedo, nuestro vientre nos coloca en el dintel de una muerte angustiosísima! El emperador que nos dio libertad absoluta de peer[162] en todas partes, no nos hubiera podido otorgar lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos por conveniente. Pero nuestra voluntad, a que acusamos de impotencia en este particular, podríamos igualmente censurarla de rebelión y sedición en otros puntos por su desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda ocasión lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas veces que anhela aquello que la prohibimos, precisamente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por los principios de nuestra razón? En conclusión diré, en beneficio de mi defendido[163] que me place considerar que su causa está inseparable e indistintamente unida a la de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con los vidrios rotos, y por argumentos y cargos tales, vista la condición de las partes, no pueden en modo alguno pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de éste es a veces invitar a destiempo, pero nunca oponerse, y también invitar sin esfuerzo, todo o cual es prueba palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusadores. De todos modos, protestando que los abogados y jueces pierden el tiempo al emitir quejas y formular sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le acomode y habrá obrado acertadamente aun cuando haya dotado a este miembro de algún privilegio particular, como autora de la única obra inmortal entre los mortales. Por eso consideraba Sócrates la generación como acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y espíritu inmortal.

Hay quien a causa del efecto de su imaginación deja aquí las escrófulas[164] que su compañero llevará a España. Por eso, para tales casos acostumbraba a recomendarse que el espíritu se encontrara en buena disposición. Por idéntica razón preparan los médicos de antemano la fe de sus pacientes en los medicamentos, con tantas promesas falsas de curación, a fin de que el efecto de la fantasía supla la inutilidad de sus pócimas. Saben bien que uno de los maestros de su arte les dejó escrito que hubo personas a quienes hizo el efecto sólo la vista de la medicina. Hame venido lo apuntado a la memoria recordando la relación que me hizo un boticario que estaba al servicio de mi difunto padre, hombre sencillo, suizo de nación, que es un pueblo nada charlatán ni embustero. Contome haber tratado largo tiempo en Tolosa a un comerciante enfermizo, sujeto al mal de piedra, que tenía con suma frecuencia necesidad de darse lavativas y se las hacía preparar por los médicos, según las alternativas del mal; luego que le presentaban el líquido con todos los adminículos veía si estaba demasiado caliente, y héteme aquí a nuestro enfermo tendido boca abajo, con todos los preparativos admirablemente dispuestos, pero que en fin de cuentas no tomaba lavativa alguna. Alejado el médico de la alcoba, el paciente se instalaba como si realmente se hubiese aplicado el remedio y experimentaba efecto igual al que sienten los que le practican. Y si el facultativo consideraba que no se había puesto bastantes, recomdábale dos o tres más en forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el gasto, pues el enfermo pagaba como si las hubiera recibido, la mujer de éste le presentó varias veces sólo agua tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber encontrado inútiles las últimas, fue necesario volver a las preparadas por la farmacopea.

Una mujer que creía haber tragado un alfiler con el pan que comía, gritaba y se atormentaba como si sintiera en la garganta un dolor insoportable, donde, a su entender, teníalo detenido; pero como no había hinchazón ni alteración en la parte exterior, una persona hábil que estaba junto a ella consideró que la cosa no era más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de pan que la había arañado al pretender tragarlo; hizo vomitar a la mujer y puso a escondidas en lo que arrojó un alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haberlo expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y dolor. Sé que un caballero que había dado un banquete a varías personas de la buena sociedad se vanagloriaba, por pura broma, pues, la cosa no era cierta, de haber hecho comer a sus invitados un pastel de gato; una señorita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que cayó enferma con calenturas, perdió el estómago y fue imposible salvarla. Los animales mismos vense como nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítanlo los perros que se dejan sucumbir de dolor a causa, de la muerte de sus amos; vémoslos ladrar y agitarse en sueños, y a los caballos relinchar y desasosegarse. Todo lo cual puede explicarse por la estrecha unión de la materia y el espíritu, que se comunican entre sí sus estados mutuos; por eso la imaginación actúa a veces, no ya contra el propio cuerpo, sino también contra el ajeno. De la misma suerte que un cuerpo comunica el mal a su vecino, como se ve en a epidemias, en las bubas y en los males de los ojos, que pasan de unos en otros:


Dum spectan oculi laesos, laeduntur et ipsi;

multaque corporibus transitione nocent[165],


así la imaginación, vehemente sacudida, lanza dardos que alcalizan a otro cuerpo que no es el suyo. La antigüedad creía que ciertas mujeres de Escitia, cuando tenían a alguien mala voluntad, podían matarle con la mirada. Las tortugas y los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que poseen alguna virtud ocular. Dícese que los brujos tienen dañina la mirada:


Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos[166];


pero yo no doy crédito a la ciencia de mágicos y adivinos. Por experiencia vemos que las mujeres producen en el cuerpo de las criaturas que paren los signos de sus caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, emperador rey de Bohemia, fue presentada una muchacha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber sido así concebida a causa de una imagen de san Juan Bautista que tenía colgada junto al lecho.

Lo propio acontece a los animales, como vemos por las ovejas de Jacob y por las perdices que la nieve blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de un árbol; los ojos del uno estuvieron clavados en los del otro un corto espacio y luego el pájaro se dejó caer como muerto entre las patas del gato, bien trastornado por su propia imaginación, bien atraído por alguna fuerza peculiar del felino. Los amantes de la caza de halconería conocen el cuento del halconero, que, fijando obstinadamente su mirada en la de un milano que volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de la sola fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según cuentan; pues debo advertir que las historias que traigo aquí a colación déjolas sobre la conciencia de aquellos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones, que pueden demostrarse por la razón, sin echar mano de casos particulares. Cada cual puede acomodar a la doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea incrédulo, en atención a número y variedad de los fenómenos de la naturaleza. Si me sirvo de ejemplos que no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo, que otro los acomode más pertinentes. De manera que, en el estudio que aquí hago de nuestras costumbres y transportes, los testimonios fabulosos, siempre y cuando que sean verosímiles, me sirven como si fuesen auténticos. Acontecido o no, en Roma o en París, a Juan o a Pedro, siempre será la cosa un rasgo de la humana capacidad que yo utilizo. Léolo y aprovécholo igualmente en sombra que en cuerpo; en los casos diversos que las historias citan me sirvo de los que son más raros y dignos de memoria. Hay autores cuyo único fin es relatar los acontecimientos; el mío, si a él acertara a tocar, sería escribir, no lo acontecido, sino lo que puede acontecer. Lícito es en las discusiones de filosofía atestiguar con cosas verosímiles cuando no existen las reales; yo no voy tan allá, sin embargo; y sobrepaso en escrupulosidad a las historias mismas. En los ejemplos que saco de lo que he leído, oído, hecho o dicho tengo por sistema no alterar ni modificar siquiera las más inútiles circunstancias: mi conciencia no falsifica ni una coma; de mi falta de ciencia no puedo responder lo mismo.

Creo yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un teólogo o a un filósofo, y en general a los hombres prudentes, de conciencia exacta y exquisita. Sólo ellos, pueden deslindar su fe de las creencias del pueblo, responder de las ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas como moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se prestan a interpretaciones varias opondríanse a prestar juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvieran con un hombre rechazarían igualmente el responder con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos aventurado escribir sobre las cosas pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las primeras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una verdad prestada.

Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que los veo con ojos menos desapacibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los distintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcanzar la gloria de Salustio no me procuraría ningún mal rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada hay tan contrario a mi estilo como una narración dilatada. Falto de alientos, deténgome a cada momento. Ignoro más que una criatura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impusiera un asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande, emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a las luces de la razón, serían injustos y censurables.

Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no es él responsable si todos sus ejemplos no son enteramente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y estuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la virtud, fue lo que procuro. No ocurre lo mismo que con las medicinas con los cuentos antiguos: en éstos es indiferente que la cosa pasara así, o de otro modo diferente.



El beneficio de unos es perjuicio de otros

El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar demasiado provecho y de que tal beneficio no podía alcanzarlo sin la muerte de muchas gentes. Esta sentencia me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás; según aquel dictamen habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias. El comerciante no logra las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; el labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia, de los procesos querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; el propio honor y la práctica de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego, ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente. Más aun puede añadirse: examínese cada uno en lo más recóndito de su espíritu, y hallará que nuestros más íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado, me convence de que la naturaleza no se contradice en este punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada cosa tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.


Nan, quodcumque suis mutatum finibus exit

continuo hoc mors est illius, quod fuit ante.[167]



De la costumbre y de la dificultad de cambiar los usos recibidos

Bien comprendió el imperio de la fuerza de la costumbre el que primero forjó el cuento siguiente: una aldeana estaba habituada a acariciar y a llevar en brazos un ternerillo desde el momento en que salió del vientre de la vaca, y de tal modo se hizo a ello, que cuando el animal se convirtió en buey, todavía lo conducía entre sus brazos. La costumbre es al par maestra violenta y traidora. Ella fija en nuestro espíritu, poco a poco y como si de ello no nos diéramos cabal cuenta el peso de su autoridad, y por suave que sea la pendiente por donde descendamos ocurre un día que ha dejado bien sellada su huella en nuestra naturaleza. Vémosla de tal modo violentar siempre las leyes de ésta, que cuando menos lo pensamos nos descubre un rostro tiránico, que carecemos de fuerzas para mirar de frente; Usus efficacissimus rerum omnium magiter[168]. Creo de buen grado en el antro de que Platón habla en su República; y en los médicos que con frecuencia abandonan a su autoridad las razones de su arte; y en aquel rey que por hábito hizo su estómago refractario al veneno, y en la joven de que habla Alberto, la cual se alimentaba con arañas; y por fin creo que en ese mundo de las Indias Nuevas se encontraron pueblos grandes, de climas diversos, que se alimentaban y hacían provisión, manteniéndolos, de langostas, hormigas, lagartos y murciélagos: en esos países fue vendido un sapo en seis escudos, en una época de carencia de víveres, y cuecen esos animales aderezándolos con diversas salsas. Otros pueblos se vieron en que las carnes de que nosotros nos alimentamos eran para ellos venenosas y mortíferas. Consuetudinis magna vis est: pernoctant venatores in nive; in montibus uri se patiuntur; pugiles caestibus contusi, ne ingemiscunt quidem[169].

Ejemplos tales, que parecen peregrinos, no lo son si consideramos (lo cual experimentamos ordinariamente), cuánto la costumbre embota nuestros sentidos. No nos precisa conocer lo que se nos relata de los vecinos de las cataratas del Nilo; ni lo que los filósofos juzgan de la música celeste; o sea que estos cuerpos, siendo como son sólidos y lisos, cuando se frotan y chocan unos con otros, por virtud de sus movimientos, no pueden dejar de producir una harmonía maravillosa, conforme a la medida, y al tono cuyas variedades les imprimen movimientos y cadencia. Pero tales harmonías no las advierten los oídos de los mortales, adormecidos como los de los egipcios, a causa de la continuidad del sonido. Los herradores, molineros y armeros no podrían soportar el estruendo propio de sus respectivos oficios si como a nosotros, que no los ejercitamos, los impresionaran.

El perfume que se desprende de mi coleto lo percibe mi olfato por espacio de tres días, mas el cuarto ya no lo advierten sino los circunstantes. Más singular es todavía el que a pesar de largos intervalos e intermisiones, la costumbre pueda siempre establecer y unir el efecto de su impresión sobre nuestros sentidos, como les ocurre a los que viven cerca de los campanarios. Yo ocupo en mi casa una torre en la cual al toque de diana y al anochecer una campana grande toca diariamente el Ave María. Tal estrépito estremece a la torre misma, y si bien pareciome insoportable los primeros días, poco después me acostumbré a él, de modo que hoy lo oigo como si tal cosa, y muchas veces hasta sin despertarme.

Platón reprendió a un muchacho que jugaba a los dados. El chico le contestó que por fútil pretexto le reprendía. La costumbre, repuso Platón, no es cosa insignificante ni fútil. Yo entiendo que nuestros mayores vicios emprenden su ruta desde nuestra más tierna infancia y que nuestra dirección principal se encuentra encomendada a nuestras nodrizas. Para las madres suele ser cosa de pasatiempo ver que un niño retuerce el cuello a un pollo, y que se divierte maltratando a un perro o a un gato; y padres hay de simplicidad tal, que consideran como excelente augurio de alma marcial el ver a sus criaturas injuriar y, pegar a un campesino o a un lacayo que no se defienden; y toman a gracia el ver a sus hijos engañar a sus camaradas maliciosa y deslealmente. Tales comienzos son, sin embargo, las verdaderas semillas y raíces de la crueldad, de la tiranía y de la traición; así germinan y se educan después frondosamente, acabando su desarrollo en manos de la costumbre. Es dañosa en alto grado el excusar tan perversas inclinaciones fundándose en la tierna edad y debilidad de la criatura, pues, en primer lugar, es la naturaleza que se exterioriza, cuya voz es entonces más pura y más ingenua cuanto es más débil y más nueva; en segundo lugar, la fealdad del engaño no depende de la diferencia de valer que puede haber entre un escudo o un alfiler; depende o se fundamenta en la naturaleza misma de la falta. Hallo, pues, bien razonable la conclusión siguiente: ¿Por qué no engañará tratándose de escudos, puesto que engañó tratándose de alfileres? No vale responder que estas faltas son insignificantes y que el muchacho no pasará a mayores. Es indispensable inculcar en la naturaleza de la niñez el odio al vicio; precísales comprender la natural deformidad del mismo; es indispensable que huyan de él y no ya sólo de cometerlo, sino que la idea misma les aparezca odiosa de cualquier suerte que el vicio sea.

Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más.

En mi casa acabo de ver un hombrecillo natural de Nantes, que careciendo de brazos había acostumbrado tan bien sus pies al servicio que le debían las manos, que sus extremidades inferiores habían olvidado, o medio olvidado su natural oficio. Los llamaba sus manos, y con ellos cortaba, cargaba y descargaba una pistola, enhebraba su aguja, cosía, escribía, se quitaba el gorro, se peinaba, jugaba a la baraja y a los dados y manejaba ambas cosas con destreza tal que maravillaba; el dinero que yo le dí (pues ganaba su vida mostrándose a todo el mundo), lo cogió con su pie como nosotros lo cogemos con la mano. He visto otro hombre, siendo yo niño, que manejaba un espadón y una alabarda, con el pliegue de su cuello, sin las manos, que no tenía: arrojábalos y cogíalos con increíble destreza; lanzaba una daga y hacía chasquear un látigo como el más experto de los carreteros.

Estos efectos de la costumbre descúbrense todavía mejor en la impresión que produce en nuestra alma, donde no encuentra tanta resistencia. ¿De qué poderío no dispone sobre nuestros juicios y creencias? Hay opinión, por extraña que sea (y dejo a un lado toda la grosera impostura de las religiones, con la cual tantas naciones populosas y tantos personajes esclarecidos hanse visto dominados, pues en las religiones, estando por cima de la humana razón, es más excusable el extravío a quien por modo sobrenatural no se encuentra socorrido por el favor divino); en cosas puramente terrenales, ninguna hay, por extraordinaria y peregrina que sea, que la costumbre no haya implantado como ley allí donde bueno le ha parecido. No puede, pues, ser más justa esta antigua sentencia: Non pudet physicum, id est, speculatorem venatoremque naturae, ab animis consuetudine imbutis quaerere testimonium veritatis[170].

Creo firmemente que no pasa por la humana imaginación ningún capricho por estrambótico que sea, que no encuentre el ejemplo en alguna costumbre pública, y por consiguiente que nuestra razón no explique y apoye. Pueblos hay en que se vuelve la espalda a la persona que se saluda y nunca se mira a la persona a quien trata de honrarse. Hay otros en que cuando el rey escupe, la más favorecida de las damas de su corte tiende la mano, y en otra nación los más próximos al monarca se bajan al suelo para recoger con un trapo sus basuras. Dejemos aquí lugar para relatar un cuento.

Tenía un noble francés la costumbre de sonarse las narices con la mano, cosa en verdad enemiga de nuestra usanza, y defendía tal hábito, pues era hombre presto a encontrar respuestas atinadas, diciendo que qué privilegio tenía lo que expelemos por las narices para recogerlo con una buena tela ni para que lo guardáramos luego cuidadosamente; que esto era mucho más repugnante que el arrojar la materia en cuestión donde quiera que fuese, como hacemos con todos las demás basuras. Creo que hablaba de un modo razonable, o al menos que no se expresaba del todo sin razón. La costumbre me había hecho no mirar la cosa con asco, como me hubiera acontecido a oírla referir de una nación que yo no hubiera visto. Dependen los milagros de nuestra ignorancia del modo de obrar que la naturaleza tiene, no de la naturaleza misma; el hábito adormece la vista de nuestro juicio. Los habitantes de países remotos no nos parecerían raros ni peregrinos, como tampoco nosotros lo seríamos para ellos, si cada cual supiera, después de haber examinado los ejemplos que le procuran las costumbres de otros pueblos, reflexionar acertadamente sobra las peculiares del país en que vive, y comparar las unas con las otras. Es la humana razón una tintura infusa, semejante y de valor análogo a nuestras costumbres y opiniones de cualquiera suerte que éstas sean, infinita en materia y en diversidad también infinita. Pero volvamos a mi asunto.

Hay pueblos en que, salvo su esposa e hijos, nadie se comunica con el soberano sino por medio de un portavoz. En una misma nación las doncellas llevan al descubierto las partes vergonzosas, y las casadas las ocultan cuidadosamente. En otras, la castidad no tiene valor sino para los frutos del matrimonio, pues las jóvenes pueden entregarse a sus instintos, y si resultaren preñadas echan mano de cualquier abortivo adecuado, a los ojos de todos. En otras partes, cuando un comerciante se casa, todos los de su gremio que han sido convidados a la boda, se acuestan con la desposada antes que el marido, y cuantos más convidados hay más honor recibe la mujer. Lo mismo acontece cuando un militar se casa, y lo mismo cuando es un noble el que contrae matrimonio, y así sucesivamente, salvo si es un labrador el que contrae justas nupcias, o un individuo de la plebe: entonces, es el señor quien se aprovecha. A pesar de todo lo antecedente, no deja de recomendarse la más estricta fidelidad durante el matrimonio. Países hay en que se ven burdeles públicos de hombres; en que las mujeres van a la guerra con sus maridos y toman parte, no sólo en el combate, sino también en el mando; en que las sortijas no sólo sirven de adorno en las narices, labios, mejillas, orejas y pies, sino que además se echa mano de pesadas varillas de oro para atravesar con ellas los pechos y el trasero; en que al comer se limpian los dedos en los muslos, en los testículos y en las plantas de los pies; en que los hijos no son los herederos de sus padres, y, sin embargo, lo son los hermanos y sobrinos de éstos; en otras partes lo son los sobrinos solamente, salvo cuando la herencia es la de un príncipe; entonces, para ordenar la comunidad de bienes en usanza, ciertos magistrados soberanos ejercen el omnímodo cargo del cultivo de las tierras y distribución de los frutos de las mismas, a tenor de las necesidad de cada uno; en que se llora la muerte de los hijos y se festeja la de los viejos; en que diez o doce personas se acuestan en el mismo lecho, acompañadas de sus mujeres respectivas; en que las mujeres que pierden sus esposos por muerte violenta pueden de nuevo contraer matrimonio, y no pueden hacerlo las demás; en que tan poco valor se concede a la mujer, que se da muerte a las hembras que nacen y se compran las del vecino para llenar con ellas las necesidades naturales; en que los maridos son dueños de repudiar sin alegar causa alguna, y a las mujeres no les asiste tal derecho; en que los maridos pueden venderlas si son estériles; en que se cuecen los cadáveres y se machacan luego hasta que forman una especie de papilla, la cual mezclan al vino que beben; en que la sepultura más envidiable es ser devorado por perros, y en otros sitios por pájaros; en que se cree que las almas dichosas viven en completa libertad en los alegres campos, provistas de toda suerte de comodidades, y que son, ellas las que producen el eco que oímos cuando en despoblado resuena nuestra voz; en que se combate dentro del agua, y los hombres disparan nadando sus arcos, con golpe certero, en que, como muestra de sumisión, se levantan los hombros y se baja la cabeza; en que precisa descalzarse para entrar en la cámara real; en que los eunucos, guardadores de las religiones tienen los labios cortados y lo mismo la nariz, para que no puedan inspirar amor;. y los sacerdotes se saltan los ojos para que no puedan inspirar amor; y los sacerdotes se cambian ojos para entrar en comunicación con los espíritus y consultar los oráculos; en que cada cual hace su dios de aquello que más le place: el cazador de un león o de un zorro; el pescador de un pez cualquiera: e ídolos de cada una de las acciones o pasiones humanas: el sol, la luna y la tierra son los dioses principales; en que el procedimiento en uso para jurar consiste en tocar la tierra mirando al sol; en que se come cruda la carne y lo mismo el pescado; en que el juramento que merece más fe es el que se ejecuta en nombre de la persona muerta que de mayor crédito gozó en el país, tocando su tumba con la mano; en que los aguinaldos que el rey envía a los príncipes, sus vasallos, anualmente, consisten en fuego; llevado que es a su destino, apágase el antiguo, y del nuevo se provee todo el pueblo que el príncipe gobierna; cada cual toma su parte correspondiente so pena de incurrir en crimen de lesa majestad; en que cuando el rey se consagra por entero a la vida contemplativa y abandona su cargo, lo cual acontece con frecuencia, su primer sucesor está en el deber de hacer lo propio, y así pasar el reino a manos de un tercero; en que la forma de gobierno cambia a medida que los acontecimientos lo exigen; hácese que el rey dimita cuando bien a sus súbditos se les antoja; es sustituido por los ancianos en el gobierno del Estado, y, a veces, déjase la dirección de éste en manos de la comuna; en que mujeres y hombres son circuncidados lo mismo que bautizados; en que el soldado que en uno o varios combates consigue presentará su rey siete cabezas de enemigos, es elevado a la categoría de noble; en que se cree en la mortalidad y acabamiento de las almas; en que las mujeres dan a luz sin quejas ni lamentos; en que las mismas mujeres llevan en ambas piernas armaduras de cobre, y si un hijo las muerde están obligadas, por deber de magnanimidad a morderle ellas a su vez; en que no se determinan a casarse sin haber ofrecido a su rey su doncellez; en que se saluda dirigiendo un dedo a tierra levantándole después al cielo; en que los hombres llevan la carga en la cabeza y las mujeres en las espaldas; éstas orinan de pie, aquellos agachados; en que los hombres envían sangre en prueba de amistad e inciensan como a dioses a las personas a quienes tratan de honrar: en que no ya sólo en el cuarto grado de parentesco, sino en ninguno más apartado el matrimonio es permitido; en que los muchachos están cuatro años encomendados a la nodriza, y a veces doce; y en estos mismos países créese peligrosamente mortal dar de mamar al niño el día que nace; en que los padres castigan a los varones y las madres a las hembras, y el castigo consiste en colgarlos por los pies, cabeza abajo a unos y otros, y en ahumarlos; en que se circuncida a las hembras; en que se come toda suerte de hierbas sin otra precaución que desechar aquellas que despiden mal olor; en que todo está abierto, y las casas, por ricas y hermosas que sean, carecen de puertas y ventanas, y no tienen arcas ni cofres cerrados; en lugares tales, los ladrones reciben doble castigo que en otros sitios; en que se matan los piojos con los dientes, como hacen los orangutanes, y encuentren odioso verlos despachurrar con las uñas; en que nadie se corta nunca el pelo ni las uñas, y otros países hay en los cuales se cortan sólo las de la mano derecha, y las de la izquierda se dejan crecer por elegancia; otros se dejan la cabellera del lado derecho tanto como crecer puede, y se cortan la del lado opuesto; otros países hay en que los padres prestan a sus hijos, y los maridos facilitan sus mujeres a sus huéspedes para que las gocen, pagando; otros en que es lícito tener hijos con su propia madre, y a los padres tener comercio deshonesto con sus hijas y con sus hijos; otros pueblos que en los festines se mezclan unos con otros sin distinción de parentesco, y los muchachos los unos con los otros; aquí se alimentan de carne humana; allí, para ejercer con ello un acto piadoso, se mata al padre cuando llega a una edad determinada; acullá, los padres, antes de que los hijos nazcan, cuando todavía están en el vientre de su madre, deciden los que han de ser criados y conservados y los que han de ser abandonados y muertos; en otros puntos los maridos viejos prestan sus esposas a la gente joven para que se sirva de ellas; y en otras partes, las mujeres, sin incurrir por ello en falta, pertenecen a varios hombres; hay países en que las mujeres ostentan, como otros tantos timbres de su honor, igual número de franjas en el borde de su vestido que varones las han ayuntado. El uso y la costumbre han hecho, a veces, atribuir a las mujeres funciones que les son de ordinario extrañas y las ha hecho empuñar las armas, conducir ejércitos y dar batallas. Y todo cuanto la filosofía es incapaz de hacer aprobar a los hombres más avisados, ¿no lo enseña la costumbre por sí sola a las almas vulgares? Sabemos de naciones en que no sólo la muerte se menospreciaba, sino que se la festejaba, y en las cuales hasta las criaturas de siete años sufrían estoicamente cuantos latigazos eran precisos para morir, sin inmutarse siquiera; en que la riqueza era de tal suerte despreciada, que el más mísero ciudadano hubiera desdeñado inclinarse para coger del suelo un bolsillo repleto de dinero. Igualmente tenemos noticia de regiones fertilísimas en toda clase de producciones animales y vegetales, donde los manjares más frecuentes y sabrosos de que se hacía uso eran el pan, los berros y el agua. La costumbre, en fin, hizo que en la isla de Cío transcurriesen setecientos años sin que mujer casada ni soltera osara faltar a su honor.

En conclusión, y a mi parecer, nada hay en el mundo que la costumbre no haga o no pueda hacer; con razón la llama Píndaro, a lo que tengo entendido, reina emperadora del mundo. Un individuo a quien sorprendieron golpeando a su padre, respondió que tal era la costumbre de su casa; que el autor de sus días había golpeado a su vez a su abuelo, y éste a su bisabuelo; y mostrando a su hijo, añadió: éste me pegará a mí cuando llegue a la edad que tengo; y el padre a quien el hijo maltrataba en mitad de la calle, mandole interrumpir la tarea al llegar a cierto lugar, en atención a que él no le había llevado al suyo hasta aquel punto, reponiendo que allí estaba el término de los injuriosos tratamientos hereditarios que los hijos acostumbraban infringir a sus padres en la familia. Por hábito, dice Aristóteles, tanto como por enfermedad, las mujeres se arrancan el pelo, se roen las uñas y comen tierra y carbón; y más por costumbre que por tendencia natural, los machos comercian entre sí.

La ley de la conciencia, que consideramos como compañera de la humana naturaleza, nace también y tiene su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los hábitos o ideas recibidos y aprobados en derredor suyo, y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento, ni practicarlos sin aplauso. Cuando los cretenses querían en los pasados tiempos maldecir a alguno, rogaban a los dioses que le arrastraran a contraer alguna costumbre perversa. Pero el principal efecto de su poderío consiste en apoderarse de nosotros de tal suerte, que apenas sí somos dueños de libertarnos de sus garras ni de razonar ni discurrir en qué consiste tal influjo. Diríase que con la leche de nuestras nodrizas penetra en nuestro ser el espectáculo del mundo, y así queda luego estereotipado para siempre; diríase que nacemos con la condición expresa de seguir la marcha general, y que los hábitos sociales que nos circundan y están en crédito se ingieren en nuestra alma con la semilla de nuestros padres, y son para nosotros los ordinarios y naturales; por donde nos acontece que todo aquello que queda fuera de los linderos de la costumbre, lo creemos fuera de los de la razón; y Dios sabe con cuánta sinrazón las más de las veces.

Si cual nosotros, que tenemos el hábito de estudiarnos, hicieran los demás, al oír cualquier justa máxima, y considerasen por qué razón tal o cual juicio les acomoda, cada cual hallaría que aquélla no tanto era una sentencia luminosa cuanto un buen latigazo a la ordinaria torpeza de su criterio; pero es lo normal el recibir las advertencias de la verdad y sus preceptos como si al pueblo fuesen siempre dirigidos, nunca individualmente; y en lugar de aplicarlas a sus hábitos particulares, todos las encomiendan estúpidamente a su memoria, con inutilidad palmaria y manifiesta. Volvamos al imperio de la costumbre.

Los pueblos que están habituados a la libertad y por sí mismos a gobernarse, estiman monstruosa toda otra forma de gobierno, y entienden que va contra la naturaleza; los que están hechos a la monarquía abrigan y practican igual creencia, y cualquier suerte de facilidad que la fortuna les preste para cambiar de instituciones, aun habiéndose desembarazado de su amo venciendo dificultades grandes, adquieren nuevo amo venciendo también obstáculos análogos, por no poder acostumbrarse a odiar la soberanía. A la costumbre se debe el que cada cual se acomode al lugar en que la naturaleza le colocó; los salvajes de Escocia no echan de menos la Turena, ni los escitas la Tesalia. Preguntaba Darío a algunos griegos a qué precio querían adoptar la costumbre de los indios, que se comen a sus padres cuando mueren por estimar que éstos no pueden hallar sepultura mejor que en sus mismos cuerpos; respondiéronle los griegos que por nada en el mundo harían tal enormidad; y habiendo intentado persuadir a los indios para que abandonasen aquella costumbre y adoptaran la de los griegos, los cuales quemaban los cadáveres de sus padres, rechazaron la idea con horror. Cada cual procede de un modo semejante, con tanta más razón cuanto que el uso aparta de nosotros el aspecto verdadero de las cosas.


Nil adeo magnum, nec tam mirabile quidquam

principio, quod non minuant mirarier omnes

paullatim.[171]


Antiguamente, cuando se pretendía dar valor y crédito a alguna observación, para que fuese bien recibida, no queriendo como suele hacerse apoyarla sólo con la fuerza de las leyes y de los ejemplos, buscábase siempre hasta llegar a los orígenes. Tal procedimiento me ha parecido siempre desprovisto de razón y hanse enojado por tener que confiarla en otro. Platón intenta rechazar por este medio los amores contra naturaleza, ordinarios en su tiempo, y la razón estímala soberana, en atención a que la opinión pública los condena, y a que cada cual de su lado hace lo propio, y las explica que las hijas más hermosas no exciten el amor en sus padres, ni los hermanos más distinguidos en belleza el de sus hermanas, como verán las fábulas de Thvestes, Edipo y Macareo, cuyo canto infundió ya aquella idea en los débiles cerebros de los niños. Es el pudor una virtud hermosa, cuya utilidad es sobrado conocida, mas no es tan cómodo juzgarlo ni hacerlo valer según naturaleza, como examinarlo e inculcarlo según las ventajas que con él se alcanzan, y los preceptos y leyes que lo recomiendan. Las razones primeras y universales son siempre de difícil examen, y nuestros maestros pasan por ellas como sobre ascuas; ni siquiera se atreven a tocarlas, escudándose desde luego en las costumbres, en cuyo campo triunfan con facilidad extremada. Aquellos que proceden de manera contraria y en la naturaleza buscan la razón primera, incurren en opiniones salvajes; ejemplo de ello Crisipo, que en muchos lugares de sus escritos da claras muestras de la poca importancia que para él teníanlos enlaces incestuosos, de cualquiera índole que fuesen.

Quien pretenda desembarazarse de este violento prejuicio de la costumbre hallará muchas cosas que, a pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas, no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz rugosa del uso, que las ha dado su autoridad; arrancada esta careta, conduciendo las cosas a la verdad y a la razón, sentirá su juicio como trastornado y, sin embargo, llevado a situación más firme. Yo le preguntaría entonces qué puede haber de más extraño que el ver a un pueblo obligado a practicar las leyes que no comprendió jamás; obligado en todos sus asuntos domésticos: donaciones, matrimonios, testamentos, ventas y compras, al cumplimiento de reglas que no puede conocer; puesto que ni escritas ni publicadas están en su propia lengua, de las cuales sin embargo le precisa hacer interpretación y uso; mas no al tenor de la ingeniosa opinión de Isócrates, el cual aconsejaba a su rey que hiciese libres los tráficos y negociaciones de sus súbditos para que al par fuesen más francas y lucrativas, y las querellas y debates onerosos se cargasen de gruesos estipendios.

¿Qué cosas hay más bárbara que ver una nación donde por costumbre aptada y legitimada se venden los empleos de justicia, los juicios son pagados en dinero contante y sonante y donde se consiente que la justicia sea rechazada a quien carece de recursos para pagarla, y goce de tan grande crédito esta mercancía que los que a llevan y la traen, constituyen un cuarto estado para unirlo a los tres antiguos de la iglesia, la nobleza y el pueblo; el cual, hallándose encargado de interpretar las leyes y disponiendo de una autoridad soberana sobre vidas y haciendas, forma un grupo aparte del de la nobleza; de donde proviene el que haya leyes dobles: las que tocan al honor y las que se refieren a la justicia, que en muchas cosas son contradictorias? Caducan aquéllas con tanto rigor como éstas; por la ley militar degrádase a un hombre de nobleza y honor, por haber sufrido una injuria, y por la ley civil incurre el que se venga en pena capital. Quien se dirige a las leyes para reparar una ofensa le echa a su honor se deshonra, y el que no se dirige es castigado por las mismas leyes. Estos dos procedimientos tan diversos se refieren sin embargo a un solo caso. Unos tienen en su mano la paz, otros la guerra; aquéllos la ganancia, éstos el honor; aquéllos el saber, éstos la virtud; la palabra los unos, y los otros la acción; unos la justicia y los demás el valor; otros la razón y los otros la fuerza; aquéllos la toga larga y éstos la corta en patrimonio; todo lo cual es el colmo de la monstruosidad.

Hablando de cosas de entidad menor como los vestidos que usamos, ¿quién será el que los conduzca a su verdadero fin, que no es otro que el servicio y comodidad del cuerpo de donde dependen la gracia y el decoro de los mismos? Entre los más singulares que puedan imaginarse, a mi manera de ver, coloco entre otros, nuestros gorros cuadrados; la larga y abigarrada cola de terciopelo plegada que pende de la cabeza de nuestras mujeres, y el modelo inútil de un órgano que ni siquiera en la conversación nos es lícito nombrar, del cual sin embargo hacemos público alarde. No desvían todas estas razonables consideraciones a ningún hombre de seguir la común usanza; por el contrario, diríase que todo va contra la sensatez y confina con la locura, y que el verdadero filósofo guarda su libertad en su fuero interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas aceptadas. Nada o muy poco interesan a la sociedad nuestras ideas, pero en cuanto a lo demás, como nuestras acciones, nuestro trabajo, vida y fortuna, preciso es que se ajusten a su servicio y manera de ver de aquélla: así el humano y grande Sócrates rechazó el salvar su vida por la desobediencia a un magistrado extremadamente injusto, pues es la regla de las reglas y general ley de las leyes, que cada cual observe las del lugar donde vive:


 [172]


Veamos ahora ejemplos de diversa naturaleza. Hay duda grande sobre si puede cambiarse una ley recibida hallando en el cambio mejora, o si el mal aumenta con la reforma, y esta duda se funda en que un gobierno es como un edificio, que se compone de diversas partes unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible sacar una de su lugar sin que las demás se resientan. El legislador de los turianos ordenó que aquel que quisiera abolir alguna de las antiguas leyes o establecer una nueva se presentara ante el pueblo con una cuerda al cuello a fin de que, si la novedad no era aprobada por todos los ciudadanos, fuese inmediatamente estrangulado. El legislador de los lacedemonios empleó su vida entera en arrancar a sus ciudadanos la promesa de que no cambiarían ninguna de sus leyes. El Eforo que cortó por modo tan rudo las dos cuerdas que Friné había unido a la citara no se curó para nada al ejecutar su acción de si el instrumento era mejor, ni de si los acordes estaban mejor acomodados; bastole para condenarlas simplemente el que fuese una alteración de la manera antigua. Igual alcance tenía la espada mohosa de la justicia de Marsella.

La novedad, sea cual fuera la manera como se nos muestre, me repugna, y razones múltiples me asisten para ello, pues he visto en muchas ocasiones sus efectos desastrosos a que nos empuja de tantos años acá no ha producido aún todos sus efectos, pero puede asegurarse que ha ocasionado engendrado las ruinas y males que después han acaecido y han pesado sobre todos. Sólo ella es la responsable:


Heu!, patior telis vulnera facta meis![173]


Los que alteran el orden de un Estado, caen envueltos en su ruina; el fruto que el desorden acarrea no lo alcanza casi nunca el que lo ha producido; unos baten y enturbian el agua para que otros pesquen a su sabor.

Cuando la unión y contextura de esta monarquía y este gran edificio se destruyen y disuelven y a lo viejo sustituye lo nuevo, queda tanto espacio como se quiera para que nazcan y prosperen toda suerte de trastornos; la majestad real, dice un escritor antiguo, desciende con mayor dificultad de la cumbre al medio que del medio al fondo. Mas si los innovadores ocasionan mayores males, los imitadores son más viciosos, por seguir ejemplos cuyo horror y daño sintieron y castigaron. Y si en la práctica del mal existe algún grado honorífico, éstos deben a los primeros la gloria de la invención y la iniciativa del primer impulso. Toda suerte de licencias nuevas se fundamentan con éxito en esa primera y fecunda fuente: a su imagen se hacen y por su patrón se cortan. En nuestras mismas leyes, hechas para remediar ese primer mal, se busca el aprendizaje y la excusa de toda suerte de empresas perversas, y nos ocurre lo que Tucídides escribe de las guerras civiles de su tiempo; que en beneficio de los vicios públicos se las bautiza con palabras nuevas, más dulces, para excusarlas, bastardeando y adulterando sus nombres verdaderos. Todo lo cual se ejecuta para reformar nuestra conciencia y nuestras creencias: honesta oratio est[174]. El mejor pretexto de novedad es siempre peligrosísimo: adeo nihil motum ex antiquo, probabile est[175]. Paréceme, hablando francamente, que revela una presunción y un amor de sí mismo sobrepotentes el juzgar las propias opiniones hasta tal extremo de valer, que, para llevarlas a la práctica, se consienta en trastornar la paz pública e introducir tantos males inevitables y corrupción tan horrenda en las costumbres como a que las guerras civiles acarrean, junto con las mutaciones de estado en cosa de tal peso, o introducirlas en su propio país. ¿No es locura el engendrar tantos vicios ciertos y evidentes para combatir errores contestables y debatibles? ¿Existen vicios peores que los que chocan a la propia conciencia y al natural conocimiento? El senado romano decidió dar una contestación artificiosa para salvar la diferencia entre él y el pueblo, en un asunto relativo a la religión, ad deos id magis, quam ad se, pertinere; ipsos visuros ne vacra sua polluantur[176]; de modo semejante a lo que respondió el oráculo de Delfos en las guerras medas porque los griegos temían la invasión de los persas: preguntado el dios sobre lo que deberían hacer con los tesoros sagrados de su templo, si esconderlos o llevárselos a otra parte, contestó que tuvieran calma, y que se cuidaran de sí mismos, que él se bastaba para atender a lo que le incumbía.

La religión cristiana guarda en todo el sello de la justicia y utilidad extremas, y recomienda eficazmente la obediencia a los magistrados y el cumplimiento de lo que las leyes preceptúan. ¡Qué ejemplo tan maravilloso el que nos dejó la divina sabiduría, la cual para establecer la salvación del género humano y libertarnos de la muerte y el pecado cumpliolo conforme a la voluntad de nuestro orden político, sometiendo el progreso y dirección de un efecto tan elevado saludable a la ceguedad e injusticia de nuestros usos y observancias; dejando correr la inocente sangre de tantos elegidos, sus favorecidos, y consintiendo que pasaran muchos años para que madurase su inestimable fruto! Hay diferencia grandísima entre el que sigue los hábitos y leyes de su país y el que intenta gobernarlos y cambiarlo; aquél alega como razón de su conducta, la sencillez, la obediencia y el ejemplo; sus acciones, sean cuales fueren, nunca obedecen a la malicia, son cuando más infortunadas: quis est enim quem non moveat clarissimis monumentis testata consignataque antiquitas?[177] Añádase a esto lo que sobre el particular dice Isócrates, o sea que los defectos suponen mayor moderación que el exceso. El otro es un adversario mucho más terrible: quien se impone como cargo el escoger y el cambiar atropella el derecho de juzgar, y de e ser capaz de ver la falta de lo que desdeña, y el bien de lo que introduce.

Esta consideración tan sencilla mantúvome firme en mi lugar e hizo que mi misma juventud, más temeraria, naturalmente, que mi edad sesuda, se mantuviera sujeta, no grabando mis hombres con una pesada carga que me hiciera responsable de una ciencia de tanta importancia, osando con ésta lo que en sano juicio no hubiera osado en la más sencilla de las que se me había instruido. Pareciéndome el colmo de lo injusto pretender someter las constituciones y reglas públicas e inmóviles a la instabilidad de una apreciación particular (la razón privada no posee sino una jurisdicción privada también) y emprender con las leyes divinas lo que ningún gobierno consentiría con las humanas. Por lo que a éstas respecta, aun cuando la razón del hombre pueda tocarlas más de cerca, ellas son jueces soberanos de los jueces mismos, y la capacidad mayor sirve a explicarlas y a extender su jurisdicción, no a falsificarlas ni a innovarlas. Si alguna vez la divina providencia pasó por cima de los preceptos a que nos sujetó, necesariamente no fue para dispensarnos de ellos. Son ésas sólo manifestaciones de su mano divina que no debemos imitar sino admirar, extraordinarios ejemplos sellados con un expreso y particular asenso, del género de los milagros, que la providencia nos muestra como testimonio de su poder infinito, superiores a nuestras órdenes y a nuestras fuerzas, y que no debemos seguir, sino considerar con admiración; actos dignos de su persona, no de la nuestra. Cotta sienta con razón prudentísima: Quum de religione agitur, Tib. Coruncanium, P. Scipionem, P. Scaevolam, pontifices maximos, non Zenonem, aut Cleanthem, aut Chrysippum sequor[178]. Dios bien lo sabe; en nuestra actual querella, en que hay cien artículos que quitar y poner, grandes y profundos artículos, ¿cuántas personas hay que puedan alabarse de haber reconocido exactamente las razones y fundamentos en que se apoyan los dos bandos? Un número, si es que llega a constituir número, que no tendría medios de trastornarnos mucho. Pero toda esa multitud, ¿adónde va? ¿Bajo qué enseña se lanza al combate? Acontece con el medicamento que nos procuran lo que con otros débiles e inadecuados; los humores de que el remedio pretendía purgarnos los ha enardecido, exasperado y agriado por la lucha, y se nos han quedado dentro. Por su debilidad no acertó la medicina a purgarnos, pero en cambio nos ha debilitado de tal suerte que no podemos arrojarla tampoco, y de su operación no recibimos sino dilatadísimos e intestinos dolores.

Como el acaso se reserva siempre su autoridad por cima de nuestra razón, muéstranos a veces la necesidad urgente de que las leyes le dejen algún lugar; pero cuando se hace frente al desarrollo de una innovación que por violencia se introduce, debemos mantenernos firmes y en regla contra los libertinos, a quienes es lícito todo cuanto puede contribuir a la realización de sus deseos, y quienes no reconocen más ley ni más enseña que la ejecución de sus designios. Constituye una obligación peligrosa en la cual se lucha con armas desiguales:


Aditum nocendi perfido praestat fides[179],


tanto más cuanto que la disciplina ordinaria de un Estado, que radica en su salud, hállase desprovista de medios para combatir contra esos accidentes extraordinarios; presupone un cuerpo que se mantiene en todas sus partes conforme a un común consentimiento de obediencia y observancia. El camino legítimo es un camino sereno, reposado y metódico, que no puede atajar la marcha licenciosa y desenfrenada. Sabido es que Octavio y Catón en las guerras civiles de Sila y César fueron censurados por consentir que la patria corriera toda suerte de peligros, antes que socorrerla con las leyes y dejarlo todo tranquilo. Y en verdad que en los casos extremos, en que todo se agita en medio el mayor desorden, quizás fuera mejor bajar la cabeza y resignarse un poco al golpe, que ir más allá de lo posible, no ceder ante nada y dar pretexto a la violencia de pisotearlo todo bajo sus plantas; valdría más acomodar las leyes a lo que pueden, puesto que no pueden todo lo que quieren. Tal fue la conducta que siguieron el que ordenó que durmieran durante veinticuatro horas[180], el que cambió por una vez un día del calendario, y el que del mes de junio hizo un segundo mes de mayo. Los lacedemonios mismos, tan religiosos observadores de las leyes de su país, viéndose obligados por la que prohibía elegir almirante dos veces a una misma persona, de un lado, y exigiendo por otro los negocios públicos que Lisandro fuera reelegido, nombraron a Araco, pero aquél recibió el cargo de subintendente de la marina. Con sutileza análoga uno de sus embajadores, que había sido enviado a Atenas para alcanzar el cambio de una prescripción, obtuvo de Péricles la respuesta de que estaba prohibido quitar el cuadro en que una ley había sido puesta. El embajador repuso que lo volviera de lado solamente, puesto que para ello no había prohibición. Por lo mismo alaba Plutarco a Filopémenes, quien habiendo nacido para el mando, sabía, no solamente gobernar ateniéndose a las leyes, sino que ordenaba también a las leyes mismas cuando las necesidades públicas lo requerían.



Diversos sucesos del mismo orden

Santiago Amyot, limosnero mayor de Francia, me contó un día la relación siguiente, que recae en honor de uno de nuestros príncipes (y bien nuestro era, aunque su origen fuese extranjero). Durante nuestros primeros trastornos civiles, en el sitio de Ruan, habiendo sido informado el príncipe por la reina madre de que se tramaba una conspiración contra su vida, el instruido además muy circunstanciadamente por las cartas de aquélla de la persona que debía llevar a cabo el hecho, que era un noble de Anjou el cual frecuentaba para lograr su intento la casa del príncipe, éste no comunicó a nadie la advertencia, pero paseándose al día siguiente por el monte de Santa Catalina, donde estaba emplazada nuestra batería contra Ruan, teniendo a su lado al gran limosnero y a otro obispo, vio al noble que atentaba contra su vida y le hizo llamar. Cuando le tuvo en su presencia, le habló así, viéndole temblar y palidecer a causa de su intranquila conciencia: «Señor, de no sé qué lugar; bien conocéis de lo que quiero hablaros, y vuestro semblante mismo lo declara. Nada tenéis que ocultarme, pues informado estoy de vuestro intento, en tan alto grado, que no haríais más que empeorar vuestra situación si tratarais de encubrir vuestro designio. Bien conocéis tal y tal cosa (que eran los medios, propósitos y todos los secretos más recónditos de la empresa); no dudéis, por vuestra vida, confesarme la verdad toda de la conspiración.» Cuando el pobre hombre se encontró convicto y confeso (pues todo había sido descubierto a la reina por uno de los cómplices), juntó las manos pidiendo gracia y misericordia al príncipe, a los pies del cual quería arrojarse, pero éste impidió su proposito siguiendo de este modo: «¿Acaso os he disgustado?, ¿he ofendido a alguno de los vuestros con mi odio personal? Sólo tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha podido impeler a conspirar contra mi vida? «El noble respondió a estas preguntas con voz temblorosa que ninguna razón personal tenía para desear su muerte, sino el interés general de su partido, y que algunos habíanle persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte a un tan poderoso enemigo de su religión. «Pues bien, añadió el príncipe, quiero mostraros que la religión que yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha conducido a darme la muerte sin oírme, no habiendo de mí recibido ofensa alguna; mientras que la mía me aconseja que os perdone, aun cuando estoy convencido de que habéis querido matarme sin razón. Idos, pues; retiraos, que no os vea aquí; y si queréis obrar con prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo de aconsejaros de gentes más honradas que las que os impulsaron a vuestra acción.»

Encontrándose en la Galia el emperador Augusto, tuvo noticia de una conspiración que contra él tramaba Lucio Cinna. Augusto decidió tomar venganza, y para realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos. Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta considerando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo consigo mismo y en alta voz diversos razonamientos. «¿Sería procedente, se decía, que yo permaneciera con temor y alarma y que dejara a mi matador libre y a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando contra mi vida, que yo he librado de tantas guerras civiles, de tantas batallas sostenidas por mar y tierra, y después de haber logrado asentar la paz más cabal en el mundo? ¿Será absuelto, habiendo decidido no sólo asesinarme, sino también sacrificarme?» pues la conjura había decidido matarle cuando estuviera haciendo algún sacrificio. Después de haber así hablado permaneció mudo algunos minutos, y luego pronunció con voz más fuerte interrogándose a sí mismo el siguiente monólogo: «¿Por qué vives si tantas gentes tienen interés en que mueras? ¿Tus crueldades y venganzas no acabarán alguna vez? Es tan grande el valor de tu vida que merezca que tantas gentes sean sacrificadas para conservarla?» Livia, su esposa, viéndole en situación tan angustiada, le dijo: «¿Me será permitido darte un consejo? Sigue la conducta de los médicos, los cuales cuando las recetas que emplean no producen efecto, echan mano de las contrarias. Nada has conseguido hasta ahora valiéndote de la severidad; Lépido ha seguido a Salvidenio; Murena a Lépido; Caepio a Murena; Egnacio a Caepio, ensaya el resultado que te darían la dulzura y la clemencia. Cinna, es verdad, quiere darte la muerte; perdónale; ya no podrá ocasionarte nuevos perjuicios, y tus bondades para con él recaerán en provecho de tu gloria.» Augusto experimentó gran placer al encontrar un abogado de su mismo parecer, y habiendo dado gracias a su mujer y congregado a sus amigos en consejo, ordenó que hicieran comparecer solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mundo se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna, y hablole de esta suerte: «En primer lugar, escúchame sin interrumpir mis palabras; lugar tendrás de hacerlo más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en el campo de mis adversarios; que no sólo te hiciste mi enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus manos todos tus bienes, y que en fin, te he dejado en situación tan holgada y floreciente, que los vencedores mismos envidian la condición del vencido: el oficio de sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habérselo rechazado a otros cuyos padres habían combatido siempre conmigo y habiéndote dejado tan obligado te propones matarme.» Cinna repuso a las palabras de Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso propósito. «No cumples, añadió Augusto, lo prometido; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí; has formado el propósito de matarme en tal lugar, tal día, en presencia de tal compañía y de tal manera.» Augusto, viéndole transido al escuchar las últimas palabras, en silencio, que no era deliberado sino impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quieres darme la muerte? ¿acaso para ser emperador? En verdad, los negocios públicos van mal si soy yo solo quien te impide llegar al imperio. No pudiste siquiera defender tu casa y perdiste ha poco un proceso contra un simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio que el de chocar contra César? Yo abandono de buen grado el trono si de mí depende la realización de tus esperanzas. ¿Piensas acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Servilianos te soportarían, como tampoco un número crecido de nobles, que no lo son sólo de nombre, sino que por su virtud lo son también?» Después de otras consideraciones, pues Augusto habló más de dos horas enteras, concluyó: «Ahora vete; aunque traidor y parricida, guarda tu vida, de que te hago merced hoy y de que te hice antes como enemigo, que la amistad comience hoy entre nosotros; veamos cuál de los dos procede en lo sucesivo con mayor lealtad: yo que te he dado la vida o tú que la has recibido.» Pronunciando estas palabras, separose de él. Algún tiempo después le concedió el consulado, quejándose de que Cinna no hubiera osado pedírselo. Túvolo luego como grande amigo y fue el heredero de sus bienes. Después de este accidente, que aconteció a Augusto a los cuarenta años, no hubo nunca conjuraciones ni atentados contra su vida, recibiendo así justo premio su conducta clemente. Pero no ocurrió lo mismo al duque de Guisa, pues su dulzura no le libró de caer en los lazos de una conjuración. ¡Tan frívola y tan vana es la humana prudencia! Y al través de todos nuestros proyectos, de todos nuestros cuidados y precauciones, el acaso gobierna, siempre el desenlace de los acontecimientos.

Decimos que los médicos son diestros cuando logran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que por sí mismo no puede tener fundamento, bastara sin el concurso que el acaso le presta para llegar a un resultado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina y yo. En este respecto practico lo contrario que los demás; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo malo, en vez de transigir con ella, más la detesto y más la temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamentos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y mi salud para contar con mejores medios de soportar el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, suponiendo que se encuentra provista de dientes y garras para defenderse de los asaltos que la acosan y para mantener esta contextura por cuya conservación aquélla pugna. Temo que en lugar de socorrerla se socorra el mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.

No sólo en la medicina, sino en otras artes más seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte. Los arranques poéticos que arrastran al vate fuera de si, ¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad y sus fuerzas, y reconoce que no tienen origen en su persona y que tampoco dependen de su voluntad? Los oradores ¿no confiesan también deber a la fortuna los movimientos y agitaciones extraordinarios que los impelen más allá de su designio? Acontece lo propio con la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pintor rasgos que sobrepasan la ciencia y la concepción del artista, a quien admiran y sorprenden. Pero la fortuna muestra todavía, de un modo más palmario, la parte que toma en todas las obras artísticas, por las bellezas y gracias que se encuentran en ellas, no sólo sin designio, sino también sin conocimiento del que las ejecutó: un lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro perfecciones distintas de las que el autor puso y advirtió, y les encuentra sentido y matiz diversos.

En cuanto a las empresas militares, cualquiera puede ver cómo la casualidad tiene siempre en ellas buena parte. En nuestros acuerdos mismos, y en nuestras deliberaciones, precisa igualmente la intervención de la suerte y del acaso, pues lo más a que nuestra penetración alcanza, en realidad no es gran cosa; en tanto más vivo, cuanto más agudo es nuestro juicio, mayor debilidad reconocemos en él y tanto mayor desconfianza nos inspira.

Soy del parecer de Sila, que alejó la envidia que suscitaban sus expediciones afortunadas achacándolas a su buena estrella, y por último sobrenombrándose Faustus. Cuando considero con detenimiento las empresas más gloriosas de la guerra, me convenzo de que los que las dirigen no deliberan ni reflexionan sino por cubrir las apariencias; la parte principal de la empresa encomiéndanla a la fortuna, y merced a la confianza que ésta les inspira sobrepasan los límites todos que la razón les trazara. Sobrevienen inspiraciones inesperadas, extraños furores en medio de los planes mejor guiados, que impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la determinación en apariencia menos fundada, pero que aumenta su valor muy por cima de la razón. Por lo cual muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad, con objeto de justificar sus temerarias determinaciones, declararon a sus huestes que estaban iluminados por la inspiración, o por algún signo o pronóstico evidentes.

Por eso en medio de la incertidumbre y perplejidad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los diversos accidentes y circunstancias que acompañan a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razones no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a la solución que presuponga mayor justicia y honradez, y puesto que el verdadero camino se ignora, seguir siempre el derecho. En los dos ejemplos de que hablé antes no cabe duda que fuera más generoso y más hermoso que aquel que recibiera una ofensa la perdonara en vez de proceder de distinto modo. Si con esta prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe si, en caso de no haberlo tenido hubiese eludido la ley del destino que le esperaba, y habría perdido la gloria de tan humanitaria conducta.

Vense en las historias muchas gentes agobiadas por ese temor. La mayor parte siguieron el camino de anticiparse a las conjuraciones que se tramaron contra ellos echando mano de suplicios y venganzas; mas en realidad se vieron muchos a quienes este proceder ayudara, como lo prueban los emperadores romanos. El soberano cuya vida está amenazada no debe confiar mucho en su fuerza ni en su vigilancia pues es bien difícil librarse de un enemigo encubierto bajo el velo del amigo más oficioso, y conocer la voluntad e ideas ocultas de los que nos rodean. Inútil es que las naciones extranjeras se empleen en su guarda, inútil que se halle circuido de hombres armados. Quien quiera que menosprecia su propia vida se hará duelo siempre de la del prójimo. El sobresalto continuo que hace dudar de todo el mundo al soberano, constituye para él un momento supremo. Advirtido Dión de que Calipso esperaba los medios de darle muerte, careció de valor para informarse de cuáles fueran, diciendo que mejor prefería morir que vivir en la triste condición de tener que guardarse no ya sólo de sus enemigos, sino también de sus amigos. Situación de espíritu de que Alejandro nos da la más viva muestra cuando habiendo sido informado por una carta de Parmenión de que Filipo, su médico preferido, había sido corrompido por el oro de Darío para envenenarle, Alejandro, al propio tiempo que mostraba la carta a Filipo, tomó el brebaje que le había presentado, con lo cual mostró la firme resolución de que consentía en ello de buen grado si sus amigos querían quitarle la vida. Es Alejandro modelo soberano de las acciones arriesgadas, pero a mi entender ningún otro rasgo de su vida revela mayor entereza que éste ni es hermoso por tantos conceptos.

Los que pregonan a los príncipes una desconfianza perenne y atentísima so color de predicarles su seguridad personal, enaltécenles la ruina y la deshonra; nada noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un soberano de valor marcialísimo por naturaleza y de complexión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que se guarezca entre los suyos; que no consienta jamás en reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se mantenga aparte y no se encomiende a manos más vigorosas que las que lo gobiernan, sean cuales fueren las promesas que le hagan y las ventajas que en el cambio vea.» Conozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente por haber seguido conducta en todo contraria.

El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es necesario en traje de corte como cubierto con los arreos guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo de batalla, así cuando el brazo está caldo como cuando está levantado.

La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión para ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y abandonando España de cuya conquista no estaba muy seguro, pasar al África con dos barquichuelos endebles para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey bárbaro, a una fe dudosa, sin obligación ni seguridad, merced al esfuerzo único de la grandeza de su propio valor, de su buena fortuna y de lo que le prometían las esperanzas que alentaba. Habita fides ipsam plerumque fidem obligat[181] A una vida espoleada por la ambición y la fama precisa desechar las sospechas y menospreciarlas. El temor y la desconfianza atraen las ofensas y aun las invitan. El más receloso de nuestros reyes[182] normalizó los negocios de su Estado por haber voluntariamente abandonado y encomendado su vida y libertad en manos de sus enemigos, mostrándoles confianza cabal a fin de inspirarla él a su vez. A sus legiones indisciplinadas y armadas contra él, César oponía solamente la autoridad de su semblante y la altivez de sus palabras; y era tal la confianza que tenía en sí mismo y en su buena estrella que no temió nunca abandonarse ni entregarse a un ejército rebelde y sedicioso:


Stetit aggere fultus

cespitis, intrepidus vultu; meruitque timeri,

nil metuens.[183]


Verdad que semejante presencia de ánimo no puede ser mostrada, cabal ni ingenua sino por aquellos en quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas que puedan sobrevenirles no produzca sobresalto alguno. Mostrarse temblando para buscar reconciliaciones con la altivez y la indisciplina, es de todo punto absurdo. Para ganar el corazón y la voluntad ajenos son medios excelentes el someterse y fiarse, siempre y cuando que se haga libremente, sin verse obligado por la necesidad, de manera que se albergue una confianza íntegra y pura y que el continente al menos esté descargado de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero, que mandaba una gran ciudad, trastornado por el pueblo en rebeldía; para hacer que las cosas no pasaran a mayores tomó el partido de abandonar el lugar segurísimo en que se hallaba para meterse entre las insubordinadas turbas, donde encontró la muerte. A mi ver el error no estuvo tanto en salir, como generalmente se dice cuando se habla del suceso, como en la sumisión y blandura de que dio muestras; en haber pretendido adormecer la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla, empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones. Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad templada, escudado en el mando militar que debía inspirarle confianza y seguridad plenas, conformes con su rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más digna de un caudillo. Nada menos debe esperarse de ese monstruo así agitado que la humanidad y la dulzura; mejor acogerá la reverencia y el temor. Censuraría yo además el que habiendo tomado la determinación, en mi sentir más valerosa que temeraria, de lanzarse desarmado en medio de aquel tempestuoso mar de hombres iracundos, debió sostener con resolución su papel en vez de seguir la conducta que siguió, pues luego de haber reconocido el peligro de cerca se amilanó y adoptó un continente débil y sumiso, horrorizose y trató de esconderse, con todo lo cual inflamó a las mas masas, y él mismo las lanzó sobre su persona.

Deliberábase un día llevar a cabo una formación de diversas tropas armadas (generalmente la milicia es el lugar en que se organizan las venganzas secretas, en ninguna otra parte pueden realizarse con seguridad mayor), y había casi seguridad completa de que corrían malos vientos para algunos a quienes tocaba el papel de reconocer y señalar a los de la conjura. Como situación difícil y que podía acarrear consecuencias graves propusiéronse muchas opiniones para atajarla; fue la mía que se disimulara sobre todo hacer patente la duda; que aquellos que eran objeto de la conspiración se dirigieran a las filas con la cabeza erguida y el rostro sereno; y que en lugar de hacer acusaciones, a lo cual los otros se inclinaban, se ordenase únicamente a los capitanes el recomendar a los soldados que hiciesen lucidos disparos en honor de los asistentes, y que no se economizara la pólvora. Esta conducta congració con las tropas a los que de ellas sospechaban, y engendró de entonces en adelante una mutua y provechosa confianza.

El proceder de Julio César creo que es entre todo el más hermoso que pueda adoptarse. Primeramente intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar hasta de sus propios enemigos, conformándose en las conjuraciones que le eran conocidas con declarar simplemente que de ello estaba ya advertido: hecho esto tornó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo ni inquietudes lo que de las conjuras le pudiera sobrevenir abandonándose y encomendándose a la custodia de los dioses y de la fortuna. Y efectivamente esta conducta seguía cuando fue asesinado.

Un extranjero propagó la voz de que podría instruir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro de conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, si le daba una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para su conservación: entonces el extranjero le dijo que no tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entregara un talento, y se alabó luego de haber comunicado al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio desdichada la invención e hizo donativo al farsante de seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho un obsequio tan importante a un desconocido sin que fuera recompensa de una enseñanza utilísima. Efectivamente, la argucia sirvió para contener los planes de sus enemigos y mantenerlos en un temor saludable. Por eso los príncipes, obrando cuerdamente, hacen públicos los avisos que reciben de las conjuras que se urden contra sus vidas, para hacer ver que están bien advertidos, y que ni un paso puede darse sin que lo olfateen a escape. El duque de Atenas cometió varias torpezas al establecer su reciente tiranía en Florencia; y fue la principal de todas que habiendo sido el primero informado por Mateo de Moroso, uno de los conspiradores, de un atentado que el pueblo tramaba contra él, la hizo morir para borrar la nueva, con objeto que no es supiera que nadie en la ciudad podía disgustarse de su paternal gobierno.

Recuerdo haber leído antaño la historia de un romano, sujeto de dignidad, el cual huyendo de la tiranía del triunvirato, había logrado escapar mil veces de entre las manos de sus perseguidores merced a la ingeniosidad de los recursos que adoptó. Ocurrió un día que unas gentes de a caballo encargadas de prenderlo pasaron junto a unos matorrales en que se había guarecido, y estuvo a punto de ser descubierto; entonces el perseguido considerando las fatigas y trabajos que de tanto tiempo atrás venía experimentando para salvarse de las continuas y minuciosas pesquisas que para dar con él se llevaban a cabo por todas partes, el mezquino placer que podía aguardar de vida semejante y cuánto mejor era franquear el paso de una vez que permanecer constantemente sufriendo trances tan duros, él mismo llamó a los que iban en su busca, descubrió el escondrijo y se abandonó voluntariamente a su crueldad para evitarlos y evitarse una pena más dilatada. Lanzar sobre sí las manos enemigas es un proceder algo extraño; de todos modos lo considero preferible a permanecer sumido en la fiebre continua de un mal que carece de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse están llenos de inquietud o incertidumbre, mejor es prepararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir, y guardar algún consuelo, considerando que está en lo posible que la desdicha no sobrevenga.



Del pedantismo

Siempre me contrarió cuando niño el ver que en las comedias italianas el papel de pedante lo representaba un bufón, y el que entro nosotros la palabra pedante corresponda a la de magister. Estando yo encomendado a éstos, no podía hacer menos que mostrarme celoso de su reputación y trataba de excusarlos y disculparlos por la natural desavenencia que existe entre el vulgo y las raras personas de saber y recto juicio, en atención a la marcha opuesta y tendencias distintas que siguen unos y otras; mas como acontece que los hombres más urbanos y galantes han sido los que con mayor desdén los han juzgado, aquí mi apoyo debilitábase y daba en tierra. Da testimonio de ello nuestro buen del Bellay:


Mais je hay par sur tout un sçavoir pedantesque[184];


y esta opinión es ya antigua, pues dice Plutarco que griego y escolar eran entre los romanos palabras injuriosas y de menosprecio. Andando el tiempo, y creciendo en edad, encontré que había razón sobrada para que existieran semejantes opiniones. Mas, ¿de dónde puede nacer que las almas bien provistas de conocimientos de todas suertes no se conviertan en más vivas y más despiertas, y que un espíritu grosero y vulgar pueda poseer, sin sacar partido de ellos, los discursos y sentencias de los más exquisitos entendimientos que en el mundo hayan vivido? Cosa es ésta de que desconozco la razón. Como aquéllos reciben y acomodan en el suyo el espíritu de tantos cerebros extraños, precisa es (decíame, una, joven, la primera de nuestras princesas hablando de un maestro) que el suyo se prense, apague y contraiga para dejar lugar a los otros; así como las plantas se ahogan cuando el vigor de la savia es excesivo, y, las lámparas se apagan cuando tienen demasiado aceite, así también acontece al entendimiento cuando en él, se amontonan estudio, y materia copiosos, pues hallándose ocupado y embarazado con diversidad heterogénea de cosas, pierde el medio de discernir, se tuerce y encoge. Mas tampoco es raro el ver ejemplos contrarios, pues nuestra alma se ensancha tanto más cuanto más se llena, y casos antiguos nos prueban que ha habido hombres peritos en el manejo de los públicos negocios, grandes capitanes y consejeros diestros en las cosas del Estado, que fueron al par hombres muy sabios.

Los filósofos, retirados de toda ocupación y comercio públicos, a veces han sido objeto de escarnio en las comedias de su tiempo; sus opiniones y conducta los han hecho ridículos. ¿Queréis convertirlos en jueces de los derechos de un proceso, o que estiman los actos de una persona? Pues no están preparados para ello y tienen necesidad de investigar primero si hay vida, si hay movimiento, si el hombre as cosa distinta de un buey, qué cosas sean obrar sufrir, y qué clase de animaluchos justicia y leyes. ¿Hablan del magistrado o se dirigen al magistrado? Pues lo hacen con una libertad llena de irreverencia incivil. ¿Se tributan alabanzas a su príncipe o a un rey? Pues para ellos el tal no es más que un pastor ocioso ocupado en esquilmar y esquilar sus ovejas con mayor rudeza que un rabadán auténtico. ¿Tenéis en predicamento a alguien porque posee dos mil yugadas de tierra? Ellos no pueden menos de burlarse, acostumbrados como están a abarcar todo el universo mundo, como si de cosa propia se tratara. ¿Os alabáis de vuestra nobleza, por haber tenido en vuestra familia siete abuelos bien acomodados? Nada os estiman por ello, pues no comprendéis la universal imagen de la naturaleza, ni cuántos predecesores ha tenido cada uno de nosotros, ricos, pobres, reyes, criados griegos bárbaros; y aun cuando fuerais el quincuagésimo descendiente de Hércules, encontrarían baladí el que hicierais alarde de este presente de la fortuna. Así el vulgo los desdeña, como ignorantes de las cosas más esenciales y comunes, y como insolentes y presuntuosos.

Mas esta platónica pintura está bien lejos de la que conviene a la naturaleza de las gentes de que voy hablando. Envidiase a los filósofos por estar por cima de la común manera de ser, porque menosprecian los actos públicos, por haber vivido existencia singular y rara, conforme a ciertas reglas elevadas y en desuso. A los pedantes se los, desdeña porque están por bajo de la común manera, de ser, como incapaces del ejercicio de las funciones, públicas, y por arrastrar vida y costumbres viles y groseras, más ínfimas que las del vulgo:


Odi homines ignava opera, philosopha sententia.[185]


Por lo que toca a los filósofos, en ellos cumplíase la doble prenda de ser superiores en la ciencia y todavía más en la acción. Refiérase de Arquímedes, geómetra de Siracusa, que habiendo sido interrumpido en sus experimentos para dedicar algo de su saber a la defensa de su país, puso en juego de improviso tales máquinas de destrucción, que sobrepasaron a toda humana creencia; Arquímedes despreció, sin embargo, su obra, por creer con ella haber bastardeado la dignidad de su arte, del cual su máquina no era sino como un remedo o juguete. Si alguna vez se ha puesto a prueba para la vida práctica la capacidad de los filósofos háseles visto volar tan alto, que el alma y corazón de los mismos parecían haberse fortificado y enriquecido por virtud de la inteligencia de las cosas. Viendo algunos los cargos del gobierno en manos de hombres incapaces, hanse alejado en todo tiempo de las cosas públicas; y el que preguntó a Crates hasta cuándo era preciso filosofar, recibió esta respuesta: «Hasta tanto que los borriqueros dejen de conducir nuestros ejércitos.» Heráclito resignó el reino en manos de su hermano; y a los de Efeso, que le preguntaban cómo pasaba después su tiempo, jugando con los muchachos delante del templo, respondió: «¿No vale más hacer esto que dirigir los negocios en vuestra compañía?» Otros filósofos, cuya imaginación estaba muy por cima de las cosas terrenales, consideraron los puestos de la justicia y los tronos mismos de los reyes como cosas viles y bajas, y Empédocles rechazó la corona que los de Agrigento le ofrecían. Acusaba Thales a sus contemporáneos del sumo cuidado que ponían en los negocios para enriquecerse, y respondíanle que tal era la costumbre de la zorra que no podía lograr su intento de alcanzar las uvas, entonces el filósofo, tomando la cosa coma por puro pasatiempo, quiso robar su experiencia en los negocios, y habiendo para ello convertido su saber en provecho del beneficio y la ganancia, éstos fueron tan grandes, que en el solo transcurso de un año adquirió riquezas tantas como apenas en su vida todos los más experimentados en el comercio habían logrado realizar. Cuenta Aristóteles que algunos le llamaban (y también a Anaxágoras y a congéneres) sabio, mas no prudente, por no poner el cuidado necesario en las cosas útiles; aparte de que no encuentro muy fundamentada, tal diferenciación, esto no puede servir de disculpa a nuestros filósofos; y en vista de la escasa y menesterosa fortuna con que se conforman, tenemos derecho a calificarlos de no sabios y faltos de prudencia

Dejando a un lado estas distinciones, entiendo que nuestro mal pedantesco proviene de la desacertada manera como nos consagramos a la ciencia y del modo como recibimos la instrucción, según las cuales no es maravilla que ni escolares ni maestros tengan mayor habilidad, aunque se hagan más doctos. Los sacrificios y cuidados de nuestros padres no se dirigen sino a amueblarnos la cabeza de ciencia; de juicio y de virtud, contadas nuevas. Decid al pueblo de uno que pasa por la calle: «¡Ved ahí un hombre sabio!» Y de otro: «¡Ved ahí un hombre bueno!» Ni uno solo dejará de mirar con respeto al primero; mas precisarla un tercero que gritase: «¡Oh, las cabezas de mampostería!» Más nos interesa informarnos de si una persona sabe latín o griego, o de si escribe en verso o en prosa, que de si la instrucción la ha hecho mejor y más avisada; esto era lo principal, y lo convertimos sin embargo en lo secundario. Valiera más informarse de quién es el que sabe mejor, no del que sabe más.

Trabajamos únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento. Así como las aves van en busca del grano y lo llevan entero en su pico, sin partirlo, para que sirva de alimento a sus pequeñuelos, así nuestros pedantes van pellizcando la ciencia en los libros, colocándola sólo en los labios para desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es cómo la misma torpeza se atraviesa en mi camino; ¿lo que hacen esos maestros no es idéntico a lo que yo pongo en práctica en mi libro? Yo tomo a otros, de aquí y de allá, en los autores, aquellas sentencias que me placen, no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad, sino para trasladarlas a este libro, en el cual las máximas son tan mías o me pertenecen tanto como antes de transcribirlas. No conocemos, tal yo entiendo, más que la ciencia presente, no así la pasada ni tampoco la venidera. Acontece todavía cosa peor: ni los discípulos ni los pequeñuelos se educan ni alimentan, pasa la ciencia de mano en mano con el exclusivo fin de hacer alarde, de hablar a otro, cual inútil y vana moneda que contar y arrojar. Apud alios loqui didicerunt, non ipsi secum[186]. Non est loquendum, sed gubernandum[187]. Para mostrar naturaleza que nada hay de violento en sus obras hace a veces que nazcan en las naciones menos cultivadas las producciones más artísticas. El proverbio gascón que tiene su origen en una poesía rústica acredita aquel aserto: Bouha prou bouha, mas à remuda lous dits qu'em? El soplo no va mal, mas por lo que toca a manejar los dedos para producir sonidos en el caramillo, eso ya es harina de otro costal. Sabemos muy bien decir: «Cicerón escribe así; ved cuáles eran las costumbres de Platón; tales son las palabras de Aristóteles»; ¿mas nosotros, qué decimos? ¿qué juzgamos? ¿qué hacemos? Lo mismo diría un lorito.

Recuérdame lo precedente a aquel hacendado romano que reunió en su casa, a costa de cuantiosos gastos, un número suficiente de sabios en todas ciencias, que guardaba constantemente en su derredor a fin de que cuando se le ofrecía ocasión de hablar de alguna cosa los demás supliesen su deficiencia y estuvieran prestos a proveerle, quién de un discurso, quién de un verso de Homero, cada cual según su especialidad; con ello pensaba que el saber le pertenecía, porque se encontraba en la cabeza de sus gentes. Es también lo que saben aquellos otros cuya capacidad permanece encerrada en sus bibliotecas suntuosas. Conocía yo uno de éstos, quien, cuando yo solicitaba alguna razón de su ciencia, pedíame un libro para mostrármela; y no hubiera osado decirme ni siquiera que tenía sarna en el trasero sin haber al instante mirado en su diccionario qué cosas fuesen trasero y sarna.

Tomamos nota de las opiniones y de la ciencia de los demás, y allí se detiene nuestro esfuerzo; precisa hacer nuestra la ciencia ajena. Asemejámonos a aquél que tuviese necesidad de fuego y fuera a buscarlo a la casa del vecino, donde habiéndolo hallado hermoso y grande detuviérase a calentarse sin pasarle por los mientes llevarlo a su vivienda. ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de carne si luego no la digerimos?, ¿si en nuestro organismo no se transforma, y no sirve ara aumentarle y fortificarle? ¿Pensamos acaso que Luculo, a quien los libros hicieron gran capitán, sin necesidad de experiencia, los estudiaba como nosotros? Echámonos de tal suerte en brazos de los demás, que aniquilamos nuestras propias fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el temor de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca. ¿Deseo buscar consuelo para mí o para los demás? Pues lo tomo de Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado ambas cosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me gusta esa capacidad relativa y meridiana; aun cuando nos fuera lícito extraer de otro la sabiduría, no podemos ser sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y recursos.  


 [188] 

«Detesto al sabio que por sí mismo no lo es.»


Ex quo Ennius: Nequidquam sapere sapientem, qui ipse sibi prodesse non quiret.[189]


Si cupidus, si

vanus, et Euganea quamtamvis mollior agna.[190]


Non enim paranda nobis solum, sed fruenda sapientia est.[191]


Burlábase Dionisio de los gramáticos que cuidan de informarse de los males de Ulises e ignoran los suyos propios; de los músicos que templan sus flautas y no hacen lo propio un sus costumbres; de los oradores que predican la justicia y no la practican. Si nuestra alma no sigue mejor camino; si no logramos disponer de un juicio más sano, estimaría mejor que mi escolar hubiera pasado su tiempo jugando a la pelota; al menos de este modo tendría el cuerpo más ágil. Vedle volver de sus estudios después de haber empleado en ellos quince o diez y seis años; encuéntrase incapaz e inhábil para el ejercicio de toda profesión o trabajo; lo solo, lo único que se echa de ver en él es que su latín y su griego le han vuelto más tonto y presuntuoso de lo que estaba al abandonar la casa de sus padres. Debiendo poseer el alma llena, tráela hinchada; en vez de fortificarla, se ha conformado con inflarla.

Tales maestros, como Platón llama a las sofistas, sus adláteres, son de todos los hombres los que prometen hacer mayor obra de utilidad; mas no sólo son inútiles, sino dañinos, pues tras no reparar lo que se les encomienda, lo estropean y hacen pagar sus destrozos. No proceden así el albañil ni el carpintero. Si se siguiera la ley que Protágoras proponía a sus discípulos, que consistía «en que éstos le pagasen confiando en su palabra, o jurando en el templo en cuanto estimaban el provecho, y según éste satisfacieran su trabajo», mis pedagogos veríanse burlados, de estar sujetos al juramento de mi experiencia. Mi vulgar dialecto perigordiano llama con gracia suma lettre-ferits a estos sabihondos, que viene a ser como si dijéramos lettre-ferus, a los cuales las letras han sacudido un martillazo, como suele decirse. Lo común es que se hallen desprovistos hasta de sentido común; el campesino y el zapatero proceden en la vida sencilla o ingenuamente, hablando de lo que conocen; aquéllos por querer engrandecerse y prevalerse de su saber, que sobrenada en la superficie de su cerebro, van embarazándose y dando traspiés sin cesar; escápanse de sus labios hermosas y palabras, mas precisa que otro las aproveche; conocen bien a Galeno, pero en manera alguna al enfermo; os han llenado la cabeza de leyes, y sin embargo, no comprenden la dificultad de la causa que se dilucida, conocen la teoría de todas las cosas, pero buscad otro que la aplique.

En mi casa he visto a un mi amigo, que por modo de pasatiempo hablaba con uno de estos pedantes, descomponer una especie de jerigonza o galimatías, sin pies ni cabeza, salvo la entonación de algunas palabras adecuadas a la controversia, pasar así un día entero; el maestro se debatía pensando siempre contestar con acierto a las objeciones que se le hacían; y pasaba sin embargo por hombre de reputación; era un preceptor que ocupaba por sus merecimientos una posición envidiable:


Vos, o patricius sanguis, quos vivere par est

occipiti caeco, posticae ocurrite sannae.[192]


Quien a gentes tales ve de cerca, mire más alla, y como yo, encontrará que las más de las veces ni se entienden a sí mismos ni a los demás, y que la facultad de juzgar en ellos está hueca, a no ser que la naturaleza les haya desprovisto bien de ella, como acontecía a Adriano Turnebo, que no ejerciendo otra profesión que la de las letras, en la cual fue, a mi entender, el hombre más grande, que haya existido de mil años acá, tenía sólo del pedante el hábito y algo del exterior, lo cual podía quizás no ser agradable, pero era cosa bien insignificante. Detesto a los que transigen mejor con un alma envenenada que con un traje inadecuado, y contemplan en sus reverencias el vestido y las botas para informarse del hombre con quien se las han. Nuestro Adriano fue el alma mejor educada del mundo; era para mi un placer interrogarle, aun sobre asuntos ajenos a sus ordinarias ocupaciones; veía tan claro en todas las cosas y estaba dotado de una percepción tan pronta, de un juicio tan sano, que hubiérase dicho no haber sido otra su profesión que el ejercicio de la guerra y los negocios del Estado. Tales naturalezas son privilegiadas y fuertes,


Queis arte benigna

et meliore luto finxit praecordia Titan[193],


y conservan su vigor nativo al través de una dirección detestable. Ahora bien, no basta que la educación deje de empeorarnos, preciso es que nos haga mejores.

Hay algunos parlamentos que cuando tienen que recibir en su seno nuevos miembros, examínanlos sólo de derecho o jurisprudencia; otros juzgan además del sentido común, de los candidatos, preguntando a los examinandos su dictamen sobre alguna causa. Estos tienen, a mi entender, manera más razonable de proceder, y aun cuando sea necesario el concurso de las dos circunstancias, referible y mucho más meritorio es poseer la segunda que la primera; pues como pregona este verso griego,


 [194]


«¿Para qué sirve la ciencia a quien carece de inteligencia?» ¡Pluguiera a Dios que para bien de la justicia nuestros jueces se hallasen tan bien provistos de entendimiento y conciencia como lo están todavía de ciencia! Non vitae, sed scholae discimus[195]. En conclusión, no basta hilvanar el saber al alma, precisa incorporarlo, hacerlo penetrar en el espíritu; no hasta regarla, es preciso impregnarla; y si no transforma y mejora nuestro imperfecto estado, vale mucho, muchísimo más, que permanezcamos tranquilos; de lo contrario es el saber arma dañosa que ofende y molesta a quien lo posee por ir a parar a inhábiles manos que de él no saben hacer uso: ut fuerit melius non didicisse[196].

Quizás sea ésta la razón de que así nosotros como la teología no nos mostremos exigentes en lo que toca a que las mujeres sean de espíritu cultivado. Francisco I, duque de Bretaña, hijo de Juan V, que casó con Isabel, nacida en Escocia, como le dijeran antes del matrimonio que su prometida había sido educada en medio de la mayor sencillez, y que carecía de toda suerte de instrucción literaria, respondió: «Prefiero que toda la ciencia en la mujer consista en saber distinguir la camisa de los calzones de su marido.»

No es, pues, maravilla el que nuestros antepasados hayan concedido escasa importancia a las letras y que aun hoy se hallen representadas como por acaso en los consejos de nuestros reyes; y si los únicos medios que hoy existen de llegar a la riqueza no fuesen la jurisprudencia, la medicina, el pedantismo y la teología, veríamos a aquéllas todavía en mayor descrédito de lo que jamás lo fueron. Y a la verdad la cosa no sería muy de lamentar, puesto que no nos enseñan ni a bien obrar ni a pensar rectamente. Postquam docti prodierunt, boni desunt[197]. El aditamento de toda otra ciencia es perjudicial a quien no posee la de la bondad.

Acaso se hallará la razón de lo inútil que nos es la ciencia en que sólo la cultivan entre nosotros aquellos que pretenden sacarla provecho, a excepción de los pocos que habiendo tenido la fortuna de nacer en un medio más elevado, por afición se muestran inclinados al saber. Y como éstos la abandonan pronto para ejercer profesiones que nada tienen que ver con los libros, generalmente sólo quedan como científicos las gentes sin fortuna que buscan con el estudio una manera de vivir; y siendo el alma de estas gentes así por naturaleza como por situación social de la extracción más baja, no sacan del estudio sino un fruto mezquino, pues éste no ilumina el espíritu que carece de luces, ni sirve tampoco para alumbrará los ciegos; consiste su misión, no en procurar la vista, sino en dirigirla y bien ordenarla, siempre y cuando que ésta disponga de pies y piernas sanas y bien derechas. La ciencia es un buen medicamento, pero no hay ningún remedio suficientemente eficaz para librarla del vicio que la comunica el vaso que la contiene. Tal tiene la vista clara, que no la tiene derecha, y por consiguiente ve el bien, mas no le practica, y ve la ciencia sin servirse de ella. El principio fundamental que Platón establece en su República, consiste en distribuir los cargos a los ciudadanos conforme a la naturaleza de éstos. Esta sabia maestra todo lo puede y practica. Los cojos son inhábiles para los ejercicios corporales; los del espíritu no convienen a las almas cojas; los entendimientos contrahechos y vulgares son indignos de la filosofía. Cuando reparamos en un hombre mal calzado, nada tiene de sorprendente que se nos ocurra preguntar si es zapatero, y análogamente vemos un médico mal medicinado, un teólogo poco reformado y un sabio más incapaz que el mayor lego.

Aristo Quío tenía razón al asegurar que los filósofos dañaban a sus oyentes; tan es verdad este parecer, que la mayor parte de las almas no se encuentran aptas para sacar provecho de la filosofía; y si ésta no cae bien en ellas, cae necesariamente mal:  ex Aristippi, acerbos ex Zenonis schola exire[198].

En la hermosa educación que recibían los persas, según testimonia Jenofonte, vemos que enseñaban la virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan las letras. Dice Platón que el primogénito en la sucesión real era educado del siguiente modo: apenas nacía, poníasele en manos, no de mujeres, sino de los eunucos que por su virtud gozaban del favor de los reyes. Encomendábase a éstos el cuidado de la hermosura y sanidad del cuerpo y cuando llegaba el niño a los siete años enseñábanle a montar a caballo y adiestrábanle en el ejercicio de la caza. Cuando tenían catorce años sometíanle al cuidado de cuatro preceptores: el más sabio, el más justo, el más moderado y el más valiente de la nación; enseñábale el primero la religión, el segundo a ser veraz, el tercero a dominar sus pasiones, y el último a ser esforzado.

Es cosa digna de notarse que en la excelente y admirable legislación de Licurgo, tan perfecta y previsora, tan cuidadosa de la educación material de la infancia, que ponía en primer término desde el hogar mismo, no se haga siquiera mención de la doctrina, siendo Atenas la patria de la musas, como si aquella generosa juventud desdeñara todo otro yugo que no fuera la virtud; proveíasela, en lugar de pedagogos que la enseñaran la ciencia, de maestros que la inculcaban el valor, la prudencia y la justicia, ejemplo que Platón siguió en sus leyes. La disciplina consistía en proponerles cuestiones, para que juzgasen de los hombres y de sus actos, y si elogiaban o censuraban a tal personaje o tal suceso precisaba fundamentar el juicio en buenas razones; de este modo, al par que afinaban el entendimiento, se instruían en el derecho. Astyages en Jenofonte, pide razón a Ciro de su última lección. «En nuestra escuela, responde, un muchacho que tenía la túnica pequeña se la dio a uno de sus compañeros, de menos estatura, y tomó a cambio la de éste, que le estaba grande. Habiéndome nuestro preceptor hecho juez del caso, opiné que lo más pertinente era dejar las cosas en tal estado, y que los dos habían salido ganando con el cambio; a lo cual me repuso que yo había juzgado torcidamente, por haberme fijado sólo en las ventajas mutuas, siendo preciso tener en cuenta la justicia, que pide que a nadie se fuerce en las cosas de su pertenencia»; y dice Astyages que Ciro fue azotado ni más ni menos que lo somos nosotros en nuestras aldeas, cuando olvidamos e primer paradigma de las conjugaciones griegas. Mi maestro me dirigiría una hermosa arenga, in genere demonstrativo antes de persuadirme que su disciplina valía tanto como aquélla. Tomaron por el atajo, y puesto que es lo cierto que las ciencias rectamente interpretadas no pueden sino enseñarnos la prudencia, la probidad y la resolución, quisieron aquellos hábiles maestros poner a sus discípulos en contacto con la práctica de la vida e instruirlos no de oídas, sino por el ensayo de la acción, formándolos y modelándolos diestramente no sólo con preceptos y palabras, sino principalmente con ejemplos y obras, a fin de que la enseñanza penetrase no solamente en el alma, sino también en la complexión y costumbres; que no fuera únicamente adquisición, sino posesión natural. Preguntando a este propósito Agesilao, sobre lo que a su entender debían aprender los niños, respondió «que lo que debían hacer cuando fueran hombres». No es, pues, maravilla que semejante educación produjera tan admirables efectos.

En distintas ciudades de Grecia buscábanse retóricos, pintores y músicos; sólo en Lacedemonia legisladores, magistrados y jefes de ejército; aprendíase en Atenas a bien decir, y allí a bien obrar; en Atenas a rebatir un argumento sofístico y a rechazar la impostura de las palabras capciosamente entrelazadas; en Lacedemonia, a librarse de los atractivos de la voluptuosidad y a rechazar con valor las amenazas del infortunio y de la muerte. Unos tenían por misión las palabras, y otros las cosas; unos ejercitaban a la juventud en el continuo manejo de la lengua, y otros en el ejercicio sin descanso del espíritu. En tal grado de estimación tenían los frutos de la enseñanza de la juventud, que cuando Antipáter les pidió en rehenes cincuenta muchachos, hicieron lo contrario de lo que nosotros hubiéramos hecho, es decir, que prefirieron entregar doble número de hombres ya formados. Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que eduque sus hijos en Esparta, no es para que aprendan la gramática ni la dialéctica, sino para que se adoctrinen en la mejor de todas las ciencias: en la ciencia del mando y de la obediencia.

Agrada ver cómo Sócrates se burla de Hipias cuando éste le refiere que hasta en las aldeas más pequeñas de Sicilia ha ganado buena cantidad de dinero como profesor, y que en cambio en Esparta no ganó ni un solo maravedí; por tal razón, trataba de idiotas a los de esta república, que no sabían medir ni contar, ni conocían la gramática ni la prosodia, preocupándose sólo de estar bien informados de la cronología de sus soberanos, establecimiento y decadencia de sus Estados y de otro montón de frivolidades análogas; al cabo de la relación Sócrates hacía comprender a Hipias, hasta en sus menores detalles, la excelencia del gobierno de los espartanos, la virtud y dicha de su vida privada, dejándole adivinar, en conclusión, la inutilidad de sus enseñanzas.

La experiencia nos enseña que, según la viril legislación espartana y otras semejantes, el estudio de las ciencias debilita y afemina el valor, más que lo endurece y fortifica. El Estado más fuerte que actualmente existe en el mundo es Turquía, pueblo que estima las armas tanto como menosprecia las letras. Roma fue más valiente cuando barbara que cuando sabia. Las naciones más belicosas de nuestros días son las más groseras e ignorantes: los escitas, los partos y los súbditos de Tamerlán prueban bien este aserto. Cuando los godos asolaron la Grecia, quien salvó todas las bibliotecas de ser pasto de las llamas fue uno de ellos, que predicó la conveniencia de dejar intactos estos edificios para apartar así a sus enemigos del ejercicio de las armas y que cayeran en ocupaciones ociosas y sedentarias. Nuestro rey Carlos VIII se hizo dueño del reino de Nápoles y de una parte extensa de la Toscana, apenas sin desenvainar la espada. Los señores de su comitiva atribuyeron tan inesperada facilidad a que la nobleza y príncipes italianos ocupábanse más en hacerse, ingeniosos y sabios que vigorosos y guerreros.



De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson

Jamás vi padre, por enclenque, jorobado y lleno de achaques que su hijo fuera, que no consintiese en reconocerlo como tal; y no es que no vea sus máculas, a menos que el amor le ciegue, sino porque le ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estas páginas no son sino las divagaciones de un hombre que sólo ha penetrado de las ciencias la parte más superficial y eso en su infancia, no habiendo retenido de las mismas sino un poco de cada cosa, nada en conclusión, a la francesa. Sé, en definitiva, que existe una ciencia que se llama medicina, otra jurisprudencia, cuatro partes de matemáticas, y muy someramente el objetivo de cada una de ellas; quizás conozco el servicio que dichas ciencias prestan al uso de la vida, pero de mayores interioridades no estoy al cabo; ni mi cabeza se ha trastornado estudiando a Aristóteles, príncipe de la doctrina moderna, ni tampoco empeñádose en el estudio de ninguna enseñanza determinada, ni ha arte del cual yo pueda trazar ni siquiera los primeros rudimentos; no hay muchacho de las clases elementales que no pueda aventajarme, y a tal punto alcanza mi insuficiencia, que, ni siquiera me sentiría capaz de interrogarle sobre la primera lección de su asignatura; y si se me obligara a hacerle tal o cual pregunta, mi incompetencia haría que le propusiera alguna cuestión general, por la cual podría juzgar de su natural disposición, la cual cuestión le sería tan desconocida como a mí la elemental.

Aparte de los de Séneca y Plutarco, de donde extraigo mi caudal, como las Danaides, llenándolo y vaciándolo perpetuamente, no he tenido comercio con ningunos otros libros de sólida doctrina. De esos escritores algo quedará en este libro, casi nada en mi cabeza. En materia le autores, me inclino a los de historia y poesía, pues como Cleantes opinaba, así como la voz encerrada en el estrecho tubo de una trompeta surge más agria y más fuerte, así entiendo yo que la sentencia comprimida por la poesía brota más bruscamente y me hiere con más viva sacudida. En cuanto a mis facultades naturales, de que este libro es ejercicio, siéntolas doblegar bajo su pesada carga; marchan mis conceptos y juicios a tropezones, tambaleándose, dando traspiés, y cuando recorro la mayor distancia que mis fuerzas alcanzan, ni siquiera me siento medianamente satisfecho, diviso todavía algo más allá, pero con vista alterada y nubosa, que me siento incapaz de aclarar. Haciendo propósito de hablar de todo aquello que buenamente se ofrece a mi espíritu con el solo socorro de mis ordinarias fuerzas, acontéceme a veces hallar tratados en los buenos autores los mismos asuntos sobre que discurro, como en el capítulo sobre la fuerza de imaginación, materia que trató ya Plutarco. Comparando mis razones con las de tales maestros, siéntome tan débil y tan mezquino, tan pesado y adormecido, que me compadezco, y a mí mismo me menosprecio; congratúlame, en cambio, el que a veces quepa a mis opiniones el honor de coincidir con las de los antiguos, así los sigo al menos de lejos y reconozco lo que no todos reconocen: la extrema diferencia entre ellos y yo. Mas a pesar de todo dejo correr mis invenciones débiles y bajas como son, tales como han salido de mi pluma, sin remendar los defectos que la comparación me ha hecho descubrir.

Preciso es tener en sus propias fuerzas toda la confianza posible para marchar frente a frente de tales autores. Los indiscretos escritores de nuestro siglo, cuyas insignificantes obras están llenas de pasajes enteros de los antiguos, que para procurarse honor se apropian, practican lo contrario; y la diferencia entre lo suyo y lo que toman prestado es tan grande que da a sus escritos un aspecto pálido, descolorido y feo, con el cual pierden más que ganan.

Dos filósofos de la antigüedad tenían bien distinta manera de pensar y proceder en sus escritos: Crisipo incluía en sus obras, no ya sólo pasajes, sino libros enteros de otros autores, y en una incluyó la Medea de Eurípides: Apoliodoro decía de este filósofo que, suprimiendo lo prestado, en sus obras no quedaría más que el papel en blanco. Epicuro, por el contrario, en trescientos volúmenes que compuso jamás empleó citas ni juicios ajenos.

Ocurriome poco ha tropezar con un pasaje de éstos, para llegar al cual había tenido que arrastrarme languideciendo por medio de frases hueras, tan exangües, descarnadas y vacías de sentido, todas ellas sin meollo ni sustancia, que no eran, en suma, sino palabras amalgamadas unas a otras; al cabo de un largo y fastidioso camino me encontré con un trozo alto, rico y elevado hasta rayar en las nubes. Si hubiera encontrado la pendiente más suave y la subida algo áspera, la cosa hubiera sido natural; pero llegué a un precipicio tan derecho y tan recortado, que a las seis palabras primeras echó de ver que me hallaba en otro mundo distinto; desde él pude descubrir la hondonada de donde venía, tan baja tan profunda que no tuve luego el valor necesario para descender de nuevo. Si yo adornara alguno de mis escritos con tan ricos despojos, haría resaltar demasiado la insignificancia de los demás. Descubrir en otro mis propias faltas me parece tan lícito como reprender, lo que suelo hacer a veces, las de otro en mí; preciso es acusarlas en todos y hacer que desaparezca todo pretexto de excusa. Bien se me alcanza cuán audazmente pongo mis ideas en parangón con las de los autores célebres, a todo propósito; mas no lo hago por temeraria esperanza de engañar a nadie con ajenos adornos, sino para demostrar mejor más asertos y razonamientos, para mayor servicio del lector. Sin contar con que tampoco me pongo a luchar frente a frente ni cuerpo acuerpo con campeones de tanto fuste; ejecuto sólo menudos y ligeros ataques, no me lanzo contra ellos, los tanteo, y no los acometo tanto como temo acometerlos. Si pudiera caminar a la par, obraría como hombre vigoroso y fuerte, porque sólo los acometo por sus máximas más elevadas. Practicar lo que he visto en algunos, adornarse con armas ajenas hasta el punto de dejar invisibles las propias, conducir los razonamientos como sólo es lícito que lo hagan los sabios verdaderos, parapetándose en las ideas de los antiguos, hurtándolas de aquí y de allá y querer hacerlas pasar por propias, cosa es al par que injusta, cobarde, porque los que tal hacen, no teniendo nada que les pertenezca, pretenden alcanzar méritos con lo que no es suyo. Es además suprema torpeza, pues los tales se contentan con la ignorante aprobación del vulgo y se desacreditan ante las gentes de entendimiento, que advierten la incrustación de ajenas cosas y de las cuales sólo la alabanza tiene peso y merece estima.

Nada más lejos de mi designio que semejantes procederes; yo no cito los otros sino para expresar mi pensamiento de una manera más diestra. No va lo dicho con los centones que en tal forma se presentan al público: yo los he visto sobrado ingeniosos, sin hablar de los antiguos, entre otros uno bajo el nombre de Capílupo. De esta suerte muestran también sus talentos algunos eruditos, entreverándolo acá y allá, como hizo Justo Lipsio en su laborioso y docto tratado de Política.

De todas maneras, y sean cuales fueren esos desaciertos, no he pedido menos de sacarlos a la superficie, igualmente que si un artista hiciera mi retrato habría de representarme cano y calvo; no pintando una cabeza perfecta, sino la que tengo. Esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo atinadas, no como cosa incontrovertible y que deba creerse a pie juntillas: no busco otro fin distinto al de trasladar al papel lo que dentro de mí siento, que acaso será distinto mañana, si enseñanzas nuevas modifican mi manera de ser, y declaro que ni tengo ni deseo autoridad bastante para ser creído, reconociéndome, como me reconozco, demasiado mal instruido para enseñar a los demás.

Un mi amigo que leyó en mi casa el capítulo precedente días pasados, díjome que debía haberme extendido más sobre la educación de los jóvenes; por manera, señora, que si realmente poseyera yo alguna competencia en tal materia, en modo alguno pudiera darle mejor empleo que haciendo de ella un presente al pequeñuelo que pronto verá la luz (vuestra hidalguía es grande para dejar de comenzar por un varón). Habiéndome cabido una grande parte en la conclusión de vuestro matrimonio, créome con derecho y estoy interesado en la grandeza y prosperidad de todo lo que sobrevenga, a más que de antiguo estoy obligado a vuestras mercedes, lo cual obliga doblemente mi interés hacia todo lo que con vos se relaciona directamente. Entiendo yo, señora, que la mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños, del propio modo que en la agricultura las labores que preceden a la plantación son sencillas y no tienen dificultad; mas luego que la planta ha arraigado, para que crezca hay diversidad de procedimientos, que son difíciles. Lo propio, acontece con los hombres: darles vida no es difícil, mas luego que la tienen vienen los diversos cuidados y trabajos que exigen su educación y dirección. La apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las promesas que de aquéllas pueden deducirse, que no es viable fundamentar por ellas ningún juicio atinado. Cimón y Temístocles fueron bien distintos de lo que por su infancia hubiera podido adivinarse. Los pequeñuelos de los osos y los perrillos muestran desde luego su inclinación natural, mas los hombres siéntense desde los comienzos impelidos por costumbres, leyes y opiniones que los disfrazan fácilmente, pues es bien difícil forzar las tendencias o propensiones naturales. De donde resulta que por no haber elegido bien su camino, trabájase sin fruto, empleando un tiempo inútil en destinar a los niños precisamente para aquello que no han de servir. No obstante tal dificultad, precisa a mi entender encaminarlos siempre hacia las cosas mejores, de las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándose poco en adivinaciones ni pronósticos de que sacamos consecuencias demasiado fáciles en la infancia. Platón, en su República, entiendo que les concede autoridad demasiada.

Es la ciencia, señora, ornamento de valer, al par que instrumento que presta relevantes servicios, señaladamente, a las personas de vuestro rango. En verdad, entiendo que no se encuentra bien hallada en manos bajas y plebeyas, siéntese más orgullosa prestando su concurso para conducir una guerra, gobernar un pueblo, y frecuentar la amistad de un príncipe o de una nación extranjera, que para ordenar un argumento dialéctico, pronunciar una defensa o preparar una caja de píldoras. Así, señora, como estoy bien seguro de que no olvidaréis tal principio en la educación de vuestros hijos, vos que habéis gustado tiempo ha de la dulzura de las letras y que pertenecéis a una familia literaria (aún poseemos los escritos de los antiguos condes de Foix, de quien desciende el señor conde vuestro esposo y descendéis vos misma, y Francisco, señor de Candal, vuestro tío, da a luz todavía obras que extenderán el conocimiento de aquella cualidad de vuestra familia hasta los siglos venideros), quiero manifestaros la sola opinión que acerca de educación profeso, contraria al común sentir y uso. Es cuanto puedo hacer en vuestro servicio en este punto.

Al cargo del maestro que le confiráis, en la elección del cual estriba todo el fruto de su educación, acompañan otras importantes atribuciones, de las cuales me guardará de hablar por no saber, nada importante acerca de ellas; y sobre lo que más adelante diré, sólo deseo que aquél fije su atención en lo que para él sea de mayor provecho. A un niño noble que cultiva las letras, no como medio de vivir (pues éste es fin abyecto e indigno de la gracia y favor de las musas, tras de suponer además la dependencia ajena), ni tampoco para buscar en ellas cosa de adorno; que se propone antes ser hombre hábil que hombre sabio, yo desearía que se pusiera muy especial cuidado en encomendarle a un preceptor de mejor cabeza que provista de ciencia, y que maestro y discípulo se encaminaran más bien a la recta dirección del entendimiento y costumbres, que a la enseñanza por sí misma, y apetecería también que el maestro se condujera en su cargo de una manera nueva.

No cesa de alborotarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro deber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. Sócrates, y más tarde Arcesilao, hacían primeramente expresarse a sus discípulos, y luego hablaban ellos. Obest plerumque iis, qui discere volunt, auctoritas eorum, qui docent[199]. Bueno es que le haga, correr ante su vista para juzgar de sus bríos y ver hasta qué punto se debe rebajar para acomodarse a sus fuerzas. Si de tales requisitos prescindimos, ningún fruto alcanzaremos; saberlos escoger y conducirlos con acierto y mesura es una de las labores más arduas que conozco. Un alma superior y fuerte sabe condescender con los hábitos de la infancia, al par que guiarlos. Yo camino con mayor seguridad y planta más segura al subir que al bajar.

Aquellos que como nuestro uso tiene por hábito aplican idéntica pedagogía y procedimientos iguales a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente: no es de maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar algún fruto de la educación recibida. Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que informe del provecho que ha sacado, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Conviene que lo aprendido por el niño lo explique éste de cien maneras diferentes y que lo acomode otros tantos casos para que de este modo pueda verse si recibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal como se ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le diera para nutrirlo. Nuestra alma no se mueve sino por extraña voluntad, y está fijada y constreñida, como la tenemos acostumbrada a las ideas ajenas; es sierva y cautiva bajo la autoridad de su lección: tanto se nos ha subjugado que se nos ha dejado sin libertad ni desenvoltura. Nunquam tutelae suae fiunt[200].

Hallándome en Pisa tuve ocasión de hablar familiarmente con una persona excelente, tan partidaria de Aristóteles, que profesaba con cabal firmeza la creencia de que el toque y la regla de toda verdad e idea sólida era su conformidad con la doctrina aristotélica, y que fuera de tal doctrina todo era quimera y vacío; que Aristóteles lo había visto todo y todo lo había dicho. Por haber sido esta proposición un tanto amplia, al par que injustamente interpretada, nuestro hombre se las hubo durante largo tiempo con la inquisición de Roma.

Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le trasmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda:


Che non men che saver, dubbiar m'aggrata[201]:


pues si abraza, después de reflexionarlas, las ideas de Jenofonte y las de Platón, estas ideas no serán ya las de esos filósofos, serán las suyas; quien sigue a otro no sigue a nadie, nada encuentra, y hasta podría decirse que nada busca: que sepa darse razón a menos de lo que sabe. Es preciso que se impregne del espíritu de los filósofos; no basta con que aprenda los preceptos de los mismos; puede olvidarse si quiere cuál fue la fuente de su enseñanza pero a condición de sabérsela apropiar. La verdad y la razón son patrimonio de todos, y ambas pertenecen por igual al que habló antes que al que habla después. Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos del mismo modo. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana: así las nociones tomadas a otro, las transformará y modificará para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, formando de este modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo no deben ir encaminados a distinta mira que a su formación. Que sepa ocultar todo aquello de que se ha servido y exprese sólo lo que ha acertado a hacer. Los salteadores y los tramposos exihiben ostensiblemente sus fincas y las cosas que compran, y no el dinero que robaron o malamente adquirieron; tampoco veréis los honorarios secretos que recibe un empleado de la justicia, mostraraos sólo los honores y bienandanzas que obtuvo para sí y para sus hijos: nadie entera a los demás de lo que recibe, cada cual deja ver solamente sus adquisiciones.

El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. Decía Epicarmes que el entendimiento que ve y escucha es el que de todo aprovecha, dispone de todo, obra, domina y reina; todo lo demás no son sino cosas ciegas, sordas y sin alma. Voluntariamente convertimos el entendimiento en cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece.

¿Quién preguntó jamás a su discípulo la opinión que formar de la retórica y la gramática, ni de tal o cual sentencia de Cicerón? Son introducidas las ideas en nuestra memoria con la fuerza de una flecha penetrante, como oráculos en que las letras y las sílabas constituyen la sustancia de la cosa. Saber de memoria, no es saber, es sólo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria. De aquello que se conoce rectamente se dispone en todo momento sin mirar el patrón o modelo, sin volver la vista hacia el libro. Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros. Transijo con que sirva de ornamento, nunca de fundamento, y ya Platón decía que la firmeza, la fe y la sinceridad constituyen la verdadera filosofía; las ciencias cuya misión es otra, y cuyo fin es distinto, no son mas que puro artificio. Quisiera yo que Paluël o Pompeyo, esos dos conocidos bailarines, nos enseñaran a hacer cabriolas con verlos danzar solamente, sin que tuviéramos necesidad de movernos de nuestros asientos; así pretenden nuestros preceptores adiestrarnos el entendimiento, sin quebrantarlo; fuera lo mismo el intentar enseñarnos el manejo del caballo, el de la pica, a tocar el laúd, o a cantar, sin ejercitarnos en estas faenas. Quieren enseñarnos a bien juzgar y a bien hablar sin acostumbrarnos a lo uno ni a lo otro. Ahora bien, para tal aprendizaje, todo lo que ante nuestra vista se muestra es libro suficiente: la malicia de un paje, la torpeza de un criado, una discusión de sobremesa, son otros tantos motivos de enseñanza.

Por esta razón es el comercio de los hombres maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, igualmente que la visita a países extranjeros, no para aprender solamente, como hace la nobleza francesa, los pasos que mide Santa Rotonda o la riqueza de los pantalones de la señora Livia; otros nos refieren cómo la cara de Nerón, conservada en alguna vieja ruina, es más larga o más ancha que la de otra medalla de la misma época. Todas éstas son cosas bien baladíes; se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás. Yo quisiera que los viajes empezaran desde la infancia, y en primer término, para matar así de un tiro dos pájaros, por las naciones vecinas, en donde la lengua difiera más de la nuestra. Es indispensable conocer las lenguas vivas desde muy niño, de lo contrario, los idiomas no se pliegan luego a la pronunciación.

De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los padres capaces ni de castigar sus faltas, ni de verlos alimentarse groseramente, como conviene que se haga; tampoco podrían soportar el verlos sudorosos y polvorientos después de algún ejercicio rudo, ni que bebieran líquidos demasiado calientes o fríos, ni el verlos sobre un caballo indócil, ni frente a un tirador de florete o un boxeador, como tampoco disparar la primera arcabuzada, cosas todas necesarias e indispensables. Tales ejercicios son el único medio de formar un hombre cual debe apetecerse, y ninguno hay que descuidar durante la juventud; hay que ir a veces contra los preceptos de la medicina:


Vitamque sub dio, et trepidis agat

in rebus.[202]


No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos; va el alma demasiado deprisa si muy luego no es secundada, y tiene por si sola demasiada labor para bastar a dos oficios. Yo sé cuán penosamente trabaja la mía unida como está a un cuerpo tan flojo y tan sensible que se encomienda constantemente a sus fuerzas, y con frecuencia advierto que en sus escritos mis maestros los antiguos presentan como actos magnánimos y valerosos, ejemplos que dependen más bien del espesor de la piel y eje dureza de los huesos, que del vigor anímico.

He visto hombres, mujeres y niños de tal modo constituidos, que un bastonazo les es menos sensible que a mí un capirotazo en las narices; que no mueven lengua ni pestañas ante los golpes que se les propinan. Cuando los atletas imitan a los filósofos en lo pacientes, más que fortaleza de corazón, muestran vigor de nervios. Endurecerse al trabajo es endurecerse al dolor: Labor callum obducit dolori[203]. Es preciso habituar al niño a la aspereza y fatiga de los ejercicios para acostumbrarle así a la pena y al sufrimiento de la dislocación, del cólico, cauterio, prisión y tortura. Estos males pueden, según los tiempos, caer sobre los buenos como sobre los malos. Sobrados ejemplos de ello vemos en nuestros días, pues los que hoy combaten contra las leyes exponen a los suplicios y a la muerte a los hombres honrados.

La autoridad del preceptor, además, debe ser absoluta sobre el niño, y la presencia de los padres la imposibilita y aminora; a lo cual contribuye también la consideración que la familia muestra al heredero y el conocimiento que éste tiene de los medios y grandeza de su casa. Circunstancias son éstas, a mi entender, que se truecan en graves inconvenientes.

En las relaciones que mantienen los hombres entre sí, he advertido con frecuencia que, en vez de adquirir conocimiento de los demás, no hacemos sino darle amplio de nosotros mismos, preferimos mejor soltar nuestra mercancía, que adquirirla nueva, la modestia y el silencio son cualidades útiles en la conversación. Se acostumbrará al niño a que no haga alarde de su saber cuando lo haya adquirido; a no contradecir las tonterías y patrañas que puedan decirse en su presencia, pues es descortés censurar lo que nos choca o desagrada. Conténtase con corregirse a sí mismo y no haga a los demás reproche de lo que le disgusta, ni se ponga en contradicción con las públicas costumbres: Licet sapere sine pompa, sine invidia[204]. Huya de las maneras pedantescas y de la pueril ambición de querer aparecer a los ojos de los demás como más sutil de lo que es, y cual si fuera mercancía de difícil colocación no pretenda sacar partido de tales críticas y reparos. De igual modo que sólo incumbe a los grandes poetas emplear las licencias del arte, así también corresponde sólo a las almas grandes y a los espíritus elevados el ir contra la corriente general. Si quid Socrates aut Aristippus contra morem et consuetudinem fecerunt, idem sibi ne arbitretur licere: magnis enim illi et divinis bonis hanc licentiam assequebantur205. Debe acostumbrárselo a no entrar en discusiones ni disputas más que cuando haya de habérselas con un campeón digno de ser contradicho. Debe hacerse de modo que sea escrupuloso en la elección de argumentos, al par que amante de la concisión y la brevedad en toda discusión; debe acostumbrársele sobre todo a entregarse y a deponer las armas ante la verdad, luego que la advierta, ya nazca de las palabras de su adversario, ya surja de sus propios argumentos, por haber dado con ella de pronto; pues no estando obligado a defender ninguna cosa determinada, debe sólo interesarle aquello que apruebe, no perteneciendo al oficio en que por dinero contante se participa de una u otra opinión, o se pertenece a uno u otro bando.

Si el preceptor comparte mi manera de ver, enseñará a su discípulo a ser muy leal servidor de su soberano y además afectuoso y valiente, cuidando a la vez de que su cariño al príncipe no vaya más allá de lo que prescribe el deber público. Aparte de otros obstáculos que aminoran nuestra libertad por obligaciones especiales, la opinión de un hombre asalariado, o no es cabal y está sujeta a trabas, o hay motivo para tacharla de imprudente e ingrata. El verdadero cortesano no puede tener más ley ni más voluntad que las de su amo, quien entre millares de súbditos lo escogió para mantenerlo y elevarlo. Tal merced corrompe la franqueza del súbdito y le deslumbra; así vemos de ordinario que el lenguaje de los cortesanos difiere del de las demás gentes del Estado y que gozan de escaso crédito cuando hablan de la corte.

Que la virtud y la honradez resalten en sus palabras, y que éstas vayan siempre encaminadas a la razón. Persuádasele de que la declaración del error que encuentre en sus propios razonamientos, aunque sea él solo quien lo advierta, es clara muestra de sinceridad y de buen juicio, cualidades a que debe siempre tender, pues la testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los espíritus bajos, mientras que el volver sobre su aviso corregirse, apartarse del error en el calor mismo de la discusión, arguye cualidades muy principales, al par que un espíritu elevado y filosófico. Debe acostumbrársele a que cuando se encuentre en sociedad fije en todas partes su atención, pues suele ocurrir que los sitios de preferencia ocúpanlos las personas de menor mérito, y las que gozan de mayor fortuna no comulgan con la capacidad. En una ocasión he visto, sin embargo, que mientras en lo más apartado de una mesa hablábase de la hermosura de una tapicería o del sabor de la malvasía, en el otro extremo se hacía gala de ingenio de buena ley, en que los primeros no ponían la menor atención. Debe acostumbrársele a sondear el alcance de los rasgos de cada hombre en articular: el boyero, el albañil, la persona que pasa por la calle, todo debe examinarlo y apoderarse de lo característico de cada uno, pues todo es bueno para la casa; la misma torpeza y desacierto ajenos serviranle de instrucción, y en el examen de las maneras de los demás gustará de las buenas y desdeñará las malas.

Sea inspirado su entendimiento por una curiosidad legítima que le haga informarse de togas las cosas; todo aquello que haya de curioso en derredor suyo debe verlo, ya sea un edificio, una fuente, un hombre, el sitio en que se libró una antigua batalla, el paso de César o el de Carlo Magno:


Quae tellus sit lenta gelu, quae putris ab aestu;

ventus in Italiam quis bene vela ferat[206];


informarse a la vez de las costumbres, recursos Y alianzas de este o aquel príncipe; cosas son éstas que gusta aprender y el saberlas es muy útil.

Al hablar del trato de los hombres incluyo entre ellos y por modo principalísimo a los grandes, aquellos que no viven sino en los libros; debe frecuentar los historiadores que relataron la vida de las almas principales de los siglos más esclarecidos. Es éste para muchas gentes un estudio baladí, mas para los espíritus delicados ocupación que procura frutos inestimables y el único que según Platón los lacedemonios se reservaron para sí mismos. Puede sacar, por ejemplo, gran provecho y enseñanza con la lectura de las vidas de Plutarco, pero que el preceptor no pierda de vista cuál es el fin de sus desvelos; que no ponga tanto interés en enseñar a su discípulo la fecha de la ruina de Cartago como las costumbres de Escipión y Aníbal; ni tanto en informarle del lugar donde murió Marcelo como en hacerle ver que allí encontró la muerte por no haber estado a la altura de su deber. Que no ponga tanto interés en que aprenda los sucesos como en que sepa juzgarlos; es a mi modo de ver la historia la parte en que los espíritus se aplican de manera más diversa, sacando cada cual consecuencias distintas, según sus peculiares dotes; yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído ciento más, que yo no he sabido encontrar y acaso haya entre ellas muchas en que el autor ni pensó siquiera; es para unos la historia un simple estudia de gramática, para otros la investigación recóndita de los principios filosóficos que explican las acciones más oscuras de la humana naturaleza. Hay en Plutarco amplios discursos que son muy dignos de ser sabidos, y según mi dictamen, es maestro acabado en tales materias; mas hay otros que el historiador no ha hecho más que indicar ligeramente, señalando sólo como de pasada el camino que podemos seguir si queremos profundizarlos. Preciso es, pues, arrancarlos del lugar donde se encuentran y hacerlos nuestros, como por ejemplo, la siguiente frase: que los habitantes de Asia obedecían a uno solo por ignorar la pronunciación de una sola sílaba, la sílaba no. Acaso fue este pasaje el que dio ocasión a La Boëtie para escribir la Servidumbre voluntaria. ¡Lástima que los hombres de gran entendimiento propendan con exceso a la concisión! Sin duda con ello su reputación no disminuye ni su valer decrece; mas para nosotros, que valemos mucho menos, el exceso de laconismo perjudica nuestra enseñanza. Gusta más Plutarco de ser estimado por sus juicios que por su saber; prefiere, antes que saciarnos, que nos quedemos con apetito, y comprende que hasta leyendo cosas excelentes puede fatigarse el lector, pues sabe que Alexandridas censuró con justicia a un hombre que hablaba con acierto a los eforos, pero que diluía demasiado las ideas: «¡Oh, extranjero, díjole, si bien nos cuentas cosas agradables, las expones de un modo inconveniente!» Los que tienen el cuerpo flaco lo abultan interiormente; así aquellos cuyas ideas son insignificantes las inflan con palabras.

La frecuentación del mundo y el trato de los hombres procuran clarividencia de juicio; vivimos como encerrados en nosotros mismos; nuestra vista no alcanza más allá de nuestras narices. Preguntado Sócrates por su patria, no respondió soy de Atenas, sino soy del mundo. Como tenía la imaginación amplia y comprensiva, abrazaba el universo cual su natal, extendiendo su conocimiento, sociedad y afecciones a todo el género humano, no como nosotros que sólo extendemos la mirada a lo que cae bajo nuestro dominio. Cuando las viñas se hielan en mi lugar, asegura el cura que la causa del mal es un castigo del cielo que el Señor envía al género humano, y afirma que la sed ahoga ya hasta a los caníbales. Considerando nuestras guerras intestinas, ¿quién no juzga que el mundo se derrumba y que tenemos encima el día del juicio final? Al abrigar tal creencia no se para mientes en que mayores males han acontecido, ni tampoco que en las diez mil partes del universo las cosas no van mal en igual momento. Yo, en presencia de tantas licencias y desórdenes, y de la impunidad de los mismos, más bien encuentro que nuestras desdichas son blandas. Quien recibe el granizo sobre su cabeza cree que la tempestad reina en todo el hemisferio, y a este propósito merece citarse el dicho del saboyano, el cual entendía que el rey de Francia había sido un tonto; pues de haber sabido conducir con acierto sus intereses, hubiera llegado a ser mayordomo de su duque; su cabeza no concebía más elevada jerarquía que la de su amo. Insensiblemente todos permanecemos en error análogo, que acarrea graves consecuencias y prejuicios. Mas quien se representa como en un cuadro esta dilatada imagen de nuestra madre naturaleza en su cabal majestad; quien lea en su aspecto su general y constante variedad; quien se considere no ya él mismo, sino todo un reino, como un trazo casi imperceptible, sólo ése estima y juzga las cosas de un modo adecuado a su cabal magnitud.

Este mundo dilatado, que algunos multiplican todavía como las especies dentro de su género, es el espeje en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen. En conclusión, mi deseo es que el universo entero sea el libro de nuestro escolar. Tal diversidad de caracteres, sectas, juicios, opiniones, costumbres y leyes, enséñanos a juzgar rectamente de los nuestros peculiares, y encamina nuestro criterio al reconocimiento de su imperfección y de su natural debilidad; este aprendizaje reviste la mayor importancia, tantos cambios surgidos, así en el Estado como en la pública fortuna, nos enseñan a no admirarnos de la nuestra; tantos nombres, tantas victorias y conquistas, éstas y aquéllos enterrados en el olvido, hacen ridícula la esperanza de eternizar nuestro nombre por el mérito de habernos apoderado de diez mezquinos soldados y de un gallinero, cuya existencia salió a luz por la nueva de nuestra acción; la vanidad y el orgullo de tantas extrañas pompas, la majestad inflada de tantas cortes y grandezas nos afirma y asegura en la consideración de la nuestra, haciendo que la juzguemos atinadamente, con ojos serenos; tantos millares de hombres que vivieron antes que nosotros fortifícannos y nos ayudan a no temer el ir a encontrar al otro mundo tan excelente compañía. Nuestra vida, decía Pitágoras, se asemeja a la grande y populosa asamblea de los juegos olímpicos; unos ejercitan su cuerpo para alcanzar renombre en los juegos; otros en el comercio para lograr ganancia, y otros hay, que no son ciertamente los más insignificantes, cuyos fines consisten sólo en investigar la razón de las cosas y en ser pacíficos espectadores de la vida de los demás hombres para ordenar y juzgar la suya propia.

A estos ejemplos podrán acompañar todas las sentencias más provechosas de la filosofía, por virtud de las cuales deben juzgarse los actos humanos. Se le enseñará:


Quid fas optare, quid asper

utile nummus habet; patriae carisque propinquis

quantum clargiri deccat: quem te Deus esse.

Jussit, el humana qua parte locatus es in re;

quid sumus, aut quidam victuri gignimur...[207]


qué cosa es saber y qué cosa es ignorar; cuál debe ser el fin del estudio; qué cosas sean el valor, la templanza y la justicia; la diferencia que existe entre la ambición y la avaricia, la servidumbre y la sujeción; la libertad y la licencia, cuáles son los caracteres que reviste el sólido y verdadero contentamiento; hasta qué punto son lícitos el temor de la muerte, el dolor y la deshonra;


Et quo quemque modo fugiatque feratque laborem[208];


cuáles son los resortes que nos mueven y la causa de las múltiples agitaciones que residen en nuestra naturaleza, pues entiendo que los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben ser los que tienden al régimen de las costumbres y sentidos; los que lo enseñen a conocerse, a bien vivir a bien morir. Entre las artes liberales, comencemos por las que nos hacen libres; todas, cada cual a su manera, contribuyen a la instrucción de nuestra vida y conducta, del propio modo que todas las demás cosas prestan también su concurso; mas elijamos entre ellas las de una utilidad más directa, y las que se refieren a nuestra profesión. Si sabemos restringir aquello que es pertinente a nuestro estado, si a sus naturales y justos límites lo reducimos, veremos que la mayor parte de las ciencias que se estudian son inútiles a nuestro fin particular; y que aun entre las de utilidad reconocida, hay muchas partes profundas inútiles de todo en todo, que procediendo buenamente debemos dejar a un lado. Con arreglo a los principios en que Sócrates fundamentaba la educación, debe prescindirse de todo cuanto no nos sea provechoso:


Sapere aude,

incipe: vivendi recto qui prorogat horam

rusticus espectat dum defluat amnis; at ille

labitur, et labetur in omne volubilis aevum.[209]


Es inocente el enseñar a nuestros hijos:


Quid moveant Pisces, animosaque signa Leonis,

Lotus et Hesperia quid Capricornus aqua[210];


la ciencia de los astros y el movimiento de la octava esfera antes que los suyos propios: sus inclinaciones y pasiones y los medios de gobernar unas y otras:



 [211]


Anaxímenes escribía a Pitágoras: «¿Qué provecho puedo yo sacar del conocimiento de la marcha de los astros cuando tengo siempre presentes ante mis ojos la muerte y la servidumbre?» En aquella época los reyes persas preparaban la guerra contra los griegos. Cada cual debe hacerse la consideración siguiente: «Hallándome devorado por la ambición, la avaricia, la superstición, la temeridad, y albergando además interiormente otros tantos enemigos de la vida, ¿es lícito que me preocupe del sistema del mundo?»

Luego de haberle enseñado todo cuanto contribuye a hacerle mejor y más juicioso, se le mostrará qué cosas son la lógica, la física, la geometría, la retórica; y la ciencia que particularmente cultive, teniendo ya el juicio formado, muy luego la poseerá. Recibirá la enseñanza por medio de explicaciones unas veces, y por medio de los libros otras; ya el preceptor le suministrará la doctrina del autor que estudie, ya le ofrecerá la misma doctrina extractada y aclarada; y si el discípulo no posee fuerzas bastantes para encontrar en los libros todo lo bueno que contienen para sacar la enseñanza que persigue, deberá procurársele un maestro especial en cada materia para que adoctrine completamente al alumno. Que tal enseñanza es más útil y natural que la de Gaza, ¿quién puede dudarlo? Consistía la de este gramático en preceptos oscuros e ingratos, en palabras vanas y descarnadas, en las cuales nada había que contribuyera a despertar el espíritu. En el método que yo preconizo, el espíritu encuentra materia con que nutrirse; el fruto que se alcanza es sin comparación mayor, y así llegará más pronto a la madurez.

Es cosa digna de fijar la atención lo que en nuestro siglo acontece; la filosofía constituye hasta para las personas de mayor capacidad una ciencia quimérica y vana que carece de aplicación y valor, así en la teoría como en la practica. Entiendo que la causa de tal desdén son los ergotistas que se han apostado en sus avenidas y la han disfrazado, y adulterado. Es error grande presentar como inaccesibles a los niños las verdades de la filosofía, considerándolas con tiesura y ceño terribles; ¿quién ha osado disfrazármela con apariencias tan lejanas a la verdad, con tan adusto y tan odioso rostro? Nada hay, por el contrario, más alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste transida proclama que de ella la filosofía está ausente. Demetrio el gramático encontró en el templo de Delfos una reunión de filósofos y les dijo: «O yo me engaño grandemente, o al veros en actitud tan repasada y alegre no sostenéis disquisición ninguna.» A lo cual uno de ellos, Heracleo de Megara, respondió: «Bueno es eso para los que enseñan si el futuro del verbo  duplica la , o para los que estudian los derivados de los comparativos  [212] y  y de los superlativos  y ; pues menester es que los tales arruguen su ceño a causa de su ciencia; por lo que toca a las máximas de la filosofía, alegran y regocijan a los que de ellas tratan muy lejos de ponerlos graves ni de contristarlos.»


Deprendas animi tormenta latentis in aegro

corpore, deprendas et gaudia: sumit utrumque

inde habitum facies.[213]

 

El alma que alberga la filosofía debe, para la cabal salud de aquélla, hacer sana la materia; la filosofía ha de mostrar hasta exteriormente el reposo y el bienestar; debe formar a semejanza suya el porte externo y procurarle, por consiguiente, una dignidad agradable, un aspecto activo y alegre y un semblante contento y benigno. El testimonio más seguro de la sabiduría es un gozo constante interior; su estado, como el de las cosas superlunares, jamás deja de ser la serenidad y la calma; esos terminajos de baroco y baralipton[214], que convierten la enseñanza de los sabios artificiales en tenebroso lodazal, no son la ciencia, y los que por tal la tienen, o los que de tal suerte la explican, no la conocen más que de oídas. ¡Cómo! la filosofía, cuya misión es serenar las tempestades del alma; enseñar a resistir las fiebres y el hambre con continente sereno, no valiéndose de principios imaginarios, sino de razones naturales y palpables, tiene la virtud por término, la cual no está como la escuela asegura, colocada en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible; los que la han visto de cerca, considéranla, por el contrario, situada en lo alto de una hermosa planicie, fértil y floreciente, bajo la cual contempla todas las cosas; y quien sabe la dirección puede llegar a ella fácilmente por una suave y amena pendiente cubierta de grata sombra y tapizada de verde césped. Por no haber logrado alcanzar esta virtud suprema, hermosa, triunfante, amorosa y deliciosa, al par que valerosa, natural e irreconciliable enemiga de todo desabrimiento sinsabor, de todo temor y violencia, que tiene por guía a naturaleza y por compañeros la fortuna y el deleite, los pedantes la han mostrado con semblante triste, querelloso, despechado, amenazador y avinagrado, y la han colocado sobre la cima de escarpada roca, en medio de abrojos, cual si fuera un fantasma para sembrar el pasmo entre las gentes.

Nuestro preceptor, que conoce su deber de que el discípulo ame y reverencie la virtud, le mostrará que los poetas siguen las tendencias comunes, y le hará ver de un modo palpable que los dioses se han mostrado siempre más propicios a Venus que a Pallas. Cuando el niño llegue a la edad viril, lo ofrecerá a Bradamante o a Angélica por amadas, a quienes adorna una belleza ingenua, activa, generosa; no hombruna, sino vigorosa, al lado de una belleza blanda, afectada, delicada, en conclusión artificial: la una disfrazada de mancebo, cubierta la cabeza con un brillante casco; la otra con traje de doncella, adornada la suya con una toca cubierta de perlas. El maestro juzgará varonil su pasión si va por diverso camino que el afeminado pastor de Frigia.

Enseñará además el maestro que el valor y alteza de la virtud verdadera residen en la facilidad, utilidad y placer de su ejercicio, tan apartado de toda traba, que hasta los niños pueden practicarla del propio modo que hombres, así los sencillos como los sutiles. El método será su instrumento, no la violencia. Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina. Es la virtud la madre que alimenta los placeres humanos, y al par que los mantiene en el justo medio, contribuye a hacerlos puros; al moderarlos los mantiene en vigor y nos hace desearlos; eliminados los que no admite, nos trueca en más aptos para disfrutar de los que nos son lícitos, y nos lo son muchos; todos los que la naturaleza nos permite soportar, no sólo hasta la saciedad, sino hasta el cansancio; a menos que creamos que lo que detiene al bebedor antes de la borrachera, al glotón antes de la indigestión y al lascivo antes de la calvicie, sean enemigos de nuestros placeres. Si la fortuna le falta, la virtud hace que prescinda de ella, que no la eche de menos, forjándose otra que le pertenezca por entero. Sabe la virtud ser rica, sabia y poderosa y reposar en perfumada pluma; ama la vida, la belleza, la gloria y la salud, pero su particular misión consiste en usar con templanza de tales bienes y en que estemos siempre apercibidos a perderlos: oficio más noble que rudo, sin el apoyo del cual toda humana existencia se desnaturaliza, altera y deforma, y puede a justo título representarse llena de escollos y arbustos espinosos, plagada de monstruos.

Si el discípulo es de tal condición que prefiere oír la relación de una fábula a la narración de un viaje interesante o a escuchar una máxima profunda; si al toque del tambor, que despierta el belicoso fuego de sus compañeros, permanece indiferente y prefiere ver las mojigangas de los titiriteros; si no encuentra más grato y dulce y volver polvoriento y victorioso de un combate, que del baile o del juego de pelota, con el premio que acompaña a estas diversiones, en tal caso no encuentro otro remedio sino que tempranamente el preceptor le estrangule cuando nadie le vea, o que le coloque de aprendiz en la pastelería de alguna ciudad, aunque sea el hijo de un duque, siguiendo el precepto de Platón, que dice: «Es preciso establecer a los hijos según la capacidad de su espíritu y no conforme al talento de sus padres.»

Puesto que la filosofía nos instruye en la práctica de la vida y la infancia es tan apta como las otras edades para recibir sus lecciones, ¿qué razón hay para que dejemos de suministrárselas?


Udum el molle lutum est; nunc properandus, et acri

fingendus sine fine rota.[215]


Se nos enseña a vivir cuando nuestra vida ya ha pasado. Cien escolares han tenido el mal venéreo antes de haber llegado a estudiar el tratado de la Templanza, de Aristóteles. Decía Cicerón que, aun cuando viviera la existencia de dos hombres, no perdería su tiempo estudiando los poetas líricos. Considero yo a nuestros tristes ergotistas como mucho más inútiles. Nuestro discípulo tiene mucha más prisa; a la pedagogía no debe más que los quince primeros años de su vida, el resto pertenece a la acción. Empleemos aquel tiempo tan reducido sólo en las instrucciones necesarias; apartemos todas esas sutilezas espinosas de la dialéctica, de que nuestra vida no puede sacar ningún prevecho; hagamos sólo mérito de los sencillos discursos de la filosofía, sepamos escogerlos y emplearlos oportunamente son tan fáciles de comprender como un cuento de Boccacio; están al alcance de un niño recién destetado: más a su alcance que el aprender a leer y a escribir. La filosofía encierra máximas lo mismo para el nacimiento del hombre que para su decrepitud.

Soy del parecer de Plutarco: Aristóteles no amaestró tanto a su gran discípulo en el artificio de componer silogismos ni en los principios de la geometría como le instruyó en los relativos al valor, proeza, magnanimidad, templanza y seguridad de no temer nada. Merced a provisión tan sana, pudo Alejandro, siendo casi un niño, subyugar el imperio del mundo con treinta mil infantes, cuatro mil soldados de a caballo y cuarenta y dos mil escudos solamente. Las demás ciencias y artes, dice Aristóteles que Alejandro las honraba; poseía y alababa su excelencia, mas sólo por el placer que en ellas encontraba; su afición no le llevaba hasta el extremo de quererlas ejercer.


Petite hinc, juvenesque senesque

finem animo certum, miserisque viatica canis.[216]


Dice Epicuro, al principio de su carta a Meniceo, «que ni el joven rehúsa el filosofar ni el más viejo se cansa». Por todas las razones dichas no quiero que se aprisione al niño; no quiero que se le deje a la merced del humor melancólico de un furioso maestro de escuela; no quiero que su espíritu se corrompa teniéndole aherrojado, sujeto al trabajo durante catorce o quince horas, como un mozo de cordel, ni aprobaría el que, si por disposición solitaria y melancólica el discípulo se da al estudio de un modo excesivo se aliente en él tal hábito: éste les hace ineptos para el trato social y los aparta de más provechosas ocupaciones. ¡Cuántos hombres he visto arrocinados por avidez temeraria de ciencia! El filósofo Carneades se trastornó tanto por el estudio que jamás se cortaba el pelo ni las uñas. No quiero que se inutilicen las felices disposiciones del adolescente a causa de la incivilidad y la barbarie de los preceptores. La discreción francesa ha sido de antiguo considerada como proverbial, nacía en los primeros años y su carácter era el abandono. Hoy mismo vemos que no hay nada tan simpático como los pequeñuelos en Francia; mas ordinariamente hacen perder la esperanza que hicieran concebir, y cuando llegan a la edad de hombres, en ellos no se descubre ninguna cualidad excelente. He oído asegurar a personas inteligentes, de los colegios donde reciben la educación, de los cuales hay tantísimo número, los embrutecen y adulteran.

A nuestro discípulo, un gabinete, un jardín, la mesa y el lecho, la soledad, la compañía, la mañana y la tarde, todas las horas le serán favorables; los lugares todos serviranle de estudio, pues la filosofía, que como formadora del entendimiento y costumbres constituirá su principal enseñanza, goza del privilegio de mezclarse en todas las cosas. Hallándose en un banquete rogaron a Isócrates, el orador, que hablara de su arte, y todos convinieron en que su resuesta fue cuerda al contestar que no era aquél lugar ni ocasión oportunos para ejecutar lo que él sabía hacer, y que lo más adecuado a aquella circunstancia era precisamente de lo que él no se sentía capaz. En efecto, pronunciar discursos, o proponer discusiones retóricas ante un concurso cuyo intento no es otro que la diversión y la pitanza, hubiera sido cosa fuera de propósito, o igualmente si se hubiese hablado de cualquiera otra ciencia. Mas por lo que respecta a la filosofía, en la parte que trata del hombre y de sus deberes, todos los sabios han opinado que por la amenidad no debe rechazarse de los festines ni de las diversiones, y Platón, que la llevó a su diálogo el Banquete, hace que los circunstantes hablen de un modo ameno, en armonía con el tiempo y el lugar, aunque se trataba de las máximas más elevadas y saludables de la sabiduría.


Aeque pauperibus prodest, locupletibus aeque;

et, neglecta, aeque pauris senibusque nocebit.[217]


De suerte que nuestro discípulo vagará menos que los demás. Del propio modo que los pasos que empleamos en recorrer una galería, aunque ésta sea tres veces más larga que un camino de antemano designado, nos ocasionan menos cansancio, así nuestra enseñanza administrada como por acaso, sin obligación de tiempo ni lugar, yendo unida a todas nuestras acciones, pasará sin dejarse sentir. Los mismos y los ejercicios corporales constituirán una parte del estudio; la carrera, la lucha, la música, la danza, la caza, el manejo del caballo y de las armas. Yo quiero que el decoro, el don de gentes y el aspecto todo de la persona sean modelados al propio tiempo que el alma. No es un alma, no es tampoco un cuerpo lo que el maestro debe tratar de formar, es un hombre; no hay que elaborar dos organismos separados, y como dice Platón, no hay que dirigir el uno sin el otro, sino conducirlos por igual, como se conduce un tronco de caballos sujeto al timón. Y si seguimos los consejos del propio filósofo a este respecto, veremos que concede más espacio y solicitud mayor a los ejercicios corporales que a los del espíritu, por entender que éste aprovecha al propio tiempo de los de aquél en vez con ellos perjudicarse.

Debe presidir a la educación una dulzura severa, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letras, se les brinda sólo con el horror y la crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, nada hay a mi juicio que bastardee y trastorne tanto una naturaleza bien nacida. Si queréis que el niño tenga miedo a la deshonra y al castigo, no le acostumbréis a ellos, acostumbradle más bien a la fatiga y al frío, al viento, al sol, a los accidentes que le precisa menospreciar. Alejad de él toda blandura y delicadeza en el vestir y en el dormir, en el comer y en el beber; que con todo se familiarice, que no se convierta en un muchachón hermoso y afeminado, sino que sea un mozo lozano y vigoroso. Las mismas han sido mis ideas siendo niño, joven y viejo, en la materia de que voy hablando; mas entro otras cosas, los procedimientos que se emplean en la mayor parte de los colegios me han disgustado siempre: con mucha mayor cordura debiera emplearse la indulgencia. Los colegios son una verdadera prisión de la juventud cautiva, a la cual se convierte en relajada castigándola antes de que lo sea.

Visitad un colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera. ¡Buenos medios de avivar el deseo de saber en almas tímidas y tiernas, el guiarlas así con el rostro feroz y el látigo en la mano! Quintiliano dice que tal autoridad imperiosa junto con los castigos, acarrea, andando el tiempo, consecuencias peligrosas. ¿Cuánto mejor no sería ver la escuela sembrada de flores, que de trozos de mimbres ensangrentados? Yo colocaría en ella los retratos de la Alegría, el Regocijo, Flora y las Gracias, como los colocó en la suya el filósofo Speusipo. Así se hermanaría la instrucción con el deleite; los alimentos saludables al niño deben dulcificarse, y los dañinos amargarse. Es maravilla ver el celo que Platón muestra en sus Leyes en pro del deleite y la alegría, y cómo se detiene en hablar de sus carreras, juegos, canciones, saltos y danzas, de los cuales dice que la antigüedad concedió la dirección a los dioses mismos: Apolo, las Musas, y Minerva; extiéndese en mil preceptos relativos a sus gimnasios; en la enseñanza de la gramática y la retórica se detiene muy poco, y la poesía no la ensalza ni recomienda sino por la música que la acompaña.

Toda rareza y singularidad en nuestros usos y costumbres debe desarraigarse y aniquilarse como monstruosa y enemiga de la comunicación social. ¿Quién no se maravillará de la complexión de Demofón, maestrasala de Alejandro, que sudaba a la sombra y temblaba al sol? Yo he visto alguien que huía del olor de las manzanas con más horror que del disparo de los arcabuces; otros, a quienes un ratón atemorizaba; otros, en quienes la vista de la leche provocaba náuseas; otros que no podían ver ahuecar un colchón. Germánico era incapaz de soportar la presencia y el canto de los gallos. Puede quizás a tales rarezas presidir alguna razón oculta, pero ésta se extinguirá sin duda acudiendo con el remedio a tiempo. La educación ha logrado que yo, salvo la cerveza, todo lo demás me sea indiferente para mi sustento. Bien que para llegar a tal resultado hubo que vencer algunas dificultades.

El cuerpo está todavía flexible; débese, pues, plegar a todos los hábitos y costumbres; y siempre y cuando que puedan mantenerse el apetito y la voluntad domados, debe hacerse al joven apto para vivir en todas las naciones y en todas las compañías, mas todavía: que no le sean extraños el desorden y los excesos, si es preciso. Que sus costumbres sigan el uso común; que pueda poner en práctica todas las cosas y no guste realizar sino las que sean buenas. Los filósofos mismos no alababan en Callisthenes el que perdiera la gracia de Alejandro, su señor, porque no quiso beber con él a competencia. Nuestro joven reirá, loqueará con el príncipe, y tomará parte en la francachela misma, hasta sobrepujar a sus compañeros en vigor, firmeza y resistencia; no debe dejar de practicar el mal ni por falta de fuerzas ni por falta de capacidad, sino por falta de voluntad. Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat[218]. Tratando de honrarle, preguntó a un señor, enemigo de toda suerte de desórdenes cual ninguno, cuántas veces se había emborrachado en Alemania, por requerirlo así los asuntos del rey de Francia: respondiome que tres, me relató en qué circunstancias. Sé de algunos que por hallarse imposibilitados de hacer otro tanto pasaron graves apuros en aquella nación. He profesado siempre admiración grande por la maravillosa naturaleza de Alcibíades, que se acomodaba sin violencia alguna a las circunstancias más opuestas, sin que su salud sufriese ni remotamente: tan pronto sobrepujaba la pompa y suntuosidad persas, como la austeridad y frugalidad lacedemonias, como la sobriedad de Esparta, como la voluptuosidad de Jonia:


Omnis Aristippum decuit color, et status, et res.[219]


Así quisiera yo formar mi discípulo.


Quem duplici panno patientia velat,

mirabor, vitae via si conversa decebit,

personamque feret non inconcinnus utramque.[220]


Tales son mis principios; aprovechará mejor quien los practique que quien los sepa. ¡A Dios no plegue, dice un personaje de los diálogos de Platón, que el filosofar consista en aprender diversas ciencias y la práctica de las artes! Hanc amplissimam omnium artium bene vivendi disciplinam, vita magis, quam litteris, persecuti sunt[221]. León, príncipe de los fliasienos, preguntó a Heráclito Póntico cuál era la ciencia o arte que ejercía: «No ejerzo arte ni ciencia alguna: soy filósofo», respondió. Censurábase a Diógenes el que siendo ignorante discutiera sobre filosofía: «Mejor puedo hablar porque soy ignorante», repuso. Hegesias rogole que le leyera algo: «Bromeáis, repuso Diogenes; del propio modo que preferís las brevas auténticas y naturales a las pintadas, así debéis preferir también las enseñanzas naturales, auténticas, a las escritas.»

El discípulo no recitará tanto la lección como la practicará; la repetirá en sus acciones. Se verá si preside la prudencia en sus empresas; si hay bondad y justicia en su conducta; si hay juicio y gracia en su conversación, resistencia en sus enfermedades, modestia en sus juegos, templanza en sus haceres, método en su economía o indiferencia en su paladar, ya se trate de comer carne o pescado, o de beber vino o agua. Qui disciplinam suam non ostentationem scientiae, sed legem vitae putet; quique obtemperet ipse sibi, et decretis pareat[222]. El verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas. Zeuxidamo contestó a alguien que le preguntaba por qué los lacedemonios no escribían sus preceptos sobre la proeza, y una vez escritos por qué no los daban a leer a los jóvenes, que la razón era porque preferían mejor acostumbrarlos a los hechos que a las palabras. Comparad nuestro discípulo así formado, a los quince o dieciséis años; comparadle con uno de esos latinajeros de colegio, que habrá empleado tanto tiempo como nuestro alumno en educarse, en aprender a hablar; solamente a hablar. El mundo no es más que pura charla, y cada hombre habla más bien más que menos de lo que debe. Así la mitad del tiempo que vivimos se nos va en palabrería; se nos retiene cuatro o cinco años oyendo vocablos y enseñándonos a hilvanarlos en cláusulas; cinco más para saber desarrollar una disertación medianamente, y otros cinco para adornarla sutil y artísticamente. Dejemos todas estas vanas retóricas a los que de ellas hacen profesión expresa.

Caminando un día hacia Orleáns encontró antes de llegar a Clery dos pedagogos que venían de Burdeos; cincuenta pasos separaban al uno del otro; más lejos, detrás de ellos, marchaba una tropa con su jefe a la cabeza, que era el difunto conde de la Rochefoucault. Uno de los míos se informó por uno de los profesores de quién era el gentilhombre que caminaba tras él, y el maestro, que no había visto a los soldados, y que creía que le hablaban de su compañero, respondió sonriéndose: «No es gentilhombre, es un gramático, y yo soy profesor de lógica.» Ahora bien; nosotros que pretendemos formar no un gramático ni un lógico, sino un gentilhombre, dejémosles perder el tiempo; nuestro fin nada tiene que ver con el de los pedagogos. Si nuestro discípulo está bien provisto de observaciones y reflexiones, no echará de menos las palabras, las hallará demasiado, y si no quieren seguirle de grado seguiranle por fuerza. Oigo a veces a gentes que se excusan por no poderse expresar y simulan tener en la cabeza muchas cosas buenas que decir, pero que por falta de elocuencia no pueden exteriorizarlas ni formularlas; todo ello es pura filfa. ¿Sabéis, a mi dictamen, en qué consiste la razón? En que no son ideas lo que tienen en la mollera, sino sombras, que proceden de concepciones informes, que tales personas no pueden desenvolver ni aclarar en su cerebro, ni por consiguiente exteriorizar; tampoco gentes así se entienden ellas mismas: ved cómo tartamudean en el momento de producirse. Desde luego puede reconocerse que su trabajo no está maduro sino en el punto de la concepción, y que no hacen más que dar suelta a la materia imperfecta. Por mi parte creo, y Sócrates así lo dice, que quien está dotado de un espíritu alerta y de una imaginación clara, acertará a expresarse siempre, aunque sea en bergamesco[223]; aunque sea por gestos, si es mudo:


Verbaque praevisam, rem non invita sequentur.[224]


Y como decía tan poética y acertadamente Séneca en prosa: quum res animum occupavere, verba ambiunt[225], y Cicerón: ipsae res verba rapiunt[226]. Ignorando lo que es ablativo, subjuntivo y sustantivo; desconociendo la gramática, tan ignorante como su lacayo o una sardinera del Puentecillo, os hablarán a vuestro sabor, si así lo deseáis, y sin embargo así faltarán a los preceptos de su habla como y el mejor de los catedráticos de Francia. Desconocen la retórica, el arte de captarse de antemano la benevolencia del cándido lector, y poco les importa el no saberlas. Todo ese artificio desaparece al punto ante el brillo de una verdad ingenua y sencilla; tales adornos sólo sirven para cautivar al vulgo, incapaz de soportar los alimentos más nutritivos y resistentes, cual claramente muestra Afer en un escrito de Tácito. Los embajadores de Samos comparecieron ante Cleomenes, rey de Esparta, cada uno de ellos preparado con un hermoso y largo discurso, para moverle a que emprendiera la guerra contra el tirano Policrates. Luego que los hubo dejado hablar cuanto quisieron, respondioles: «En cuanto a vuestro comienzo y exordio no lo recuerdo ya, ni por consiguiente tampoco del medio; y por lo que respecta a la conclusión, nada quiero tampoco saber ni hacer.» He aquí una buena respuesta, a lo que yo entiendo, y unos arengadores que se lucieron en su embajada. ¿Y qué me diréis de este otro ejemplo? Tenían los atenienses necesidad de escoger entre dos arquitectos construir un gran edificio; el primero de ellos, más estirado, presentose con un pomposo discurso premeditado sobre el asunto en cuestión, y procurose con él los aplausos del pueblo; mas el segundo remató su oración en tres palabras, diciendo: «Señores atenienses: todo lo que éste a dicho lo haré yo.» Ante la elocuencia de Cicerón muchos se llenaban de pasmo; Catón se reía, añadiendo: «Tenemos un gracioso cónsul.» Vaya delante o detrás, una sentencia útil, un rasgo hermoso, están siempre en lugar pertinente. Aunque no cuadren bien a lo que precede ni a lo que sigue, bien están por sí mismos. Yo no soy de los que creen que la buena medida de los versos sea sólo lo esencial para el buen poema; dejad al poeta alargar una sílaba corta, no nos quejemos por ello: si la invención es agradable y si el espíritu de la obra y las ideas son como deben ser, tenemos un buen poeta, diré yo, pero un mal versificador:


Emunctae naris, durus componere versus.[227]


Hágase, dice Horacio, que los versos del vate pierdan toda huella de labor:


Tempora cerca modosque, et, quod prius ordine verbum est,

posterius facias, praeponens ultima primis...

Invenias etiam disjecti membra poetae[228]:


más grande será el artista; los fragmentos mismos serán hermosos. Tal fue la contestación de Menandro, a quien se censuraba por no haber puesto mano todavía en una comedia que debía haber terminado en cierto plazo: «La comedia está ya compuesta y presta, respondió; sólo falta ponerla en verso.» Como tenía las ideas bien premeditadas y ordenadas en el espíritu, daba poca importancia a lo que le quedaba por hacer. Desde que Ronsard y Du Bellay han acreditado nuestra poesía francesa, veo por doquiera copleros que inflan las palabras y ordenan las cadencias, como ellos, sobre poco más o menos. Plus sonat, quam valet[229]. Para el vulgo jamás hubo tantos poetas como hoy; mas así como les ha sido fácil imitar los ritmos y cadencias, son impotentes para aproximarse a las hermosas descripciones de uno y a las delicadas invenciones del otro.

¿Qué hará nuestro discípulo si se le obliga a tomar parte en la sofística sutileza de algún silogismo, por ejemplo, de este tenor?: «El jamón da sed, el beber quita la sed, luego el jamón quita la sed.» Debe burlarse de tales cosas; mas agudeza acusa burlarse que responder. Que imite de Aristipo esta chistosa réplica: «¿Por qué razón osará desatar el silogismo, puesto que atado me embaraza?» Alguien proponía contra Cleanto tales finezas dialécticas, al cual respondió Crisispo: «Guarda para los muchachos esos juegos de saltimbanqui y no conviertas a ellos las serias reflexiones de un anciano» contorta et aculeata sophismata[230]. Si estas estúpidas argucias le persuadieran de alguna mentira, la cosa sería perjudicial; mas si permanecen sin efecto y no le ocasionan otro que la risa, no veo por qué haya de ponerse en guardia contra ellas. Hay hombres tan tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante: aut qui non verba rebus aptant, sed res extrinsecus arcessunt quibus non verba conveniant[231], y otros, qui alicujus verbi decore placentis, vocentur ad id, quod non proposuerant scribere[232]. Yo aprovecho de mejor grado una buena sentencia para acomodarla a mi propósito, que me aparto de él para ir a buscarla. Lejos de sacrificarse el discurso a las palabras, son éstas las que deben sacrificarse al discurso; y si el francés no hasta a traducir mi pensamiento, echo mano de mi dialecto gascón. Yo quiero que las cosas predominen y que de tal manera llenen la imaginación del oyente, que éste no se fije siquiera en las palabras ni se acuerde de ellas. El hablar de que yo gusto es un hablar sencillo o ingenuo, lo mismo cuando escribo que cuando hablo; un billar sustancioso y nervioso, corto y conciso, no tanto pulido y delicado como brusco y vehemente:


Haec demum sapiet dictio, quae feriet[233];


más bien difícil que pesado, apartado de afectación; sin regla, desligado y arrojado; de suerte que cada fragmento represente alguna idea de por sí, un hablar que no sea pedantesco, ni frailuno, ni jurídico, sino más bien soldadesco, como llama Suetonio al estilo de Julio César. No acierto a averiguar la razón, mas tal es el dictado que le aplicó.

He imitado de buen grado siendo joven el descuido que se ve en nuestros mozos en el modo de llevar sus ropas: la esclavina en forma de banda, la capa al hombro y una media caída, que representan la altivez desdeñosa hacia los extraños adornos, y que no se cura del arte; más adecuada, mejor empleada encuentro yo tal costumbre aplicada al hablar. Toda afectación, principalmente en el espíritu y maneras franceses huelgan en el cortesano. Sin embargo, en una monarquía todo joven noble debe ser encauzado al buen porte palaciego; por esta razón procedemos con tino al evitar la demasiada ingenuidad y familiaridad. Me disgusta el tejido que deja ver la hilaza; un cuerpo hermoso impide que puedan contarse los huesos y las venas. Quae veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex[234]. Quis accurate loquitur, nisi qui vult putide loqui[235]. La elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas las perjudica y las daña. Como en el vestir es dar prueba de pusilanimidad el querer distinguirse por alguna particularidad desusada, así en el lenguaje el ir a la pista de frases nuevas y de palabras poco frecuentes emana de una ambición escolástica y pueril. ¡Pudiera yo no servirme más que de las que se emplean en los mercados de París! Aristófanes, el gramático, reprendía desacertadamente en Epicuro la sencillez de las palabras; el arte de aquél consistía sólo en la oratoria, en la perspicacia y fineza de lenguaje. La imitación en el hablar, como cosa fácil, luego es seguida por todo un pueblo. La imitación en el juzgar, en el inventar, no va tan de prisa. Casi todos los lectores, por haber hallado semejante vestidura, creen erróneamente encontrarse en posesión de un mérito semejante; la fuerza y los nervios no se reciben en préstamo, mas si el adorno y el manto protector. Así hablan los que me frecuentan de este libro, no sé si pensarán como hablan. Los atenienses, dice Platón, recibieron como patrimonio la elegancia y abundancia en el decir; los lacedemonios, la concisión; los de Creta eran más fecundos en las ideas que en el lenguaje; estos últimos son los mejores. Zenón decía que sus discípulos eran de dos suertes: los unos, que llamaba  imagen, curiosos en la asimilación de las ideas, eran sus preferidos; los otros, que designaba con el nombre de  imagen, no se fijaban más que en el lenguaje. Todo lo cual no significa que el buen decir sea cosa digna de desdén: dársele; y por lo que a mí toca, declaro que me desconsuela el que nuestra existencia se emplee toda en ello, en el decir correcto y limado. Yo quisiera, en primer lugar, conocer bien mi lengua, y después la de mis vecinos, con los que mantengo relaciones más frecuentes.

El latín y el griego son sin género de duda dos hermosos ornamentos, pero suelen pagarse demasiado caros. Hablaré aquí de un medio de conocerlos con menos sacrificios, que fue puesto en práctica en mí mismo; de él puede servirse quien lo juzgue conveniente. Mi difunto padre, que, hizo cuantos esfuerzos estuvieron en su mano para informarse entre gentes sabias y competentes de cuál era la mejor educación para dirigir la mía con mayor provecho, fue advertido desde luego del dilatado tiempo que se empleaba en el estudio de las lenguas clásicas, lo cual se consideraba como causa de que no llegásemos a alcanzar ni la grandeza de alma ni los conocimientos de los antiguos griegos y romanos. No creo yo que esta causa sea la única. Sea de ello lo que quiera, el expediente de que mi padre echó mano para librarme de tal gasto de tiempo, fue que antes de salir de los brazos de la nodriza, antes de romper a hablar, me encomendó a un alemán, que más tarde murió, en Francia siendo famoso médico, el cual ignoraba en absoluto nuestra lengua y hablaba el latín a maravilla. Este preceptor a quien mi padre había hecho venir expresamente y que estaba muy ten retribuido, teníame de continuo consigo. Había también al mismo tiempo otras dos personas de menor saber para seguirme y aliviar la tarea del primero, las cuales no me hablaban sino en latín. En cuanto al resto de la casa, era precepto inquebrantable que ni mi padre, ni mi madre, ni criado, ni criada, hablasen delante de mí otra cosa que las pocas palabras latinas que se les habían pegado hablando conmigo. Fue portentoso el fruto que todos sacaron con semejante disciplina; mis padres aprendieron lo suficiente para entenderlo y disponían de todo el suficiente para servirse de él en caso necesario; lo mismo acontecía a los criados que se separaban menos de mi. En suma, nos latinizamos tanto que la lengua del Lacio se extendió hasta los pueblos cercanos, donde aun hoy se sirven de palabras latinas para nombrar algunos utensilios de trabajo. Contaba yo más de seis años y así había oído hablar en francés o en el dialecto del Perigord como en el habla de los árabes. Así que sin arte alguno, sin libros, sin gramática ni preceptos, sin disciplinas, sin palmetazos y sin lágrimas, aprendí el latín con tanta pureza como mi maestro lo sabía; pues yo no podía haberlo mezclado ni alterado. Cuando me daban un tema, según es usanza en los colegios, el profesor lo escribía en mal latín y yo lo presentaba correcto; a los demás se lo daban en francés. Los preceptores domésticos de mi infancia, que fueron Nicolás Grouchy, autor de Comittis Romanorum; Guillermo Guerente, comentador de Aristóteles; Jorge Bucanam, gran poeta escocés y Marco Antonio Muret, a quien Italia y Francia reconocen como el primer orador de su tiempo, me contaban que temían hablar conmigo en latín por lo bien que yo lo poseía, teniéndolo presto y a la mano en todo momento. Buchanam, a quien vi más tarde al servicio del difunto mariscal de Brissac, me dijo que estaba escribiendo un tratado sobre la educación de los niños, y que tomaría ejemplo de la mía, pues en aquella época estaba a su cargo el conde de Brissac, a quien luego hemos visto tan bravo y valeroso.

En cuanto al griego, del cual casi nada conozco, mi padre intentó hacérmelo aprender por arte, mas de un modo nuevo por un procedimiento de distracción y ejercicio. Estudiamos las declinaciones a la manera de los que se sirven del juego de damas para aprender la aritmética y la geometría; pues entre otras cosas habían aconsejado a mi padre que me hiciera gustar la ciencia y el cumplimiento del deber, por espontánea voluntad, por mi individual deseo, al par que educar mi alma con toda dulzura y libertad, sin trabas ni rigor. Y de hasta qué punto se cumplía conmigo tal precepto, puede formarse una idea considerando que, porque algunos juzgan nocivo el despertar a los niños por la mañana con ruidos violentos, por ser el sueño más profundo en la primera edad que en las personas mayores, despertábanme con el sonido de algún instrumento, y siempre hubo en mi casa un hombre encargado de este quehacer.

Tal ejemplo bastará para juzgar de los cuidados que acompañaron a mi infancia, y también para recomendar la afección y prudencia de tan excelente padre, del cual no hay que quejarse si los resultados no correspondieron a una educación tan exquisita. Dos cosas fueron la causa: en primer lugar el campo estéril en que se trabajaba, pues aunque yo gozara de salud completa y resistente, y en general me hallara dotado de un natural social y apacible, era, en medio de estas cualidades, pesado, indiferente y adormecido; ni siquiera para jugar podía arrancárseme de la ociosidad. Aquello que veía, veíalo con claridad, y bajo mi complexión desprovista de viveza, alimentaba ideas atrevidas, y opiniones más propias de un hombre que de un niño. Era mi espíritu lento, y sólo se animaba con el concurso de ajena influencia; tarda la comprensión, la invención débil, y por cima de todo, agobiábame una falta increíble de memoria. Con tal naturaleza, no es peregrino que mi padre no sacara de mí provecho alguno. Luego, a la manera de aquellos a quienes acomete un deseo furioso de curarse alguna enfermedad, que se dejan llevar por toda suerte de consejos, el buen hombre, temiendo equivocarse en una cosa que había tomado tan a pechos, dejose dominar por la común opinión, que siempre sigue a los que van delante, como las grullas, y se acomodó a la general costumbre, por no tener junto a él a los que le habían dado los primeros consejos relativos a mi educación, que había aprendido en Italia y me envió a los seis años al colegio de Guiena, en muy floreciente estado por aquella época, y el mejor de cuantos había en toda Francia. Allí fui objeto de los cuidados más exquisitos; no es posible hacer más de lo que mi padre hizo: rodeóseme de competentísimos preceptores y de todo lo demás concerniente al cuidado material, al que contribuyó con toda clase de miras; muchas de éstas apartábanse de la costumbre seguida en los colegios. Mas, de todas suertes, no dejaba de ser colegio el sitio donde me llevaron. Mi latín se bastardeó en seguida, y como luego no me serví de él, acabé pronto por olvidarlo, y no me fue útil sino para llegar de un salto a las clases primeras, pues a los trece años, época en que salí del establecimiento, había terminado lo que llamaban mi curso, como los profesores dicen, en verdad sin fruto de ningún género para lo sucesivo.

La primera inclinación que por los libros tuve, vínome del placer que experimenté leyendo las fábulas de las Metamorfosis de Ovidio. No contaba más que siete u ocho años, y ya me privaba de todo placer por leerlas, y con tanto más gusto, cuanto que, como llevo dicho, el latín fue mi lengua maternal, y además porque el citado libro era el más fácil que yo conociera, al par que el que mejor se acomodaba a mi tierna edad por el asunto de que trata. Los Lancelot del lago, los Amadís, los Huons de Burdeos y demás fárrago de libros con que la infancia se regocija, no los conocía ni siquiera por el título, ni hoy mismo los he leído; tan severa era mi disciplina. En cuanto a las otras enseñanzas, descuidábalas bastante. Toleró mi inclinación a la lectura un preceptor avisado que supo diestramente conllevar esta propensión y ocultar algunas otras faltas menudas; y gracias a él devoré de una sentada, primero Virgilio, luego Terencio; después Plauto y el teatro italiano, atraído por el encanto o los asuntos de dichas obras. Si mi maestro hubiera cometido la imprudencia de detener bruscamente el furor de mis lecturas, no hubiera sacado otro fruto del colegio que el odio de los libros, como acontece a casi toda nuestra nobleza. Mi preceptor se las arreglaba de modo que simulaba no ver, y así excitaba mi apetito por la lectura, al par que me mantenía en una disciplina indulgente para los estudios obligatorios, pues es de saber que la cualidad primera que mi padre buscaba en mis educadores era la benignidad y bondad de carácter; mis defectos en este particular eran la pereza y languidez. El peligro no podía residir en que yo me inclinase al mal, sino en que me dejara ganar por la inacción; nadie temía que yo fuera perverso, sino inútil; preveíase en mí la haraganería, pero no la malicia. Y en efecto así ha sucedido; aún me suenan en los oídos las reprimendas. «Es un ocioso, tibio para la amistad y para su familia; y para los empleos públicos, ensimismado y desdeñoso.»

En verdad me hubiera sido grato que se hubiese realizado el general deseo de verme mejorar de condición, mas procedíase injustamente, exigiendo lo que yo no debía, con un rigor que mis censores no se aplicaban a sí mismos, ni siquiera en lo relativo a sus estrictas obligaciones. Condenando mi proceder suprimían la gratitud a que hubieran sido acreedores. El bien que yo puedo de grado realizar es tanto más meritorio, cuanto que no estoy obligado a practicarlo. De mi fortuna puedo disponer con tanta más libertad, cuanto que me pertenece, y lo mismo de mi individuo. Sin embargo, si fuera yo amigo de la jactancia, fácil me sería probar que no les contrariaba tanto el que no fuera aprovechado como el que podía haberlo sido más de lo que realmente lo fui.

Mi alma no dejaba de experimentar, a pesar de todo, por sí misma, sin que nadie la impulsara, fuertes sacudidas; hallaba juicios acertados y abiertos sobre los objetos que la eran conocidos, y reteníalos sin el concurso de nadie. Entiendo, además, que hubiera sido incapaz de rendirse ante la fuerza y la vivencia. ¿Incluiré entre mis merecimientos infantiles la firmeza en la mirada, la voz flexible y el adecuado gesto para la representación teatral? De edad bien temprana,


Alter ab undecimo tum me vix ceperat annus[236],


he desempeñado los primeros papeles en las tragedias latinas de Buchanam, Guerente y Muret, las cuales representábamos solemnemente en nuestro colegio de Guiena. En este pasatiempo, como en las demás atribuciones de su cargo, Andrés Govea, nuestro director, no tuvo rival en toda Francia, y me consideraba como actor sin reproche. No desapruebo tal ejercicio a nuestros jóvenes nobles, y hasta nuestros príncipes se han dado a él, según yo he visto, imitando en ello a los antiguos: Aristoni tragico actori rem aperit, huic et genus et fortuna honesta erant; nec ars, quia nihil tale apud Graecos pudori est, ea deformabat[237]. En Grecia era acción lícita, honrosa y laudable el que las gentes distinguidas adoptaran el oficio de actor. Siempre he tenido por impertinentes a los que censuran tales diversiones, y por injustos a los que impiden la entrada en nuestras ciudades a los comediantes de mérito, privando así al pueblo de legítimos placeres. Las ordenanzas acertadas cuidan de reunir a los ciudadanos, así para las serias prácticas de la devoción como para los juegos y distracciones, con ello van en aumento la amistad y comunicación generales. No podrán concederse al pueblo pasatiempos más ordenados que aquellos que se verifican ante la presencia de todos, a la vista misma del representante de la autoridad; y hasta encontraría muy puesto en razón que el soberano los gratificase a sus expensas alguna vez para este fin, liberalidad que sería considerada como paternal; paréceme también acertado que en las ciudades populosas haya sitios destinados y dispuestos para el espectáculo teatral; pues entiendo que éste es un remedio excelente contra la comisión de acciones culpables y ocultas.

Y volviendo a mi asunto, diré que para el escolar no hay nada que aventaje ni que sustituya a la excitación permanente del gusto y afecto hacia el estudio; de otra suerte, el discípulo será sólo un asno cargado de libros, si la ciencia se le administra con el látigo. Para que la ciencia sea beneficiosa no basta ingerirla en la cabeza, precisa asimilársela y hacer de ella cabal adopción.



Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad

Acaso no sin razón achacamos a ignorancia y sencillez la facilidad en el creer y dejarse llevar a la persuasión, pues entiendo haber oído que la creencia es como una impresión que se graba en nuestra alma, y conforme ésta es más blanda y ofrece menos resistencia, es más fácil el que las cosas impriman en ella su sello. Ut necesse est, lancem in libra, ponderibus impositis, deprimi; sic animum per spicuis cedere[238]. A medida que el alma está más vacía y más sin contrapeso, tanto más apta se encuentra para acomodarse a la persuasión; y he aquí por qué los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos, están más sujetos a dejarse llevar por patrañas y cuentos. Mas si tal principio es verídico, no deja por ello de ser una presunción torpe la de condenar como falso todo lo que no se nos antoja verosímil, que es vicio en que caen los que se figuran ser dueños de alguna capacidad que sobrepasa los límites de la generalidad. Incurría yo hace tiempo en este error, y cuando oía hablar de los espíritus que vuelven del otro mundo o del pronóstico de las cosas futuras, relatar encantamientos, brujerías o cualquiera otra cosa fantástica,


Somnia terrores magicos, miracula, sagas.

Nocturnus lemures, portentaque Thessala[239],


que yo no acertaba a explicarme, compadecía al paciente pueblo, engañado con tales locuras. Actualmente creo que yo era digno, por lo menos, de igual conmiseración, y no porque de entonces acá haya visto cosas maravillosas que me hayan encaminado a otorgar fe a lo extraordinario, lo cual no ha sido por falta de curiosidad, sino porque la razón me ha enseña que el condenar así resueltamente una cosa como falsa e imposible, vale tanto como considerar que el hombre tiene guardados en su cabeza los límites a que puede alcanzar la voluntad divina y los del poder de la naturaleza misma; y entiendo que la mayor locura que el humano entendimiento puede albergar es el medirlas conforme a nuestra capacidad e inteligencia. Si llamamos monstruoso o milagroso a lo que nuestra razón es incapaz de concebir, equivocámonos lastimosamente. ¿Cuántas cosas de tal índole no se ofrecen constantemente a nuestra isla? Consideremos al través de cuántas opacidades reflexionemos cuán a tientas se nos lleva al conocimiento de la mayor parte de los objetos que tenemos constantemente en nuestro derredor, y veremos que es más la costumbre que la ciencia la que aparta de nuestro espíritu la extrañeza de las mismas:


Jam nemo, fessus saturusque videndi,

suspicere in caeli dignatur lucida templa[240]:


y que si tales conocimientos nos fueran de nuevo presentados, los hallaríamos tanto o más increíbles que los otros.


Si nunc primum mortalibus adsint

ex improviso, ceu sint objecta repente,

nil magis his rebus poterat mirabile dici,

aut minus ante quod auderent fore credere gentes.[241]


Quien no había visto nunca un río, el primero que se presentó ante sus ojos creyó que fuese el océano. Las cosas más grandes que conocemos, antójansenos las mayores que la naturaleza produzca en su género:


Scilicet et fluvius qui non est maximus, ei'st

qui non ante aliquem majorem vidit; et ingens

arbor, homoque videtur; et omnia de genere omni

maxima quae vidit quisque, haec ingentia fingit.[242]


Consitetudine ocuiorum assitescunt animi, neque admirantur, neque requirunt rationes earum rerum, quas semper vident[243]. Incitanos la novedad de los objetos más que su grandeza a investigar la causa de los mismos. Preciso es juzgar reverentemente del poder infinito de la naturaleza, y necesario es también que tengamos conciencia de nuestra debilidad o ignorancia. ¡Cuántas cosas hay poco verosímiles testimoniadas por gentes dignas de crédito, las cuales, sino pueden llevarnos a la persuasión, al menos deben dejarnos en suspenso! El declararlas imposibles es hacerse fuertes por virtud de una presunción temeraria, que vale tanto como la pretensión de conocer hasta dónde llega la posibilidad. Si se comprendiera bien la diferencia que existe entre lo imposible y lo inusitado; entre lo que va contra el orden del curso de la naturaleza y contra la común idea de los hombres, no creyendo temerariamente, ni tampoco negando con igual facilidad, observaríase el precepto del justo medio que ordenó el filósofo Quilón.

Cuando se lee en Froissard que el conde de Foix tuvo nuevas en el Bearne de la derrota del rey don Juan de Castilla en la batalla de Aljubarrota al día siguiente de acontecida, y se consideran los medios que el conde alega para el tan presto conocimiento de la noticia, puede uno tomarlos a broma, no sin fundamento; e igualmente lo que cuentan nuestros anales de que el papa Honorio, el mismo día que murió en Mantes Felipe Augusto, hizo que se celebraran exequias públicas y mandó que se celebrasen igualmente en toda Italia, la autoridad de ambos testimonios carece de razones suficientes para ser creídos. ¿Pero qué diremos si Plutarco (sin contar parecidos ejemplos que de la antigüedad relata, y que asegura saber casi a ciencia cierta) nos dice que en tiempo del emperador Domiciano, la nueva de la batalla perdida por Antonio en Alemania, fue publicada en Roma y esparcida por todo el mundo el mismo día que tuvo lugar, y si César afirma que con frecuencia a muchos sucesos precedió el anuncio de los mismos? ¿Habremos nosotros de concluir, en vista de los referidos testimonios, que Plutarco y César dejáronse engañar con el vulgo por carecer de la clarividencia que a nosotros nos adorna? ¿Hay nada más delicado, más preciso, ni más vivo que el criterio de Plinio, cuando le place ponerlo en juego? Nada hay más alejado de la presunción que el juicio de este escritor, -y dejo a un lado la excelencia de su saber, el cual tengo en menos consideración.- ¿En cuál de esas dos calidades le sobrepasamos nosotros? Sin embargo no hay estudiantuelo que no deje de encontrarlo en error y que no quiera aleccionarle, apoyándose en el progreso de las ciencias naturales.

Cuando leemos en Bouchot los milagros realizados por las reliquias de san Hilario, podemos negarlos; el crédito qué merece el escritor no es suficiente para alejar de nosotros la licencia de contradecirlo; pero negar redondamente todos los hechos análogos me parece singular descaro. Testifica el gran san Agustín haber visto en Milán que un niño recobró la vista por el contacto de las reliquias de san Gervasio y san Protasio; que una mujer en Cartago fue curada de un cáncer por medio de la señal de la cruz que le hizo otra mujer recientemente bautizada; Hesperio, discípulo san Agustín, expulsó los espíritus que infestaban su casa con una poca tierra del sepulcro de nuestro Señor; y añade que la misma tierra transportada luego a la iglesia, curó repentinamente a un paralítico; una mujer que hallándose en la procesión tocó el relicario de san Esteban con un ramo de flores, se frotó después con ellas los ojos y recobró la vista que había perdido hacía mucho tiempo; y el mismo santo relata otros varios milagros que dice haber presenciado. ¿Qué acusación le lanzaremos, como tampoco a los dos santos obispos Aurelio y Maximino, que presenta en apoyo de sus asertos? ¿Le acusaremos de ignorancia, simplicidad y facilidad en el creer? ¿o de malicia e impostura? ¿Hay algún hombre en nuestro siglo de presunción tanta, que crea resistir el parangón con aquellos varones, ni en virtud, ni en piedad, ni en saber, como tampoco en juicio ni inteligencia? qui ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent[244].

Es la de que hablo osadía peligrosa y que acarrea consecuencias graves, a más de la absurda temeridad que supone el burlarnos de aquello que no concebimos; pues luego que con arreglo a la medida de nuestro entendimiento dejamos establecidos y sentados los límites de la verdad y el error, necesariamente tenemos que creer en cosas en las cuales hay mayor inverosimilitud que en las que hemos desechado por inciertas, y que para proceder con recto criterio debiéramos desechar también. En conclusión, lo que me parece acarrear tanto desorden en nuestras conciencias, en estos trastornos de guerras de religión, es la licencia con que los católicos interpretan los misterios de la fe. Paréceles desempeñar un papel moderador y ejercer oficio de entendidos cuando abandonan a sus adversarios algunos artículos de los que se debaten; mas sobre no ver la ventaja que acompaña al que acomete cuando el acometido se echa atrás y pierde terreno, y cómo esto le anima a seguir él combate, aquellos artículos que nuestros adversarios eligen como menos importantes, suelen a veces ser los más esenciales. Una de dos cosas precisa: o someterse en absoluto a la autoridad eclesiástica, o abandonarla por completo. No reside en nosotros la facultad de establecer en qué la debemos obediencia. Este principio puedo yo sentarlo mejor que ningún otro por haber antaño puesto en práctica cierta libertad en la elección y escogitación particular de lo que ordena nuestra iglesia y tenido por débiles ciertos principios de su observancia, que simulan tener un aspecto más pueril o extraño; pero habiendo luego comunicado aquellas miras a hombres competentes, he visto que estas cosas tienen un fundamento macizo y muy sólido, y que sólo por simpleza e ignorancia las recibimos con menor reverencia que las demás. ¡Qué no recordemos la constante contradicción de nuestro juicio! ¡Cuántas cosas teníamos ayer por artículo de fe que consideramos hoy como fábulas! La curiosidad y la vanagloria son el azote de nuestra alma; la primera nos impulsa a meter las narices por todas partes, y la segunda nos impide dejar nada irresuelto e indeciso.



De la amistad

Considerando el modo de trabajar de un pintor que en mi casa empleo, hanme entrado deseos de seguir sus huellas. Elige el artista el lugar más adecuado de cada pared para pintar un cuadro conforme a todas las reglas de su arte, y alrededor coloca figuras extravagantes y fantásticas, cuyo atractivo consiste sólo en la variedad y rareza. ¿Qué son estos bosquejos que yo aquí trazo, sino figuras caprichosas y cuerpos deformes compuestos de miembros diversos, sin método determinado, sin otro orden ni proporción que el acaso?


Desinit in piscem mulier formosa superne.[245]


En el segundo punto corro parejas con mi pintor, pero en el otro, que es el principal, reconozco que no le alcanzo, pues mi capacidad no llega, ni se atreve, a emprender un cuadro magnífico, trazado y acabado según los principios del arte. Así que, se me ha ocurrido la idea de tomar uno prestado a Esteban de La Boëtie, que honrará el resto do esta obra: es un discurso que su autor tituló la Servidumbre voluntaria. Los que desconocen este título le han designado después acertadamente con el nombre de el Contra uno. Su autor lo escribió a manera de ensayo, en su primera juventud, en honor de la libertad, contra los tiranos. Corre ya el discurso de mano en mano tiempo ha entre las personas cultas, no sin aplauso merecido, pues es agradale y contiene todo cuanto contribuye a realzar un trabajo de su naturaleza. Cierto que no puede asegurarse que es lo mejor que su autor hubiera podido componer, pues si más adelante, en el tiempo que yo le conocí, hubiera formado el designio que yo sigo de transcribir sus fantasías, hubiéramos visto singulares cosas que lindarían de cerca con las producciones de la antigüedad, pues a ciencia cierta puedo asegurar que a nadie he conocido que en talento y luces naturales pudiera comparársele. Sólo el discurso citado nos queda de La Boëtie, y eso casi de un modo casual pues entiendo que después de escrito no volvió a hacer mérito de él, dejó también algunas memorias sobre el edicto de 1588, famoso por nuestras guerras civiles, que acaso en otro lugar de este libro encuentren sitio adecuado. Es todo cuanto he podido recobrar de sus reliquias. Con recomendación amorosa dejó dispuesto en su testamento que yo fuera el heredero de sus papeles y biblioteca. Yo le vi morir. Hice que se imprimieran algunos escritos suyos, y respecto al libro de la Servidumbre, le tengo tanta más estimación, cuanto que fue la causa de nuestras relaciones, pues mostróseme mucho tiempo antes de que yo viese a su autor, y me dio a conocer su nombre, preparando así la amistad que hemos mantenido el tiempo que Dios ha tenido a bien, tan cabal y perfecta, que no es fácil encontrarla semejante en tiempos pasados, ni entre nuestros contemporáneos se ve parecida. Tantas circunstancias precisan para fundar una amistad como la nuestra, que no es peregrina que se vea una sola cada tres siglos.

Parece que nada hay a que la naturaleza nos haya encaminado tanto como al trato social. Aristóteles asegura que los buenos legisladores han cuidado más de la amistad que de la justicia. El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos, reside en la amistad; por lo general, todas las simpatías que el amor, el interés y la necesidad privada o pública forjan y sostienen, son tanto menos generosas, tanto menos amistades, cuanto que a ellas se unen otros fines distintos a los de la amistad, considerada en sí misma. Ni las cuatro especies de relación que establecieron los antiguos, y que llamaron natural, social, hospitalaria y amorosa, tienen analogía o parentesco con la amistad.

Las relaciones que existen entre los hijos y los padres están fundadas en el respeto. Aliméntase la amistad por la comunicación, la cual no puede encontrarse entre hijos y padres por la disparidad que entre ellos existe, y además porque chocarla los deberes que la naturaleza impone; pues ni todos los pensamientos íntimos de los padres pueden comunicarse a los hijos, para no dar lugar a una privanza perjudicial y dañosa, ni los advertimientos y correcciones, que constituyen uno de los primeros deberes de la amistad, podrían tampoco practicarse de los hijos a los padres. Pueblos ha habido, en que, por costumbre, los hijos mataban a los padres, otros en que los padres mataban a los hijos para salvar así las querellas que pudieran suscitarse entre los unos y los otros. Filósofos ha habido, que han desdeñado la natural afección y unión de padres e hijos; Aristipo entre otros, el cual cuando se le hacía presente el cariño que a los suyos debía por haber salido de él, se ponía a escupir diciendo que su saliva tenía también el mismo origen, y añadía que también engendramos piojos y gusanos. Habla Plutarco de otro a quien deseaban poner en buena armonía con su hermano, que objetó: «No doy importancia mayor al accidente de haber salido del mismo agujero.» El nombre de hermano es en verdad hermoso, e implica un amor tierno y puro, por esta razón nos lo aplicamos La Boëtie y yo. Mas entre hermanos naturales la confusión de bienes, los repartimientos y el que la riqueza de uno ocasione la pobreza del otro desliga la soldadura fraternal; teniendo los hermanos que conducir la prosperidad de su fortuna por igual sendero y por modo idéntico, fuerza es que con frecuencia tropiecen. Más aún, la relación y correspondencia que crean las amistades verdaderas y perfectas, ¿qué razón la hay para que se encuentren entre los hermanos? El padre y el hijo pueden ser de complexión enteramente opuesta, lo mismo los hermanos. Es mi hijo, es mi padre, pero es un hombre arisco, malo o tonto. Además, como son amistades que la ley y obligación natural nos ordenan, nuestra elección no influye para nada en ellas; nuestra libertad es nula y ésta a nada se aplica más que a la afección y a la amistad. Y no quiere decir lo escrito que yo no haya experimentado los goces de la familia en su mayor amplitud, pues mi padre fue el mejor de los padres que jamás haya existido, y el más indulgente hasta en su extrema vejez; y mi familia fue famosa de padres a hijos, y siempre ejemplar en punto a concordia fraternal:


Et ipse

notos in fratres animi paterni.[246]


La afección hacia las mujeres, aunque nazca de nuestra elección, tampoco puede equipararse a la amistad. Su fuego, lo confieso,


Neque enim est dea nescia nostri,

quae dulcem curis miscet amaritiem[247],


es más activo, más fuerte y más rudo, pero es un fuego temerario, inseguro, ondulante y vario; fuego febril, sujeto a accesos e intermitencias que no se apodera de nosotros más que por un lado. En la amistad, por el contrario, el calor es general, igualmente distribuido por todas partes, atemperado; un calor constante y tranquilo, todo dulzura y sin asperezas, que nada tiene de violento ni de punzante. Más aún, el amor no es más que el deseo furioso de algo que huye de nosotros:


Come segue la lepre il cacciatore

al freddo, al caldo, alla montagna, al lito;

né piú l'estima poi che presa vede;

e sol dietro a chi fugge affretta il piede[248]:


luego que se convierte en amistad, es decir, en el acuerdo de ambas voluntades, se borra y languidece; el goce ocasiona su ruina, como que su fin es corporal y se encuentra sujeto a saciedad. La amistad, por el contrario, más se disfruta a medida que más se desea; no se alimenta ni crece sino a medida que se disfruta, como cosa espiritual que es, y el alma adquiere en ella mayor finura practicándola. He preferido antaño otras fútiles afecciones a la amistad perfecta, y también La Boëtie rindió culto al amor; sus versos lo declaran demasiado. Así es que las dos pasiones han habitado en mi alma, y he tenido ocasión de conocer de cerca una y otra; jamás las he equiparado, y actualmente considero que en mi espíritu la amistad mira de un modo desdeñoso y altivo al amor y le coloca bien lejos y muchos grados por bajo.

En cuanto al matrimonio, sobre ser un mercado en el cual sólo la entrada es libre, si consideramos que su duración es obligatoria y forzada, y dependiente de circunstancias ajenas a nuestra voluntad, ordinariamente obedece a fines bastardos; acontecen en él multitud de accidentes que los esposos tienen que resolver, los cuales bastan a romper el hilo de la afección y a alterar el curso de la misma, mientras que en la amistad no hay cosa que la ponga trabas por ser su fin ella misma. Añádase que, a decir verdad, la inteligencia ordinaria de las mujeres no alcanza a que puedan compartirse los goces de la amistad; ni el alma de ellas es bastante firme para sostener la resistencia de un nudo tan apretado y duradero. Si así no aconteciera, si pudiera fundamentarse y establecerse una asociación voluntaria y libre, de la cual no sólo las almas participaran sino también los cuerpos, en que todo nuestro ser estuviera sumergido, la amistad sería más cabal y más viva. Pero no hay ejemplo de que el sexo débil haya dado pruebas de semejante, afección, y los antiguos filósofos de declaran a la mujer incapaz de profesarla.

En el amor griego, justamente condenado y aborrecido por nuestras costumbres, la diferencia de edad y oficios de los amantes tampoco se aproximaba a la perfecta unión de que vengo hablando: Quis est enim iste amor amicitiae. Cur neque deformem adolescentem quisquam amat, neque formosum senem?[249] La Academia misma no desmentirá mi aserto, si digo que el furor primero inspirado por el hijo de Venus al corazón del amante, siendo causado por la tierno juventud, al cual eran lícitos todas las insolencias apasionadas, todos los esfuerzos que pueden producir un ardor inmoderado, estaba siempre fundamentado en la belleza exterior, imagen falsa de la generación corporal. La afección no podía fundamentarse en el espíritu, del cual estaba todavía oculta la apariencia, antes de la edad es que su germinación principia. Si el furor de que hablo se apoderaba de un alma grosera, los medios que ésta ponía en práctica para el logro de su fin eran las riquezas, los presentes, los favores, la concesión de dignidades y otras bajas mercancías, que los filósofos reprueban. Si la pasión dominaba a un alma generosa, los medios que ésta empleaba eran generosos también; consistían entonces en discursos filosóficos, enseñanzas que tendían al respeto de la religión, a prestar obediencia a las leyes, a sacrificar la vida por el bien de su país, en una palabra, ejemplos todos de valor, prudencia y justicia. El amante procuraba imponer la gracia y belleza de su alma, acabada ya la de su cuerpo, esperando así fijar la comunicación moral, más firme y duradera. Cuando este fin llegaba a sazón pues lo que no exigían del amante en lo relativo a que aportase discreción, en su empresa, exigíanlo en el amado, porque este necesitaba juzgar de una belleza interna de difícil conocimiento y descubrimiento abstruso, entonces nacía en el amado el deseo de una concepción espiritual por el intermedio de una belleza espiritual también. Esta era la principal; la corporal era accidente y secundaria, al contrario del amante. Por esta causa prefieren al amado, alegando como razón que los dioses le dan también la primacía, y censuran mucho al poeta Esquilo por haber en los amores de Aquiles y Patroclo, hecho el amante del primero, el cual se encontraba en el primitivo verdor de su adolescencia, el más hermoso para los griegos. Después de esta comunidad general la parte principal de la misma, que predominaba y ejercía en sus oficios, dicen que producía utilísimos frutos en privado y en público; que era la fuerza del país lo que acogía bien el uso y la principal defensa de la equidad y de la libertad, como lo prueban los salubles amores de Harmodio y Aristogitón. Por eso la llamaban sagrada y divina, y según ellos, sólo la violencia de los tiranos y la cobardía de los pueblos tenía como enemigos. En suma, todo cuanto puede concederse en honor de la Academia, es asegurar que era el suyo un amor que acababa en amistad, idea que no se aviene mal con la definición estoica del amor: Amorem conatum esse amicitiae faciendae ex pulchritudinis specie[250].

Y vuelvo a mi descripción de una amistad más justa y mejor compartida. Omnino amicitiae, corroboratis jam, confirmatisque et ingeniis, et aetatibus, judicandae sunt[251]. Lo que ordinariamente llamamos amigos y amistad no son más que uniones y familiaridades trabadas merced a algún interés, o merced al acaso por medio de los cuales nuestras almas se relacionan entre sí. En la amistad de que yo hablo, las almas se enlazan y confunden una con otra por modo tan íntimo, que se borra y no hay medio de reconocer la trama que las une. Si se me obligara a decir por qué yo quería a La Boëtie, reconozco que no podría contestar más que respondiendo: porque era él y porque era yo. Existe más allá de mi raciocinio y de lo que particularmente puedo declarar, yo no sé qué fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta unión. Antes de que nos hubiéramos visto, nos buscábamos ya, y lo que oíamos decir el uno del otro, producía en nuestras almas mucha mayor impresión de la que se advierte en las amistades ordinarias; diríase que nuestra unión fue un decreto de la Providencia. Nos abrazábamos por nuestros nombres, y en nuestra entrevista primera, que tuvo lugar casualmente en una gran fiesta de una ciudad, nos encontramos tan prendados, tan conocidos, tan obligados el uno del otro, que nada desde entonces nos tocó tan de cerca como nuestras personas. Escribió él una excelente sátira latina, que se ha impreso, en la cual explica la precipitación de una amistad que llegó con tal rapidez a ser perfecta. Habiendo de durar tan poco tiempo su vida y habiendo comenzado tan tarde nuestras relaciones (pues ambos éramos ya hombres hechos, él me llevaba algunos años), no tenían tiempo que perder, ni necesitaban tampoco acomodarse al patrón de las amistades frías y ordinarias, en las cuales precisan tantas precauciones de dilatada y preliminar conversación. En la amistad nuestra no había otro fin extraño que le fuera ajeno, con nada se relacionaba que no fuera con ella misma; no obedeció a tal o cual consideración, ni a dos ni a tres ni a cuatro ni a mil; fue no sé qué quinta esencia de todo reunido, la cual habiendo arrollado toda mi voluntad condújola a sumergirse y a abismarse en la suya con una espontaneidad y un ardor igual en ambas. Nuestros espíritus se compenetraron uno en otro; nada nos reservamos que nos fuera peculiar, ni que fuese suyo o mío.

Cuando Lelio, en presencia de los cónsules romanos, quienes después de la condenación de Tiberio Graco persiguieron a todos los que habían pertenecido al partido de éste, preguntó a Cayo Blosio(que era el principal de sus amigos) qué hubiera sido capaz de hacer por él, Blosio respondió: «Lo hubiera hecho todo.» -¿Cómo todo? siguió Lelio; ¿pues qué, hubieras cumplido su voluntad si te hubiera mandado poner fuego a nuestros templos? -Jamás me hubiera ordenado tal cosa, repuso Blosio. -¿Pero y si lo hubiera hecho? añadió Lelio. -Le hubiera obedecido», respondió. Si era tan perfecto amigo de Graco, como la historia cuenta, no tenía por qué asustar a los cónsules haciéndoles la última atrevida confesión y no podía separarse de la seguridad que tenía en el designio de Tiberio Graco. Los que acusan de sediciosa esta respuesta no penetran su misterio, y no presuponen, como en realidad debía acontecer, que Blosio era soberano de la voluntad de Graco, por poder y por conocimiento: ambos eran más amigos que ciudadanos; más amigos que enemigos o amigos de su país, y que amigos en la ambición o el desorden: confíanlo profundamente el uno en el otro, eran dueños perfectos de sus respectivas inclinaciones, que dirigían y guiaban por la razón mutua; y como sin esto es completamente imposible que las amistades vivan, la respuesta de Blosio fue tal cual debió ser. Si los actos de ambos hubieran discrepado, no eran amigos, según mi criterio, ni el uno del otro, ni en sí mismos. Por lo demás, tal respuesta no difiere de la que yo daría a quien me preguntase: «Si vuestra voluntad os ordenara dar muerte a vuestra hija, ¿la mataríais? «y que yo contestara afirmativamente, nada prueba de mi consentimiento a realizar tal acto, porque yo no puedo dudar de mi voluntad, como tampoco de la de un amigo como La Boëtie. Ni en todos los razonamientos del mundo reside el poder de desposeerme de la certeza en que estoy de las intenciones y alcance de mi juicio: ninguna de sus acciones podría mostrárseme, sea cual fuere el cariz que tuviera, de la cual yo no encontrara en seguida la causa. Tan unidas marcharon nuestras almas, con cariño tan ardiente se amaron y con afección tan intensa se descubrieron hasta lo más hondo de las entrañas, que no sólo conocía yo su alma como la mía, sino que mejor hubiera fiado en él que en mí mismo.

Que no se incluyan en este rango esas otras amistades corrientes; yo he mantenido tantas como cualquiera otro, y de las más perfectas en su género,- pero no aconsejo que se confundan, pues se padecería un error lamentable. Es preciso proceder en estas uniones con prudencia y precaución; el enlace no está anudado de manera que no haya nada que desconfiar. «Amadle, decía Quilón, como si algún día tuvierais que aborrecerle; odiadle como si algún día tuvierais, que amarle.» Este precepto, que es tan abominable en la amistad primera de que hablo, es saludable en las ordinarias, y corrientes, a propósito de las cuales puede emplearse, una frase familiar a Aristóteles: «¡Oh amigos míos, no hay ningún amigo!» En aquel noble comercio los servicios que se hacen o reciben, sostenes de las otras relaciones, no merecen siquiera ser tomados en consideración; la entera compenetración de nuestras voluntades es suficiente, pues del propio modo que la amistad que yo profeso no aumenta por los beneficios que hago en caso de necesidad, digan lo que quieran los estoicos, y como yo no considero como mérito el servicio proporcionado, la unión de tales amistades siendo verdaderamente perfecta hace que se pierda el sentimiento de semejantes deberes, al par que alejar y odiar entre ellas esas palabras de división y diferencia, acción buena, obligación, reconocimiento, ruego, agradecimiento y otras análogas. Siendo todo común entre los amigos: voluntades, pensamientos, juicios, bienes, mujeres, hijos, honor y vida; no siendo su voluntad sino una sola alma en dos distintos cuerpos, según la definición exacta de Aristóteles, nada pueden prestarse ni nada tampoco darse. He aquí la razón de que los legisladores, para honrar el matrimonio con alguna semejanza imaginaria de ese divino enlace, prohíban las donaciones entre marido y mujer, concluyendo, por esta prohibición que todo pertenece a cada uno de ellos, y que nada tienen que dividir ni que repartir.

Si en la amistad de que hablo el uno pudiera dar alguna cosa al otro, el que recibiera el beneficio sería el que obligaría al compañero, pues buscando uno y otro, antes que todo, prestarse mutuos servicios, aquel que facilita la ocasión es el que practica mayor liberalidad, proporcionando a su amigo, el contentamiento de realizar lo que más desea. Cuando el filósofo Diógenes tenía necesidad de dinero, decía que lo reclamaba, no que lo pedía. Y para probar cómo esto se practica en realidad, traeré a colación un singular ejemplo antiguo. Eudomidas, corintio, tenía dos, amigos: Carixeno, cioniano, y Areteo, también corintio. Cuando murió, como estaba pobre y sus dos amigos eran ricos, hizo así su testamento: «Lego a Areteo el cuidado de alimentar a mi madre y de sostenerla en su vejez; a Carixeno le encomiendo el casamiento de mi hija, y además que la dote lo mejor que pueda. En el caso de que uno de los dos venga a morir, encomiendo su parte al que sobreviva.» Los que vieron primero este testamento se burlaron, pero advertidos los herederos de su alcance lo aceptaron, con singular contentamiento. Habiendo muerto cinco días después Carixeno, Areteo mantuvo largamente a la madre y de su fortuna, que consistía en cinco talentos, entregó dos y medio a su hija única, y otros dos y medio a la hija de Eudomidas. Las dos bodas se efectuaron el mismo día.

Este ejemplo es bien concluyente, y sería practicado si no hubiera tantos amigos en el mundo. La perfecta amistad es indivisible: cada uno se entrega tan por completo a su amigo, que nada le queda para distribuir a los demás; al contrario, le entristece la idea de no ser doble, triple o cuádruple; de no ser dueño de varias almas varías voluntades para, confiarlas todas a una misma amistad. Las amistades comunes pueden dividirse; puede estimarse en unos la belleza, en otros el agradable trato, en otros la liberalidad, la paternidad, la fraternidad, y así sucesivamente; mas la amistad que posea el alma y la gobierna como soberana absoluta, es imposible que sea doble. Si dos amigos pidieran ser socorridos al mismo tiempo, ¿a cuál acudiríais primero? Si solicitaran opuestos servicios, ¿qué orden emplearíais en tal apuro? Si uno confiara a vuestro silencio lo que al otro fuera conveniente saber, ¿qué partido tomaríais? La principal y única amistad rompe toda otra obligación; el secreto que juro no descubrir a otro puedo sin incurrir en falta comunicarlo a otro, es decir, a mi amigo. Es un milagro grande el duplicarse y no lo conocen bastante los que hablan de triplicarse. Nada es tan raro como poseer su semejante; quien crea que de dos personas estimo a la una lo mismo que a la otra, o que dos hombres se quieran y me estimen tanto como yo los estimo, convierten en varias unidades la cosa más única e indivisible; una sola es la cosa más rara de encontrar en el mundo. El resto de aquella historia se acomoda bien con lo que yo decía, pues Eudomidas considera como un favor que proporciona a sus amigos el emplearlos en su servicio, dejándolos como herederos de su liberalidad, que consiste en procurarles el medio de favorecerle; y sin duda la fuerza e la amistad se muestra con mayor esplendidez en este caso que en el de Areteo. En conclusión: son éstos efectos que no puede imaginar el que no los ha experimentado, y que me hacen honrar sobremanera la respuesta que dio a Ciro un soldado joven, a quien el monarca preguntó qué precio quería por un caballo con el cual había ganado el premio de la carrera, añadiendo si lo cambiaría por un reino: «No en verdad, señor; pero lo daría de buen grado por adquirir un amigo, si yo encontrara un hombre digno de tal alianza.» No decía mal «si yo encontrara», pues se tropieza fácilmente con hombres propios para mantener una amistad superficial; pero en la otra en que nada se reserva ni nada se exceptúa, en que se obra con abandono completo, hay necesidad de que todos los resortes sean perfectamente nítidos y seguros.

En las relaciones que nos procuran algún auxilio o servicio no hay para qué preocuparse de las imperfecciones que particularmente no se relacionan con el motivo de las mismas. Nada me importa la religión que profesen mi médico ni mi abogado, tal consideración nada tiene que ver con los oficios de la amistad que me deben; en las relaciones domésticas que sostengo con los criados que me sirven, sigo la misma conducta. Me informo poco de si mi lacayo es casto; más me interesa saber si es diligente: no temo tanto a un mulatero jugador, como a otro que sea imbécil, ni a un cocinero blasfemo, como a otro ignorante de las salsas. No me mezclo para nada en dar instrucciones al mundo de lo que es preciso hacer, otros lo hacen de sobra; sólo hablo de lo que conmigo se relaciona.


Mihi sic usus est: tibi, ut opus est facto, face.[252]


A la familiaridad de la mesa asocio lo agradable, no lo prudente; en el lecho antepongo la belleza a la bondad; cuando estoy en sociedad prefiero el lenguaje amable y el bien decir, al saber y aún a la probidad, y así por el estilo en todas las demás cosas. De la propia suerte que el que fue sorprendido cabalgando sobre un bastón, jugando con sus hijos, rogó a la persona que le vio que no se lo contara a nadie hasta que él fuese padre, estimando que la pasión que entonces nacería en su alma le haría juez equitativo de tal acción, así yo quisiera hablar a personas que hubiesen experimentado lo que digo; pero conociendo cuán rara cosa es y cuán apartada de lo ordinario una amistad tan sublime, no espero encontrar ningún buen juez. Los mismos discursos que la antigüedad nos dejó sobre este asunto me parecen débiles al lado del sentimiento que yo guardo; y los efectos de éste sobrepasan a los preceptos mismos de la filosofía.


Nil ego contulerim jucundo sanus amico.[253]


El viejo Menandro llamaba dichoso al que había podido siquiera encontrar solamente la sombra de un amigo; razón tenía para decirlo, hasta en el caso en que hubiera encontrado al uno. Si comparo todo el resto de mi vida -aunque ayudado de la gracia de Dios la haya pasado dulce, gustosa y, salvo la pérdida de tal amigo, exenta de aflicciones graves, llena de tranquilidad de espíritu, habiendo disfrutado ventajas y facilidades naturales que desde mi cuna gocé, sin buscar otras ajenas, -si comparo, digo, toda mi vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y sociedad de La Boëtie, el otro tiempo de mi existencia no es más que humo, y noche pesada y tenebrosa. Desde el día en que la perdí,


Quem semper acerbum,

semper honoratum (sic, Di, voluistis!) habebo.[254]


no hago más que arrastrarme lánguidamente; los placeres mismos que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan el sentimiento de su pérdida; como lo compartíamos todo, me parece que yo le robo la parte que le correspondía.


Nec fas esse ulla me voluptate hic frui

decrevi, tantisper dum ille abest meus particeps.[255]


Me encontraba yo tan hecho, tan acostumbrado a ser el segundo en todas partes, que se me figura no ser ahora más que la mitad.


Illam meae si partem animae tulit

maturior vis, quid moror altera?

Nec carus aeque nec superstes

integer. Ille dies utramque

duxit ruinam...[256]


No ejecuto ninguna acción ni pasa por mi mente ninguna idea sin que le eche de menos, como hubiera hecho él si lo le hubiese precedido, pues así como me sobrepasaba infinitamente en todo saber y virtud, así me sobrepujaba también en los deberes de la amistad.


Quis desiderio sit pudor, aut modus

tam cari capitis?[257]


O misero frater adempte mihi!

Omnia tecum una perierunt gaudia nostra,

quae tuus in vita dulcis alebat amor.

Tu mea, tu moriens fregisti commoda, frater;

tecum una tota est nostra sepulta anima

cujus ego interitu tota de mente fugavi

haec studia, atque omnes delicias animi.

Alloquar?, audiero nunquam tua verba luquentem?

Nunquam ego te, vita frater amabilior,

adspiciam posthac? At certe semper amabo.[258]


Pero oigamos hablar un poco a este joven cuando tenía dieciséis años.

Porque veo que este libro ha sido publicado con malas miras por los que procuran trastornar y cambiar el estado de nuestro régimen político, sin cuidarse para nada de si sus reformas serán útiles, los cuales han mezclado la obra de La Boëtie a otros escritos de su propia cosecha personal, renuncio a intercalarla en este libro. Y para que la memoria del autor no sufra crítica de ningún género de parte de los que no pudieron conocer de cerca sus acciones o ideas, yo les advierto que el asunto de su libro fue desarrollado por él en su infancia y solamente a manera de ejercicio, como asunto vulgar y ya tratado en mil pasajes de muchos libros. Yo no dudo que creyera lo que escribió, pues ni en broma era capaz de mentir; me consta también que si en su mano hubiera estado elegir, mejor hubiera nacido en Venecia que en Sarlac, y con razón. Pero tenía otra máxima soberanamente impresa en su alma: la de obedecer y someterse religiosamente a las leyes bajo las cuales había nacido. Jamás hubo mejor ciudadano, ni que más amara el reposo de su país, ni más enemigo de agitaciones y novedades; mejor hubiera querido emplear su saber en extinguirlas que en procurar los medios de excitarlas más de lo que ya están: su espíritu se había moldeado conforme al patrón de otros tiempos diferentes de los actuales. En lugar de esa obra seria publicará otra[259] que igualmente escribió en la misma época de su vida, y que es más lozana y alegre.



Veintinueve sonetos de Esteban de La Boëtie

A la señora de Grammont, condesa de Guissen[260]

Nada mío os ofrezco, señora, ya porque todo lo que me pertenece es vuestro de antemano, bien porque nada encuentro en mí que sea digno de vos; pero he querido que estos versos, en cualquier lugar que se vieran, llevasen vuestro nombre al frente por el honor que recibirán al tener por guía a la gran Corisanda de Andouins. Me ha parecido que este presente os pertenecía, tanto más, cuanto que hay pocas damas en Francia que sean mejores jueces que vos en materia de poesía, y además porque nada hay que pudiera servir de mejor galardón a estas estrofas que las ricas y hermosas con que en medio de otras bellezas la naturaleza os ha dotado. Estos versos merecen, señora, cariño grande de vuestra parte; pues, yo creo que mi parecer será también el vuestro, yo creo que nunca salieron de Gascuña otros que en invención ni en gentileza los aventajen, ni que den testimonio de haber sido escritos por una mano más espléndida. Y no os dé cuidado de que no os dedique más que el resto de lo que tiempo ha hice imprimir bajo el nombre del conde de Foix, vuestro buen pariente; pues estos de ahora tienen no sé qué de más vivo e hirviente, como compuestas que fueron en su primera juventud, cuando estaba inspirado por el hermoso y noble ardor de que algún día, señora, os hablaré al oído. Los otros fueron compuestos después, cuando se encontraba en vías de casarse, en loor de su mujer, y en ellos se advierte a cierta frialdad marital. Yo soy de los que entienden que la poesía nunca es más fresca ni agradable que cuando trata un asunto libre y juguetón[261].



De la moderación

Cual si nuestro contacto, fuera infeccioso, corrompemos, al manejarlas, las cosas que por sí mismas son hermanas y buenas. Podemos practicar la virtud, haciéndola viciosa, de abrazarla con un deseo en que predomine la violencia excesiva. Los que afirman que en la virtud no puede haber exceso, puesto que, dicen, ya no es virtud si hay exceso, déjanse engañar por las palabras, y toman como principio evidente una sutileza de la filosofía:


Insani sapiens nomen ferat, aequus iniqui,

ultra quam satis est, virtutem si petat ipsam.[262]


Puede amarse demasiado la virtud y trasponer los límites de la misma en la comisión de un acto justo. Tal es también el principio de la Sagrada Escritura: «No seáis más prudentes de lo necesario, mas sed prudentes con sobriedad.» Tal gran personaje he visto que perjudicó al buen nombre de su religión para mostrarse más religioso que los hombres de su clase. Gusto de las naturalezas templadas, medias y equilibradas; la falta de moderación si no me ofende, hasta cuando va encaminada al bien mismo, me extraña al menos, me pone en duro aprieto para calificarla. Ni la madre de Pausanias, que dio las primeras instrucciones y llevó la primera piedra para la muerte de su hijo; ni el dictador Postumio, que hizo morir al suyo, a quien el ardor juvenil había empujado victoriosamente hacia los enemigos algo más allá de su puesto, me parecen casos dignos de alabanza; más bien los considero extraños que justos, y no soy partidario de aconsejar ni de seguir virtudes tan costosas y salvajes. El arquero que sobrepasa el blanco comete igual falta que el que no le alcanza; mi vista se turba cuando ve de pronto una luz esplendorosa, lo mismo que al entrar bruscamente en las sombras. Callicles, en las obras de Platón, dice que el exceso de filosofía perjudica, y aconseja no sobrepasarla hasta un punto en que ya trasponga los límites de lo útil; que tomada con moderación es agradable y provechosa, con exceso convierte al hombre en vicioso y salvaje: hace que desdeñe las leyes y religiones, que se enemiste con la sociedad, que sea adversario de los humanos placeres, incapaz de todo gobierno político, de socorrer a sus semejantes y de auxiliarse a sí mismo; propio, en suma, a ser impunemente abofeteado. Callicles dice verdad, pues en su exceso la filosofía esclaviza nuestra natural razón, y, por una sutilidad importuna nos desvía del camino llano y cómodo que la naturaleza nos ha trazado.

La amistad que profesamos a nuestras mujeres es bien legítima; mas no por ello la teología deja de reglamentarla ni de restringirla. Paréceme haber leído en santo Tomás, en un pasaje en que condena los matrimonios entre parientes cercanos, la siguiente razón, entre otras, en apoyo de su aserto: que hay peligro en que la amistad que se profese a la mujer en este caso sea inmoderada, pues si la afección marital es cabal y perfecta, como debe ser siempre, al sobrecargarla con la afección que existe entre parientes, no cabe duda que tal a aditamento llevará al marido a conducirse más allá de los límites que la razón prescribe.

Las ciencias que gobiernan las costumbres sociales, como la teología y la filosofía, de todo se hacen cargo; no hay acto por privado o secreto que sea que se desvíe de su jurisdicción y conocimiento. Son demasiado ignorantes los que rechazan sus reglas en este particular, los cuales hacen lo que las mujeres, que se avergüenzan de mostrar al médico sus desnudeces, cuando no tienen inconveniente en hacer ver sus más secretas bellezas al amante. Quiero, en pro de aquellas ciencias enseñar lo que sigue a los maridos, si es que todavía los hay extremados en el calor hacia sus mujeres: los goces mismos que experimentan al juntarse con sus esposas, son reprobables si la moderación no los presido; hay peligro de caer en licencia y desbordamiento en este punto, igualmente que en el trato ilegítimo. Los refinamientos deshonestos que el calor primero nos sugiere son no ya sólo enemigos de la decencia, sino perjudiciales a nuestras mujeres. Que al menos aprendan el impudor de otros maestros; están constantemente sobrado despiertas para nuestra necesidad. En cuanto a mí, en este punto, siempre me guió lo natural y lo sencillo.

El matrimonio es una unión religiosa y devota y he aquí por qué el placer que con él se experimenta debe ser un placer moderado, serio, que vaya unido a alguna severidad; debe ser un goce un tanto prudente mesurado. Y porque su misión principal es la generación, hay quien duda de si cuando estamos ciertos de no trabajar para ella, lo cual acontece cuando las mujeres son ya viejas o están en cinta, nos es lícito unirnos a ellas. Al entender de Platón, tal acto es un homicidio. Ciertas naciones, la mahometana entre otras, abominan la cohabitación con las mujeres preñadas; otros pueblos la rechazan igualmente cuando las mujeres están con la regla. Zenobia no recibía a su marido más que una vez, después dejábale libre a sus anchas mientras duraba el período de la concepción, pasado el cual, y efectuado el alumbramiento, le autorizaba a comenzar de nuevo. Digno y generoso ejemplo de matrimonio. Platón tomó sin duda la narración siguiente de algún poeta sin dinero que estaba hambriento del goce amoroso: Acometió Júpiter a su mujer un día con tal vigor, que no teniendo paciencia para aguardar a que ganara el lecho, tendiola en el suelo, y a causa de la vehemencia del placer, olvidó las graves e importantes resoluciones que acababa de tomar con los otros dioses de su celestial corte; Júpiter aseguró que había encontrado tanto placer en su operación como la vez primera que deshizo la virginidad de su mujer, a escondidas de los padres de ella.

Los reyes de Persia admitían en los festines a sus mujeres; pero cuando el vino les ponía el cerebro caliente, cuando ya daban rienda suelta a la voluptuosidad, enviábanlas a sus habitaciones particulares para no hacerlas partícipes de sus inmoderados apetitos, y hacían que los acompañasen otras mujeres a las cuales no les ligaba ninguna obligación de respeto. Todos los placeres y todas las cosas agradables no convienen por igual a toda suerte de gentes. Epaminondas puso en prisión a un mozo calavera; Pelópidas rogole que le dejara en libertad y que se lo cediese; aquél rechazó la petición, concediéndosele, sin embargo, a una muchacha que intercedió por el joven. Justificó Epaminondas su proceder diciendo que era aquélla una gracia que debía concederse a una amiga, no a un capitán.   —154→   Ejerciendo Sófocles la pretura en compañía de Péricles y viendo pasar por la calle a un mocito agraciado: «Guapo muchacho, dijo. -Seríalo para otro que no fuera pretor, contestó Péricles, pues un pretor debe tener castas no sólo las manos, sino también los ojos.» El emperador Aulio Vero respondió a su mujer en ocasión en que ésta se quejaba de que aquél gustaba de otras mujeres, que al proceder así obraba acertadamente, puesto que el matrimonio era una institución de honor y dignidad, no de concupiscencia loca y lasciva. Nuestra historia eclesiástica ha conservado con honor la memoria de aquella mujer que repudió a su marido por no querer prestarse a sus concupiscentes desbordamientos. En conclusión, no hay placer por legítimo que se considere cuyo exceso o intemperancia no nos sea reprochable.

Hablando con conocimiento de causa puede decirse que el hombre es un animal bien misérrimo. Apenas se halla en condición de gustar un placer cabal y puro, y ya se esfuerza por disminuirlo por reflexión. Sin duda no se cree suficientemente desdichado cuando aumenta sus penas por inclinación y por arte:


Fortunae miseras auximus arte vias.[263]


La ciencia humana se las ingenia bien estúpidamente, ejercitándose en disminuir el número y dulzura de los goces que nos pertenecen; mas procede de una manera razonable al emplear sus artificios en embellecernos y ocultar nos los males, aligerando el sentimiento de los mismos. Si hubiera yo sido jefe de una secta filosófica, hubiese seguido diferente rumbo, hubiera seguido un camino más natural, un camino verdadero, cómodo y santo, y acaso habría tenido la fuerza suficiente para contenerme en el justo límite. Como si nuestros médicos, así los espirituales como los corporales, hubieran formado entre ellos un concierto, no encuentran camino ni remedio a nuestros males del cuerpo ni tampoco a los del alma, sino valiéndose del tormento, el dolor y la pena. Las vigilias, los ayunos, los cilicios, el destierro a regiones lejanas y solitarias, las prisiones a perpetuidad, los castigos y otras aflicciones han sido introducidos para agravar nuestra miseria, de tal suerte que constituyan amarguras verdaderas en las cuales predomine el dolor supremo, de manera que no acontezca lo que sucedió al senador romano Galo, el cual, habiendo sido desterrado a la isla de Lesbos, se tuvo noticia en Roma de que lo pasaba bastante bien, y que aquello mismo que se le había impuesto como penitencia habíalo trocado en comodidad. Por ello los que le condenaron dispusieron llamarle a su casa de Roma, al lado de su mujer, para acomodar así el castigo a su resentimiento. Es bien seguro que a aquel a quien el ayuno mejorase la salud y le pusiera contento, a aquel para quien el pescado fuera más apetitoso que la carne, ya no le serían recomendados como precepto saludable. Lo propio acontece en la otra medicina, en la corporal: las drogas no producen saludable efecto a quien las toma de buen grado, con placer; la amargura y la dificultad son requisitos indispensables para el buen resultado de los medicamentos. La naturaleza que aceptase el ruibarbo como cosa familiar, corrompería su uso; es preciso que las medicinas den al traste con nuestro estómago para curarlo, y aquí no se cumple la consabida regla de que las cosas se curan con sus contrarias, porque el mal cura el mal mismo.

Tales cosas se relacionan igualmente con la tan antigua idea de pretender gratificar al cielo y a la naturaleza con los sacrificios humanos, práctica que fue universalmente abrazada por todas las religiones. Todavía en tiempo de nuestros padres, Amurat, en la toma del Istmo, sacrificó seiscientos jóvenes griegos, al alma de su padre, a fin de que la sangre derramada sirviese de alivio al espíritu del difunto. En esas nuevas tierras, descubiertas en nuestros días, puras y vírgenes todavía, comparadas con las nuestras, los sacrificios humanos son generales; todos sus ídolos se abrevan con sangre humana, a lo cual acompañan ejemplos de crueldad horrible; se queman vivas a las víctimas, y cuando están ya medio asadas, se las retira del fuego para arrancarlas el corazón y las entrañas; a otras, aun a las mujeres, se las deshuella vivas, y con su piel ensangrentada se cubre y enmascara a las demás. Y en estos horrores no faltan la resolución ni la firmeza, pues las pobres gentes destinadas a la degollina -mujeres, viejos y niños- van algunos días antes de la inmolación pidiendo limosnas para la ofrenda de su sacrificio, y se presentan a la carnicería cantando y bailando con los concurrentes.

Explicando los embajadores del rey de Méjico la grandeza de su soberano a Hernán Cortés, después de haberle dicho que contaba treinta vasallos, de los cuales cada uno podía reunir cien mil combatientes, y que residía en la ciudad más hermosa que cobijara el cielo, añadieron que sacrificaba a los dioses cincuenta mil hombres cada año. Le dijeron que el emperador hacía la guerra a los pueblos vecinos, no sólo para ejercicio de la juventud de su país, sino más bien para proveerse de víctimas con los prisioneros para ejecutar los sacrificios. En los mismos países, y en cierto lugar pequeño, para hacer a Cortés un lucido recibimiento, sacrificaron cincuenta hombres reunidos. Añadiré, además, que algunos de estos pueblos, que fueron derrotados por el conquistador, le reconocieron y solicitaron su amistad; y los mensajeros le ofrecieron tres clases de presentes, en esta forma: «Señor, aquí tienes cinco esclavos; si eres un dios altivo, que te apacientas de carne y sangre, cómetelos, y te traeremos más; si eres un dios benévolo, he aquí plumas o incienso; si eres hombre, toma los pájaros y frutos que tienes ante tu vista.»



De los caníbales

Cuando el rey Pirro pasó a Italia, luego que hubo reconocido la organización del ejército romano que iba a batallar contra el suyo: «No sé, dijo, qué clase de bárbaros sean éstos (sabido es que los griegos llamaban así a todos los pueblos extranjeros), pero la disposición de los soldados que veo no es bárbara en modo alguno.» Otro tanto dijeron los griegos de las tropas que Flaminio introdujo en su país, y Filipo, contemplando desde un cerro el orden disposición del campamento romano, en su reino, bajo Publio Sulpicio Galba. Esto prueba que es bueno guardarle de abrazar las opiniones comunes, que hay que juzgar por el camino de la razón y no por la voz general.

He tenido conmigo mucho tiempo un hombre que había vivido diez o doce años en ese mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo, en el lugar en que Villegaignon tocó tierra, al cual puso por nombre Francia antártica. Este descubrimiento de un inmenso país vale bien la pena de ser tomado en consideración. Ignoro si en lo venidero tendrán lugar otros, en atención a que tantos y tantos hombres que vallan más que nosotros no tenían ni siquiera presunción remota de lo que en nuestro tiempo ha acontecido. Yo recelo a veces que acaso tengamos los ojos más grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad. Lo abarcamos todo, pero no estrechamos sino viento.

Platón nos muestra que Solón decía haberse informado de los sacerdotes de la ciudad de Saís, en Egipto, de que en tiempos remotísimos, antes del diluvio, existía una gran isla llamada Atlántida, a la entrada del estrecho de Gibraltar, la cual comprendía más territorio que el Asia y el África juntas que los reyes de esta región, que no sólo poseían esta isla, sino que por tierra firme extendíanse tan adentro que eran dueños de la anchura de África hasta Egipto, y de la longitud de Europa hasta la Toscana, quisieron llegar al Asia y subyugar todas las naciones que bordea el Mediterráneo, hasta el golfo del Mar Negro. A este fin atravesaron España, la Galia o Italia, y llegaron a Grecia, donde los atenienses los rechazaron; pero que andando el tiempo, los mismos atenienses, los habitantes de la Atlántida y la isla misma, fueron sumergidos por las aguas del diluvio. Es muy probable que los destrozos que éste produjo hayan ocasionado cambios extraños en las diferentes regiones de la tierra, y algunos dicen que del diluvio data la separación de Sicilia de Italia;


Haec loca, vi quondam et vasta convulsi ruina,

***

Dissiluisse ferunt, quum protenus utra se tellus

una foret...[264]


la de Chipre de Siria y la de la isla de Negroponto de Beocia, y que juntó territorios que estaban antes separados, cubriendo de arena y limo los fosos intermediarios.


Sterllisque diu palus, aptaque remis,

vicinas urbes alit, et grave sentit aratrum.[265]


Mas no hay probabilidad de que esta isla sea el mundo que acabamos de descubrir, pues tocaba casi con España, y habría que suponer que la inundación habría ocasionado un trastorno enorme en el globo terráqueo, apartados como se encuentran los nuevos países por más de mil doscientas leguas de nosotros. Las navegaciones modernas, además, han demostrado que no se trata de una isla, sino de un continente o tierra firme con la India oriental de un lado y las tierras que están bajo los dos polos de otro, o que, de estar separada, el estrecho es tan pequeño que no merece por ello el nombre de isla.

Parece que hay movimientos naturales y fuertes sacudidas en esos continentes y mares como en nuestro organismo. Cuando considero la acción que el río Dordoña ocasiona actualmente en la margen derecha de su curso, el cual se ha ensanchado tanto que ha llegado a minar los cimientos de algunos edificios, me formo idea de aquella agitación extraordinaria que, de seguir en aumento, la configuración del mundo se cambiaría; mas no acontece así, porque los accidentes y movimientos, ya tienen lugar en una dirección, ya en otra, ya hay ausencia de movimiento. Y no hablo de las repentinas inundaciones que nos son tan conocidas. En Medoc, a lo largo del mar, mi hermano, el señor de Arsac, ha visto una de sus fincas enterrada bajo las arenas que el mar arrojó sobre ella; todavía se ven los restos de algunas construcciones; sus dominios y rentas hanse trocado en miserables tierras de pastos. Los habitantes dicen que, de algún tiempo acá, el mar se les acerca tanto, que ya han perdido cuatro leguas de territorio. Las arenas que arroja son a manera de vanguardia. Vense grandes dunas de tierra movediza, distantes media legua del océano, que van ganando el país.

El otro antiguo testimonio que pretende relacionarse con este descubrimiento lo encontramos en Aristóteles, dado que el libro de las Maravillas lo haya compuesto el filósofo. En esta obrilla se cuenta que algunos cartagineses, navegando por el Océano atlántico, fuera del estrecho de Gibraltar, bogaron largo tiempo y acabaron por descubrir una isla fértil, poblada de bosques y bañada por ríos importantes, de profundo cauce; estaba la isla muy lejos de tierra firme, y añade el mismo libro que aquellos navegantes, y otros que los siguieron, atraídos por la bondad y fertilidad de la tierra, llevaron consigo sus mujeres o hijos y se aclimataron en el nuevo país. Viendo los señores de Cartago que su territorio se despoblaba poco a poco, prohibieron, bajo pena de muerte, que nadie emigrara a la isla, y arrojaron a los habitantes de ésta, temiendo, según se cree, que andando el tiempo alcanzaran poderío, suplantasen a Cartago y ocasionaran su ruina. Este relato de Aristóteles tampoco se refiere al novísimo descubrimiento.

El hombre de que he hablado era sencillo y rudo, condición muy adecuada para ser verídico testimonio, pues los espíritus cultivados, si bien observan con mayor curiosidad y mayor número de cosas, suelen glosarlas, y a fin de poner de relieve la interpretación de que las acompañan, adulteran algo la relación; jamás muestran lo que ven al natural, siempre lo truecan y desfiguran conforme al aspecto bajo el cual lo han visto, de modo que para dar crédito a su testimonio y ser agradables, adulteran de buen grado la materia, alargandola o ampliándola. Precisa, pues, un hombre fiel, o tan sencillo, que no tenga para qué inventar o acomodar a la verosimilitud falsas relaciones, un hombre ingenuo. Así era el mío, el cual, además, me hizo conocer en varias ocasiones marineros y comerciantes que en su viaje había visto, de suerte que a sus informes me atengo sin confrontarlos con las relaciones de los cosmógrafos. Habríamos menester de geógrafos que nos relatasen circunstanciadamente los lugares que visitaran; mas las gentes que han estado en Palestina, por ejemplo, juzgan por ello poder disfrutar el privilegio de darnos noticia del resto del mundo. Yo quisiera que cada cual escribiese sobre aquello que conoce bien, no precisamente en materia de viajes, sino en toda suerte de cosas; pues tal puede hallarse que posea particular ciencia o experiencia de la naturaleza de un río o de una fuente y que en lo demás sea lego en absoluto. Sin embargo, si le viene a las mientes escribir sobre el río o la fuente, englobará con ello toda la ciencia física. De este vicio surgen varios inconvenientes.

Volviendo a mi asunto, creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido; lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos de país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que mas bien debiéramos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles, las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al placer de nuestro gusto corrompido; y sin embargo, el sabor mismo y la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra excelentes, en comparación con los nuestros, diversos frutos de aquellas regiones que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos ahogado; así es que por todas partes donde su belleza resplandece, la naturaleza deshonra nuestras invenciones frívolas y vanas.


Et veniunt hederae sponte sua melius;

surgit et in solis formosior arbutus antris;

***

Et volucres nulla dulcius arte canunt.[266]


Todos nuestros esfuerzos juntos no logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo, su contextura, su belleza y la utilidad de su uso; ni siquiera acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña.

Platón dice que todas las cosas son obra de la naturaleza, del acaso o del arte. Las más grandes y magníficas proceden de una de las dos primeras causas; las más insignificantes e imperfectas, de la última.

Esas naciones me parecen, pues, solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen todavía en los confines de su ingenuidad primitiva. Las leyes naturales dirigen su existencia muy poco bastardeadas por las nuestras, de tal suerte que, a veces, lamento que no hayan tenido noticia de tales pueblos, los hombres que hubieran podido juzgarlos mejor que nosotros. Siento que Licurgo y Platón no los hayan conocido, pues se me figura que lo que por experiencia vemos en esas naciones sobrepasa no sólo las pinturas con que la poesía ha embellecido la edad de oro de la humanidad, sino que todas las invenciones que los hombres pudieran imaginar para alcanzar una vida dichosa, juntas con las condiciones mismas de la filosofía, no han logrado representarse una ingenuidad tan pura y sencilla, comparable a la que vemos en esos países, ni han podido creer tampoco que una sociedad pudiera sostenerse con artificio tan escaso y, como si dijéramos, sin soldura humana. Es un pueblo, diría yo a Platón, en el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino ni cultivan los cereales. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detractación, el perdón, les son desconocidas. ¡Cuán distante hallaría Platón la república que imaginé de la perfección de estos pueblos!Viri a diis recentes.[267]


Hos natura modos primum dedit.[268]


Viven en un lugar del país, pintoresco y tan sano que, según atestiguan los que lo vieron, es muy raro encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorbado por la vejez. Están situados a lo largo del Océano, defendidos del lado de la tierra por grandes y elevadas montañas, que distan del mar unas cien leguas aproximadamente. Tienen grande abundancia de carne y pescados, que en nada se asemejan a los nuestros, y que comen cocidos, sin aliño alguno. El primer hombre que vieron montado a caballo, aunque ya había tenido con ellos relaciones en anteriores viajes, les causó tanto horror en tal postura que le mataron a flechazos antes de reconocerlo. Sus edificios son muy largos, capaces de contener dos o trescientas almas; los cubren con la corteza de grandes arboles, están fijos al suelo por un extremo y se apoyan unos sobre otros por los lados, a la manera de algunas de nuestras granjas; la parte que los guarece llega hasta el suelo y les sirve de flanco. Tienen madera tan dura que la emplean para cortar, y con ella hacen espadas, y parrillas para asar la carne. Sus lechos son de un tejido de algodón, y están suspendidos del techo como los de nuestros navíos; cada cual ocupa el suyo; las mujeres duermen separadas de sus maridos. Levántanse cuando amanece, y comen, luego de haberse levantado, para todo el día, pues hacen una sola comida; en ésta no beben; así dice Suidas que hacen algunos pueblos del Oriente; beben sí fuera de la comida varias veces al día y abundantemente; preparan el líquido con ciertas raíces, tiene el color del vino claro y no lo toman sino tibio. Este brebaje, que no se conserva más que dos o tres días, es algo picante, pero no se sube a la cabeza; es saludable al estómago y sirve de laxante a los que no tienen costumbre de beberlo, pero a los que están habituados les es muy grato. En lugar de pan comen una sustancia blanca como el cilantro azucarado; yo la he probado, y, tiene el gusto dulce y algo desabrido. Pasan todo el día bailando. Los más jóvenes van a la caza de montería armados de arcos. Una parte de las mujeres se ocupa en calentar el brebaje, que es su principal oficio. Siempre hay algún anciano que por las mañanas, antes de la comida, predica a todos los que viven en una granjería, paseándose de un extremo a otro y repitiendo muchas veces la misma exhortación hasta que acaba de recorrer el recinto, el cual tiene unos cien pasos de longitud. No les recomienda sino dos cosas el anciano: el valor contra los enemigos y la buena amistad para con sus mujeres, y a esta segunda recomendación añade siempre que ellas son las que les suministran la bebida templada y en sazón. En varios lugares pueden verse, yo tengo algunos de estos objetos en mi casa, la forma de sus lechos, cordones, espadas, brazaletes de madera con que se preservan los puños en los combates, y grandes bastones con una abertura por un extremo, con el toque de los cuales sostienen la cadencia en sus danzas. Llevan el pelo cortado al rape, y se afeitan mejor que nosotros, sin otro utensilio que una navaja de madera o piedra. Creen en la inmortalidad del alma, y que las que han merecido bien de los dioses van a reposar al lugar del cielo en que el sol nace, y las malditas al lugar en que el sol se pone.

Tienen unos sacerdotes y profetas que se presentan muy poco ante el pueblo, y que viven en las montañas a la llegada de ellos celébrase una fiesta y asamblea solemne, en la que toman parte varias granjas; cada una de éstas, según queda descrita, forma un pueblo, y éstos se hallan situados una legua francesa de distancia. Los sacerdotes les hablan en público, los exhortan a la virtud y al deber, y toda su ciencia moral hállase comprendida en dos artículos, que son la proeza en la guerra y la afección a sus mujeres. Los mismos sacerdotes pronostícanles las cosas del porvenir y el resultado que deben esperar en sus empresas, encaminándolos o apartándolos de la guerra. Mas si son malos adivinos, si predicen lo contrario de lo que acontece, se los corta y tritura en mil pedazos, caso de atraparlos, como falsos profetas. Por esta razón, aquel que se equivoca una vez, desaparece luego para siempre.

La adivinación es sólo don de Dios, y por eso debiera ser castigado como impostor el que de ella abusa. Entre los escitas, cuando los adivinos se equivocaban, tendíaseles, amarrados con cadenas los pies y las manos, en carros llenos de retama, tirados por bueyes, y así se los quemaba. Los que rigen la conducta de los hombres son excusables de hacer para lograr su misión lo que pueden; pero a esos otros que nos vienen engañando con las seguridades de una facultad extraordinaria, cuyo fundamento reside fuera de los límites da nuestro conocimiento, ¿por qué no castigalos en razón a que no mantienen el efecto de sus promesas, al par que por lo temerario de sus imposturas?

Los pueblos de que voy hablando hacen la guerra contra las naciones que viven del otro lado de las montañas, más adentro de la tierra firme. En estas luchas todos van desnudos; no llevan otras armas que arcos, o espadas de madera afiladas por un extremo, parecido a la hoja de un venablo. Es cosa sorprendente el considerar estos combates, que siempre acaban con la matanza y derramamiento de sangre, pues la derrota y el pánico son desconocidos en aquellas tierras. Cada cual lleva como trofeo la cabeza del enemigo que ha matado y la coloca a la entrada de su vivienda. A los prisioneros, después de haberles dado buen trato durante algún tiempo y de haberlos favorecido con todas las comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una asamblea, sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por el extremo de ella le mantiene a algunos pasos, a fin de no ser herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el amigo mejor del jefe; en esta disposición, los dos que le sujetan destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían algunos trozos a los amigos ausentes. Y no se lo comen para alimentarse, como antiguamente hacían los escitas, sino para llevar la venganza hasta el último límite; y así es en efecto, pues habiendo advertido que los portugueses que se unieron a sus adversarios ponían en práctica otra clase de muerte contra ellos cuando los cogían, la cual consistía en enterrarlos hasta la cintura y lanzarles luego en la parte descubierta gran número de flechas para después ahorcarlos, creyeron que estas gentes del otro mundo, lo mismo que las que habían sembrado el conocimiento de muchos vicios por los pueblos circunvecinos, que se hallaban más ejercitadas que ellos en todo género de malicia, no realizaban sin su por qué aquel género de venganza, que desde entonces fue a sus ojos más cruel que la suya; así que abandonaron su antigua práctica por la nueva de los portugueses. No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto, no sólo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo, después de muerto.

Crisipo y Zenón, maestros de la secta estoica, opinaban que no había inconveniente alguno en servirse de nuestros despojos para cualquier cosa que nos fuera útil, ni tampoco en servirse de ellos como alimento. Sitiados nuestros antepasados por César en la ciudad de Alesia, determinaron, para no morirse de hambre, alimentarse con los cuerpos de los ancianos, mujeres y demás personas inútiles para el combate.


Vascones, ut fama est, alimentis talibus usi

produxere animas.[269]


Los mismos médicos no tienen inconveniente en emplear los restos humanos para las operaciones que practican en los cuerpos vivos, y los aplican, ya interior ya exteriormente. Jamás se vio en aquellos países opinión tan relajada que disculpase la traición, la deslealtad, la tiranía y la crueldad, que son nuestros pecados ordinarios. Podemos, pues, llamarlos bárbaros en presencia de los preceptos que la sana razón dicta, mas no si los comparamos con nosotros, que los sobrepasamos en todo género de barbarie. Sus guerras son completamente nobles y generosas; son tan excusables y abundan en acciones tan hermosas como esta enfermedad humana puede cobijar. No luchan por la conquista de nuevos territorios, pues gozan todavía de la fertilidad natural que los procura sin trabajo ni fatigas cuanto les es preciso, y tan abundantemente que les sería inútil ensanchar sus límites. Encuéntranse en la situación dichosa de no codiciar sino aquello que sus naturales necesidades les ordenan; todo lo que a éstas sobrepasa es superfluo para ellos. Generalmente los de una misma edad se llaman hermanos, hijos los menores, y los ancianos se consideran como padres de todos. Estos últimos dejan a sus herederos la plena posesión de sus bienes en común, sin más títulos que el que la naturaleza da a las criaturas al echarlas al mundo. Si sus vecinos trasponen las montañas para sitiarlos y logran vencerlos, el botín del triunfo consiste únicamente en la gloria y superioridad de haberlos sobrepasado en valor y en virtud, pues de nada les servirían las riquezas de los vencidos. Regresan a sus países, donde nada de lo preciso los falta, y donde saben además acomodarse a su condición y vivir contentos con ella. Igual virtud adorna a los del contrario bando. A los prisioneros no les exigen otro rescate que la confesión y el reconocimiento de haber sido vencidos; pero no se ve ni uno solo en todo el transcurso de un siglo que no prefiera antes la muerte que mostrarse cobarde ni de palabra ni de obra; ninguno pierde un adarme de su invencible esfuerzo, ni se ve ninguno tampoco que no prefiera ser muerto y devorado antes que solicitar el no serlo. Trátanlos con entera libertad a fin de que la vida les sea más grata, y les hablan generalmente de las amenazas de una muerte próxima, de los tormentos que sufrirán, de los preparativos que se disponen a este efecto, del magullamiento de sus miembros y del festín que se celebrará a sus expensas. De todo lo cual se echa mano con el propósito de arrancar de sus labios alguna palabra blanda o alguna bajeza, y también para hacerlos entrar en deseos de fluir para de este modo poder vanagloriarse de haberlos metido miedo y quebrantado su firmeza, pues consideradas las cosas rectamente, en este solo punto consiste la victoria verdadera:


Victoria nulla est,

quam quae confessos animo quoque subjugat hostes.[270]


Los húngaros, combatientes belicosísimos, no iban tampoco en la persecución de sus enemigos más allá de ese punto de reducirlos a su albedrío. Tan luego como de ellos alcanzaban semejante confesión, los dejaban libres, sin ofenderlos ni pedirles rescate; lo más a que llegaban las exingencias de los vencedores era a obtener promesa de que en lo sucesivo no se levantarían en armas contra ellos. Bastantes ventajas alcanzamos sobre nuestros enemigos, que no son comunmente sino prestadas y no peculiares nuestras. Más propio es de un mozo de cuerda que de la fortaleza de ánimo el tener los brazos y las piernas duros y resistentes; la buena disposición para la lucha es una cualidad muerta y corporal; de la fortuna depende el que venzamos a nuestro enemigo, y el que le deslumbremos. Es cosa de habilidad y destreza, y puede estar al alcance de un cobarde o de un mentecato el ser consumado en la esgrima. La estimación y el valer de un hombre residen en el corazón y en la voluntad; en ellos yace el verdadero honor. La valentía es la firmeza, no de las piernas ni de los brazos, sino la del vigor y la del alma. No consiste en el valor de nuestro caballo ni en la solidez de nuestra armadura, sino en el temple de nuestro pecho. El que cae lleno de ánimo en el combate, si succiderit, de genu pugnat[271];el que desafiando todos los peligros ve la muerte cercana y por ello no disminuye un punto en su fortaleza; quien al exhalar el último suspiro mira todavía a su enemigo con altivez y desdén, son derrotados no por nosotros, sino por la mala fortuna; muertos pueden ser, mas no vencidos. Los más valientes son a veces los más infortunados, así que puede decirse que hay pérdidas triunfantes que equivalen a las victorias. Ni siquiera aquellas cuatro hermanas, las más hermosas que el sol haya alumbrado sobre la tierra, las de Salamina, Platea, Micala y Sicilia, podrán jamás oponer toda su gloria a la derrota del rey Leónidas y de los suyos en el desfiladero de las Termópilas. ¿Quién corrió nunca con gloria más viva ni ambiciosa a vencer en el combate que el capitán Iscolas a la pérdida del mismo? ¿Quién con curiosidad mayor se informó de su salvación que él de su ruina? Estaba encargado de defender cierto paso del Peloponeso contra los arcadios, y como se sintiera incapaz de cumplir su misión a causa de la naturaleza del lugar y de la desigualdad de fuerzas, convencido de que todo cuanto los enemigos quisieran hacer lo harían, y por otra parte, considerando indigno de su propio esfuerzo y magnanimidad, así como también del nombre lacedemonio er derrotado, adoptó la determinación siguiente: los más jóvenes y mejor dispuestos de su ejército reservolos para la defensa y servicio de su país, y les ordenó que partieran; con aquellos cuya muerte era de menor trascendencia decidió defender el desfiladero, y con la muerte de todos hacer pagar cara a los enemigos la entrada, como sucedió efectivamente, pues viéndose de pronto rodeado por todas partes por los arcadios, en quienes hizo una atroz carnicería, él y los suyos fueron luego pasados a cuchillo. ¿Existe algún trofeo asignado a los vencedores que no pudiera aplicarse mejor a estos vencidos? El vencer verdadero tiene por carácter no el preservar la vida, sino el batallar, y consiste el honor de la fortaleza, en el combatir, no en el derrotar.

Volviendo a los caníbales, diré que, muy lejos de rendirse los prisioneros por las amenazas que se les hacen, ocurre lo contrario; durante los dos o tres meses que permanecen en tierra enemiga están alegres, y meten prisa a sus amos para que se apresuren a darles la muerte, desafiándolos, injuriándolos, y echándoles en cara la cobardía y el número de batallas que perdieron contra los suyos. Guardo una canción compuesta por uno de aquéllos, en que se leen los rasgos siguientes: «Que vengan resueltamente todos cuanto antes, que se reúnan para comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de sus abuelos, que antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos músculos, estas carnes y estas venas son los vuestros, pobres locos; no reconocéis que la sustancia de los miembros de vuestros antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y encontraréis el guste de vuestra propia carne.» En nada se asemeja esta canción a las de los salvajes. Los que los pintan moribundos y los representan cuando se los sacrifica, muestran al prisionero escupiendo en el rostro a los que le matan y haciéndoles gestos. Hasta que exhalan el último suspiro no cesan de desafiarlos de palabra y por obras. Son aquellos hombres, sin mentir, completamente salvajes comparados con nosotros; preciso es que lo sean a sabiendas o que lo seamos nosotros. Hay una distancia enorme entre su manera de ser y la nuestra.

Los varones tienen allí varias mujeres, en tanto mayor número cuanta mayor es la fama que de valientes gozan. Es cosa hermosa y digna de notarse en los matrimonios, que en los celos de que nuestras mujeres echan mano para impedirnos comunicación y trato con las demás, las suyas ponen cuanto está de su parte para que ocurra lo contrario. Abrigando mayor interés por el honor de sus maridos que por todo lo demás, emplean la mayor solicitud de que son capaces en recabar el mayor número posible de compañeras, puesto que tal circunstancia prueba la virtud de sus esposos. Las nuestras tendrán esta costumbre por absurda, mas no lo es en modo alguno, sino más bien una buena prenda matrimonial, de la cualidad más relevante. Algunas mujeres de la Biblia: Lía, Raquel, Sara y las de Jacob, entre otras, facilitaron a sus maridos sus hermosas sirvientes. Livia secundó los deseos de Augusto en perjuicio propio. Estratonicia, esposa del rey Dejotaro, procuró a su marido no ya sólo una hermosísima camarera que la servía, sino que además educó con diligencia suma los hijos que nacieron de la unión, y los ayudó a que heredaran el trono de su marido. Y para que no vaya a creerse que esta costumbre se practica por obligación servil o por autoridad ciega del hombre, sin reflexión ni juicio, o por torpeza de alma, mostraré aquí algunos ejemplos de la inteligencia de aquellas gentes. Además de la que prueba la canción guerrera antes citada, tengo noticia de otra amorosa, que principia así: «Detente, culebra; detente, a fin de que mi hermana copie de tus hermosos colores el modelo de un rico cordón que yo pueda ofrecer a mi amada; que tu belleza sea siempre preferida a la de todas las demás serpientes.» Esta primera copla es el estribillo de la canción, y yo creo haber mantenido, suficiente comercio: con los poetas para juzgar de ella, que no sólo nada tiene de bárbara, sino que se asemeja a las de Anacreonte. El idioma de aquellos pueblos es dulce y agradable, y las palabras terminan de un modo semejante a las de la lengua griega.

Tres hombres de aquellos países, desconociendo lo costoso que sería un día a su tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y que su comercio con nosotros engendraría su ruina, como supongo que habrá ya acontecido, por la locura de haberse dejado engañar por el deseo de novedades, y por haber abandonado la dulzura de su cielo para ver el nuestro, vinieron a Ruán cuando el rey Carlos IX residía en esta ciudad. El soberano los habló largo tiempo; mostrárenseles nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran ciudad. Luego alguien quiso saber la opinión que formaran, y deseando conocer lo que les había parecido más admirable, respondieron que tres cosas (de ellas olvidé una y estoy bien pesaroso, pero dos las recuerdo bien): dijeron que encontraban muy raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien armados como rodeaban al rey (acaso se referían a los suizos de su guarda) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar (según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos la otra mitad), observaron que había entre nosotros muchas personas llenas y ahítas de toda suerte de comodidades y riquezas; que los otros mendigaban de hambre y miseria, y que les parecía también singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros, o no pusieran fuego a sus casas.

Yo hablé a mi vez largo tiempo con uno de ellos, pero tuve un intérprete tan torpe o inhábil para entenderme, que fue poquísimo el placer que recibí. Preguntándole qué ventajas alcanzaba de la superioridad de que se hallaba investido entre los suyos, pues era entre ellos capitán, nuestros marinos le llamaban rey, díjome que la de ir a la cabeza en la guerra. Interrogado sobre el número de hombres que le seguían, mostrome un lugar para significarme que tantos como podía contener el sitio que señalaba (cuatro o cinco mil). Habiéndole dicho si fuera de la guerra duraba aún su autoridad, contestó que gozaba del privilegio, al visitar los pueblos que dependían de su mando, de que lo abriesen senderos al través de las malezas y arbustos, por donde pudiera pasar a gusto. Todo lo dicho en nada se asemeja a la insensatez ni a la barbarie. Lo que hay es que estas gentes no gastan calzones ni coletos.


 

De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas

El más adecuado terreno, el que se encuentra más sujeto a error e impostura, es el discurrir sobre las cosas desconocidas pues en primer lugar, la singularidad misma del asunto hace que las concedamos crédito, y luego, como esas cosas no forman la materia corriente de nuestra reflexión, nos quitan el medio de combatirlas. Por eso dice Platón que es mucho más fácil cautivar a un auditorio cuando se le habla de la naturaleza de los dioses que cuando se trata de la naturaleza de los hombres; la ignorancia de los oyentes procura libertad grande al ocuparse de una cuestión oculta. De aquí se sigue que nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos; ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos, médicos, id genus omne[272], a los cuales añadiría de buen grado, si a tanto osara, una caterva de gentes, intérpretes y fiscalizadoras ordinarias de los designios de Dios, que hacen profesión de inquirir las causas de cada accidente y de ver en los arcanos de la voluntad divina los motivos inescrutables de sus obras; y aun cuando la variedad y continua discordancia de esos acontecimientos los lleva de un extremo al opuesto, de oriente a occidente, no por eso dejan de ser descifradores impertérritos, y con el mismo lapicero pintan lo blanco y lo negro.

En un pueblo de las Indias existe esta laudable costumbre: cuando pierden algún encuentro o batalla piden públicamente perdón al sol, que es su dios, de su culpa, como si hubieran cometido una acción injusta, relacionando su dicha o desdicha a la razón divina, y sometiéndola su juicio y sus acciones. Para un buen cristiano es suficiente creer que todas las cosas Dios nos las envía, y recibirlas además con reconocimiento de su divina o inescrutable sabiduría; así que deben tomarse siempre en buena parte, ya produzcan el mal ya el bien. No puedo menos de censurar la conducta que ordinariamente veo seguir a muchas gentes, las cuales apoyan nuestra religión conforme a la prosperidad de sus empresas. Cuenta nuestra fe bastantes otros fundamentos, sin necesidad de autorizarla con el curso bueno o malo de los acontecimientos terrenales. Acostumbrado el pueblo a aquellos argumentos, que aplaude y encuentra muy dignos de su agrado, se le expone a que su fe vacile cuando los sucesos le sean adversos y la ventura no le acompañe. Ocurre lo propio con nuestras guerras de religión; los que ganaron la batalla de la Rochelabeille, metieron grande algazara por semejante accidente, y se sirvieron de su fortuna para probar que era justa la causa que defendían; luego tratan de explicar sus descalabros de Montcontour y de Jarnac, diciendo que ésos fueron castigos paternales: si no tuvieran un pueblo a su disposición completa para embaucarlo, se convencería éste fácilmente de que todo eso no son más que artificios engañosos. Valdría mucho más enseñarle los sólidos fundamentos de la verdad. En estos meses pasados ganaron los españoles una batalla gloriosa contra los turcos, mandando las fuerzas cristianas don Juan de Austria. Otras derrotas hemos sufrido nosotros también por la voluntad de Dios, y eso que no somos turcos. En conclusión, es difícil acomodar las cosas divinas a nuestra balanza sin que sufran menoscabo. Quien pretenda explicarse que León y Arrio, principales sectarios de la herejía arriana, acabaron, aunque en épocas diversas, de muertes semejantes (retirados de la disputa a causa del dolor de vientre, ambos expiraron repentinamente en un común); quienquiera ver un testimonio de la venganza divina en la circunstancia de morir en un lugar tan inmundo, tendrá que añadir a aquéllas la muerte de Heliogábalo, que fue asesinado en una letrina; y sin embargo, Irene, santa mujer a quien adornaban todas las virtudes, se encuentra en el mismo caso. Queriendo Dios enseñarnos que los buenos tienen otra cosa que esperar y los malos otra cosa que temer que las bienandanzas o malandanzas terrenales, se sirve de ambas y las aplica por medios ocultos, despojándonos así de todo recurso de alcanzar torpemente nuestro provecho, con nuestra experiencia. Equivócanse de medio a medio los que quieren prevalerse de la razón humana, y jamás encuentran una explicación atinada sin que al punto les asalten dos contrarias; de lo cual saca san Agustín sólidos argumentos contra sus adversarios. Es un conflicto que solucionamos con las armas de la memoria más bien que con las de la razón. Menester es que nos conformemos con la luz que place al sol comunicarnos. Quien eleve la mirada a fin de procurarse claridad mayor, no extrañe si por castigo de su osadía se queda ciego. Quis hominum potest scire consilium Dei?, aut quis poterit cogitare quid velit Dominus?[273]



De cómo algunos buscaron la muerte por huir los placeres de la vida

La mayor parte de los antiguos filósofos convienen en que la muerte es preferible a la vida cuando de ésta se esperan más desdichas que bienandanzas; y afirman que poner ahínco en conservar la existencia para sufrir tormentos y trabajos es ir contra los preceptos mismos de la naturaleza, como enseñan estos versos griegos:


, [274]

 [275]

 [276 - 277]


Pero llevar el desdén de la muerte al extremo de buscarla para evitar honores, riquezas, grandezas y otros favores y bienes, que conocemos con el nombre de beneficios de la fortuna, como si la razón sola no bastara a persuadirnos de la conveniencia de abandonarlos sin necesidad de echar mano de aquel remedio supremo, no lo había visto ordenar ni practicar hasta que me cayó en las manos un pasaje de Séneca, en el cual el filósofo aconseja a Lucilio, personaje influyentísimo y de gran autoridad cerca del emperador que trueque la vida de voluptuosidad y pompa por el abandono del mundo, y se retire a la vida solitaria, apacible y filosófica. A la realización de tales consejos, Lucilio opone algunas dificultades: «Mi parecer es, le dice Séneca, que dejes esa manera de vivir o la vida misma; yo te aconsejo que sigas camino más apacible, y que mejor que romper, desates lo que tan mal has anudado; mas si no se pudiera desatar, rómpelo: no hay hombre tan cobarde que no prefiera caer de una vez a permanecer siempre tambaleándose.» Hubiera encontrado este consejo natural en la rudeza estoica, pero lo extraño es que está tomado de Epicuro, que escribe de un modo parecido a Idomeneo en una ocasión semejante. Algún rasgo análogo tengo idea de haber advertido entre nosotros, pero éste iba acompañado de la moderación cristiana.

San Hilario, obispo de Poitiers enemigo famoso de la herejía arriana, encontrándose en Siria tuvo noticia de que su hija única, que se llamaba Abra, a quien había dejado en las Galias en compañía de su madre, era solicitada para casarse por los importantes señores del país, como joven muy bien educada, hermosa, rica, y que se hallaba además en la flor de su edad; su padre la escribió (prueba tenemos de ello) que desechara su afición a todas esas bienandanzas y placeres con que la brindaban, porque él había encontrado en su viaje un partido preferible, mucho más digno y grande: un marido de magnificencia y poderío bien distintos, el cual la obsequiaría con trajes y joyas de valor inestimable. Su designio no era otro que hacerla perder el gusto de los placeres mundanos para que ganara la gloria; pero antojándosele que para ello el camino más breve y seguro era la muerte de su hija, no cesó un momento de pedir a Dios que la quitara del mundo y la llamase a su seno, como aconteció en efecto, pues al poco tiempo de regresar al país murió Abra, con lo cual su padre recibió singular contento. Este caso sobrepasa los anteriores, porque la muerte es solicitada, por intercesión de Dios, y demás porque es un padre quien la pide para su hija única; mientras que los otros se encaminan por sí mismos a la desaparición para la cual emplean medios exclusivamente humanos. No quiero omitir el desenlace de esta historia, aunque sea extraña al asunto de que hablo. Enterada la mujer de san Hilario de que la muerte de su hija aconteció por designio y voluntad del padre, e informada además de que la joven sería mucho más dichosa que si hubiera permanecido en este mundo, tomó una afección tan viva a la beatitud eterna y celeste, que solicitó de su marido con extrema insistencia el que rogara a Dios por su fin próximo. Oyendo Dios las oraciones de los esposos, la llamó poco después a su seno, y fue una muerte aceptada con singular contentamiento de ambos cónyuges.



Coincidencias del acaso y la razón

La inconstancia de los movimientos diversos de la fortuna es causa de que ésta nos muestre toda suerte de semblantes. ¿Hay algún acto de justicia más palmario que el siguiente? Habiendo resuelto el duque de Valentinois envenenar a Adriano, cardenal de Cornete, en cuya casa del Vaticano estaban invitados a comer el pan Alejandro VI su padre y aquél, mandó que llevaran al banquete antes de que él compareciera una botella devino envenenado, y ordenó al copero que la guardase cuidadosamente; como el papa llegara antes que el de Valentinois, y pidiera de beber, le sirvieron vino de la botella por suponer que era el mejor; el duque mismo pocos momentos después, creyendo que no habrían tocado a su vino, bebió a su vez, de suerte que el padre murió de repente, y el hijo, después de haber estado largo tiempo atormentado por la enfermedad, experimentó todavía suerte peor que si de ella hubiera sucumbido.

Diríase que algunas veces la fortuna se burla bonitamente de nosotros en los momentos más críticos. El señor de Estrée, a la sazón portaestandarte del señor de Vandome, el señor de Licques, teniente de la compañía del duque de Ascot, en ocasión en que ambos se encontraban enamorados de la hermana del señor de Foungueselles, aunque pertenecía a distintos partidos, el de Licques resultó vencedor; mas el mismo día de la boda, y lo que es aun más triste, antes de la noche nupcial, el recién casado, sintiendo deseos de romper una lanza en favor de su nueva esposa, salió a la escaramuza cerca de Saint-Omer, donde el de Estrée, desplegando superiores fuerzas, le hizo prisionero, y para sacar partido de su victoria, fue necesario además que la doncella,


Conjuges ante coacta novi dimittere collum,

quam veniens una atque altera rursus hyems

noctibus in longis avidum saturasset amorem[278],


la cual cortésmente le pidió luego que lo devolviera su prisionero, como así lo hizo el vencedor; que la nobleza francesa jamás rechazó a las damas ninguna petición.

Los caprichos de la fortuna parecen a veces combinados por el arte. Constantino, hijo de Elena, fundó el imperio de Constantinopla; al cabo de buen número de siglos, Constantino, hijo de Elena, lo acabó. En ocasiones se complace en sobrepasar hasta los mismos milagros a que damos fe. Sabemos que cuando Clodoveo cercó a Angulema, las murallas de la ciudad se desplomaron por gracia divina. Bouchet dice, tomándolo de otro autor, que en ocasión en que el rey Roberto sitiaba una plaza, habiéndose alejado del recinto de la misma para dirigirse a Orleáns a solemnizar la santa fiesta de Aignán, mientras asistía devotamente a la misa, los muros de la plaza sitiada cayeron de pronto en ruinas. La fortuna lo acomodó todo al revés en nuestras guerras de Milán, pues al capitán Ranse, de nuestro ejército, cercando a Erone, hizo poner la mina bajo una parte del muro, el cual, saltando bruscamente, cayó perpendicular, sin que por ello se vieran menos defendidos los sitiados.

Otras veces ejerce la medicina con singular acierto. Viéndose Jasón Fereo desahuciado por los médicos a causa de una apostema que tenía en el pecho, y ardiendo en deseos de limpiarse de ella aun a costa de la vida, lanzose en un combate en medio de la turba de los enemigos. Una herida que recibió la reventó la apostema y le curó radicalmente. El acaso sobrepasó al pintor Protógones en el conocimiento de su arte. Había el artista trasladado al lienzo la imagen de un perro rendido de fatiga, y estaba satisfecho de su obra en todos sus detalles, pero como no acertara a pintar a su gusto la espuma y la baba del animal, incomodado, cogió la esponja, y como estaba empapada con pinturas de diversos colores, al arrojarla contra el cuadro para borrarlo, la casualidad hizo que diera en el hocico del perro y realizara la obra que el arte no había podido efectuar. A veces endereza nuestras deliberaciones y las corrige viéndose obligada Isabel, reina de Inglaterra, a pasar de Zelanda a su país con el ejército para combatir en pro de su hijo contra su marido, la hubiera ido muy mal de llegar al puerto que deseaba, porque en él la aguardaban sus enemigos; mas contra su voluntad, el acaso arrojola en otra parte, donde pudo desembarcar con seguridad completa. Y aquel hombre de la antigüedad que al lanzar una piedra a un perro dio a su madrastra y la mató, ¿no tuvo motivo sobrado para recitar este verso?


 [279]


Icetas sobornó a dos soldados para dar muerte a Timoleón, que se encontraba en Adra, en Sicilia. Puestos de acuerdo para realizar su empresa en el momento en que la víctima celebrara algún sacrificio en el templo, hallándose ya en medio de la multitud, como se hicieran una seña para lanzarse a la obra, surge de pronto un tercero que acaba instantáneamente con su espada a uno de los asesinos y escapa. El compañero del muerto, suponiéndose descubierto y perdido, se dirige al altar y pide gracia prometiendo declarar toda la verdad. Tan luego como hubo relatado los pormenores de la conjura, aparece el que había huido, a quien habían atrapado, y a quien el pueblo maltrata, pisotea y arrastra hacia el lugar que ocupa Timoleón y los personajes principales de su séquito. Allí solicita la gracia del soberano y declara haber dado justa muerte al asesino de su padre, probando en el momento mismo, con testigos que su buena estrella le había procurado inopinadamente, que efectivamente su padre había sido muerto en la ciudad de los Leontinos por la misma persona a quien él acababa de matar. Entonces fue gratificado con diez minas áticas por haber tenido la dicha de vengar la muerte del autor de sus días, al par que salvado la vida del padre común de los sicilianos. Este conjunto de casualidades sobrepasa todas las previsiones de la prudencia humana.

Y para concluir, ¿no se descubre en el hecho siguiente una demostración palmaria del favor, bondad y piedad singulares de la fortuna? Proscriptos de Roma por los triunviros Ignacio y su hijo, determinaron ambos quitarse juntos la vida, dejándola el uno en las manos del otro para frustrar así la crueldad de los tiranos. Lanzáronse el uno contra el otro con la espada empuñada, e hizo el acaso que padre e hijo recibieran dos golpes igualmente mortales, concediendo además en honor de una tan hermosa amistad, que tuvieran todavía la fuerza de apartar de sus pechos los brazos armados y sangrientos, para estrecharse tan fuertemente, que los verdugos cortaron juntas las dos cabezas, dejando los cuerpos unidos, y juntas también las heridas, absorbiéndose amorosamente la sangre y los restos de una y otra existencia.



De un vacío en nuestros usos públicos

Mi difunto padre (que era hombre de juicio claro para no ayudarse sino de la experiencia natural) me habló hace tiempo de su deseo de ver establecido en las ciudades un lugar al cual pudieran acudir los que tuvieran necesidad de alguna cosa, y donde un empleado puesto al efecto registrase el asunto de que se tratara; por ejemplo, tal individuo quiere vender perlas, tal otro quiere comprar; tal persona desea compañía para ir a París; tal otra busca un servidor de ésta o de aquella condición; otro busca un amo; tal necesita un obrero; en fin, quiénes unas cosas, quiénes otras, cada cual según sus necesidades. Es probable que este medio de ponernos al corriente proporcionaría alguna ventaja al bienestar público, pues en toda ocasión hay cosas que se desean y por falta de comunicación se ven muchas gentes en la necesidad más extrema.

No puedo menos de recordar con vergüenza para nuestro siglo que a nuestra vista muchos excelentísimos personajes en ciencia por no tener que comer: Lilio Gregorio Giraldo, en Italia, Sebastián Castellón, en Alemania, y creo que existen miles de personas que los hubieran acomodado en condiciones muy ventajosas, o socorrido en las ciudades mismas donde se encontraban, de haber conocido su situación. El mundo no está tan universalmente corrompido; yo conozco alguien que desearía muy vivamente que los medios que los suyos le pusieron en las manos pudieran emplearse a tenor de los intereses de que goza, mientras a la fortuna plazca conservárselos, en poner al abrigo de la necesidad a los hombres singulares y notables en cualquier clase de saber y valer, a quienes la desdicha combate a veces hasta el último límite; esa persona les procuraría facilidades en las tenebreces de la vida, con las cuales, de ser razonables, se conformarían.

En el manejo de los asuntos de su casa, mi padre seguía un orden que yo ensalzo como merece, pero que no soy capaz de imitar. A más del registro de las cosas domésticas, donde se sientan las cuentas menudas, pagos, compras y en general todo aquello en que no precisa el concurso del notario, registro que está a cargo de un administrador, ordenaba a su secretario que tuviera un papel en el que se insertaban todos los acontecimientos dignos de alguna recordación, día por día; el cual formaba como las memorias para la historia de la casa, muy gratas de repasar cuando el tiempo comienza a borrar la huella de las cosas pasadas, y muy adecuado medio para saber en qué tiempo acontecieron. Consignábase la fecha en que tal trabajo se comenzó y la en que se acabó; quiénes fueron las personas que pasaron por su residencia, y cuánto tiempo se detuvieron; nuestros viajes, ausencias, matrimonios y defunciones; las noticias buenas y malas; el cambio de los principales servidores y otros sucesos análogos. Es ésta una costumbre antigua, que a mi entender debería refrescar cada cual en su chisconera. Yo reconozco la torpeza que cometí al dejar de practicarla.



De la costumbre de vestirse

Cualquiera que sea el asunto de que yo trate, siempre me precisa ir en algún respecto contra los usos recibidos; en tal grado éstos han tomado todas las- avenidas. Reflexionaba yo en esta fría estación del año si la costumbre de ir completamente desnudos en esas naciones últimamente descubiertas, la determina la temperatura cálida del aire, como vemos en los indios y en los moros, o si obedece a natural necesidad del hombre. Las gentes de entendimiento se han hecho con frecuencia consideraciones parecidas, puesto que todo cuanto cobija la bóveda celeste, como dice al Sagrada Escritura, está sujeto a las mismas leyes, entre las cuales se trata de distinguir las que son naturales de las que fueron falseadas, y de recurrir para buscar la razón primordial de las cosas al general gobierno del mundo, donde nada contrahecho puede haber. De suerte que, hallándose todos los seres vivos provistos de aguja o hilo para cubrir sus desnudeces, no es creíble que seamos sólo nosotros los que no podamos subsistir sin extraño auxilio. Así yo entiendo que como las plantas, los árboles, los animales y o por cuanto vive se encuentra por la naturaleza dotado de suficiente cobertura para defenderse de las injurias del tiempo,


Proptercaque fere res omnes, aut corio sunt

aut seta, aut conchis, aut callo, aut cortice, tectae, [280]


de igual beneficio gozábamos nosotros, pero como aquellos que prescinden de la luz del día para servirse de la artificial, hemos ahogado nuestros medios naturales para echar mano de los ajenos.

Es bien fácil convencerse de que la costumbre es la que nos hace imposible lo que en realidad no lo es, pues entre los pueblos que desconocen toda clase de vestidos los hay que están situados bajo un cielo semejante al nuestro, y también existen otros en que la temperatura es más ruda que la de nuestros climas. Consideremos además que las partes más delicadas de nuestro cuerpo las llevamos siempre al descubierto: los ojos, la boca, las narices y las orejas; y nuestros campesinos, como nuestros abuelos, llevan desnudos el pecho y el vientre. Si hubiéramos venido al mundo con el deber de vestir refajos y gregüescos, la naturaleza nos hubiera armado de una piel más resistente en el resto del cuerpo para soportar las intemperies, como ocurre con las yemas de los dedos y las plantas de los pies. Entre mi traje y el de un labriego de mi país encuentro mayor diferencia que entre su vestido y el de un hombre que va completamente desnudo. ¡Cuántos hombres hay, en Turquía sobre todo, que van en cueros vivos por practicar un acto devoto! No recuerdo quién preguntaba a un mendigo, a quien veía en camisa en pleno invierno, tan alegre como cualquiera otro que se tapa hasta las orejas, cómo podía vivir con tan ligero traje. «Usted, señor, respondió el interpelado, tiene la faz descubierta; pues bien suponga que yo soy todo faz.» Cuentan los italianos del bufón del duque de Florencia, que, preguntado por su amo cómo yendo tan mal ataviado podía resistir el frío, que él apenas soportaba, respondió: «Seguid mi ejemplo; echaos encima todos vuestros vestidos, como hago yo con los míos, y no tendréis frío ninguno.» El rey Masinisa no pudo nunca acostumbrarse a llevar cubierta la cabeza hasta que llegó a la vejez extrema, y soportaba así el frío, las tormentas y las lluvias. Lo propio se cuenta del emperador Severo. Refiere Herodoto, que en los combates de los egipcios y los persas, entre los que morían por haber recibido heridas en el cráneo, oponían mucha mayor resistencia los primeros que los segundos, en atención a que éstos llevaban siempre sus cabezas cubiertas con gorros y turbantes. Los egipcios llevaban las suyas rapadas desde la infancia y siempre a la intemperie. El rey Agesilao vistió siempre igual traje en invierno y en verano hasta la vejez más caduca. Según Suetonio, César marchaba constantemente a la cabeza de sus tropas, generalmente a pie, sin nada en la cabeza, lo mismo cuando hacía sol que cuando llovía. Otro tanto se dice de Aníbal,


Tum vertice nudo

excipere insanos imbres, caelique ruinam.[281]


Un veneciano que acaba de llegar del Perú, donde ha permanecido largo tiempo escribe que en aquellas regiones las gentes van descalzas hasta cuando cabalgan, y llevan cubiertas las demás partes del cuerpo. Platón aconseja expresamente, que para la conservación de la salud lo mejor de todo es llevar desnudos los pies y la cabeza. El monarca que los polacos han elegido para que los gobierne, después del nuestro, y que es en verdad uno de los príncipes más grandes de nuestro siglo, no lleva nunca guantes; así en invierno como en verano usa el mismo bonete en la calle con que se cubre la cabeza en su casa. De la propia suerte que yo no puedo tolerar el ir desabotonado ni con los vestidos sueltos, los jornaleros de mi vecindad se violentarían si lo fueran. Dice Varrón que al ordenar que permanezcamos con la cabeza descubierta en presencia de los dioses o del magistrado, se atiende más a nuestra salud y a fortalecernos contra las injurias del tiempo que al respeto y reverencia. Y puesto que hablamos del frío, y como franceses estamos habituados a abígarrarnos (aunque esto no reza conmigo, pues no me visto sino de negro o de blanco, a imitación de mi padre) añadamos otro sucedido. Refiere el capitán Martín del Bellay que en su viaje al Luxemburgo vio heladas tan terribles, que el vino de la guarnición se cortaba a hachazos y se pesaba al entregarlo a los soldados, que lo llevaban en cestos. Y Ovidio:


Nudaque consistunt formam servantia testae

vina, nec hausta meri, sed data frusta, bibunt.[282]


Las heladas son tan rudas en la embocadura del Palus Meotides[283], que en el mismo lugar en que el lugarteniente de Mitrídates libró a pie enjuto una batalla contra sus enemigos, llegado el verano ganó contra los mismos un combate naval. Los romanos experimentaron desventaja grande en el que sostuvieron contra los cartagineses cerca de Plasencia por haber entrado en la lid con la sangre congelada y los miembros ateridos por el frío; mientras que Aníbal mandó hacer hogueras para que se calentaran sus soldados, y además distribuyó aceite entre ellos a fin de que se untaran y vivificaran sus nervios, y también para que se cerrasen los poros contra el cierzo helado que reinaba.

La retirada de los griegos de Babilonia a su país es famosa por las dificultades y trabajos que tuvieron que vencer. Sorprendidos en las montañas de Armenia por una horrible tempestad de nieves, perdieron el conocimiento del lugar en que se hallaban y el de los caminos; y viéndose detenidos de pronto, permanecieron un día y una noche sin comer ni beber. La mayor parte de los animales que llevaban sucumbieron, y también muchos hombres; a otros cegó el granizo y el resplandor de la nieve; otros se quedaron cojos y muchos transidos, rígidos o inmóviles, conservando entera la lucidez de sus facultades.

Alejandro vio una nación en que se enterraban los árboles frutales durante el invierno para resguardarlos de las heladas. En nuestro país podemos también ver igual costumbre.

En punto a trajes, el rey de Méjico cambiaba cuatro veces al día sus vestiduras; nunca se servía de uno mismo dos veces, y empleaba tan gran deshecho en sus continuas liberalidades y recompensas. Tampoco usaba más que una sola vez de los jarros, platos y otros utensilios de mesa y cocina.



Del joven Catón

No soy de los que incurran en el error de juzgar a los demás según mis peculiares sentimientos. Creo de buen grado en las cosas que más difieren de mi naturaleza y de mi manera de ser. Por la circunstancia de sentirme inclinado a una costumbre no obligo a los demás a que la practiquen, como suele acontecer generalmente; creo y concibo mil maneras diferentes de vivir a la mía, y contraria mente a las ideas del vulgo, me hago cargo con mayor facilidad de la diferencia que de la semejanza, al poner otras existencias en parangón con la mía. Sé desembarazarme de mis gustos al juzgar a quien difiere de mis condiciones y principios, y considerarlo simplemente, en sí mismo, sin relación alguna extraña, juzgándolo sobre su propio modelo. Porque yo no sea continente no dejo de aprobar con sinceridad cabal la honestidad de los cartujos y capuchinos, ni de acomodarme mentalmente a su regla de vida; por medio del espíritu colócome en el lugar de aquellos varones y los estimo y los honro tanto mas cuanto son diferentes de mí. Yo deseo muy singularmente que a cada cual se le juzgue según es, y por lo que a mí toca, que no se me considere según los principios comunes. Mi flojedad no modifica en modo alguno la opinión que debe merecerme la fuerza y el vigor en los que poseen estas cualidades: Sunt qui nihil suadent, quam quod se imitari posse confidunt284. Porque yo me arrastre por el cieno no dejo de elevar hasta las nubes la inimitable alteza de algunas almas heroicas, y encuentro en mi meritorio tener el juicio bien equilibrado aun cuando los efectos de éste no correspondan a las acciones; así mantengo al menos sana esta parte principal de mi individuo, algo es ya tener la voluntad sana cuando las piernas faltan. El siglo en que vivimos, por lo menos en lo que a nuestros climas toca, es tan pesado de atmósfera que no ya la ejecución sino hasta la sola imaginación de la virtud es difícil, y diríase que ésta no es otra cosa que pura jerga de colegiales:


Virtutem verba putant, ut

lucem ligna[285],


quam vereri deberent, etiam si percipere non possent286; un chirimbolo para colgarlo en un gabinete, o un vocablo que tenemos en la punta de la lengua, y que suena en nuestro oído como cosa de adorno. Ya no se encuentra ni una sola acción virtuosa; las que lo parecen lo son sólo en apariencia, pues el provecho, la gloria, el temor, la costumbre y otras causas análogas, nos incitan a producirlas. Los actos de justicia, el valor y la benignidad que ponemos en práctica al realizar la virtud no pueden llamarse tales en cuanto los ejercemos por consideración a otro, para que ofrezcan buen cariz ante los ojos de los demás; en el fondo, quien aquellas cosas practica, no es virtuoso: la causa ocasional es distinta, y la virtud reconoce como suyo sólo lo que por sí misma ejecuta.

En aquella gran batalla de Platea, que los griegos ganaron a Mardonio y a los persas, bajo el mando de Pausanias, los vencedores, según la costumbre recibida, al repartirse la gloria de la expedición atribuyeron a la nación esparciata la primacía del valor en la lucha. Los espartanos, jueces excelentes en materia de virtud, luego que hubieron decidido en qué ciudadano de su nación debía recaer el honor de haberse conducido con mayor arrojo en la jornada, acordaron que Aristomedo había sido el más valeroso; mas a pesar del acuerdo no le concedieron ningún premio, porque su virtud había sido fruto del deseo de purgarse de la mancha en que incurriera en la batalla de las Termópilas; así es que quiso morir valientemente para librarse de su vergüenza pasada.

Nuestros juicios son malsanos y se acomodan a la depravación de las costumbres reinantes. Yo veo a la mayor parte de los espíritus de mi tiempo emplear su ingenio en obscurecer la gloria de las acciones más generosas de los antiguos, dándolas una vil interpretación, encontrando para aminorarlas ocasiones y causas baladíes. ¡Sutileza grande, en verdad! Presénteseme el acto más excelente y puro, y yo me encargo al momento de encontrar razones verosímiles para achacarlo a cincuenta intenciones viciadas. Más que en malicia incurren en pesadez y grosería los hombres que a tales tareas se consagran.

Igual trabajo y licencia que algunos emplean en la difamación de aquellos grandes nombres, y libertad análoga, tomaríame yo de buen grado para realzarlos a esos raros varones, escogidos para ejemplo del mundo por la aprobación de los sabios, no intentaré recargarlos de honor; por mucho que mi invención acertara a encontrar, fuerza es reconocer que todos los medios que nuestra imaginación pusiera en juego quedarían muy por bajo de su mérito. Es deber de las gentes honradas el pintar la virtud con sus bellos colores; de tal suerte no nos causará disgusto el que la pasión nos arrastre en pro de ejemplos tan santos. Lo que practican aquellos de que hablé antes tiene su fundamento en la maldad o en el vicio de ajustarlo todo a lo que se compagina con sus ideas personales, o también porque no tienen la mirada suficientemente fuerte ni suficientemente clara, ni habituada a concebir el espectáculo de la virtud en su pureza ingenua. Dice Plutarco que algunos escritores de su tiempo atribuyeron la causa de la muerte de Catón el joven al miedo que había tenido a César; de semejante interpretación protesta con razón sobrada el citado historiador, y puede juzgarse por este hecho cuánto más le hubiera ofendido el testimonio de los que la atribuyeron luego a la ambición. ¡Pobres gentes, no imaginan que antes hubiera realizado una acción heroica por la ignominia que por la gloria! Catón fue uno de esos hombres modelos que la naturaleza elige para mostrar hasta dónde pueden alcanzar la humana virtud y firmeza.

No me propongo extenderme ahora sobre esta magnífica acción; quiero sólo comparar los testimonios de cinco poetas latinos en alabanza de Catón, por el interés de éste, e incidentalmente también por el de los poetas. Ahora bien, el joven instruido en las cosas de la antigüedad hallará lánguidos los dos primeros en comparación con los otros, el tercero más vigoroso, pero a quien la extravagancia de su fuerza ha abatido; estimará, además, que queda todavía espacio para uno o dos grados de invención antes de llegar al cuarto; cuando llegue a éste la admiración le hará juntar las manos, y en el último, que es el primero en ciertos respectos, juzgará que a él no alcanza ningún humano espíritu y se admirará y traspondrá de admiración.

He aquí una cosa maravillosa: contamos con mayor número de poetas que de jueces e intérpretes de la poesía; es más fácil producirla que conocerla. Juzgándola superficialmente se la aplican los preceptos del arte; mas la buena, la suprema, la divina, está muy por cima de las reglas y de la razón. Quien discierne la belleza con vista reposada, no la ve, como no se ve tampoco el esplendor de un relámpago; la poesía no sólo interesa nuestro juicio, lo encanta y le trastorna.El furor que aguijonea a quien la sabe penetrar, comunícase también a quien la oye recitar, a la manera del imán que no sólo atrae la aguja, sino que también infunde a ésta la propiedad atractiva. Tal poder de la poesía se ve más palmario en los teatros; la sagrada inspiración de las musas arrastra al poeta a la cólera, al quebranto, al odio, transpórtale y lo conduce donde quiere; el fuego del poeta pasa al actor y de éste a todo el pueblo; diríase el contacto de las agujas imantadas suspendidas unas en otras. La poesía me conmovió y me transportó siempre, desde la primera infancia; mas tan vivo gusto y sentimiento, que reside naturalmente en mí, ha sido producido y excitado por modos diversos y formas distintas, no tanto más altas o más bajas, pues siempre fueron las más elevadas en cada género, como de índole diversa; primeramente fui atraído por la fluidez alegre e ingeniosa; luego por la sutileza aguda y refinada; y, por último, por la fuerza madura y constante. El ejemplo lo declarará mejor: Ovidio, Lucano, Virgilio.

Mas ved aquí ya a nuestros poetas en la arena:


Sit Cato, dum vivit, sane vel Caesare major[287]


dice uno:


Et invictum, devicta morte, Catonem[288],


dice otro; y el siguiente, hablando de las guerras civiles entre César y Pompeyo, escribe:


Victrix causa diis placuit sed victa Catoni[289];


el cuarto añade, a propósito de las alabanzas, que todos tributaban a César:


Et cuncta terrarum subacta,

praeter atrocem animum Catonis.[290]


Y el maestro del coro, luego de haber anunciado en su pintura los nombres de los más grandes romanos, concluye de este modo:


His dantem jura Catonem.[291]



De cómo reímos y lloramos por la misma causa

Cuando leemos en las historias que Antígono desaprobó completo por que su hijo le presentara la cabeza del rey Pirro, su enemigo, que acababa de encontrar la muerte en un combate contra aquél, y que habiéndola visto vertió abundantes lágrimas; que el duque Renato de Lorena, lloró también la muerte del duque Carlos de Borgoña, a quien acababa de vencer, y que vistió de luto en su entierro; que en la batalla d'Auray, ganada por el conde de Montfort contra Carlos de Blois, rival suyo en la posesión del ducado de Bretaña, el vencedor encontrando muerto a su enemigo experimentó duelo grande, no hay que exclamar con el poeta:


E cosi avven, che l'animo clascuna,

sua passion sotto'l contrario manto

ricopre, con la vista or'chiara, or'bruna.[292]


Refieren los historiadores que, al presentar a César la cabeza de Pompeyo, aquél volvió a otro lado la mirada, cual si se tratase de contemplar un espectáculo repugnante. Había existido entre ambos una tan dilatada inteligencia y sociedad en el manejo de los negocios públicos, tal comunidad de fortuna, tantos servicios y alianzas recíprocos, que no hay razón alguna para creer que la conducta de César fuese falsa y simulada, como estima Lucano:


Tutumque putavit

jam bonus esse socer; lacrymas non sponte cadentes

effudit, gemitusque expressit pectore laeto[293];


pues bien que la mayor parte de nuestras acciones no sean sino puro artificio, y que a las veces pueda ser cierto que


Heredis fletus sub persona risus est[294],


es preciso considerar que nuestras almas se encuentran frecuentemente agitadas por pasiones diversas y encontradas. De igual suerte que los médicos afirman que en nuestros cuerpos hay un conjunto de humores diferentes, de los cuales uno solo manda en los demás, según la naturaleza de nuestro temperamento, así acontece en nuestras almas; bien que diversas pasiones las agiten, es preciso que haya una que domine; este predominio no es completo sino en razón de la volubilidad y flexibilidad de nuestro espíritu y a veces los más débiles movimientos suelen dominar. Por esta razón vemos que no son sólo los niños los que se dejan llevar por la naturaleza, y ríen y lloran por una misma causa, sino que ninguno de nosotros puede preciarse de que, por ejemplo, al emprender algún viaje, al separarse e su familia y amigos no haya sentido decaer su ánimo; y si las lágrimas no brotan abiertamente de sus ojos, al menos puso el pie en el estribo con rostro melancólico y triste. Por grande que sea la llama que arde en el corazón de las jóvenes bien nacidas, precisa todavía arrancarlas del cuello de sus madres para entregarlas a sus esposos, diga Catulo lo que quiera:


Estne novis nuptis odio Venus?, anne parentum

frustrantur falsis gandia lacrymallis

ubertim thalami quas intra limina fundunt?

Non, ita me divi, vera gemunt, juverint.[295]


No es, pues, de maravillar el que se llore cuando muerto a quien en modo alguno quisiera verse vivo. Cuando yo lanzo alguna fuerte reprimenda a mi criado, lo regaño con todas mis fuerzas, diríjole verdaderas y no fingidas imprecaciones, pero pasado el acaloramiento, si el muchacho tuviera necesidad de mí, hallaríame de todo en todo propicio, pues cambio pronto de humor. Cuando lo llamo bufón y ternero, no pretendo colgarle para siempre tales motes ni creo contradecirme llamándole hombre honrado poco después. Ninguna cosa se apodera de nosotros completa y totalmente. Si no fuera cosa de locos el hablar a solas, apenas habría día en que yo dejara de propinarme recriminaciones a gritos, y sin embargo no siempre me recrimino ni me desprecio. Quien por verme frío o cariñoso con mi mujer estimara que uno de esos dos estados fuese fingido, se equivocaría neciamente. Nerón al separarse de su madre, a quien mandó ahogar, experimentó sin embargo la emoción del adiós maternal y sintió el horror y la piedad juntamente. Dicen que la luz solar no es de una sola pieza, sino que el astro nos envía vivamente, sin cesar, nuevos rayos, unos sobre otros, de suerte que no podemos apreciar el intervalo ni la solución de continuidad. Así nuestra alma lanza sus dardos uno a uno, aunque imperceptiblemente.


Largus enim liquidi fons luminis aetherius sol

inrigat assidue caelum candore recenti,

suppeditatque novo confestim lumine lumen.[296]


Artabano reprendió a Jerjes, su sobrino, por el repentino cambio de su continente. Considerando la desmesurada grandeza de las fuerzas guerreras que mandaba a su paso por Helesponto, cuando se dirigía a la conquista de Grecia, sintiose primero embargado por el contento, al ver a su servicio tantos millares de hombres, y su rostro dio claras muestras de alegría; mas de pronto, casi en el mismo instante, pensando en que tantas vidas se apagarían antes de que transcurriera un siglo, su frente se ensombreció, y se entristeció hasta verter lágrimas.

Perseguimos con voluntad decidida la venganza de una injuria y experimentamos contento singular por nuestra victoria; mas a pesar de ello lloramos, no por la ofensa vengada, pues en nosotros nada ha cambiado, sino porque nuestra alma considera la cosa desde otro punto de vista y se la representa de distinto modo; cada cosa ofrece diversos aspectos y matices diferentes.

El parentesco, las relaciones y amistades antiguas se apoderan de nuestra imaginación y la apasionan según las circunstancias, según la ocasión, mas la sacudida es tan fugitiva que no podemos apreciarla ni medirla:


Nil adeo fieri coleri ratione videtur,

quam si mens fiet propouit, et inchoat ipsa.

Ocies ergo animus, quam res se perci ulla,

ante oculos quarum in promptu natura videtur[297];


por esta razón, pretendiendo de todas estas formas pasajeras deducir una consecuencia, nos equivocamos. Cuando Timoleón llora la muerte que cometiera, después de madura y generosa deliberación, no lamenta la libertad que dio a su patria; tampoco lamenta la desaparición del tirano, sino que llora a su hermano. Una parte de su deber está desempeñada, dejémosle desempeñar la otra.



De la soledad

Dejemos a un lado la acostumbrada comparación de la vida solitaria con la vida activa. Y por lo que toca a la hermosa sentencia con que se amparan la ambición y la avaricia, o sea: «que no hemos venido al mundo para nuestro particular provecho, sino para realizar el bien común», consideremos sin reparo a los que toman parte en la danza; que éstos sondeen también su conciencia y reconozcan por él contrario que los empleos, cargos, y toda la demás trapacería del mundo, se codician principalmente para sacar de la fortuna pública provecho particular. Los torcidos procedimientos de que se echa mano en nuestro tiempo para alcanzar esas posiciones, muestran bien a las claras que el fin vale tanto como los medios. Digamos que la misma ambición nos hace buscar la soledad, pues aquélla es la que con mejor voluntad huye la sociedad, procurando tener los brazos libres. El bien y el mal pueden practicarse en todas partes; mas sin embargo, si damos crédito a la frase de Bias, quien asegura que «la peor parte de los humanos es la mayor», o a lo que dice el Eclesiastés, «que entre mil hombres no hay uno justo»,


Rari quippe boni: numero vix sunt totidem quot

Thebarum portae, vel divitis ostia Nili[298],


convendremos en que el contagio es inminente en la multitud. En medio de la sociedad hay que imitar el ejemplo de los malos o hay que odiarlos; ambas cosas son difíciles: asemejarse a ellos, porque son muchos, odiarlos mucho porque las maldades de cada uno son diferentes. Los comerciantes que viajan por mar siguen una conducta prudente cuando procuran que los que van en el mismo barco no sean disolutos, blasfemos, ni malos, estimando peligrosa toda sociedad. Por esta razón Bias dijo ingeniosamente a los que sufrían con él el peligro de una fuerte tormenta y llamaban a los dioses en su auxilio: «Callaos, que no se enteren de que estáis en mi compañía.» Otro ejemplo más reciente de la misma índole: Albuquerque, virrey de la India en nombre de Manuel, rey de Portugal, hallándose en inminente peligro en el mar, echó sobre sus hombros un muchacho, con objeto de que en su compañía la inocencia del niño le sirviera de salvoconducto para procurarse el favor divino y no perecer. Sin duda el que es virtuoso puede vivir en todas partes contento; puede estar solo hasta entre la multitud de la corte; mas si reside en su mano la elección, huirá hasta la vista de aquélla; en caso de necesidad absoluta soportará la sociedad palaciega; pero si de su voluntad depende el cambio, escapará a ella. No le basta haberse desligado de los vicios si precisa después que discuta con los de los otros. Carondas consideraba como malos todos los que frecuentaban la mala compañía, y entiendo que Antístenes no satisfizo con su respuesta a quien le censuró su trato con los perversos, cuando dijo que también los médicos viven entre enfermos, pues si ayudan a la salud de éstos, deterioran la propia por el contagio, la vista continua y la frecuentación de las enfermedades.

El fin último de la soledad es, a mi entender, vivir sin cuidados y agradablemente; mas para el logro del mismo no siempre se encuentra el verdadero camino. Créese a veces dejar las ocupaciones, y no se hace sino cambiarlas por otras: no ocasiona cuidados menores el gobierno de una familia que el de todo un Estado. Donde quiera que el alma esté ocupada, toda ella es absorbida; por ser los quehaceres domésticos menos importantes, no dejan de ser menos importunos. Por habernos alejado de la corte y de los negocios, no quedamos en situación más holgada en punto a las principales rémoras que acompañan nuestra vida:


Ratio et prudentia curas,

non locus effusi late maris arbiter, aufert[299];


la ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y la concupiscencia no nos abandonan por cambiar de lugar:


...Et

post equitem sede atra cura[300];


a veces nos siguen hasta los sitios más recónditos y hasta las escuelas de filosofía: ni los desiertos, ni los abismos, ni los cilicios, ni los ayunos sirven a desembarazarnos:


Haeret lateri lethalis arundo.[301]


Como dijeran a Sócrates que un individuo no había modificado su condición después de haber hecho un viaje: «Lo creo, respondió, sus vicios le acompañaron.»


Quid terras alio calentes

sole mumatus?Patriae quis exsul

se quoque fugit?[302]


Si el cuerpo y el alma no se desligan del peso que los oprime, el movimiento concentrará sólo la carga, como en un navío las mercancías ocupan menos espacio después del viaje. Mayor mal que bien se procura al enfermo haciéndole cambiar de lugar; el mal se comprime con el movimiento, como la estaca se introduce más en la tierra cuanto más se la empuja. No basta dejar el pueblo, no basta cambiar de sitio, es preciso apartarse de la general manera de ser que reside en nosotros, es necesario recogerse y entrar de lleno en la posesión de sí mismo.


Rupi jam vincula, dicas:

nam luctata canis nodum arripit; attanem illi,

quum fugit, a collo trahitur pars longa catenae.[303]


Llevamos con nosotros la causa de nuestro tormento. No poseemos libertad completa; volvemos la vista hacia lo que hemos dejado y con ello llenamos nuestra imaginación:


Nisi purgatum est pectus, quae praelia nobis

atque pericula tunc ingratis insinuandum?

Quantae conscindunt hominem cuppedinis acres

sollicitum curae?, quantique perinde timores?

Quidve superbia spurcitia, ac petulantia, quantas

Efficiunt clades?, quid luxus, desidiesque?[304]


Radica el mal en nuestra alma, y por consiguiente de ella no puede desligarse;


In culpa est animus, qui se non affugit unquam.[305]


Así, pues, es inevitable que aquélla se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues que tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro contentamiento dependa únicamente de nosotros; desprendámonos de todo lazo que nos sujete a los demás; ganemos conscientemente él arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.

Habiendo Estilpón escapado con vida del incendio de su ciudad, en el mal perdió mujer, hijos y bienes de fortuna, Demetrio Poliorcetes, viéndole en tan terrible ruina sin manifestar ninguna pena, preguntole si por ventura no había experimentado ninguna pérdida, a lo cual Estilpón respondió que no, que gracias a Dios nada suyo había perdido. La misma idea expresó ingeniosamente el filósofo Antístenes, cuando dijo que él hombre debía proveerse de municiones que flotasen en el agua y que pudieran salvarse con él a nado del naufragio. Y así debe ser en efecto; el verdadero filósofo nada ha perdido si salvó su conciencia y su ciencia. Cuando la ciudad de Nola fue arrasada por los bárbaros, Paulino, su obispo, que perdió cuanto poseía y fue además encarcelado, rogaba así a Dios: «Señor, librame de sentir esta pérdida, pues bien sabes que a nada han llegado todavía de lo que es mío.» Las riquezas que le hacían rico y los bienes que le hacían bueno estaban todavía intactos. He aquí un modo acertado de escoger los tesoros que pueden librarse de la injuria, y de ocultarlos en lugar donde nadie vaya, donde nadie pueda ser traicionado más que por sí mismo. Tenga en buen hora mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud quien pueda, mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha; es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito; discurrir y reír cual si no tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir. No temamos, pues, en esta soledad que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone:


In solis sis tibi turba locis.[306]


La virtud se conforma consigo misma, sin necesidad de echar mano de disciplinas, palabras ni otros auxilios. Entre todas las acciones que practicamos, de mil no hay siquiera una sola que nos interese realmente. Ese que ves escalando las ruinas de esa fortificación, furioso y fuera do sí, expuesto a recibir el disparo de los arcabuces, ese otro cubierto de cicatrices, transido y pálido por el hambre, decidido a morir antes que abrirle la puerta, ¿crees que tales proezas las realizan por sí mismos? Las llevan a cabo por un hombre a quien jamás vieron, el cual no se cura siquiera de que existan en el mundo; por un hombre sumido en la ociosidad y en los deleites. Ese otro que ves abandonar el estudio a media noche, legañoso, acometido por la tos y mugriento, ¿piensas acaso que busca en los libros el medio de mejorar su condición moral, de alcanzar vida más satisfecha y prudente? Nada de eso; llegara su última hora, y reventará, o habrá enseñado a la posteridad la medida de los versos de Plauto y la recta ortografía de una palabra latina. ¿Quién no cambia gustoso la salud, el reposo y la vida por la reputación y la gloria, que es la moneda más inútil, vana y falsa que exista para nuestro provecho? Como si nuestra propia muerte no bastara a darnos miedo, preocupámonos también de la de nuestras mujeres, de la de nuestros hijos y la de todos nuestros servidores. Como si nuestros asuntos peculiares no nos ocasionaran sobrados cuidados, echamos sobre nuestros hombros los de nuestros vecinos y amigos para atormentarnos Y rompernos la cabeza.


Vah!, quemquamne hominem in animum instituere, aut

parare, quod sit carius, quam ipse est sibi?[307]


Paréceme más adecuada la soledad para aquellos que han consagrado al mundo su vida más activa y floreciente, conforme al ejemplo de Thales. Bastante se ha vivido para los demás; vivamos en lo sucesivo para nosotros, al menos lo que nos resta de existencia; dirijamos a nosotros y a nuestro sabor nuestras intenciones y pensamientos. No es cosa nimia la de buscar acertadamente su retiro; éste es por sí solo ocupación sobrada sin que con él mezclemos otras empresas. Puesto que Dios nos da lugar para disponer de nuestra partida del mundo, preparémonos, hagamos nuestro equipaje, despidámonos con tiempo de la sociedad, desprendámonos de todo lo ajeno a nuestra determinación, y le todo lo que nos aleja de nosotros mismos.

Es indispensable desposeerse de toda obligación importante; y bien que se guste de esto o de aquello, no inquietarse más que de sí mismo; que si alguna cosa nos interese no sea en tal grado que esté como pegada a nuestra naturaleza, de tal suerte que no pueda separársela sin arrancarnos la piel y llevarse consigo alguna parte de nuestro ser. La primera de todas las cosas de este mundo es saber pertenecerse a sí mismo. Tiempo es ya de que nos desatemos de la sociedad, puesto que nada podemos procurarla, y quien no puede prestar, impóngase el sacrificio de no pedir prestado. Los alientos nos faltan, retirémonos y concentrémonos en nosotros. Aquel que pueda echar por tierra, sacándolas de sus propias fuerzas, las obligaciones de la amistad y de la sociedad, que lo haga. En el período del decaimiento que convierte al hombre en ser inútil, pesado o importuno a los demás, librese a su vez de ser importuno a sí mismo, pesado o inútil. Alábese y acariciese, y sobre todo gobiérnese, respetando y temiendo su razón y su conciencia hasta tal punto que no pueda, sin que padezca su pudor, tropezar en presencia de ellas. Rarum est enim, ut satis se quisque vereatur308. Decía Sócrates que los jóvenes debían instruirse; los hombres ocuparse en la práctica del bien, y los viejos apartarse de toda ocupación civil y militar, viviendo libres, sin obligación ninguna determinada. Hay naturalezas que son más propicias que otras a estas condiciones del retiro. Aquellos cuya percepción es débil y floja, cuya voluntad y facultades afectivas son delicadas y no se pliegan fácilmente, a los cuales pertenezco yo por natural complexión y raciocinio, se avendrán mejor con la soledad que las almas activas y laboriosas, que todo lo abrazan y a todo se ligan, se apasionan por todas las cosas, se ofrecen y se hacen visibles en toda circunstancia. Es preciso servirse de estas cualidades accidentales, que no dependen de nosotros, en tanto que su ejercicio nos sea grato, mas sin hacer de ellas nuestra principal ocupación; la razón y la naturaleza se oponen a ello. ¿Por qué contra sus leyes hacer depender nuestra calma y tranquilidad del poder y voluntad de otro? Adelantad además los accidentes de la fortuna; privarse de las comodidades que se tienen a la mano, como algunos hicieron por religiosidad y los filósofos por principio; privarse de servidores, tener por lecho las piedras, saltarse los ojos, arrojar al agua las riquezas, buscar el dolor, los unos con el designio de alcanzar por el tormento de esta vida la dicha en la otra, los otros porque estando colocados en la condición más baja quieren asegurarse contra nueva caída, acciones son todas éstas que acusan una virtud excesiva. Las naturalezas más fuertes y mejor templadas, hasta con su alejamiento del mundo realizan un acto ejemplar y glorioso:


Tuta et parvula laudo

quum res deficiunt, satis inter vilia fortis:

verum, ubi quid melius contingit et unctius, idem

hos sapere, et solos aio bene vivere, quorum

conspicitur nitidis fundata pecunia villis.[309]


En cuanto a mí, me basta con mucho menos, sin ir tan lejos como esas almas fuertes. Bástame, con la ayuda de la fortuna, prepararme a su disfavor; con representarme, estando en situación grata, la desdicha venidera, tanto como la imaginación puede realizarlo, de la propia suerte que nos acostumbramos a las justas y torneos simulando la guerra en plena paz. No tengo al filósofo Arcesilao como menos ordenado en sus costumbres porque usara utensilios de oro y plata, según que sus medios se lo consentían; al contrario; con mejores méritos le creo porque empleó su fortuna moderada y liberalmente, que si de su riqueza se hubiera privado. Comprendo hasta qué límites puede llegar la necesidad natural, y cuando veo un pobre mendigo a mi puerta, a veces más contento y más sano que yo, me coloco en su lugar e intento aplicar mi alma en la suya; y continuando del propio modo con los otros casos, aunque crea tener la muerte, la pobreza, el desdén del prójimo sobre mí, me determino fácilmente a no horrorizarme por lo que no causa horror a un hombre que vale menos que yo, el cual recibe aquellos males con paciencia; y no me resigno a creer que la bajeza de alma pueda más que el vigor o que el esfuerzo de raciocinio para soportar las desdichas. Conociendo cuán poco valen las comodidades accesorias de la vida, nunca dejo de suplicar a Dios en mis oraciones que siembre el contento en mi espíritu por los bienes que nacen de mí. Yo veo jóvenes gallardos que disfrutan de salud excelente, los cuales se proveen anticipadamente de píldoras para tomarlas cuando el romadizo los moleste, al cual temen tanto menos cuanto que creen tener el remedio a la mano; esa conducta hay que seguir, y mas aún: por si una dolencia más fuerte nos ataca, proveámonos de los medicamentos que adormecen la parte dolorida.

La ocupación que precisa elegir en la vida solitaria, no debe ser de índole penosa ni ingrata; de otro modo, ¿para qué nos serviría haber buscado el reposo? Aquélla depende del gusto particular de cada uno. El mío en manera alguna se acomoda al manejo de los negocios domésticos; los que de ellos gustan, entréguense con moderación


Comentur sibi res, non se submittere rebus.[310]


De lo contrario, practicase un oficio servil, consagrándose con ahínco a la economía doméstica, como la llama Salustio. Esta, sin embargo, incluye algunas cosas que no son indignas, como el cuidado de los jardines, que según Jenofonte ocupaba a Ciro, y puede encontrarse un término medio entre aquella ocupación bajuna y la profunda y extrema desidia, que lo deja caer todo en el abandono, como acontece a muchos:


Democriti pecus edit agellos

cultaque, dum peregre est animus sine corpore velox.[311]


Oigamos el precepto que Plinio el joven da a Cornelio Rufo, su amigo, para vivir en el retiro: «Te recomiendo, le dice, que en esa completa y espléndida soledad en que vivos dejes a tus gentes el abyecto y bajo cuidado doméstico; conságrate al estudio de las letras para sacar de él algo que te pertenezca por entero.» Plinio alude a la reputación, de la cual tenía un concepto análogo al de Cicerón, quien quería emplear su soledad y apartamiento de los negocios en procurarse por sus escritos vida inmortal.


Usque adeone

scire tuum nihil est, nisi te scire hoc, sciat alter.[312]


Parece cosa razonable, puesto que se habla de alejarse del mundo, que de él se aparte la vista por completo. Los que se curan de la fama, no la desvían sino a medias; ocúpanse en hacer proyectos para cuando hayan salido de él; mas el provecho de su designio pretenden sacarlo todavía fuera del mundo, del cual están ausentes merced a una contradicción ridícula.

La imaginación de las personas piadosas que por devoción buscan la soledad, llenando su ánimo con la seguridad de las promesas divinas en la otra vida, está más plenamente satisfecha que la de aquéllos. Proponiéndose como norma el servicio de Dios, objeto infinito en bondad y en poder el alma halla siempre medio de aplacar sus deseos bien de su grado; las aflicciones, los dolores, conviértense para ellas en cosas provechosas empleadas en la conquista o la salud y dicha eternas; la muerte las procura el paso de la salud y dicha eternas, la muerte las procura el paso a un estado tan perfecto; la rigidez de su regla de vida se atenúa al punto por la costumbre, y los apetitos carnales se ven enfriados y adormecidos por la inacción, pues nada los aumenta más que el uso y ejercicio. Este solo fin de otra vida dichosamente inmortal, merece lealmente que abandonemos las comodidades y dulzuras de este mundo; y el que puede abrasar su alma con ardor de fe tan viva y esperanza tan grande por modo real y constante, créase en la soledad una existencia llena de goces y delicias muy por cima de toda otra suerte de vivir.

Ni el fin ni los medios del consejo que daba Plinio a Rufo me satisfacen; diríase que recaemos siempre de fiebre en calentura. La ocupación del estudio es tan penosa como cualquiera otra, e igualmente que las demás enemiga de la salud, que es cosa esencialísima, razón por la cual no hay que dejarse adormecer por el placer que aquél procura. El gusto que su pasión nos comunica es semejante al que pierde a los emprendedores, a los avariciosos, a los voluptuosos y a los ambiciosos. Los filósofos nos enseñan de sobra a guardarnos de la traición de nuestros apetitos, a distinguir los verdaderos placeres de los que van mezclados y entreverados con mayor trabajo; pues la mayor parte de nuestros goces, dicen aquéllos, nos cosquillean y nos abrazan para luego estrangularnos, como hacían los ladrones que los egipcios llamaban filistas. Si el dolor de cabeza se apoderase de nosotros antes de la borrachera, nos guardaríamos de beber demasiado; mas el deleite, a fin de engañarnos, va delante y nos oculta las consecuencias. Los libros son gratos pero si a causa de su frecuentación perdemos la alegría y la salud, que son nuestros mejores atributos, echémoslos a un lado; yo soy de los que creen que el fruto del estudio no puede compensar aquella pérdida. Del propio modo que los hombres que de antiguo se sienten debilitados por alguna indisposición concluyen por echarse en brazos de la medicina, y hacen que se les ordene un régimen de vida para practicarlo religiosamente, así quien se retira disgustado y aburrido de la vida común debe acomodar su vivir a los preceptos de la razón, ordenarlo premeditada y discursivamente. Debe despedirse de toda suerte de trabajo, de cualquier naturaleza que sea, y huir en general las pasiones enemigas de la tranquilidad del cuerpo y del alma, «eligiendo el camino que mejor se avenga con su carácter»,


Unusquisque sua noverit ire via.[313]


En el gobierno doméstico, en el estudio, en la caza, en cualquiera otro ejercicio, puede llegarse hasta el último límite del placer y cuidar de no tocar más adentro, allí donde la pena comienza a tomar parte. En cuanto a ocupación y trabajo, bastan sólo los suficientes para mantenernos en vigor y librarnos de las incomodidades que acompañan a los que caen en el extremo de una ociosidad cobarde y adormecida. Hay ciencias que de suyo son estériles y espinosas; la mayor parte de ellas han sido forjadas para el mundo, y deben dejarse a los que al servicio del mundo se consagran. Para mi uso no gusto más que de libros agradables y poco complicados, que me regocijen, o de los que me consuelan y contribuyen a ordenar mi vida y a disponerme a una buena muerte:


Tacitum silvas inter reptare salubres

curantem, quidquid dignum sapiente bonoque est.[314]


Los hombres superiores pueden forjarse un reposo espiritual, puesto que están dotados de un alma vigorosa; la mía es vulgar, y precisa por ello que yo contribuya a mi sostenimiento, ayudándome con las comodidades corporales. La edad me ha desposeído de las que eran de mi agrado, y ahora trato de afinarme para disfrutar aquellas que más convienen a mis años. Es indispensable defender con garras y dientes el uso de los placeres de la vida, que la edad nos va arrancando sucesivamente:


Carpamus dulcia; nostrum est,

quod vivis: cinis, et manes, et fabula fies.[315]


En cuanto a perseguir como fin la gloria, según nos proponen Cicerón y Plinio, mi designio está bien lejos de ello. La disposición de ánimo que más se aparta del retiro, es precisamente la ambición; gloria y reposo son dos cosas que no pueden cobijarse bajo el mismo techo a mi dictamen, aquellos no tienen sino los brazos y las piernas fuera de la sociedad, su espíritu y su alma permanecen más que nunca amarrados al mundo:


Tun, vetule, auriculis alienis colligis escas?[316]


Sólo se han echado atrás para tomar carrera de un modo más seguro, para proveerse de un movimiento más fuerte y abrir así mejor la brecha entre la multitud. ¿Queréis convenceros de que no se apartaron ni un ápice de las vanidades terrenas? pongamos en parangón el parecer de dos filósofos y de dos sectas bien opuestas. Escribiendo el uno a Idomeneo y el otro a Lucilio, sus amigos, a fin de alejarlos del manejo de los negocios y grandezas de la vida: «Habéis vivido hasta ahora, les decían Epicuro y Séneca, nadando y flotando; venid a morir al puerto; habéis consagrado a la luz todo el tiempo que vivisteis; consagrad a la sombra lo que os resta. Es imposible dejar los negocios si al mismo tiempo no se deja el fruto; deshaceos, pues, de todo lo que se llama renombre y gloria, porque es posible que el resplandor de vuestras acciones pasadas os ilumine demasiado y os acompañe hasta vuestra gruta. Dejad con los otros deleites el que produce la alabanza del mundo, y que vuestra ciencia y vuestros merecimientos no os preocupen ya, que no quedarán sin recompensa si vosotros los superáis. Acordaos de aquel a quien preguntaron por qué razón se desvelaba tanto en alcanzar competencia en un arte de que casi nadie podía tener conocimiento: 'Yo me conformo con poca cosa, respondió; con una persona me basta, y con ninguna también me basta', y decía bien. Vosotros y un amigo sois suficiente teatro el uno para el otro, o cada uno distintamente para vivir consigo mismo. Es una ambición cobarde el pretender alcanzar gloria de la ociosidad del retiro; imitemos a los animales que borran la huella que marcaron con sus pasos a la entrada de sus guaridas. Lo que precisa buscar no es que el mundo hable de vosotros, sino que vosotros habléis con vuestras almas respectivas. Recogeos en vosotros mismos mas preparaos previamente a encontraros en disposición de recibiros; sería insensato el fiaros en vosotros si carecéis de fuerzas para gobernaros. Hay ocasión de incurrir en falta lo mismo en a soledad que en el mundo. Hasta, que la perfección resida en vuestras almas de tal suerte que lleguéis a asemejaros a las personas ante quienes jamás osarais incurrir en falta; hasta que poseáis el pudor y respeto de vosotros mismos, obversentur species honestae animo[317]; aparezcan siempre a vuestra mente las figuras de Catón, Foción y Arístides, en presencia de los cuales, hasta los locos ocultarían sus faltas. Sin apartar la vista de ellos examinad vuestros actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones os conducirá al buen camino; ellos os sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto. Y habiendo ya comprendido cuáles son los verdaderos bienes, aquellos que se disfrutan mejor cuanto más rectamente se aprecian, conformarse con ellas, sin acariciar el menor deseo de aumentar el renombre.» He aquí lo que preceptúa y aconseja la filosofía sencilla y verdadera, que en nada se parece a la otra, amiga de la ostentación y la charla, la cual patrocinaban, Cicerón y Plinio el joven.



Consideración sobre Cicerón

Dedúcense de los escritos de Cicerón y Plinio, como semejante él de éste, a mi entender, al carácter de su tío, testimonios numerosos de la ambiciosa manera de ser de ambos, entre los cuales figura el de solicitar sin ambajes que los historiadores de su tiempo no los olviden en sus anales. El acaso, como por ironía, hizo llegar hasta nosotros la vanidad de tales suplicas, pero no las historias ni los panegíricos. Mas sobrepasa toda suerte de bajeza en personas de tal rango, la circunstancia de haber querido sacar partido para su gloria de la cháchara, hasta el punto de emplear en beneficio de aquélla las cartas privadas, escritas a sus amigos; de suerte que algunas, no habiendo sido enviadas a tiempo, no por ello dejaron de publicarlas, so pretexto de que no querían perder sus vigilias y trabajo. ¿Es acaso propio de dos cónsules romanos, magistrados, soberanos de la república gobernadora del mundo el ocupar los momentos de ocio en preparar con toda la lentitud necesaria, frase por frase, una misiva de que sacar la reputación de poseer a maravilla el lenguaje de sus nodrizas respectivas? ¿Qué podría hacer peor un simple maestro de escuela que con sus palotes ganara su vida? Si las empresas de Jenofonte y César no hubieran con mucho sobrepasado la elocuencia de ambos, creo que jamás las hubieran escrito; quisieron éstos recomendar lo que hicieron, no lo que escribieron, y si la perfección en el hablar pudiera añadir algo a la gloria de un personaje importante, Escipión y Lelio no hubiesen cedido el honor de las comedias que compusieron y las delicadezas todas de la lengua latina a un siervo africano: que tales obras sean de aquéllos, su belleza y excelencia lo pregonan de sobra, el mismo Terencio lo confiesa. Por mi parte me desagradaría encontrar razones para creer lo contrario.

Constituye una especie de burla o injuria el querer enaltecer a un hombre por las cualidades que se avienen mal con su categoría, aunque tales prendas sean consideradas estimables desde otros puntos de vista; como por ejemplo, el alabar a un monarca como buen pintor o excelente arquitecto, y ni aun como buen arcabucero o maestro en el arte de correr sortija. Estos encomios no son honrosos ni dignos, si no se presentan en conjunto, después de los que son más pertinentes a los personajes a quienes se consagran, que deben ser la justicia y la ciencia de gobernar su pueblo, así en la paz como en la guerra. De tal suerte es Ciro digno de alabanza por el conocimiento de la agricultura, y Carlomagno por su elocuencia y penetración en todo lo relativo a las bellas letras. Yo he visto tener muy en poco sus estudios, desdeñar las ciencias y afectar una ignorancia que el pueblo no puede suponer en personas que pasan por competentes, las cuales se recomendaban por otras cualidades. Los compañeros de Demóstenes en la embajada que visitó a Filipo, alababan a este príncipe por ser hermoso, elocuente y buen bebedor. Demóstenes reponía que elogios semejantes convenían mejor a una dama, a un abogado o a una esponja, que a un rey:


Imperet bellante prior, jacentem

lenis in hostem[318],


la profesión del cual no consiste precisamente en ser buen cazador o impecable bailarín:


Orabunt causas alu, caelique meatus

describent radio, et fulgentia sidera dicent;

hic regere imperio populos sciat.[319]


Plutarco es todavía más explícito en este punto, y dice que mostrarse tan aventajado en esos méritos menos necesarios, es declarar a voces haber empleado mal el tiempo y el estudio que debieron consagrarse a cosas más necesarias útiles. Filipo de Macedonia, después de oír cantar a su hijo Alejandro, a gusto de los mejores músicos: «¿No te da vergüenza, le dijo, cantar tan bien?» Un músico que discutía con el mismo Filipo de cosas tocantes a su arte, dijo al príncipe: «No quiera Dios, señor, que os acontezca la desgracia de llegar a ser más competente que yo en las cosas de mi oficio.» Un soberano debe hallarse en el caso de responder lo que contestó Ifícrates al orador que le censuraba en su invectiva, de esta suerte: «En suma, ¿quién eres tú para echarlas tan de valiente? ¿Eres guerrero, arquero, piquero? -No soy nada de eso, pero en cambio soy quien sabe mandar a todos los que has citado.» Antistenes consideró como cosa de escasa monta en Ismenias, el que le ensalzara como flautista excelente.

Yo bien sé, cuando oigo a alguien que se detiene a encomiar el lenguaje de los Ensayos, cuál es su intento: me gustaría mejor que se callara: su propósito no es tanto ensalzar la elocución como deprimir el sentido, con tanta mayor ambigüedad, cuanta mayor es la malicia que la alabanza emplea. O yo me equivoco grandemente, o si muchos otros escriben con mayor profundidad que yo, malo o bueno, mi libro es de tal naturaleza que apenas hay ninguno en que se hallen acumulados mayor número de sustanciosos materiales, o al menos más copiosamente amontonados. Para de dejar más lugar a las ideas echo mano sólo de las principales, y si en desarrollarlas me detuviera, multiplicaría muchas veces este volumen. ¡Cuántas citas he traído a colación que nada dicen en apariencia, y que meditadas con detenimiento darían lugar a ensayos numerosos! Ni estas citas, ni mis comentarios sirven solo de ejemplo, autoridad u ornato; no las considero exclusivamente por el uso que hago de ellas: muchas veces tienen otros fines, y pudieran ser la semilla de una materia más rica y más vigorosa, lo mismo para mí, que no quiero sacar mayor partido en los pasajes donde las coloco, que para quien bien penetre el sentido de lo que escribo.

Volviendo a la virtud parlera, dirá que no establezco distinción alguna entre no saber más que expresarse mal o no saber sino hablar elegantemente. Non est ornamentum virile, concinnitas[320]. Dicen los filósofos que en punto a ciencia nada hay superior a la filosofía, y por lo que a los efectos toca, nada aventaja a la virtud, que generalmente es adecuada a todos los grados y a todos los órdenes de la vida.

Algo semejante a la vanidad de Cicerón y Plinio es la de Séneca y Epicuro; estos dos filósofos prometen también una duración eterna a las cartas que escriben a sus amigas, pero de modo diverso a la de aquéllos, prestándose por cumplir un servicio en pro de la vanidad ajena, pues los informan que si el interés de ser famosos en los venideros siglos los retiene todavía en el manejo de los negocios públicos, haciéndoles temer la soledad y el retiro, adonde quieren llamarlos para que no emprendan ocupaciones nuevas, añadiendo que sus actos pasados los acreditan para con la posteridad, y que las solas cartas que escribieran servirían para hacer es tan renombrados como sus acciones públicas. Salvo esta semejanza, las cartas de Séneca y Epicuro no están vacías de sentido ni son descarnadas como esas otras que no tienen mayor mérito que el de un delicado escogitamiento de palabras, amontonadas y ordenadas según una cadencia armoniosa, llenas de falsedades y bellos discursos de sapiencia; por ellas no se acreditan de elocuentes, sino de prudentes, y nos enseñan no a bien decir, sino a bien obrar. Desdeñemos la elocuencia por sí misma, la que no nos conduce a la práctica del bien. La de Cicerón, sin embargo, dicen que es de una perfección tan elevada, que por sí sola se avalora.

Añadiré todavía una anécdota relativa al gran orador, muy pertinente a lo que hablo, la cual nos hace conocer su naturaleza: teniendo necesidad de perorar en público, y como estuviera algo falto de tiempo para prepararse a su gusto, Eros, uno de sus esclavos, le anunció que la audiencia se había aplazado para el siguiente día; Cicerón recibió de ello tanto gozo, que dio libertad a su siervo por la buena nueva.

Sobre este asunto de epístolas, diré que mis amigos afirman que no me falta acierto para escribirlas; de buen grado hubiera adoptado la forma epistolar para dar cuerpo a mis improvisaciones, si hubiese tenido una persona con quien hablar. Érame preciso, y en otro tiempo la tuve, cierta comunicación que me atrajese y que me sustentase, pues dirigirse al viento, como algunos hacen, no lo haría ni por sueños; como tampoco forjaría nombres vanos para comunicar cosas serias, pues soy enemigo jurado de toda falsificación. Hubiera así permanecido más atento y seguro habiendo tenido un corresponsal inteligente y amigo, que contemplando los diversos aspectos de un pueblo; y, o mucho me equivoco, o hubiese sido más diestro en mis escritos. Mi estilo es naturalmente familiar y festivo, pero de forma que me es peculiar; impropio para las públicas negociaciones, como mi conversación; demasiado conciso, desordenado, cortado, particular, y nadie más inhábil que yo para escribir cartas de ceremonia de esas que no tienen mayor sustancia de la que la que encierra un bello amalgamamiento de palabras corteses. No poseo ni la facultad ni el gusto de esas dilatadas ofertas de afección y servicios, no creo en tantas dulzuras, y me disgusta traspasar los límites de lo que creo, lo cual está bien lejos del uso presente, pues en ninguna época se emplearon con mayor profusión ni se prostituyeron en tal grado las palabras vida, alma, devoción, adoración, siervo y esclavo. Todos estos dictados corren con frecuencia tanta que, cuando con ellos se quiere expresar algo de sincero y respetuoso, no se encuentra medio de conseguirlo.

Odio a muerte oír a los cumplimenteros, los cuales son razón sobrada para que yo inmediatamente adopte un tono seco, duro y francote, que inclina a quien me desconoce a considerarme como desdeñoso. Festejo más a los que cumplimento menos, y allí donde mi alma marcha con mayor regocijo olvida el camino de lo convencional, de los miramientos; ofrézcome por entero a aquellos a quienes pertenezco, y me muestro menos obsequioso a quien sin reserva alguna me he dado. Paréceme que a los que tal afección profeso deben leerla en mi corazón, y que la expresión de mis palabras sea más débil que los sentimientos que abrigo. Al desear la bienvenida, al despedirme, al dar las gracias, al saludar, al ofrecer mis servicios y en otras fórmulas verbales de las leyes ceremoniosas de nuestra urbanidad, mi torpeza de lengua compite con la del más inepto; y cuando por complacer a alguien he escrito alguna carta de recomendación, la persona a quien trataba de favorecer la encontró siempre floja e ineficaz. Los italianos son muy hábiles en esto de escribir misivas; yo tengo de ellas buen número de volúmenes: las de Aníbal Caro me parecen las mejores. Si conservase todo el papel que antaño emborronaba para las damas, cuando mi mano era guiada por la pasión, quizás se hallaría entre ello alguna página digna de ser conocida por la ociosa juventud de tal furor embaucada. Yo escribo mis cartas a escape, tan precipitadamente, que aunque mi caligrafía es insoportable, prefiero servirme de mi mano a buscar la ayuda de otra, pues no hallo quien me pueda seguir, y no las transcribo nunca. Las empiezo de buen grado, sin plan; la primera frase engendra la segunda. Las cartas que ahora se redactan más se componen de adornos y prefacios que de ideas. Como prefiero mejor escribir dos que doblar y cerrar una, encomiendo siempre a otra persona esta comisión. Lo propio me acontece cuando he dicho lo que tenía que decir, comisionaría de buena gana a otro para que añadiera esas largas arengas, súplicas y ofertas que colocamos al final. Yo deseo que alguna costumbre nueva nos libre de tal uso, como también de inscribir una dilatada lista de títulos y calidades a la cabeza de la epístolas; por ello he dejado a veces de enviar ciertas cartas principalmente a gentes que ejercían destinos de justicia o hacienda: tantas innovaciones en los empleos, la difícil distribución y ordenamiento de los diversos cargos honoríficos, habiendo sido caramente pagados, no pueden ser cambiados ni olvidados sin ofensa de la persona a quienes escribe. Me desagrada igualmente ver cómo se recarga el frontispicio de los libros que ahora salen con toda suerte de títulos.



Como el sentimiento de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos

Los hombres, dice una antigua sentencia griega, se atormentan por las opiniones que se forman de las cosas, no por las cosas mismas. Mucho se ganaría para alivio de nuestra miserable condición humana si pudiera demostrarse la veracidad absoluta de esta proposición, pues si los males no penetran en nosotros sino por nuestro juicio, estaría en nuestra mano desdeñarlos o convertirlos en bienes. Si las cosas se nos doblegan, ¿por qué inquietarnos y no acomodarlas a nuestro provecho? Si lo que llamamos mal y tormentos no son tales cosas por sí mismos sino en tanto que nuestro ser los considera de ese modo, es indudable que reside en nosotros el poder de modificarlos; y residiendo en nuestro albedrío esa ventaja, somos locos de remate afligiéndonos, interpretándolos por el lado desventajoso, y considerando las enfermedades, la indigencia y los otros tormentos con amargura, pudiendo tomarlos dulcemente; hacer que lo que llamamos mal no lo sea por sí mismo, o por lo menos, tal cual es. Veamos hasta qué punto puede nuestra naturaleza modificar su alcance.

Si la esencia original de las cosas que tememos tuviera fuerza suficiente para dominarnos por su propia autoridad, es indudable que produciría en todos un efecto análogo, pues los hombres son todos de naturaleza idéntica, y con escasas diferencias se encuentran dotados de parecidos órganos e instrumentos, así para concebir como para juzgar; pero la diversidad de opiniones que encontramos al tratar del bien y del mal, muestran claramente que los males y los bienes no ejercen influencia en nosotros sino transformándose; unos los reciben, como por acaso, en su propia forma; mil otros les imprimen otra nueva y contraria. Consideramos la muerte, la pobreza y el dolor como nuestros principales enemigos, y sin embargo la primera, que algunos llaman la cosa más horrible entre las horribles, ¿quién no sabe que otros la nombran el único puerto de salvación en las miserias de esta vida, el soberano bien de la naturaleza, el solo apoyo de nuestra libertad, común y pronto remedio a todos los males? Y así como unos la aguardan temblando y con horror, otros la soportan con mayor gusto que la existencia. Lucano se queja de su facilidad y liberalidad para acabar con los humanos:


Mors, utinam pavidos vitae subdecere nolles

sed virtus te sola daret.[321]


Dejemos a un lado este valor heroico. Teodoro respondió a Lisímaco, que le amenazaba con darle la muerte: «Harás una cosa notable, equiparando tu hazaña con la de una cantárida.» La mayor parte de los filósofos anticiparon voluntariamente la hora de su fin. Y vemos muchas gentes del pueblo, camino de él, y no de una muerte sencilla, sino llena de deshonra y a veces acompañada de crueles tormentos, que marchan sin inmutarse, unos por preconcebido designio, otros por temperamento natural; de tal suerte que nada se advierte en ellos, ningún cambio en su manera de ser ordinaria; unos ponen orden en sus negocios domésticos, se encomiendan a sus amigos, cantan, predican, hablan con el público y a veces mezclan algún chiste, y beben a la salud de sus conocidos. En una palabra, acaban sus días con la misma serenidad que Sócrates.

Un hombre a quien conducían al patíbulo decía que le guardasen de pasar por cierta calle, porque temía ser atrapado por un comerciante a quien debía cierta cantidad. Otro decía al verdugo que no le tocase en la garganta, porque lo haría desternillar de risa a causa de ser muy sensible a las cosquillas. Otro respondió a su confesor, que le prometía que aquel mismo día cenaría con nuestro Señor: «Mejor sería que le acompañara usted, porque yo ayuno.» Otro que pidió de beber, como el verdugo lo hiciera primero, dijo que ya no quería de miedo de atrapar el mal venéreo. De todos es conocido el cuento del picardo a quien, encontrándose en las gradas del patíbulo, presentaron una joven para que se desposara, libertándole así, como nuestra justicia consiente a veces, el picardo dijo al verdugo, luego de haberla contemplado ligeramente, y de haber advertido que cojeaba: «¡Ahórcame! ¡ahórcame! que se tambalea.» Refiere que en Dinamarca, un hombre que había sido condenado a muerte, estando ya en el patíbulo, como le hicieren la misma proposición que al picardo, dijo que la joven que le ofrecían tenía las mejillas caídas y la nariz demasiado puntiaguda. Un sirviente de Tolosa, acusado de herejía, dio por toda razón de su creencia que profesaba las mismas ideas de su señor, joven escolar que estaba preso en su compañía, y consintió mejor morir con él que declarar que su amo pudiera equivocarse. Muchos habitantes de la ciudad de Arrás, cuando ésta fue conquistada por Luis XI, prefirieron ser ahorcados antes que gritar ¡Viva el rey! Entre las almas de los bufones ha habido algunos que no abandonaron su cínica licencia ni aun en la hora de la muerte. Uno a quien el verdugo iba a rematar, exclamó: «¡Vogue la galera!», tal era su expresión favorita. Otro a quién habían acostado, próximo ya a morir, en un jergón tendido a lo largo de un banco de la cocina, como el médico le preguntase dónde sentía el mal: «Entre el banco y el hogar», contestó; y al sacerdote que buscaba los pies del enfermo para darle la extremaunción (el bufón los tenía contraídos por el mal), le dijo: «Los encontrará en el extremo de mis piernas.» Como le exhortaran a que se encomendase a Dios: «¿Quién va a verle?», preguntó, y como le contestaran: «Tú mismo, si al Señor le place», replicó: «¿Iré mañana por la noche? -Encomiéndate a él, porque pronto estarás en su compañía. -Entonces, concluyó, mejor será que me recomiende yo misma en persona.»

Aun en el día, en el reino de Narsinga, las mujeres de las sacerdotes son enterradas vivas con los cuerpos de sus maridos; todas las demás son quemadas en los funerales de los suyos respectivos, consintiendo en ello con firmeza y alegría. A la muerte del rey, sus esposas, concubinas y favoritas, lo mismo que sus oficiales y servidores, que entre todos forman casi un pueblo, se presentan tan alegremente ante la hoguera donde sus cuerpos van a arder, que diríase que tienen a grande honor el acompañar a su amo. Durante nuestras últimas guerras de Milán, en las que tuvieron lugar peripicias de todas suertes, el pueblo, impaciente con tan variados cambios de fortuna, llegó a considerar la muerte con tal indiferencia, que según oí referir a mi padre, se suicidaron hasta veinticinco ricos propietarios en una semana, accidente que recuerda el de los xantianos, quienes sitiados por Bruto, se precipitaron en tropel, hombres, mujeres y niños, con un apetito tan furioso de la muerte, que nada hicieron por escaparla, de tal suerte que apenas si Bruto logró salvar a unos cuantos.

Toda opinión es suficientemente fuerte para abrazarla y defenderla aun a costa de la vida. El primer artículo del valeroso juramento que Grecia mantuvo en las guerras médicas, consistió en que cada ciudadano prefiriese la muerte a la vida, mejor que cambiar las leyes griegas por las persas. ¡Cuántos se ven en la guerra de los turcos y griegos que aceptan con placer una muerte dura antes que descircuncidarse para recibir el bautismo! Ejemplo es éste que todas las religiones imitarían.

Habiendo los reyes de Castilla arrojado a los judíos de sus dominios, el rey Juan de Portugal vendioles por ocho escudos por cabeza el derecho de recogerse en sus Estados durante cierto tiempo, con la condición de que transcurrido este tenían que marcharse, y el propio rey les prometía facilitarles barcos para que se trasladasen al África. Llegado el día de la partida, pasado el cual los que se quedaran debían ser considerados como esclavos, los barcos les fueron concedidos con harta economía; los que se embarcaron recibieron perverso trato de los marineros, quienes, aparte de otras varías indignidades, los llevaron por el mar de un lado a otro, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás, hasta que hubieron consumido sus vituallas, y se vieron obligados a comprárselas a ellos a tan elevado precio, que cuando tocaron tierra, no les quedaba más que al camisa. La nueva de esta inhumanidad, cuando fue sabida por los que no se habían embarcado, dio por resultado que la mayor parte de ellos se resignaran a la servidumbre; algunos cambiaron aparentemente de religión. Manuel, sucesor de Juan, cuando llegó al trono les concedió primero la libertad, y cambiando luego de parecer, les ordenó que abandonaran el país consignándoles tres puertos para el pasaje. Esperaba, dice el obispo Osorio, el mejor historiador latino de nuestra época, que el favor de la libertad que les había devuelto no habiéndoles convertido al cristianismo, el peligro de ser víctimas del saqueo de los marineros, junto con el abandonar un país a que estaban habituados y en el que eran dueños de grandes riquezas, para arrojarse en regiones extranjeras y desconocidas, los retendría. Mas viéndose engañado en su designio, porque los judíos deliberaron alejarse, les suprimió dos de los puertos que les había prometido para embarcarse, a fin de que la distancia, y molestias del trayecto retuviera algunos, o para que hubiese medio de amontonar a todos en un lugar determinado para poner en práctica un proyecto, que había ideado, que fue el de ordenar que arrancasen de entre los brazos de los padres y de las madres todas las criaturas que tuvieran menos de catorce años, para trasladarlas lejos de la vista y dirección de las que los habían engendrado, en lugar donde fuesen adoctrinadas en la religión católica. Cuentan que tal medida fue origen de espectáculos terribles; la natural afección de padres e hijos, junto con el celo que sujetaba a éstos a sus creencias religiosas, combatían al par tan violenta orden, y se vio a padres y madres darse la muerte y arrojar a sus criaturas en los pozos. A cometer actos tan horribles movíanles la compasión y la piedad, para que así escaparan al cumplimiento de la ley. En conclusión, expirado el plazo que el rey les había fijado, como tuvieran falta de medios para marcharse, entregáronse a la servidumbre. Algunos se hicieron cristianos; mas en su fe, aun hoy, que han transcurrido cien años, pocos portugueses tienen seguridad, aun cuando la costumbre y el transcurso del tiempo sean consejeros mejores para tales cambios que cualesquiera otras causas.

En la ciudad de Castelnaudary, cincuenta herejes albigenses sufrieron a la vez con valor indomable el ser quemados vivos antes que renegar de sus creencias. Quoties non modo ductores nostri, dice Cicerón, sed universi etiam exercitus, ad non dubiam mortem concurrerunt[322]. He visto a uno de mis más íntimos amigos correr a la muerte con verdadera rabia; con afección tan intensa y tan arraigada en su corazón por causas diversas, que me fue imposible arrancárselas; y a la primera que a su imaginación se presentó, so pretexto de ideas de honor, se dio la muerte sin que pudieran conocerse los verdaderos motivos, con hambre tremenda y deseo ardientísimo. En nuestro tiempo mismo hemos visto muchas personas, hasta criaturas, que por temor de alguna leve incomodidad han corrido hacia la muerte. Y a propósito de hechos análogos, dice un escritor antiguo: «¿Qué será lo que no temamos, si hasta nos asusta aquello que la misma cobardía elige para su retiro?»

De trasladar aquí el registro de los individuos, hombres y mujeres de todas condiciones de sectas diversas que aun en los siglos más prósperos que el nuestro han guardado la muerte sin miedo o buscándola de intento, e ido a su encuentro, no sólo para huir los males de esta vida, sino también por escapar simplemente al cansancio de la existencia, y otros por la esperanza de encontrar una vida mejor, no acabaría nunca. El número es tan grande, tan infinito, que será mejor citar sólo algunos de los que la han temido. Un día de fuerte tormenta se encontraba Pirro el filósofo en un barco, y mostró a los que veía más dominados por el miedo un cerdo que se mantenía tranquilamente, sin temor alguno, sin inquietarse nada por la tempestad. ¿Nos atrevemos, pues, a sostener que la razón humana, que tanto enaltecemos y por la cual somos dueños y emperadores del resto de las criaturas, haya sido puesta en el hombre sólo para servirle de tormento? ¿Para qué nos sirve entonces el conocimiento de las cosas si nos hace ser más cobardes? ¿Si con el conocimiento perdemos tranquilidad y reposo, adónde iríamos a parar sin él? ¿Y si nos hace inferiores al cerdo, cuyo ejemplo mostraba Pirro a los miedosos? La inteligencia de que hemos sido dotados para nuestro mayor bien, ¿la emplearemos para nuestra ruina, yendo en oposición del designio de la naturaleza y del orden universal de las cosas, las cuales ordenan que cada uno use de sus facultades y medios para su comodidad y en ventaja propia?

Concedo, se me dirá, que estos razonamientos sirvan para no atemorizarse ante la muerte. ¿Pero cuáles oponer a la indigencia y al dolor, que Aristipo, Jerónimo y la mayor parte de los sabios consideraron como el peor de los males? Y los que niegan la existencia del mal lo manifiestan por sus acciones. Encontrándose atormentado Posidonio por una enfermedad aguda, en extremo dolorosa, recibió la visita de Pompeyo, quien se excusó de haber escogido hora tan inoportuna para oír hablar al enfermo de filosofía. «No quiera Dios, respondió Posidinio, que el dolor tenga sobre mí fuerza bastante que me impida discurrir», y comenzó a disertar sobre el menosprecio del mismo; mas, sin embargo, el sufrimiento le oprimía, haciéndole exclamar: «¡Oh dolor, por más que me pruebes, no diré que seas un mal!» Este hecho, a que los estoicos dan importancia tan grande, ¿es por ventura un argumento contra el menosprecio con que debemos experimentar el dolor? Posidonio sólo niega la palabra. Si el aguijoneo del mal físico no la daña, ¿por qué interrumpe su discurso? ¿Por qué da importancia tanta al hecho simple de no llamarle un mal? Cuando nos encontramos bajo la influencia de la tortura física los razonamientos están de más. En nuestro poder sólo reside opinar del resto. La realidad verdadera desempeña aquí su papel. Nuestros propios sentidos son los jueces de él:


Qui nisi sunt veri, ratio quoque falsa sit omnis.[323]


¿Por ventura podemos persuadir a nuestra piel de que los latigazos la hacen cosquillas, ni a nuestro paladar de que el áloe sea vino generoso? El cerdo de Pirro puede servir aquí de ejemplo adecuado; el animal estaba impávido ante la muerte, pero si lo hubieran sacudido, se habría quejado. ¿Acaso reside en nuestra mano el poder de ir contra la ley general de la naturaleza, que domina en todo cuanto existe bajo el firmamento, dejando de estremecernos bajo el peso del dolor? Hasta los árboles parece que gimen cuando se les hiere. La muerte no se siente más que por raciocinio, por ser un hecho que se realiza en un instante.


Aut fuit, aut veniet; nihil est praesentis in illa:

morsque minus paenae, quam mora mortis, habet.[324]


Mil hombres, mil animales, mueren antes que se hagan cargo de encontrarse amenazados por la muerte. Lo que tememos en ella es el dolor que siempre la precede. Sin embargo, si damos crédito a un padre de la Iglesia, malam mortem non facit, nisi quod sequitur mortem[325]: yo me atrevería a suponer que ni lo que precede a la muerte, ni lo que las sigue guarda relación con ella para nuestro espíritu.

Buscamos para excusarnos pretextos que no tienen fundamento alguno; por experiencia creo que la idea de la muerte es lo que nos hace impacientes al dolor, y que la sentimos doblemente cruel porque nos amenaza con su golpe. Mas la razón acusa nuestra cobardía, que nos hace temer cosa tan repentina, tan inevitable, tan insensible. Los males que no tienen gran trascendencia no los consideramos como tales: el dolor de muelas o la enfermedad de gota, por crueles que sean, como no matan, no los miramos como enfermedades.

Ahora bien; supongamos que en la muerte consideramos sólo el dolor; como también la pobreza nada que temer ofrece sino el mismo dolor, al cual nos empuja por la sed, el hambre, el frío, el calor y todos los otros males que forman su séquito; limitémonos, pues, a hablar del dolor. Concedo de buen grado que sea la desgracia mayor de nuestra vida, pues soy de los que más la detestan y de los que más le huyen, por no haber tenido hasta el presente, gracias Dios, gran comercio con él; yo creo que en nosotros reside, si no el poder de reducirlo a la nada, al menos el de debilitarlo por la paciencia, y el de alcanzar, a pesar de los sufrimientos corporales, que el alma y la razón se mantengan resistentes y bien templadas. Si tal poder no estuviera en nuestra mano, ¿a qué serviría enaltecer el vigor, el valor, la fuerza, la magnanimidad y la resolución? ¿Cuál sería el empleo que daríamos a esas virtudes excelsas, si no hubiera sufrimiento que desafiar? Avida est periculi virtus326: Si no hubiera duras penalidades que sufrir; si no se pudiera resistir a pie firme el calor abrasador del mediodía, alimentarse de carne de burro o de caballo, verse cortar en pedazos y extraer una bala de los huesos, sufrir el cauterio y la sonda, ¿dónde estaría la superioridad que pretendemos tener sobre el vulgo? Difícil es escapar al influjo del dolor y al mal, por eso sientan los filósofos que entre los actos igualmente laudables debe preferirse la práctica del que mayor pena ocasione. Non enim hilaritate, nec lascivia, nec risu, aut joco, comite levitatis, sed saepe etiam tristes firmitate et constantia sunt beati327. Por esta razón también creyeron nuestros padres que las conquistas realizadas a viva fuerza, por el azar de guerra, eran superiores y más valederas que las que se llevan a cabo mediante la seguridad completa y las negociaciones diplomáticas.


Laetius est, quoties magno sibi constat hosestum.[328]


Es una razón que recae en ayuda de nuestro consuelo el considerar que cuando el dolor es violento suele ser corto, y que si es de larga duración suele ser ligero; si gravis, brevis; si longus, levis. Experimentándolo con vigor no se siente mucho tiempo, pues al fin, o acabará el mal o la persona será la que concluya: uno y otro vienen a ser lo mismo; cuando el dolor no se soporta, él se encarga de ser el vencedor. Memineris maximos morte finiri; parvos multa habere intervalla requietis; mediocrium nos esse dominos: ut, si tolerabiles sint, feramus; sin minus, e vita, quum ea non placeat, tanquam e theatro, exeamus[329]. La causa de que seamos débiles para soportar el mal reside en que no estamos habituados a buscar en el alma nuestro principal contento; en que en ella no nos fundamentamos en tanto grado como debiéramos. El alma es dueña soberana de nuestra condición. El cuerpo no tiene, con escasa diferencia, mas que un solo modo, un solo medio; el alma es variable en toda suerte de formas y dirige hacia ella y a su estado, cualesquiera que éstos sean, los accidentes e impresiones del cuerpo; por tanto, precisa estudiarla y despertar en ella sus resortes, que son todopoderosos. No hay razón, prescripción ni fuerza que resistan a su inclinación y voluntad. De tantos y tantos medios como tiene a su disposición, démosla uno adecuado a nuestra conservación y reposo, y con ello nos veremos no sólo a cubierto de todo daño, sino hasta mejorados con su concurso de las ofensas y de los males. Todo puede el alma convertirlo en su provecho: el error, los sueños, pueden servirla útilmente como materia propicia a resguardarnos, y a proporcionarnos contento. Fácilmente puede reconocerse que lo que en nosotros aguza el dolor o hace más intensos los placeres es el aguijón de nuestro espíritu. Los animales, en quienes no reside tal fuerza, dejan al cuerpo sus sentimientos libres e ingenuos, que son, por consiguiente, iguales en cada especie, con escasas diferencias, como muestran por la semejante aplicación de sus movimientos. Si nosotros no alterásemos en nuestros órganos la función que les es inherente, es muy probable que estaríamos mejor, pues la naturaleza los ha dado un temple justo y moderado, lo mismo hacia el placer que hacia el dolor, el cual temple no puede menos de ser equitativo siendo uno mismo para uno y otro. Pero puesto que nos hemos emancipado de sus reglas para abandonarnos a la vagabunda libertad de nuestras fantasías, ayudémonos al menos a plegarlas del lado más agradable. Teme Platón que el dolor y el placer nos atraigan de una manera demasiado viva, lo cual se explica considerando que, según este filósofo, existe una perfecta unión entre el alma y el cuerpo; yo no participo de tal creencia. Así como el enemigo se encarniza más cuando huimos, así el dolor se enorgullece cuando nos tiene bajo su dominio. Más soportable será para, quien le haga frente; es preciso que opongamos contra él toda suerte de resistencias. Si nos echamos atrás, si nos acobardamos, no hacemos más que llamarlo y atraer la ruina que nos amenaza. Del propio modo que el cuerpo soporta y se hace más resistente la fatiga sometiéndolo a duras pruebas, el alma adquiere también con los trabajos la fortaleza.

Pero vengamos a los ejemplos, que constituyen la materia más adecuada para las gentes que como yo no tienen grandes fuerzas, y encontraremos en ellos que con el dolor acontece lo mismo que con las piedras preciosas, las cuales muestran un brillo más o menos intenso, según el lugar donde se las coloca; así el dolor en el hombre no ocupa mayor espacio que el que se le consiente. Tantum doluerunt, quantum doloribus se inseruerunt[330]. Mayor mal nos ocasiona un lancetazo del cirujano que diez pinchazos recibidos en el calor del combate. Los dolores de parto, considerados por los médicos y por Dios mismo como de tanta gravedad, y que nosotros soportamos con mil alaridos, hay pueblos enteros que los resisten como si tal cosa. Y no hablemos de las mujeres de Lacedemonia. Entre las suizas, esposas de nuestros soldados, ¿qué alteración se encuentra cuando dan a luz? Marchando en pos de sus maridos se las ve que llevan hoy cargado en las espaldas el muchacho que ayer aun tenían en el vientre. ¿Y qué decir de esas gitanas que vemos en nuestros lugares, que por sí mismas lavan los hijuelos que acaban de nacerles, y toman sus baños en los ríos más próximos? Dejando a un lado tantas y tantas mujeres que destruyen sus criaturas en la generación lo mismo que en la concepción, ¿qué decir de aquella noble esposa de Sabino, patricio romano, que por cuidado del interés ajeno, soportó sola, sin auxilios, voces ni gemidos, el parto de dos gemelos? Un muchachuelo de Lacedemonia que había robado un zorro y ocultádolo bajo sus vestiduras, sufrió mejor que le destrozara el vientre que el ser descubierto. Hay que advertir que en Lacedemonia se temía más la vergüenza de pasar por desmañado de lo que nosotros tememos el castigo de nuestra maldad. Otro que incensaba el ara de un sacrificio, consintió en dejarse abrasar hasta los huesos por un carbón que le cayó en la bocamanga de su túnica antes que perturbar la ceremonia. Otros hubo, en gran numero, que por poner a prueba su virtud, conforme a las costumbres de su país, sufrieron a la edad de siete años el ser azotados hasta la muerte, sin que por ello ni siquiera se alterase su mirada. Cuenta Cicerón que los vio atacarse en tropel con fiereza y rabia tales, haciendo uso de pies, manos y dientes para la lucha, que perdían el sentido antes que darse por vencidos. Nunquam naturam mos vinceret; est enim ea semper invicta: sed nos umbris, deliciis, otio, languore, desidia, aninum infecimus; opinionibus maloque more delinitum mollivimus[331]. De todos es conocida la acción de Mucio Scévola, el cual habiéndose internado en el campo enemigo para matar al jefe, no pudo lograr su intento; y viéndose obligado a declarar a Porsena, para dejar ileso el honor de su patria, no ya sólo su designio, sino además que había en el campo gran número de romanos cómplices de su empresa, todos de su mismo temple, dijo que no los descubriría; luego, para dar una muestra del vigor de su alma hizo que le llevaran un brasero en el cual puso su brazo hasta achicharrárselo, y allí lo dejó hasta que el enemigo mismo horrorizado ordenó retirar el fuego. ¿Qué decir del que sufrió la amputación de un miembro sin interrumpir la lectura de un libro que tenía en la mano? ¿Y también ce otro que se obstinó en reírse y burlarse a saciedad de los tomentos que le inferían hasta el punto de que irritada la crueldad de sus verdugos le dejaron libre? Este hombre era un filósofo. Pero hasta un gladiador de César sufrió riendo los suplicios más horribles: Quis mediocris gladiator ingemuit?, quis vultum mutavit unquam? Quis non modo stetit, verum etiam decubuit turpiter? Quis, quum decubuisset, ferrum recipere jussus, collum contraxit?[332]

Hablemos ahora de las mujeres. ¿Quién no ha oído el caso, en París, de una que se hizo arrancar la piel sólo porque su cutis adquiriera mayor frescura? Hay quien se ha hecho arrancar los dientes teniéndolos sanos, con objeto de poseer una voz más blanda y pastosa, o también para colocarlos de modo más conveniente. ¡Cuantísimos ejemplos de menospreciar el dolor podemos contar parecidos! ¿Qué no hacen, adónde no llega el poder de las mujeres por poco que se trate de mejorar, o de hacerlas esperar prosperidad en su belleza?


Vellera queis cura est albos a stirpe capillos,

et faciem, dempta pelle, referre novam.[333]


He visto algunas que comían arena o ceniza con objeto de estropearse el estómago y adquirir así palidez. Para formarse un talle esbelto, ¿qué suplicios no sufren apretándose y ciñéndose los costados con cinturones crueles hasta que las sale la carne viva, y algunas veces hasta encontrar la muerte?

Vese con frecuencia en muchos países de nuestro tiempo que algunos se infieren heridas para dar fe a su palabra. Nuestro rey cuenta ejemplos notables de los que vio en Polonia, y tuvo ocasión de examinar de cerca. Aparte de lo que había sido imitado en Francia por algunos, cuando regresé de los famosos Estados de Blois, poco antes había yo visto una muchacha en Picardía, quien, para testimoniar la sinceridad de sus promesas, al par que su constancia, se hirió con la aguja que llevaba en la cabeza, infiriéndose en el brazo cuatro o cinco hendiduras profundas que la hicieron castañetear la piel y manaban abundante sangre. Los turcos se hieren profundamente por sus damas, y con el fin de que las huellas de las cortaduras permanezcan, se aplican en ellas hierro candente, que dejan sobre las heridas un tiempo increíble para detener la sangre que la cicatriz se forme; personas que lo han visto me lo han contado y me han jurado ser verdad: por la cantidad de diez maravedises encuéntrase todos los días entre ellos quien esté dispuesto a darse una profunda cuchillada en el brazo o en los muslos. Me congratula encontrar más a la mano testimonios que nos conciernen más; la cristiandad nos los procura en grado suficiente, y después del ejemplo de Jesucristo Nuestro Señor, hubo muchas personas que por devoción quisieron llevar la cruz a cuestas. Por testimonio muy digno de crédito sabemos que el rey san Luis no dejó los cilicios hasta que en su vejez su confesor le dispensó de ellos, y que todos los viernes se hacía flagelar las espaldas por su limosnero con cinco cadenillas de hierro que para este uso llevaba siempre consigo en una caja.

Guillermo, nuestro último duque de Guiena, padre de Leonor, que cedió el ducado a las casas reales de Francia e Inglaterra, llevó por penitencia los diez o doce últimos años de su vida una coraza bajo el hábito de religioso. Foulques, conde de Anjou, fue a Jerusalén, y cuando se encontraba en los santos lugares hizo que dos criados le azotasen, con la cuerda al cuello, ante el sepulcro de Nuestro Señor. Pero, ¿qué más? ¿no vemos hoy mismo el día de viernes santo, en diversos pueblos, un gran número de hombres y mujeres que se atormentan hasta desgarrarse la carne y dejar los huesos al descubierto? Yo lo he visto muchas veces sin placer. Y he oído asegurar que hay quien, mediante cierta cantidad, garantiza la religión de otro, desdeñando así el dolor con tal valor, que más les aguijonea la devoción que la codicia. Quinto Máximo enterró a su hijo, que era ya cónsul; Marco Catón al suyo, a quien habían elegido pretor, y Lucio Paulo a dos de los suyos en pocos días, todos con continente sosegado, sin que nada en ellos acusara quebranto ni duelo. Yo dije antaño, bromeando, de una persona, que había dado un chasco a la divina justicia, pues habiendo perdido de muerte violenta, el mismo día, tres hijos ya crecidos, poco faltó, sin embargo, para que quien tal prueba experimentó no la considerase como especial favor y singular gratificación del cielo. No tengo yo tanta fuerza de alma, pero he perdido, estando todavía en nodriza, dos o tres criaturas, si no sin sentirlo, al menos sin contrariedad mayor. Y, sin embargo, pocas desgracias hay que lleguen a los hombres más a lo vivo que la pérdida de los hijos. Veo en el mundo otras frecuentes ocasiones de aflicción, que apenas lamentaría si sobre mí pesaran, y aun aquellas que los hombres más lamentan. Por ello no osaría alabarme sin que sintiera rubor. La opinión de las gentes ejerce un imperio tiránico y sin medida. Ex quo intelligitur, non in natura, sed in opinione, esse aegritudinem[334] ¿Quién buscó jamás la seguridad y el reposo con el ahínco que César y Alejandro fueron en pos de la inquietud y las dificultades? Térez, padre de Sitalcez, solía decir que cuando no hacía la guerra le parecía que no había diferencia alguna entre él y su palafranero. Ejerciendo Catón las funciones de cónsul, para asegurarse el dominio de algunas ciudades de España, prohibió a los habitantes de las mismas que llevaran armas consigo; esto bastó para que un gran número de españoles se dieran la muerte: ferox gens, nullam vitam rati sine armís esse[335]. De muchos sabemos que abandonaron la tranquilidad de una vida dulce y sosegada entre sus amigos para marcharse a los desiertos inhabitables, donde se complacieron en hacer vida vil, baja y abyecta, y donde encontraron goces y delicias inefables. El cardenal Borromeo, que murió poco ha en Milán, prefirió a la regalada existencia a que le convidaban su nobleza grandes riquezas, la atmósfera de Italia y su juventud, una vida de austeridad tal, que llevaba en invierno idéntica vestidura que en estío; dormía sobre unas pajas, y las horas que las ocupaciones de su cargo lo dejaban libre, consagrábalas al estudio continuo, arrodillado, tomando por todo alimento un poco de pan y agua que tenía al lado del libro que leía: tales eran sus banquetes y el tiempo que a ellos dedicaba.

Yo sé de alguien que a sabiendas ha sacado provecho y ventaja para su mejoramiento y prosperidad de que su mujer le coronara, cosa cuya sola idea horroriza a tantas gentes.

Si la vista no es el más necesario de nuestros sentidos, es por lo menos el más deleitoso; los más voluptuosos y útiles de nuestros órganos son quizás los que sirven para engendrarnos, sin embargo de lo cual, muchas gentes ha habido que los tomaron odio mortal, por la razón misma de contribuir al placer, y se los amputaron a causa de su valer. Lo mismo pensaba de los ojos el que se los saltó. La mayor parte de los hombres y la más sana tienen a dicha grande la abundancia de hijos; yo y algunos otros opinamos de opuesto modo. Preguntado Thales por qué no se casaba, respondió que no quería dejar descendientes.

Que nuestra opinión dé precio a las cosas, vese teniendo en cuenta las muchas que no nos interesan sino en cuanto tienen relación con nuestras personas; nosotros no consideramos ni los méritos ni la utilidad de aquéllas; sólo vemos el trabajo que nos cuesta el alcanzarlas, cual si esto fuera una parte de su sustancia. Llamamos valor en ellas, no precisamente a las ventajas que nos proporcionan, sino sólo a las que nosotros las concedemos. En vista de lo cual, entiendo que somos económicos en el gasto de nuestras fuerzas: tanto la cosa pesa, tanto sirve, por lo mismo que nuestra apreciación la concede valor. Queremos que el interés que tenemos por ellas las avalore: el precio da valor al diamante; la dificultad a la virtud; el dolor a la devoción, y el amargor al medicamento. Tal, por llegara a la pobreza, arroja sus escudos en el mismo mar que tantos otros sondean por todas partes para encontrar riquezas. Epicuro dice que el ser rico no es alivio, sino simplemente cambio de cuidados. Y esa verdad que no es la escasez, sino la abundancia lo que da margen a la codicia. Diré aquí lo que yo mismo he experimentado en este particular.

Después de salir de la infancia he vivido en tres condiciones de fortuna diferentes. La primera, que ha durado cerca de veinte años, la pasé sin otros medios que los fortuitos, dependiendo de las órdenes y ayuda de otro, sin rentas ni recursos seguros. Mis gastos los hacía tanto más alegremente y con norma tanto menor cuanto que el fundamento de los mismos era el azar de la fortuna. No recuerdo haber estado nunca mejor. Jamás me sucedió encontrar cerrada la bolsa de mis amigos, prometiéndome yo siempre, por cima de cualquiera otra necesidad, no dejar de pasar el plazo que me había impuesto para pagar la deuda. De suerte que la lealtad obligábame a ser económico. Experimento cierto gozo cuando pago, como si descargara mis hombros de un peso enojoso, y de una imagen de la servidumbre, de la propia suerte que me cosquillea el contento cuando realizo una acción justa o contribuyo a la alegría ajena. Y no hablo de aquellos pagos en que precisa contar y regatear, los cuales, cuando no encuentro una persona a quien encomendarlos, los aplazo vergonzosamente cuanto puedo por temor del altercado a que ni mi carácter ni mi modo de hablarse prestan en modo alguno. No hay nada que yo odie tanto como el regateo, que considero como un puro comercio de gitanería y desvergüenza; después de una hora de debate y de palabras inútiles, comerciante y comprador abandonan su palabra y juramentos por la módica suma de cinco cuartos de más o de menos. Así es que siempre pedía yo dinero prestado con desventaja, pues no osando solicitarlo en persona lo hacía por escrito, o que me parecía menos penoso, pero en cambio hacía más fácil rechazar el servicio solicitado. El éxito de mi petición encomendábalo a los astros, con alegría y libertad mayores que andando el tiempo no he puesto en la previsión ni en el buen sentido. La mayor parte de las personas ordenadas, juzgan horrible vivir así en la incertidumbre, mas no advierten que casi todo el mundo vive de este modo; ¡cuántos hombres honrados han dejado lo cierto por lo dudoso y siguen dejándolo todos los días por buscar el favor de los monarcas y el de la fortuna! César contrajo deudas por valor de un millón de oro, además de haber gastado su caudal personal, por llegar a ser emperador; ¡y cuántos comerciantes hay que comienzan su tráfico vendiendo su alquería, cuyo importe envían a las Indias!


Tot per impotentia freta![336]


Vemos, en una época tan poco devota como la nuestra, mil y mil congregaciones que pasan gratamente su existencia esperando todos los días de la liberalidad celeste lo más indispensable para la vida. En segundo lugar, no echan de ver aquellas personas que la certidumbre en que se fundan no es menos incierta que el mismo acaso. Yo veo tan cerca la miseria más allá de los dos mil escudos de renta, como si la carencia de recursos me alcanzara; pues aparte de que la suerte puede abrir cien huecos a la pobreza, al través de nuestras riquezas no existe a las veces diferencia alguna entre la suprema y la ínfima fortuna:


Fortuna vitrea est: tum, quum splendet, frangitur.[337]


La casualidad puede deshacer de un soplo todas nuestras fortificaciones y medios de defensa; tan ordinariamente se ve la indigencia entre los que poseen bienes, como entre los que no los poseen; la indigencia no es más soportable cuando está sola, que cuando va acompañada de riquezas, las cuales más dependen del orden que de la abundancia de bienes: faber est suae quisque fortunae[338]. Me parece más miserable un rico disgustado, necesitado, ocupado constantemente en sus negocios, que quien es pobre solamente. In divitiis inopes, quod genus egestatis gravissimum est[339]. Los príncipes más poderosos y ricos suelen verse empujados por la pobreza y la escasez a la necesidad más extrema. ¿Hay necesidad mayor que la de convertirse en injustos y usurpadores tiranos de los bienes de sus súbditos?

Mi segunda manera de vida fue la detener dinero, en la posesión del cual tomé empeño e hice pronto provisiones importantes, dadas mi fortuna y condición. Estimando que no podía llamarse tener sino cuando se posee mucho más de lo que se gasta de ordinario, y que no puede uno fiarse en los intereses que están por venir, aun cuando su recepción sea poco dudosa, porque, decía yo para mis adentros, que es necesario, por si cualquier accidente imprevisto me sorprende. De acuerdo con precauciones tan vanas y absurdas iba yo economizando para proveer con la reserva superflua a todos los acontecimientos venideros, y sabía responder a quien me argumentaba contra mi conducta, que en la vida es infinito el número de dificultades que surgen imprevistas y que si el dinero no servía para hacer frente a todas, aliviaba al menos la mayor parte. Además, yo no hacía tales declaraciones sin ser forzado a ello previamente; convertía en secreto mi riqueza, y yo que gusto tanto hablar de todo cuanto conmigo se relaciona, no decía palabra de mi dinero sino para mentir, como hacen los que quieren pasar por pobres siendo ricos, o viceversa, los que quieren aparentar riqueza siendo pobres, dispensando su conciencia de testimoniar sinceramente lo que poseen. ¡Prudencia ridícula y vergonzosa, en verdad! ¿Iba a emprender un viaje? Nunca me parecía llevar recursos y cuanto más cargaba mi gaveta, más aumentaba mi intranquilidad; unas veces por la poca seguridad de los caminos, otras por no tener confianza en los que conduelan mi bagaje, del cual, como acontece a otras personas que conozco, no estaba seguro sino cuando lo tenía delante de mis ojos. ¿Dejaba mi bolsa en casa? ¡Qué número de sospechas y malos pensamientos! y lo que es peor todavía, sin osar comunicárselos a nadie. Mi mente iba por doquiera unida a mi tesoro; jamás se apartaba de él. Todo considerado, cuesta más trabajo guardar el dinero que adquirirlo. Si mis cuidados no eran tan grandes como llevo dicho, por lo menos me era bien difícil desposeerme de ellos. Ventajas ni provechos procurábame pocos o ninguno; por haber más recursos de que echar mano, la riqueza no me pesaba menos; pues como decía Bion, el cabelludo como el calvo se enfadan lo mismo cuando les arrancan el pelo; y luego de estar acostumbrados a tener la idea fija sobre cierto tesoro, el oro ya no está a vuestro servicio; ni siquiera osaréis tocarlo; se convierte en un edificio que se vendrá abajo con sólo llegarle con las manos. Preciso es que la necesidad os ahogue para decidiros a empezarlo. En mi primera manera de vivir empeñaba yo mi ropa, o vendía un caballo con mucha mayor facilidad y contrariedad menor que no hubiera sacado un maravedí de aquella bolsa querida que tenía de reserva. Pero el mal estaba en la dificultad de poner un límite determinado al deseo constante del guardar (¡es tan difícil el señalar los confines de las cosas que se creen buenas!) y el detenerse en la economía razonable... Constantemente vase engruesando el montón y aumentándolo hasta el punto de privarse villanamente del disfrute de sus propios bienes, y se hace consistir todo el goce supremo en el guardar y en no gastar nada. Según esta cuenta, las entes de mayores recursos son las que cobran los impuestos de puertas en las grandes ciudades. Todo hombre adinerado es avaricioso, a mi manera de ver. Platón coloca, en el orden siguiente los bienes corporales o humanos: salud, belleza, fuerza y riqueza; y la riqueza, añade, no es ciega sino muy clarividente citando la prudencia la ilumina. Dionisio, el hijo, tuvo un rasgo ingenioso: advertido de que uno de sus siracusanos había ocultado en la tierra un tesoro, dijo al avaro que se lo llevase, lo cual hizo éste; pero sin que Dionisio lo echara de ver, pudo reservarse una parte, con la que se fue a vivir a otra ciudad, en la cual, como hubiera perdido el hábito de atesorar, vivió liberalmente. Enterado Dionisio de su conducta, mandó que se le devolviera el resto del tesoro, alegando que, puesto que ya sabía usar de su riqueza, entregábasela de buen grado.

Llevé algunos años ese género de vida, y no sé qué buen espíritu me arrancó de ella, como al siracusano, con mucha ventaja y provecho, arrojando al viento aquella bolsa memorable. Merced al placer de cierto viaje que exigía grandes gastos, mi imaginación abandonó por completo la idea constante de atesorar, por donde entré en un tercer modo de vivir mucho más agradable, en verdad y también mucho mejor ordenado, pues al presente mis gastos, van, sobre poco más o menos, a la par de mis ingresos: de todas suertes, la diferencia es escasa entre los unas y los otros. Vivo al día, y me conformo con disponer de lo necesario para hacer frente a mis necesidades ordinarias; cuanto a las extraordinarias, todas las economías del mundo no bastarían a satisfacerlas. Tengo por loco al que cree que la fortuna es un arma poderosa contra todos los peligros; debemos combatir con las nuestras propias los reveses de la desdicha. El dinero nada puede contra lo extraordinario y lo imprevisto. Si al presente pongo a un lado algún dinero, lo hago sólo para emplearlo en la adquisición de algún objeto; no precisamente para comprar tierras, que no me faltan, sino para procurarme alguna cosa de mi agrado. Non esse cupidum, pecunia est; non esse emacen, vestigal est[340]. Y no me aqueja el temor de que el bienestar me falte, ni deseo tampoco que sea mayor que el que disfruto: divitiarum fructus est in copia; copiam declarat satietas[341]: me congratulo singularmente de haber llegado a este estado de espíritu habiendo partido de una idea naturalmente inclinada a la avaricia; me satisface el verme desligado de esa locura tan frecuente en los viejos, y que es el más ridículo entre todos los humanos extravíos.

Feraulas, que había vivido en la escasez y en la abundancia, vio bien que el aumento de los bienes no está en relación directa con el crecimiento de los deseos en el beber, comer, dormir y gozar los placeres del amor. Sintió, además, que pesaba excesivamente sobre sus hombros la importunidad de la economía como a mi me aconteció, y decidió hacer feliz a un joven pobre, amigo suyo, a quien la idea de ser rico enloquecía: Hízole el presente de todos sus bienes superfluos y de todos los que a diario adquiría merced a la liberalidad de Ciro, su buen señor, y también de los que la guerra le proporcionaban, con la sola condición de que en lo sucesivo Feraulas había de ser el pupilo del joven, manteniéndole y suministrándole lo necesario, como a su huésped y amigo. Así vivieron dichosamente, ambos igualmente contentos con el cambio de situación.

He ahí un ejemplo que yo imitaría de buena gana. Igualmente enaltezco la conducta de un prelado anciano a quien he visto encomendar su bolsa, los ingresos que le procuraba el ejercicio de su cargo, sus rentas y sus gastos, unas veces a un servidor preferido, otras a otro, de suerte que pasé buen número de años tan ignorante como un extraño de los negocios de su palacio. La confianza en la bondad ajena es testimonio casi irrecusable de la propia hombría de bien, por lo cual el señor la favorece de buen grado. Y por lo que al prelado toca, jamás vi casa mejor gobernada ni más dignamente administrada que la suya. Feliz quien ordena sus necesidades conforme a determinación tan justa, y logra que sus recursos las satifagan, sin ocasionarse desvelos ni cuidados, y sin que sus dispendios o economías interrumpan las ocupaciones des su cargo, más adecuadas, más tranquilas y más en armonía con la peculiar inclinación.

Así, pues, el bienestar o la indigencia dependen de la opinión personal. La riqueza, la gloria, la salud, tienen solamente el alcance y ocasionan sólo el placer que las presta quien las posee. La situación de cada uno es buena o mala según su parecer individual, no está precisamente satisfecho del vivir aquél a quien los demás creen feliz, sino el que se cree tal, y en este punto solamente la creencia es esencialmente cierta. La fortuna no nos procura ni el bien ni el mal, muéstranos únicamente la materia y la semilla, las cuales nuestra alma, más poderosa que ellas, transforma y elabora como le place, siendo la causa exclusiva de su condición feliz o desdichada. Los acontecimientos exteriores adquieren color y sabor merced a la interna constitución de cada uno, de igual suerte que los vestidos nos abrigan, no por su calor intrínseco, sino por el que nosotros les comunicamos, el cual guardan y alimentan; quien abrigara un cuerpo frío alcanzaría idéntico efecto por medio del frío: así se conservan la nieve y el hielo. En conclusión, del propio modo que el estudio atormenta a los haraganes, a los borrachos la abstinencia del vino, la continencia al lujurioso y el ejercicio al hombre muelle, delicado u ocioso, así acontece con todo lo demás. Las cosas no son difíciles ni dolorosas por sí mismas; nuestra debilidad y cobardía las hace tales. Para juzgar de las que son grandes y elevadas precisa tener un alma elevada y grande, de otro modo atribuirémosles el vicio que reside en nosotros; un remo derecho parece quebrado dentro del agua. No basta sólo ver la cosa, importa grandemente reparar de qué modo se la considera.

Ahora bien, ¿por qué entre tantos razonamientos como ejercen influencia varía sobre los hombres, en punto a ver tranquilos la muerte y soportar el dolor con calma, no encontramos alguno que nos sirva de provecho? Y de tantas suertes de convicciones como nos impelen a realizar las ideas ajenas, ¿por qué cada cual no practica las que mejor se avienen con su carácter? Si tal medicamento no puede aceptarse en toda su rudeza bienhechora a fin de desarraigar el mal, aplíquese al menos dulcificado, para aliviarlo Opinio est quaedam effeminata ac levis, nec in dolors maqis, quam eadem in voluptate: qua quum liquescim in fluimusque mollitia, apis aculeum sine clamore ferre nou possumus... Totum in eo est, ut tibi imperes[342]. Por lo demás, no se rehuyen los dolores exagerando su dureza ni aumentando las flaquezas humanas; el buen sentido nos pone de manifiesto estos incontrovertibles argumentos: «Si es malo vivir en la necesidad, al menos de necesidad alguna.» «Nadie vive mal durante largo tiempo sino por su propia culpa.» A quien carece de fuerzas para soporatar la muerte; a quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué remedio puede recomendársele?



De la codicia de la gloria

De todos los ensueños de este mundo ninguno hay más universalmente aceptado y extendido que la ceguedad del renombre y de la gloria, la cual nos domina con tal imperio, que a ella sacrificamos las riquezas, el sosiego, la vida y la salud, que son bienes efectivos y tangibles, para ir en pos de aquella vana imagen engañadora, que es voz sin cuerpo ni figura:


La fama, che invaghisce a un dolce suono

voi superbi mortali, e par si bella,

e un eco, un sogno, anzi del sogno un'ombra

ch'ad ogni vento si dilegua o agombra.[343]


De cuantos sentimientos irrazonables el hombre alimenta, diríse que hasta los mismos filósofos se libran más tarde y con mayor dificultad de esta quimera que de ninguna otra, por ser la más tenaz y persistente: quia etiam bene proficientes animos tentare non cessat[344]. Ninguna ilusión existe de que la razón acuse tan claramente la vanidad, pero ésta reside en nosotros de manera tan viva y arraigada, que ignoro si jamás hombre alguno ha sido capaz de desembarazarse de ella por completo. Después de haberlo dicho todo; después de haberlo todo imaginado para combatirla, todavía produce en nuestra alma una inclinación tan intensa y avasalladora, que deja pocas probabilidades de vencerla; pues como Cicerón afirma, hasta los mismos que la combaten quieren que los libros que componen con tal designio lleven su nombre, pretenden conquistarla por haberla desdeñado. Todas las demás cosas de la vida se comunican de buen grado, mas de la gloria nos encontramos avaros; prestamos nuestros bienes, sacrificamos nuestra vida a las necesidades de nuestros amigos; pero hacer jamás a otro presente del propio honor y gloria, es caso peregrino e inaudito.

En la guerra contra los cimbrios[345] hizo Catulo Luctacio cuantos esfuerzos estuvieron en su mano por detener a sus soldados que huían ante el enemigo, y se colocó entre ellos, simulando la cobardía y el miedo, a fin de que su ejército pareciese más bien seguirle, que escapar ante los adversarios. Por ocultar la deshonra ajena perdía la propia reputación. Citando Carlos V pasó a Provenza, en el año 1537, asegúrase que Antonio de Leyva, viendo al emperador decidido a emprender la expedición, que consideraba de sumo provecho para su gloria, fue de parecer, sin embargo, aparentemente que el monarca no la hiciera, y trató de disuadirle con objeto de que todo el honor y la gloria del proyecto fuesen atribuidos a Carlos V, y que se encarecieran luego su perspicacia y previsión, puesto que contra la opinión de todos se oponía al viaje. Habiendo los embajadores de Tracia dado el pésame a Arquileonide, madre de Brásidas, por la muerte de su hijo, cuya memoria ensalzaron hasta asegurar que en el mundo no existía quien se le asemejara, aquélla rechazó la alabanza privada para comunicarla al pueblo, reponiendo: «No me habléis de tal suerte; bien sé que en la ciudad de Esparta hay muchos ciudadanos más grandes y más valientes que mi hijo.» En la batalla de Crecy se encomendó al príncipe de Gales, joven aún, el mando le la vanguardia; la resistencia principal del encuentro tuvo lugar precisamente merced al arrojo de dichas fuerzas; hallándose en situación comprometida, los señores que le acompañaban rogaron al rey Eduardo que se acercara para socorrerle. Informado éste de la situación de su hijo, tuvo conocimiento de que aún se mantenía vivo sobre su caballo, y exclamó: «Le perjudicaría si fuese a despojarle del honor de la victoria de este combate, a que hasta ahora con solas sus fuerzas ha hecho frente; la gloria debe pertenecerle por entero.» No queriendo verle ni enviar a nadie en su ayuda, y conociendo que de obrar diferentemente hubiérase dicho que habría perdido sin su concurso, y que se le atribuiría la gloria del combate. Semper enim quod postremum adjectum est, id rem totam videlur traxisse[346]. Algunos creían en Roma, y era frecuente oírlo, que las principales hazañas de Escipión eran en parte debidas a Lelio, el cual sin embargo proclamaba y secundaba por todas partes la grandeza y gloria de aquél, sin preocuparse para nada de las suyas. Teopompo, rey de Esparta, contestaba a los que le decían que la república se mantenía bajo su mando porque era un excelente gobernante, que no era aquélla la causa, sino que el pueblo sabía obedecer las leyes.

Como la mujeres que sucedían a los pares, no obstante su sexo, tenían el derecho de asistir y emitir su opinión en las causas pertenecientes a la jurisdicción de aquéllos, así los eclesiásticos, a pesar de su profesión, estaban obligados a prestar su concurso a los reyes en las guerras, no sólo con sus amigos y servidores, sino con sus personas mismas. Encontrándose el obispo de Beauvais con Felipe Augusto en la batalla de Bouvines, tomó una parte ardorosa en el combate, mas pareciole que no debía sacar ningún provecho de la gloria de una batalla que había sido tan sangrienta el prelado se había hecho dueño de algunos enemigos aquel día, entregábalos al primer caballero que encontraba para que los ahorcase o hiciese prisioneros, creyendo resignar con ello toda responsabilidad; así puso en manos a Guillermo, conde de Salsberi, del señor Juan de Nesle. Por un caso singular de sutileza de conciencia, semejante al de que antes hablé, estaba conforme con matar, pero no con herir, por lo cual combatía con una gruesa maza. Alguien en mi tiempo, a quien el rey censuró por haber puesto las manos en un eclesiástico, lo negaba en redondo con toda frescura, y alegaba que no había hecho más que echarle por tierra y pisotearle.



De la desigualdad que existe entre nosotros

Dice Plutarco, en un pasaje de sus obras, que encuentra menos diferencia entre dos animales que entre un hombre y otro hombre; y para sentar este aserto habla sólo de la capacidad del alma y de sus cualidades internas. Yo, a la verdad, creo firmemente que Epaminondas, según yo lo imagino, sobrepasa en grado tan supremo a tal o cual hombre que conozco (y hablo de uno capaz de sentido común) que a mi entender puede amplificarse el dicho de Plutarco, diciendo que hay mayor diferencia de tal hombre a cual otro, que entre tal hombre y tal animal:


Hem!, vir viro quid praestat?[347]


y que existen tantos grados en el espíritu humano como razas de la tierra al cielo, y tan innumerables. Y a propósito del juicio que se hace de los hombres, es peregrino que, salvo personas, ninguna otra cosa se considere más que por sus cualidades peculiares. Alabamos a un caballo por su vigor y destreza,


Volucrem

sic laudamus equum, facili cul plurima palma

fervet, et exsultat rauco victoria circo[348],


no por los arreos que le adornan; a un galgo por su rápida carrera, no por el collar que lleva; a un halcón por sus alas, y no por sus adminículos venatorios; ¿porqué no hacemos otro tanto con los hombres, estimándoles sólo por las cualidades que constituyen su naturaleza? Tal individuo lleva una vida suntuosa, es dueño de un hermoso palacio, dispone de crédito y rentas, pero todo eso está en su derredor, no dentro de él. Si tratáis de adquirir un caballo, le despojáis primero de sus arneses, le veis desnudo y al descubierto; o si tiene algo encima, como antiguamente se presentaban a nuestros príncipes cuando querían comprarlos, sólo les cubre las partes principales, cuya vista es menos necesaria para formar idea de sus cualidades, a fin de que no se repare en la hermosura del pelo o en la anchura de sus ancas, sino más principalmente en las manos, los ojos y el casco, que son los miembros que prestan al animal mayores servicios:


Regibus hic mos est: ubi equos mercantur, opertos

inspiciunt; ne, si facies, ut saepe, decora

molli fulta pede est, emptorem inducat hiantem,

quod pulchrae clunes, breve quod caput, ardua cervix[349]


¿por qué al poner nuestra atención en un hombre le consideramos completamente envuelto y empaquetado? Así no nos muestra sino las cosas que en manera alguna le pertenecen, y nos oculta aquellas por las cuales solamente puede juzgarse de su valer. Lo que se busca es el valor de la espada, no el de la vaina que la cubre; por aquélla no se daría quizás ni un solo ochavo si se viera desnuda. Es preciso juzgar al hombre por sí mismo, no por sus adornos ni por el fausto que le rodea, y como dice ingeniosamente un antiguo filósofo: «¿Sabéis por qué le creéis de tal altura? porque no descontáis los tacones.» «El pedestal no entra para nada en la estatua, medidle sin sus zancos; que ponga a un lado sus riquezas y honores, y que se presente en camisa. ¿Tiene el cuerpo bien dispuesto a la realización de todas sus funciones? ¿Goza de buena salud, y está contento? ¿Cuál es el temple de su alma? ¿Esta es hermosa, capaz, y se halla felizmente provista de todas las prendas que constituyen un alma perfecta? ¿Es rica por sus propios dones, o por dones prestados? ¿La es indiferente la fortuna? ¿Es capaz de aguardar los males con presencia de ánimo? ¿Posee empeño en saber si el lugar por donde la vida nos escapa es la boca o la garganta? ¿Tiene el alma tranquila, constante y serena? He aquí todo cuanto es indispensable considerar para informarse de la extrema diferencia que existe entre los hombres. Es, como Horacio decía:


Sapiens, sibique imperiosus;

quem neque pauperies, neque mors, neque vincula terrent;

responsare cupidinibus, contemnere honores

fortis; et in se ipso totus teres atque rotundus,

externi ne quid valeat por laeve morari;

in quem manca ruit semper fortuna?[350]


Un hombre de tales prendas está a quinientas varas por cima de reinos y ducados. Él mismo constituye su propio imperio,


Sapiens... poi ipse fingit fortunam sibi[351]:


¿qué más puede desear?


Nonne videmus,

nil aliud sibi naturam latrare, nisi ut, quoi

corpore sejunctus dolor absit, mente fruatur

jucundo sensu, cura semotu metuque?[352]


Comparad con él la turba estúpida, baja, servil y voluble, que flota constantemente a merced del soplo de las múltiples pasiones que la empujan y rempujan, y que depende por entero de la voluntad ajena, y encontraréis que hay mayor distancia entre uno otro que la que existe del cielo a la tierra. Y sin embargo la ceguedad de nuestro espíritu es tal que en las cosas dichas no reparamos al juzgar a los hombres, allí mismo donde si comparásemos un rey y un campesino un noble y un villano, un magistrado y un particular, un rico y un pobre, preséntanse a nuestra consideración, por extremos diferentes, no obstante podría decirse que no lo son más que por el vestido que llevan.

El rey de Tracia distinguíase de su pueblo por modo bien característico y altanero; profesaba una religión distinta; tenía un dios para él solo, que a sus súbditos no les era permitido adorar, Mercurio, y desdeñaba las divinidades a que sus vasallos rendían culto: Marte, Baco y Diana. Tales distinciones no son más que formas externas, que no establecen ninguna diferencia esencial, pues a la manera de los cómicos que en escena representan ya un duque o un emperador, ya un criado o un miserable ganapán, y ésta es su condición primitiva, así el emperador cuya pompa os deslumbra en público,


Scilicet et grandes viridi cum luce smaragdi

auro includuntur, teriturque thalassina vestis

assidue, et Veneris audorem exercita potat[353]:


vedle detrás del telón; no es más que un hombre como los demás, y a veces más villano que el último de sus súbditos: ille beatus introrsum est; istius bracteata felicitas est[354]; la cobardía, la irresolución, la ambición, el despecho y la envidia, le agitan como a cualquiera otro hombre:


Non enint gazae, neque consularis

summovet lictor miseros tumultus

mentis, et curas laqueata circum

tecla volantes[355]:


y la intranquilidad y el temor le dominan aun en medio de sus ejércitos.


Re veraque metus hominum, curaeque sequaces

nec metuunt sonitus armorum, nec fera tela;

audacterque inter reges, rerumque potentes

versantur, neque fulgorem reverentur ab auro.[356]


La calentura, el dolor de cabeza y la gota, le asaltan como a nosotros. Cuando la vejez pesa sobre sus hombros, ¿podrán descargarle de ella los arqueros de su guardia? Cuando el horror de la muerte le hiere, ¿podrá tranquilizarse con la compañía de los nobles de su palacio? Cuando se halla dominado por la envidia o el mal humor, ¿le calmarán nuestros corteses saludos? Un dosel cubierto de oro y pedrería carece por completo de virtud para aliviar los sufrimientos de un doloroso cólico.


Nec calidae citius decedunt corpore febres,

textilibus si in picturis, ostroque rubenti

jactaris, quam si plebeia in vesto cubandum est.[357]


Los cortesanos de Alejandro Magno le hacían creer que Júpiter era su padre. Un día que fue herido, al mirar cómo la sangre salía de sus venas «Qué me decís ahora? dijo. No es esta sangre roja como la de los demás humanos? Es bien diferente de la que Homero hace brotar de las heridas de los dioses.» El poeta Hermodoro compuso unos versos en honor de Antígono, en los cuales le llamaba hijo del sol; éste contestó que no había tal, y añadió: «El que limpia mi sillón de servicio, sabe muy bien que no hay nada de eso.» Es un hombre como todos los demás,.y si por naturaleza es un hombre mal nacido, el mismo imperio del universo mundo no podrá darle un mérito que no tiene.  


Puellae

nunc rapiant; quidquid calcaverit hic, rosa fiat.[358]


¿Qué vale ni qué significa toda la grandeza si es un alma estúpida y grosera? El placer mismo y la dicha no se disfrutan careciendo de espíritu y de vigor:


Haec perinde sunt, ut illius animus, qui ea possidet:

qui uti scit, ei bona; illi, qui non utitur recte, mala.[359]


Para gozar los bienes de la fortuna tales cuales son es preciso estar dotado del sentimiento propio para disfrutarlos. El gozarlos no el poseerlos, es lo que constituye nuestra dicha.


Non domus el fundus, non aeris acervus,

aegroto domini deduxit corpore febres,

non animo curas. Valeat possessor oportet.

Qui comportatis rebus bene cogitat uti:

qui cupit, aut metuit, juvat illum sic domus, aut res,

ut lippum pictae tabulae, fomenta podagram.[360]


Si una persona es tonta de remate, si su gusto está pervertido o embrutecido, no disfruta de aquéllos, del propio modo que un hombre constipado no puede gustar la dulzura del vino generoso, ni un caballo la riqueza del arnés que le cubre. Dice Platón que la salud, la belleza, la fuerza, las riquezas, y en general todo lo que llamamos bien, se convierte en mal para el injusto y en bien para el justo, y el mal al contrario. Además, cuando el alma o el cuerpo sufren, ¿de qué sirven las comodidades externas, puesto su que el más leve pinchazo de alfiler, la más insignificante pasión del alma bastan a quitarnos hasta el placer que podría procurarnos el gobierno del mundo? A la primera manifestación del dolor de gota, al que la padece, de nada le sirve ser gran señor o majestad,


Totus et argento confiatus, totus et auro[361],


¿no se borra en su mente el recuerdo de sus palacios y de sus grandezas? ¿Si la cólera le domina, su principalidad le preserva de enrojecer, de palidecer, de que sus dientes rechinen como los de un loco? En cambio, si se trata de un hombre de valer y bien nacido, la realeza añade poco a su dicha:


Si ventri bene, si lateri est, pedibusque tuis, nil

divitiae poterunt regales addere majus[362];


verá que los esplendores y grandezas no son más que befa y engaño, y acaso será el parecer del rey Seleuco, el cual aseguraba que quien conociera el peso de un cetro no se dignaría siquiera recogerlo del suelo cuando la encontrara por tierra; y era ésta la opinión de aquel príncipe por las grandes y penosas cargas que incumben a un buen soberano. No es ciertamente cosa de poca monta tener que gobernar a los demás cuando el arreglo de nuestra propia conducta nos ofrece tantas dificultades. En cuanto al mandar, que parece tan fácil y hacedero, si se considera la debilidad del juicio humano y la dificultad de elección entre las cosas nuevas o dudosas, yo creo que es mucho más cómodo y más grato el obedecer que el conducir, y que constituye un reposo grande para el espíritu el no tener que seguir más que una ruta trazada de antemano, y el no tener tampoco que responder de nadie, más que de sí mismo:


Ut satius multo jam sit parere quietum,

quam regere imperio res velle.[363]


Decía Ciro que no pertenecía el mando sino a aquel que es superior a los demás. El rey Hierón, en la historia de Jenofonte, dice más todavía en apoyo de lo antecedente que en el goce de los placeres mismos son los reyes de condición peor que los otros hombres por el bienestar y la facilidad de los goces les quitan el sabor agridulce que nosotros encontramos en los mismos.


Pinguis amor, nimiumque potens, in taedia nobis

vertitur, et, stomacho dulcis ut esca, nocet.[364]


¿Acaso los monaguillos que cantan en el coro encuentran placer grande en la música? La saciedad la convierte para ellos en pesada y aburrida. Los festines, bailes, mascaradas y torneos divierten a los que no los presencian con frecuencia, a los que han sentido anhelo por verlos; mas a quien los contempla a diario lo cansan, son para él insípidos y desagradables; tampoco las mujeres cosquillean a quien puede procurárselas a su sabor; el que no aguarde a tener sed, no experimentará placer cuando beba; las farsas de los titiriteros nos divierten, pero a los que las representan los fatigan y dan trabajo. Y la prueba de que todo esto es verdad, es que constituye una delicia para los príncipes el poder alguna vez disfrazarse, descargarse de su grandeza, para vivir provisionalmente con la sencillez de los demás hombres:


Plerumeque gratae principibus vices,

mundaeque parvo sub lare pauperum

caenae, sine aulaeis et ostro,

sollicitam explicuere frontem.[365]


Nada hay tan molesto ni que tanto empache como la abundancia. ¿Qué lujuria no se asquearía en presencia de trescientas mujeres a su disposición, como las tiene actualmente el sultán en su serrallo? ¿Qué placer podría sacar de la caza un antecesor del mismo, que jamás salía al campo sin la compañía de siete mil halconeros? Yo creo que el brillo de la grandeza procura obstáculos grandes al goce de los placeres más dulces. Los príncipes están demasiado observados, en evidencia siempre, y se exige de ellos que oculten y cubran sus debilidades, pues lo que en los demás mortales es sólo indiscreción, el pueblo lo juzga en ellos tiranía, olvido y menosprecio de las leyes. Aparte de la inclinación al vicio diríase que los soberanos juntan el placer de burlarse y pisotear las libertades públicas. Platón en su diálogo Gorgias, entiende por tirano aquel que tiene licencia para hacer en una ciudad todo cuanto le place; por eso en muchas ocasiones la vista y publicidad de los monarcas es más dañosa para las costumbres que el vicio mismo. Todos los mortales temen ser vigilados; los reyes lo son hasta en sus más ocultos pensamientos, hasta en sus gestos; todo el pueblo eres tener derecho e interés en juzgarlos. Además, las manchas adquieren mayores proporciones según el lugar en que están colocadas; una peca o una verruga en la frente parecen mayores que en otro lugar no lo sería una profunda cicatriz. He aquí por qué los poetas suponen los amores de Júpiter conducidos bajo otro aspecto diferente del suyo verdadero; y de tan diversas prácticas amorosas como le atribuyen, no hay más que una sola en que aparezca representado en toda su grandeza y majestad.

Pero volvamos a Hierón, el cual refiere también cuántas molestias su realeza le proporciona, por no poder ir de viaje con entera libertad, sintiéndose como prisionero dentro de su propio país, y a cada paso que da, viéndose rodeado por la multitud. En verdad, al ver a nuestros reyes sentados solos a la mesa, sitiados por tantos habladores y mirones desconocidos, he experimentado piedad más que ojeriza. Decía el rey Alfonso que los asnos eran en este punto de condición mejor que los soberanos; sus dueños los dejan pacer a sus anchas, y los reyes no pueden siquiera alcanzar tal favor de sus servidores. Nunca tuve por comodidad ventajosa, para la vida de un hombre de cabal entendimiento, el que tenga una veintena de inspeccionadores cuando se encuentra sentado en su silla de asiento; ni que los servicios de un hombre que tiene diez mil libras de venta, o que se hizo dueño de Casai y defendió Siena, fueran mejores y más aceptables que los de un buen ayuda del cámara lleno de experiencia. Las ventajas de los príncipes son casi imaginarias; cada grado de fortuna tiene alguna imagen de principado; César llama reyezuelos a los señores de Francia, que en su tiempo tenían derecho de justicia. Salvo el nombre de Sire, que los particulares no tenemos, todos somos poderosos con nuestros reyes. Ved en las provincias apartadas de la corte, en Bretaña, por ejemplo, el lujo, los vasallos, los oficiales, las ocupaciones, el servicio y ceremoniales de un caballero retirado, que vive entre sus servidores; ved también el vuelo de su imaginación; nada hay que más de cerca toque con la realeza; oye hablar de su soberano una vez al año, como del rey de Persia, y no la reconoce sino por cierto antiguo parentesco que su secretario guarda anotado en el archivo de su castillo. En verdad nuestras leyes son sobrado liberales, y el peso de la soberanía no toca a un gentilhombre francés apenas dos veces en toda su vida. La sujeción esencial y efectiva no incumbe entre nosotros sino a los que se colocan al servicio de los monarcas, y tratan de enriquecerse cerca de ellos, pues quien quiere mantenerse obscuramente en su casa, sabe bien gobernarla sin querellas ni procesos, es tan libre como el dux de Venecia. Paucos servitus, plures servitutem tenent[366]. Hierón insiste principalmente en la circunstancia de verse privado de toda amistad y relación social, en la cual consiste el estado más perfecto y el fruto más dulce de la vida humana. Porque, en realidad, puede decirse el monarca: «¿Qué testimonio de afecto ni de buena voluntad puedo yo alcanzar de quien me debe, reconózcalo o no, todo cuanto es y todo cuanto tiene? ¿Puedo yo tomar en serio su hablar humilde cortés reverencia, si considero que no depende de él proceder de otro modo? El honor que nos tributan los que nos temen, no merece tal nombre; esos respetos tribútanse a la realeza, no al hombre:


Maximum hoc regni bonum est,

quod facta domini cogitor populus sui

quam ferre, tain laudare.[367]


¿No veo yo que esos honores reverencias se consagran por igual al rey bueno o malo, al que se odia lo mismo que al que se ama? De iguales ceremonias estaba rodeado mi predecesor; de idénticas lo será mi sucesor. Si de mis súbditos no recibo ofensa, con ello no me testimonian afección alguna. ¿Por qué interpretar su conducta de esta suerte, si se considera que no podrían inferirme daño aun cuando en ello pusieran empeño? Ninguno me sigue, ama, ni respeta por la amistad particular que pueda existir entre él y yo, pues la amistad es imposible donde faltan la relación y correspondencia; mi altura me ha puesto fuera del comercio de los hombres; hay entre éstos y yo demasiada distancia, demasiada disparidad. Me siguen por fórmula y costumbre, o más bien que a mí a mi fortuna, para acrecentar la suya. Todo cuanto me dicen y todo cuanto hacen no es más que artificio, puesto que su libertad está coartada por doquiera, gracias al poder omnímodo que tengo sobre ellos; nada veo en derredor mío que no está encubierto y disfrazado.»

Alabando un día sus cortesanos a Juliano el emperador porque administraba una justicia equitable, el monarca les contestó: «Enorgulleceríanme de buen grado esas alabanzas si viniesen de personas que se atrevieran a acusar o a censurar mis actos dignos de reproche.» Cuantas ventajas gozan los príncipes son comunes con las que disfrutan los hombres de mediana fortuna (sólo en manos de los dioses hombres reside el poder de montar en caballos alados y alimentarse de ambrosía), no gozan otro sueño ni apetito diferentes de los nuestros; su acero tampoco es de mejor temple que el de que nosotros estamos armados, su corona no les preserva de la lluvia ni del sol.

Diocleciano, que ostentó una diadema tan afortunada y reverenciada, resignola para entregarse al placer de una vida recogida; algún tiempo después, las necesidades de los negocios públicos exigieron de nuevo su concurso, y Diocleciano contestó a los que le rogaban que tomara otra vez las riendas del gobierno: «No intentaríais persuadirme con vuestros deseos si hubierais visto el hermoso orden de los árboles que yo mismo he plantado en mis jardines y los hermosos melones que he sembrado.»

En opinión de Anacarsis, el estado más feliz sería aquel en que todo lo demás siendo igual, la preeminencia y dignidades fueran para la virtud, y lo sobrante para el vicio.

Cuando Pirro intentaba invadir la Italia, Cineas, su prudente consejero, queriéndole hacer sentir la vanidad de su ambición, le dijo: «¿A qué fin, señor, emprendéis ese gran designio? -Para hacerme dueño de Italia», contestó al punto el soberano.» ¿Y luego, siguió el consejero, cuando la hayáis ganado? -Conquistaré la Galia y España. -¿Y después? -Después subyugaré el África; y por último, cuando haya llegado a dominar el mundo, descansaré y viviré contento a mi gusto. -Por Dios, señor, repuso Cineas al oír esto; decidme: ¿por qué no realizáis desde ahora vuestro intento? ¿por qué desde este momento mismo no tomáis el camino del asilo a que decís aspirar, y evitáis así el trabajo y los azares que vuestras expediciones acarrearán?»


Nimirum, quia non bene norat; quae esset habendi

finis, et omnino quoad crescat vera voluptas.[368]


Cerraré este pasaje con una antigua sentencia que creo singularmente adecuada al asunto de que hablo: Mores cuique sui fingunt fortunam[369].



De las leyes suntuarias

El medio de que nuestras leyes se valen para reglamentar los locos y vanos dispendios de las mesas y de los vestidos de los ricos, parece contradecir su fin. Yo creo que el procedimiento verdadero sería inculcar a los hombres el desprecio del oro y de la seda como cosas inútiles y fútiles. Aumentamos el brillo y precio de esas cosas, lo cual es contraproducente para apartar a los hombres del lujo; pues el ordenar que sólo los príncipes pueden comer salmón y gastar terciopelos y galones de oro, o impedírselo al pueblo, ¿qué es si no dignificar el fausto y acrecentar en los demás el deseo de disfrutarlo? Que los reyes realicen el acto heroico de abandonar esas muestras de grandeza, puesto que de otras muchas disfrutan; tales excesos son más excusables en otro cualquiera que en un príncipe. Por el ejemplo que varias naciones nos dan, podemos adoptar mejores medios de distinguirnos exteriormente, y lo mismo nuestras categorías respectivas (yo creo que cada cual debe tener los honores pertinentes a su rango), sin atizar por ello la corrupción manifiesta que al excesivo lujo acompaña Es cosa peregrina el ver cómo la costumbre en estas cosas indiferentes implanta con facilidad suma el peso de su autoridad. Apenas si vestimos durante un año en la corte de paño negro por la muerte de Enrique II; verdad es que ya, en, opinión de todos, las sedas se habían desprestigiado tanto, que si alguien se veía ataviado con ellas tomábanle desde luego por un plebeyo. Usábanlas sólo los médicos y cirujanos, aunque alguien fuese vestido de igual modo existían diferencias visibles entre la categoría de las personas. ¡Cuán de pronto nuestros ejércitos dignifican, usándolos, los corpiños mugrientos de gamuza y de lienzo, y desdeñan los trajes ricos! Que los reyes sean los primeros en abandonar esos lujos, y un mes bastará para que los imitemos todos sin necesidad de edicto ni ordenanza. La ley debiera ordenar, por el contrario, la prohibición del color carmesí y las joyas a todo el mundo, salvo a los comediantes y cortesanas.

Por análogo procedimiento corrigió Zeleuco las costumbres corrompidas de los locrios. Sus ordenanzas declaraban, que la mujer de condición libre no podía llevar consigo más que una criada, salvo cuando aquélla estuviera borracha; que de noche no pudiera salir fuera de la ciudad, ni llevar joyas de oro para adornar su persona, ni traje enriquecido con brocado, si no era mujer pública o ramera; y que excepción hecha de los rufianes a ningún otro se lo permitiera llevar anillos de oro, ni traje lujoso, como son los que se hacen con las telas tejidas en la ciudad de Mileto.» Así valiéndose de esas excepciones vergonzosas, apartaba ingeniosamente a sus ciudadanos de las superfluidades y goces perniciosos; era un medio útil de atraer a los hombres por ambición y honor al deber y a la obediencia.

Todo lo pueden nuestros reyes en tales reformas externas; su voluntad sirve pronto de ley: Quidquid principes faciunt praecipere videntur[370]: el resto de Francia toma por norma la regla de la corte. Que se despojen de esa fea vestidura que muestra al descubierto la huella de nuestros miembros ocultos; de ese pesado y abultado corpiño, que nos hace distintos de lo que realmente somos, y que es tan incómodo para encerrarlo dentro de la coraza; de esas cabelleras luengas que nos afeminan; de la costumbre de besar las manos al saludar, ceremonia que se practicaba en otro tiempo sólo con los príncipes; evitese también el que un gentilhombre se encuentre en lugar de respeto sin tener la espada al costado, al desgaire y desabotonado, como si saliera del retrete. Contra la costumbre de nuestros padres y la privativa libertad de la nobleza de nuestro reino, nos mantenemos descubiertos, aun estando bien lejos del soberano, en cualquier lugar que en éste se encuentre, de la propia suerte que ante cien otros: tan grande es el número que tenemos de tercios y cuartos de reyes; que se borren igualmente otras novedades análogas y no menos viciosas, y muy luego se verán desacreditadas y desvanecidas, sin que de ellas quede señal alguna. Son errores superficiales, mas por lo mismo de mal augurio, y sabemos por experiencia que el muro amenaza ruina cuando vemos descascarillarse el revoque de las paredes de nuestras casas.

Platón, en sus leyes, cree que no hay peste más perjudicial para su ciudad ideal, ni más dañosa, que el dejar a la juventud en libertad de cambiar los trajes, las diversiones y lo mismo los gestos, danzas, ejerqicios y canciones, y el que pase de unos a otros, removiendo su juicio, ya en una dirección, ya en la contraria; corriendo en pos de novedades y honrando a los que las inventan: todo lo cual contribuye a que las costumbres se corrompan, y a que las instituciones antiguas se desdeñen y caigan en descrédito. En todas las cosas, salvo naturalmente en las dañosas, la mutación es de temer: el cambio de las estaciones, el de los vientos, el de los alimentos que nos sustentan y el de los humores que nos gobiernan. Ninguna ley es digna de tanto crédito como aquellas a que Dios ha concedido duración bastante, de suerte que nadie conozca cuándo tuvieron su origen, ni que hayan sido jamás distintas.



Del dormir

La razón nos ordena seguir siempre el mismo camino, pero no constantemente con igual paso, y aunque el filósofo no deba consentir que las humanas pasiones se desvíen de su derecho cauce, puede muy bien, sin faltar a su deber, darlas la libertad de apresurar o retardar su marcha, y no quedarse detenido cual coloso inmóvil e impasible. Aunque la propia virtud estuviera encarnada en él, su pulso se encontraría más agitado yendo a un asalto que cuando va, ásentarse a la mesa; y a veces es necesario que la misma virtud tome alientos y adquiera vigor. Por esta razón he advertido como cosa singular el ver algunas veces a los frandes personajes, en las empresas más preclaras y en los negocios más importantes, mantenerse tan firmes en su actitud, que ni siguiera dejaron de reparar sus fuerzas con el sueño. Alejandro el Grande, el día mismo asignado para librar la furiosa batalla contra Darío, durmió tan profundamente y hasta una hora tan avanzada de la mañana, que Parmenión se vio obligado a entrar en su cuarto, acercarse al lecho, y llamarle hasta dos o tres veces para despertarle, pues llegaba la hora del combate. Habiendo decidido darse a muerte el emperador Otón, durmió sosegadamente la víspera, después de haber puesto en orden sus asuntos domésticos, distribuido su caudal entre sus servidores, y afilado el corte de la espada con que se quería sacrificar; y reposó tan profundamente que sus criados le oían roncar. La muerte de este emperador guarda analogía grande con la del gran Catón, hasta en la circunstancia de dormir sueño reposado, pues éste, hallándose casi a punto de suicidarse, mientras aguardaba nuevas de si los senadores a quienes había ordenado retirarse se habían alejado del puerto de Utica, se echó a dormir con tantas ganas, que los ronquidos se oían en la habitación vecina; y habiéndole despertado la persona que había enviado a puerto para decirle que la tormenta impedía partir a los senadores, mandó a otro mensajero, y se entregó de nuevo al sueño hasta que supo que aquéllos habían marchado. Guarda también analogía la muerte de Catón el Grande con la acción dicha de Alejandro Magno, en la tempestad peligrosa que le amenazaba en la época en que el tribuno Metelo quería publicar el decreto de llamamiento de Pompeyo a la ciuda con su ejército, cuando tuvo lugar la conjuración de Catilina; Catón sólo era el que se oponía a tal decreto; él y Metelo mantuvieron en el senado una discusión ruda. Al día siguiente, en la plaza pública, había de dilucidarse la cuestión. Metelo, además de contar con el favor del pueblo y el de César, que conspiraba entonces en beneficio de Pompeyo, disponía de gran número de esclavos extranjeros y de esgrimidores. A Catón sólo alentaba y fortificaba su firmeza, de suerte que su familia, sus criados y muchas buenas gentes estaban con gran cuidado, y algunos pasaron la noche juntos, sin querer dormir, beber ni comer, por el peligro a que le veían abocado; la misma esposa de Catón y sus hermanas no hacían más que llorar y afligirse en la casa; pero aquél, por el contrario, los animaba a todos, y después de haber cenado como de costumbre, se acostó y durmió profundamente hasta la mañana; entonces uno de sus compañeros en el tribunado fue a despertarle para que se encaminara a la escaramuza. El conocimiento que tenemos de la grandeza de alma y del valor de Catón por las demás acciones de su vida, puede servir a hacernos juzgar a ciencia cierta de su firmeza emanaba de un alma tan por cima de aquel acontecimiento, como de los accidentes más insignificantes de la vida.

En el combate naval que Augusto ganó a Sexto Pompeyo en Sicilia, en el instante de dirigirse el emperador al encuentro, fue dominado por un sueño tan fuerte, que hubo necesidad de que sus amigos le despertaran para dar la señal de la batalla; esto dio margen a Marco Antonio para reprocharle luego de que no se había atrevido siquiera a mirar a disposición de su ejército, ni tampoco a presentarse ante sus soldados, hasta que Agripa le anunció la nueva de la victoria que había alcanzado contra sus enemigos. Mario el joven dio todavía muestra de mayor presencia de ánimo: el día de su último encuentro contra Sila, después de haber dispuesto el orden de su ejército y dado la palabra y signo de la batalla, se tendió al pie de un árbol, a la sombra, para descansar, y se durmió tan profundamente, que apenas si le despertaron la huida y derrota de sus huestes, y no vio ninguna de las perillecias del combate. Refiérese que se encontraba extenuado por la fatiga hasta tal extremo, y tan falto de sueño, que no pudo ya mantenerse derecho. A este propósito decidirán los médicos, de si el dormir es tan necesario, que la falta de reposo pueda poner en peligro nuestra vida. Sabemos que a Perseo, rey de Macedonia, que fue hecho prisionero en Roma, se le hizo morir no dejando que durmiera; pero Plinio habla de gentes que vivieron largo tiempo sin pegar los ojos, y Herodoto de naciones en las cuales los hombres duermen y velan por medios años; los autores de la vida del sabio Epiménides cuentan que durmió durante cincuenta y siete consecutivos.



De la batalla de Dreux

En nuestra batalla de Dreux[371] hubo bastantes incidentes curiosos; mas aquellos que no favorecen mucho la reputación militar del duque de Guisa aseguran que éste no puede excusarse de haberse detenido y aguardado con las fuerzas que mandaba, mientras atacaba la artillería al condestable, que era el jefe del ejército. Aquéllos añaden que hubiera valido más correr el riesgo de atacar por el flanco al enemigo, que aguardar la ventaja de verlo pasar, y sufrir una pérdida tan importante. Además de lo que el desenlace testifica, quien discuta sin pasión se verá obligado a confesar, a mi entender, que el designio y último propósito, no sólo de un capitán, sino de todo soldado, debe encaminarse a la victoria en conjunto, y que ninguna circunstancia particular, sea cual fuere el interés que revista, debe apartar la mira de aquel fin. Filopómeno en un encuentro con Macanidas, envió a la vanguardia para comenzar la escaramuza una nutrida tropa de arqueros y piqueros; el enemigo, luego de haberlos derrotado, los persiguió con encarnizamiento, y pasando después de la victoria a lo largo de la falange en que es encontraba Filopómeno, aunque sus soldados estuvieran briosos, éste no se movió de su lugar ni presentó batalla para auxiliar a sus huestes; pero habiendo consentido en verlas destrozar ante sus ojos, emprendió la carga y atacó a la infantería cuando la vio abandonada por las gentes de a caballo. Aunque eran lacedemnonios, como se las hubo con ellos en el momento en que creían tener ganada la partida, comenzaron pronto a desordenarse y pudo con facilidad vencerlos, perdiendo luego a Macanidas. Este caso es en todo parecido al del señor duque de Guisa.

En la encarnizada batalla de Agesilao contra los beocios, en que Jenofonte se encontró, y a la cual llama la más terrible que jamás viera, Agesilao rechazó la ventaja que la fortuna le ofrecía de dejar libre el paso a las tropas beocias, y el atacarlas por la retaguardia, aunque de tal suerte tuviera por cierta la victoria, estimando que en ello había más argucia que valentía; y para mostrar su proeza, lleno de un ardor singular, prefirió embestir de frente, pero fue derrotado y herido, y se vio obligado a salir de su situación tomando el partido que había rechazado; al comienzo separó a sus gentes para dejar paso al torrente de beocios, y luego que hubieron desfilado, fijándose en que marchaban en desorden, como quien cree estar fuera de todo riesgo, los siguió y atacó por los flancos, mas no por ello pudo cortarles la retirada, porque se alejaron despacio, mostrándose siempre fieros hasta que se pusieron en salvo.



De los nombres

Cualesquiera que sea la diversidad de hierbas de que se componga, el conjunto se comprende siempre bajo el nombre de ensalada; así, con motivo de hablar aquí de los nombres, quiero hacer un picadillo de diversos artículos.

Cada nación tiene algunos que se toman, no sé por qué razón, en mala parte, y entre nosotros los de Juan, Guillermo[372] y Benito. Parece haber en la genealogía de los príncipes ciertos nombres fatalmente predestinados a determinados países, como el de Tolomeo en Egipto, el de Enrique en Inglaterra, el de Carlos en Francia y el de Balduino en Flandes. En nuestra antigua Aquitania teníamos el de Guillermo, de donde se dice que por una singular casualidad deriva el nombre de Guiena. Esta derivación parecerá extraña a primera vista, pero todavía se encuentran algunas cosas más peregrinas en las obras de Platón mismo.

Es una cosa sin importancia, mas sin embargo digna de memoria por su extrañeza, y escrita por testigo ocular, que Enrique, duque Normandía, hijo de Enrique II, rey de Inglaterra, en ocasión en que daba un banquete en Francia, los nobles concurrieron a la fiesta en número tan considerable, que habiendo por pasatiempo dividídose en grupos por la semejanza de sus nombres, en el primero, que fue el de los Guillermos, hubo hasta ciento diez caballeros sentados a la mesa que llevaban este nombre, sin contar los criados, ni los que no eran más que simples gentilhombres.

Tan curiosa como distribuir las mesas por los nombres de los asistentes era la costumbre del emperador Geta, el cual ordenaba el servicio de los diversos platos de carnes atendiendo a la letra con que éstas empezaban; servíanse primero aquellas cuya inicial era la M, y así los demás manjares.

Dícese que es conveniente tener buen nombre, es decir, reputación y crédito; pero además es también útil tener uno sonoro y que fácilmente pueda pronunciarse y retener en la memoria, pues de tal suerte, los reyes y los grandes nos conocen con mayor facilidad, y nos olvidan menos. Entre los criados de nuestro servicio, mandamos más ordinariamente y empleamos con más frecuencia a aquellos que tienen uno cuya pronunciación es cómoda y que viene a la lengua con mayor facilidad. Yo he visto al rey Enrique II no poder mentar a derechas a un gentilhonibre de esta provincia de Gascuña; y porque era muy raro el que llevaba una camarera de la reina, el mismo rey Enrique II creyó oportuno designarla con el dictado general de la casa a que pertenecía. Sócrates estimaba digno del cuidado paternal el dar a los hijos un nombre hermoso.

Refiérese que la fundación de Nuestra Señora, la Grande, de Poitiers, debió su origen a que un joven de malas costumbres que vivía allí, habiendo llevado a su casa una doncella a quien preguntó su nombre, que era el de María, sintiose tan vivamente ganado, al oírlo, por los sentimientos piadosos y por el respeto del dictado sacrosanto de la Virgen, madre de nuestro Salvador, que no sólo la dejó marchar, sino que se enmendó de sus yerros para todo el resto de su vida. En consideración de este milagro fue edificada en la misma plaza donde estaba la casa del joven, una capilla bajo la advocación de Nuestra Señora, y luego la iglesia que hoy vemos. Esta conversión, vocal y auricular, tocó derecha en el alma del pecador. La siguiente, del mismo género, insinuose por mediación de los sentidos corporales. Estando Pitágoras en compañía de unos jóvenes, a quienes oía fraguar una conjuración, enardecidos como se hallaban por la fiesta que celebraban, que tenía por fin asaltar una casa de mujeres honradas, ordenó que la orquesta cambiara de tono, y merced a una música grave, severa y espondaica, encantó dulcemente el ardor juvenil, y lo adormeció.

La posteridad no dirá que nuestra reforma religiosa actual no ha sido de todo punto escrupulosa, pues no sólo ha combatido vicios y errores y llenado la tierra de devoción, humildad, obediencia, paz, y toda suerte de virtudes, sino que también ha llegado hasta a combatir nuestros antiguos nombres de Carlos, Luis, Francisco, para poblar el mundo de Ezequieles, Malaquías y Matusalenes, los cuales están mucho más conformes con la verdadera fe cristiana. Un gentilhombre, vecino mío, comparando las ventajas del tiempo viejo con el nuestro, no se olvidaba de señalar la altivez y magnificencia de los nombres que llevaba la nobleza de antaño, los Grumedan, Quedragan, Agesilan; y añadía que sólo al oírlos resonar se advertía que aquellos que los ostentaban eran gentes de otro temple que los Pedros, Guillot y Migueles.

Yo apruebo a Santiago Amyot el haber dejado los nombres en latín en un sermón francés, sin alterarlos ni cambiarlos para darles una cadencia nacional. Esto parecía algo rudo al principio, pero ya el uso, merced al crédito que alcanzó su traducción de Plutarco, ha hecho que ninguna extrañeza veamos en dejarlos sin alterar. También he deseado con frecuencia que los que escriben las historias en latín, dejaran los nuestros como son en francés, pues haciendo de Vaudemont Vallemontanus, y metamoroseándolos así para aderezarlos a la griega o a la romana, no sabemos dónde estamos, y perdemos el conocimiento de ellos.

Para concluir con este aserto, diré que es una costumbre detestable en nuestra Francia y de muy malas consecuencias, el designar a cada uno por el nombre de su tierra o señorío, contribuyendo además a confundir y a hacer que las familias se desconozcan. El menor de una casa rica, que recibió en herencia una tierra con el nombre de la cual ha sido conocido y honrado, no puede, procediendo buenamente, abandonarle; diez años después de su muerte la tierra cae en manos de un extraño que toma igual dictado; calcúlese, pues, cómo de tal modo vamos a conocer a los hombres. No hay necesidad de buscar otros ejemplos: podemos encontrarlos, sin salir de la casa real de Francia, pues en ella ha habido tantas reparticiones como sobrenombres, por lo cual desconocemos el dictado mismo del tronco. Hay tan grande libertad en estos cambios, que en mis tiempos no he visto a nadie elevado por la fortuna a alguna categoría extraordinaria, a quien no se haya agregado enseguida títulos genealógicos nuevos o ignorados de sus padres, y a quien no se haya hecho injertar con alguna rama ilustre; las familias más obscuras son las más susceptibles de falsificación. ¿Cuántos gentilhombres tenemos en Francia que se creen descender de linaje real? Mayor número, según sus cuentas, que según las cuentas de los demás, dijo ingeniosamente uno de mis amigos. Hallábanse varios reunidos a fin de solventar la querella de un señor contra otro; el uno tenía a la verdad cierta prerrogativa de títulos y alianzas que le colocaban por cima de la común nobleza. Sobre el propósito de tal prerrogativa, cada cual quería igualarle, quién alegando un origen, quién otro, quién la semejanza del nombre, quién la de las armas, quién un viejo pergamino de familia, y el que menos demostraba ser biznieto de algún rey ultramarino. Como la cosa aconteció estando para sentarse a la mesa, el primero, en lugar de ocupar su sitio, retrocedió deshaciéndose en profundas reverencias, suplicando a la asistencia que le excusara por haber incurrido hasta entonces en la temeridad de considerarlos como a compañeros; y pues que había sido informado de sus timbres de nobleza, comenzaba a honrarlos según sus respectivas categorías, no siéndole ya dable sentarse en medio de tantos príncipes. Después de esta broma, lanzóles mil injurias: «Contentémonos, les dijo, por Dios, con lo que nuestros padres se conformaron, y con lo que somos; somos lo suficiente, si cada cual sabe mantenerse en su papel no reneguemos de la fortuna y condición de nuestros abuelos, y desechemos esas fantasías estúpidas, que no pueden menos de poner en ridículo a quien tiene el mal gusto de alegarlas.»

Ni los escudos de armas ni los sobrenombres tienen seguridad alguna de duración y permanencia. Mis atributos son el azul sembrado de tréboles de oro, y una garra de león del mismo metal, armada de gules, que lo cruza. ¿Qué privilegio tiene este escudo para pertenecer siempre a mi casa? Un yerno vendrá que lo trasladará a otra familia: algún comprador mezquino hará quizás de él sus primeras armas. No hay cosa que esté más sujeta a mutación y a confusión.

Esta consideración me lleva a tratar otro asunto diferente. Sondeemos de cerca, consideremos en qué fundamos esa gloria y reputación por la cual el mundo se desquicia. ¿Sobre qué fundamentos se sostiene ese renombre que vamos mendigando e implorando a costa de tan hercúleo trabajo? ¿Es, en conclusión, Guillermo o es Pedro quién merece la recompensa, aquél a quien corresponde el galardón? ¡Oh, engañadora esperanza que en una cosa perecedera remontas en un momento al infinito, la inmensidad, la eternidad, y llenas la indigencia de tu dueño de la posesión de todas las cosas que puede imaginar y desear! La naturaleza suministró con esto un agradable juguete. Y ese Pedro y ese Guillermo, qué son en conclusión, sino una palabra, o tres o cuatro trazos de la pluma, tan fáciles de alterar, que yo preguntaría como la cosa más natural del mundo: ¿a quién corresponde el honor de tantas victorias? ¿A Guesquin[373] o Glesquin, o a Gueaquin? Mayor fundamento habría aquí para cuestionar que en Luciano, quien escribió la disputa de la  imagen y la T; pues como Virgilio, sienta.:


Non levia aut ludicra petuntur

praemia[374]:


el caso es importante; trátase de saber cuál de esas dos letras debe ser retribuida por el honor ganado en tantos sitios, batallas, heridas, prisiones y servicios prestados a la corona de Francia por aquel su famoso condestable.

Nicolás Denisot no ha conservado más que las letras de su nombre, que forman anagrama, y cambió toda la contextura del mismo para edificar el de Conte de Alsinois, al cual ha gratificado con la gloria de sus obras poéticas y pictóricas. El historiador Suetonio no guardó más que el sentido del suyo; y desechando el Lenis, que era el sobrenombre de su padre, se quedó con el de Tranquilo, heredero de la reputación de sus escritos. ¿Quién creerá que el capitán Bayardo no tuvo más honor que el que le prestaron las acciones de Pedro del Terrail, y que Antonio Escalin se dejó robar a ojos vistas el honor de tantas expediciones y cargos como hizo y ejerció por mar y tierra, por el capitán Poulin y por el barón de la Garde[375]?

Consideremos además que los nombres son sólo trazos caligráficos, comunes a millares de individuos. ¿Cuántas personas existen en todas las razas con igual nombre y apellido? La historia habla de tres Sócrates, cinco Platones, ocho Aristóteles, siete Jenofontes, veinte Demetrios y veinte Teodoros. Imagínese cuántos habrán vivido de quienes aquélla no habla para nada. ¿Quién impide a mi palafrenero el llamarse Pompeyo el Grande? Mas, después de todo, ¿qué medios ni qué recursos existen para impedir que mi mismo palafrenero una vez muerto, y aquel otro hombre a quien cortaron la cabeza en Egipto, compartan la voz gloriosa de la fama, y que de ella reciban el fruto?


Id cinerem et manes credis curare sepultos?[376]


¿Qué conocimiento tienen los dos émulos en valor, Epaminondas, de este glorioso verso que tantos siglos ha corre de boca en boca:


Consillis nostris laus est attirita Laconum[377],


ni Escipión el Africano de estos otros:


A sole exoriente, supra Maeoti paludes,

nemo est qui factis me equiparare queat.[378]


¿Los vivos se embriagan con la dulzura de tales elogios, e inspirados por ellos, sedientos de celo y deseo prestan inconsideradamente por fantasía a los muertos la pasión que a ellos les anima?. Y poseídos de una engañadora esperanza se creen a su vez fuertes para experimentar aquélla Dios lo sabe. De todos modos,


Ad haec se

Romanus, Graiusque, et Barbarus induperator

erexit; causas descriminis atque laboris

inde habuit: tanto maior famae sitis est, quam

vinutis![379]



De la incertidumbre de nuestro juicio


Este verso encierra una verdad:


 [380 - 381]


«Existe libertad cabal para hablar de todo en pro o en contra». Por ejemplo:


Vince Hannibal, e non seppe usar poi

ben la vittoriosa sua ventura.[382]


Quien opinara con nuestros contemporáneos que fue un yerro el no haber perseguido a nuestros enemigos en Moncontour; o quien acusara al rey de España[383] por no haber sabido sacar partido de la victoria que alcanzó contra nosotros en San Quintín, podría alegar como prueba de su aserto que esta falta proviene de un alma cegada o la buena estrella, y de un ánimo que, encontrándose plenamente colmado por semejante comienzo de bienandanza, pierde el deseo de acrecentarla, por encontrarse demasiado imposibilitado de digerir la que ya posee. Sus brazos abarcaron por completo la fortuna, ya no puede extenderlos más; porque, ¿qué provecho experimenta el vencedor, si consiente a su enemigo adquirir vigor nuevo? ¿Qué esperanza puede tenerse de que comience un nuevo ataque cuando el enemigo se encuentre ya unido y repuesto, y de nuevo armado de despecho y de venganza, quien no osó o no supo perseguirlo cuando estaba quebrantado y atemorizado?


Dum fortuna calet, dum conficit omnia terror?[384]


Y, en suma, ¿qué puede esperar de más ventajoso que lo que acaba de perder? Porque, en una batalla, no acontece lo mismo que en la esgrima, en la cual el número de acometidas hace ganar al adversario; mientras éste se mantiene en pie deben comenzarse de nuevo los ataques; no hay victoria posible cuando ésta no pone término a la guerra. En la escaramuza en que César corrió grave riesgo cerca de la ciudad de Oricum[385], dijo a los soldados de Pompeyo, que de haber sabido éste aprovecharse de la victoria, él hubiera sido perdido. César, cuando le llegó su turno de ganar, que fue pocos días después, mostró a Pompeyo que sacaba mejor provecho de las derrotas de sus enemigos.

Mas, ¿por qué no alegar la razón contraria, y asegurar en este caso que es propio de un espíritu precipitado e insaciable el no saber poner fin a su codicia; que es abusar de los favores de Dios quererlos hacer perder la medida que el Señor les ha prescrito, y que arrojarse al peligro después de la victoria es empujar a de nuevo hacia el acaso; que la mayor prudencia en el arte militar consiste en no lanzar a la desesperación al enemigo?... Mario y Sila, en la guerra social, derrotaron a los marsos, y viendo luego que todavía quedaba una tropa de reserva que, movida por la desesperación, se les acercaba cual si fueran bestias furiosas, no quisieron hacerla frente. Si el ardor del señor de Foix no le habría impelido a perseguir con rudeza extrema a los últimos supervivientes de la victoria de Ravena, no hubiera entristecido con su muerte la batalla; sin embargo, la reciente memoria de su ejemplo sirvió a preservar al señor de Enghién de semejante desdicha en el combate de Cerisole. Es peligroso acorralar a un hombre a quien se ha despojado de todo otro medio de escapar que haciendo uso de las armas, pues la necesidad es una violenta escuela: gravissimi sunt morsus irritate necessitatis.


Vincitur haud gratis, jugulo qui provocat hostem.[386]


He ahí por qué Farax no permitió al rey de Lacedemonia, que acababa de ganar la batalla contra los mantineos, afrontar a mil argianos que habían logrado escapar de la derrota; los dejó huir con entera libertad por no probar el empuje del vigor, picado y despechado por la desdicha. Clodomiro, rey de Aquitania, después de la victoria persiguió a Gondomar, rey de Borgoña, el cual, vencido y huido como se encontraba, obligó a aquél a volver la espalda. El tesón de Clodomiro le arrancó el fruto del combate, pues fue causa de que perdiera la vida.

De un modo análogo, quien hubiera de escoger entre los dos medios siguientes, o presentar sus soldados rica y suntuosamente armados, o armados sólo de lo más indispensable, se inclinará al primer partido, del cual fueron Sertorio, Filopómeno, Bruto, César y otros, alegando que es un aguijón del honor y de la gloria para el soldado el verso bien ataviado, y una razón de más para dirigirse con obstinación al combate el tener que defender sus armas como sus bienes y heredades. Por esta razón, dice Jenofonte, los asiáticos llevaban consigo a la guerra sus mujeres y concubinas, sus joyas y riquezas más estimadas. Mas por otra parte, puede muy bien alegarse que debe más bien quitarse al soldado toda idea de conservar riquezas y que es mejor acrecentárselas, pues de aquel modo temerá doblemente el perder la vida; además, se aumenta en el enemigo el ansia de la victoria, con el fin de apoderarse de los ricos despojos de los combatientes; y se ha notado que en ocasiones, ese deseo duplicó la fuerza de los romanos en la guerra contra los saninitas. Mostrando Antioco a Aníbal el ejército que tenía armado contra los romanos, que era pomposo y magnífico en toda suerte de aprestos, preguntole: «¿Se conformarán mis enemigos con estas fuerzas? -¿Si se conformarán? ya lo creo, por muy avaros que sean.»

Licurgo prohibía a sus soldados, no sólo la suntuosidad en el apresto, sino también que despojaran al enemigo cuando le habían vencido, queriendo, decía, que la pobreza y la frugalidad brillasen en sus tropas.

En los combates, o en otro lugar cualquiera en que la ocasión nos pone cerca del enemigo, concedemos de buen grado licencia de desafiarle a nuestros soldados, de menospreciarle e injuriarle con toda suerte de improperios, y no sin visos de razón; pues no es cosa de poca monta arrancarle toda esperanza de transacción y gracia, haciéndole ver que no hay lugar a esperar tregua ninguna de quien hemos recibido tan duros ultrajes, y que no hay otro remedio más que la victoria, tal costumbre, sin embargo, engañó a Vitelio, pues en su lucha con Otón, cuyos soldados, hallándose desacostumbrados a la guerra de larga fecha y dominados por la molicie de la ciudad, aquél los molestó tanto con palabras picantes, echándoles en cara su pusilanimidad y el sentimiento de las danzas y fiestas que acababan de dejar en Roma, que por tal camino hicieron de tripas corazón, poniendo en práctica lo que ninguna exhortación había logrado de ellos, y cayeron sobre Vitelio impetuosamente. En verdad, cuando las injurias tocan a lo vivo, pueden dar fácilmente ocasión a que el que se dirigía con flojedad a la lucha por la querella de su rey, vaya en otra disposición distinta por su propia honra.

Considerando de cuánta importancia sea la conservación del jefe en un ejército, y que el fin preponderante del enemigo mire principalmente esa cabeza que sostiene todas las demás, parece que debiera aceptarse el consejo que vemos fue practicado por muchos grandes capitanes de disfrazarse en el momento de la lucha; sin embargo, el inconveniente que acarrea este medio no es menor que el que se procura huir, pues siendo el capitán desconocido de los suyos, el valor que adquieren los soldados con su presencia y ejemplo, llega a faltarles, y perdiendo la vista de sus marcas e insignias acostumbradas, le juzgan o muerto o escapado de la lucha por desesperanza de ganarla. La experiencia nos muestra que unas veces fue favorable y otras adversa esta estratagema El accidente de Pirro en la batalla que libró contra el cónsul Cevino en Italia, puede servir para inclinarnos a uno o a otro parecer, pues por haber querido ocultarse bajo la armadura de Megacles, y haberle dado la suya, pudo muy bien salvar su vida, pero le faltó poco para perder la victoria. Alejandro, César y Luculo gustaron de señalarse en el combate, cubriéndose de suntuosos atavíos de brillantes colores. Agis, Agesilao y el gran Gilipo, al contrario, iban a la guerra vestidos modestamente, sin insignias ni adornos imperiales.

En la batalla de Farsalia, entre otras censuras que se dirigieron a Pompeyo, se cuenta la de haber hecho detener a su ejército a pie firme para esperar al enemigo. Con semejante conducta (citaré aquí las palabras de Plutarco, que valen más que las mías), «debilitó la violencia que la carrera procura al primer ataque, y al propio tiempo hace desaparecer el empuje de los combatientes unos contra otros, el cual los llena de impetuosidad y furor, mejor que otro cualquiera procedimiento táctico; el choque, los gritos y el arranque duplican el calor de la refriega. Tal es el parecer de Plutarco. Mas si César hubiese perdido la batalla, hubiérase podido decir, por el contrario, que el orden de combate más fuerte y seguro es aquel en que un ejército se mantiene a pie firme, sin menearse siquiera; y que el que se detiene en su marcha, economizando y concentrando sus fuerzas en sí mismo, lleva gran ventaja contra el que se agita, el cual ha malgastado ya en la carrera la mitad de su ímpetu; además, siendo el ejército un cuerpo de tan diversas unidades, es imposible que se mueva en medio de la furia con movimiento tan exacto que el orden no altere o rompa, y que el soldado mejor dispuesto a la lucha no se halle en peligro antes de que su compañero pueda socorrerle. En la vergonzosa batalla que sostuvieron los dos hermanos persas, Clearco, lacedemonio, que mandaba a los griegos del partido de Ciro, los condujo a la carga valientemente, pero sin apresurarse; mas cuando se hallaban a cincuenta pasos del enemigo dio orden de atacar a la carrera, esperando, merced a la escasa distancia, aprovechar mejor el ímpetu y conservar el orden, procurándoles ventaja en la acometida, así para las personas como en el empleo de las armas punzantes que disparaban. Otros resolvieron esta duda en sus ejércitos del siguiente modo: «Si el enemigo corre hacia vosotros, aguardadle a pie firme; si el enemigo os espera, corred hacia él.»

En la expedición que el emperador Carlos V hizo a Provenza, el rey Francisco tuvo ocasión de elegir entre salirle al encuentro a Italia o aguardarlo en sus tierras; y bien que nuestro monarca considerase cuánta ventaja sea conservar la casa pura y limpia de los trastornos de la guerra, a fin de que, guardando íntegras sus fuerzas, pueda proveer a los gastos con recursos y hombres en caso necesario; teniendo en cuenta que, la necesidad del combatir obliga a todos a hacer sacrificios que no pueden realizarse sin pérdidas en nuestros propios dominios; que si el habitante del país no soporta de buen grado los destrozos del soldado enemigo, peor todavía resiste los del francés, de suerte que esta circunstancia podía encender fácilmente entre nosotros trastornos y sediciones; que la licencia de robar y saquear, la cual no puede ser consentida en su propio país, constituye un gran alivio a los males de la guerra, y quien no tiene otra esperanza de lucro si no es su sueldo, es difícil que se mantenga en el cumplimiento estricto de su deber, encontrándose cerca de su mujer y de su casa; que el que pone el mantel paga siempre los gastos del festín; que hay satisfacción más grande en sitiar que en defender; y que la sacudida que ocasiona la pérdida de una batalla en nuestros dominios es tan violenta, que hace muy difícil el impedir el movimiento de todo el cuerpo, en atención a que ninguna pasión existe tan contagiosa como la del miedo, ni que se adquiera más sin motivos, ni que se extienda más bruscamente; que las ciudades que oyen el estallido de esta tempestad a sus puertas, que recogen sus capitanes y sus soldados temblorosos y sin aliento, hay grave riesgo de que en ese instante de pánico tomen alguna determinación extrema, y otras mil razones análogas, de todas suertes, Francisco I se determinó a llamarlas fuerzas de que disponía del otro lado de los montes, y a ver acercarse al enemigo; pues bien pudo imaginar, en contra de todo lo expuesto, que encontrándose en su casa, entre sus amigos y vasallos, no podía menos de recabar ventajas grandes; los ríos y los caminos a su disposición, conduciríanle víveres y recursos con seguridad cabal y sin necesidad de escoltas; que tendría a sus súbditos tanto más a su albedrío, cuanto que ellos verían el peligro más de cerca; que disponiendo de tantas ciudades y murallas para su albergue y defensa, no estaba sino en su mano conducir el orden de combate según lo creyera más oportuno o ventajoso; y si le venía en ganas contemporizar, al abrigo y cómodamente podría ver enfriarse al enemigo y perder fuerzas por sí mismo, a causa de las dificultades que encontraría luchando en tierra extraña, en la que no tendría delante ni tras él, ni a su lado, nada que no lo fuese adverso, al par que no acariciaría la ventaja de refrescar o ensanchar su ejército si las enfermedades le atacaban, ni tampoco podría poner en salvo sus heridos; ni recursos ni otros víveres poseería que los que a punta de lanza se procurara, ni espacio para descansar y tomar aliento, ni conocimiento de los lugares ni del país, que pudiera defenderle de las sorpresas y emboscadas; y por último, si salía perdiendo en alguna batalla, tampoco dispondría de medios para salvar los despojos. Para adoptar uno u otro partido, presentábanse razones sobradas.

Escipión optó por ir a sitiar las tierras de su enemigo al África mejor que defender las suyas y combatirle en Italia, donde se encontraba, con lo cual salió ganancioso. Aníbal, por el contrario, se arruinó en esa misma guerra por haber abandonado la conquista de un país extranjero y preferido defender el suyo. Habiendo los atenienses dejado al enemigo en sus tierras para dirigirse a Sicilia, tuvieron la fortuna contraria; pero Agátocles, rey de Siracusa, la tuvo de su parte cuando pasó al África y dejó sus Estados ardiendo en guerra.

Así acostumbramos a decir con razón sobrada que los acontecimientos y el desenlace de los mismos dependen en las cosas de la guerra, principalmente de la fortuna, la cual se opone a plegarse a nuestra prudencia y a nuestras reflexiones, como rezan los versos siguientes:


Et mate consultis pretium est; prudentia fallax

nec fortuna probat causas, sequiturque merentes,

sed vaga por cunctos nullo discrimine fertur.

Scilicet est aliud, quod nos cogatque regatque

majus, et in proprias ducat mortalia leges.[387]


Y bien mirado, diríase que nuestras deliberaciones y consejos dependen igualmente de la fortuna, la cual con su fuerza e incertidumbre arrastra también nuestro juicio. «Razonamos temeraria y casualmente, dice Timeo en un diálogo de Platón, porque, como nosotros, nuestros juicios participan grandemente del acaso.»



De los caballos de combate

Heme aquí convertido en gramático, yo que nunca aprendí las lenguas sino por rutina, y que ignoro a estas horas lo que sean subjuntivo, adjetivo y ablativo. Paréceme haber oído decir que los romanos tenían unos caballos, a los cuales llamaban funales o dextrarios, que conducían con la diestra o guardaban en lugares de relevo para servirse de ellos en caso necesario; de aquí proviene que nosotros llamemos dextriers a los caballos de servicio, y el que nuestros viejos autores digan ordinariamente adestrer por acompañar. Llamaban también los antiguos desultorios equos a dos caballos que estaban educados de tal suerte, que corriendo a todo galope y yendo a la par, sin brida ni silla, los caballeros romanos, aun encontrándose armados, se arrojaban y volvían a arrojarse de uno en otro en medio de la carrera. Los jinetes númidas llevaban a la mano un segundo caballo para cambiar en lo más rudo de la pelea: quibus, desultorum in modum, binos trahentibus equos, inter acerrimam saepe pugnam, in recentem equum, ex fesso, armatis transsultare mos erat: tanta velocitas ipsis, tamque docile equorum genus![388] Hansa visto muchos corceles enseñados a socorrer a sus amos, ir derechos hacia quien les presentaba una espada desnuda y arrojarse sobre él a bocados y a coces; pero acontece con frecuencia que ocasionan mayor daño que provecho a quien tratan de defender, pues no pudiéndolos abandonar fácilmente, una vez desbocados, el jinete queda entregado a las fuerzas del animal. Tal desgracia aconteció a Artibio, general del ejército persa, en un combate contra Onesilo, rey de Salamina, en que ambos sostuvieron la lucha de hombre a hombre; montaba el primero un caballo educado en aquella escuela, que fue causa de su muerte, pues el escudero de Onesilo dio un guadañazo en las espaldas a Artibio, que le derribó por tierra, de encabritado como estaba su caballo. Y lo que los italianos cuentan de que en la batalla de Fornovo el caballo del rey Carlos le salvó la vida dando coces contra los enemigos que le asediaban, caso de ser cierto, fue un gran azar. Los mamelucos se vanaglorian de poseer los caballos de guerra más diestros del mundo, los cuales por naturaleza y por educación están hechos a conocer y distinguir al enemigo, sobre el cual es necesario que se precipiten con furia, a coces y mordiscos, según la voz o seña que se les hace, y también a coger con la boca los dardos y lanzas en medio de la pelea y ofrecérselos a sus amos citando éstos se lo ordenan. Dicen de César y también del gran Pompeyo, que además de las otras excelentes cualidades que les adornaban, eran muy buenos, jinetes y del primero, que cuando joven, montaba de espaldas un caballo sin brida, haciéndole tomar carrera con las manos atrás. Como la naturaleza quiso hacer de César y Alejandro dos milagros en el arte militar, diríase que se esforzó también en armarlos de un modo singular pues todos sabemos de Bucéfalo, el caballo de Alejandro, que tenía la cabeza semejante a la de un toro; que no se dejaba montar por otro que no fuer su amo, ni tampoco permitió nunca ser educado por otro; que fue honrado después de su muerte, y que se edificó una ciudad que llevó su nombre. César tenía también un corcel cuyas manos eran como los pies de una persona y el casco cortado en forma de dedos tampoco pudo montarlo ni educarlo nadie sino César, el cual dedicó su estatua, después de su muerte, a la diosa Venus.

Cuando yo monto a caballo echo pie a tierra mal de mi gado pues es la posición en que me siento mejor, así cuando estoy sano como encontrándome enfermo. Platón recomienda el cabalgar para la salud, y Plinio dice que es provechoso para el estómago y las articulaciones. Pero prosigamos, puesto que de ello estamos hablando.

En Jenofonte se lee una ley que prohibía viajar a pie él quien tuviera caballo. Trogo y Justino cuentan que los partos acostumbraban a hacer a caballo, no ya sólo la guerra, sino también todos sus negocios privados y públicos: comerciar, parlamentar, conversar e ir de paseo, y añádese que la distinción capital entre siervos y hombres libres consistía en que los unos cabalgaban y los otros iban a pie, costumbre que databa desde a época de Ciro.

Hay varios ejemplos en la historia romana, (Suetonio, los señala más concretamente que César) de capitanes que ordenaban a sus gentes de a caballo echar pie a tierra cuando se veían acometidos, para quitar así a los soldados toda ocasión de huir, y también por la ventaja que esperaban en esta clase de combate: quo, haud dubie, superat Romanus[389], dice Tito Livio. De tal suerte que la primera medida que tomaban para reprimir la rebelión de los pueblos nuevamente conquistados era despojarlos de armamentos y de caballos; por eso vemos en César: arma proferri, jumenta produci, obsides dari jubet[390]. El sultán de Turquía no consiente hoy ni a cristiano ni a judío tener caballo en toda la extensión de su imperio.

Nuestros antepasados, principalmente en la época de la guerra contra los ingleses, luchaban a pie casi siempre en los combates solemnes para no confiar más que a su propia fuerza y vigor cosas tan caras como el honor y la vida. Diga lo que quiera Crisantes en Jenofonte, el jinete une su fortuna a la de su caballo; las heridas de éste y su muerte influyen en el soldado; el horror o la fogosidad del animal os hacen cobarde o temerario. Si el caballo es insensible a la brida o a la espuela, vuestro honor pagará la falta del corcel. Por esta razón no considero extraño que aquellos encuentros a pie firme fuesen más vigorosos y más furiosos que los que se verifican a caballo:


Caedebant pariter, pariterque ruebant

victores victique; necque his fuga nota, neque illis[391];


el triunfo que se alcanzaba era con mayor encarnizamiento disputado, mientras que hoy no vemos más que caminatas militares primus clamor atque impetus rem decernit[392]. Pues que en los combates lo encomendamos todo al caso, debiera procurarse que el triunfo dependiera más bien de nuestro poderío y de nuestra voluntad; yo aconsejaría que se eligieran las armas más cortas y manejables. Mejor puede defenderse el combatiente con una espada que empuña que con la bala que escapa de su arcabuz; en el mecanismo de éste entran la pólvora, la piedra y la rueda; si cualquiera de estas cosas falla, peligrará la fortuna del guerrero. Mal puede asegurarse el golpe cuyo solo vehículo es el aire:


Et, quo ferre velint, permittere vulnera ventis:

ensis habet vires; et gens quaecumque virorum est,

bella gerit gladiis.[393]


En cuanto al arma de que acabo de hablar, insistiré con mayor amplitud en el pasaje en que establezca la comparación de los pertrechos de guerra que usaron los antiguos con los que nosotros empleamos; salvo el estruendo que producen, al cual todos ya están habituados, creo que el arcabuz es de escaso efecto, y entiendo que no está lejos el día en que se abandone su uso. El arma de que los italianos se servían, que era de fuego y arrojadiza, producía un efecto más seguro; llamábanla falárica, y consistía en una especie de jabalina, armada por uno de sus extremos de un hierro de tres pies de largo, con el cual se podía atravesar a un hombre armado de parte a parte, y se lanzaba unas veces con la mano, otras con una máquina de guerra para defender los lugares sitiados. La madera a que el hierro estaba sujeto hallábase rodeada de estopa, embadurnada de pez y empapada en aceite, que con la carrera se inflamaba, y quedaba sujeta al cuerpo o al escudo del enemigo privándole de todo movimiento. De todos modos se me figura que la falárica ocasionaría perjuicios a los sitiadores, y que estando el campo sembrado de estos troncos encendidos, podía producir en la lucha perjuicios comunes:


Magnum stridens contorta phalarica venit,

fulminis acta modo.[394]


Contaban también los romanos con otros medios de guerrear, a los cuales la costumbre los hacía aptos, que a nosotros nos parecen increíbles por la inexperiencia que de ellos tenemos, y con los que suplían la falta de nuestra pólvora y nuestras balas. Manejaban las jabalinas con fuerza tal, que a veces enfilaban dos escudos con sus hombres armados, y los cosían el uno al otro. Los disparos de sus hondas, no eran menos certeros, aun a gran distancia: saxis globosis... funda, mare apertum incessentes... coronas modici circuli, magno ex intervallo loci, assueti trajicere, non capita modo hostium vulnerabant, sed quem locum destinassent[395]. Sus máquinas de guerra ofrecían el aspecto de las nuestras y producían el mismo estrépito: ad ictus maenium cum terribili sonitu editos, pavor et trepidatio cepit[396]. Los galos, nuestros parientes cercanos en el Asia menor, odian estas armas traidoras y volanderas, hechos como se encontraban a combatir mano a mano, con mayor brío. Non tam parentibus plagis moventur... ubi latior quam altior plaga est, etiam gloriosius se pugnare putant; iidem, quum aculeus sagittae, aut glandis abditae introrsus tenui vulnere in speciem urit... tum, in rabiem et pudorem tam parvae perimentis pestis versi, prosternunt corpora humi[397]; pintura semejante a la de un arcabuzazo. Los Diez Mil en su retirada prolongada y famosa, encontraron un pueblo que los causó daños considerables, sirviéndose de arcos grandes y resistentes, y de flechas tan largas, que aun con la mano podían arrojarse, a manera de dardos, y atravesar de parte a parte un escudo y un hombre armado. Las máquinas de guerra que Dionisio inventó en Siracusa, que servían para lanzar gruesos macizos y piedras de tamaño enorme con ímpetu formidable, representan, o eran ya semejantes a nuestros recientes inventos.

No hay que echar tampoco en olvido la graciosa postura que guardaba en su mula un señor Pedro Pol, doctor en teología, de quien cuenta Monstrelet que acostumbraba a pasearse por la ciudad de París sentado de lado, como las mujeres. En otro pasaje refiere el mismo escritor que los gascones tenían unos caballos terribles acostumbrados a dar la vuelta en redondo yendo al trote, lo cual admiraban sobremanera los franceses, picardos, flamencos y brabantinos, «porque no tenían costumbre de verlos», según rezan las palabras de Monstrelet. César dice hablando de los suecos: «En los encuentros a caballo echan con frecuencia pie a tierra para combatir mejor; habiendo acostumbrado a los caballos a no moverse del lugar en que los dejan, recurren luego a ellos en caso de necesidad; conforme a la manera de guerrear de estos pueblos, nada hay tan villano ni cobarde como el uso de sillas y armaduras para los corceles, de tal suerte desdeñan a los que las usan; con hábitos semejantes, aun siendo pocos en número, atacan al enemigo por numeroso que sea.» Lo que yo he admirado en otro tiempo de ver un caballo hecho a manejarse a todas manos con una varilla, sin el auxilio de la brida, era usanza ordinaria de los masilianos, que se servían también de sus corceles sin silla:


Et gens, quae nudo residens Massylia dorso,

ora levi flectit, fraenorum nescia, virga[398]


Et Numidae infraeni cingunt.[399]


Equi sine fraenis; deformis ipse cursus, rigida cervice, et extento capile currentium[400]. El rey Alfonso VI de España, fundador de la Orden de los Caballeros de la Banda[401], estableció entre otras ordenanzas la de que no se montase mula ni macho, bajo la pena de un marco de plata de multa, según leo en las cartas de Guevara, a las cuales los que llamaron doradas hacían de ellas un juicio bien diferente del mío. En El Cortesano, de Castiglione, se dice que antes de la época en que fue escrito el libro constituía una falta para un gentilhombre cabalgar sobre una mula. Los abisinios, por el contrario, a medida que por su rango se acercan más al Preste Juan, su soberano, tienen a dignidad y pompa el montar una de grande alzada.

Refiere Jenofonte que los asirios tenían siempre trabados sus caballos en sus casas, a tal punto eran fogosos y salvajes de temperamento; y que era tanto el tiempo que necesitaban para desatarlos y ponerlos los arneses, que para que el que empleaban en la operación no les acarreara perjuicios caso de que el enemigo los cogiera desprevenidos, jamás ocupaban campo que no estuviera defendido y rodeado de fosos. Su rey Ciro, tan gran maestro en cosas de caballería, gobernaba los caballos de su cuadra, y no consentía que les dieran el pienso si antes no habían ejecutado un ejercicio rudo. Los escitas, donde quiera que la necesidad los empujara a la guerra, sangraban a los suyos y empleaban la sangre como alimento:


Venit el opoto Sarmata pastos equo.[402]


Los habitantes de Creta, sitiados por Metelo, se vieron en carencia tal de ninguna otra bebida, que tuvieron que servirse de la orina de sus caballos para aplacar su sed.

Para probar que los ejércitos turcos se mantienen y conducen mejor disciplinados que los nuestros, dícese, que, aparte de que los soldados no beben más que agua ni comen más que arroz y carne salada reducida a polvo: de la cual cada uno lleva encima fácilmente su provisión para un mes, saben también mantenerse en caso necesario, con la carne y la sangre de sus caballos, que adoban de antemano, como los tártaros y los moscovitas.

Esos pueblos nuevos de la India creyeron, cuando los españoles llegaron allí, que así los hombres como sus caballos eran dioses o seres cuya nobleza sobrepasaba la suya; algunos, después de haber sido vencidos, solicitaban, la paz y el perdón, ofrecíanles oro y viandas, y otro tanto hacían con los caballos, cuyos relinchos tomaban por lenguaje de conciliación y tregua.

En las Indias Orientales era en lo antiguo el honor más principal y regio cabalgar sobre un elefante; el segundo, ir en coche arrastrado por cuatro caballos; el tercero, montar un camello, y el último honor y categoría consistía en ser llevado en un caballo o en una carreta tirada por un solo corcel. Un escritor de nuestro tiempo; dice haber visto en esos climas regiones en que se montan bueyes con albarda, estribos y bridas, y añade que no es ya mal en semejante cabalgadura.

Quinto Fabio Máximo Rutiliano, en la guerra contra los samnites, viendo que sus gentes de a caballo a la tercera o cuarta carga habían casi deshecho al enemigo, tomó la determinación de que los soldados soltaran las bridas de sus corceles y cargaran a toda fuerza de espuela; de suerte que, no pudiéndolas detener ningún obstáculo al través del ejército enemigo, cuyos soldados estaban tendidos por tierra, abrieron paso a la infantería, que completó la sangrienta derrota. Igual conducta siguió Quinto Fulvio Flaco contra los celtíberos: Id cum majore vi equorum facietis, si effraenatos in hostes equos immittitis; quod saepe romanos equiles cum laude fecisse sua, memoriae proditum est... Detractisque fraenis, bis ultro citroque cum magna strage hostium, infractis omnibus hastis, transcurrerunt[403].

El duque de Moscovia cumplía en lo antiguo la siguiente ceremonia con los tártaros, cuando éstos le enviaban sus embajadores: salíales al encuentro a pie y les presentaba un vaso de leche de yegua, bebida que aquéllos gustaban con delicias; si al beberla caía alguna gota en las crines de los caballos, el duque tenía la obligación de pasar la lengua por ella. El ejército que el emperador Bayaceto envió a Rusia, fue destrozado por una tan furiosa nevada, que muchos soldados para ponerse a cubierto y preservarse del frío, mataron y destriparon sus caballos y se metieron dentro de los cuerpos gozando así del calor vital. Bayaceto después de tan terrible fracaso en que fue destrozado por Tamerlán, escapó a toda prisa montado en una yegua árabe, y hubiéralo conseguido de no haberse visto obligado a dejarla beber cuanto quiso a su paso por un arroyo, lo cual la hizo enflaquecer y enfriarse tanto, que fue atrapado por sus perseguidores. Dícese que los caballos se acobardan dejándoles orinar, pero a éste dejándola beber hubiera creído más bien que se refrescara y fortaleciera.

Al atravesar Creso la ciudad de Sardes, encontró un prado en que había gran cantidad de serpientes que sus caballos comieron con apetito excelente, lo cual fue de mal augurio para sus empresas, según refiere Herodoto. Llamamos caballo entero al que tiene las demás partes tan cabales como la crin y las orejas. Habiendo los lacedemonios derrotado a los atenienses en Sicilia, regresaron triunfalmente a la ciudad de Siracusa, entre otras fanfarronadas que hicieron esquilaron los caballos de sus enemigos llevándolos así pomposamente. Alejandro guerreó contra un pueblo que se llamaba Dahas, en el cual dos soldados montaban un mismo corcel pero cuando llegaba la hora de la lucha, uno de ellos echaba pie a tierra y combatían ya a pie, ya a caballo ambos soldados.

No creo que ninguna nación nos aventaje en el acertado manejo de este animal. Entre nosotros se llama buen jinete aquel que despliega menos acierto que arrojo. El más competente, el más seguro, el caballero más diestro que he conocido en el manejo del caballo fue el señor Carnavalet, que estuvo al servicio de nuestro monarca Enrique II. He visto a un hombre correr a galope sobre un caballo, puesto de pie en la silla, desmontar ésta, volverla a colocar y sentarse de nuevo, llevando siempre el corcel a todo galope, saltar sobre un objeto cualquiera, disparar de espaldas su arco recoger del suelo cuanto quería, echando un pie a tierra, sosteniéndose con el otro en el estribo, y hacer otra porción de monerías con las cuales se ganaba la vida.

En mi tiempo se han visto en Constantinopla dos hombres puestos sobre el mismo caballo, los cuales en lo más impetuoso de la carrera se arrojaban al suelo alternativamente, y luego volvían a montar; otro que con sólo los dientes enjaezaba el suyo; otro que, colocado entre dos caballos, y un pie en cada silla, sostenía a un hombre en sus brazos y picaba espuela a toda brida; el segundo, puesto luego de pie sobre el primero, hacía blancos certeros con su arco; varios que, con las piernas en lo alto, la cabeza puesta en la silla entre las puntas de dos alfanges sujetos al arnés, se sostenían sobre el caballo a la carrera. En mi infancia, el príncipe de Sulmona, en Nápoles, manejaba un caballo entero en toda suerte de ejercicios, teniendo entre el cuerpo del animal y sus rodillas, y lo mismo entre el estribo y los pulgares de sus pies dos piececitas de plata, cual si hubieran estado clavadas, para mostrar la firmeza con que se mantenía sobre el corcel.


De las costumbres antiguas

De buen grado excusaría a nuestro pueblo el no tener otro patrón ni regla de perfección que sus propios usos y costumbres, pues es defecto común, no solamente del vulgo sino de casi todos los hombres, el acomodarse para siempre al género de vida en que han sido educados. No me descontenta que el pueblo se sorprenda cuando vea a Fabricio y a Lelio, ni que encuentre su continente y porte bárbaros, puesto que no están ni vestidos ni de acuerdo con nuestra moda; pero lamento la facilidad deplorable con que el mismo pueblo se deja engañar y cegar por la autoridad del uso actual; de que a diario cambie de opinión y parecer, si así place a la costumbre, y de que tan veleidoso sea por sí mismo. Cuando se usaba llevar la ballena del corpiño entre los pechos, mantenía esta costumbre con vivos argumentos, creía que estaba en lo justo; años después la ballena desciende hasta los muslos, y el mismo pueblo se burla de su antigua moda, y la encuentra inútil o insoportable. La del día le ha hecho en seguida condenar la antigua con una resolución tan grande y tan general consentimiento, que no parece sino manía lo que de tal modo le trastorna el entendimiento. Nuestro cambio es tan súbito y tan presto en esto de las modas, que las invenciones de todos los sastres del mundo no bastarían a procurarnos novedades; fuerza es que las desechadas adquieran luego crédito de nuevo y las aceptadas se desdeñen poco tiempo después; y que una misma opinión adquiera en el trascurso de quince o veinte años dos o tres formas no ya sólo diversas, sino contrarias, merced a nuestra ligereza e inconstancia increíbles. Nadie hay entre nosotros, por lince que sea, que no se deje embaucar y desvanecer por tal contradicción, así los ojos del alma como los del cuerpo, insensiblemente y como sin darse cuenta.

Quiero traer aquí a cuento algunas modas antiguas que recuerdo, las unas semejantes a las nuestras, las otras diferentes, a fin de que poniendo a la vista esta continua mudanza de las cosas humanas, tengamos el juicio más despejado y menos volandero.

El combate que nosotros llamamos de capa y espada, usábase ya entre los romanos, tal por lo menos asegura César: Sinistras sagis involvunt, gladiosque distringunt[404] y advierte también en nuestro pueblo el vicio, que existe aun hoy, de detener a los que encontramos en nuestro camino y obligarlos a que nos digan quienes son, tomando a injuria y ocasión de querella, el que se nieguen a respondernos.

En los baños, que los antiguos tomaban todos los días antes de la comida, y de los cuales se servían con igual frecuencia que nosotros nos lavamos las manos, en los comienzos sólo se remojaban los brazos y las piernas; mas después (la costumbre ha durado varios siglos en la mayor parte de las naciones del mundo), se bañaban completamente desnudos con agua en que echaban diversas mixturas y perfumes, de tal suerte que consideraban como ejemplo e morigeración el bañarse con agua pura. Los más delicados perfumábanse todo el cuerpo tres o cuatro veces al día. Arrancábanse el pelo del cutis con pinzas, como las mujeres francesas hacen de algún tiempo acá con los de la frente,


Quod pectus, quod crura tibi, quod brachia vellis[405],


aunque poseían ungüentos propios para este efecto


Psilothro nitet, aut acida latet oblita creta.[406]


Gustaban tenderse en el lecho, que era muy blando, y consideraban como sacrificio el acostarse en colchones. Comían en la cama adoptando una postura análoga a la de los turcos en el día:


Inde toro pater Aencas sic orsus ab alto.[407]


Cuéntase de Catón el joven, que después de la batalla de Farsalia, hallándose apenado por el mal estado de los negocios públicos, comió siempre sentado, adoptando un género de vida austero. Besaban las manos a los grandes para honrarlos y acatarlos. Entre amigos besábanse al saludarse como los venecianos,


Gratatusque darem cum dulcibus oscula verbis[408];


se tocaban las rodillas para reverenciar y mostrar a los grandes pleito homenaje. Pasicles el filósofo, hermano de Crates, en lugar de poner su mano en la rodilla llevola a los órganos genitales; la persona a quien saludaba habiéndole rechazado violentamente, Pasicles repuso: ¡Cómo! ¿esa parte no es tan vuestra como la otra? Comían como nosotros la fruta al fin de la comida. Se limpiaban el culo (dejemos para las mujeres los vanos miramientos de las palabras) con una esponja, por eso este vocablo es obsceno en latín; la esponja estaba sujeta al extremo de un palo, como atestigua la historia de un hombre a quien conducían a ser presentado a las fieras ante el pueblo, el cual pidió permiso para hacer sus menesteres, y no teniendo otro medio de quitarse la vida, se la metió junta con el palo por la garganta, y se ahogó. Secábanse el miembro con lana perfumada cuando habían hecho uso de él:


At tibi nil faciam; sed lota mentula lona.[409]


Había en las encrucijadas de Roma recipientes y tinas para aliviar las necesidades urgentes de los transeúntes:


Pusi saepe lacum propter, se, ac dolia curta,

somno devincti, credunt extoliere vestem.[410]


Tomaban algo de reparo entre las comidas. En verano había vendedores de nieve para refrescar el vino, y algunos la empleaban también en invierno, no encontrando aquella bebida suficientemente fresca. Los grandes disponían de trinchantes y escanciadores para el gobierno de la mesa y de bufones para su regocijo. En invierno se servían las carnes puestas sobre hornillos, que se colocaban en las mesas; tenían cocinas portátiles; yo he visto algunas, en las cuales podía trasladarse de lugar todo el servicio:


Has vobis epulas habete, lauti:

nos offendimur ambulante caena.[411]


En verano dejaban correr el agua fresca y clara en las habitaciones de planta baja, en canales donde había gran cantidad de peces vivos, que los concurrentes escogían y tomaban con la mano para aderezarlos cada cual a su gusto. El pescado ha tenido siempre el privilegio, y lo tiene todavía, de que los grandes se vanaglorien de saber condimentarlo: su salsa es preferible a la de la carne, al menos para mi paladar. En toda suerte de magnificencia, exquisitez y voluptuosas invenciones de molicie y suntuosidad, nosotros hacemos cuanto nos es dable para igualar a los antiguos, pues nuestra voluntad está tan viciada como la suya, aunque nuestros medios no la alcancen; ni siquiera son capaces nuestras fuerzas de igualarlos en sus vicios, o menos en sus virtudes, pues los unos y las otras imanan del vigor de espíritu, el cual era, sin ponderación, mucho más grande en aquellos hombres que en nosotros; y las almas, a medida que son menos fuertes, cuentan con menos medios para realizar en grande el bien y para ejecutar el mal en la misma proporción.

El lugar más honroso entre ellos era el del medio. El anterior y el posterior no tenían ni al escribir ni al hablar significación alguna de categoría, como se ve de un modo evidente por sus escritos: lo mismo decían Opio y César que César y Opio; lo misino yo y tú que tú y yo. Por esta razón he advertido en la vida de Flaminio del Plutarco de Amyot, un pasaje en que éste, hablando del celo por la gloria que existía entre etolianos y romanos, por saber a quién pertenecía la honra de una batalla que habían ganado juntos, se fije en que en las canciones griegas figurasen los etolios antes que los romanos, si es que no hay doble sentido en las palabras francesas.

Aunque las damas se encontrasen en el baño, no tenían inconveniente en hablar con los hombres, y allí mismo recibían de manos de sus criados unturas y fricciones:


Inguina succinctus nigra tibi servus aluta

stat, quoties calidis nuda foveris aquis.[412]


También usaban polvos para reprimir el sudor.

Los primitivos galos dice Sidonio Apolinario, llevaban el pelo largo por delante, y el de la nuca lo tenían cortado: igual uso que el recientemente puesto en vigor por las costumbres afeminadas y muelles de nuestro siglo.

Pagaban los romanos el importe del pasaje a los bateleros al entrar en el barco; nosotros no los pagamos hasta llegar al punto de destino:


Dum aes exigitur, dum mula ligatur,

tota abit hora.[413]


Las mujeres se acostaban en la cama del lado de la pared, por eso se llamaba a César spondam regis Nicomedis[414]. Tomaban aliento al beber y bautizaban el vino:


Quis puer ocius

restinguet ardentis falerni

pocula praetereunte lympha?[415]


Los lacayos empleaban ya sus acostumbradas truhanerías.


O Jane!, a tergo quem nulla ciconia pinsit,

nec manus auriculas imitata est mobilis albas,

nec linguae, quantum sitiat canis Appula tantum.[416]


Las damas argianas y las romanas usaban el luto blanco, como las nuestras en lo antiguo, y como debiera hacerse hoy, si mi dictamen se siguiera. Pero hagamos aquí punto, pues hay libros enteros que no tratan de otra cosa.



De Demócrito y Heráclito

Es el juicio un instrumento necesario en el examen toda clase de asuntos, por eso yo lo ejercito en toda ocasión en estos Ensayos. Si se trata de una materia que no entiendo, con mayor razón empleo en ella mi discernimiento, sondeando el vado de muy lejos; luego, si lo encuentro demasiado profundo para mi estatura, me detengo en la orilla. El convencimiento de no poder ir más allá es un signo del valor del juicio, y de los de mayor consideración. A veces imagino dar cuerpo a un asunto baladí o insignificante, buscando en qué apoyarlo y consolidarlo; otras, mis reflexiones pasan de un asunto noble y discutido en que nada nuevo puede hallarse, puesto que el camino está tan trillado, que no hay más recurso que seguir la pista que otros recorrieron. En los primeros el juicio se encuentra como a sus anchas, escoge el camino que mejor se le antoja, y entre mil senderos delibera que éste o aquél son los más convenientes. Elijo de preferencia el primer argumento; todos para mí son igualmente buenos, y nunca formo el designio de agotar los asuntos, pues ninguno se ofrece por entero a mi consideración: no declaran otro tanto los que nos prometen tratar todos los aspectos de las cosas. De cien carices que cada una ofrece, escojo uno, ya para acariciarlo solamente, ya para desflorarlo, a veces para penetrar hasta la médula; reflexiono sobre las cosas, no con amplitud, sino con toda la profundidad de que soy capaz, y las más de las veces tiendo a examinarlas por el lado más inusitado que ofrecen. Aventuraríame a tratar a fondo de alguna materia si me conociera menos y tuviera una idea errónea de mi valer. Desparramando aquí una frase, allá otra, como partes separadas del conjunto, desviadas, sin designio ni plan, no estoy obligado a ser perfecto ni a concentrarme en una sola materia; varío cuando bien me place, entregándome a la duda y a la incertidumbre, y a mi manera habitual, que es la ignorancia.

Todo movimiento de nuestra alma nos denuncia; la de César, que se deja ver cuando dirige y ordena la batalla de Farsalia, muéstrase también cuando a ocupan sus recreos y sus amores. Júzgase del valer de un caballo, no sólo al verle correr sobre la pista, sino también cuando marcha al paso y hasta cuando reposa en la caballeriza.

Entre las distintas funciones del alma, las hay bajas y mezquinas; quien en el ejercicio de ellas no la considera y examina, dejará de conocerla por entero. A veces mejor se la profundiza en sus acciones simples, porque el ímpetu de las pasiones la agita y lleva a sus más elevados movimientos; únase a esto que nuestra alma se emplea por entero en cada una de nuestras acciones y que nunca la ocupa más de una sola cosa a la vez y en ella pone todo el ser de cada individuo. Consideradas las cosas en sí mismas, acaso tengan su peso, medida y condición, pero desde el instante en que se relacionan con nosotros, el alma las acomoda a su manera de ser. La muerte, que a Cicerón estremece, Catón la desea, y es indiferente para Sócrates. La salud, la conciencia, la autoridad, la ciencia, las riquezas, la belleza y sus contrarios, se despojan, recibiendo del alma, al entrar en ella, nueva vestidura, y adoptando el matiz que la place: moreno, claro, verde, obscuro, agrio, dulce, profundo, superficial, el que más en armonía está con las distintas almas, pues éstas no pusieron de acuerdo sus estilos, reglas y formas; cada una es en su estado soberana. ¿Por qué no nos fundamentamos más en nuestros juicios, en las cualidades externas de las cosas? En nosotros estriba darnos cuenta de ellas. Nuestro bien y nuestro mal no dependen sino de nosotros. Hagámonos donación a nosotros mismos de nuestras ofrendas y deseos, en manera alguna a la fortuna; ésta es impotente contra el poderío de nuestra vida moral, pues la arrastra consigo la moldea a su forma. ¿Por qué no he de juzgar yo de Alejandro cuando se encuentra en la mesa, conversando y bebiendo a saciedad, o cuando juega a las damas? ¿Qué cuerda de su espíritu deja de poner en actividad este juego necio y pueril? yo le odio y le huyo porque no es tal juego, porque nos preocupa de un modo demasiado serio, y porque me avergüenzo de fijar en él la atención, que, empleada de otro modo, bastaría a hacer algo para que valiera la pena. No se tomó mayor trabajo para organizar su expedición gloriosa a las Indias; ni ningún otro que se propone resolver una cuestión de la cual depende la salvación del género humano. Ved cómo nuestra alma abulta y engrandece aquella diversión ridícula; ved cómo absorbe todas sus facultades; con cuánta amplitud proporciona a cada uno los medios de conocerse y de juzgar rectamente de sí mismo. Yo no me veo ni me examino nunca de una manera más cabal que cuando juego a las damas: ¿qué pasión no saca a la superficie ese juego?, la cólera, el despecho, el odio, la impaciencia; una ambición vehemente de salir victorioso, allí donde sería más natural salir vencido, pues la primacía singular por cima del común de las gentes no dice bien en un hombre de honor tratándose de cosas frívolas. Y lo que digo en este ejemplo puede amplificarse a todos los demás; cada ocupación en que el hombre se emplea, acusa y descubre sus cualidades por entero.

Demócrito y Heráclito eran dos filósofos, de los cuales el primero, encantando vana y ridícula la humana naturaleza, se presentaba ante el público con rostro burlón y risueño. Heráclito, sintiendo compasión y piedad por nuestra misma naturaleza, estaba constantemente triste y tenía sus ojos bañados de lágrimas:


Alter

ridebat, quoties a limine moverat unum

protuleratque pedem; flebat contrarius alter.[417]


Yo me inclino mejor a la actitud del primer filósofo, no porque sea más agradable reír que llorar, sino porque lo primero supone mayor menosprecio que lo segundo; y creo que dado lo poco de nuestro valer, jamás el desdén igualara lo desdeñado. La conmiseración y la queja implican alguna estimación de la cosa que se lamenta; al contrario acontece con aquello de que nos burlamos, a lo cual no concedemos valor ni importancia alguna. En el hombre hay menos maldad que vanidad; menos malicia que estupidez: no estamos tan afligidos por el mal como provistos de nulidad; no somos tan dignos de lástima como de desdén. Así Diógenes, que bromeaba consigo mismo dentro de su tonel, y que se burlaba hasta del gran Alejandro, como nos tenía en el concepto de moscas o de vejigas infladas, era juez más desabrido e implacable, y por consiguiente más diestro a mi manera de ver, que Timón, el que recibió por sobrenombre el aborrecedor del género humano, pues aquello que odiamos es porque nos interesa todavía. Timón nos deseaba el mal, se apasionaba con ansia por nuestra ruina, y oía nuestra conversación como cosa dañosa, por creernos depravados y perversos. Demócrito considerábanos tan poca cosa, que jamás podríamos ni ponerle de mal humor ni modificarle con nuestro contagio; abandonaba nuestra compañía, no por temor, sino por desdén hacia nuestro trato. Ni siquiera nos creía capaces de practicar el bien ni de perpetrar el mal.

De igual parecer fue Statilio contestando a Bruto, que le invitaba tomar arte en la conspiración contra César. Bien que creyera la empresa justa, entendía que no valía la pena molestarse por los hombres; que éstos no eran dignos de tanto, conforme a la doctrina de Hegesias, el cual decía: «El filósofo no debe hacer nada por los demás, sólo por sí mismo debe interesarse; solo él es digno de que hagan algo por él.» Aquella respuesta está también de acuerdo con la opinión de Teodoro, quien estimaba injusto que el hombre perfecto corriera ningún riesgo por bien de su país, puesto que de correrlo se expone a perder la filosofía en beneficio de la locura. Nuestra propia y peculiar condición es tan risible como ridícula.



De la vanidad de las palabras

Decía un antiguo retórico que su oficio consistía «en abultar las cosas haciendo ver grandes las que son pequeñas»; algo así como un zapatero que acomodara unos zapatos grandes a un pie chico. En Esparta hubieran azotado al tal retórico por profesar un arte tan artificial y embustero. Arquidamo, rey de aquel Estado, oyó con extrañeza grande la respuesta de Tucídides al informarle de quién era más fuerte en la lucha, si Pericles o él: «Eso, dijo el historiador, no es fácil de saber, pues cuando yo le derribo por tierra en la pelea, convence a los que le han visto caer de que no ha habido tal cosa.» Los que disfrazan y adoban a las mujeres son menos dañosos que los retóricos, porque al cabo no es cosa de gran monta dejar de verlas al natural, mientras que aquéllos tienen por oficio engañar no a nuestros ojos, sino a nuestra razón, bastardeando y estropeando la esencia de la verdad. Las repúblicas que se mantuvieron mejor gobernadas, como las de Creta y Lacedemonia, hicieron poco mérito de los oradores. Aristón define cuerdamente la retórica: «Ciencia para persuadir al pueblo.» Sócrates y Platón la llamaban: «Arte de engañar y adular»; los que niegan que esa sea su esencia, corrobóranlo luego en sus preceptos. Al prescindir los mahometanos de la instrucción para sus hijos por considerarla inútil, y al reflexionar los atenienses que la influencia de la misma, que era omnímoda en su ciudad, resultaba perniciosa, ordenaron la supresión de la parte principal de la retórica, que es mover los afectos del ánimo: juntamente exordios y peroraciones. Es un instrumento inventado para agitar y manejar las turbas indómitas y los pueblos alborotados, que no se aplica más que a los Estados enfermos, como un medicamento; en aquellos en que el vulgo o los ignorantes tuvieron todo el poderío como en Atenas, Rodas y Roma; donde los negocios públicos estuvieron en perpetua tormenta, allí afluyeron los oradores. Muy pocos personajes se ven en esas otras repúblicas que gozaran de gran crédito sin el auxilio de la elocuencia. Pompeyo, César, Craso, Luculo, Lentulo y Metelo, encontraron en ella su supremo apoyo para procurarse la autoridad y grandeza que alcanzaron; más se sirvieron de la palabra que de las armas; lo contrario aconteció en tiempos más florecientes, pues hablando al pueblo L. Volumnio en favor de la elección consular de Q. Fabio y P. Decio, decía: «Ambos son hombres nacidos para la guerra, grandes para la acción; desacertados en la charla oratoria; espíritus verdaderamente consulares por todas sus cualidades; oís que son sutiles, elocuentes y sabios, no son aptos sino para la ciudad, para administrar justicia en calidad de pretores.» La elocuencia floreció más en Roma cuando el estado de los negocios públicos fue peor; cuando la tempestad de las guerras civiles agitaba a la nación: del propio modo un campo que no se ha roturado se cubre de más frondosos matorrales. Parece desprenderse de aquí que los gobiernos que dependen de un monarca han menester menos de la elocuencia que los otros, pues la torpeza y docilidad de la generalidad, impeliéndola a ser manejada y moldeada por el oído al dulce son de aquella música, sin que pueda pesar ni conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón, no se encuentra fácilmente en un solo hombre, siendo más viable librar al pueblo por el buen gobierno y el buen consejo de la impresión de aquel veneno. Macedonia y Persia no produjeron ningún orador de renombre.

Todo lo que precede me ha sido sugerido por un italiano, con quien acabo de hablar, que sirvió de maestresala al cardenal Caraffa, hasta la muerte del prelado; me ha referido aquél los deberes de su cargo, endilgándome un discurso sobre la ciencia de la bucólica con gravedad y continente magistrales, lo mismo que si me hubiese hablado de alguna grave cuestión teológica; me ha enumerado menudamente la diferencia de apetitos: el que se siente cuando se está en ayunas; el que se experimenta al segundo o tercer plato; los medios que existen para satisfacerlo ligeramente o para despertarlo y aguzarlo; la técnica de sus salsas, primero en general, luego particularizando las cualidades de cada una; los ingredientes que las forman y los efectos que producen en el paladar y en el estómago; la diferencia de verduras conforme a las estaciones del año: cuáles han de servirse calientes y cuáles deben comerse frías, y la manera de presentarlas para que sean más gratas a la vista. Después de este discurso me ha hablado del orden con que deben servirse los platos en la mesa, y sus reflexiones abundaban en puntos de vista muy importantes y elevados


Nec minimo sano discrimine refert,

quo gestu lepores, et quo gallina secetur[418];


todo ello inflado con palabras magníficas y ricas, las mismas que se emplean cuando se habla del gobierno de un imperio. Tratándose de elocuencia he creído oportuno traer a colación a mi hombre:


Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc lautum est parum

illud recte; iterum sic memento: sedulo

moneo, quae possum, pro mea sapientia.

Postremo, tamquam in speculum, in patinas,Demea,

inspicere jubeo, et moneo, quid facto usus sit.[419]


Los griegos mismos alabaron grandemente la disposición y el orden que Paulo Emilio observó en un banquete que dio en honor de aquéllos cuando volvieron de Macedonia. Pero no hablo aquí de los efectos; hablo sólo de las palabras.

Yo no sé si a los demás les sucede lo que a mí; yo no puedo precaverme, cuando oigo a nuestros arquitectos inflarse con esos majestuosos términos de pilastras, arquitrabes, cornisas, orden corintio o dórico y otros análogos de su jerga, mi imaginación va derecha al palacio de Apolidón, y luego veo que todo ello no son más que las mezquinas piezas de la puerta de mi cocina.

Al oír pronunciar los nombres de metonimia, metáfora, alegoría y otros semejantes de la retórica, ¿no parece que quiere significarse alguna forma de lenguaje rara y peregrina? pues en el fondo todo ello no son más que palabras con las cuales se califica la forma del discurso que vuestra criada emplea en su sencilla charla.

Artificio análogo a éste es el distinguir los empleos de nuestro estado con nombres soberbios sacados de los romanos, aunque no tengan con los antiguos ninguna semejanza, y todavía menos autoridad y poderío. También constituye otro engaño, de que algún día se hará justo cargo a nuestro siglo, el aplicar indignamente, a quien mejor se nos antoja, los sobrenombres más gloriosos, que la antigüedad no concedió sino a uno o dos personajes en cada siglo. Platón llevó el dictado de divino por universal consentimiento, y nadie ha intentado disputárselo. Los italianos que se vanaglorian, con motivo, de tener el espíritu más despierto y la razón más sana que las demás naciones de su tiempo, acaban de gratificar al Aretino con el mismo sobrenombre que a Platón acompaña. Ese escritor, salvo una forma hinchada, en la que sin duda abundan los rasgos ingeniosos, pero que tienen mucho de artificiales y rebuscados, y alguna elocuencia, no veo que sobrepase en nada a los demás autores de su tiempo; ¡le falta tanto para alcanzar aquella divinidad antigua! El calificativo de grandes se lo colgamos a príncipes que en nada sobrepasan la grandeza popular.



De la parsimonia de los antiguos

Atilio Régulo, general en África del ejército romano, en medio de sus glorias y victorias contra los cartagineses, comunicaba a la república que un jornalero que había dejado al cuidado de su hacienda, la cual se componía en todo de siete fanegas de tierra, le había robado sus útiles de labranza; y pedía licencia para volver a su país y proveer a tan urgente necesidad, temiendo que su esposa e hijos corrieran riesgo por tal accidente. El Senado se encargó de poner otro criado en lugar del desaparecido; hizo donación a Régulo de los utensilios de labranza necesarios, y ordenó que el Estado proveería al sostenimiento de su familia.

Catón el antiguo, al regresar de España donde había ejercido el cargo de cónsul vendió su caballo a fin de economizar el dinero que le hubiera costado llevarlo por mar a Italia. Cuando gobernaba en Cerdeña hacía sus visitas de inspección a pie, no llevando en su compañía más que un solo oficial que trasportaba sus vestidos y el vaso de los sacrificios, y casi siempre conducía él mismo su bagaje de mi mano. Enorgullecíase de no haber usado nunca traje que costara más de diez escudos; de no haber gastado en el mercado más de diez sueldos por día, y de que entre las casas de campo que poseía ninguna tuviera la fachada blanqueada ni revocada.

Después de haber alcanzado dos victorias y desempeñado dos consulados, Escipión Emiliano ejerció el cargo de legado, y tuvo sólo siete servidores en su compañía. Dícese que Homero nunca tuvo más que uno; Platón tres y Zenón, el maestro de la secta estoica, ni uno siquiera. A Tiberio Graco no se le concedieron más que cinco sueldos y medio por día, en ocasión en que desempeñaba una comisión de la república, y siendo en aquel entonces el hombre más importante de Roma.



De una sentencia de César

Si nos detuviéramos alguna vez en examinarnos, y el tiempo que empleamos en fiscalizar a los demás y en conocer las cosas exteriores lo ocupáramos en sondear nuestro interior, nos convenceríamos presto de que nuestra contextura está formada de piezas insignificantes y deleznables. ¿No constituye, en efecto, un testimonio singular de imperfección la circunstancia de que no podamos detener nuestro contento y nuestra satisfacción en cosa alguna, y que la imaginación y el deseo nos impidan elegir el camino que nos es más adecuado? De ello es buena prueba esa gran disputa que sostuvieron siempre los filósofos a fin de encontrar el soberano bien del hombre, la cual dura todavía y durará eternamente sin que jamás se llegue a una solución o acuerdo:


Dum abest quod avemus, id exsusperare videtur

caetera: post aliud, quum contigit illud, avemus,

et sitis aequa tenet.[420]


Nada nos satisface de lo que disfrutamos y gozamos; marchamos siempre con la boca abierta tras las cosas desconocidas que están por venir, porque las presentes no llenan nuestros deseos; y no precisamente porque existan razones para que no nos satisfagan, sino porque las cogemos con mano débil e insegura:


Nam quum vidit hic, ad victum quae flagitat usus,

omnia jam forme mortalibus esse parata;

divitiis homines, et honore, et laude potentes

affluere, atque bona natorum excellere fama;

nec minus esse domi cuiquam tamen anxia corda,

atque animum infestis cogi servire querelis:

intellexit ibi vitium vas efficere ipsum,

omniaque, illius vitio, corrumpier intus.

Quae collata foris et commoda quaeque venirent.[421]


Nuestros deseos carecen de resolución y son inciertos, nada puede nuestro apetito conservar ni disfrutar convenientemente. Como el hombre estima que su desgracia emana de las cosas que posee, trata de llenarse y saciarse con otras que desconoce y de que no tiene la menor noticia, a las cuales aplica sus esperanzas e ilusiones, considerándolas con honor y reverencia, como César dice: Communi fit vitio naturae, ut invisis, latitantibus atque incognitis rebus magis confidamus, vehementiusque extrerreamur[422].



De las vanas sutilidades

Existen sutilezas frívolas y vanas por medio de las cuales buscan a veces los hombres el renombre, como por ejemplo, los poetas que componen obras enteras cuyos versos comienzan todos con igual letra; vemos también huevos, esferas, alas y hachas, que los griegos componían antiguamente con versos rimados, alargándolos o acortándolos de manera que representaran tal o cual figura; no en otra cosa consistía la ciencia del que se entretuvo en contar de cuántos modos podían colocarse las letras del alfabeto, el cual encontró el inverosímil número que se lee en Plutarco. Yo apruebo el proceder de aquel a quien presentaron un hombre tan diestro que, arrojando con la mano un grano de mijo, lo hacía pasar por el ojo de una aguja, habiéndole pedido algún presente como retribución de habilidad tan singular, ordenó, justa y perspicazmente a mi ver, que entregaran a semejante obrero dos o tres fanegas del mismo grano, a fin de que su arte no dejara de ejercitarse. Testimonio maravilloso es éste de la flojedad de nuestro juicio, que recomienda las cosas por su novedad y rareza, o por la dificultad de realizarlas, sin atender a la bondad o utilidad que las acompaña.

En mi casa nos entretenemos al presente en un juego que consiste en hallar el mayor número de nombres que representan los dos extremos de las cosas; por ejemplo: Sire es el título que se da a la persona más elevada de nuestro Estado, que es el rey, y se aplica igualmente al vulgo, como a los comerciantes, sin que con él se designe nunca a los hombres de clase media. A las mujeres de calidad, se las llama damas; a las de mediana, señoritas; y se aplica también el nombre de damas a las que son de la extracción mas baja. Los dados que se juegan en las mesas, no son permitidos más que en las casas de los reyes y en las tabernas. Decía Demócrito, que los dioses y las bestias tenían los sentidos más aguzados que los hombres, que en este punto se mantienen a mediana altura. Los romanos vestían igual traje los días de duelo que los de fiesta. Es cosa probada que el miedo extremado y el extremo ardor y brío alteran igualmente el vientre y lo descomponen. El apodo de Temblón, con que fue designado Sancho de Navarra, testifica que lo mismo el valor que el temor engendran el estremecimiento de los miembros del cuerpo. Aquél, a quien sus gentes armaban y veían rehilar de pavor, tratando de tranquilizarle disminuyendo el peligro que se presentaba, respondió: «No me conocéis bien; si supiera mi carne el lugar donde mi arrojo la conducirá, al momento caería, por tierra hecha pedazos.» La debilidad que nos procura el frío y la repugnancia en el ejercicio de los placeres de Venus, es producida también por el apetito demasiado vehemente y por el ardor desarreglado. El frío y el calor extremos, cuecen y tuestan: Aristóteles dice que los lingotes de plomo se funden y liquidan con el frío rigoroso del invierno, lo mismo que con el calor fuerte del verano. Lo mismo el deseo que la hartura, producen el dolor en los que los experimentan. La estupidez y la sabiduría participan de sentimientos análogos ante el sufrimiento de los males humanos. Los filósofos vencen y gobiernan el mal, los otros lo desconocen; éstos se encuentran, por decirlo así, más acá de los accidentes, los otros más allá. El filósofo, después de haber pesado con detenimiento y considerado las cosas, después de haberlas medido y juzgado tales cual son, colócase por cima de ellas merced a su fuerza vigorosa, las desdeña y pisotea, como dueño que es de un alma fuerte y sólida, contra la cual nada pueden los vaivenes de la fortuna, puesto que se las han con un cuerpo en el cual nada puede causar impresión. La condición ordinaria y media de los hombres, se encuentra entre esos dos extremos: la de los que advierten los males, los sienten y por incapacidad no pueden soportarlos. La infancia y la decrepitud tienen de común idéntica debilidad cerebral; la avaricia y la generosidad, análogo deseo de adquirir y acaparar.

Puede decirse con verosimilitud que existe una ignorancia supina, que antecede a la ciencia, y otra doctoral que la sigue: ignorancia es esta última que la ciencia engendra y produce, del propio modo que deshace y destruye la primera. Los espíritus sencillos, menos curiosos y menos instruidos, se convierten en buenos cristianos; por respeto y obediencia creen con ingenuidad y se mantienen bajo la disciplina que las leyes dictan. En el mediano vigor de los espíritus y en la capacidad mediana, se engendra el error de las opiniones; éstos se dejan llevar por la apariencia de la interpretación primera, y se creen con luces bastantes para considerarnos como estúpidos y negados por el hecho de mantenernos en las antiguas creencias. Los espíritus grandes, más clarividentes y tranquilos, forman otra clase entre los buenos creyentes; ayudados por una dilatada y religiosa investigación, penetran de un modo más profundo la luz de las Escrituras y sienten el secreto misterioso y divino de nuestro régimen eclesiástico; por eso vemos algunos hombres que alcanzaron este estado guiados por la ciencia, con maravilloso fruto y confirmación, como el extremo límite de la cristiana inteligencia, y llegaron a gozar de su victoria acompañados de consolación inefable, acciones de gracias, cambio en las costumbres y modestia resignada. No incluyo en este rango a esos otros que, procurando purgarse de toda mancha de error pasado, y a fin de darnos buena opinión de sí mismos, conviértense en extremados, indiscretos e injustos hacia nuestra causa, y la manchan con infinitos reproches de violencia. Los sencillos campesinos son gentes honradas, y gentes honradas son también los filósofos, o conforme nuestro siglo los nombra, naturalezas fuertes y claras, enriquecidas con una instrucción amplia en las ciencias útiles. Los mestizos, los que no son sabios ni tampoco ignorantes, los que no quisieron permanecer a obscuras en punto a instrucción, pero que no pudieron llegar a la sabiduría, los que tienen el culo entre dos sillas (entre los cuales me cuento yo y tantos otros), son peligrosos, ineptos, importunos; éstos son los que trastornan el mundo. Por esta razón procuro yo acercarme cuanto puedo a los ignorantes, de quienes inútilmente intenté alejarme. La poesía popular y puramente natural tiene candorosidades y gracias que la equiparan con la poesía perfecta, en la que se cumplen todos los preceptos artísticos, como se ve, por ejemplo, en las canciones rústicas de Gascuña, y en los cantos que conocemos de pueblos que no tienen ciencia alguna, ni conocimiento de la escritura. La poesía mediocre, que ocupa un lugar entre ambas, se desdeña y considera como cosa sin mérito ni valer.

Y puesto que luego que el paso ha sido franqueado por nuestro espíritu, yo creo, como ordinariamente acontece, que considerábamos como ejercicio difícil y complicado lo que no lo es en modo alguno, y tan pronto como nuestra fantasía encuentra el camino de la inspiración, descubre infinito número de ejemplos como los de que en este capítulo hablo, no añadiré más que el siguiente a los ya expuestos: si estos Ensayos fueran dignos de ser juzgados, bien podría ocurrir, a mi parecer, que no gustasen mucho a los espíritus comunes y vulgares, ni tampoco a los singulares y excelentes; aquéllos no los entenderían suficientemente, y éstos los comprenderían de sobra. De suerte que podrían ir tirando entre las gentes de mediana inteligencia.



Capítulo LV

De los olores

Cuéntase de algunos hombres, como de Alejandro el Grande, que su traspiración esparcía un olor suave, por virtud de una complexión rara y extraordinaria. Plutarco y otros escritores buscaron la causa de semejante singularidad; mas la general constitución del cuerpo humano demuestra lo contrario, y la cualidad más ventajosa que éstos puedan poseer, es la de estar exentos de todo aroma. La dulzura misma del aliento más puro, nunca es más perfecta que cuando no tiene olor alguno que nos sorprenda, como ocurre con los niños sanos. He aquí por qué dice Plauto


Mulier tum bene olet, ubi nihil olet;


«el olor más exquisito que puede tener una mujer, es carecer en absoluto de aroma». En cuanto a los buenos olores, hay razón para considerar como sospechosa a la persona que los usa, y puede juzgarse que los emplea para disimular algún defecto natural. De aquí nace la opinión, en que los poetas antiguos convienen, de que es oler mal el exhalar buen olor:


Rides nos, Coracine, nil olentes.

Malo, quam bene olere, nil olere.[423]


Y en otro pasaje:


Postume, non bene olet, qui bene semper olet.[424]


Yo gusto, sin embargo, mucho encontrarme rodeado de olores exquisitos, y por cima de todo detesto los mefíticos, que atraigo hacia mí más que ningún otro


Namque sagacius untis odoror,

Polypus, an gravis hirsutis cubet hircus in alis,

quam canis acer, ubit lateat sus.[425]


Los más simples y naturales, me parecen los más agradables. Este cuidado toca principalmente a las damas: en medio de la barbarie más completa, las mujeres escitas, después del baño, se espolvoreaban embadurnaban la cara y todo el cuerpo con cierta droga olorosa que había en su territorio; pero luego, cuando se acercaban a los hombres, despojábanse de tal afeite y se encontraban pulidas y perfumadas. Sea cual fuere el aroma que me rodee, es maravilla cómo se me pega; mi cutis es de los más aptos para impregnarse. El que se quejaba de nuestra constitución orgánica porque la naturaleza no dotó al hombre de instrumento hábil para llevar los olores al olfato, incurría en error grande, pues los olores mismos se encargan de encontrar el camino; a mí, en particular, me sirve el bigote de vehículo; como lo tengo áspero, cuando aproximo a él los guantes o el pañuelo, guarda el aroma todo un día; mi bigote declara el sitio donde he estado. Los besos apretados de la juventud, sabrosos, glotones y pegajosos, permanecían en él allá en otro tiempo, y persistían dos o tres horas después de estampados. Y sin embargo, tan poco sujeto estoy a las enfermedades infecciosas que se propagan por la frecuentación y a que sirve de instrumento el aire, que he salido ileso de las de mi tiempo, pues las ha habido de diversas suertes en nuestros ejércitos y en nuestras ciudades. Dícese de Sócrates que habiendo permanecido en Atenas durante tantas epidemias como afligieron a su ciudad, nunca fue atacado por el mal.

Los médicos podrían alcanzar de los olores mayor partido del que sacan, pues por lo que a mi toca, he advertido con frecuencia que mi organismo se modifica según la esencia de los mismos, por lo cual apruebo el uso del incienso y otros perfumes en las iglesias, tan antiguo y tan extendido en todas las naciones y en todos los cultos. Esos aromas purifican y despiertan nuestros sentidos y nos hacen más aptos para la contemplación.

Hubiera querido gustar, para juzgar con fundamento de ella, la labor de las cocineras que saben aliñar las carnes con olores penetrantes; condimentadas así se le sirvieron al rey de Túnez, que en nuestra época desembarcó en Nápoles para parlamentar con Carlos V. Se aderezaron las aves con drogas odoríferas de suntuosidad tanta, que el coste de un pavo real y dos faisanes llegó a la suma de cien ducados, después de preparados para el paladar del soberano de África; y cuando se trincharon, no solamente en la sala, en todas las habitaciones del palacio y en las casas circunvecinas había un vapor suavísimo, que tardó bastante en disiparse.

Lo primero que yo procuro al establecerme en cualquier lugar, es huir de la atmósfera densa y mal oliente. Esas dos hermosas ciudades de Venecia y París pierden mucho de la estimación en que las tengo a causa de las emanaciones acres que se desprenden de los canales de la primera, y de las fangosas calles de la segunda.



De las oraciones

A semejanza de los que plantean cuestiones dudosas para que sean debatidas en las escuelas, propongo yo aquí ideas informes e indecisas, no para dejar sentada la verdad, sino para buscarla, y las somete a la consideración de aquellos a quienes corresponde el juzgarlas; y no ya sólo mis acciones y escritos, sino hasta mis pensamientos. Será por consiguiente igualmente admisible y útil para mí la aprobación como la desaprobación, y desde luego declaro absurdo o impío todo principio que por ignorancia o inadvertencia se haya escapado de mi pluma y sea contrario a las santas resoluciones y prescripciones de la Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual he nacido y pienso morir. Encomendándome siempre a la autoridad de su censura, que todo lo puede sobre mí, me meto temerariamente a hablar de todas las cosas en estas divagaciones.

Ignoro si estoy en lo cierto, pero entiendo que habiéndosenos prescrito por una merced particular de la bondad divina una oración que salió de la boca de nuestro Señor, palabra por palabra, siempre he pensado que debíamos rezarla con más frecuencia de lo que ordinariamente acostumbramos; si mi dictamen se aceptara, la diríamos al empezar y al acabar de comer, al acostarnos y al levantarnos; en todo momento en que nos ponemos a orar, quisiera yo que fuese el Padrenuestro la oración que los cristianos recitasen constantemente. Puede la Iglesia aumentar el número de oraciones y modificarlas según que la necesidad de nuestra instrucción lo exija, pues la idea y esencia de ellas siempre es idéntica y jamás se modifica; mas de todas suertes, el Padrenuestro debiera tener el privilegio de estar perennemente en boca del pueblo, pues sobre contener cuanto nos es necesario, es plegaria muy adecuada en toda circunstancia. Es la única de que me sirvo yo siempre, y la repito en lugar de emplear otras, de donde resulta que es la que recuerdo mejor.

Algunas veces considero cuál puede ser la causa del error que perpetramos al recurrir a Dios en todas nuestras empresas y designios; al llamarle en nuestra ayuda, sea cual fuere el lugar en que nuestra flaqueza necesite de su auxilio, sin tener en cuenta si nuestros propósitos son justos o injustos. Dios es nuestro solo y único protector y lo puede todo para ayudarnos; a pesar de que se digna honrarnos con sa paternal apoyo, es además tan justo como bueno y poderoso, y usa con más frecuencia para con nosotros de su justicia que de su poder, favoreciéndonos según aquélla, no conforme a nuestras súplicas. Platón en su libro de las Leyes, dice que hay tres clases de creencias igualmente injuriosas a los ojos de los dioses:

«Creer que no existan; que no se mezclan en las cosas de la tierra, y que nada dejan de conceder ante nuestras súplicas, ofrendas y sacrificios»

El primer error, según el filósofo, no es jamás inmutable desde el nacimiento hasta la muerte de un hombre; los otros dos pueden ser constantemente sustentados.

La justicia y el poder de Dios son inseparables, y por consiguiente imploramos en vano su socorro para que favorezca una mala causa. Preciso es tener el alma limpia de toda mancha y libre de pasiones viciosas, cuando menos en el momento en que le rogamos; de lo contrario le procuramos el látigo para que nos aplique el castigo; en lugar de reparar nuestra culpa la duplicamos, presentando a aquel de quien solicitamos el perdón un corazón lleno de odio e irreverencia. Por eso no se dirige mi alabanza a los que ruegan a Dios más frecuente y ordinariamente, si las acciones que ejecutan antes de la devoción no muestran el testimonio de alguna enmienda y reforma,


Si, nocturnos adulter,

tempora santonico velas adoperta cucullo.[426]


Y el estado de un hombre que mezcla con la devoción los actos de una vida execrable, es desde luego más digno de censura que el de otro hombre que se mantiene constantemente sumido en toda suerte de disolución; sin embargo, nuestra Iglesia rechaza todos los días sus gracias a los que persisten en la práctica de costumbres depravadas. Rezamos por uso y costumbre, o por mejor decir, leemos o recitamos nuestras oraciones, lo cual no es en suma más que apariencia y gesto. Me disgusta el ver hacer tres veces el signo de la cruz al Benedicite, y a las Gracias otras tantas, y más desapruebo todavía, por ser un signo que reverencio, el continuo uso que de él hacemos, hasta cuando el bostezo nos acomete. Y juntamente con tantos actos devotos las restantes horas del día vémoslas ocupadas en el odio, la injusticia y la avaricia: al vicio se dedica su tiempo a Dios el suyo, como por compensación o componenda. Es cosa milagrosa el ver la continuación de acciones tan diversas, sin interrupción ni alteración. ¿Cuál es la conciencia prodigiosa que acierte a encontrar reposo albergando en idéntico lugar al crimen y al que lo juzga? Un hombre a quien la lascivia gobierna la cabeza, y no supone este vicio odioso a los ojos de Dios, ¿qué dice al señor cuando de él le habla? Se enmienda por el momento, mas instantáneamente cae de nuevo en el pecado. Si la justicia divina le tocara como dice, y castigase su alma, por corta que fuese la penitencia, el temor mismo alejaría con tanta presteza sus viles pensamientos, que al momento sentiríase capaz de dominar los vicios que se encuentran en él encarnados. ¿Y qué decir de los que a sabiendas consagran su vida entera al pecado mortal? ¡Cuántos oficios, profesiones y ocupaciones admitidos existen en el mundo, cuya esencia es viciosa! Y qué decir de un hombre que me declaró haber practicado durante todo un periodo de su vida una religión condenable a juicio suyo, y contraria a las creencias de su pecho, sólo por conservar su crédito y el honor de sus cargos? ¿Cómo osó siquiera emplear razonamiento semejante? ¿Qué lenguaje emplean tales gentes en este punto ante la justicia divina? Consistiendo su arrepentimiento en una reparación visiblemente acomodaticia, esas gentes pierden ante Dios y ante los hombres el medio de alegarlo. ¿Cómo osan solicitar el perdón sin que a ellos llegue el arrepentimiento? Yo creo que con los primeros acontece lo propio que con los segundos; pero la obstinación de aquéllos no es tan fácil de conducir al buen camino. Tal contrariedad, tan repentino cambio de opinión como simulan, ofrecen para mí todas las apariencias de un milagro. Esos hombres nos muestran el estado permanente de una ruda agonía.

¡Qué extraña me pareció la idea de los que en estos últimos años tenían por costumbre hacer un cargo a todos aquellos en que brillaba alguna claridad de espíritu, y que profesaban la religión católica! Esas personas nos decían que fingíamos, que no éramos sinceros. Y aseguraban, además, para con ello honrarnos, que los católicos no podían menos, en su fuero interno, de abrigar sus creencias. Desagradable enfermedad la de creerse tan fuerte hasta el extremo de persuadirse de que no se pueden profesar doctrinas contrarias a las propias, y más desagradable aún la persuasión de un tal espíritu que prefiere los beneficios que le procura la práctica de una religión que en su fuero interior condena, a las esperanzas y amenazas de la vida eterna. Pueden gentes tales creer lo que digo, si algo hubiera tentado mi juventud, la ambición del azar y dificultad que siguieron a esta empresa reciente hubiese tenido una buena parte.

No sin poderosa razón, a mi entender, prohíbe la Iglesia el uso promiscuo, temerario e indiscreto de los cánticos sagrados y divinos que el Espíritu Santo dictó a David. No dejemos mezclar el nombre del Señor en nuestras acciones sino con atención reverente, llena de honor y respeto: esa voz es demasiado divina para no hacer de ella otro uso que el de ejercitar los pulmones y procurar que nuestros oídos gusten una música grata; la conciencia debe entonar esos cantos, no la lengua. No es razonable que un marmitón en medio de sus vanos y frívolos pensamientos se entretenga y divierta con las salmodias divinas; y es absurdo también el ver rodar por un tocador o por una cocina el libro santo de los sagrados misterios de nuestras creencias: misterios eran en otro tiempo, al presente no son más que amores y diversiones. No es yendo como de paso y tumultuariamente como se practica un estudio tan severo y venerable; debe ser un acto determinado y fijo, al cual siempre ha de acompañar esta introducción de nuestro oficio: Sursum corda, y hasta que nuestro mismo cuerpo permanezca puro, para testimoniar así en nosotros particular atención y reverencia. No es un estudio para todo el mundo; es la ocupación de personas consagradas a él, y al cual Dios las llama; los malos y los ignorantes empeoran consagrándose a la interpretación de los libros santos, que no son como la relación de una historia, son una historia digna de reverencia, temor y adoración. ¡Buenas gentes que creen haberla puesto al alcance del pueblo por haberla traducido en lengua vulgar! No es la culpa de las palabras el que no se comprenda todo lo que se encuentra escrito. ¿Diré yo más? Por pretender inculcar en las gentes eso poco que pretenden, las hacen marchar hacia atrás; la ignorancia pura, confiada a otro, era mucho más saludable y sabia que esa ciencia parlera y vana, engendradora de presunción y temeridad. Creo también que el otorgar a cada uno la libertad de trasladar una palabra tan elevada y religiosa en tantas lenguas diferentes, es mucho más perjudicial que útil.

Los judíos, los mahometanos y casi todas las demás sectas, han aceptado y reverencian el lenguaje en el cual originariamente fueron concebidos sus misterios, y entre ellos está prohibida la alteración y el cambio, no sin razón sobrada. ¿Estamos bien seguros de que haya en las provincias vascas y bretonas jueces capaces para apreciar una traducción en sus respectivas lenguas? La Iglesia universal no tiene juicio más arduo ni solemne que emitir. Cuando se predica o cuando se habla, la interpretación de los textos es vaga, libre, mudable y sólo de éste o del otro versículo, no de la Biblia entera, lo cual es asunto mucho más grave.

Uno de nuestros historiadores griegos censura justamente a su siglo por que los secretos de la religión cristiana corrían por las calles, en boca de los más insignificantes artesanos, y porque cada cual pudiera debatir sobre ellos y emitir su opinión; lo cual, según el propio historiador, debería avergonzarnos a nosotros, que por la gracia de Dios gozamos de los misterios puros de la piedad, dejándolos profanar en boca de personas ignorantes y vulgares, en atención a que los gentiles prohibían a Sócrates y a Platón, a los más sabios, el hablar e informarse de las cosas encomendadas a los sacerdotes de Delfos. El mismo historiador dice que los partidos políticos y los príncipes, por lo que a la teología toca, están armados, no de celo, sino de cólera; que el primero se fundamenta en la razón y divina justicia, conduciéndose ordenada y moderadamente, pero que si se cambia en odio y envidia, produce en lugar de trigo y racimos, cizaña y ortigas cuando lo conduce una pasión humana. Con igual justicia aconsejaba otro escritor al emperador Teodosio, diciéndole que las disputas teológicas no aplacaban los cismas de la iglesia, sino que los encendían y animaban las herejías; que por lo mismo era preciso huir de las argumentaciones dialécticas y acomodarse de todo en todo a las prescripciones y fórmulas de la fe establecidas por los antiguos. El emperador Andrónico encontró en su palacio a dos cortesanos trabados de palabras contra Lapodio, sobre un punto importante de la ley los amonestó fuertemente, llegando su amenaza hasta decirles que los lanzaría al río si continuaban discutiendo. Hoy día los niños y las mujeres reprenden a los más viejos y más experimentados en lo que toca a las leyes eclesiásticas, y sin embargo, ¡qué contraste! la primera orden de Platón en su Tratado prohibía a los primeros hasta el informarse del fundamento de las leyes civiles que debían sustituir a los preceptos divinos; a los ancianos sólo era permitido comunicar su parecer en este punto entre ellos y el magistrado; y el filósofo añade aun esta limitación: «siempre y cuando que no sea en presencia de jóvenes ni de personas profanas».

Un obispo escribió que en el otro extremo del mundo hay una isla, que los antiguos llamaban Dioscóride, feraz en toda suerte de árboles y frutos y de atmósfera saludable, de la cual los habitantes son cristianos y tienen templos y altares adornados sólo con cruces, sin ninguna imagen; aquellas gentes son fieles observadores del precepto del ayuno y de la santificación de las fiestas; pagan puntualmente el diezmo a los sacerdotes, y son tan castos que ninguno puede tener tratos más que con una mujer en toda su vida. Por lo demás, viven contentos con su fortuna; encontrándose en medio del mar ignoran el uso de los navíos; son tan sencillos que de la religión que tan escrupulosamente observan no comprenden ni una sola palabra, cosa que parecería increíble a quien no supiera que los paganos, idólatras tan devotos, sólo conocen de sus dioses el nombre imagen. El comienzo de Menalipo, tragedia de Eurípides, dice en la traducción de Amyot


O Jupiter!, car de toy rien sinon

je ne cognois sculement que la nom.[427]


Yo he visto también no ha mucho quejarse de algunos escritos porque son puramente humanos y filosóficos sin mezcla de teología. Quien censurara lo contrario, quizás estuviera en lo cierto, pues la doctrina divina tiene su rango aparte como reina y dominadora. Ella debe ser principal en todas partes, no sufragánea ni subsidiaria. Sáquense en buen hora los ejemplos de la gramática, de la retórica, de la lógica, los cuales son por otra parte más adecuados que no los de una tan santa doctrina; también los asuntos dramáticos, los juegos y espectáculos públicos deben apartarse de la religión; que las divinas razones se consideren, veneren y evidencien solas, en el estilo que las es propio, y no aparejadas con los razonamientos humanos; mejor es que se eche de ver la falta de que los teólogos escriban demasiado humanamente, que el que los humanistas escriban con exceso de teología. La filosofía, dice san Juan Crisóstomo, ha ya tiempo que se arrojó de la escuela santa como sierva inútil, digna de ver, solamente de pasada, desde el dintel, el sagrario de los santos tesoros de la doctrina celeste, pues el lenguaje humano tiene sus formas peculiares, las cuales son bajas, y no debe servirse de la dignidad, majestad y realeza del hablar divino. Yo consiento por lo que a mí toca, en que diga verbis indisciplinatis, Fortuna, Destino, Accidente, Dicha y Desgracia; en que cite a los dioses y emplee otras frases conformes a su modo. Yo propongo estas mis humanas fantasías simplemente, como tales, e independientemente consideradas; no como acordadas y ordenadas por la sabiduría celeste, ni como absolutas e incontrovertibles; sólo como materia de opinión, no como materia de fe; lo que yo discurro según mis propias ideas, no lo que creo según Dios; como los muchachos proponen sus ejercicios para ser instruidos, no para instruir, de una manera laica, no sacerdotal, pero religiosísima siempre.

¿Y no se dirá también, no sin algún viso de razón, que el derecho de entrometerse, y eso con toda reserva a escribir sobre la religión incumbe sólo a los que de ello hacen profesión expresa; que esto no está quizás exento de alguna imagen de utilidad y justicia, y que yo debiera también callarme? Hanme dicho que hasta los mismos que no practican nuestra fe prohíben sin embargo entre ellos el empleo del nombre de Dios en las cosas comunes; no quieren que de tan santo nombre ses sirvan a manera de interjección y exclamación, para dar testimonio de cosa alguna, ni para establecer una comparación, en lo cual entiendo que obran cuerdamente. Como quiera que invoquemos a Dios en nuestro comercio y sociedad es preciso siempre que se haga seria y religiosamente.

En un pasaje de Jenofonte se lee, si no recuerdo mal, que debemos sólo rara vez rogar a Dios, porque no es fácil que con mucha frecuencia nos sea dable hacer que nuestra alma se encuentre dispuesta para la oración, ni que esté en el camino de la enmienda, recogida en completa devoción. Si así no acontece, nuestras oraciones no solamente son vanas e inútiles, son viciosas además. «Perdónanos, decimos, como nosotros perdonamos a los que nos ofendieron»; ¿qué declaramos con estas palabras, sino que ofrecemos a Dios nuestra alma exenta de rencor y venganza? Sin embargo, invocamos a Dios y su ayuda para que sea cómplice de nuestras culpas y lo invitamos a la injusticia.


Quae, nisi seductis, nequeas committere divis.[428]


El avaricioso le ruega por la conservación vana y superflua de sus tesoros; el ambicioso por sus victorias y por el triunfo de su pasión; el ladrón le llama en su ayuda para franquear el azar y las dificultades que se oponen a la ejecución de sus viles empresas, o le da gracias por la facilidad con que degolló a un caminante; al pie de la casa que se dispone a escalar o asaltar hace sus oraciones, mientras su intención y su esperanza están impregnadas de crueldad, lujuria o codicia:


Hoc ipsum, quo tu Jovis aurem impellere tentas,

dic agedum Staio: proh Juppiter!, o bone, clamet,

Juppiter! At sese non clamet Juppiter ipse?[429]


La reina Margarita de Navarra habla de un príncipe joven, que aunque no nombra su grandeza le ha hecho conocer suficientemente, el cual, para asistir a una cita amorosa y acostarse con la mujer de un abogado de París, tenía que atravesar una iglesia, por donde no pasaba nunca, ni a la ida ni a la vuelta de su gira sin hacer sus rezos y oraciones. Teniendo el alma llena de aquella acción reprobable, hay razón para preguntar en qué empleaba el favor divino. La reina, sin embargo, cita el hecho como ejemplo de singular devoción. No es la relación de este suceso solamente lo que prueba que las mujeres son casi nulas para tratar las cuestiones teológicas.

Una verdadera plegaria y una reconciliación completa de nuestra alma para con Dios no pueden aislarse en un alma impura sometida en el momento mismo en que ora a la dominación de Satanás. El que apela a Dios en su auxilio permaneciendo en el camino del vicio, hace lo propio que el timador que llamase a la justicia en su ayuda para la comisión de su delito, o como los que pronuncian el nombre del Señor en testimonio de sus mentiras.


Tacito mala vota susurro

concipimus.[430]


Habría pocos hombres que osasen declarar los secretos ruegos que dirigen al Señor:


Haud cuivis promptum est, murmurque, humilesque susurros

tollere de templis, et aperto vivere voto.[431]


Por eso los pitagóricos querían que las oraciones de cada uno fuesen públicas, y que se pronunciaran en alta voz, a fin de que no se pidiese a Dios cosa indecorosa o injusta, como aquel que


Clare quum dixit, Apollo!

Labra movet, metuens audiri: «Pulchra Laverna,

da mihi fallere, da justum sanctumque videri;

noctem peccatis, et fraudibus objice nubem.»[432]


Los dioses castigaron cruelmente los inicuos deseos de Edipo, haciendo que se realizaran, pues había rogado que sus hijos resolvieran entre ellos, por medio de las armas, la sucesión de su Estado; tan miserable fue la suerte de sus descendientes al ser oída su palabra. No hay que pedir que todas las cosas se acomoden a nuestra voluntad, sino que ésta siga el camino de la prudencia.

En verdad parece que nos servimos de nuestras oraciones como de una jerigonza, lo mismo que los que emplean las palabras santas y divinas en brujerías y efectos mágicos, y que nos echamos la cuenta de que sólo la contextura, el tono, el orden de las palabras y nuestro continente constituyen la eficacia de aquéllas, pues teniendo el alma llena de concupiscencia, desprovista de arrepentimiento y de toda reconciliación hacia Dios, le dirigimos las frases que la memoria presta a nuestra lengua y con ellas esperamos pagar la expiación de nuestras culpas. Nada tan fácil, tan dulce y tan misericordioso como la ley divina; ésta nos llama a su recinto majestuoso, por detestables y pecadores que seamos; nos tiende los brazos y nos recibe en su regazo por viles, puercos y encenagados que hayamos sido y que volvamos a ser en lo porvenir; pero, en recompensa, es preciso mirarla con deseos leales; es preciso recibir el perdón con acción de gracias, y al menos en ese instante en que nos dirigimos a ella, que el alma esté desolada de sus pecados y se sienta enemiga de las pasiones que nos empujaron a ofenderla. Ni los dioses, ni los hombres de bien, dice Platón, aceptan el presente de los malos.


Immunis aram si tetigit manus,

non sumptuosa blandior hostia,

mollivit aversos Penates

arre pio, et saliente mica.[433]



De la edad

No puedo aprobar la manera cómo entendemos el tiempo que dura nuestra vida. Yo veo que los filósofos la consideran de menor duración de lo que en general la creemos nosotros. «¡Cómo! dice Catón el joven a los que querían impedir que se matase, ¿estoy yo en edad, a los años que tengo, de que se me pueda reprochar el abandonar la vida con anticipación?» Tenía entonces sólo cuarenta y ocho años, y estimaba que esta edad era ya madura y avanzada, considerando cuán pocos son los hombres que la alcanzan. Los que creen que el curso de la vida, que llaman natural, promete pasar de aquel tiempo, se engañan; podrían asegurarse de mayor duración, si gozaran de un privilegio que los librase del número grande de accidentes a que todos fatalmente nos encontramos sujetos, y que pueden interrumpir el largo curso en que los optimistas creen. ¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán sólo entonces! Esa es la muerte más rara de todas la menos acostumbrada, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía, y como si nuestra constitución ordinaria no nos abocara todos los días a semejantes accidentes. No confiemos en esas esperanzas; el que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse natural a lo que es general, común y universal.

Morir de viejo es una muerte singular y extraordinaria, mucho menos frecuente que las otras; es la última y extrema manera de morir, y cuanto más lejos estamos de la vejez, menos debemos esperar ese género de muerte. Pero es la ancianidad el límite más allá del cual no pasaremos, y el que la ley natural ha prescrito para no ser traspuesto; mas es un privilegio otorgado a pocos el que la vida dure hasta una edad avanzada, excepción que la naturaleza concede como un favor particular a uno solo en el espacio de dos o tres siglos, descargándole de las luchas y dificultades que interpuso en carrera tan dilatada. Así yo considero que la edad a que por ejemplo somos llegados, alcánzanla pocas personas. Puesto que ordinariamente los hombres no la viven, prueba es de que estamos ya muy avanzados en el camino; y puesto que traspusimos ya los límites acostumbrados, que son la medida verdadera de nuestra vida, no debemos esperar ir más allá, habiendo escapado a la muerte en mil ocasiones en que otros muchos tropezaron. Debemos, por tanto, reconocer que una fortuna tan extraordinaria como la nuestra, que nos coloca aparte de la común usanza, no ha de durarnos largo tiempo.

Es también un defecto de las leyes mismas el que consideren la duración de la vida como dilatada; las leyes no consienten que un hombre sea capaz de la administración de sus bienes hasta que no haya cumplido los veinticinco años, y apenas será dueño entonces del gobierno de su existencia. Augusto suprimió cinco de las antiguas leyes romanas para que la mayor edad fuera declarada, y acordó también que bastaban treinta para desempeñar un cargo en la judicatura. Servio Tulio eximió a los caballeros que habían pasado de los cuarenta y siete años de las fatigas de la guerra, y Augusto a los que contaban cuarenta y cinco. El enviar a los hombres al descanso antes de los cincuenta y cinco o sesenta años no me parece muy puesto en razón. Entiendo que nuestra ocupación o profesión debe prolongarse cuanto se pueda mientras podamos ser útiles al Estado; el defecto, a mi entender, reside en el lado opuesto, en no emplearnos en el trabajo antes del tiempo en que se nos emplea. Augusto fue juez universal del mundo cuando sólo contaba diecinueve años, y se exige que nosotros tengamos treinta para que demos razón del lugar en que hay una gotera.

Yo creo que nuestras almas se encuentran suficientemente desarrolladas a los veinte años; a esta edad son ya lo que deben ser en lo sucesivo y prometen cuantos frutos puedan dar en el transcurso de la vida; jamás espíritu que no hay mostrado entonces prenda evidente de su fuerza, presentará después la prueba. Los méritos y virtudes naturales hacen ver en aquel término, o no lo hacen ver nunca, lo que tienen de esforzado y hermoso


Si l'espine non picque quand nai,

a pene que picque jamai[434],


dicen en el Delfinado. Entre todas las acciones nobles de que tengo noticia, sea cual fuere su naturaleza, puedo asegurar que son en mayor número las que fueron realizadas, así en los siglos pasados como en el nuestro, antes, que después de los treinta años, y muchas veces en la vida misma de un hombre ocurre lo propio. ¿No puedo asegurarlo así de Aníbal y de Escipión, su grande adversario? La primera hermosa mitad de sus vidas ganaron la gloria que gozaron luego; fueron después grandes hombres, sin duda, comparados con otros, pero no con ellos mismos. En cuanto a mí, tengo por probado que desde que pasé de aquella edad mi espíritu y mi cuerpo se han debilitado más que fortalecido: he retrocedido más que avanzado. Es posible que en aquellos que emplean bien su tiempo, la ciencia y a experiencia crezcan a medida que su vida avanza; pero la vivacidad, la prontitud, la firmeza y otras varias cualidades más importantes y esenciales, son más nuestras, cuando jóvenes; luego se agostan y languidecen:


Ubi iam validis quassatum est viribus aevi

corpus, et obtusis ceciderunt viribus artus,

claudicat ingenium, delirat linguaque, mensque.[435]


Ya es el cuerpo el que primero sucumbe a la vejez, ya el alma: he visto muchos hombres cuyo cerebro se debilitó antes que el estómago y las piernas, mal tan desconocido al que sufre como peligroso. Por todas estas consideraciones y razones encuentro desacertadas las leyes, no porque nos dejen permanecer hasta demasiado tarde en la labor, sino porque no nos ocupen antes. Paréceme que si se reflexionara en la fragilidad de nuestra vida y en los mil escollos ordinarios y naturales a que está expuesta no debiera repararse tanto en el año en que nacimos, ni dejamos tanto tiempo en la inactividad, ni emplearlo tan de sobra en nuestro aprendizaje.


 



68

Petrificada por el dolor. OVIDIO, Metam., VI, 304. Ovidio escribe: Diriquitque malis. (N. del T.)


69

El dolor deja al fin paso a su voz.

VIRGILIO, Eneida, XI, 151. (N. del T.)


70

No es muy grande el amor que puede expresarse. PETRARCA, último verso del soneto 137. (N. del T.)


71

¡Infeliz de mí! El amor trastorna todos mis sentidos. Ante tu vista. ¡oh, Lesbia! véome perdido de tal modo que hasta las fuerzas me faltan para hablar; mi lengua se traba, una llama sutil corre por sus venas; resuenan en mis oídos mil ruidos confusos y la lobreguez de la noche envuelve mis ojos. CATULO, Carm., LI, 5. -Estos versos son imitación de una oda de Safo, que, fue traducida por Boileau. (N. del T.)


72

Cuando ligeras se formulan, cuando extremas son mudas. SÉNECA Hipp., acto II, escen. 3, v. 607. (N. del T.)


73

En cuanto me ve venir, en cuanto reconoce por lados las armas troyanas, fuera de sí, como trastornada por una visión horrible permanece inmóvil; su sangre se hiela, cae por tierra y sólo largo tiempo, después consigue recobrar su voz. VIRGILIO, Eneida, III, 306. (N. del T.)


74

El espíritu a quien lo porvenir preocupa es siempre desdichado. SÉNECA, Epíst. 98. (N. del T.)


75

Apenas si se ve un hombre cuerdo que se sustraiga totalmente a la existencia. Inseguros del porvenir, los humanos imaginan que una parte de su ser les sobrevive y no pueden libertarse de este cuerpo que perece y cae. LUCRECIO. III, 890 y 895. (N. del T.)


76

Es un cuidado que debemos desechar para nuestras personas, mas no para nuestros deudos. CICERÓN, Tuscul. quaest., I. 45. (N. del T.)


77

El orden de los funerales, la elección de sepultura y la solemnidad de las honras fúnebres son menos necesarios para la tranquilidad de los muertos que para el consuelo de los vivos. SAN AGUSTÍN, De Civit Dei, I, 12. (N. del T.)


78

¿Quieres saber dónde irás cuando mueras? Donde están las cosas por nacer. SÉNECA, Troad., Cor. act. II, v. 30. (N. del T.)


79

Lejos de ti para siempre la paz de los sepulcros donde el cansado cuerpo halla por fin el descanso. ENNIO, apud Cic., Tuscul., I, 44. (N. del T.)


80

Y como el viento pierde su fuerzas si las espesas selvas no irritan su furor, disipándose en la vaguedad del aire. LUCANO, III, 462. (N. del T.)


81

Así la osa de Panonia más feroz después de herida, se repliega, y furiosa quiere morder el acero que la desgarra, persiguiéndolo y dando vueltas con él. LUCANO, VI, 220. (N. del T.)


82

Publio y Cneo Escipión. Tito Livio dice, XXV, 37,que cada cual comenzó de repente a llorar y a golpearse la cabeza. (N. del T.)


83

En el libro que trata del Reposo del espíritu, C. IV de la trad. de Amyot. (N. del T.)


84

¿Qué importa que se triunfe en buena o en mala lid? VIRGILIO, Eneida, II. (N. del T.)


85

El hombre virtuoso y prudente debe saber que la sola victoria verdadera es la que pueden aprobar el honor y la buena fe. FLORO, I, 12. (N. del T.)


86

Pongamos a prueba el esfuerzo de nuestros pechos para ver si eres tú o soy yo a quien la fortuna soberana de los acontecimientos, destina la victoria. ENNIO, apud Cic., de Officiis, 1, 12. (N. del T.)


87

Nadie debe sacar provecho de la ignorancia ajena. CICERÓN, de Offic. III, 17. (N. del T.)


88

Ya se deba la victoria al azar, ya a la pericia, siempre es gloriosa. ARIOSTO, Canto. XV, V. 1. (N. del T.)


89

Mejor quiero quejarme de mi mala fortuna que avergonzarme de la victoria. QUINTO CURCIO, IV, 13. (N. del T.)


90

El altivo Mesenco no se digna derribar a Orodes en su fuga, ni lanzar un solo dardo que los ojos de sus enemigo no puedan ver partir; le persigue, le alcanza y le ataca de frente; adversario del engaño quiere vencer sólo por el esfuerzo de su valor. VIRGILIO, Eneida, X, 732. (N. del T.)


91

Alusión a los quistes del ovario. (N. del T.)


92

Así cuando en un vaso de bronce una onda agitada refleja la imagen del sol o los pálidos rayos de la luna, la luz voltea incierta, se eleva, desciende y hiere el artesonado techo con sus movibles reflejos. VIRGILIO, Eneida, VIII, 22. (N. del T.)


93

Forjándose quimeras que semejan a los ensueños de un enfermo. Eneida, VIII, 22. (N. del T.)


94

Quien vive en todas partes Máximo, no vive en ningún sitio. MARCIAL, Epigramas, VII, 73, 6. (N. del T.)


95

El espíritu se extravía en la ociosidad, engendrando mil ideas diferentes. LUCANO, IV, 704. (N. del T.)


96

De modo que dos hombres de naciones distintas no son hombres comparados el uno con el otro. PLINIO, Nat. Hist., VII, I. (N. del T.)


97

¿Por qué en nuestros días, y aun antes, no se confía ya en tales oráculos? ¿Existe algo que se desdeña tanto como el trípode de Delfos? CICERÓN, de Divinat., II, 57. (N. del T.)


98

Creemos que hay aves que nacen expresamente para servir al arte de los augures. CICERÓN, de Nat. deor., II, 64. (N. del T.)


99

Los arúspices ven muchas cosas; los augures prevén también un número importante; muchos sucesos son anunciados por los oráculos y otros por los adivinos, por los sueños y por los prodigios. CICERÓN, de Nat. deor., II, 65. (N. del T.)


100

¿Por qué, soberano maestro de los dioses, añadiste a las desdichas de los humanos esta triste inquietud? ¿Por qué hacerles conocer mediante horrorosos presagios sus desastres futuros? ¡Haz que nuestros males nos cojan de improviso, que el porvenir sea desconocido para el hombre, y que éste pueda al menor esperar temblando! LUCANO, II, 4, 14. (N. del T.)


101

Nada se gana con saber lo irremisible, pues es una desdicha atormentarse en vano. CICERÓN, de Nat. deor., III, 6. (N. del T.)


102

Los dioses dejan por prudencia en la oscuridad más tenebrosa los acontecimientos venideros y se ríen del mortal que lleva sus inquietudes más lejos de lo que debe... Sólo quien es dueño de sí mismo, es feliz; sólo es dichoso, quien puede decir cada día: he vivido que mañana Júpiter empañe la atmósfera con tristes nubes o nos conceda un día sereno. HORACIO, Odas, III, 29 y siguientes. (N. del T.)


103

Un espíritu satisfecho del presente, se guardará bien de inquietarse por el porvenir. HORACIO Odas, II, 16, 25. (N. del T.)


104

He aquí su dilema: Si existe la adivinación, hay dioses; si hay dioses hay adivinación. CICERÓN, de Divin., 1, 6. (N. del T.)


105

Por lo que toca a los que comprenden el lenguaje de las aves y a los que consultan el hígado de un animal mejor que su propio raciocinio, entiendo yo que vale más oírlos que creerlos. PACUVIO, apud CIC. de Divin 1 6. (N. del T.)


106

Si se tira todo el día a la suerte, alguna vez se ha de acertar. CICERÓN de Divin., 2, 95. (N. del T.)


107

Llora, mas su espíritu permanece inalterable. Eneida, IV 449. (N. del T.)


108

Fortificación pequeña y de poca defensa. DIC. DE LA ACAD. (N. del T.)


109

Más vale que el delincuente se avergüence de su culpa que derramar su sangre. TERTULIANO, Apologética. (N. del T.)


110

Que el piloto se conforme con hablar da los vientos, el labrador de sus juntas, el guerrero de sus heridas y el pastor de sus rebaños. Trad. italiana de PROPERCIO, II, 1, 43. (N. del T.)


111

El pesado buey quisiera llevar la ligera silla; el caballo tirar del arado. HORACIO, Epíst., I, 14, 43. (N. del T.)


112

Estupefacto, la voz se apaga en mi garganta y se erizan mis cabellos. VIRGILIO, Eneida, II, 77. (N. del T.)


113

El miedo que horroriza de todo hasta de aquello que pudiera socorrerle, QUINTO CURCIO, III, 1. (N. del T.)


114

El horror ha alejado la energía lejos de mi corazón. ENNIO, apud CIC., Tuscut. quaest., VI, 8. (N. del T.)


115

El hombre debe siempre esperar su fin. Nadie puede considerarse dichoso antes del último instante de su vida. OVIDIO, Metam., III, 135. (N. del T.)


116

Tan cierto es que una fuerza secreta se burla de las cosas humanas, se complace como jugando en romper las hachas consulares y pisotea el orgullo de nuestro esplendor. LUCRECIO, V, 1231. (N. del T.)


117

¡Ay!, yo he vivido un día de más, que no hubiera debido vivir. MACROBIO, Saturnales, 11, 7. (N. del T.)


118

Porque entonces la necesidad arranca palabras sinceras de nuestros pechos; entonces la máscara cae y el hombre solo aparece. LUCRECIO, III, 57. (N. del T.)


119

No nos detengamos en esas fugaces bagatelas. SÉNECA, Epíst. 117. (N. del T.)

  

120

Montaigne emplea casi siempre la palabra virtud en la acepción latina, más amplia y comprensiva que la actual; lo mismo expresa con ella la fuerza, vigor y valor, que la integridad de ánimo y bondad de vida. (N. del T.)


121

Todos estamos obligados a llegar al mismo término; la suerte de cada uno de nosotros se encuentra en la urna para salir de ella tarde o temprano y hacernos pasar de la barca fatal al destierro eterno. HORACIO, Od. II, 3, 25. (N. del T.)

  

122

Es siempre amenazadora, como la roca de Tántalo. CICERÓN, de Finibus, I, 18. (N. del T.)

  

123

Ni los platos de Sicilia podrán despertar su paladar; ni los cánticos de las aves, ni los acordes de la lira podrán tampoco devolverle el sueño. HORACIO, Od., III, 1. 18. (N. del T.)

  

124

Preocúpase del camino, cuenta los días y mide su vida por la extensión de la ruta, vive sin cesar atormentado por la idea del suplicio que le espera. CLAUDIANO, in Ruf. II, 137. (N. del T.)

  

125

Puesto que en su torpeza quiere avanzar echándose atrás. LUCRECIO IV, 474. (N. del T.)

  

126

El hombre no puede prever nunca, por avisado que sea, el peligro que le amenaza a cada instante. HORACIO, Od., II, 13, 13. (N. del T.)

  

127

Consiento en pasar por loco o por inerte, siempre que el error me sea grato, o que yo no lo advierta, mejor que ser avisado y padecer con mi sapiencia. HORACIO, Epístolas, II, 2, 126. (N. del T.)

  

128

Persigue al que huye, y castiga sin piedad al cobarde que vuelve la espalda. HORACIO, Od., III, 18, 25. (N. del T.)

  

129

Es inútil que os cubráis de hierro y bronce; la muerte os atajará bajo vuestra armadura. PROPERCIO, III, 18, 25. (N. del T.)

  

130

Imagina que cada día es el último que para ti alumbra, y agradecerás el amanecer que ya no esperabas. HORACIO, Epíst. I, 4, 13. (N. del T.)


131

Cuando mi edad florida gozaba su alegre primavera. CATULO. LXVIII, 16. (N. del T.)

  

132

Muy pronto el tiempo presente desaparecerá y ya no podremos evocarle. LUCRECIO, III, 928. (N. del T.)

  

133

Ningún hombre es más frágil que los demás; ninguno tampoco está más seguro del día siguiente. SÉNECA, Epíst., 91. (N. del T.)

  

134

¿Por qué en una existencia tan corta formar tan vastos proyectos? HORACIO, Od., II, 16,17. (N. del T.)

  

135

¡Ay, infeliz de mí!, exclaman; un solo día, un instante fatal me roba todas las recompensas de la vida. LUCRECIO, III, 911. (N. del T.)

  

136

Partiré con el dolor de dejar sin acabar mis edificios suntuosos. VIRGILIO, Eneida, IV. 88. (N. del T.)

  

137

Quiero que la muerte me sorprenda en medio de mis trabajos. OVID., Amor, II, 10, 36. (N. del T.)

  

138

No añaden que la muerte aleja de nosotros el pesar de lo que abandonamos. LUCRECIO, III, 913. (N. del T.)

  

139

Antiguamente se acostumbraba a alegrar con homicidios los festines y a poner ante los ojos de los invitados combates horrorosos de gladiadores; a veces éstos caían en medio de las copas del banquete e inundaban las mesas con su sangre. SILIO ITÁLICO, XI, 51. (N. del T.)

  

140

¡Cuán pequeña es la parte que queda a un anciano en el festín de la vida! MAXIMIANO, vel PSEUDO-GALUS, I, 16. (N. del T.)


141

Ni la mirada cruel del tirano ni el ábrego furioso que revuelve los mares, nada puede alterar su firmeza, ni siquiera la mano terrible, la mano del tonante Júpiter. HORACIO, Od., III, 3, 3. (N. del T.)

  

142

Te cargaré de cadenas en pies y manos, te entregaré a un cruel carcelero. Algún dios me libertará en el momento que yo quiera. Ese dios, así lo creo, es la muerte: la muerte es; el término de todas las cosas. HORACIO, Epíst., I, 16, 76. (N. del T.)

  

143

Los mortales se prestan la vida por un momento; la vida es la carrera de los juegos sagrados en que la antorcha pasa de mano en mano. LUCRECIO, II, 75 78. (N. del T.)

  

144

La hora misma en que nacimos disminuye la duración de nuestra vida. SÉNECA, Hercul. fur, act. 3, coro, V, 874. (N. del T.)

  

145

Nacer es empezar a morir; el último momento de nuestra vida es la consecuencia del primero. MANILIO, Astronomic., IV, 16. (N. del T.)

  

146

¿Por qué no salís del festín de la vida como de un banquete cuando estáis hartos? LUCRECIO, III, 951. (N. del T.)

  

147

¿A qué querer multiplicar los días, que dejaríais perder lo mismo que los anteriores, sin emplearlos mejor? (N. del T.)

  

148

Vuestros nietos no verán sino lo que vieron vuestros padres. MANILIO, I, 529. (N. del T.)

  

149

El hombre da vueltas constantemente en el círculo que le encierra. LUCRECIO, III. 1093. (N. del T.)

  

150

El año comienza sin cesar de nuevo la ruta que antes ha recorrido. VIRGILIO, Geórgicas, II, 402. (N. del T.)


151

No puedo encontrar nada nuevo ni producir nada nuevo en vuestro favor; son y serán siempre los mismos placeres. LUCRECIO, III, 898. (N. del T.)

  

152

¿No sabéis que la muerte no dejará subsistir otro individuo idéntico a vosotros, que pueda gemir ante vuestra agonía y llorar ante vuestro cadáver? LUCRECIO, III, 898. (N. del T.)

  

153

Entonces no nos preocupamos de la vida ni de nuestra persona... entonces no nos queda ningún amargor de la existencia. LUCRECIO, 932, 935. (N. del T.)

  

154

La frase precedente es la traducción de estos dos versos de LUCRECIO, III,934. (N. del T.)

  

155

Considerad los siglos sin número que nos han precedido; ¿no son esos siglos para nosotros como si no hubieran existido jamás? LUCRECIO, III, 985. (N. del T.)

  

156

Las razas futuras van a seguiros. LUCRECIO, III, 981. (N. del T.)

  

157

Jamás la sombría noche ni la risueña aurora visitaron la tierra, sin oír a la vez los gritos lastimeros de la infancia en la cuna, y los suspiros del dolor exhalados ante un féretro. LUCRECIO, V, 579. (N. del T.)

  

158

Una imaginación robusta engendra por sí misma los acontecimientos. (N. del T.)

  

159

El texto de Montaigne parafrasea estos dos versos de LUCRECIO (IV, 1029), en las dos líneas que los preceden. (N. del T.)

  

160

Ifis pagó siendo muchacho las promesas que hizo cuando doncella. OVIDIO, Met., IX 793. (N. del T.)


161

Véase nota 791. (N. del T.)

  

162

Claudio, emperador romano. (N. del T.)

  

163

Montaigne parodia en este pasaje la forma de una oración forense. (N. del T.)

  

164

Es fama que los antiguos reyes de Francia tenían el privilegio de curar. (N. del T.)

  

165

Mirando los ojos de una persona que los tiene malos el mal se comunica a la que los mira, y las enfermedades pasan a veces de unos cuerpos a otros. OVIDIO, de Remedio amoris, V. 015. (N. del T.)

  

166

No sé quién fascina mis tiernos corderillos con su mirada maligna. VIRGILIO, Églog., III. 103. (N. del T.)

  

167

Un cuerpo no puede abandonar su naturaleza sin que deje de ser lo que antes era. LUCRECIO II, 752. (N. del T.)

  

168

La costumbre es en todo la maestra más hábil. PLINIO, Nat. Hist., XXVI. 2. (N. del T.)

  

169

Nada tan poderoso como la costumbre. Pasar la noche en medio de las nieves, abrasarse en los campos con el fuego de la lumbre solar, tal es la vida de los cazadores. Esos atletas que se magullan y despedazan con sus manoplas de hierro ni siquiera exhalan un solo gemido. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 17. (N. del T.)

  

170

Vergonzoso es para un físico, que debe investigar sin descanso los secretos de la naturaleza, el presentar como testimonios de la verdad lo que no es sino costumbre y prejuicio. CICERÓN, de Nat. deor., I, 30. (N. del T.)


171

Nada hay, por grande y digno de admiración que nos parezca, que poco a poco no veamos con tranquilidad mayor. LUCRECIO, III 1027. (N. del T.)

  

172

Hermoso es obedecer a las leyes de su país. Excerpta ex tragaed. graecis Hug. Grotio interpr.; 1626, en-4º, p. 937. (N. del T.)

  

173

¡Ay!, yo mismo soy la causa de cuantas desdichas sufro. OVIDIO, Epíst. Phyllidis Demophoonti, v. 48. (N. del T.)

  

174

El pretexto es honrado. TERENCIO, Andr., act. I, V. 144. (N. del T.)

  

175

¡Tan cierto es que obramos mal al cambiar las instituciones de nuestros padres! TITO LIVIO, XXIV, 54. (N. del T.)

  

176

Que más que a ellos este negocio interesaba a los dioses, los cuales, decían, sabrían impedir que su culto se profanara. TITO LIVIO, X, 6. (N. del T.)

  

177

¿Quién será capaz de no tributar el respeto debido a las cosas antiguas que nos fueron conservadas y transmitidas por los más evidentes testimonios? CICERÓN, de Divin., I, 40. (N. del T.)

  

178

En materia de religión me atengo a Tiberio Coruncanio, Publio Escipión, Publio Scévola, pontífices soberanos, y no a Zenón, Cleante ni Crisipo. CICERÓN, de Nat.deor., III, 2. (N. del T.)

  

179

Confiar en un hombre desleal es procurarle ocasión de hacer daño. SÉNECA, Edipo, acto III, v. 686. (N. del T.)

  

180

O que no fueran aplicadas por espacio de veinticuatro horas. (N. del T.)


181

Munchas veces la confianza que inspiramos a los demás hace que éstos nos procuren la suya. TITO LIVIO, XXII, 22. (N. del T.)

  

182

Luis XI. (N. del T.)

  

183

Apareció sobre un cerro rodado de césped, con el rostro intrépido; y sin que abrigara temor ninguno mereció ser temido. LUCANO, v. 316. (N. del T.)

  

184

Detesto sobre todas las cosas el sabor pedantesco. (N. del T.)

  

185

Odio a esos hombres incapaces de obrar, cuya filosofía desvanece en vanas sentencias. PACUVIO, ap. GELLIUM. (N. del T.)

  

186

Enseñaron a hablar a los demás, pero ellos no aprendieron. CICERÓN, Tusc, quaest., v. 36. (N. del T.)

  

187

No se trata de charlar, sino de conducir la nave. SÉNECA, Epíst. 108. (N. del T.)

  

188

[imagen en el original (N. del E.)]

  

189

Por eso dice Enio: «Inútil es la sabiduría que no es al sabio provechosa.» Apud CIC., de Offic., III, 15. (N. del T.)

  

190

Si es avaro, si es embustero, si es flojo y afeminado. JUVENAL, VIII, 14. (N. del T.)


191

Porque no basta alcanzar la sabiduría, es preciso saber usar de ella. CICERÓN, de Finibus, I, 1. (N. del T.)

  

192

Nobles patricios que carecéis del don de ver lo que acontece detrás de vosotros, cuidad de que aquellos a quienes menospreciáis no se rían a expensas vuestras. PERSIO, I, 61. (N. del T.)

  

193

Que Prometeo formó de mejor barro y dotó de más felices disposiciones. JUVEN, XIV, 34. (N. del T.)

  

194

[imagen en el original (N. del E.)]

  

195

No se nos adoctrina para la vida, se nos instruye sólo para la escuela. SÉNECA, Epíst. 106. (N. del T.)

  

196

De modo que hubiera sido preferible no aprender nada. CICERÓN, Tusc. quaest, II, 4. (N. del T.)

  

197

Desde que los doctos pululan entre nosotros, los hombres honrados se eclipsaron. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)

  

198

De la escuela de Aristipo salían hombres intemperantes, y de la de Zenón salvajes. CICERÓN, de Nat. deor., III, 81. (N. del T.)

  

199

La autoridad de los que enseñan perjudica a veces a los que quieren aprender. CICERÓN, de Nat. acor., 1, 5. (N. del T.)

  

200

Se mantienen en tutela permanente. SÉNECA, Epíst., 33. (N. del T.)


201

De la propia suerte que saber, también el dudar es meritorio. DANTE, Infierno, cant. XI, v. 93. (N. del T.)

  

202

Que no tenga otro techo que el firmamento; que viva rodeado de alarmas. HORACIO, Od., III, 2, 5 (N. del T.)

  

203

El trabajo os endurece al dolor. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 15. (N. del T.)

  

204

Se puede ser sabio con modestia, sin orgullo. SÉNECA, Epíst. 103. (N. del T.)

  

205

Porque Aristipo o Sócrates no respetaron siempre las costumbres de su país, sería un error suponer que vosotros podéis imitarlos. Su mérito trascendental y casi divino autorizaba esa libertad. CICERÓN, Acad., II, 41. (N. del T.)

  

206

Qué región está amortecida por el frío o abrasada por el sol; qué viento propicio empuja las naves a Italia. PROPERCIO, IV, 3. 39. (N. del T.)

  

207

Lo que puede desearse: cuáles daten ser los servicios que el dinero ha de procurar; cuáles son los deberes para con la patria y para con la familia; qué es lo que Dios ha querido que el hombre fuese sobre la tierra y qué lugar le ha asignado en el mundo, lo que somos y con qué designio nos dio el ser. PERSIO, III, 69. (N. del T.)

  

208

Y de qué modo debemos evitar, o soportar, las penalidades de la vida. VIRGILIO, Eneida, II, 459. (N. del T.)

  

209

Determinate a ser virtuoso, empieza; diferir la mejora de la propia conducta, es imitar la simplicidad del viajero que, encontrando un río en su camino, aguarda que el agua haya pasado; el río corre y correrá eternamente. HORACIO, Epíst., II, 1, 40. (N. del T.)

  

210

Cuál es la influencia del signo de Piscis, del León inflamado y la de Capricornio, que se sumerge en la mar occidental. PROPERCIO, IV, 1, 89. (N. del T.)


211

¿Qué importan las Pléyades ni la constelación del Boyero? ANACREONTE, Od. XVII, 10. (N. del T.)

  

212

[imagen en el original (N. del E.)]

  

213

Los sufrimientos de un espíritu intranquilo surgen al exterior de la propia suerte que la alegría, el semblante refleja esas diversas afecciones del alma. JUVENAL, IX, 18. (N. del T.)

  

214

Términos de la antigua escolástica. (N. del T.)

  

215

La arcilla está todavía húmeda y blanda: apresurémonos; en seguida, sin perder momento, moldeémosla en la rueda. PERSIO, III, 2. (N. del T.)

  

216

Jóvenes y ancianos, aprovechad de ahí la lección para ordenar vuestra conducta; aprovisionaos para cuando llegue el triste invierno de la vida. PERSIO, V. 64. (N. del T.)

  

217

Es igualmente útil a los pobres que a los ricos; jóvenes y viejos no la abandonarán sin arrepentimiento. HORACIO, Epíst., I, 1, 25. (N. del T.)

  

218

Hay gran diferencia entre no querer y no saber practicar el mal. SÉNECA. Epíst., 90. (N. del T.)

  

219

Aristipo supo acomodarse a todos los estados y a todas las fortunas. HORACIO, Epíst., I, 17, 23. (N. del T.)

  

220

Admirará a quien no se avergüence de sus andrajos; a quien mude de fortuna sin inmutarse; a quien en la próspera lo mismo que en la adversa guarde la actitud del varón fuerte. HORACIO, Epíst., I. 17, 25. (N. del T.)


221

Antes bien por sus costumbres que por sus estudios consagráronse a la primera de todas las artes, al arte de bien vivir. CICERÓN, Tusc. quaest., IV, 3. (N. del T.)

  

222

Si lo que sabe le sirve no de vana ostentación, sino para el ordenamiento de sus costumbres; si a sí mismo se obedece y obra con arreglo a sus principios. CICERÓN, Tusc. quaest, II 4. (N. del T.)

  

223

El dialecto hablado en Bérgamo era considerado en tiempo de Montaigne como el más tosco de toda Italia. (N. del T.)

  

224

Lo que bien se concibe se expresa claramente y las palabras para enunciarlo llegan a los labios sin dificultad. HORACIO, Art. poét., v. 311. (N. del T.)

  

225

Cuando las ideas imprimen su huella en el espíritu, las palabras surgen copiosamente. SÉNECA, Cotrovers., III, praem. (N. del T.)

  

226

Las Ideas arrastran las palabras. CICERÓN, de Finibus, III, 6. (N. del T.)

  

227

Sus versos son descuidados, pero al poeta no lo falta inspiración. HORACIO. Sat., I, 4, 8. (N. del T.)

  

228

Separad de ellos el ritmo y la medida, cambiad el orden de las palabras, y todavía encontraréis al poeta en esos miembros dispersos. HORACIO, Sat., I, 4, 58. (N. del T.)

  

229

El ruido sobrepasa a las ideas. SÉNECA, Epíst., 40. (N. del T.)

  

230

Esos sofismas confusos y espinosos. CICERÓN, Acad., II, 24. (N. del T.)


231

O que no eligen las palabras para expresar las ideas, sino que buscan fuera de propósito cosas a que las palabras puedan convenir. QUINTILIANO, VIII, 3. (N. del T.)

  

232

Que por no desperdiciar una expresión de su agrado se internan en un terreno en que no el tenían propósito de penetrar. SÉNECA, Epíst. 59. (N. del T.)

  

233

Que la expresión impresione y gustará de seguro. Epitafio de Lucano, citado en la Biblioteca latina de Fabricio, II, 10. (N. del T.)

  

234

La verdad debe hablar en lenguaje seguro y sin ornatos. SÉNECA, Epíst., 75. (N. del T.)

  

235

Quien se exprese con afectación es seguro que cansará y fastidiará. SÉNECA, Epíst., 75. (N. del T.)

  

236

Apenas contaba yo entonces doce años. VIRGILIO, Églog., XXIV, 24. (N. del T.)

  

237

Expone su proyecto al actor trágico Aristón. Era éste un hombre distinguido por su cuna y sus riquezas, y el ejercicio de su arte no le privaba de la estima de sus conciudadanos, pues entre los griegos nada tiene de deshonroso. TITO LIVIO, XXIV, 24. (N. del T.)

  

238

Como el peso inclina necesariamente la balanza, así la evidencia arrastra nuestro espíritu. CICERÓN, Acad., II, 2, 12. (N. del T.)

  

239

Sueños, mágicas visiones, milagros, brujas, apariciones nocturnas, y otros portentos de la Tesalia. HORACIO, Epíst., II, 208. (N. del T.)

  

240

Cansados y hartos de contemplar el espectáculo de los cielos, no nos dignamos ya levantar los ojos hacia esos palacios de luz. LUCRECIO, II, 1037. (N. del T.)


241

Si merced a una aparición repentina, estas maravillas impresionaran nuestros ojos por vez primera, ¿a qué podríamos compararlas en la naturaleza? Antes de haberlas visto, nada semejante hubiéramos podido imaginar. LUCRECIO, II, 1021. (N. del T.)

  

242

Un río parece caudaloso a quien no ha visto nunca otro más grande; lo propio acontece con un árbol, con un hombro y con todas las cosas, cuando nada mayo se vio de la misma especie. LUCRECIO, VI, 614. (N. del T.)

  

243

Familiarizado nuestro espíritu con los objetos que a diario impresionan nuestra vista, no los admira en modo alguno, ni pretende para nada investigar sus causas. CICERÓN, de Nat. deor, II, 38. (N. del T.)

  

244

Aun cuando no los acompañara ningún viso de razón, persuadiríanme por su exclusiva autoridad. CICERÓN, Tusc. quaest., I, 21. (N. del T.)

  

245

La parte superior es una mujer hermosa, y el resto el cuerpo de un pez. HORACIO, Arte poética, v. 4. (N. del T.)

  

246

Conocido yo mismo por mi afección paternal hacia mis hermanos. HORACIO. Od., II. 2, 6. (N. del T.)

  

247

No soy desconocido a la diosa que mezcla una dulce amargura con las penas del amor. CATULO, LXVIII, 17. (N. del T.)

  

248

Así en medio de los fríos y los calores el cazador va en seguimiento de la liebre, al través de montañas y valles; mientras le escapa desea darla alcance, y cuando la coge ya no hace caso de ella. ARIOSTO, canto X, estanc. 7. (N. del T.)

  

249

¿En qué consiste ese amor amistoso?¿Cómo no busca su objeto en un joven sin belleza ni tampoco en un viejo guapo? CICERÓN, Tusc. quaest., V, 34. (N. del T.)

  

250

El amor es el deseo de alcanzar la amistad de una persona que nos atrae por su belleza. CICERÓN, Tusc. quaest., IV, 34. (N. del T.)


251

La amistad no puede ser sólida sino en la madurez de la edad y en la del espíritu, CICERÓN, de Amicit., c. 20. (N. del T.)

  

252

Tal es mi procedimiento; seguid vosotros el vuestro. TERENCIO, Heautont, act. I, esc. 1, v. 28. (N. del T.)

  

253

Mientras la razón no me abandone, nada encontraré comparable a un amigo cariñoso. HORACIO, Sat., I, 5, 44. (N. del T.)

  

254

¡Día fatal que debo llorar, que debo honrar toda mi vida, puesto que tal ha sido, oh dioses inmortales, vuestra suprema voluntad! VIRGILIO, Eneida, V, 49. (N. del T.)

  

255

Y yo creo que ningún placer debe serme lícito ahora que ya no existe aquel con quien todo lo compartía. TERENCIO, Heautont, act. I, esc. 1, v. 97. (N. del T.)

  

256

Puesto que un destino cruel me ha robado prematuramente esta dulce mitad de mi alma, ¿qué hacer de la otra mitad separada de la que para mí era mucho más cara? El mismo día nos hizo desgraciados a los dos. HORACIO. Od., II, 17, 5. (N. del T.)

  

257

Antes me avergüence de mí mismo, que deje de verter lágrimas por un amigo tan entrañable. HORACIO, I, 24, 1. (N. del T.)

  

258

¡Oh hermano mío, qué desgracia para mí la de haberte perdido! Tu muerte acabó con todos nuestros placeres. ¡Contigo se disipó toda la dicha que me procuraba tu dulce amistad; contigo toda mi alma está enterrada! ¡Desde que tú no existes he abandonado las musas y todo lo que formaba el encanto de mi vida!... ¿No podré ya hablarte ni oír el timbre de tu voz? ¡Oh, tú que para mí eras más caro que la vida misma!, ¡oh, hermano mío! ¿No podré ya verte más? ¡Al menos me quedará el consuelo de amarte toda mi vida! CATULO, LXVIII, 20, LXV, 9. (N. del T.)

  

259

Los veintinueve sonetos de La Boëtie, del capítulo siguiente. (N. del T.)

  

260

Diana, vizcondesa de Louvigni, llamada la hermosa Corisanda de Andouins. En 1567 casó con Filiberto, conde de Grammont y de Guiche, muerto en el cerco de La Fère en 1580. (N. del T.)


261

Los veintinueve sonetos de Esteban de la Boëtie seguían a esta dedicatoria. Fueron publicados en la primera edición de los Ensayos, que apareció en Burdeos en 1580; en la de Juan Richer, París, 1587, y en la de Abel l'Angelier, en 4.º, París, 1588.

Estos versos son a manera de elegías amorosas, en las que se ve que su autor ha querido imitar a Petrarca.

Habiéndoles hecho imprimir Montaigne en las obras de su amigo, él mismo juzgó que no debían aparecer ya en los Ensayos, y con su propia mano los suprimió en el ejemplar que había de servir para la nueva edición que preparaba, escribiendo al margen: estos versos se verán en otra parte. Coste y otros editores, sin embargo, creyeron deber conservarlos, sin que tuvieran mucha razón para ello. M. Najeon escribió de los sonetos del amigo de Montaigne: «que no merecían ser reimpresos, porque tampoco merecían ser leídos.» (A. D.)

  

262

El sabio no es ya sabio, y el tono es ya justo, el amor que a la virtud profesan es exagerado. HORACIO, Epíst., I, 6, 15. (N. del T.)

  

263

Nosotros mismos trabajamos para aumentar la miseria de nuestra condición. PROPERCIO, III, 7, 44. (N. del T.)

  

264

Dícese que en lo antiguo estas tierras eran un mismo continente; por un empuje violento las separó el mar embravecido. VIRGILIO, Eneida, III, 414 y sig. (N. del T.)

  

265

Una laguna, estéril mucho tiempo, que hendían los remos de la barca, conoce hoy el arado y alimenta las ciudades vecinas. HORACIO, Arte poética, v. 65. (N. del T.)

  

266

La hiedra crece sin cultivo; el árbol no es nunca más frondoso que cuando prospera en los abismos solitarios... el canto de las aves es más dulce sin el concurso del arte. PROPERCIO, I, 2, 10 y sig. (N. del T.)

  

267

Hombres son éstos que salen de las manos de los dioses. SÉNECA, Epíst. 90. (N. del T.)

  

268

Tales fueron las primitivas leyes de la naturaleza. VIRGILIO, Geórg., II, 20. (N. del T.)

  

269

Cuéntase que los vascones prolongaron la vida nutriendose con carne humana. JUVENAL, Sát., XV, 93. (N. del T.)

  

270

La sola victoria verdadera es la que fuerza al enemigo a declararse vencido. CLAUDIANO, de sexto Consulatu Honorii, v. 218. (N. del T.)


271

Si cae en tierra combate de rodillas. SÉNECA, de Providentia, c. 2. (N. del T.)

  

272

Y todas las gentes de igual categoría. HORACIO, Sát., I, 2, 2. (N. del T.)

  

273

¿Quién es el hombre capaz de conocer los designios de Dios, o de imaginar la voluntad del Señor? Libro de la Sabiduría, IX, 13. (N. del T.)

  

274

[H y imagen en el original (N. del E.)]

  

275

[imagen y  imagen en el original (N. del E.)]

  

276

[imagen en el original (N. del E.)]

  

277

O una vida tranquila o una muerte feliz. Hermoso es morir cuando la vida es un oprobio; vale más dejar de existir que vivir en la desdicha. (N. del T.)

  

278

Obligada a renunciar a los abrazos de su nuevo esposo antes de que las largas noches de uno o dos inviernos saciaran la avidez de su amor. CATULO, LXVIII, 81. (N. del T.)

  

279

La fortuna es más avisada que la razón. (N. del T.)

  

280

Y que por esta razón casi todos los seres están provistos de cuero, pelo, conchas, corteza o callosidades. LUCRECIO, IV, 936. (N. del T.)


281

Que con la cabeza descubierta desafiaba las lluvias más copiosas y las tempestades más violentas. SILIO ITÁLICO, I, 250. (N. del T.)

  

282

El vino helado retiene la forma de la vasija que lo contiene; allí no se bebe líquido, sino que se distribuye en pedazos. OVIDIO, Trist., III, 10, 23. (N. del T.)

  

283

Hoy Mar de Azot. (N. del T.)

  

284

Hay gentes que no aconsejan más que lo que creen poder imitar. CICERÓN, Tusc. quaest., I, 11. (N. del T.)

  

285

Creen que la virtud no es más que una palabra vana, como tampoco ven otra cosa que leña para el horno en un bosque sagrado. HORACIO, Epíst. I, 6, 31. (N. del T.)

  

286

La virtud, que debieran respetar, aun cuando no pudieran comprenderla. CICERÓN, Tusc. quaest., V, 2. (N. del T.)

  

287

Que Catón sea durante toda su vida aun mayor que César. MARCIAL, VI, 32. (N. del T.)

  

288

Y el indomable Catón domó la muerte. MANILIO, Astron, IV, 87. (N. del T.)

  

289

Los dioses son favorables a César, pero Catón sigue a Pompeyo. LUCANO, I, 118. (N. del T.)

  

290

Todo el mando postrado a sus pies, menos el altivo Catón. HORACIO, Od., II,1. 23. (N. del T.)


291

Y Catón que les dicta leyes. VIRGILIO, Eneida, VIII, 670. (N. del T.)

  

292

Así el alma oculta sus secretos movimientos, adoptando una apariencia contraria a su estado: triste bajo un semblante, alegre, alegre bajo un semblante triste. PETRARCA, fol. 23 de la edic. de Gab. Giolito. (N. del T.)

  

293

Desde el momento que creyó poder mostrarse sensible a las desgracias de su yerno sin correr ningún peligro, derramó unas cuantas lágrimas forzadas y arrancó algunos gemidos de un corazón lleno de alegría. LUCANO, IX, 1037. (N. del T.)

  

294

Las lágrimas de un heredero no son sino risas que la máscara oculta. PUBLIO SIRIO, apud A. GELLIUM, XVIII, 14. (N. del T.)

  

295

¿Es acaso Venus odiosa a las recién casadas?, ¿o se burlan éstas de sus padres simulando lágrimas que derraman en abundancia en el umbral de la cámara nupcial? ¡Qué yo muera si tales lloros son sinceros! CATULO, LXVI, 15. (N. del T.)

  

296

El sol, manantial fecundo de luz, inunda el cielo con un resplandor sin cesar renaciente, remplazando de continuo sus rayos con nuevos rayos. LUCRECIO, V, 282. (N. del T.)

  

297

Nada tan activo como el alma en sus concepciones o su sus actos; entonces es más movible que todo cuanto la naturaleza pone ante nuestros ojos. LUCRECIO, III, 183. (N. del T.)

  

298

Los hombres de bien son raros, apenas podrían contarse tantos como puertas tiene Tebas o embocaduras el Nilo JUVENAL, XIII, 26. (N. del T.)

  

299

No son las hermosas soledades que dominan la extensión de los mares las que disipan las penas: mas sí la razón y la prudencia. HORACIO, Epíst., III, 1, 40. (N. del T.)

  

300

Las penas montan a la grupa y galopan con nosotros. HORACIO, Od. III, 1, 40. (N. del T.)


301

El dardo mortal queda en el flanco. VIRGILIO, Eneida, IV, 13. (N. del T.)

  

302

¿Por qué ir en busca de regiones alumbradas por otro sol? ¿Acaso basta para huirse así mismo el huir de su país? HORACIO, Od. II, 16, 18. (N. del T.)

  

303

He roto mis ligaduras, me diréis. ¿Pero acaso el perro que después de prolongados esfuerzos logra por fin escapar, no lleva casi siempre consigo buen trozo de su cadena? PERSIO, Sát., V, 158. (N. del T.)

  

304

Si nuestra alma no está bien gobernada, ¡cuántos son los combates que tenemos que sostener y cuántos los peligros que tenemos que afrontar! ¿Qué cuidados, qué temores, qué inquietudes no desgarran al hombre víctima de sus pasiones? ¿Qué estragos no producen en su alma el orgullo, la licencia, la cólera, el lujo y la ociosidad? LUCRECIO, V, 44. (N. del T.)

  

305

Montaigne traduce este verso antes de citarlo. (N. del T.)

  

306

Sé un mundo para ti mismo en solitarios lugares. TIBULO, IV, 13, 12. (N. del T.)

  

307

¿Es posible que el hombre vaya a obstinarse en amar alguna cosa más que a sí mismo? TERENCIO, Adelfos, act. I, esc. l, verso 13. (N. del T.)

  

308

No es frecuente profesarse a sí mismo todo el respeto necesario. QUINTILIANO, X, 7. (N. del T.)

  

309

En cuanto a mí, aun cuando no pueda encontrarme en situación más holgada, me conformo con poco y enaltezco, la apacible medianía: si mi suerte mejora, digo que nadie aventaja en dicha ni en prudencia a aquellos cuyas rentas están fundamentadas en la posesión de hermosas tierras. HORACIO, Epíst., I, 15, 42. (N. del T.)

  

310

Intenten mejor hacerse superiores a las cosas que ser esclavos de ellas. HORACIO, Epíst., I, 1, 19. (N. del T.)


311

Los ganados pastaban las mieses de Demócrito, mientras su espíritu, separado de su cuerpo, viajaba por el espacio. HORACIO, Epíst., I, 12, 12. (N. del T.)

  

312

¡Pues qué!, ¿vuestra ciencia no significa nada, si no se conoce de antemano que estáis dotados de ella? PERSIO, Sát., I, 23. (N. del T.)

  

313

PROPERCIO, II, 25, 38. (N. del T.)

  

314

Paseándome en silencio por los bosques, y ocupándome en todo aquello que merece los cuidados de un hombre cuerdo y virtuoso. HORACIO, Epíst., I, 4, 4. (N. del T.)

  

315

Gocemos; sólo los días que consagramos al placer nos pertenecen. Muy pronto no serás más que un puñado de ceniza, una sombra, una ficción. PERSIO, Sát., V, 151. (N. del T.)

  

316

Viejo caduco, ¿trabajas sólo para distraer la ociosidad del pueblo? PERSIO, Sát., I, 22. (N. del T.)

  

317

Llenad vuestro espíritu de nobles imágenes. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 22. (N. del T.)

  

318

Que derribe por tierra al enemigo que le hace frente; que perdone al que está y por tierra. HORACIO, Carm. saecul., v. 51. (N. del T.)

  

319

Hablen otros con elocuencia; armados del compás midan otros la ruta de los astros, cuanto a él le basta con saber gobernar los imperios. VIRGILIO, Eneida, VI, 849. (N. del T.)

  

320

Un ordenamiento simétrico es cosa indigna del hombre. SÉNECA, Epíst. 115. (N. del T.)


321

¡Oh muerte!, ¡pluguiera a los dioses que desdeñaras visitar a los cobardes y que la virtud sola pudiera alcanzarte! LUCANO. IV, 580. (N. del T.)

  

322

¡Cuántas veces corren hacia una muerte segura no ya sólo los generales, sino ejércitos enteros! CICERÓN, Tusc. quaest., I, 37. (N. del T.)

  

323

Si la impresión de nuestros sentidos no es verdadera, la razón tampoco lo es. LUCRECIO, IV, 486. (N. del T.)

  

324

Lo ha sido o lo será; nada de presente hay en ella. Menos cruel es estar ya muerto que hallarse esperando el fin de la vida. (N. del T.)

  

325

La muerte no es un mal sino por lo que la sigue. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, I, 11. (N. del T.)

  

326

La virtud ansía el peligro. SÉNECA, de Providentia, c. 4. (N. del T.)

  

327

No es con la alegría y los placeres, con los juegos y las carcajadas, ordinario séquito de la frivolidad, como se es dichoso; las almas austeras encuentran la felicidad en la constancia y en la firmeza. CICERÓN, de Finibus, I, 10. (N. del T.)

  

328

La virtud es tanto más dulce cuanto mayores esfuerzos nos cuesta. LUCANO, IX, 404. (N. del T.)

  

329

Recuerda que los grandes dolores acaban con la muerte; que los sufrimientos morales dejan intervalos tranquilos, y que somos capaces de dominar los medianos. Cuando éstos sean tolerables los soportaremos pacientemente; si se asemejan a un lugar que nos enoja, saldremos de él como se sale de un teatro. CICERÓN. (N. del T.)

  

330

Cuanto más el hombre se deja dominar por el dolor, más éste lo atormenta. SAN AGUSTÍN, de Civil. Dei, I, c. 10. (N. del T.)


331

Jamás la naturaleza podrá ser vencida por la costumbre, porque aquélla es invencible; mas entre nosotros se halla corrompida por la molicie, los deleites, la ociosidad y la indolencia. La idea de la naturaleza ha sido falseada por opiniones erróneas y por hábitos detestables. CICERÓN, Tusc. quest., V, 72. (N. del T.)

  

332

El último de los gladiadores ¿gimió alguna vez o cambió de fisonomía? ¡Qué arte en su caída misma para ocultar la vergüenza a los ojos del circo! Derribado ya, a los pies de su adversario, ¿vuelve siquiera la cabeza al ordenársele recibir el golpe mortal? CICERÓN, Tusc. quaest., II, 17. (N. del T.)

  

333

Hay quien tiene el valor de arrancarse los cabellos grises y de sacarse tiras de la cara para que le salga un cutis nuevo. TIBULO I, 8, 45. (N. del T.)

  

334

Por donde puede verse que la aflicción no es un efecto de la naturaleza, sino de nosotros mismos. CICERÓN, Tusc. quaest., III, 28. (N. del T.)

  

335

Pueblo feroz, no juzgaba posible la vida sin los combates. TITO LIVIO, XXXV, 17. (N. del T.)

  

336

Al través de tantos mares tempestuosos. CATULO, IV, 18. (N. del T.)

  

337

Y de la propia suerte que tiene el brillo del cristal con igual facilidad se quiebra. Ex Mimis Publii Syri. (N. del T.)

  

338

Cada cual es el artífice de su propia fortuna. SALUSTIO, de Rep. ordin., I, 1. (N. del T.)

  

339

Nada hay más digno de compasión que la indigencia en el seno de las riquezas. SÉNECA, Epíst. 74. (N. del T.)

  

340

La riqueza consiste en no estar ávido de tesoros; constituye una renta no hallarse dominado por la pasión de comprar. CICERÓN, Paradox, VI, 3. (N. del T.)


341

La abundancia es el fruto de las riquezas, y la prueba de la abundancias el contentamiento con lo que se osee. CICERÓN, Paradox., VI. (N. del T.)

  

342

Nuestras almas se debilitan lo mismo con el dolor que con el placer; nada tienen de vigoroso ni de sólido, y nos arranca gritos hasta la picadura de una avispa... El toque está en saber tener imperio sobre sí mismo. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 22. (N. del T.)

  

343

La fama, cuya dulce voz trastorna a los soberbios mortales y que les parece tan encantadora, no es sino un eco, un sueño, o más bien la sombra de un sueño que se desvanece y disipa en un momento. TASSO, Jerusalén, canto XVI, estancia 63. (N. del T.)

  

344

Porque no cesa de tentar hasta a los mismos que progresaron en la virtud. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, V, 15. (N. del T.)

  

345

Como se ve por ejemplos que siguen, Montaigne habla en este capítulo de las excepciones a lo que deja sentado en el epígrafe anterior, es decir, de algunos personajes cuya generosidad fue tan rara que de su propia gloria hicieron presente a los demás o que la sacrificaron en beneficio ajeno. (N. del T.)

  

346

Los postreros en llegar al combate semejan haber decidido solos la victoria. TITO LIVIO, XXVII, 45. (N. del T.)

  

347

¡Cuán superior puede ser un hombre a otro! TERENCIO, Eunuco, act. II, esc. 3, v. 1. (N. del T.)

  

348

Se estima un corcel arrogante y animoso, que muestra en la carrera su vigor hirviente; a quien nunca abate la fatiga, y que sobre la plata cubriose mil veces con el polvo que levantó su casco. JUVENAL, XIII, 57. (N. del T.)

  

349

Cuando los príncipes compran sus caballos acostumbran a examinarlos cubiertos, temiendo que si por ejemplo un animal tiene los remos defectuosos y hermoso el semblante, como acontece con frecuencia, el comprador no se deje seducir por la redondez de la grupa, la delicada cabeza o por el cuello levantado y apuesto. HORACIO, Sát., I, 2, 36. (N. del T.)

  

350

¿Es virtuoso y dueño de sus acciones?, ¿sería capaz de afrontar la indigencia, la esclavitud y la muerte?, ¿sabe resistir el empuje de sus pasiones y menospreciar los honores? Encerrado consigo mismo y semejante a un globo perfecto a quien ninguna aspereza impide rodar, ¿ha logrado que nada en su existencia dependa de la fortuna? HORACIO, Sát., II, 7, 83. (N. del T.)


351

El hombre prudente labra su propia dicha. PLAUTO, Trinummus, acto II, esc. II, v. 48. (N. del T.)

  

352

Oíd la voz de la naturaleza. ¿Qué es lo que de vosotros solicita?, un cuerpo exento de dolores; un alma libre de terrores o inquietudes. LUCRECIO, II, 16. (N. del T.)

  

353

Porque en sus dedos brillan engastadas en el oro las esmeraldas más grandes y del verde más deslumbrador; porque va siempre ataviado con ricas vestiduras al disfrutar sus vergonzosos placeres. LUCRECIO, IV, 1123. (N. del T.)

  

354

La felicidad del hombre cuerdo reside en él mismo. La exterior no es más que una dicha superficial y pasajera. SÉNECA, Epíst. 115. (N. del T.)

  

355

Ni los amontonados tesoros, ni las cargas consulares pueden libertarle de las agitaciones de su espíritu, ni de los cuidados que revolotean bajo sus artesonados techos. HORACIO, Od., III 16, 9. (N. del T.)

  

356

El temor y las preocupaciones, inseparable cortejo de la vida humana, no se asustan del estrépito de las armas; muéstranse ante la corte de los reyes, y sin respetos hacia el trono se sientan a su lado. LUCRECIO, II, 47. (N. del T.)

  

357

La fiebre nos os abandonará con mayor premura por estar tendidos sobre la púrpura, o sobre tapiz rico y costoso. Con la misma fuerza os dominará que el estuvierais acostados en plebeyo lecho. LUCRECIO, II, 34. (N. del T.)

  

358

Que las doncellas se lo disputen, que por doquiera nazcan las rosas bajo sus plantas. PERSIO, II, 38. (N. del T.)

  

359

Estas cosas son lo que su poseedor las trueca: bienes, para quien de ellas sabe hacer un uso acertado; males, para quien no. TERENCIO, Heautont, acto I, esc. III, v.21. (N. del T.)

  

360

Esta soberbia casa, estas tierras dilatadas, estos montones de oro y plata ¿alejan las enfermedades y los cuidados de su dueño? Para disfrutar de lo que se posee precisa encontrarse sano de cuerpo y de espíritu. Para quien se encuentra atormentado por el temor y el deseo, todas esas riquezas son como el calor para un gotoso, o como la pintura para aquel cuya vista no puede soportar la luz. HORACIO. Epíst., I, 2, 47. (N. del T.)


361

Todo cubierto de plata, todo resplandeciente de oro. TIBULO, I, 2, 70. (N. del T.)

  

362

¿Tienes el estómago en regla y el pecho robusto? ¿Te encuentras libre del mal de gota? Las riquezas de los reyes no podrían añadir ni un ápice a tu bienandanza. HORACIO, Epíst., I, 12, 5. (N. del T.)

  

363

Vale más obedecer tranquilamente que echarse a cuestas la pesada carga de los negocios públicos. LUCRECIO, V, 11126 (N. del T.)

  

364

El amor disgusta cuando recibe buen trato. Es un alimento grato, cuyo exceso daña. OVIDIO, Amor., II, 19, 25. (N. del T.)

  

365

Los grandes gustan de la variedad; bajo la humilde techumbre de pobre una comida frugal aleja los cuidados de sus pechos. HORACIO, Od., III, 29, 13. (N. del T.)

  

366

Pocos hombres están sujetos a la servidumbre; muchos más son los que a ella se entregan voluntariamente. SÉNECA, Epíst. 22 (N. del T.)

  

367

La ventaja mayor de la realeza consiste en que los pueblos están obligados no sólo a soportarla, sino también a alabar las acciones de sus soberanos. SÉNECA, Thyest, 1, acto II, esc. I, v. 30. (N. del T.)

  

368

No conocía los límites que deben sujetar los deseos; ignoraba hasta dónde puede llegar el placer verdadero. LUCRECIO, V, 1431. (N. del T.)

  

369

Cada cual se prepara a sí mismo su destino. CORN. NEP. Vida de. (N. del T.)

  

370

Todo cuanto los príncipes hacen diríase que lo ordenan a los demás. QUINTILIANO, Deciam., 3, p. 48, edic. de 1665. (N. del T.)


371

Tuvo lugar en 1552, reinando Carlos IX, y fue ganada bajo el mando del duque de Guisa. (N. del T.)

  

372

Según el Diccionario de Trévoux en lo antiguo se llamaba Guillermo en Francia a las personas de que no se hacia gran caso. (N. del T.)

  

373

Menage en su Diccionario etimológico dice que se llamó a Duguesclin de catorce maneras distintas: du Guécliu, du Gayaquin, du Guesquin, Guesquinius, Guesclinius, Guesquinas, etc. (N. del T.)

  

374

No se trata aquí de un premio de poca monta. VIRGILIO, Eneida, XII, 784. (N. del T.)

  

375

Antonio Escalin era su nombre verdadero. (N. del T.)

  

376

¿Acaso pensáis que todo eso puede interesar a las frías cenizas y a los manes que la tierra cubre? VIRGILIO, Eneida. IV, 34. (N. del T.)

  

377

Ante mi gloria Esparta abatió su orgullo. (Este verso, traducido del griego por Cicerón (Tuscul., V, 17), es el primero de los cuatro que se pusieron en el pedestal de la estatua de Epaminondas.) (N. del T.)

  

378

Desde que la aurora aparece hasta que el sol se oculta no hay un guerrero cuya frente esté cubierta de tan nobles laureles. CICERÓN, Tusc. V, 17. (N. del T.)

  

379

¡He aquí la esperanza que inflamó a los generosos griegos, a los romanos y a los bárbaros, y lo que les hizo sufrir mil penalidades y afrontar mil peligros: tan evidente es que el hombre está más sediento de gloria que de virtud. JUVENAL, Sát. X, 137. (N. del T.)

  

380

[imagen en el original (N. del E.)]


381

HOMERO, Iliada, XX, 249. (N. del T.)

  

382

Aníbal venció a los romanos, mas no acertó a sacar partido de la victoria. PETRARCA, tercera parte de los sonetos, fol. 141, edic. de Gabriel Giolito. (N. del T.)

  

383

Felipe II. (N. del T.)

  

384

Cuando el hado lo arrastra todo, cuando todo cede ante el terror. LUCANO VII, 734. (N. del T.)

  

385

Ciudad del Epiro. (N. del T.)

  

386

El que desafía la muerte casi nunca la recibe sin causarla. LUCANO, IV, 275. (N. del T.)

  

387

A veces la imprudencia triunfa y la mesura nos engaña; con frecuencia la fortuna no brinda con sus favores a los más dignos; diosa inconstante revolotea aquí y allá a tenor de sus caprichos. La causa de ello es que existe un poder superior que nos domina, del cual dependen todas las criaturas. MANILIO, IV, 95. (N. del T.)

  

388

Como aquellos de nuestros jinetes que saltan de un caballo a otro, los númidas acostumbraban a llevar dos corceles; completamente armados, en lo más recio del combate, se lanzaban del animal cansado al de refresco. ¡Tan grandes eran su agilidad y la docilidad de sus caballos! TITO LIVIO, XXIII, 29. (N. del T.)

  

389

En el cual, sin ningún género de duda, sobresalían los romanos. Tito Livio, IX, 22, (N. del T.)

  

390

Ordena que se haga entrega de las armas, caballos y rehenes. De Belle Gallico, VII, 11. (N. del T.)


391

Nadie pensaba en huir; vencedores y vencidos avanzaban, combatían, herían y morían juntos. VIRGILIO, Eneida, X, 756. (N. del T.)

  

392

Los primeros gritos y la arremetida primera deciden la victoria. TITO LIVIO, XXV, 41. (N. del T.)

  

393

Cuando se encomienda a los vientos el cuidado de encaminar los disparos. (N. del T.)

  

394

Semejante al rayo la falárica hendía el aire produciendo un terrible silbido. VIRGILIO, Eneida, IX, 705. (N. del T.)

  

395

Acostumbrados a arrojar al mar las redondeadas piedras de sus riberas, y a lanzar proyectiles desde una gran distancia a un círculo reducido, herían a sus enemigos no sólo en la cabeza, sino en el sitio del semblante que les placía. TITO LIVIO, XXXVIII, 5. (N. del T.)

  

396

Al trepidar de las murallas, ante las cuales la metralla choca con atronador estruendo, el desorden y el pavor se apoderan de los sitiados. TITO LIVIO, XXXVIII, 5. (N. del T.)

  

397

No les asusta la amplitud de las heridas. Cuando éstas son más anchas que profundas glorifícanse como de una muestra de valor, pero si la punta de un dardo o una bala de plomo (lanzada con la honda) penetran en sus cuerpos dejando un agujero casi imperceptible, llenos de furia por perecer por una causa tan ligera, se arrastran por la tierra llenos de vergüenza y de rabia. TITO LIVIO, XXXVIII, 21. (N. del T.)

  

398

Los masilianos montan sus caballos en pelo, y los dirigen con una simple vara que hace las veces de riendas y freno. LUCANO, IV, 682. (N. del T.)

  

399

Y los númidas gobiernan sus caballos sin freno. VIRGILIO, Eneida, IV, 41. (N. del T.)

  

400

Sus caballos sin freno son deformes, tienen el cuello rígido y la cabeza extendida hacia delante. TITO LIVIO, XXXV, 11. (N. del T.)


401

«Llamose así por ser su particular divisa una banda roja a faja carmesí de cuatro dedos de ancho, que traían los caballeros de esta orden sobre el hombro derecho, desde donde pasaba cruzando por espalda y pecho al lado izquierdo.» Dic. de la Acad. Esp. séptima edic. (N. del T.)

  

402

Allí viven los sármatas, que se alimentan con sangre de caballo. MARCIAL, Spertacul. Lib., epigr. 3, v. 4. (N. del T.)

  

403

Para que el choque sea más impetuoso, dice, soltad la brida de vuestros corceles; es una maniobra cuyo éxito honró muchas veces a la caballería romana... Apenas la orden es oída desenfrenan sus caballos, hienden las tropas enemigas, rompen todas las lanzas, vuelven sobre sus pasos y llevan a cabo una terrible carnicería. TITO LIVIO, XL 45. (N. del T.)

  

404

Envuelven la mano izquierda con la tela de su túnica y desenvainan la espada. CÉSAR, de Bello civiti, 75. (N. del T.)

  

405

Te arrancas el vello del pecho, de las piernas y de los brazos. MARCIAL, II, 62, 1. (N. del T.)

  

406

Unta su cutis con ungüentos depilatorios que la cubre con tiza reblandecida en vinagre. MARCIAL, VI, 93, 9. (N. del T.)

  

407

Entonces Eneas, desde lo alto del lecho en que estaba acostado, habló así. VIRGILIO, Eneida, II, 2. (N. del T.)

  

408

Te besaré al felicitarte en los términos más cordiales. (N. del T.)

  

409

Las palabras anteriores explican este verso. MARCIAL, II, 58, 11. (N. del T.)

  

410

Los niños dormidos creen a veces levantarse el vestido para hacer aguas en los recipientes públicos, destinados a este efecto. LUCRECIO, IV, 1024. (N. del T.)


411

Ricos voluptuosos, guardad para vosotros esos platos; soy enemigo de las cocinas ambulantes. MARCIAL, VII, 48. (N. del T.)

  

412

Un esclavo cuyo cuerpo ciñe un delantal de badana negra, está junto a ti y se mantiene en pie para servirte cuando desnuda tomas un baño caliente. MARCIAL, VII, 35, 1. (N. del T.)

  

413

Una hora entera transcurre mientras se engancha la mula y pagan los pasajeros. HORACIO, Sát., I, 5, 13. (N. del T.)

  

414

La callejuela del rey Nicomedes. SUETONIO, Vida de César, c. 49. (N. del T.)

  

415

Esclavos, daos prisa de refrescar el ardor de ese vino do Falerno con el agua de esa fuente que corre cerca de nosotros. HORACIO, Od., II, 11, 18. (N. del T.)

  

416

¡Oh Jano! Guardáronse mucho de mostrarte por la espalda cuernos y orejas de asno; y también de enseñarle la lengua como pudiera hacerlo un perro de la Apulla cuando lo acomete la sed: tenías dos semblantes. PERSIO, Sat., 1, 58. (N. del T.)

  

417

En cuanto ponían los pies fuera de su casa, el uno reía y el otro lloraba. JUVENAL, Sát., X, 58. (N. del T.)

  

418

No es una cosa baladí el modo de componérselas para trinchar una liebre o una gallina. JUVENAL, Sat., v. 123. (N. del T.)

  

419

Eso está muy salado, esto quemado; eso no tiene el gusto bastante fuerte, eso sabe muy bien: acordaos de prepararlo lo mismo en otra ocasión. Los doy los mejores consejos que se me alcanzan, según mis modestas luces. En fin, Demea, los invitó a mirarse en la vajilla como en un espejo, y los enseñó todo cuanto de bueno tienen que hacer. TERENCIO, Adelfos, acto III, v, 71. (N. del T.)

  

420

Aquello que no poseemos se nos antoja siempre el bien supremo, mas cuando llegamos a gozar del objeto ansiado suspiramos por otra cosa con ardor idéntico, y nuestra sed es siempre igualmente insaciable. LUCRECIO, III, 1095. (N. del T.)


421

Considerando Epicuro que los mortales disponen aproximadamente de cuanto necesitan, y que sin embargo de contar con riquezas, honores, glorias e hijos gallardos, no por ello se ven libres de mil interiores desdichas ni dejan gemir como los esclavos en las cárceles, comprendió que todo el mal procede del vaso mismo, el cual, corrompido, de antemano, agria y estropea todo cuanto en él se vierte. LUCRECIO, VI, 9. (N. del T.)

  

422

Merced a un vicio común de la humana naturaleza acontece que tenemos mayor confianza y temor mayor en las cosas que no hemos visto, y que están ocultas y nos son desconocidas. De Bello civili, II, 4. (N. del T.)

  

423

Te burlas de mí, Coracino, porque no estoy perfumado; prefiero no oler a nada que oler bien. MARCIAL, VI, 55, 4. (N. del T.)

  

424

Póstumo, quien huele siempre bien, huele mal. MARCIAL, II, 12,14. (N. del T.)

  

425

Mi olfato percibe los malos olores con sutileza mayor que un perro de nariz excelente reconoce la guarida del jabalí. HORACIO, Epod., 12, 4. (N. del T.)

  

426

Si para saciar de noche tus adúlteros deseos cubres tu cabeza con la capa gala. JUVENAL, VIII, 144. (N. del T.)

  

427

¡Oh Júpiter!, en medio de todas tus grandezas sólo su nombre me es conocido. (N. del T.)

  

428

Pidiendo cosas que sólo pueden comunicarse a los dioses llamándolos aparte. PERSIO, II, 4. (N. del T.)

  

429

Di a Stayo lo que quisieras alcanzar de Júpiter: «Gran Júpiter, exclamará Stayo, ¿por ventura pueden hacérseos peticiones semejantes?» «¿Y tú crees que Júpiter mismo no hablará como Stayo?» PERSIO, II, 21. (N. del T.)

  

430

Murmuramos en voz baja criminales oraciones. LUCANO, V, 104. (N. del T.)


431

Pocos hombres hay que no tengan necesidad de rezar en voz baja y que puedan expresar alto lo que de los dioses solicitan. PERSIO, II, 6. (N. del T.)

  

432

Luego de haber invocado a Apolo en alta voz, añade al punto muy bajito, moviendo apenas los labios: «Hermosa Laverna, procúrame los medios de engañar y de pasar por hombre de bien; cubre con un espeso velo, rodea de obscuridad tenebrosa mis secretas fechorías.» HORACIO, Epíst., I, 16, 59. (N. del T.)

  

433

Que manos inocentes toquen el ara sagrada, y calmarán las iras de los dioses Penates con un bollo de flor de harina y algunos granos de sal, con eficacia más grande que inmolándolos ricas víctimas. HORACIO Od. III, 23, 17. (N. del T.)

  

434

Si la espina no pica cuando nace, apenas picará ya jamás. (N. del T.)

  

435

Cuando el esfuerzo poderoso de los años ha encorvado los cuerpos y gastado los resortes de una máquina agotada, el juicio vacila, el espíritu se obscurece y la lengua tartamudea. LUCRECIO, III, 452. (N. del T.)




De la inconstancia de nuestras acciones

Los que se emplean en el examen de las humanas acciones, nunca se encuentran tan embarazados como cuando pretenden armonizar y presentar bajo el mismo tono los actos de los hombres, los cuales se contradicen comúnmente de tan extraña manera, que parece imposible el que pertenezcan a un mismo cosechero. El joven Mario mostrose unas veces hijo de Marte, e hijo de Venus otras. Del pontífice Bonifacio VIII dícese que entró en el ejercicio de su cargo como un zorro, que se condujo como un león y que murió como un perro. ¿Y quién hubiera jamás creído de Nerón, imagen verdadera de la crueldad, que al presentarlo para que la firmase una sentencia de muerte, respondiese: «¡Pluguiera a Dios que nunca hubiera aprendido a escribir!» Tal dolor lo ocasionaba la condenación de un hombre. Ejemplos semejantes son abundantísimos; cada cual puede hallarlos en sí mismo, y yo encuentro peregrino el ver que las personas de entendimiento se obstinen en armonizar actos tan contradictorios, en vista de que la irresolución me parece el vicio más común y visible de nuestra naturaleza, como lo acredita este famoso verso de Publio, el poeta cómico:


Malum consilium est, quod mutari non potest.[436]


Puede haber asomo de razón en juzgar a un hombre por los más comunes rasgos de su vida, pero en atención a la natural instabilidad de nuestras costumbres e ideas, entiendo que hasta los buenos autores hacen mal obstinándose en formar del hombre una contextura sólida y constante: eligen un principio general, y de acuerdo con él ordenan o interpretan las acciones, y si no logran acomodarlas a la idea preconcebida, toman el partido de disimular las que no entran en su patrón. Augusto escapa a sus apreciaciones, pues en tal hombre se reunieron una variedad de actos tan rápidos y continuos durante todo el curso de su vida, que no ha sido posible, ni siquiera a los historiadores más arriesgados, formular sobre él un juicio estable. Creo que la cualidad dominante en los hombres es la inconstancia; la cualidad contraria rara vez se ve en ellos; quien los juzgare al por menor, menudamente se acercará más a la verdad. Es difícil encontrar en toda la antigüedad una docena de hombres que hayan dirigido su vida conforme a principios seguros, lo cual constituye el fin principal de la filosofía; comprendería en síntesis, dice un escritor antiguo, y no acomodaría a nuestra vida, es querer y no querer constantemente una misma cosa; yo me permitiría añadir, siempre y cuando que la voluntad fuese justa, pues si no lo es, es imposible que sea constantemente una. En efecto, yo sé de antiguo que el vicio no es más que desarreglo y falta de medida y, por consiguiente, es imposible suponerle constancia. Atribúyese a Demóstenes la siguiente máxima: «El fundamento de toda virtud, es la consultación y deliberación; su fin la perfección y constancia.» Si mediante la razón emprendiéramos determinado camino, tomaríamos el mejor, mas nadie abriga tal pensamiento


Quod petit, spernit; repetit quod nuper omisit;

aestuat, et vitae disconvenit ordine toto.[437]


Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos; a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones se nos presentan. No pensamos lo que queremos, sino en el instante en que lo queremos, y experimentamos los mismos cambios que el animal que toma el color del lugar en que se le coloca. Lo que en este momento nos proponemos, olvidámoslo en seguida; luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimiento e inconstancia;


Ducimur, ut nervis alienis mobile lignum.[438]


Nosotros no vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, ya dulcemente, ya con violencia, según que el agua se encuentra iracunda o en calma:


Nonne videmus,

quid sibi quisque velit, nescire, et quaerere semper,

commutare locum, quasi onus deponere possit?[439]


cada día capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás de los cambios atmosféricos:


Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse

Juppiter auctiferas lustravit lumine terras.[440]


Flotamos entre pareceres diversos; nada queremos libremente, absolutamente, constantemente. Si alguien se trazara y se estableciera determinadas leyes y régimen concreto de vida, veríamos que en su conducta brillaba una armonía cabal, y en sus costumbres un orden y una correlación infalibles, lo mismo que en todos los actos de su existencia. Empédocles advirtió la siguiente contradicción en los agrigentinos, quienes se entregaban a los placeres como, si hubieran de morir al otro día, y edificaban como si su vida hubiera de durar siempre. El plan de vida sería bien fácil de realizar, como puede verse por el ejemplo de Catón, el joven: quien ha tocado una tecla, las ha tocado todas; es una armonía de sonidos bien acordados que no puede desmentirse. No seguimos nosotros tan prudente ejemplo; formamos tantos juicios particulares como actos realizamos. Lo más seguro, en mi opinión, sería acomodarlos a las circunstancias próximas, sin entrar en investigación más detenida, y sin deducir otra consecuencia.

Durante los estragos de nuestro pobre Estado me contaron que una muchacha nacida cerca del lugar en que yo, me hallaba, se había precipitado de lo alto de una ventana para escapar a los ardores de un soldado, huésped suyo; la caída la dejó con vida, y para comenzar de nuevo su empresa quiso clavarse en la garganta un cuchillo, intento que al pronto pudo impedirse, pero luego se hirió fuertemente. Confesó la joven que el soldado no había empleado con ella más que juegos, solicitaciones y presentes, pero que sintió miedo de que lograra su propósito; al hablar así, sus palabras, su continente y hasta la sangre que brotaba de su cuerpo daban testimonio de su virtud, cual si fuera nueva Lucrecia. Pues bien, yo he sabido que antes y después de este suceso la muchacha había sido mujer alegre, y no tan difícil de abordar. Como dice el cuento: «Por hermoso y honrado que seas no deduzcas, al no conseguir tu propósito, que tu amada es casta e inviolable; no puede asegurarse que algún mulatero deje de encontrarla en su cuarto de hora.»

Habiendo Antígono cobrado afecto a uno de sus soldados por su esfuerzo y valentía, ordenó a sus médicos que le curasen de una larga enfermedad que le venía atormentando tiempo hacía; y advirtiendo después de la curación que cumplía flojamente con sus deberes, le preguntó quién le había cambiado y hecho cobarde: «Vos mismo, señor, respondió el soldado, al descargarme de los males que me hacían la vida indiferente.» Un soldado de Luculo fue desvalijado por sus enemigos y llevó a cabo contra ellos una lucida hazaña; cuando se hubo reintegrado de la pérdida, Luculo le tuvo en buena opinión, y quiso emplearle en una expedición arriesgada valiéndose de las mejores advertencias que se le ocurrieron para animarle.


Verbis, quae timido quoque possent addere mentem[441]:


«Servíos, le contestó, de algún miserable soldado saqueado»,


Quantum vis, rusticus: Ibit,

ibit eo, quo vis, qui zonam perdidit, inquit[442],


y rechazó resueltamente el ir donde se le mandaba. Cuando leemos que Mahoma ultrajó y trató con dureza excesiva a Chasán, jefe de los genizaros, porque a pesar de ver sus tropas malparadas por las de los húngaros se conducía cobardemente en el combate, y que Chasán por toda respuesta se lanzó solo, furiosamente, en el estado en que se encontraba, con las armas en la mano, en el primer cuerpo enemigo que se presentó ante sus ojos, la acción no es en el fondo justificación, sino enajenamiento; no es proeza natural, sino nuevo despecho. Aquel a quien ayer visteis tan dado a las aventuras no extrañáis verle poltrón mañana; merced a la cólera, a la necesidad, a la compañía, al vino, o al sonido de una trompeta había hecho de tripas corazón; su arrojo no tuvo por origen el sereno raciocinio, las circunstancias le impelieron, y no es maravilla que sea otro hombre movido por acontecimientos contrarios. Esta variación y contradicción tan versátiles que se ven en nosotros, han sido causa de que algunos piensen que tenemos dos almas, y otros que estamos dotados de dos fuerzas distintas, las cuales nos acompañan y agitan de modo diverso, hacia el bien la una y la otra hacia el mal, porque no concibieron que tan brusca diversidad de actos emanaran de un solo espíritu.

No sólo me afectan los accidentes exteriores, sino que además yo mismo experimento alteración y mudanza por la instabilidad de imposición; y quien detenidamente se examine encontrará que el mismo estado de espíritu rara vez se repite de nuevo. Yo imprimo a mi alma a un aspecto, ya otro, según el lado a que la inclino. Si de mí mismo hablo unas veces de diverso modo que otras, es porque me considero también diversamente. Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma, en algún modo, conforme a las circunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; laborioso, negligente; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; mentiroso, veraz; sario, ignorante; liberal, avaro y pródigo; todas estas cualidades las veo en mí sucesivamente, según la dirección a que me inclino. Quien se estudie atentamente encontrará en sí mismo y hasta en su juicio igual volubilidad y discordancia. Yo no puedo formular ninguno sobre mí mismo que sea concluyente, sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla, tampoco resumirlo en una palabra: Distingo es el término más universal de mi lógica.

Aun cuando yo me incline siempre a elogiar las buenas obras y a interpretar más bien en buena parte las acciones que muestran ser dignas de alabanza, sucede que la singularidad de nuestra condición hace que por el vicio mismo muchas veces seamos impulsados a practicar el bien (si el bien obrar no se juzgase por la sola intención que lo guía), según lo cual un hecho valeroso no presupone un hombre valiente: el que lo fuera en realidad seríalo siempre, en todas ocasiones. Si se tratara realmente de una virtud acostumbrada y no de un rasgo imprevisto, la acción valerosa haría al hombre igualmente resuelto para afrontar todos los accidentes que le sobrevinieran, lo mismo encontrándose solo que acompañado; así en campo cerrado como en una batalla, pues dígase lo que se quiera no hay distinto valor en la calle que en campo raso; tan valientemente soportaría una enfermedad en su cama, como una herida en un campamento, no temería la muerte en su lecho como no la tiene miedo al encontrarse en un asalto; no veríamos al mismo hombre conducirse unas veces con bravura y atormentarse luego por la pérdida de un hijo o por la de un proceso; cuándo cobarde hasta la infamia, cuándo firme en la miseria; y otros a quienes asusta la navaja de afeitar del barbero, que permanecen firmes contra la espada de sus adversarios. La acción es digna de alabanza en todos esos casos, no el hombre que la realiza. Algunos griegos, dice Cicerón, no podían soportar la vista del enemigo, y en cambio resistían tranquilos las enfermedades. Los cimbrios y los celtíberos experimentaban lo contrario: Nihil enim potest esse aequabile, quod non a certa ratione proficiscatur[443].

No hay valor que pueda compararse, en el orden militar, con el de Alejandro Magno, pero el esfuerzo de su ánimo, aunque de una sola especie, y en esta misma incomparable, como todo, tiene todavía sus puntos débiles, los cuales hacen que le veamos descomponerse ante las más leves sospechas de las maquinaciones que los suyos tramaban contra su vida, y conducirse en ellas con vehemente injusticia y con un temor que oscurecía las luces de su razón. La superstición, que también le dominaba, es en algún modo prueba de pusilanimidad; y el exceso de penitencia que hizo con motivo de la muerte de Clito testifica igualmente la desigualdad de su ánimo. Nuestra conducta se compone de partes heterogéneas y desligadas, con las cuales pretendemos alcanzar un honor ilegítimo. La virtud no consiente ser practicada sino por ella misma, y si muchas veces se aparenta su aspecto para ejecutar un acto que se aparte de ella, muy luego nos arranca la máscara del semblante; es la virtud a manera de vivísimo e intenso colorido que no se separa del alma sino haciéndola añicos. He aquí por qué para juzgar a un hombre es preciso seguir sus pasos desde los comienzos, e inquirirse de los pormenores más nimios; si la constancia no se descubre en sus acciones, cui vivendi via considerata atque provisa est[444]; si la variedad de acontecimientos modifica la dirección de sus pasos (no digo la rapidez, porque el paso puede apresurarse o acortarse), dejadle correr, ése sigue la dirección adonde el viento le lleva, como reza la divisa de nuestro Talebot.

No es maravilla, dice un escritor antiguo, que el acaso pueda tanto sobre nosotros, pues que por acaso vivimos. Quien no ha enderezado su vida hacia un determinado fin es imposible que pueda ser dueño de sus acciones particulares; es imposible que ponga en orden las piezas de que se compone un conjunto, quien no tiene de antemano en el espíritu la idea de ese mismo conjunto. ¿Para qué serviría la provisión de colores a quien no supiera lo que tenía que pintar? Ninguno hace de su vida designio determinado, ni delibera sino por parcelas. El arquero debe primeramente saber el punto donde dirige el dardo; luego acomodar la mano, el arco, la cuerda y los movimientos: nuestros consejos nos extravían porque carecen de dirección y de fin; ningún viento sopla para el que no se dirige a un puerto determinado. No soy del parecer de los jueces que encontraron que Sófocles era apto para el manejo de las cosas domésticas contra la acusación de su hijo, por haber presenciado la representación de una de sus tragedias; ni apruebo tampoco lo que los parios conjeturaron cuando fueron enviados para reformar a los milesios: al visitar aquéllos la isla se fijaron en las tierras que estaban mejor cultivadas y en las casas de labor mejor gobernadas; registraron el nombre de los dueños de unas y otras, reunieron luego a los habitantes de la ciudad y confirieron a aquéllos los cargos de gobernadores y magistrados, juzgando, que como eran cuidadosos en sus negocios privados seríanlo también en los negocios públicos. No somos más que seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto, y se encuentra diferencia tan grande entre nosotros y nosotros mismos, como la que existe entre nosotros y los demás hombres: Magnam rem puta, unum hominem agere[445].

Puesto que la ambición puede enseñar a los mortales la práctica del valor, la de la templanza, la de la liberalidad y hasta la de la justicia; puesto que la codicia puede llevar bríos al pecho de un marmitón educado en la sombra y en la ociosidad, y hacer que se lance muy lejos del hogar doméstico a la merced de las ondas y de Neptuno irritado, en un frágil barco; puesto que también enseña la discreción y la prudencia, y Venus provee de resolución y arrojo a la juventud que permanece todavía bajo la disciplina y la vara, al par que subleva el tierno corazón de las doncellas, aún en el regazo de sus madres:


Hac duce, custodes furtim transgressa jacentes,

ad juvenen tenebris sola puella venit[446]:


no es de ningún modo cuerdo ni sensato el juzgarnos solamente por nuestras acciones exteriores, es preciso introducir la sonda hasta lo más recóndito de nuestra alma y ver cuáles son los resortes que la ponen en movimiento. Empresa ardua, elevada y sujeta a mil conjeturas, en la que yo quisiera ver ocultos a muy pocos, por las muchas dificultades que encierra.



De la embriaguez

El mundo no es más que variedad y desemejanza; los vicios son todos parecidos, en cuanto todos son vicios, y de esta suerte es en ocasiones el parecer de los estoicos; pero aunque todos lo sean igualmente, no por ello son vicios iguales, y aquel que ha franqueado el límite cien pasos más allá,


Quos ultra, citraque nequit consistere rectum[447],


es sin duda de peor condición que el que no traspuso más que diez; no es creíble, por ejemplo, que el sacrilegio no sea peor que el robo de una col de nuestra huerta.


Nec vincet ratio hoc, tantumdem ut peccet, idemque,

qui teneros caules alieni fregerit horti,

et qui nocturnus divum sacra legerit...[448]


Hay en materia de vicios tanta diversidad como en cualquiera otra acción humana. La confusión en la categoría y medida de los pecados es peligrosa: los asesinos, los traidores y los tiranos tienen interés sobrado en que esa con fusión exista, pero no hay motivo para que su conciencia encuentre alivio porque otros sean ociosos, lascivos o poco asiduos en la devoción. Cada cual considera de mayor gravedad el delito de su compañero y trata de aligerar el suyo. Los educadores mismos suelen clasificar mal los pecados, a mi entender. Así como Sócrates decía que el principal oficio de la filosofía era distinguir los bienes de los males, así nosotros, en quienes hasta lo mejor es siempre vicioso, debemos decir lo mismo de la ciencia de distinguir las culpas, sin la cual los virtuosos y los malos permanecen mezclados, sin que se distingan los unos de los otros.

La embriaguez, entre todos los demás, me parece un vicio grosero y brutal. El espíritu toma una participación mayor en otros; los hay, por ejemplo, que tienen no sé qué de generosos, si es lícito hablar así; algunos existen, a que la ciencia contribuye, la diligencia, la valentía, la prudencia, la habilidad y la fineza. En la embriaguez, todo es corporal y terrenal. De suerte que, la nación menos civilizada de las que existen en el día, es solamente el lugar donde tiene crédito. Los otros desórdenes alteran el entendimiento; éste lo derriba y además embota el cuerpo:


Quum vini vis penetravit...

Consequitur gravitas membrorum, praepediuntur

crura vacillanti, tardescit lingua, madet mens,

nant oculi; clamor, singultus, jurgia, gliscunt.[449]


El estado más deplorable del hombre, es aquel en que pierde el conocimiento, imposibilitándose de gobernarse a sí mismo; y dícese, entre otras cosas, a propósito de él, que como el mosto cuando hierve en una cuba eleva a la superficie todo lo que hay en el fondo de la misma, así el vino hace desbordar los secretos más íntimos a los que han bebido demasiado.


Tu sapientium

curas, et arcanum jocoso

consilium retegis Lyaeo.[450]


Josefo refiere que hizo cantar claro a cierto embajador que sus enemigos le habían enviado, haciéndole beber copiosamente. Sin embargo, Augusto, que confió a Lucio Piso, el conquistador de Tracia, los negocios más delicados que tuvo, no encontró motivos de arrepentirse en su elección; ni Tiberio de Cosso, en quien abandonó sus secretos más recónditos, aunque sepamos que ambos eran tan aficionados al vino, que más de una vez hubo que sacarlos del senado porque estaban borrachos,


Hesterno inflatum venas, de more, Lyae[451],


con igual confianza que a Casio, bebedor de agua encomendose a Címber el designio de matará Julio César, aunque Címber se emborrachaba con frecuencia; a esta comisión repuso ingeniosamente el amigo de Baco: «Yo, que no puedo vencer al vino, menos podré acabar con el tirano.» Los alemanes, aun cuando estén ebrios a más no poder, van derechos a su cuartel, y recuerdan la consigna y su lugar en las filas:


Nec facilis victoria de madidis, et

blaesis, atque mero titubantibus.[452]


Nunca hubiera imaginado siquiera que pudiese existir borrachera tan tremenda y ahogadora, si no hubiese leído en las historias que Atalo convidó a cenar con intención de cometer con él una grave infamia a Pausanias, que más tarde mató a Filipo (por tratar de inferirle la mala partida de que aquí se habla), rey de Macedonia, soberano que por sus bellas prendas dio testimonio de la educación que recibiera en la casa y compañía de Epaminondas. Atalo dio de beber tanto a su huésped que pudo convertir su cuerpo, insensiblemente, en el de una prostituta cuartelera para los mulateros y muchos abyectos servidores de su casa. Otro hecho me refirió una dama a quien honro y tengo en grande estima: cerca de Burdeos, hacia Castres, donde se encuentra la casa de mi amiga, una aldeana, viuda y de costumbres honestas, advirtió los primeros síntomas del embarazo y dijo a sus vecinas que a tener marido creería encontrarse preñada; como aumentaran de día en día las pruebas de tal sospecha y por último la cosa fuese de toda evidencia, la mujer hizo que se anunciara en la plática que se pronunciaba en su iglesia, que a quien fuera el padre de la criatura y lo confesara, le perdonaría y consentiría en casarse con él si lo encontraba de su agrado y el hombre quería. Entonces uno de sus criados, muchacho joven, animado con el anuncio, declaró haberla encontrado un día de fiesta profundamente ebria durmiendo junto al hogar y con las ropas tan arremangadas, que había podido usar de ella sin despertarla. Este matrimonio vive hoy todavía.

La antigüedad no censura gran cosa la embriaguez. Los escritos mismos de algunos filósofos hablan de ella casi contemporizando; y hasta entre los estoicos, hay quien aconseja el beber alguna vez que otra a su sabor y emborracharse para alegrar el espíritu.


Hoc quoque virtutum quondam certamine magnum

Socratem palmam promeruisse ferunt.[453]

  

Al severo Catón, corrector y censor de los demás, se le reprochó su cualidad de buen bebedor:


Narratur et prisci Catonis

saepe mero caluisse virtus.[454]


Ciro, rey tan renombrado, alega entre otras cosas de que se alaba para probar su superioridad sobre su hermano Artajerjes, que sabía beber mucho mejor que él. Entre las naciones mejor gobernadas estaba muy en uso el beber a competencia hasta la embriaguez. Yo he oído decir a Silvio, excelente médico de París, que para hacer que las fuerzas de nuestro estómago no se dejen ganar por la pereza, es conveniente, siquiera una vez al mes, despertarlas por este exceso de bebida, y excitarlas para evitar que se adormezcan. Hase dicho también que los persas discutían sus negocios más importantes después de beber.

Mi gusto y complexión naturales, son más enemigos de este exceso que mi razón, pues a parte de que yo acomodo fácilmente mis opiniones a la autoridad de los antiguos, si bien encuentro que la embriaguez es un vicio cobarde y estúpido, lo creo menos perverso y dañoso que los demás, los cuales van casi todos en derechura contra la sociedad pública. Y si como dicen los estoicos, no podemos procurarnos placer alguno sin que nos cueste algún sacrificio, creo que el vicio de que hablo es menos gravoso que los otros para nuestra conciencia; tampoco es difícil proveerse de la primera materia, circunstancia no indigna de tenerse en cuenta. Un hombre digno, de edad avanzada, me decía que de los tres placeres que en la vida le quedaban, era éste uno; y efectivamente, ¿dónde encontraremos gustos que aventajen a los naturales? Pero esa persona se colocaba en mala disposición: es preciso huir la delicadeza y el cuidado exquisito en la elección del vino, porque si el origen del placer reside en beberlo excelente, os veréis obligados a soportar el dolor de beberlo malo alguna vez. Es preciso tener el gusto más libre amplio; un buen bebedor debe estar dotado de un paladar bien resistente. Los alemanes beben casi con igual placer todos los vinos; su fin es tragarlos más bien que paladearlos. De ese modo les va mucho mejor: así el placer que experimentan es más grande y encuentran más a la mano el procurárselo. Beber a la francesa, en las dos comidas y de una manera moderada por cuidado de la salud, es restringir demasiado los favores del dios Baco; es preciso ocupar más tiempo y desplegar mayor constancia en el beber. Los antiguos pasaban bebiendo noches enteras y a veces empalmaban las noches con los días; así que nos cumple ampliar más este placer. He conocido un gran señor, persona a quien adornaban elevadas prendas y que había salido victorioso en grandes empresas, que sin esfuerzo alguno en sus comidas escanciaba diez botellas de vino; luego despachaba sus negocios con todo acierto, mostrándose quizás más avisado que en situación normal. El placer que debemos reservarnos en el transcurso de nuestra vida exige que concedamos mayor tiempo a la bebida, hasta el punto de que, como los muchachos de las tiendas y las gentes que ejercen un trabajo manual, no rechacemos ninguna ocasión de empinar el codo y tengamos constantemente vivo en la imaginación el deseo de hacerlo. Diríase que a diario acortamos los placeres del paladar y que en nuestras casas el número de comidas no es tan grande como en tiempos pasados; yo he visto los desayunos, almuerzos, cenas, meriendas, piscolabis. ¿Será la causa que en alguno de nuestros defectos hayamos tomado el camino de la enmienda? No, en verdad; lo que acaso en mi sentir ocurre es que nos hemos lanzado en la concupiscencia mucho más que nuestros padres. Este vicio y el de la bebida son dos cosas que se repelen: aquélla ha debilitado nuestro estómago, y la flojedad nos ha hecha más delicados y adamados para la práctica del amor.

Merecerían consignarse, por lo singulares, las cosas que oí referir a mi padre a propósito de la castidad de su siglo; y en verdad que sentaban bien en sus labios tales palabras, pues era hombre de galantería extrema con las damas por inclinación y reflexión. Hablaba poco, per bien, y entreveraba su lenguaje con ornamentos sacados de libros modernos, principalmente españoles; entro éstos era muy aficionado al Marco Aurelio[455], del obispo de Mondoñedo, don Antonio de Guevara. Era su porte de una gravedad risueña, muy modesto y humilde; ponía singular cuidado en la decencia y decoro de su persona y vestidos, ya fuera a pie o a caballo; la lealtad de sus palabras era extraordinaria, y su conciencia y religiosidad le inclinaban en general más a la superstición que a razonar; era de pequeña estatura, lleno de vigor, derecho y bien proporcionado; su rostro era agradable, más bien moreno, y su destreza no reconocía competencia en ninguna suerte de ejercicios de habilidad o fuerza. He visto algunos bastones rellenos de plomo, de los cuales se   —292→   servía para endurecer sus brazos; lanzaba diestramente la barra, arrojaba piedras con maestría y tiraba al florete; a veces gastaba zapatos con las suelas cubiertas de plomo para alcanzar mayor agilidad en la carrera y en el salto. En todas estas cosas ha dejado memoria de pequeños portentos; yo le he visto, cuando contaba ya sesenta años, burlarse de nuestros juegos, lanzarse sobre un caballo estando vestido con un traje forrado de pieles, girar alrededor de una mesa apoyándose sobre el dedo pulgar y subir a su cuarto saltando las escaleras de cuatro en cuatro. Volviendo a las damas, contábame mi padre que en toda una provincia apenas se encontraba una sola señora de distinción cuya reputación no fuera dudosa; relataba también casos de singulares privaciones, principalmente suyas, hallándose en compañía de mujeres honradas, limpias de toda mancha, y juraba santamente haber llegado al estado de matrimonio completamente puro, después de haber tomado parte durante largo tiempo en las guerras de tras los montes, de las cuales nos dejó un papel diario escrito por su mano, en que relata todas las vicisitudes que le acontecieron y las aventuras de que fue testigo. Contrajo matrimonio siendo ya algo entrado en años, en el de 1528 que era el treinta y tres de su nacimiento, a su regreso de Italia. Pero volvamos a nuestras botellas.

Las molestias de la vejez, que tienen necesidad de algún alivio, acaso pudieran engendrar en mi el placer de la bebida, pues es como si dijéramos el último que el curso de los años nos arrebata. Los buenos bebedores dicen que el calor natural, en la infancia, reside principalmente en los pies; de los pies se traslada a la región media del cuerpo, donde permanece largo tiempo, y produce, según mi dictamen, los únicos placeres verdaderos de la vida corporal; los otros goces duermen, comparados con el vigor de éste; hacia el fin de la existencia, como un vapor que va subiendo y exhalándose, llega a la garganta, en la cual hace su última morada. Por lo mismo no se me alcanza cómo algunos llevan el abuso de la bebida hasta hacer uso de ella cuando no tienen sed ninguna, forjándose imaginariamente un apetito artificial contra naturaleza; mi estómago se encuentra imposibilitado de ir tan lejos; gracias si puede admitir lo que por necesidad ha menester contener. Yo apenas bebo sino después de comer, y el último trago es siempre mayor que los precedentes. Porque al llegar la vejez solemos tener el paladar alterado por el reuma o por cualquiera otra viciosa constitución, el vino nos es más grato a medida que los poros del paladar se abren y se lavan, al menos yo a los primeros sorbos no le encuentro bien el gusto. Admirábase Anacarsis de que los griegos bebieran al fin de sus comidas en vasos mayores que al comienzo; yo creo que la razón de ello es la misma que la que preside a la costumbre de los alemanes, quienes dan principio entonces al combate bebiendo con intemperancia.

Prohíbe Platón el vino a los adolescentes antes de los dieciocho años, y emborracharse antes de los cuarenta, mas a los que pasaron esta edad los absuelve y consiente el que en sus festines Dionisio predomine ampliamente, pues es el dios que devuelve la alegría a los hombres y la juventud a los ancianos; el que dulcifica y modera las pasiones del alma, de la propia suerte que el hierro se ablanda por medio del fuego. El mismo filósofo en sus Leyes encuentra útiles las reuniones en que se bebe, siempre que en ellas haya un jefe para gobernarlas y poner orden, puesto que, a su juicio, dice, la borrachera es una buena y segura prueba de la naturaleza de cada uno, al propio tiempo que comunica a las personas de cierta edad el ánimo suficiente para regocijarse con la música y con la danza, cosas gratas de que la vejez no se atreve a disfrutar estando en completa lucidez. Dice además Platón que el vino comunica al alma la templanza y la salud al cuerpo, pero encuentra, sin embargo, en su uso las siguientes restricciones, tomadas en parte a los cartagineses: que se beba la menor cantidad posible cuando se tome parte en alguna expedición guerrera, y que los magistrados y jueces se abstengan de él cuando se encuentren en el ejercicio de sus funciones, o se hallen ocupados en el despacho de los negocios públicos; añade además que no se emplee el día en beber, pues el tiempo debe llenarse con ocupaciones de cada uno, ni tampoco la noche que se destine a engendrar los hijos.

Cuéntase que el filósofo Stilpón agravé su vejez hasta el fin de sus días y a sabiendas por el uso del vino puro. Análoga causa, aunque no voluntaria, debilitó las fuerzas ya abatidas por la edad del filósofo Arcesilao.

Es una antigua y extraña cuestión la de saber «si el espíritu del filósofo puede ser dominado por la fuerza del vino»:


Si munitae adhibet vim sapientae.[456]


¡A cuántas miserias nos empuja la buena opinión que nos formamos de nosotros! El alma más ordenada del mundo, la más perfecta, tiene demasiada labor con esforzarse en contenerse, con guardarse de caer en tierra impelida por su propia debilidad. Entre mil no hay ninguna que se mantenga derecha y sosegada ni un sólo instante de la vida; y hasta pudiera ponerse en tela de juicio si dada la natural condición del alma pudiera tal situación ser viable; mas pretender juntar la constancia, que es la perfección más acabada, es casi absurdo. Considerad, si no, los numerosos accidentes que pueden alterarla. En vano Lucrecio, poeta eximio, filosofa y se eleva sobre las humanas miserias, pues que un filtro amoroso le convierte en loco insensato. Los efectos de una apoplejía alcanzan lo mismo a Sócrates que a cualquier mozo de cordel. Algunos olvidaron hasta su propio nombre a causa de una enfermedad terrible; una leve herida bastó a dar al traste con la razón de otros. Aunque admitamos en el hombre la mayor suma de prudencia, no por ello dejará de ser hombre, es decir, el más caduco, el más miserable y el más insignificante de los seres. No es capaz la cordura da mejorar nuestras condiciones naturales:


Sudores itaque, et pallorem exsistere toto

corpore, et infringi linguam, vocemque aboriri,

caiigare oculos, sonere aures, succidere artus,

denique concidere, ex animi terrore, videmus[457]:


preciso es que cierre los ojos ante el golpe que le amenaza, que se detenga y tiemble ante el borde del precipicio como un niño; la naturaleza se reservó esos ligeros testimonios de su poderío, tan inexpugnables a nuestra razón como a la virtud estoica para enseñarle su caducidad y debilidad: de miedo palidece, enrojece de vergüenza y gime por un cólico violento, si no con ayes desesperados y lastimeros, al menos con voz ronca y quebrada:


Humani a se nihil alienum putet.[458]


Los poetas que imaginan cuanto les place, ni siquiera osaron pintarnos a sus héroes sin verter lágrimas:


Sic fatur lacrymans, classique immittit habenas.[459]


Confórmese, pues, el hombre con sujetar y moderar sus inclinaciones, pues hacerlas desaparecer no reside en su débil poderío. Plutarco, tan perfecto y excelente juez de las acciones humanas, al considerar que Bruto y Torcuato dieron muerte a sus hijos, dudó de si la virtud podía llegar a tales hechos, y si esos personajes no habían sido movidos por alguna otra pasión.

Todas las acciones que sobrepasan los límites ordinarios están sujetas a interpretación falsa, por la sencilla razón de que nuestra condición no alcanza lo que está por cima de ella ni lo que está por bajo.

Dejando a un lado la secta estoica que hace tan extrema profesión de fiereza, hablemos de la otra que se considera como más débil y oigamos las fanfarronadas de Metrodoro: Occupavi te, Fortuna, atque cepi; omnesque aditus tuos interclusi, ut ad me adspirare non posses[460]. Cuando, Anaxarco, por orden de Nicocreon, tirano de Chipre, fue metido en una pila profunda y deshechó a martillazos, decía sin cesar: «Sacudidme y esgarradme; no es Anaxarco el que machacáis; machacáis solamente su envoltura.» Cuando oímos a los mártires, rodeados por las llamas, gritar al tirano: «Esta parte ya está bastante asada; córtala, cómela, ya está cocida; asa el otro lado»; cuando vemos en Josefo la heroicidad de un muchacho que fue desgarrado con tenazas y agujereado con leznas por Antíoco, que en medio de la tortura le desafiaba con voz firme y segura, exclamando: «Pierdes tu tiempo, tirano, heme aquí lleno de placer»; «¿dónde está el dolor? ¿dónde los tormentos con que me amenazabas? ¿no se te alcanzan otros medios? Mi bravura te causa mayor dolor del que yo siento, por tu crueldad. ¡Cobarde, imbécil! Mientras tú te rindes, yo recobro vigor nuevo; ¡haz que me queje, haz que sufra, haz que me rinda si puedes! Comunica tus satélites y a tus verdugos el valor necesario; helos ahí ya, tan faltos de ánimo, que ya no pueden más; ármalos de nuevo, haz de nuevo que se encarnicen.» Menester es confesar que en tales almas hay algún desorden o algún furor, por santo que sea. Al oír estas exclamaciones estoicas «Prefiero ser furioso que voluptuoso»[461],  [462], como decía Antistenes, cuando Sextio nos asegura que prefiere ser encadenado por el dolor antes que serlo por el placer; cuando Epicuro intenta regocijarse con el mal de gota, y voluntariamente abandona el reposo y la salud desafiando las dolencias, rechaza los dolores menos rudos y desdeña combatir la enfermedad con la cual adquiere sufrimientos duraderos, intensos, dignos de él;


Spumantemque dari pecora inter inertia votis

optat aprum, aut fulvum descendere monte leonem.[463]


¿Quién no juzga que tales arranques son los respiraderos de un valor desequilibrado? Nuestra alma, en su estado normal, no podría volar a tales alturas; para alcanzarlas precisa que se eleve, y que cogiendo el freno con los dientes, conduzca al hombre a una distancia tan lejana, que él mismo se pasme luego de la acción que llevó a cabo. En los combates, el calor de la refriega empuja a los soldados a realizar actos tan temerarios, que luego que la calma renace, ellos son los primeros en sobrecogerse de admiración por las heroicas hazañas que llevaron a cabo. Lo propio acontece a los poetas cuando la inspiración es ya pasada; ellos mismos admiran sus propias obras y no reconocen las huellas que les condujeron a tan florido camino; es lo que se llama en el artista ardor o fuego sagrado. Inútilmente, dice Platón, llama a las puertas de la poesía el hombre cuyo espíritu es tranquilo. Aristóteles asegura que ninguna alma privilegiada está completamente exenta de locura, y tiene razón en llamar así todo arrebato, por laudable que sea, que sobrepasa nuestra propia razón y raciocinio, puesto que la cordura consiste en el acertado gobierno de las acciones de nuestra alma para conducirla con adecuada medida y justa proporción. Platón sustenta así su principio: «Siendo la facultad de profetizar superior a nuestras luces, preciso es que nos encontremos transportados cuando la practicamos: indispensable es que nuestra prudencia sea alterada por el sueño, por alguna enfermedad o arrebatada de su asiento por algún arrobamiento celeste.»



Costumbre de la isla de Cea

Si filosofar es dudar, como generalmente se sienta, con mayor razón será dudar el bobear y fantasear, como yo hago; pues de los aprendices es propio el inquirir y cuestionar, y sólo a los maestros incumbe resolver. El mío es la autoridad de la voluntad divina, que sin contradicción nos preceptúa y gobierna, y que está por cima de estas cuestiones humanas y vanas.

Habiendo Filipo de Macedonia entrado en el Peloponeso a mano armada, advirtieron a Damindas que los lacedemonios sufrirían muchos males de no congraciarse con el invasor; Damindas calificó de cobardes a los que tal dijeron, y añadió que el que no teme la muerte tampoco se apoca ante ningún otro sufrimiento. Preguntado Agis de qué modo el hombre puede vivir libre, respondió: menospreciando la muerte. Estas proposiciones y mil semejantes, que se encuentran en situaciones análogas, sobrepasan en algún modo el esperar tranquilamente el fin de la vida cuando la hora nos llega, pues hay en la existencia humana muchos accidentes más difíciles de soportar que la muerte misma, de lo cual puede dar testimonio aquel muchacho de Lacedemonia, de quien Antioco se apoderó y que fue vendido como esclavo, el cual, obligado por su amo a ejercer un trabajo abyecto, repuso: Tú verás el siervo que has comprado; sería para mí deshonrosa la servidumbre, teniendo la libertad en mi mano; y diciendo esto se precipitó de lo alto de la casa en que lo guardaba. Amenazando duramente Antipáter a los lacedemonios para obligarlos a cumplir una orden, respondieron: Si pretendes castigarnos con algo peor que la muerte, moriremos de buen grado; el mismo pueblo repuso a Filipo, que le notificó su propósito de poner coto a todas sus empresas: ¿Acaso está en tu mano impedirnos el morir? Por eso se dice que el varón fuerte vive tanto como debe y no tanto como puede, y que el más preciado don que de la naturaleza hemos recibido, el que nos despoja de todo derecho de quejarnos de nuestra condición, es el dejar a nuestro albedrío tomar las de villadiego; la naturaleza estableció una sola entrada para la vida, pero en cambio nos procuró cien mil salidas. Puede faltarnos un palmo de tierra para vivir, pero no para morir, como respondió Boyocalo a los romanos. ¿Por qué te quejas de este mundo? Libre eres, ninguna sujeción te liga a él; si vives rodeado de penas, culpa de ello a tu cobardía. Para morir no precisa sino una poca voluntad


Ubique morts est; optime hoc cavit deus.

Eripere vitam nemo non homini potest;

at nemo mortem: mille ad hanc aditus patent.[464]


La muerte no es el remedio de una sola enfermedad, es la receta contra todos los males; es un segurísimo puerto que no, debe ser temido, sino más bien buscado. Lo mismo da que el hombre busque el fin de su existencia o que lo sufra; que ataje su último día o que lo espere; de donde quiera que venga es siempre el último; sea cual fuere el lugar en que el hilo se rompa, nada queda después, es el extremo del cohete. Cuánto más voluntaria, más hermosa es la muerte. La vida depende de la voluntad ajena, la muerte sólo de la nuestra. En ninguna ocasión debemos acomodarnos tanto a nuestros humores como en ésta. La reputación y el nombre son cosas enteramente ajenas a una tal empresa; es locura poner ningún miramiento. La vida es una servidumbre sin libertad de morir nos falta. Todas las enfermedades se combaten poniendo en peligro nuestra existencia; se nos corta y cauteriza; se nos quiebran nuestros miembros, se extrae de nuestro cuerpo el alimento y la sangre; un paso más, y hétenos curados para siempre. ¿Por qué nos es más difícil cortarnos las venas de la garganta que la del brazo? Los grandes males exigen grandes remedios. Padeciendo de gota en las piernas, Servio el gramático no encontró mejor remedio a su dolencia que aplicarlas veneno para paralizarlas; no le importó que fueran podágricas con tal de trocarlas en insensibles. Dios deja en nuestras manos albedrío suficiente cuando venimos a dar en un estado en que la muerte es preferible a la vida. Los estoicos dicen que el hombre cuerdo obra conforme a naturaleza abandonando la vida, aun siendo dichoso, siempre que la deje oportunamente; y que sólo es propio de la locura el aferrarse a la existencia cuando ésta es insoportable. De la propia suerte que yo no voy contra las leyes que castigan a los ladrones cuando me sirvo de lo que me pertenece o corto mi bolsa; ni contra las penas que afligen los incendiarios cuando prendo fuego a mis leños, tampoco deben alcanzarme las leyes que castigan a los asesinos por haberme quitado la vida. Decía Hegesias que, como a condición de nuestra vida la muerte debe también depender de nuestra elección; y Diógenes, saludado por el filósofo Speusipo, que se encontraba afligido por una hidropesía tan cruel, que tenía que hacerse conducir en una litera, contestole: «A ti no te deseo salud ninguna, pues que te resignas a vivir en ese estado.» Y efectivamente, algún tiempo después Speusipo se dio la muerte cansado de soportar una situación tan penosa.

Pero la conveniencia de tal proceder no puede afirmarse de una manera absoluta, y muchos sostienen que no somos dueños de abandonar la tierra sin voluntad expresa del que nos puso en ella; que solo el Dios que nos envió al mundo, no por nuestro bien únicamente, sino para su gloria y servicio de nuestros semejantes, es dueño soberano de quitarnos la vida cuando bien le plazca; que no vimos la luz para vivir existencia egoísta, sino para consagrarnos al servicio del pueblo en que nacimos. Las leyes nos piden cuenta de nuestros actos por el interés de la república, y castigan el homicidio; como desertores de nuestra carga se nos castiga también en el otro mundo:


Proxima deinde tenent maesti loca, qui sibi letum

insontes pepepere manu, lucemque perosi

projecere animas[465]:


mayor vigor supone usar la cadena, con que estamos amarrados a la tierra, que hacerla pedazos; Régulo dio muestras de mayor firmeza que Catón; la indiscreción y la impaciencia apresuran nuestros pasos, mas a la virtud, cuando es eficaz, ningún azar la obliga a volver la espalda; muy al contrario, mejor busca los dolores y los males como un alimento más natural. Las amenazas de los tiranos y los suplicios de los verdugos la animan y vivifican


Duris ut ilex tonsa bipennibus

nigrae feraci frondis in Algido,

per damna, per caedes, ab ipso

ducit opes, animumque ferro.[466]


Y como dijeron Séneca, primero, y Marcial, después:


Non est, ut putas, virtus, pater,

timere vitam; sed malis ingentibus

obstare, nec se vertere, ac retro dare.[467]


Rebus in adversis facile est contemnere mortem,

fortius ille facit, qui miser esse potest.[468]


Propio es de la cobardía, mas no de la fortaleza, cobijarse bajo la pesada losa del sepulcro para evitar el infortunio; la virtud no abandona su camino por fuerte que la tempestad se cierna en el horizonte.


Si fractus illabatur orbis,

impavidum ferient ruinae.[469]


Comúnmente la huida de los males nos aboca a otros mayores; a veces huyendo de la muerte corremos derechos hacia ella:


Hic, rogo, non furor est, ne moriare, mori?[470]


como aquellos que escapando del precipicio se lanzan en él:


Multos in summa pericula misit

venturi timor ipse mali: fortissimus ille est,

qui promptus metuenda pati, si cominus instent

et differre potest.[471]


Usque adeo, mortis formidine, vitae

percipit humanos odium, lucisque videndae,

ut sibi conciscant maerenti pectore letum,

obliti fontem curarum hunc esse timorem.[472]


Platón, en las Leyes, ordena que se dé sepultura ignominiosa al que se priva de su más cercano y mayor amigo, es decir, al que se quita la vida, alejándose del curso de los acontecimientos, y no obligado para ello por sentencia pública, ni por ningún vaivén de la fortuna, triste e inevitable, ni por insoportable vergüenza, sino por la debilidad y cobardía que acusan un alma temerosa. Es ridícula la opinión del que menosprecia la vida, pues al fin es nuestro ser, es todo lo de que disponemos. Aquellas cosas cuya esencia es más noble y más rica que la nuestra, pueden acusar nuestra vida, pero es ir contra la naturaleza el despreciarse a sí mismo y el dejarse empujar hacia la debilidad. Es una enfermedad peculiar al hombre la de odiarse y menospreciarse, pues no se ve en ninguna otra criatura; de tal vanidad nos servimos para pretender ser otra cosa distinta de lo que somos, puesto que nuestro estado actual no podría gozar el bien que hubiéramos alcanzado. El que desea trocarse de hombre en ángel, nada hace en provecho suyo, porque no existiendo ya, ¿quién disfrutará y experimentará de transformación tan dichosa?


Debet enim, misere cui forte, aegreque futurum est,

ipse quoque esse in eo tum tempore, quum male possit

accidere.[473]


La seguridad, la indolencia, la impasibilidad y la privación de los males de este mundo, que alcanzamos por medio de la muerte, no nos proporcionan ventaja alguna; por pura bagatela evita la guerra el que no puede gozar de la paz y por pura nimiedad rehúye los trabajos el que no puede disfrutar el reposo.

Aun entre los que creen que el suicidio es lícito hubo grandes dudas sobre qué ocasiones son suficientemente justas para determinar a un hombre a tornar ese partido. Los estoicos llaman al suicidio  [474 - 475], y aunque digan que a veces es preciso morir por causas poco graves, como las que nos mantienen sobre la tierra no lo son mucho, es preciso atenerse a alguna medida o norma. Existen inclinaciones caprichosas sin fundamento que impelieron a la muerte, no ya a hombres solamente, sino a pueblos enteros. En otro lugar he citado ejemplos de ello. Conocido es además el hecho de las vírgenes milesianas, que por convenio tácito y furioso se ahorcaron unas tras otras, hasta que el magistrado pudo detener la hecatombe dando orden de que las que se encontraran colgadas serían arrastradas en cueros por toda la ciudad, con la misma cuerda que las ahogó. Cuando Teryción conjura a Cleomones al suicidio por el mal estado de sus negocios, no habiendo encontrado muerte más honrosa en la batalla que acababa de perder, e insiste en que acepte el suicidio ara no dejar así tiempo a los que alcanzaron la victoria de hacerle sufrir vida o suplicio vergonzosos, Cleomones, con valor lacedemonio y estoico, rechaza tal consejo como afeminado y cobarde, y dice: Remedio es ése de que tengo siempre ocasión de echar mano y de que nadie debe servirse mientras le quede un asomo remoto de esperanza; que el vivir consiste más bien en desplegar resistencia y valentía; que quiere con su muerte misma servir a su país, y con el abandono de la vida realizar un acto de honor y de virtud. A este razonamiento nada respondió Teryción, mas después se dio la muerte. Cleomones siguió su ejemplo, pero no sin haber apurado el último esfuerzo en la lucha contra la mala fortuna. No merecen todos los males juntos que se busque la muerte para evitarlos, y, además, como en las cosas humanas hay tan repentinas mudanzas, es difícil distinguir el momento en que ya no puede quedarnos esperanza alguna:


Sperat et in saeva victus gladiator arena,

sit licet infesto pollice turba minax.[476]


Todo lo puede esperar el hombre mientras vive, dice una sentencia antigua. «En efecto, repone Séneca; ¿mas por qué he de pensar yo que la fortuna todo lo puede para el que está vivo y no que la misma diosa inconstante nada puede contra quien sabe morir? Conocido es el caso de Josefo, quien hallándose en inminente peligro por haberse levantado contra él todo un pueblo, no podía, racionalmente pensando, tener ninguna esperanza de salvación; aconsejado por alguno de sus amigos a buscar la muerte, siguió el prudente camino de obstinarse en la esperanza hasta el último momento, contra toda previsión humana, la fortuna cambió de faz y Josefo se vio salvo sin experimentar ningún daño. Por el contrario, Casio y Bruto acabaron de perder los últimos restos de la libertad romana, de la cual eran los defensores, por la precipitación y temeridad con que se dieron muerte, sin aguardar la ocasión irremediable de hacerlo. En la batalla de Cerisole el señor de Enghien intentó dos veces degollarse desesperado por la fortuna que tuvo en el combate, que fue desastrosa en el lugar que mandaba, y por precipitación estuvo a punto de privarse del placer de una tan hermosa victoria como alcanzó después. Yo he visto cien liebres escapar de entre los dientes de los lebreles. Aliquis carnifici suo superstes fuit[477].


Multa dies, variusque labor mutabillis aevi

rettulit in melius; multos alterna revisens

lusit, et in solido rursus fortuna locavit.[478]


Plinio dice que no hay más que tres clases de enfermedades que puedan instigar legítimamente al hombre al suicidio para evitar los dolores que acarrean; la más cruel de todas es, a su entender, el mal de piedra en la vejiga, cuando la orina se encuentra en ella retenida. Séneca coloca en el mismo rango las que trastornan por largo tiempo las facultades anímicas. Por evitar una mala muerte hay quien voluntariamente se la procura a su gusto. Damócrito, jefe de los etolianos, conducido prisionero a Roma, encontró medio de escapar durante la noche; mas perseguido por sus guardianes, prefirió atravesarse el cuerpo con su espada antes que dejarse coger de nuevo. Reducida por los romanos al último extremo la ciudad de Epiro, que defendían Antínoo y Teodoto, acordaron ambos caudillos matarse con todo el pueblo; pero habiendo prevalecido después la idea de entregarse, se lanzaron todos en busca e la muerte, arrojándose contra el enemigo con la intención de atacar, no de resguardarse. Sitiada hace algunos años por los turcos la isla del Gozo, un siciliano, padre de dos hermosas jóvenes que estaban en víspera de contraer matrimonio, las dio muerte con su propia mano, y a la madre en seguida. Luego que hubo acabado su faena, se echó a la calle, armado de una ballesta y un arcabuz, y de dos disparos mató a los dos primeros turcos que se acercaron a su puerta; después, con la espada en la mano, se lanzó furiosamente sobre el ejército, por el cual fue envuelto y despedazado, salvándose así de la servidumbre, luego de haber libertado a los suyos. Las mujeres judías, luego que hacían circuncidar a sus hijos, se precipitaban con ellos huyendo de la crueldad de Antioco. He oído contar el suceso de un noble que se hallaba preso en nuestras cárceles y cuya familia fue advertida de que probablemente sería condenado a muerte. Para evitar deshonra semejante le enviaron sus parientes un sacerdote, el cual inculcó en el ánimo del prisionero que el soberano remedio de su libertad estaba en encomendarse a un santo, a quien había de hacer determinadas promesas, y que además tenía que estar ocho días sin tomar ningún alimento, por debilidad y decaimiento que experimentara. Siguió al pie de la letra el consejo, y por tal medio librose sin pensarlo, a la vez que de la vida, de la deshonra que le amenazaba. Aconsejando Escribonia a su sobrino Libo que se matara antes de que cayera sobre él la mano de la justicia, le decía que era dar gusto a otro conservar su vida para entregarla a los que habían de buscarla tres o cuatro días después, y que a la vez prestaría un servicio a sus enemigos guardando su sangre, que los mismos se encargarían de envilecer.

En la Biblia[479] leemos que Nicanor, perseguidor de la ley de Dios, echó mano de sus satélites para apoderarse del honrado anciano Racias, conocido con el nombre de padre de judíos por el esplendor de sus virtudes. Como el buen Racias viera toda su casa en desorden, la puerta quemada, sus enemigos prestos a cogerle, prefirió morir generosamente antes que caer en poder de los malos y dejar que se mancillase el honor de su rango; mas no habiendo logrado su propósito por la precipitación con que se asestó el golpe con su espada, corrió a precipitarse desde lo alto de una muralla por entre medio de la cuadrilla, la cual le hizo sitio cayó al suelo de cabeza; sintiéndose aún con un resto de vida, ganó nuevos ánimos, pudo colocarse de pie todo ensangrentado y magullado, y haciéndose lugar al través de sus enemigos, acertó a llegar hasta unas rocas escarpadas, junto a un precipicio, donde no pudiendo ya sostenerse se arrancó las entrañas, desgarrándolas y pisoteándolas, y se las arrojó a sus perseguidores, invocando la cólera del cielo contra sus verdugos.

De las ofensas que se infieren a la conciencia, la que a mi entender debe evitarse más es la que se lleva a cabo contra la castidad de las mujeres, tanto más cuanto que en ella va envuelto el placer corporal; por esta razón el desafuero no puede ser completo, y necesariamente la fuerza parece ir unida a cierta voluntad de parte de la víctima. La historia eclesiástica venera la memoria de muchos santos que prefirieron la muerte a los ultrajes que los tiranos trataron de infringir a su religión y a su conciencia. Pelagia y Sofronia, ambas fueron canonizadas, se dieron muerte, la primera arrojándose en un río con su madre y sus hermanas, a fin de evitar la brutalidad de unos soldados, y la segunda para escapar a la furia del emperador Majencio.

En los siglos venideros quizás se alabe el caso de un sabio parisiense, contemporáneo nuestro, que ha tratado de persuadir a las damas de nuestra época de no tomar una determinación tan desesperada en casos análogos. Lamento que ese doctor no conociera, para reforzar sus argumentos, las palabras que yo oí en boca de una tolosana, que había pasado por las manos de algunos soldados: «Alabado sea Dios, decía, pues al menos siquiera una vez en mi vida, me satisface hasta el hartazgo sin caer en el pecado.» En verdad aquellas determinaciones heroicas no son compatibles con la galantería francesa. De modo que, a Dios gracias, nuestros climas se ven enteramente purgados de heroínas, después de la saludable advertencia de nuestro sabio. Basta con que las doncellas digan «no», profiriendo la negación según la melindrosa regla del buen Marot.

La historia está llena de ejemplos de muchos hombres que prefirieron antes la muerte que arrastrar una existencia dolorosa. Lucio Aruncio se mató, decía, a fin de huir el porvenir y el pasado. Granio Silvanio y Estacio Próximo se dieron muerte después de haber sido perdonados por Nerón, o por no deber la vida a un hombre tan perverso, o por no vivir con la pesadilla de necesitar un segundo perdón, vista la facilidad con que se hacían sospechosas y eran víctima de acusaciones bajo su mando las gentes de bien. Espargapizes, hijo de la reina Tomyris, prisionero de guerra de Ciro, aprovechó para matarse a primera ocasión en que el monarca consintió en dejarle libre; no tuvo más fruto en la libertad que el de vengar en su persona la vergüenza de haberse dejado coger. Bogez, gobernador de Jonia, en nombre de Jerjes, sitiado por el ejército ateniense, que mandaba Cimón, rechazó el volver con toda seguridad al Asia y el entrar de nuevo en posesión de todos sus bienes, por no querer sobrevivir a la pérdida de lo que su soberano lo había confiado; y después de haber defendido la ciudad hasta agotar el último recurso, no quedándole ya ni víveres, arrojó al río Strimon todo el oro y cuantas cosas de valor pudieran constituir el botín de sus enemigos. Dio luego orden de encender una gran hoguera y de degollar mujeres, niños, concubinas y servidores, arrojándolos todos al fuego y pereciendo también él en medio de las llamas.

Habiendo sospechado Ninachetuen, señor de las Indias, la deliberación del virrey portugués, que trataba de desposeerle sin causa justa del cargo que ejercía en Malaca, para ponerlo en manos del rey de Campar, tomó la resolución siguiente: hizo levantar un tablado más largo que ancho, sostenido por columnas, regiamente tapizado y adornado con flores e impregnado de perfumes; luego se puso una túnica de tela bordada de oro, guarnecida con rica pedrería, salió a la calle y subió al tablado, en el cual ardía un fuego de maderas aromáticas; entonces expuso, con rostro valiente y semblante mal contento, los servicios que había prestado la nación portuguesa; cuán felizmente había desempeñado los empleos que le encomendaron, y añadió que habiendo con suma frecuencia testimoniado, para otro con las armas en la mano que el honor era para él muchísimo más caro que la vida, no debía de ningún modo abandonar sólo en él la custodia de la honra, y que pues la fortuna le quitaba todo medio de oponerse a las injurias que querían hacérsele, al menos su valor le ordenaba no sobrevivir a la deshonra, ni servir de mofa al pueblo ni de víctima a las personas que valían menos que él. Así que acabó de hablar se arrojó al fuego.

Sextilia, mujer de Scoro, y Paxea, esposa de Labeo, a fin de evitar a sus maridos los males que les amenazaban, de los cuales ellas no hablan de sentir otros efectos que los que acompañan a la afección conyugal, abandonaron voluntariamente la existencia para que tomaran ejemplo en situación tan aflictiva, a la vez que para acompañarlos en la otra vida. Lo que esas heroínas hicieron por sus consortes, realizolo por su patria Coceio Nerva, si bien con menor provecho, con igual vigor de ánimo. Este gran jurisconsulto, gozando de salud cabal, de riquezas, de reputación excelente, bien visto por el emperador, encontró que era razón suficiente para quitarse la vida el miserable estado en que se hallaba la república de Roma. Nada se puede añadir en exquisitez a la muerte de la mujer de Fulvio, familiar de Augusto: el emperador descubrió que aquél había violado un secreto importante que se le confiara, y una mañana en que Fulvio le fue a ver advirtió que le puso mala cara; entonces, lleno de desesperación se dirigió a su casa, y dijo a su mujer que habiendo caído en desgracia estaba dispuesto a suicidarse; ella repuso sin titubear: Procede razonablemente; puesto que más de una vez tuviste ocasión de sufrir los efectos de mi lengua inmoderada sin que por ello te desesperases, deja que me mate yo primero; y sin decir más se atravesó el cuerpo con una espada. Desesperando Vibio Virio de la victoria de la ciudad que defendía contra las fuerzas romanas, y no abrigando por otra parte esperanza alguna de la misericordia de las mismas, conocida la última deliberación de los senadores de Capua, después de varias tentativas empleadas a ese fin, determinó que lo mejor de todo era escapar a la desdicha por sus propias manos; así los enemigos los considerarían como dignos, y Aníbal tendría ocasión de experimentar cuán fieles eran los amigos que había dejado en el abandono. Para poner en práctica su resolución, invitó en su casa a un suntuoso banquete a los que la habían encontrado buena; en el convite, después de comer alegremente, todos saborearían una bebida que el anfitrión había preparado, la cual, añadió Virio, librará nuestros cuerpos del tormento, nuestras almas de la injuria, nuestros ojos y nuestros oídos de advertir tan feos males, como los vencidos sufren de los vencedores, crueles y ofendidos. Además he dado orden de que se nos eche en una hoguera, delante de la puerta de mi casa, cuando todos hayamos expirado. Muchas gentes aprobaron resolución tan digna, pero pocos la imitaron; veintisiete senadores siguieron a Virio, quienes después de haber intentado ahogar en el vino la idea de la muerte, acabaron el banquete con el brebaje destructor, y todos se abrazaron después de haber deplorado en común la desgracia de su país. Luego los unos se retiraron a sus casas, los otros se quedaron para ser quemados en la hoguera, pero la muerte de todos se prolongó tanto a causa de los vapores del vino, que ocupando las venas retardaron el efecto del veneno, que algunos estuvieron próximos a ver a los enemigos en Capua y a experimentar las miserias a que tan caramente habían escapado. Volviendo el cónsul Pulvio de esta terrible carnicería en que por su causa perecieron doscientos veinticinco senadores, fue llamado con tono orgulloso por su nombre por Taurea Jubelio, otro ciudadano de Capua, y habiéndole detenido: Ordena, lo dijo, que me degüellen también, después de tantos otros, a fin de que puedas vanagloriarte de haber matado a un hombre mucho más valiente que tú. Fulvio desdeñó tales palabras tomándolas como hijo de la insensatez, y también porque acababa de recibir un aviso de Roma en que se desaprobaba la inhumanidad de sus actos, que le ligaba las manos, imposibilitándole de seguir la matanza. Jubelio continuó diciéndole: «Puesto que mi país está ya vencido, todos mis amigos muertos y bajo mi mano perecieron mi mujer y mis hijos para sustraerlos a la desolación de tanta ruina, no puedo alcanzar ya la misma muerte que mis conciudadanos; que la fortaleza me vengue de esta odiosa existencia.» Entonces sacó una espada que guardaba oculta, se atravesó el pecho y cayó muerto a los pies del cónsul. Sitiando Alejandro el Grande una plaza de las Indias, cuyos moradores se veían ya reducidos al extremo, resolvieron valientemente privar al conquistador del placer de la victoria y todos perecieron en las llamas al propio tiempo que su ciudad, a pesar de la humanidad de vencedor fue aquella una lid de nuevo género, pues los enemigos combatían por salvar a los sitiados y éstos por perderse, poniendo en práctica por asegurar su muerte cuantos medios se ponen en juego por defender la vida.

Los habitantes de Estepa480, ciudad de España, sintiéndose débiles de fortaleza y parapetos para hacer frente a los romanos, amontonaron todas sus riquezas y muebles en la plaza, colocaron encima sus mujeres e hijos, y después de rodearlo todo de leña y materias combustibles que prendieran instantáneamente, y de dejar el encargo de encenderla a cincuenta jóvenes, salieron de la ciudad, habiendo jurado previamente que en la imposibilidad de vencer se dejarían todos dar la muerte. Luego que las cincuenta degollaron a cuantos encontraron dentro de la ciudad prendieron fuego a la hoguera y se lanzaron entre las llamas, perdiendo la generosa libertad de que un tiempo disfrutaran, en un estado de insensibilidad, antes que caer en el dolor de la deshonra, al par que mostraron a sus enemigos que, si la fortuna lo hubiera querido, también habrían tenido el valor necesario para arrancarles la victoria, cual la concedían frustrada odiosa y hasta mortal a los que instigados por el brillo del oro que corría por en medio de las llamas, y que se habían aproximado en gran número: todos fueron ahogados y quemados, pues se vieron en la imposibilidad de retroceder por la muchedumbre que los cercaba.

Derrotados por Filipo, los abidenses, resolvieron poner en práctica acción parecida; mas advertido de ello el rey, que vela con horror la precipitación temeraria de tal intento, se apoderó de todos sus tesoros, condenados ya al fuego o a ser arrojados al agua, retiró sus soldados de la plaza y les concedió tres días para matarse, con todo el orden y tranquilidad posibles. Emplearon este espacio sembrando el exterminio y matándose los unos a los otros en medio de la más horrenda de las crueldades, y no se salvó ni una sola persona en cuya mano estuviera el poder sucumbir. Hay infinitos ejemplos de sucesos populares semejantes que nos aparecen tanto más horribles cuanto que efectos son mas destructores entre las muchedumbres. Individualmente son menos crueles, pues lo que la razón no encontraría en un hombre aislado, comunícalo en todos juntos el ardor que imposibilita el ejercicio del juicio particular de cada uno.

En tiempo de Tiberio los condenados a la última pena que aguardaban la ejecución de la sentencia perdían sus bienes y estaban además privados de sepultura. Los que la anticipaban dándose la muerte eran enterrados y podían testar.

A veces se apetece la muerte por la esperanza de un bien mayor: «Deseo, dice san Pablo, desligarme de la envoltura terrena para unirme con Jesucristo»; y también, «¿Quién me desatara estas ligaduras?» Cleombrotos Ambraciota, después de leer el Fedon de Platón, quedó poseído de tan ardiente deseo de llegar a la vida futura, que sin motivo ni razón mayor se arrojó al mar. De donde resulta que llamamos impropiamente desesperación a esa destrucción voluntaria a que el calor de la esperanza nos empuja en ocasiones, y otras veces una tranquila y firme inclinación del juicio. En el viaje que a los países de ultramar hizo el rey san Luis, Santiago del Chastel, obispo de Soissons, viendo al rey y a todo el ejército dispuestos a regresar a Francia, dejando sin acabar la obra en pro de la religión que a aquellas remotas tierras les llevara, tomó la resolución de trasladarse cuanto antes al paraíso, y después de despedirse de sus amigos, se lanzó en presencia de todos contra las tropas enemigas, que le despedazaron instantáneamente. En cierta comarca le las tierras recientemente descubiertas, el día que se celebra una procesión en la cual el ídolo que adoraban los habitantes de aquéllas se pasea en público, colocado sobre un carro enorme, se ven algunos que se cortan pedazos de carne viva y los ofrecen a la imagen; otros, en gran número, se prosternan en los lugares por donde el carro pasa para ser aplastados bajo sus ruedas, a fin de alcanzar veneración y ser como santos adorados. La muerte de aquel prelado con las armas en la mano tiene mucho más de generosidad impulsiva que de acto reflexivo, puesto que a ella contribuyó más que todo el ardor del combate en que se hallaba sumergida su alma.

En lo antiguo hubo leyes que reglamentaron la justicia y oportunidad de las muertes voluntarias. En nuestra ciudad de Marsella se guardaba veneno preparado con cicuta, a expensas del erario, para aquellos que querían apresurar el fin de sus días. Para que el suicida pudiera realizar su propósito era indispensable que los seiscientos que formaban el Senado de la ciudad aprobaran las razones que la obligaban a quitarse la vida; sin la licencia del magistrado y sin motivos legítimos no era permitido darse la muerte. Esta ley estaba también en vigor en otras partes.

Dirigiéndose al Asia Sexto Pompeyo pasó por la isla de Cea del Negroponto; por casualidad aconteció durante su permanencia en ella, como sabemos por uno de los que le acompañaron, que una mujer que gozaba de cuantiosos bienes, habiendo dado cuenta a sus conciudadanos de las razones que la impulsaban a acabar sus días, rogó a Pompeyo que presenciara su muerte para honrarla, a lo que aquél accedió de buen grado, no sin intentar antes por medio de su elocuencia, que era grande, disuadirla de su propósito. Todos los discursos de Pompeyo fueron inútiles. Aquella mujer había vivido por espacio de noventa años en situación dichosa, así de salud corporal como espiritual; pero en aquel entonces, tendida sobre un lecho mejor adornado que de costumbre, reclinado el rostro sobre el brazo, decía: Que los dioses, ¡oh Sexto Pompeyo! más bien los que abandono que los que voy a encontrar, te premien por haberte disipado ser consejero de mi vida y testigo de mi muerte. Yo que experimenté siempre los favores de la fortuna, temo hoy que el deseo de que mis días se prolonguen demasiado me haga conocer la desdicha, y con ademán tranquilo me separo de los restos de mi alma, dejando de mi paso por la tierra dos hijas y una legión de nietos. Dicho lo cual, luego de haber exhortado a los suyos a la concordia y unión, haber entro ellos distribuido sus bienes y recomendado los dioses familiares a su hija mayor, tomó con mano firme la copa que contenía el veneno, hizo sus oraciones a Mercurio para que en el otro mundo la reservara una mansión apacible, y bebió bruscamente el mortal brebaje; habló luego a los asistentes del efecto que el veneno la producía, y explicoles cómo las distintas partes de su cuerpo iban enfriándose, las unas después de las otras, hasta que dijo, en fin, que el corrosivo la llegaba ya a las entrañas y al corazón; entonces hizo que sus hijas se acercaran para suministrarla los últimos cuidados y para que cerraran sus ojos.

Plinio habla de cierta nación hiperbórea, en que, merced a la dulzura del clima y salubridad del aire, la vida de los hombres no acaba comúnmente sino porque la muerte se busca de intento. Estando ya cansados y hartos de la existencia, al llegar a una edad avanzada, después de haberse propinado una buena comida, se arrojan al mar desde lo alto de una roca destinada a tal servicio. Sólo el dolor extremo o la seguridad de una muerte peor que el suicidio me parecen los más excusables motivos para abandonar la vida.



Mañana será otro día

Entre todos nuestros escritores otorgo la palma, y creo que con razón, a Santiago Amyot, no sólo por el candor y pureza de su dicción, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, ni por la constancia que puso en un trabajo tan dilatado, ni por la profundidad de su saber, merced al cual le fue posible interpretar felizmente un autor tan espinoso y de difícil trabajo; pues digaseme lo que quiera, aunque yo no sé griego, veo en las traducciones de Amyot un sentido tan unido y constante, que, una de dos, o penetró de veras las ideas del autor, o merced a un comercio prolongado logró introducir en su alma una idea general de Plutarco; y nada le achacó que lo desmienta ni le contradiga. Mas por cima de todo estimo yo en nuestro autor el haber sabido escoger un libro tan excelente y tan útil para con él hacer a su país valioso presente. Nosotros, pobres ignorantes, estábamos perdidos si este libro no nos hubiera sacado del cenagal en que yacíamos; gracias a él osamos hoy hablar y escribir; las damas son capaces de adoctrinar a los maestros, es nuestro breviario. Si el buen Amyot tiene vida para ello le recomendaría yo ahora la traducción de Jenofonte, tarea más fácil y por consiguiente más propia para su vejez. Aunque vence siempre con maestría suma las dificultades que le salen al paso, no sé por qué se me figura que su estilo es más personal cuando la dificultad de la frase griega no le embaraza y se desliza sin obstáculos, a su cabal albedrío.

Leía yo hace un momento el pasaje en que Plutarco refiere que el poeta Rústico, representando en Roma una de sus propias obras, recibió una misiva del emperador y aguardó para abrirla a que acabara el espectáculo, conducta que fue muy alabada, añade nuestro autor, por todos los asistentes. Como en el lugar a que aludo se trata de la curiosidad y fisgoneo, y de la pasión ávida y hambrienta de novedades que nos mueve con tanta indiscreción como impaciencia a dejarlo todo de lado por conversar con un recién venido lo mismo que a prescindir de todo miramiento para abrir las cartas que nos incumben, a cuyo deseo nos es difícil sustraernos, Plutarco obra cuerdamente al alabar la cordura de Rústico. Y aun podía haber añadido el elogio de su civilidad y cortesía, puesto que no quiso interrumpir el curso de la representación. Menos creo yo que merezca alabársele como hombre avisado, porque al recibir de pronto una carta, y con mayor razón una carta de un emperador, podía muy bien acontecer que el aplazar su lectura le hubiera ocasionado algún perjuicio. El vicio contrario a la curiosidad es la indiferencia, hacia la cual me inclino yo por naturaleza, y he conocido algunos hombres que la llevaron a extremo tal, que guardaban en su bolsillo, sin abrir, las cartas que habían recibido tres o cuatro días antes.

Jamás abrí yo ni las que se me confiaron ni las que el azar hizo pasar por mis manos, y considero como caso de conciencia el que mis ojos lean sin querer algún papel de importancia cuando algún personaje principal se encuentra cerca de mí. Nunca hubo hombre que se inquiriera menos que yo ni huroneara menos que yo en los asuntos ajenos.

En una ocasión, hace ya bastante tiempo, el señor de Boutieres estuvo a punto de perder la plaza de Turín por no leer en el instante de recibirla, estando comiendo en compañía de unos amigos, una carta en que se le daban noticias de las traiciones que se tramaban contra aquella ciudad, cuyo mando le estaba encomendado. Plutarco nos refiere que Julio César hubiera salvado su vida si al ir camino del Senado el día mismo en que fue muerto por los conjurados hubiera leído un papel que le presentaron. Lo propio aconteció a Arquias, tirano de Tebas, el cual, antes de la ejecución del proyecto que Pelópidas había formado de asesinarle para libertar a su país, recibió un escrito de otro ateniense llamado también Arquias en el cual se le participaba, con exactitud cabal, la trama que se urdía contra él. Recibió la misiva hallándose cenando y aplazó el informarse de su contenido, profiriendo la frase que luego llegó a ser proverbial en Grecia: «Lo dejaremos para mañana.»

Puede a mi entender un hombre prudente, bien por atenciones ajenas, bien por no separarse de una manera brusca de las personas con quienes se encuentra, como hizo Rústico, o por no dejar de la mano otro asunto de importancia, diferir el informarse de las nuevas que se lo comunican; pero por la propia comodidad o particular placer, mucho más cuando se trata de hombres que ejercen funciones públicas, aplazar el conocimiento de las nuevas que se reciben por no interrumpir la comida o el sueño, me parece falta que no tiene excusa posible. El lugar que en la antigua Roma ocupaban los senadores en la mesa, era el más accesible a las personas que de fuera pudieran comunicarles noticias, lo cual da claro testimonio de que por hallarse en comidas o banquetes aquellos magistrados no abandonaban el gobierno de los negocios, ni tampoco el informarse de las cosas imprevistas. Puede dejarse sentado en conclusión, que en las acciones humanas es difícil el dar preceptos atinados cuyo fundamento sea la razón: el azar juega un papel importante en todas ellas.



De la conciencia

Viajando un día con mi hermano, el señor de La Brousse, durante nuestros trastornos civiles, encontramos un gentilhombre de maneras distinguidas, que pertenecía al partido opuesto al nuestro. En nada conocí yo esta circunstancia, pues el personaje en cuestión disimulaba a maravilla sus opiniones. Lo peor de estas guerras es que las cartas están tan barajadas, que el enemigo no se distingue del amigo por ninguna señal exterior, como tampoco por el lenguaje, ni por el porte, educado como está bajo idénticas leyes, costumbres y clima; todo lo cual hace difícil el evitar la confusión y el desorden consiguientes. Estas consideraciones me hacían temer a mí mismo el encuentro con nuestras tropas en sitio donde yo no fuera conocido, si no declaraba mi nombre, o algo peor quizás, como lo que me aconteció una vez, pues a causa de tal equivocación perdí hombres y caballos, y me mataron miserablemente entre otros, un paje, caballero italiano que iba siempre conmigo y a quién yo prodigaba atenciones grandes, con cuya vida se extinguió una infancia hermosa y una juventud llena de esperanzas. Aquel caballero era tan miedoso y experimentaba un horror tan extremo, lo veía yo tan muerto cuando encontrábamos gente armada o atravesábamos alguna ciudad que estaba por el rey, que al fin caí en que todo ello eran alarmas que su conciencia la procuraba. Parecíale a aquel pobre hombre que al través de su semblante y de las cruces de su casaca irían a leerse hasta las más secretas inclinaciones de su pecho, ¡tan maravilloso es el poderío de la conciencia! la cual nos traiciona, nos acusa y nos combate, y a falta de extraño testigo nos denuncia contra nosotros mismos.


Occultum quatiens animo tortore flagellum.[481]


El cuento siguiente se oye con frecuencia en boca de los muchachos: Reprendido Bessus, peoniano, por haber encontrado placer en echar por tierra un nido de gorriones a quienes dio muerte, contestó que no los había matado sin razón, porque aquellos pajarracos, añadía, no dejaban de acusarle constante y falsamente de la muerte de su padre. Este parricida había mantenido oculto su delito hasta entonces, mas las vengadoras furias de la conciencia hicieron que se delatara él mismo que había de sufrir el castigo de su crimen. Hesiodo corrige la sentencia en que afirma Platón que la pena sigue bien de cerca al pecado, pues aquél escribe que la pena nace en el instante mismo que la culpa se comete. Quien aguarda el castigo lo sufre de antemano, y quien lo merece lo espera. La maldad elabora tormentos contra sí misma:


Malum consillum, consultori pessimum[482],


a semejanza de la avispa, que pica y mortifica, pero se hace más daño a sí misma, pues pierde para siempre su aguijón y su fuerza:


Vitasque in vulnere ponunt.[483]


Las cantáridas tienen en su cuerpo una sustancia que sirve a su veneno de contraveneno; de la propia suerte acontece que al mismo tiempo que en el vicio se encuentra placer, el mismo vicio produce el hastío en la conciencia, la cual nos atormenta con imaginaciones penosas, lo mismo dormidos que despiertos:


Quippe ubi se multi, per somnia saepe loquentes,

aut morbo delirantes, protraxe ferantur,

et celata diu in medium peccata dedisse.[484]


Apolodoro soñaba que los escitas le desollaban, que le ponían luego a hervir dentro de una gran marmita y que mientras tanto su corazón murmuraba: «Yo, solo yo soy la causa de todos tus males.» Ninguna cueva sirve a ocultar a los delincuentes, decía Epicuro, porque ni siquiera ellos mismos pueden tener seguridad de que están ocultos; la conciencia los descubre constantemente,


Prima est haec ultio, quod se

judice nemo nocens absolvitur.[485]


Y del mismo modo que nos llena de temor nos comunica también seguridad y confianza. De mí puedo afirmar que caminé en muchos azares con pie bien firme por la que tenía en mi propia voluntad y por la rectitud de mis designios:


Conscia mens ut cuique sua est, ita concipit intra

pectora pro tacto spemque, metumque suo.[486]


Mil ejemplos hay de ello; bastará con traer a cuento tres relativos al mismo personaje. Un día fue acusado Escipión ante el pueblo de una falta grave, y en vez de excusarse o de adular a sus jueces, dijo a éstos: «No os sienta mal el pretender disponer de la cabeza de quien os concedió el poder de juzgar a todo el mundo.» En otra ocasión, por otra respuesta a las imputaciones que le dirigía un tribuno del pueblo, en lugar de defenderse, exclamó: «Vamos allá, conciudadanos, vamos a dar gracias a los dioses por la victoria que alcancé contra los cartagineses tal día como hoy»; y colocándose al frente de la muchedumbre, camino del templo, la asamblea toda y su acusador mismo le siguieron. Y cuando Petilo, instigado por Catón, le pidió cuenta de los caudales gastados en la provincia de Antioca, compareció Escipión ante el Senado para darlas cumplidas; presentó el libro en que constaban, que tenía guardado bajo su túnica, y dijo que aquel cuaderno contenía con exactitud matemática la relación de los ingresos y la de los gastos; mas como se lo reclamaran para anotarlo en el cartulario, se opuso a semejante petición, diciendo que no quería inferirse a sí mismo tal deshonra; y en presencia del Senado desgarró con sus manos el libro y lo hizo añicos. Yo no puedo creer que un alma torturada por los remordimientos pueda ser capaz de simular un aplomo semejante. Escipión tenía un corazón demasiado grande, acostumbrado a las grandes hazañas, como dice Tito Livio para defender su inocencia en caso de haber sido culpable del delito que se le imputaba.

Las torturas son una invención perniciosa y absurda, y sus efectos, a mi entender, sirven más para probar la paciencia de los acusados que para descubrir la verdad. Aquel que las puede soportar la oculta, y el que es incapaz de resistirlas tampoco la declara; porque, ¿qué razón hay para que el dolor me haga confesar la verdad o decir la mentira? Y por el contrario, si el que no cometió los delitos de que se le acusa posee resistencia bastante para hacerse fuerte al tormento, ¿por qué no ha de poseerla igualmente el que lo cometió, y más sabiendo que en ello le va la vida? Yo creo que el fundamento de esta invención tiene su origen en la fuerza de la conciencia, pues al delincuente parece que la tortura le ayuda a exteriorizar su crimen y que el quebranto material debilita su alma, al par que la misma conciencia fortifica al inocente contra las pruebas a que se le somete. Son en conclusión, y a decir verdad, un procedimiento lleno de incertidumbre y de consecuencias detestables; en efecto, ¿qué cosa no se dirá o no se hará con tal de librarse de tan horribles suplicios?


Etiam innocentes cogit mentiri dolor[487]:


de donde resulta que el reo a quien el juez ha sometido al tormento por no hacerle morir inocente, muere sin culpa, y además martirizado. Infinidad de hombres hubo que hicieron falsas confesiones; Filoto, entre otros, al considerar las particularidades del proceso que Alejandro entabló contra él y al experimentar lo horrible de las pruebas a que se le sometió. Con todo, dicen algunos que es lo menos malo que la humana debilidad haya podido idear; bien inhumanamente y bien inútilmente a mi manera de ver. Algunas naciones, menos bárbaras en esto que la griega y la romana, que aplicaron a todas las otras aquel dictado, consideraron como cruel y espantoso el descuartizar a un hombre cuyo delito no está todavía probado. ¿Es acaso el supuesto delincuente responsable de vuestra ignorancia? En verdad, sois injustos en grado sumo, pues por no matarle sin motivo justificado hacéis con él experiencias peores que la muerte. Y que es así en realidad pruébanlo las veces que el delincuente supuesto prefiere acabar injustamente a pasar por la información más penosa que el suplicio, la cual es con frecuencia más terrible por su crudeza que la misma tortura. No recuerdo el origen de este cuento, que refleja con exactitud cabal el grado de conciencia de nuestra justicia. Ante un general, gran administrador de la misma, acusó una aldeana a un soldado por haber arrebatado a sus pequeñuelos unas pocas gachas, único alimento que quedaba a la mujer, pues la tropa lo había aniquilado todo. El general, después de advertir a la mujer que mirase bien lo que decía y de añadir que la acusación recaería sobre ella en caso de no ser exacta, como aquélla insistiera de nuevo, hizo abrir el vientre del soldado para asegurarse de la verdad del hecho, y, efectivamente, aconteció que la aldeana tenía razón. Condenación instructiva.



De la ejercitación [488]

Es difícil que la razón y la instrucción puedan por sí solas hacernos aptos para llevar a la práctica nuestros proyectos, aunque a aquéllas apliquemos todas nuestras fuerzas mentales, si por medio de la experiencia no ejercitamos y templamos nuestra alma al género de vida que queremos llevarla; si nuestra conducta no se ajusta a tal principio, al encontrarnos frente a los hechos tropezaremos con toda suerte de obstáculos o impedimentos. Por eso los filósofos que quisieron alcanzar en su vida alguna supremacía sobre los demás mortales, no se contentaron con esperar a cubierto y en reposo los rigores de la fortuna, temiendo que esta diosa inconstante les sorprendiera en el combate inexperimentados y nuevos; tomaron el partido de salir al encuentro, y voluntariamente se sometieron a la prueba de las contrariedades más duras: los unos abandonaron las riquezas para acostumbrarse al tormento de la miseria; los otros buscaron en el trabajo y las fatigas la austeridad de una vida penosa para endurecerse a la labor y a las contrariedades; otros se privaron de las más preciosas partes de su cuerpo, como la vista y los órganos de la generación, de miedo que el auxilio gratísimo y voluptuoso que esos órganos prestan al hombre debilitaran y ablandaran la firmeza de sus almas.

Mas en el morir, que es el acto magno que todos hemos de cumplir, la experiencia nada puede ayudarnos. Puede el hombre, auxiliado por la costumbre, fortificarse contra los dolores, la deshonra, la indigencia y otros males, pero cuanto a la muerte, sólo una vez nos es dado ver cuáles son sus efectos. Todos somos aprendices cuando su hora nos alcanza. En lo antiguo se vieron algunos hombres para quienes el tiempo fue cosa tan preciosa, que procuraron medir y aquilatar en su persona los efectos de la muerte misma, y que fortificaron su espíritu para ver en qué consistía tan terrible momento, pero no volvieron luego a la tierra a darnos cuentas de sus experiencias:


Nomo expergitus exstat,

frigida quem semel est vitai pausa sequuta.[489]


Habiendo sido condenado a la última pena Canio Julio, patricio romano de virtud y firmeza de alma singulares, por el malvado Calígula, dio maravillosas pruebas de su entereza en tan duro trance, y al llegar el momento de la ejecución, un filósofo, amigo suyo, preguntole: «¿Qué tal Canio? ¿Cuál es en estos instantes el estado de tu alma? ¿En qué se ocupa? ¿Qué pensamientos la llenan? -Pensaba yo, respondió Canio, conservar la serenidad con todas mis fuerzas, con objeto de ver si en este momento de la muerte, que es tan corto y fugitivo, podía advertir cómo el alma me abandonaba, y si mi espíritu echaba de ver cómo se alejaba de la materia, para luego, de poder hacerlo, volver al mundo a contárselo a mis amigos.» Canio fue filósofo, no sólo hasta la hora de la muerte, sino también en la muerte misma. ¡Qué seguridad tan grande y qué altivez de valor las de querer que su fin le sirviera de enseñanza y el poder disponer de sus facultades en el instante mismo de abandonar la vida!


Jus hoc animi morientis habebat.[490]


Creo, sin embargo, que nos es factible disponer de algún medio de acostumbrarnos a ella y de conocer aproximadamente cuáles son sus efectos. Podemos alcanzar alguna experiencia, si no cabal y perfecta, al menos que nos sea de algún provecho y que nos fortifique y mantenga dueños de nuestras fuerzas; podemos unirnos a ella, podemos acercarnos y podemos reconocerla; y si no nos es dable llegar hasta su fuerte, al menos nos es hacedero transitar por sus avenidas. No sin razón se considera el sueño como semejante a la muerte, por la analogía que con ella guarda: ¡cuán fácilmente pasamos de la vigilia al sueño, y cuán indiferente nos es el perder la noción de la luz y de nosotros mismos! En cierto modo podría considerarse el dormir como inútil y contra naturaleza, puesto que nos priva de toda acción, así como también del ejercicio de nuestras facultades, si no fuera que por él la naturaleza nos enseña que lo mismo fuimos creados para la muerte que para la vida, y desde el nacer nos muestra el eterno estado que nos aguarda después de la existencia para que así nos habituemos, y alejemos de nosotros el temor que la idea del acabar nos ocasiona. Los que por algún accidente violento cayeron en estado de postración física y moral que les hizo perder el uso de sus facultades, están en estado de considerar cómo la muerte va ganando nuestras fuerzas; al instante mismo del sucumbir no acompañan ninguna fatiga ni dolor, porque no podemos tener sensaciones si nos falta el tiempo para experimentarlas; nuestros sufrimientos han menester de tiempo, y como éste es tan corto y tan veloz en la hora de la muerte, necesario es que ésta nos sea insensible. La proximidad es lo que hemos de temer, y ésa puede ser objeto de nuestra experiencia.

Hay muchas cosas a que nuestra imaginación da proporciones mayores de la que tienen en realidad: yo he pasado una buena parte de mi vida disfrutando de salud cabal y perfecta, y en este particular mi existencia se deslizó alegre y bulliciosa. Ese estado, lleno de verdor y contento, hacia que considerase con horror tal la perspectiva de las enfermedades que, cuando vine a caer en ellas, encontré sus mordeduras blandas en comparación del temor que ponían en mi ánimo. Al presente, cuando me encuentro a cubierto y abrigado en una habitación cómoda, mientras por fuera reinan la tempestad y la tormenta, profeso compasión y me aflijo por los que se encuentran en campo raso; y si soy yo quien aguanta los accidentes de la naturaleza, tampoco echo de menos el abrigo. La sola idea de permanecer constantemente encerrado en un cuarto me parecía insoportable, mas bien pronto me vi en la precisión de mantenerme recogido días y semanas, enfermo y débil, y cuando recobré la salud compadecía a los enfermos mucho más de lo que me quejo cuando yo lo estoy. Una muy grande aprensión exageraba para mí en más de la mitad la esencia y realidad de los trabajos y los males. Tengo esperanza de que me ocurrirá otro tanto con la muerte, y que ésta no vale la pena que me tomo en echar mano de tantos aprestos ni de tantas seguridades como busco y reúne para mantenerme fuerte cuando llegue mi hora. Mas cuando son grandes las aventuras que nos esperan, nunca podemos prepararnos suficientemente.

Durante nuestras terceras guerras de religión, o segundas (no recuerdo a punto fijo), habiendo salido a pasear por un lugar que dista una legua de mi casa, la cual está emplazada en el punto central que sirve de teatro a nuestras trastornos civiles, creyéndome en seguridad completa y tan próximo a mi retiro, que no tenía necesidad de mayores aprestos, cogí un caballo ágil, pero poco fuerte a mi regreso, presentóseme ocasión de ayudarme del animal para un servicio que no era el que más lo acomodaba; un individuo de entre mis gentes, recio y de gran estatura, que montaba un caballo fuerte, por hacer alarde de llevarnos a todos la delantera, soltó su cabalgadura a toda brida en la dirección del camino que yo llevaba, y cayó como un coloso sobre el hombrecillo y su caballito, a quienes derribó con toda la fuerza de su velocidad y pesantez, lanzándonos a uno y a otro los pies al aire, de tal suerte que el caballo cayó por tierra completamente atolondrado, y yo fui, a dar diez o doce pasos más allá, tendido boca abajo, con el rostro destrozado y deshollado; mi espada, que montado tenía en la mano, estaba también diez pasos más allá, mi cinturón hecho añicos, y yo no tenía más movimiento ni sensaciones que un cepo. Era el primer caso que hasta ahora haya experimentado. Los que me acompañaban, después de haber intentado por cuantos medios les fue dable hacerme volver en mí, dándome ya por muerto, me cogieron entre sus brazos y me llevaron con gran dificultad a mi casa, que distaba del lugar cosa de media legua francesa. En el camino, después de haberme considerado como muerto durante más de dos horas, comencé a moverme y a respirar. Tal cantidad de sangre había caído en mi pecho, que para descargarlo, la naturaleza tuvo que resucitar sus fuerzas. Entonces me pusieron de pie, y arrojé tanta cantidad de borbotones de sangre, que casi llenaron un cubo; en el resto del camino también la expelí abundante. Así comencé a volver a la vida, pero tan poquito a poco que hube menester de bastante tiempo, de tal suerte que mis primeras sensaciones estaban mucho más próximas de la muerte que de la existencia:


Perché, dubbiosa ancor de suo ritorno,

non s'assicura attonita la mente.[491]


El recuerdo de este suceso, cuya huella tengo fuertemente grabada en mi alma, me representa la apariencia o idea de la muerte tan cerca del natural que me concilia en algún modo con ella. Cuando empecé a divisar la luz, fue de un modo tan incierto, mis ojos estaban tan débiles y tan muertos que nada podían discernir aparte de una vaga claridad:


Come quei ch'or apre, or chiude

gli occhi, mezzo tra'l sonno e l'esser desto.[492]


Las funciones del alma iban renaciendo en el mismo grado que las del cuerpo. Me vi todo ensangrentado; mi corpiño estaba manchado por todas partes con la sangre que había arrojado. La primera idea que me vino al pensamiento fue la de que había recibido un disparo de arcabuz en la cabeza, pues en el momento de ocurrirme el accidente sonaban muchos en derredor nuestro. Me parecía que mi vida estaba sólo pendiente del borde de mis labios; cerraba mis ojos para ayudar, creyendo así echarla hacia fuera, y encontraba cierta dulzura en languidecer dejar el campo libre a las sensaciones que me dominaban, las cuales nadaban en la superficie de mi alma, tan débil como el resto de mi persona, y que no sólo estaban exentas de dolor, sino que a ellas se mezclaba cierta dulzura como la que sentimos cuando empieza a dominarnos el sueño.

Creo que ése es el estado en que se encuentran las personas que vemos desfallecer de debilidad en la agonía, y creo también que sin razón las compadecemos, considerando que se encuentran agitadas por dolores crueles o que tienen el alma oprimida por una tensión penosa. Fue siempre mi opinión, contra la corriente general, incluso el parecer de Esteban de Laboëtie, que los moribundos que se encuentran así abatidos y adormecidos, cuando su fin está ya próximo o se encuentran acabados por la duración del mal, por algún accidente apoplético o epiléptico,


Vi morbi saepe coactus

ante oculos aliquis nostros, ut fuiminis ictu,

concidit, et spumas agit; lagemit, et fremit artus;

desipit, extentat nervos, torquetur, anhelat,

inconstanter et in jactando membra fatigat[493],


o heridos en la cabeza, de quienes oímos el estertor, que exhalan a veces suspiros agudos, aunque en ellos descubramos ciertos síntomas, que juntos con alguna agitación, denuncian un resto de conocimiento, siempre he pensado que tienen así el alma como el cuerpo, adormecidos,


Vivit, et est vitae nescius ipse suae[494],


y me resisto a creer que en medio de una debilidad tan grande de miembros y sentidos, aquélla pueda conservar alguna fuerza interior con que poder reconocerse. Por todo lo cual, afirmo que los moribundos no son capaces de pensamiento alguno que les atormente ni que les pueda hacer juzgar ni sentir la miseria de su estado, y que por lo mismo no debemos compadecerlos gran cosa.

Ninguna situación imagino más insoportable ni más horrible que la de tener el alma en estado de lucidez y dolorida, sin disponer de medio alguno para declararlo; tal es el caso en que se encuentran aquellos que van al suplicio, y a quienes se arrancó la lengua (bien que este género de muerte muda me parezca la más digna, cuando va acompañada de mirada serena y continente firme); y el de los pobres prisioneros que caen en manos de los soldados de esta época, que no son sino verdugos repugnantes, los cuales martirizan a aquéllos para obligarles a pagar un rescate excesivo e imposible, puestos mientras tanto a buen recaudo en estado y lugar en que no tienen medio ninguno de exteriorizar sus pensamientos y miserable condición. Los poetas imaginaron algunos dioses favorables a la liberación de los que arrastraban así una muerte lánguida:


Hunc ego diti

sacrum jussa fero, teque isto corpore solvo.[495]


Los gemidos y respuestas cortas e incoherentes que se les arranca en ocasiones en fuerza de gritarles y vociferarles en los propios oídos, o los movimientos que parecen tener alguna relación con lo que se les pregunta, no dan, sin embargo, testimonio de que viven, al menos una vida completa. Acontécenos de un modo análogo, cuando empieza ganarnos el sueño, antes de que llegue a dominarnos por completo, que sentimos de un modo vago lo que ocurre en derredor nuestro y advertirnos las palabras que se pronuncian por manera borrosa o incierta, que parece no impresionar sino las capas más superficiales de nuestra alma, y a las preguntas que se nos hacen contestamos sólo a tenor de las últimas palabras, emitiendo respuestas atinadas, más bien por azar que por reflexión.

Hoy que experimenté los efectos de la muerte, no tengo ninguna duda de que conozco bien cuáles son: primeramente, como me encontrara privado del uso de mis sentidos, forcejeaba para abrir mi corpiño con las uñas (pues no llevaba armadura), aunque nada sentía que me molestara ni me hiriera, porque efectuamos muchos movimientos instintivos que no son resultado de los actos de la voluntad:


Semianimesque micant digiti, ferrumque retractant[496]:


como por ejemplo, cuando caemos al suelo que extendemos los brazos por un impulso natural, el cual hace que nuestros miembros se auxilien los unos a los otros, y obren independientemente de nuestra actividad cerebral


Falcireros memorant currus abscindere membra...

Ut tremere in terra videatur ab artubus id quod

decidit abscissum; qumn mens tamen atque hominis vis,

mobilitate mali, non quit sentire dolorem.[497]


Tenía mi pecho oprimido por la sangre coagulada; mis manos efectuaban movimientos por sí mismas, como acontece cuando el picor acomete alguna parte de nuestro cuerpo que van derechas a él sin el dictamen de la voluntad. Vense muchos animales y hasta muchos hombres, que después de muertos mueven y contraen los músculos; por experiencia sabemos todos que algunas partes de nuestro individuo se ponen rígidas, se levantan y bajan por sí mismas. Así que estas pasiones que no nos tocan sino superficialmente no pueden en rigor llamarse nuestras; para que lo fueran precisaría que todo nuestro individuo se hallara dominado por ellas; los dolores que mientras dormimos sienten el pie o la mano no pertenecen a nuestro individuo.

Como me acercara a mi casa, donde la alarma de mi caída había llegado ya, y mi familia me acogiera con los gritos acostumbrados en tales casos, no sólo contesté algunas palabras a las preguntas que se me hacían, sino que, a lo que supe después, di también orden de que procuraran un caballo a mi mujer, a quien veía en un lugar difícil en transitar, porque el camino era muy desigual y montuoso. Parece natural que este aviso emanara de un espíritu en estado de lucidez, y sin embargo, el mío estaba muy lejos de disfrutarla: eran sólo las mías percepciones vagas y nebulosas sugeridas por los sentidos de la vista y el oído, pero no emanadas de mi alma. No sabía, por consiguiente, ni de dónde venía ni adónde iba, como tampoco podía reflexionar en las palabras que se me dirigían; mis respuestas no tenían otro origen que los efectos que producen los sentidos por hábito y costumbre; lo que alma ponía era como en sueños ligeramente tocada y como tenuemente movida por la débil impresión de los mismos sentidos. Sin embargo, mi situación era dulce y apacible, ninguna aflicción experimentaba por los demás ni por mí, era el en que me encontraba un estado de languidez y de debilidad extremas, sin ningún dolor. Vi mi casa sin reconocerla, y cuando me acostaron sentí una dulzura y reposo infinitos; pues había sufrido dolores horribles de manos de las peores gentes que me condujeron en sus brazos por un camino largo y penoso, y cuatro o cinco veces se sustituyeron los unos a los otros, lo cual aumentó mi tortura. Presentáronme toda suerte de medicamentos, pero no acepté ninguno, seguro como estaba de tener una herida mortal en la cabeza. En verdad hubiera sido aquélla una muerte dichosa, pues la debilidad de mi razón imposibilitábame de juzgar y la del cuerpo de sentir; dejábame llevar tan dulce, blanda y gustosamente, que ni siquiera puedo formarme idea de un acto menos penoso de lo que aquél era. Cuando volví a la vida y recuperé mis fuerzas,


Ut tandem sensus convaluere mei[498],


que fue dos o tres horas después, me sentí de pronto acometido por los dolores; tenía el cuerpo molido, y mi estado fue tal, durante las tres noches siguientes, que temí morir nuevamente, pero esta vez de una muerte más viva y dolorosa. Todavía me resiento de la sacudida. No quiero olvidar tampoco que la última cosa que pude tener presente fue el recuerdo de este accidente, de tal modo que hice que me refirieran muchas veces hasta las menores circunstancias: de dónde venía, adónde iba y la hora a que había ocurrido, antes de poder darme cuenta precisa del mismo. La causa de mi caída ocultábanmela en beneficio del que había sido culpable, forjándome mil historias. Mas cuando mi memoria se entreabrió, me representó clara y distintamente el estado en que me había encontrado en el momento en que el caballo vino sobre mí (pues yo lo había visto en mis talones y me tuve por muerto, idea que fue tan rápida, que no dejó tiempo para que el miedo me ganara); parecíame que fue un relámpago, cuya sacudida me hirió en el alma, y que yo volvía del otro mundo.

La relación de un suceso de tan escasa importancia sería casi insignificante si no tuviera por objeto la lección que me ha procurado; pues en verdad entiendo que para acostumbrarse a la muerte no hay cosa mejor que acercarse a ella; y como dice Plinio, cada cual puede procurarse a sí mismo una excelente disciplina como tenga la voluntad necesaria para estudiarse de cerca. No traigo yo aquí a colación mis doctrinas, sino mi particular experiencia, y no debe censurárseme si la explano: lo que sirve para mi provecho, acaso pueda también servir para el de otros. Por lo demás, ningún perjuicio puede recibir con esta relación la experiencia ajena: expongo sólo la mía, así que, si yo hago el loco, es a mis expensas, sin perjuicio de ningún otro, pues es una locura sin consecuencias que muere en mí. No conocemos más que dos o tres filósofos antiguos que hayan hollado este camino, y como de ellos sabemos sólo los nombres, tampoco tenemos noticia de si lo hicieron de modo análogo al mío. Después nadie siguió sus huellas. Es una empresa más difícil de lo que parece el seguir una marcha tan insegura como la de nuestro espíritu, penetrar las profundidades opacas de sus repliegues internos, escoger y fijar tantos incidentes menudos y agitaciones distintas, al par que una ocupación nueva y extraordinaria que nos arranca de los quehaceres mundanos, e incontestablemente de los más graves. Hace ya algunos años que no tengo sino a mí mismo por objeto de mis reflexiones, que no examino ni estudio otra cosa que mi propia persona, y si a veces mis pensamientos y miras se dirigen a otro lugar lo hago sólo por aplicarlo sobre mí o en mí, para provecho personal. Y no creo seguir un camino errado, si como se hace con las otras ciencias, sin ponderación menos útiles, comunico a los demás mis experiencias, aunque me encuentre muy poco satisfecho de mis progresos. Ninguna descripción comparable en dificultad ni en utilidad a la descripción de sí mismo[499], pues hay necesidad para ello de adornarse, metodizarse y ordenarse para comparecer ante el público; yo me adorno sin cesar, pues sin cesar me describo. La opinión general considera como vicioso el hablar de sí mismo por odio a la vanagloria que parece ir siempre unida a los propios testimonios: en vez de limpiar las narices al muchacho, esto se llama desnarizarle,


In vitium ducit culpae fuga.[500]


Encuentro mayor mal que bien en ese remedio. Mas aun cuando fuera cierto que necesariamente signifique presunción el hablar de sí mismo, no debo yo, siguiendo mi designio principal, rechazar la acción que acusa esa viciosa cualidad, puesto que ésta reside en mí, ni debo tampoco ocultar mi falta, en la cual no sólo incurro, sino que hago profesión de ella. Mas si he de expresar mi manera de ver, entiendo que es errónea la costumbre que condena el vino porque muchos se emborrachan; no puede abusarse sino de las cosas que son buenas, y creo que el precepto de no hablar de sí mismo a nadie debe aplicarse más que al vulgo. Son esas bridas para terneros, de las cuales no hubieron menester los santos a quienes oímos relatar menudamente las peripecias de sus almas, ni los filósofos ni los teólogos, ni yo tampoco, aun cuando no sea digno de que se me apliquen esos dictados. Y si no escriben constantemente de sí mismos no tienen inconveniente alguno en hacerlo cuando la ocasión se les ofrece. ¿De qué habla Sócrates más ampliamente que de él, ni adónde encamina la conversación de sus discípulos sino a platicar de sus respectivas personas? Y no de la lección de su libro, sino del ser y movimientos de sus almas. Los católicos abrimos la nuestra a Dios y a nuestro confesor como los protestantes a todo el mundo; pero declaramos sólo, se me repondrá, nuestros pecados. Nosotros lo exteriorizamos todo, pues hasta la misma virtud está sujeta a error y a arrepentimiento. Mi oficio y mi arte se encaminan a la vida; quien me prohíbe hablar conforme a mi sentir, experiencia y costumbres, ordene igualmente al arquitecto hablar de las construcciones, no según sus ideas, sino conforme a las del vecino; según la ciencia ajena, no conforme a la suya. Si no es más que pura vanagloria hacer público su mérito, ¿por qué no encomia Cicerón la elocuencia de Hortensio ni Hortensio la de Cicerón? Acaso quieren los que así opinan que testifique mis actos materialmente y no valiéndome de palabras. Yo reflejo principalmente mis pensamientos, materia informe que no puede menos de ser objeto de una labor difícil; gracias si me es dable a duras penas exteriorizarlos valiéndome de la voz, que es un cuerpo aéreo y sin consistencia. Hombres superiores a mí en virtud y en saber vivieron esquivando todo aparato exterior. Cuanto a las acciones de mi vida tienen mayor relación con la fortuna que conmigo mismo, dan testimonio del papel de aquélla y no del mío, a no ser de una manera conjetural o incierta; son muestras de una parte del individuo y no de la totalidad del mismo. Yo me presento a la manera de una pieza anatómica, en la que se ven las venas, los músculos los tendones, cada órgano en su lugar: la tos producirá un efecto; la palidez o la palpitación del corazón otros distintos, aunque nunca de un modo afirmativo. No relato mis gestos, sino mi individuo y mi esencia.

Entiendo que es indispensable la prudencia en el juicio de sí mismo, y que se debe ser concienzudo en emitir testimonios, ya sea en elogio ya en vituperio. Si me tuviera por bueno y por sabio, lo proclamaría a voces. Colocarse por bajo de lo que en realidad se es, téngolo por torpeza y no por modestia; empequeñecerse es cobardía y pusilanimidad, según Aristóteles; no hay virtud a que acompañe la falsedad, y la verdad jamás sirve de argumento al error. Proclama de sí mismo más de lo que realmente se es no es siempre presunción, a veces es torpeza: complaciéndose en traspasar la medida de lo que se es, se cae en el indiscreto amor de sí mismo, el cual a mi manera de ver constituye el fundamento de ese vicio. El remedio supremo para curarlo es practicar precisamente lo contrario de lo que aquéllos ordenan, los cuales, al prohibir hablar de sí mismo, consiguientemente prohíben el pensar en sí mismo. El orgullo tiene su asiento en la mente; la lengua no puede tener de él sino una parte ligerísima.

Paréceles que en hablar de sí propio se experimenta complacencia; que observar y sondear su alma, es quererla con exceso; mas este exceso nace sólo en aquellos que se observan superficialmente, en los que se estudian después de los negocios, en los que llaman delirio y ociosidad al comunicar las propias sensaciones, y al aplicarse en el perfeccionamiento, edificar castillos en el aire. Si hay alguien que con su ciencia se enorgullezca porque mira bajo su nivel, que convierta sus ojos por cima, hacia los siglos pasados, y se verá obligado a bajar humildemente la cabeza al encontrar tantos y tantos espíritus, a cuyos pies debe postrarse. Si es en valor en lo que alguien se cree grande, recuerde las vidas de Escipión y Epaminondas, las hazañas de tantos ejércitos y de tantos pueblos que de tan largo le aventajan. Ninguna circunstancia articular enorgullecerá a quien tenga siempre fijas en la memoria, además de su debilidad e imperfección, la miseria inherente a la humana naturaleza. Porque Sócrates puso en práctica seriamente el precepto de su dios familiar: «Conócete a ti mismo»; y por ese estudio llegó a menospreciarse, fue considerado como el sólo digno de merecer el dictado de filósofo. Quién se conozca así puede valientemente y con arrojo pregonar su ciencia por su boca.



De las recompensas del honor

Los que escriben la vida de César Augusto cuentan que este emperador se mostró en materia de disciplina militar tan pródigo en dádivas para aquellos que las merecieron, como avaro en la concesión de recompensas puramente honoríficas. Augusto, sin embargo, había sido agraciado por su tío con todas las recompensas militares antes lo que tomara parte en ninguna batalla. Es una invención ingeniosa, y aceptada de buen grado en todos los países del mundo, la de establecer ciertos distintivos, sin valor material, para honrar y recompensar la virtud, como las coronas de laurel, de encina y de mirto; los uniformes, el privilegio de ir en coche por la ciudad o de salir por la noche alumbrado con antorchas; el sentarse en lugar preferente en las asambleas públicas; la prerrogativa que dispensan algunos títulos y sobrenombres; ciertos emblemas en los escudos de armas, y otras cosas análogas, cuyo empleo fue diversamente recibido según las costumbres de cada pueblo, y se mantiene todavía en vigor.

Nosotros, como algunas naciones vecinas, contamos con las órdenes de caballería que para aquel fin fueron instituidas. Es una costumbre excelente, al par que provechosa, el encontrar medio de reconocer el valer de los hombres singulares en merecimientos, y contentarlos y satisfacerlos por medio de recompensas que no gravan el erario público, ni tampoco son costosas al príncipe. Es igualmente un hecho constantemente probado por la experiencia antigua, y que también en Francia hemos tenido ocasión de ver demostrado, que las personas de calidad codician mejor aquellas recompensas que las que encierran ganancia y provecho, y creo que para ello no les falta sólido fundamento. Si al premio, que debe ser simplemente honorífico, van unidas otras ventajas, como la riqueza, la promiscuidad, en lugar de aumentar la estima, la rebaja y disminuye. La orden de San Miguel, que durante tanto tiempo gozó de gran crédito entre nosotros, no tenía mayor ventaja que la de ser independiente de toda remuneración material; esto fue causa de que antes no hubiera cargo ni destino cualesquiera que éstos fuesen, a que la nobleza aspirase con mayor ahínco que a esa orden, ni recompensa a que acompañaran respeto ni grandeza mayores, puesto que la virtud aspira y abraza de mejor grado a una recompensa puramente suya; antes busca la gloria que el provecho. Los otros dones no tienen un empleo tan digno, puesto que con ellos se retribuyen toda suerte de servicios: con las riquezas se pagan los buenos oficios de un criado, la diligencia de un mensajero, al bailarín, al acróbata, al que nos entretiene con su charla, y, en suma, los servicios más viles que se nos procuran: el vicio, la adulación, la alcahuetería, la traición. No es por tanto maravilla que la virtud acoja y desee menos la común moneda que la otra que le es propia, y peculiar como más noble y generosa. Obraba con tino Augusto al escatimar los honores y prodigar los dones, con tanta más razón cuanto que los primeros son un privilegio cuya esencia, lo mismo que la de la virtud, es la singularidad:


Cui malus est nemo, quis bonus esse potest.[501]


Para estimar la buena reputación de un hombre no se tiene en cuenta el que cuide de la educación de sus hijos, puesto que ese deber todos lo practican; por justa y recomendable que sea, es una acción común a todos los hombres; tampoco se hace mérito de un árbol gigantesco cuando se encuentra entre otros de las mismas proporciones. No creo que ningún espartano se vanagloriase de su valor, puesto que era común virtud en su nación, como tampoco de la fidelidad y desdén de las riquezas. Un mérito, por grande que sea, no puede ser objeto de recompensa, cuando se convirtió en costumbre; y no sé qué motivos tendríamos para llamarlo grande estando al alcance de todas las fortunas.

Y pues que las recompensas del honor no tienen significación ni estima, sino porque son contadas las personas a quienes se conceden, el medio más presto de reducirlas a la nada es otorgarlas con profusión. Aun cuando se encontraran mayor número de hombres que en las edades pasadas que merecieran la orden de que hablo, no habría, por ello que tenerla en menor estima, pues fácilmente puede acontecer que haya muchos que la merezcan en lo porvenir, si se tiene en cuenta que ninguna otra virtud se propaga con mayor facilidad que el valor militar. Existe otra prenda más verdadera, perfecta y filosófica, de la cual no hablo, (empleo la palabra virtud conforme a nuestro uso), mucho más grande que la militar y también más cabal, que es la fuerza y firmeza de alma con las cuales se desdeñan toda suerte de accidentes enemigos; igual, uniforme y constante, de la cual el valor en los combates no es más que un reflejo débil. La costumbre, el uso, las instituciones y los ejemplos lo pueden todo en lo tocante a la virtud, cuya esencia es el arrojo, y hasta pueden convertirla en vulgar, como se ve por la experiencia que nos dan de ella nuestras guerras civiles; y si en los momentos actuales fuera dable congregarnos a todos para acometer una empresa común, haríamos florecer de nuevo nuestra antigua fama militar. Bien, es verdad que la recompensa de la orden no se aplicaba solamente al valor en tiempos pasados; sus miras eran más elevadas, y jamás se premió con ella al soldado valeroso, sino al capitán renombrado; la ciencia del obedecer no merece tan honrosa recompensa. Requeríase antiguamente para alcanzarla una experiencia profunda en el arte de la guerra, que abarcara todas las cualidades que deben acompañar a un combatiente experto, neque enim eadem, militares et imperatoriae, artes sunt[502], armonizadas además con la nobleza pertinente a tal dignidad. Digo, pues, que aun en al caso de que tuviéramos plétora de hombres de mérito, no por ello ha de distribuirse la orden con mayor liberalidad; hubiera sido mucho mejor no concedérsela a todos los que la merecían que desacreditarla para in eternum; a tal estado ha venido aparar una invención tan útil. No hay hombre de valor que intente siquiera vanagloriarse de lo que con los demás tiene de común, y hoy las gentes que fueron menos acreedoras a aquel galardón aparentan hacia él mayor desdén, para colocarse así a la altura de los que realmente lo merecieron.

El esperar con la supresión y anulamiento de ésta, establecer y acreditar otra orden semejante, no es empresa adecuada para una época tan licenciosa y enfermiza como la en que al presente atravesamos: ocurrirá que la última503 caerá en el descrédito que arruinó a la primera. Las reglas de la dispensación esta nueva orden habrían de ser extremadamente rigorosas y severas para que tuviese alguna autoridad, y este tiempo tumultuoso en que vivimos es incapaz de medida y contención; por otra parte, antes de que la nueva orden llegara a alcanzar crédito sería preciso que se hubiera perdido la memoria de la otra, y del desdén con que actualmente se la considera.

No estarían aquí fuera de lugar algunas consideraciones sobre el valor guerrero, y la diferencia de ésta con las demás virtudes; mas como Plutarco habla de sobra del mismo asunto, creo inútil estampar aquí sus ideas. Es digno de notarse que nuestra nación otorga a la valentía el primer rango entre todos los méritos individuales, como lo indica bien su nombre, que se deriva de valor; y que conforme a nuestro uso, cuando decimos de un hombre que vale mucho o que, es hombre de bien, al estilo de nuestra corte y de nuestra nobleza, no declaramos más sino que es un hombre valiente, de manera análoga a la costumbre de los romanos, entre los cuales virtud vale tanto como fuerza, según la etimología de la palabra. La forma propia, única y esencial de la nobleza en Francia, es la profesión militar. Verosímil es que la primera virtud que apareciera entre los hombres y que procurara ventajas a los unos sobre los otros fuese también el valor, por medio del cual los más fuertes y arrojados se hicieron dueños de los más débiles y alcanzaron reputación y rango señalados, de donde quizás la palabra haya venido a parar hasta nosotros; o también pudo ocurrir que aquellos pueblos, como eran guerreros por excelencia, concedieran el premio a la virtud que para ellos fuese más familiar y constituyera el más digno título; de la propia suerte que nuestra pasión y la solicitud febril con que apetecemos la castidad de las mujeres hace que una mujer buena, una mujer de bien y una mujer, honrada y virtuosa, signifiquen tanto como decir una mujer casta, cual si para obligarlas a serlo concediéramos escasa importancia a todas las demás cualidades y las diéramos rienda suelta en la comisión de cualquiera otra falta, a condición de que en ellas permanezca la castidad.



Del amor de los padres a los hijos

A la señora de Estissac[504]

Señora: Si la novedad y la singularidad, que comúnmente avaloran las cosas en el mundo, no me sacan airoso de la necia empresa en que me he metido, no saldré muy honrado de mi tarea; mas como ésta es en el fondo tan estrafalaria, como se aparta tanto del uso recibido, me atrevo a esperar que aquellas circunstancias podrán acaso abrir camino a Los Ensayos. Una disposición de espíritu melancólica, enemiga por consiguiente de mi natural complexión, producida por las tristezas de la soledad en que voluntariamente vivo sumido hace algunos años, engendró en mi ánimo este capricho de escribir. Como quiera que me encontrase además enteramente desprovisto y vacío de toda otra materia, decidí presentarme a mí mismo como asunto y argumento de mi obra. Es el único libro de su especie que existe en el mundo en cuanto a haber sido escrito con un designio tan singular y extravagante, y en él nada hay digno de ser notado aparte de esas circunstancias anormales, pues en una cosa tan vana y sin valor, ni el obrero más hábil del universo hubiera salido de su empeño de una manera señalada. Ahora bien, señora, debiendo pintarme a lo vivo, habría olvidado un rasgo importante si no hubiera transcrito el honor que siempre concedía vuestros méritos, y he querido consignarlo expresamente a la cabeza de este capítulo, porque entre otras hermosas cualidades de las muchas que os adornan, la del cariño que mostrasteis siempre a vuestros hijos figura en primera línea. Quien tenga noticia de la edad en que el señor de Estissac, vuestro esposo, os dejó viuda, de los grandes y honrosos partidos que os, fueron ofrecidos, tantos como a la más excelsa dama de Francia de vuestra condición; de la firmeza y constancia con que habéis gobernado durante tantos años, en medio de dificultades penosas, la administración y cuidado de sus intereses, que os llevó por todos los rincones de Francia y aun hoy os tienen sujeta; del buen encaminamiento que los habéis impreso merced a vuestra sola prudencia o excelente fortuna, convendrá conmigo de buen grado en que no existe en nuestro tiempo modelo más cumplido de afección maternal que el vuestro. Bendigo a Dios, señora, que consintió en que aquélla fuera tan preciosamente empleada, pues las buenas esperanzas que deja entrever el señor de Estissac, vuestro hijo, muestran elocuentemente que cuando sea hombre obtendréis de él reconocimiento y obediencia. Mas como a causa de su edad temprana no ha podido echar de ver los extremos o innumerables cuidados que recibió de vuestros desvelos, quiero yo, por si estos escritos caen algún día en sus manos, cuando yo no tenga ni lengua, ni palabra que lo pueda decir, que por conducto mío reciba el verídico testimonio de que ningún gentilhombre hubo en Francia que debiera más de lo que él debe a su madre, y que en lo porvenir no podrá dar prueba más relevante de su bondad ni de su virtud que reconociéndoos, como tal.

Si existe una ley verdaderamente natural, es decir, algún instinto que se vea universal y perpetuamente grabado así en los animales como en los hombres (lo cual no quiere decir que no pueda ser asunto de controversia), esa le es a mi modo de ver la afección que el que engendra profesa al engendrado, aparte de los cuidados que todos los animales procuran a su propia conservación, huyendo de lo que les perjudica, que va en primer lugar. La naturaleza misma parece habernos dictado aquella afección para propagar la especie y hacer seguir su curso a esta máquina admirable, y no es peregrino si de los hijos a los padres el cariño decrece; junto además con esta otra consideración aristotélica, según la cual el que hace bien a alguien le quiere mejor que el que lo recibe; aquél a quien se debe mejor que el que debe, y todo obrero profesa mayor cariño a su obra que el que le profesaría ésta en el caso de que fuera capaz de sentimientos. Amamos la vida, el existir, y el existir consiste en movimiento y acción, por los cuales cada uno reside en algún modo en su obra. Quien ejecuta el bien ejerce una acción honrada y hermosa; quien lo recibe la ejerce sólo útil. Y como lo útil es mucho menos amable que lo honrado, puesto que lo segundo tiene un carácter de estabilidad y permanencia que procura al que lo hizo una gratitud constante, lo útil se pierde y escapa fácilmente, y su recuerdo no permanece en la memoria tan fresco ni tan dulce. Las cosas nos son más caras cuanto más nos costaron; el dar es de mayor precio que el recibir.

Puesto que al Hacedor supremo plugo dotarnos de alguna capacidad de razón a fin de que no estuviéramos como los animales, sujetos a las leyes comunes, sino que nos fue concedida la facultad de deliberar, debemos transigir algún tanto con la simple ley de la naturaleza, pero no dejarnos tiránicamente dominar por ella; la razón sola debe presidir al gobierno de nuestras inclinaciones. Las más (me refiero a las que se producen en el hombre instintivamente, sin el auxilio del juicio) están algo embotadas en lo tocante a este punto de que hablo: yo no puedo aprobar, por ejemplo, el cariño que se manifiesta a las criaturas apenas nacen, cuando no tienen ni movimiento en el alma ni forma precisa en el cuerpo, que contribuyan a hacerlas amables, ni tampoco he consentido de buen grado que se criaran junto a mí. La ordenada y verdadera afección debería nacer o ir creciendo con el conocimiento que las criaturas por sí mismas nos mostrasen; entonces veríamos si son dignas de ella; la propensión natural acompañada de la razón haría que las amásemos con cariño paternal, y que si no lo son procediéramos en consecuencia, a pesar de la fuerza natural. Ordinariamente seguimos el camino contrario, y es muy frecuente que nos enternezcamos ante los juegos y noñeces pueriles de nuestros hijos, y no nos interesemos en sus acciones cuando están ya formados, como si los hubiéramos profesado amor para nuestro pasatiempo y considerado como monas, no como hombres. Tal provee liberalmente de juguetes a la infancia, que escatima luego el gasto más ínfimo por útil que sea cuando los niños entran en la adolescencia. Diríase que la envidia que tenemos de verlos aparecer y gozar del mundo, cuando nosotros estamos ya a punto de abandonarlo, nos hace más económicos y avaros para con ellos; moléstanos que nos pisen los talones, como para invitarnos a salir. Si ese temor nos embarga, puesto que el orden natural de las cosas exige que la gente nueva no puede existir ni vivir sino a expensas de nuestro ser y de nuestra vida, también deberíamos rehuir el ser padres.

Por lo que a mí toca, entiendo que es crueldad e injusticia el no hacerlos partícipes de nuestro trato y bienes de fortuna, y compañeros en el manejo de nuestros negocios domésticos cuando para ello son ya aptos, lo mismo que el no poner coto a nuestras comodidades para proveer a las suyas, puesto que a este fin los engendramos. Es injusto el ver que un padre viejo, cascado y medio muerto, disfrute solo, al calor del hogar, de los bienes que bastarían a la educación y a la vida de varios hijos, y que éstos se expongan mientras tanto, por falta de medios, a perder los mejores años sin prepararlos para el servicio del Estado ni instruirlos en el conocimiento de los hombres. Se les arroja así a la desesperación que acarrea el buscar algún camino, por extraviado que sea, con que subvenir a sus necesidades. Yo he visto algunos jóvenes de buenas casas tan dados al robo, que ninguna corrección bastaba a apartarlos de tal vicio. Uno conocía particularmente, bien emparentado, a quien por ruego de su hermano, honradísimo y valiente caballero, hablé, una vez a fin de apartarle de tan abominable vicio, que me confesó y respondió redondamente que le había llevado a tal villanía el excesivo rigor y la avaricia de su padre, y que a la sazón estaba tan acostumbrado, que no podía modificarse; precisamente por aquella época acababa de sorprendérsele robando las sortijas de una dama, en cuya habitación se encontraba acompañado de muchos otros. Aquel joven me hizo recordar el cuento que había oído referir de un gentilhombre tan hecho al hermoso oficio de que hablo, desde su juventud, que llegada la época de la posesión de sus bienes, libre ya de no apoderarse de lo ajeno, no podía, sin embargo, entretenerse, y cuando pasaba por una tienda donde hubiera algo que le conviniera, lo robaba, y luego restituía su valor. Otros vi tan habituados a la rapiña, que escamoteaban los objetos de sus propios compañeros con el propósito decidido de devolvérselos. Yo soy gascón, nada hay en que esté menos versado que en este vicio, que odio más por naturaleza de lo que por reflexión le acuso; jamás por deseo sería yo capaz de sustraer nada al prójimo. Mi país está en verdad algo más desacreditado en este punto que las demás comarcas de Francia; sin embargo, hemos visto en nuestro tiempo, y en distintas ocasiones, a hombres de buena familia en manos de la justicia, originarios de otras localidades, convictos y confesos de robos importantes. Sospecho que de tales costumbres deshonrosas es la causa la avaricia excesiva de los padres.

Y como justificación de la avaricia no se me diga lo que respondió en una ocasión un señor de recto juicio, el cual decía «que economizaba sus riquezas con él propósito exclusivo de hacerse honrar y querer de los suyos, pues como la edad le había quitado las demás armas, era el único remedio que le quedaba para mantener su autoridad en la familia y para evitar el venir a caer en el desdén de todo el mundo». No solamente la vejez, toda debilidad, según Aristóteles testimonia, es engendradora de avaricia. Es el remedio de una enfermedad cuya germinación debe evitarse. Miserable es el padre que retiene el cariño de sus hijos por la necesidad de ser socorridos en que éstos se encuentran, dado que tal afección pueda llamarse cariño. Es preciso hacerse respetable por la virtud y merecimientos, amable por la bondad y dulzura en las costumbres; las mismas cenizas de un rico despojo tienen inestimable precio, y los huesos y reliquias de los grandes personajes los veneramos y reverenciamos. No hay ancianidad, por rancia y caduca que sea, para quien llegó con honor a su edad madura, más venerable todavía para sus propios hijos, cuya alma precisa haber encaminado por la senda del deber con el auxilio de la razón, y no explotando la dura necesidad ni tampoco empleando la rudeza y la opresión:


Et errat longe, mea quidem sententia,

qui imperium credat esse gravius, aut stabilius,

vi quod fit, quam illud, quod amicitia adiungitur.[505]


Yo reniego de todo acto violento en la educación de un alma tierna que se destina al honor y a la libertad. Existe algo de servil en el rigor y en la violencia, y creo que lo que no se alcanza por medio de la razón la prudencia y la habilidad, tampoco se consigue con la fuerza. «Así me educaron a mí», dicen los padres que emplean tan inhumanos procedimientos. He oído decir que durante toda mi primera edad no me azotaron más que dos veces, y bien ligeramente. Tampoco yo he maltratado a los hijos que Dios me dio; verdad es que todos se me mueren antes de salir de los brazos de la nodriza; pero Leonor, la única que escapó a ese infortunio, cuenta ya más de seis anos, y no se emplearon en su dirección, ni para el castigo de sus faltas infantiles, sino palabras, y palabras dulces. La indulgencia de su madre coadyuva también a la suavidad; aun cuando estos medios no produjeran los efectos apetecibles, existen otras causas a que poder achacar su ineficacia sin hacer reproche a mi disciplina, que creo natural y justa. Todavía más escrupulosamente hubiera seguido mi plan de haber tenido hijos varones, menos dóciles de suyo y de índole más desenvuelta; hubiérame complacido en fortificar su corazón en la ingenuidad y la franqueza. No sé que los castigos produzcan otro resultado que el de acobardar las almas y hacerlas además maliciosamente testarudas.

¿Queremos ser amados por nuestros hijos? ¿Queremos que no deseen nuestra muerte (aunque la causa de tal deseo nunca pueda ser justa, ni siquiera excusable, nullum scelus rationem habet[506])? Proveámoslos con tino de todo cuanto nosotros dispongamos. Para ello no debemos casarnos tan jóvenes que nuestra edad se confunda con la suya, pues este inconveniente acarrea muchas y grandes dificultades, en la nobleza principalmente, cuya existencia es ociosa por vivir de sus rentas, pues en los que no pertenecen a ella, en los que tienen que trabajar para vivir, la abundancia de hijos constituye un recurso para el hogar; son otros tantos útiles e instrumentos de riqueza.

Yo me casé a los treinta y tres años, y apruebo la opinión de los partidarios de los treinta y cinco, según pensaba Aristóteles. Platón recomienda que no se contraiga matrimonio antes de los treinta, pero procede cuerdamente al burlarse de los que se casan cumplidos ya los cincuenta y cinco, y condena de antemano la descendencia de los mismos al raquitismo y a la muerte. Thales señaló sus verdaderos límites, pues cuando joven respondió a su madre, que le metía prisa para que se casase: «Todavía no es tiempo», y llegado a los linderos de la vejez contestó que ya no era tiempo. Conviene rechazar la oportunidad a toda acción importuna. Los primitivos galos censuraban rudamente el que se hubiera practicado comercio con la mujer antes de los veinte años, y recomendaban, principalmente a los jóvenes que habían de consagrarse a la guerra, conservación de su virginidad el mayor tiempo posible, porque el valor disminuye y se trueca en molicie con el ayuntamiento femenino:


Ma or congiunto a glovinetta sposa,

e lieto omai de'figli, era invilito

ne gli affetti di padre o di marito.[507]


La historia griega nos muestra que Ico, tarentino, Criso, Astilo, Diopompo y algunos más, a fin de mantener sus cuerpos resistentes para la carrera de los juegos olímpicos y para la lucha, se privaron del acto venéreo mientras tomaron parte en aquellas fiestas. Mulacey, rey de Túnez, el que fue repuesto en su Estado por el emperador Carlos V, censuraba la memoria de su padre Mahomet por lo mucho que abusó de las mujeres, y le llamaba cobarde, afeminado y fabricante de criaturas. En cierto lugar de las Indias españolas no se consiente que los hombres se casen hasta pasados los cuarenta años, y, sin embargo, permiten a las muchachas que contraigan matrimonio a los diez. Un noble de treinta y cinco años no puede procurar un lugar en el mundo a su hijo cuando éste tiene veinte; el padre es quien se encuentra en edad de guerrear y frecuentar la corte de su príncipe; el que ha menester para sí lo que posee y, si algo puede cederle, ha de ser de suerte que no se quede desnudo, que no se olvide de sus propios intereses para atender a los demás. Y procediendo en justicia, puede dar la respuesta que comúnmente tienen los padres en el borde de los labios: «Yo no quiero desnudarme antes de irme a acostar.»

Mas un hombre agobiado por los años y los males, imposibilitado por su debilidad y falta de salud de frecuentar la sociedad, se perjudica a sí mismo y a los suyos, incubando inútilmente sus riquezas. Encuéntrase ya, si es prudente, en estado de despojarse para irse a acostar; sin que para ello tenga necesidad de quitarse la camisa, puede guardar aún un traje de noche que le abrigue bien; el resto de los adornos, como ya nada puede hacer de ellos, debe ponerlos en manos de aquellos a quienes por ley natural deben pertenecer. Justo es que les deje en posesión de los bienes, pues que la misma naturaleza le priva de disfrutarlos; proceder de otro modo es obrar a impulsos de la malicia o de la envidia. La acción más hermosa que realizara el emperador Carlos V fue la de abandonar las pompas mundanales, a imitación de algunos hombres de su temple; este monarca supo reconocer que la razón nos ordena suficientemente el despojarnos, cuando nuestras vestiduras nos molestan, y entregarnos al descanso cuando nuestras piernas flaquean, y resignó en su hijo su grandeza y poderío al advertir que desfallecían sus ánimos y firmeza en el gobierno de los negocios, al sentirse incapaz de conservar la gloria que había conquistado:


Solve senescentem mature sanus equum, ne

Peccet ad extremum ridendus, et ilia ducat.[508]


Este error de no reconocer a tiempo la propia flaqueza, de no sentir la impotencia y debilidad extremas que a la edad naturalmente acompañan y que afectan igualmente al cuerpo y al espíritu, acaso más al espíritu que al cuerpo, dio por tierra con la reputación de casi todos los grandes hombres del mundo. Yo he conocido y tratado íntimamente a personajes que supieron ganar autoridad y nombradía en sus buenos tiempos, y que luego en la decadencia las perdieron; por el lustre de su honor hubiera querido verlos retirados en sus casas, tranquilamente, libres de las ocupaciones públicas y guerreras que sus hombros no podían ya soportar. Frecuenté tiempo ha la residencia de un noble, viudo, de edad avanzada, aunque no llevaba mal el peso de los años, que tenía varias hijas casaderas y un hijo ya en edad de desempeñar su papel en el mundo. Esta circunstancia exigía gastos en la casa, al par que daba ocasión a las visitas de personas extrañas, cosas ambas que el viejo toleraba malamente, no sólo por amor a la economía, sino también porque su género de vida se apartaba del de la gente moza. Un día le dije, con algún desparpajo, como a veces he acostumbrado, que haría mucho mejor dejándonos lugar; que dejara a su hijo su casa principal, pues no tenía otra bien acondicionada, y que se retirase a una tierra vecina, donde su reposo no sería turbado por ninguna molestia, añadiendo que era el único medio de huir nuestras inevitables importunidades, a causa de la edad y calidad de sus hijos. Más tarde siguió mi consejo, y no le fue mal.

No quiere decir todo lo que precede que se les haga cesión de los bienes de una manera irrevocable y definitiva, y sin que nos quede el recurso de volver sobre nuestro acuerdo. Yo que me siento ya viejo les dejaría la posesión de mi casa y de mis bienes, pero reservándome el derecho de arrepentirme si me daban motivo para ello; dejaríales disfrutarlos, porque ya no me encontraría en el caso de hacerlo yo mismo, del gobierno de los negocios en general reservaríame la parte que mejor me acomodase. Siempre juzgué que constituye satisfacción grande para un padre ya viejo poner a sus hijos al corriente en el manejo de los quehaceres y poder en vida enmendar sus desaciertos, instruyéndolos y advirtiendolos conforme a la experiencia que del contacto del mundo recibió al poner así él mismo el antiguo honor y orden de su casa en manos de sus sucesores, dándose cuenta con ello de las esperanzas que puede abrigar de los destinos de la misma en lo porvenir. Para lograr este fin no quisiera yo abandonar su compañía, quisiera, por el contario, vigilarlos de cerca, y disfrutar con arreglo a mi edad de sus regocijos y alegrías. Si no vivir entre ellos, cosa que no haría por no servir de estorbo a causa del mal humor de la edad y el inevitable séquito de las enfermedades, y al mismo tiempo por seguir el género de vida que conviene a la vejez, quisiera al menos vivir cerca de ellos en cualquier habitación de mi casa, y no precisamente en la más vistosa, sino en loa que mayores comodidades reuniera. Pero no seguiría el ejemplo de un decano de San Hilario de Poitiers, conducido a soledad tan extrema por su humor melancólico, que cuando yo le vi en su celda, hacía veintidós años que no había dado un paso fuera de ella, a pesar de conservarse todavía ágil, salvo un reuma que tenía en el pecho; apenas si permitía que alguien le viese una vez a la semana, siempre cerraba por dentro la puerta de su cuarto, siempre permanecía solo, y únicamente un criado, que no hacía más que entrar y salir, servíale la comida una vez al día. Su ocupación consistía en dar vueltas por la jaula y en la lectura de algún libro, pues era un tanto aficionado a las letras; en tal situación quiso vivir y morir, lo que ocurrió poco tiempo después de haberle yo conocido. Intentaría yo por medio de una conversación afectuosa alimentar en mis hijos una viva amistad y benevolencia, abierta y franca de mi parte, la cual se alcanza fácilmente de las almas bien nacidas, si se trata de bestias furiosas, como nuestro siglo produce copiosamente, preferible es odiarlas y huirlas como a tales.

Soy enemigo de la costumbre que prohíbe a los hijos llamar padre al que les dio el ser, para aplicarle otro nombre extraño, por considerarlo como más respetuoso, como si la naturaleza misma no coadyuvara de sobra a nuestra autoridad. Llamamos a Dios padre todopoderoso y desdeñamos que nuestros hijos nos lo llamen. Yo he desechado esta costumbre en mi casa. Juzgo también injusto o insensato privar de la familiaridad de los padres a los hijos que llegaron ya a la edad de la juventud, y el mostrar con ellos una tiesura desdeñosa y austera, esperando por ella inspirarles la obediencia y el temor. Es ésta una farsa inutilísima que hace a los padres insoportables a sus hijos y, lo que es peor todavía, ridículos. Tienen los segundos en su mano la juventud y la fuerza, y disponen, por consiguiente, del favor del mundo; búrlanse del semblante altivo y tiránico de un hombre que no tiene sangre en el corazón ni en las venas, convertido ya en auténtico espantapájaros. Aunque yo pudiera ser temido, preferiría mucho mejor ser amado; acompañan a la vejez defectos de tantas clases, es tan impotente, objeto tan apto para el desdén, que la menor conquista que alcanzar pueda es el amor y el afecto de los suyos; el temor y la imperiosidad son armas inútiles en manos de los ancianos. Conocí uno, cuya juventud había sido arrogante y altiva, que al llegar a la vejez, aunque la pasaba sin dolencias, sacudía golpes, mordía y juraba como el dómine más insoportable; su vigilancia y cuidados no le dejaban vivir en calma ni un instante. Todo esto no es más que una bufonería, en la cual la familia misma colabora: el granero, de la despensa y hasta de su bolsa, otros disponen a su arbitrio, mientras él no abandona las llaves, que le son más caras que las niñas de sus ojos. Mientras él se conforma economizando las migajas de la mesa, todo es en su casa desorden y licencia, todos se burlan de su cólera y previsión vanas. Cada cual es un centinela contra él. Si por casualidad algún mísero criado le trata con afecto, considérale al punto como sospechoso, cualidad a que tan inclinada se muestra la vejez. ¡Cuántas veces le oí alabarse de la sujeción en que tenía a los suyos, de la puntual obediencia y de la reverencia en que todos le tenían! Nunca vi ceguedad semejante.


Ille solus; nescit omnia.[509]


No sé de ningún otro hombre que realizara prodigios mayores, así naturales como estudiados, para conservarla soberanía en su vivienda, en la cual, a pesar de tantos esfuerzos considerábanle como a una criatura. Como el caso más ejemplar que conocí lo cito. Podría dar materia para una controversia escolástica si es conveniente proceder así o de manera distinta. Todo cede ante su presencia, déjase libre curso a su autoridad, jamás se la hace frente. Se le cree, se le teme, se le respeta a su sabor. ¿Despide a un criado? Al punto arregla éste su maleta y desaparece, pero sólo de delante de su presencia: los pasos de la vejez son tan lentos, los sentidos tan turbios, que el criado vivirá y servirá en la propia casa un año entero sin que el anciano lo advierta. Y cuando la ocasión se cree favorable simúlanse cartas suplicantes, llenas de propósitos de la enmienda, por las cuales se congracia de nuevo al fámulo con el amo. ¿Hace el señor algún encargo u operación que no es del gusto de los demás? se la desecha inventando al momento para este fin mil argumentos con que excusar la falta de ejecución o de respuesta. Como ninguna carta llega directamente a sus manos, no lee sino aquellas que los otros quieren. Si por casualidad ve alguna sin consentimiento ajeno, como acostumbra a hacérselas leer en seguida, se encuentra quien fantasee de lo lindo, y un papel injurioso se convierte con la farsa en epístola suplicatoria. En suma, de su casa todas las cosas se ofrecen a sus ojos con una imagen satisfactoria, arreglada de antemano, para no despertar su cólera y mal humor. He visto muchos hogares semejantes en los cuales las economías eran igualmente imaginarias que en éste.

Las mujeres propenden naturalmente a contrariar la voluntad de sus maridos y aprovechan con avidez cuantas ocasiones se les ofrecen para hacerles la guerra; la excusa más insignificante sirve de justificación a su conducta. Conocí una que robaba al suyo en gordo, so pretexto, según declaraba a su confesor, de que sus limosnas fueran más importantes. ¡Fiaos en tan religiosa excusa! Ninguna orden les parece envolver la autoridad requerible si procede de la autoridad del marido; es preciso que ellas la usurpen, con buenos o malos modos, y siempre ofensivamente, para comunicarla el debido peso. Si, como en el caso de que hablé antes, se trata e un pobre viejo con varios hijos, las mujeres empuñan el cetro satisfacen su pasión gloriosamente, como de una común servidumbre arman cábalas con facilidad suma contra la dominación y gobierno del anciano. Si son varones ya mozuelos sobornan fácilmente por los favores o la fuerza al mayordomo, al administrador y a toda la turba de criados. Los que no tienen mujer ni hijos no están expuestos a estas calamidades, pero en cambio caen en otras más grandes. Catón el antiguo decía ya de las costumbres de su tiempo: «Tantos criados, tantos enemigos.» Con este dicho es lícito probar, dadas las ventajas que aquel siglo llevaba al nuestro en pureza de costumbres, que Catón quiso decirnos: «Mujer, hijos y criados, todos son nuestros enemigos.» Propio es de la decrepitud el proveernos de los beneficios gratos de inadvertencia, ignorancia y facilidad en dejarnos llevar al engaño. ¡Qué sería de nosotros si nos quejáramos, en estos tiempos en que los jueces que habrían de decidir de nuestras querellas están casi siempre de parte de la juventud e interesados en su predominio! En caso de que yo no advierta tales arterias domésticas, al menos no se me oculta que puedo ser engañado. ¿Podrá nunca encarecerse bastante la superioridad de un amigo comparado a todas estas uniones civiles? Hasta la imagen que veo en la sociedad de los animales, tan religiosa y tan pura, me inspira mayor respeto. Si los demás me engañan, al menos no me engaño yo mismo, ni me forjo la ilusión de creerme tan fuerte que me pueda guardar de las redes que se me tiendan, ni me devano los sesos para alcanzar ese privilegio; para consolarme de tales traiciones encuentro recursos en mi propio ánimo, y lejos de inquietarme ni de atormentarme me hacen más fuerte. Cuando me refieren las desdichas domésticas de alguna persona no me detengo en hacer consideraciones sobre el caso, convierto al punto la vista a mi situación para ver cuál es el estado en que se encuentra, todo lo que acontece al prójimo tiene relación conmigo, la peripecia me sirve de advertencia y me ilumina en cuanto se relaciona particularmente con mis cosas. Todos los días a todas horas decimos de otro lo que con mayor razón debiéramos declarar de nosotros mismos, si supiéramos replegarnos y generalizar nuestras observaciones. De esta manera son muchos los autores que perjudican el interés de su propia causa argumentando temerariamente contra los que atacan y censuran, y lanzando dardos a sus enemigos que con mayor razón debieran ellos recibir.

El difunto mariscal de Montluc, que perdió su hijo, bravo gentilhombre que dejaba entrever grandes esperanzas, en la isla de la Madera, colocaba en primer término entre sus demás pesares, así me lo confesó, el dolor inmenso que desgarraba su pecho por no haber tenido nunca familiaridad con él, y por esa falsa dignidad paternal haber perdido el placer de disfrutar de la afección filial. «Aquel pobre muchacho, decía, jamás vio en mí sino un continente frío, lleno de desdén, y ha muerto creyendo que no he sabido ni amarle ni estimarle según sus méritos. ¿Para qué oculté yo la afección singular que le guardaba mi alma? ¿No era él quien debía gozar enteramente de mi cariño? Me forcé y violenté para mantener el artificio, y perdí hasta el placer de su conversación y de su amistad, pues la suya para mí debió ser bien fría e indiferente, puesto que jamás vio en su padre otra cosa que rudeza y trato tiránicos.» Creo que estos lamentos son justificados, pues conozco por experiencia que ningún consuelo hay más dulce en la pérdida de nuestros amigos que el recuerdo de una espontaneidad abierta y de una comunicación cabal. ¡Oh amigo mío![510], ¿valgo yo más por conservar la memoria de nuestra comunicación, o valgo menos? En verdad valgo mucho más. Tu sentimiento me consuela y me honra, y es una grata y piadosa ocupación de mi vida enaltecerlo eternamente. ¿Hay algún placer que pueda equipararse con esta privación?

Yo soy con los míos tan abierto y franco como puedo, y les significo, muy de mi grado cuál es mi voluntad y mi opinión para con todos, en general y particularmente, pues no quiero que se engañen en punto a mis sentimientos. Entre las costumbres peculiares de los antiguos galos, según Julio César, la siguiente estaba muy en boga: los hijos no se presentaban ante sus padres, ni privada ni públicamente, sino a la edad en que eran aptos para el ejercicio de las armas, como si con ello hubieran querido dar a entender que sólo aquélla era la época en que el padre debía acogerlos en su familiaridad y compañía.

He tenido también ocasión de notar otro mal proceder en algunos padres, quienes, no contentos con haber privado a sus hijos durante su larga vida de la parte que legítimamente debieron haber recibido en su fortuna, dejan al morir encomendada a sus mujeres la misma autoridad sobre todos los bienes, y poder para disponer a su arbitrio. Conocí a un señor que ejerció un cargo elevado cerca de nuestros reyes, a quien aguardaba una herencia de más de cincuenta mil escudos anuales, que murió pobre y acribillado de deudas a la edad de cincuenta años; su madre, ya en los de la decrepitud gozaba aún de todos sus bienes por expresa voluntad del padre, quien por su parte vivió cerca de ochenta años; semejante conducta me parece absolutamente, irrazonable. Por lo mismo creo poco favorable para un hombre, cuyo estado de fortuna le procura lo suficiente para vivir, el buscar una mujer que lleve una buena dote al matrimonio; no hay ninguna otra deuda que acarree más trastornos al hogar, mis predecesores practicaron acertadamente esta regla y yo también. Sin embargo, los que nos apartan de las mujeres ricas por temor de que sean altaneras y dominantes, no proceden a derechas, puesto que hacen perder una ventaja real y tangible por temor a una conjetura frívola. Una mujer caprichosa, desprovista, de sensatez, procede siempre a su antojo con fortuna o sin ella; tales mujeres gustan sus propios errores y se complacen en lo que es injusto, como las buenas en el honor que sus acciones virtuosas las procuran; y las buenas prendas de éstas corren parejas con la riqueza, del mismo modo que son más castas sin traba alguna las más hermosas.

Es prudente encomendar la administración de los intereses a las madres, mientras los hijos están aún en la menor edad, según las leyes ordenan, para el buen manejo de las rentas; pero no recibieron buena educación del padre cuando éste teme que, llegados a la mayor edad, no tengan mayor prudencia y capacidad que su mujer, vista la común debilidad del sexo femenino. Sería, sin embargo, ir en contra de las leyes naturales el que las madres dependieran de la voluntad de los hijos. Debe facilitárselas cuanto necesiten para mantener su rango según la edad y la categoría de su casa, con tanta más razón cuanto que la necesidad y la indigencia sientan peor y son menos soportables a las hembras que a los varones; preferible es que las sufran los hijos mejor que la madre.

En general, la distribución más acertada de nuestros bienes al morir, es la de seguir la costumbre del país en que nacimos; las leyes son más prudentes que nosotros, y es preferible consentir en que nos engañen con sus prescripciones a engañarnos nosotros mismos con las nuestras. Los bienes que poseemos no nos pertenecen en realidad, puesto que por virtud de las leyes, sin anuencia nuestra, se destinan a los que nos suceden en la vida. Y aunque de ellos podemos disponer en algún modo, entiendo que precisa una causa poderosa e incontrovertible para que desposeamos a una persona de lo que la fortuna la había destinado, a cuya posesión de justicia tenía derecho, como creo también que constituye un abuso y una sinrazón contra aquella libertad el servirnos de nuestros caprichos y humor versátil. Mi suerte hizo que no se me presentara ocasión ninguna que me inclinara a desviar mi afección de las personas a quienes legítimamente debía aplicarla, pero veo muchas gentes a quienes es tiempo perdido profesar afección constante: una sola palabra torcidamente interpretada borra las buenas obras realizadas durante diez años consecutivos. ¡Feliz el que acude a punto de ofrecerles su voluntad en el último tránsito! La última acción es la vencedora, no las mejores ni las más asiduas, las más frescas, las más urgentes, son las que producen efecto. Son los que a este tenor proceden gentes que juegan con sus testamentos, como si se tratara de dulces o palos, con que gratificar o castigar las acciones de las personas que los rodean. Un testamento es cosa de gravedad y trascendencia para ser así modificado a cada momento, y las personas sensatas fijan su voluntad de un modo definitivo sin que las muevan otras miras que la razón y la pública observancia. Tomamos demasiado a pechos la cuestión de hacer recaer la herencia en los varones, prometiéndonos con ello dar a nuestros nombres una eternidad ridícula, y pensamos también demasiado las conjeturas vanas de porvenir que nos muestra el espíritu de la infancia. Quién sabes si mis padres hubieran procedido con injusticia notoria relegándome a mis demás hermanos por haber sido el menos despejado de todos, el más romo en mi infancia, así en los ejercicios corporales como en los intelectuales. Es una locura confiar demasiado en el testimonio que pueda deducirse de tales adivinaciones; de cien veces nos engañamos noventa. Si alguna excepción existe en esta regla, si puede influir en las disposiciones de nuestra voluntad para con nuestros herederos, solamente es en el caso de alguna deformidad física, defecto constante, incorregible y que acarrea perjuicios graves según los apreciadores de la belleza.

El ingenioso diálogo del legislador de Platón con sus conciudadanos corroborará las ideas enunciadas. «¿Cómo, pues, dicen los testadores, al ver que nuestro fin se acerca, no hemos de disponer conforme nos plazca de lo que nos pertenece? ¡Oh dioses! qué crueldad, el que no nos sea lícito, según que los nuestros nos hayan asistido en nuestras enfermedades, en nuestra vejez, en nuestros negocios, premiarles mejor o peor conforme a nuestro buen entender.» A esto el legislador responde de esta suerte: «Amigos míos, cuya vida va sin duda a abandonarnos, es igualmente difícil e, igualmente difícil el que os conozcáis y el que conozcáis lo que os pertenece, según la doctrina de la inscripción délfica. Yo, que hago las leyes, entiendo que ni vosotros os pertenecéis, ni tampoco son vuestros los bienes que gozáis. De vuestra familia son vuestros bienes y vuestras personas, así de la pasada como de la venidera, pero más todavía al pueblo pertenecen vuestra familia y los bienes de que habéis gozado. Por eso, entiendo que algún adulador, cuando estéis enfermos o seáis caducos, o alguna pasión os conduzca a testar injustamente, os guardaré de ello; teniendo presente siempre el interés general de la ciudad y de vuestra casa; dictaré leyes y establecerá como principio fundamental que las ventajas particulares deben subordinarse a las públicas. Idos sin contrariedad, dulcemente, allí donde el destino común os llama. A mí, que considero las cosas imparcialmente, que cuanto me es dable me preocupo del interés de todos, corresponde el disponer de lo que dejáis.»

Y volviendo a mi tema, entiendo de una manera indudable que son contadísimas las mujeres a quienes la sumisión, salvo la maternal y natural, sea legítimamente debida; sólo los temperamentos débiles, los que son incapaces de poner un dique a la fiebre amorosa, se someten por su mal voluntariamente a ellas; pero esto nada tiene que ver con las viejas, de que aquí se habla. Por esta razón se formuló, y está en vigor, la ley moderna, que priva con estricta justicia a las mujeres de la sucesión regia; la fortuna dio mayor crédito a esta ley en unas naciones que en otras. Es peligroso encomendar a su albedrío la distribución de los bienes entre los hijos que prefieran, pues su conducta obedecerá siempre al capricho y al antojo; la inclinación desordenada y gusto enfermizo que las domina en la época del embarazo, llévanlos en todo tiempo impresos en el alma. Generalmente se las ve profesar mayor cariño a los más entecos o a los más tontos, o a los que no se desprendieron todavía de sus brazos; como carecen de reflexión suficiente para distinguir y preferir los de valer mayor, se dejan llevar donde sus inclinaciones naturales las guían, como los animales, que sólo reconocen a sus hijos durante el tiempo en que los amamantan. Por lo demás, la experiencia diaria nos enseña que esa afección natural a que damos tanta importancia, tiene las raíces bien débiles; por un provecho insignificante arrancamos los propios hijos de entre los brazos de sus madres para que críen a los nuestros, y hacemos que encomienden los suyos a alguna nodriza raquítica, en quien nosotros no quisimos confiar, o a una cabra; y las prohibimos, no sólo que amamanten a sus pequeñuelos, sea cual fuere el mal que pueda sobrevenirles, sino también el que les consagren ningún cuidado, para que se empleen con mayor esmero al servicio de los nuestros; y se ve que la mayor parte de esas mujeres adquieren muy luego, por el contacto, una afección bastarda, más vehemente que la natural, hacia su cría; en una palabra, dedican solicitud más grande a los hijos prestados que a los suyos propios. Lo que digo de las cabras es el pan nuestro de cada día; alrededor de mi casa se ven muchas aldeanas que, cuando no pueden dar el pecho a sus hijos, llaman a las cabras en su socorro; dos lacayos me sirven ahora que sólo ocho días recibieron el pecho de sus madres. Las cabras se habitúan en seguida a dar de mamar a las criaturas, las reconocen cuando lloran, y van hacia donde se encuentran. Si se las presenta otro niño que no es el que amamantan, lo rechazan, y el niño hace lo propio cuando le cambian de animal. Días pasados vi uno a quien privaron de la suya, porque su padre la había pedido prestada a un vecino; el niño no pudo acostumbrarse a otra que le presentaron, y la pobre criaturita murió de hambre. Los animales corrompen y bastardean sus afecciones naturales con la misma facilidad que el hombre. Cuenta Herodoto, y no sé hasta qué punto pueda otorgársele crédito, que en cierta región de Libia en que los hombres y las mujeres se unen indistintamente, que los niños de corta edad van derechos al padre aunque esté en medio de la multitud, empujados por el instinto. A veces, sin embargo, creo que deben equivocarse.

Ahora bien, si consideramos esta simple circunstancia de amar a nuestros hijos por haberlos engendrado, lo cual hace que los conceptuemos como seres idénticos a nosotros mismos, debemos reparar en que hay otras cosas que proceden también de nuestro individuo, y que no son menos dignas de ser amadas, pues lo que nuestra alma engendra, los partos de nuestro espíritu, las obras de nuestro valer y capacidad, tienen un origen más noble que el corporal y nos pertenecen más en absoluto, porque en ellas somos a la vez el padre y la madre juntos. Estos hijos nos cuestan mucho más caros y nos procuran mayor honor cuando incluyen alguna buena prenda. El valor de los otros es mucho más suyo que nuestro; la parte que en él tenemos es bien insignificante, mientras que toda la belleza, toda la gracia y todo el valer de aquéllos es enteramente nuestro; así que, nos representan y se nos asemejan más vivamente que los hijos de carne y hueso. Dice Platón que son hijos imperecederos que inmortalizan a sus padres y a veces los deifican como sucedió a Licurgo, Solón y Minos. Como las historias están llenas de ejemplos de la afección de estos padres por sus hijos, me ha parecido oportuno traer aquí algunos a cuento. Heliodoro, obispo de Triccala, prefirió perder la dignidad, devoción y provecho de un cargo tan venerable, antes que consentir en abandonar a su hija[511], que vive todavía y se mantiene rozagante, aunque quizás demasiado acicalada, adornada y enamorada para descender de un sacerdote. En Roma hubo un Labieno, personaje de valor y autoridad grandes, que entre otras cualidades reunía la de ser un excelente escritor en toda suerte de literatura; era, si no recuerdo mal, hijo de aquel gran Labieno, primero de los capitanes que pelearon bajo las órdenes de César en la guerra de las Galias, y que luego pasó al partido del gran Pompeyo, en el cual se condujo valerosamente hasta que César le derrotó en España. Tuvo el Labieno de que aquí hablo muchos envidiosos de su virtud, y como es natural, los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo fueron sus enemigos por el odio a la tiranía que de su padre había heredado, y del cual sin duda estaban impregnados sus escritos y sus libros. Persiguiéronle sus adversarios ante la magistratura de Roma y consiguieron que algunas de sus obras fueran condenadas al fuego. Con Labieno comenzaron a destruirse en Roma los engendros, libros y desvelos, de los grandes hombres; después se exterminaron muchos otros. Era, por lo visto, demasiado reducido el campo donde ejercemos nuestra crueldad, y necesitábamos llevar a él hasta las cosas que la naturaleza eximió de todo dolor y sufrimiento, como las invenciones de nuestro espíritu, teníamos necesidad de infiltrar los males corporales a la disciplina y a los monumentos de las musas. Labieno no pudo sufrir la destrucción de sus obras ni sobrevivir a la pérdida de las hijas a quienes había dado vida, y se hizo conducir y encerrar vivo en el monumento funerario de sus antepasados, donde encontró la muerte y juntamente la sepultura.

Es difícil hallar ninguna otra pasión paternal que iguale a ésta en vehemencia. Casio Severo, hombre elocuentísimo, amigo de Labieno, al ver quemados sus libros, exclamó que por igual sentencia debían condenarle a él a ser abrasado vivo, porque guardaba y conservaba en su memoria lo que sus obras contenían. Análogo accidente aconteció a Cremacio Cordo, que fue acusado de haber alabado en sus escritos a Bruto y Casio; aquel senado perverso, servil y corrompido, digno de un monarca peor que Tiberio, condenó al fuego sus obras. Cremacio se sintió contento partiendo en compañía de ellas, y se dejó morir de hambre. El buen Lucano, condenado a muerte por el malvado Nerón, hallándose en los últimos instantes de su vida, no quedándole ya ni sangre, pues casi toda había salido por las venas de sus brazos, que se hizo abrir por su médico para morir, y viendo que la frialdad ganaba ya las extremidades de sus miembros e iba acercándose a las partes vitales, el último recuerdo que conservó su memoria fueron algunos versos de su poema La Farsalia; cerró los ojos mientras sus labios recitaban sus cadenciosas estancias. Era aquélla una tierna y paternal despedida que tributaba a sus hijos, a semejanza de los adioses y oprimidos abrazos que damos a los nuestros cuando abandonamos el mundo, al par que el resultado de la natural inclinación que trae a nuestro recuerdo en la hora suprema las cosas que nos fueron más caras durante nuestra vida.

¿Pensamos acaso que Epicuro al morir atormentado por los horribles dolores de un cólico, y que, según refiere, abandonaba el mundo con el consuelo que le procuraba la hermosa doctrina que predicó, hubiera recibido igual contento en el caso de haber dejado buen número de hijos bien nacidos y educados? ¿y que si de él hubiera dependido la elección entre dejar un hijo contrahecho y mal nacido o un libro insignificante, no habría optado por lo segundo? Y no solamente Epicuro, cualquier hombre de su valer hubiese preferido el mal segundo al primero. Acaso sea impiedad suponer que san Agustín, por ejemplo, habría preferido la pérdida de sus hijos, de haberlos tenido, a la de sus obras, de las cuales nuestra religión recibe tan gran provecho. Yo no sé si hubiera preferido mucho más engendrar uno lleno de gallardía, fruto de la unión con las musas, que otro nacido del contacto con mi mujer. A este libro, tal cual es, todo cuanto le consagro lo hago pura o irrevocablemente, cual si se tratara de una criatura de carne y hueso. El poco bien que de mí ha recibido no está a mi disposición; puede saber muchas cosas que yo he olvidado y haber acogido de mi pluma lo que yo no retengo, de tal suerte que para conocerlo tuviere que recurrir a él como cualquiera persona extraña; si yo soy más prudente que mi libro, éste es más rico que yo. Pocos hombres hubo consagrados a la poesía que no se glorificaran más de haber engendrado la Eneida que el joven más hermoso de Roma, y que no experimentaran menos duelo perdiendo lo segundo que lo primero, pues según Aristóteles, el poeta es entre todos los obreros el más enamorado de su obra. Difícil es suponer que Epaminondas, que se alababa de haber dejado por toda descendencia dos hijas que honrarían un día la memoria de su padre (hablaba de las dos nobles victorias que ganara a los lacedemonios) hubiera consentido en trocarlas por las más lindas doncellas de toda la Grecia; y también que Alejandro y César desearan jamás verse privados de la grandeza de sus gloriosas acciones guerreras por el deseo de tener hijos herederos, por perfectos y cumplidos que hubieran sido. Dudo también que Fidias, u otro escultor excelente, prefirieran tanto la conservación de los suyos, como la de una genial imagen engendrada a costa de labor ruda y conforme a las reglas del arte. Y en cuanto a esas pasiones extraviadas y furiosas que alguna vez arrastraron a los padres al amor de sus hijas y a las madres al de sus hijos, vense igualmente en la paternidad intelectual. Pruébalo lo que se cuenta de Pigmalión, quien habiendo modelado una estatua de mujer de belleza singular, enamorose tan perdidamente de su obra que fue preciso para calmar su rabia que los dioses la dieran vida:


Tentatum mollescit ebur, positoque rigore

subsidit digitis.[512]



De las armas de los partos

Considero como una costumbre viciosa y afeminada el que la nobleza de nuestra época no se decida a tomar las armas sino cuando a ello la obliga una necesidad extrema, y el que las deponga tan pronto como el peligro dé alguna muestra de desaparecer, por ligera que sea. Nacen de aquí varios inconvenientes y desórdenes; cada cual grita y corre a buscar las armas en el momento mismo de a batalla, mientras unos se ocupan en sujetarse la coraza, sus compañeros están ya derrotados. Nuestros padres daban a guardar sólo su celada, sus guantes y su lanza, pero no abandonaban el resto de su equipo mientras la guerra no era concluida. Hoy en nuestras tropas reinan el desorden y la desorganización por la confusión de los bagajes y por los criados que no pueden apartarse de sus amos, de quienes cuidan las armas. Tito Livio, hablando de nuestras antiguas tropas, dice: Intolerantissima laboris corpora vix arma humeris gerebant[513]. Muchas naciones van todavía a la guerra, e iban también en lo antiguo, sin ninguna armadura, o se resguardaban sólo con defensas insignificantes.


Tegmina queis capitum, raptus de subere cortex.[514]


Alejandro, el capitán más arrojado que hayan visto los siglos, casi nunca, usó de armaduras en los combates. Los que entre nosotros las desdeñan no ponen con ello su vida en grave riesgo, pues si hay quien muere por hallarse desprovisto de arnés, no es menor el número de aquellos a quienes perdió el embarazo de las armas, al hallarse imposibilitados de movimiento bajo el peso de la coraza. En verdad, al ver el espesor de las nuestras y su peso, diríase que en ellas no buscamos sino la defensa; la opresión es mucho mayor que el resguardo que nos procuran. Sólo con soportar tal cargamento tenemos labor sobrada para el empleo de todas nuestras fuerzas, cual si el combate quedara reducido al choque de las armaduras, como si no tuviéramos la misma obligación de defenderlas que ellas de defendernos a nosotros. Tácito pinta con tonos burlescos a los guerreros galos, quienes iban armados de tal suerte que sólo podían sostenerse, pues no había medio de que atacaran ni de que fueran atacados, ni tampoco podían levantarse cuando se les derribaba. Viendo Luculo a los soldados medas, que formaban la vanguardia del ejército de Tigranes, agobiados bajo el peso de los arneses, y careciendo por tanto de desenvoltura, encerrados como estaban en una prisión de hierro, juzgó por ello que los derrotaría sin dificultad, y, en efecto, por ellos comenzó el ataque, que fue el principio de la victoria. Al presente que los mosqueteros preponderan, me parece que se hallará a mano algún invento con que emparedarnos para librarnos de sus disparos e iremos a la guerra embutidos en baluartes, semejantes a los que los antiguos hacían llevar a sus elefantes.

Esta manera de combatir se aparta bastante del procedimiento que practicaba Escipión el joven, el cual censura duramente a sus soldados por haber esparcido trampas bajo el agua, en el lugar del foso, por donde los moradores de una ciudad que sitiaba podían salirles al encuentro; decíales que los sitiadores debían preocuparse de atacar; no de temer; y suponía razonablemente que tal precaución, podía adormecer su vigilancia para resguardarse. A un soldado romano que hacía ostentación de la hermosura y solidez de su escudo, díjole: «En efecto, es hermoso, pero el soldado romano debe tener mayor confianza en la mano derecha que en la izquierda.»

La costumbre de no llevar puestas las armaduras constantemente, hace que no podamos soportar su peso


L'usbergo in dosso aveano, e l'elmo in testa,

dui di questi guerrier, dei quali io canto,

ne notte o di, doppo ch'entrato in questa

stanza, gli aveano mai messi da canto;

che facile a portar come la vesta

era lor, perche in uso l'avean tanto.[515]


El emperador Caracalla marchaba a pie, armado de todas armas, al frente de sus tropas. La infantería romana llevaba no sólo el morrión, la espada y el escudo (según Cicerón estaba tan habituada a llevar las armas, que éstas la molestaban tan poco como las piernas y los brazos), arma enim, membra militis esse dicunt516, sino también los víveres de que había menester para pasar quince días, y cierto número de estacas para construir las fortificaciones hasta sesenta libras de peso. Los soldados de Mario, así cargados, iban al combate y eran capaces de recorrer cinco leguas en cinco horas, o seis cuando estaban de prisa. Su disciplina militar era mucho más ruda que la nuestra, así que los resultados eran también mejores. Escipión el joven, al reformar el ejército que operaba en España, ordenó a sus soldados que no comieran sino de pie y nada cocido. A propósito de lo aguerrido de los antiguos ejércitos merece citarse el rasgo siguiente: encontrándose en campaña, un soldado lacedemonio fue censurado por haberle visto bajo cubierto en una casa. Estaban tan hechos a la fatiga que era vergonzoso encontrarlos bajo otro techo que no fuera el del firmamento, sea cual fuese el tiempo que hiciera. Nuestros soldados serían incapaces de soportar tales pruebas.

Amiano Marcelino, hombre habituado, a las guerras romanas, advierte la manera cómo se armaban los partos, con tanto mayor interés cuanto que se apartaba mucho de lo acostumbrado en aquéllas. «Llevaban, dice, unas armaduras tejidas a la manera de plumas pequeñas, que en nada impedían los movimientos del cuerpo; y sin embargo eran de solidez tal que repelían los dardos cuando chocaban con ellas.» (Eran los caparazones de que nuestros antepasados acostumbraban a servirse.) En otro lugar añade: «Sus caballos eran fuertes y resistentes, iban cubiertos de cuero grueso, y los jinetes estaban armados de pies a cabeza con espesas planchas de hierro, dispuestas de tal modo que les permitían entera libertad en sus movimientos. Hubiérase dicho al verlos que eran hombres de hierro, pues usaban caretas tan bien ajustadas, y que representaban tan al natural los rasgos del semblante, que no había posibilidad de herirlos sino por dos agujerillos redondos que correspondían a los ojos, por los cuales recibían una poca luz, o por las rendijas que correspondían a las ventanas de la nariz, por donde respiraban con bastante dificultad.»


Flexilis inductis animatur lamina membris,

horribilis visu; credas simulacra moveri

ferrea, cognatoque viros spiraro metallo.

par vestitus equis: ferrata fronte minantur,

ferratosque movent, securi vulneris, armos.[517]


He ahí una descripción que se asemeja mucho al equipo de un guerrero francés, cubierto y recubierto de pesado hierro. Refiere Plutarco que Demetrio mandó hacer para él y para Alcimo, el primer capitán que tenía a sus órdenes, dos armaduras que pesaban ciento veinte libras cada una. Las entre ellos generalmente usadas no pesaban más que sesenta.



De los libros

Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que hablo. Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia, no se encuentra para ello en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Contiénense en estos ensayos mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino sólo de darme a conocer a mí mismo; quizás éstas me serán algún día conocidas, o me lo fueron ya, dado que el acaso me haya llevado donde las cosas se hallan bien esclarecidas; yo de ello no me acuerdo, pues bien que sea hombre que amo la ciencia, no retengo sus enseñanzas; así es que no aseguro certeza alguna, y sólo trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales. No hay, pues, que fijarse en las materias de que hablo, sino en la manera como las trato, y en aquello que tomo a los demás, téngase en cuenta si he acertado a escoger algo con que realzar o socorrer mi propia invención, pues prefiero dejar hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi lenguaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas aténgome a la calidad y no al número; fácil me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y antiguos, de nombradía grande, que no han menester de mi recomendación. Cuanto a las razones, comparaciones y argumentos, que trasplanto en mi jardín, y confundo con las mías, a veces he omitido de intento el nombre del autor a quien pertenecen, para poner dique a la temeridad de las sentencias apresuradas que se dictaminan sobre todo género de escritos, principalmente cuando éstos son de hombres vivos y están compuestos en lengua vulgar; todos hablan se creen convencidos del designio del autor, igualmente vulgar; quiero que den un capirotazo sobre mis narices a Plutarco y que injurien a Séneca en mi persona, ocultando mi debilidad bajo antiguos e ilustres nombres. Quisiera que hubiese alguien que, ayudado por su claro entendimiento señalara los autores a quienes las citas pertenecen, pues como yo adolezco de falta de memoria, no acierto a deslindarlas; bien comprendo cuáles son mis alcances, mi espíritu es incapaz de producir algunas de las vistosas flores que están esparcidas por estas páginas, y todos los frutos juntos de mi entendimiento no bastarían a pagarlas. Debo, en cambio, responder de la confusión que pueda haber en mis escritos, de la vanidad u otros defectos que yo no advierta o que sea incapaz de advertir al mostrármelos; pero la enfermedad del juicio es no echarlos de ver cuando otro pone el dedo sobre ellos. La ciencia y la verdad pueden entrar en nuestro espíritu sin el concurso del juicio, y éste puede también subsistir sin aquéllas: en verdad, es el reconocimiento de la propia ignorancia uno de los más seguros y más hermosos testimonios que el juicio nos procura. Al transcribir mis ideas, no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu voy amontonándolos: una veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente y uno a uno. Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar sin esfuerzos ni artificios; no hablo sino de cosas cuyo desconocimiento es lícito y de las cuales puede tratarse sin preparación y con libertad completa. Bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Mi designio consiste en pasar apacible, no laboriosamente, lo que me resta, de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valer.

En los libros sólo busco un entretenimiento agradable, si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir:


Has meus ad metas sudet oportet, equus.[518]


Las dificultades con que al leer tropiezo, las dejo a un lado, no me roo las uñas resolviéndolas, cuando he insistido una o dos veces. Si me detengo, me pierdo, y malbarato el tiempo inútilmente; pues mi espíritu es de índole tal que lo que no ve desde luego, se lo explica menos obstinándose. Soy incapaz de hacer nada mal de mi grado, ni que, suponga esfuerzo; la continuación de una misma tarea, lo mismo que el recogimiento excesivo aturden mi juicio, lo entristecen y lo cansan; mi vista se trastorna y se disipa, de suerte que tengo que apartarla y volverla a fijar repetidas veces, a la manera como para advertir el brillo de la escarlata se nos recomienda pasar la mirada por encima en diversas direcciones y reiteradas veces. Cuando un libro me aburre cojo otro, y sólo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no hacer nada empieza a dominarme. Apenas leo los nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; ni los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del ínfimo conocimiento que del griego tengo.

Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos El Decamerón, de Boccaccio, el de Rabelais, y el titulado Besos[519], de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas, ni siquiera cuando niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión sobre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, en manera alguna la de las cosas mismas. Si yo digo que no me gusta el Axioca de Platón[520], por ser una obra floja, si se tiene en cuenta la pluma que lo escribió, no tengo cabal seguridad en mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de tantos otros famosos críticos antiguos, que considera cual gobernadores y maestros, con los cuales preferiría engañarse. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien de detenerse en la superficie, porque no puede penetrar hasta el fondo, bien de examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero. Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, las cuales son imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.

Mas, siguiendo con los autores, diré que siempre coloqué en primer término en la poesía a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; considero las Geórgicas como la obra más acabada que pueda engendrar la poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera retocado éstos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto. Lucano también es de mi agrado, y lo leo con sumo placer, no tanto por su estilo como por la verdad que encierran sus opiniones y juicios. Por lo que respecta al buen Terencio y a las gracias y coqueterías de su lengua, tan admirable me parece, por representar a lo vivo los movimientos de nuestra alma y la índole de nuestras costumbres, que en todo momento nuestra manera de vivir me recuerda sus comedias; por repetidas que sean las veces que lo lea, siempre descubro en él alguna belleza o alguna gracia nuevas. Quejábanse los contemporáneos de Virgilio de que algunos comparasen con Lucrecio al autor de la Eneida; también yo creo que es una comparación desigual, mas no la encuentro tan desacertada cuando me detengo en algún hermoso pasaje de Lucrecio. Si tal parangón les contrariaba, ¿qué hubieran dicho de los que hoy le comparan, torpe, estúpida y bárbaramente con Ariosto, y qué pensaría Ariosto mismo?


O seclum insipiens et inficetum![521]


Me parece que los antiguos debieron lamentarse más de los que equipararon a Plauto y Terencio (éste muestra bien su aire de nobleza), que de los que igualaron Lucrecio a Virgilio. Para juzgar del mérito de aquéllos y conceder a Terencio la primacía, constituye una razón poderosa el que el padre de la elocuencia romana profirió con frecuencia su nombre como el único en su línea, y la sentencia que el juez más competente de los poetas latinos emitió sobre Plauto. Algunas veces he considerado que los que en nuestro tiempo escriben comedias, como los italianos, que son bastante diestros en el género, ingieren tres o cuatro argumentos, como los que forman la trama de las de Terencio o de Plauto, para componer una de las suyas; en una sola amontonan cinco o seis cuentos de Boccaccio. Y lo que les mueve a cuajarlas de peripecias es la desconfianza de poder sostener el interés con sus propios recursos; es preciso que dispongan de algo sólido en que apoyarlas, y no pudiendo extraerlo de su numen, quieren que los cuentos nos diviertan. Lo contrario acontece con Terencio, cuyas perfecciones y bellezas nos hacen olvidar sus argumentos; su delicadeza y coquetería nos detienen en todas las escenas; es un autor agradable por todos conceptos,


Liquidus, puroque simillimus anni[522],


y llena de tal suerte nuestra alma con sus donaires que nos hace olvidar los de la fábula. Esta consideración me lleva de un modo natural a las siguientes: los buenos poetas antiguos evitaron la afectación y lo rebuscado, no sólo de los fantásticos ditirambos españoles y petrarquistas sino también de los ribetes mismos que constituyen el ornato de todas las obras poéticas de los siglos sucesivos. Así que, ningún censor competente encuentra defectos en aquellas obras, como tampoco deja de admirar infinitamente más entre las de Catulo la pulidez, perpetua dulzura y florida belleza de sus epigramas, comparadas con los aguijones con que Marcial aguza los suyos.

Lo propio que dije ha poco sienta también Marcial cuando escribe: Minus illi ingenio laborandum fuit, in cuius locum materia successerat[523].

Los viejos poetas, sin conmoverse ni enfadarse, logran el efecto que buscan; sus obras son desbordantes de gracia y para alcanzarla no necesitan violentarse. Los modernos han menester de socorros ajenos; a medida que el espíritu les falta necesitan mayor cuerpo; montan a caballo porque no son suficientemente fuertes para andar sobre sus piernas, del propio modo que en nuestros bailes los hombres de baja extracción que ejercen el magisterio de la danza, como carecen del decoro y apostura de la nobleza, pretenden recomendarse dando peligrosos saltos y efectuando movimientos extravagantes a la manera de los acróbatas; las damas representan un papel más lucido cuando las danzas son mas complicadas que en otras en que se limitan a marchar con toda naturalidad representando el porte ingenuo de su gracia ordinaria; he reparado también que los payasos que ejercen su profesión diestramente sacan todo el partido posible de su arte aun estando vestidos sencillamente, con la ropa de todos los días, mientras que los aprendices, cuya competencia es mucho menor, necesitan enharinarse la cara, disfrazarse y hacer multitud de muecas y gesticulaciones salvajes para movernos a risa. Mi opinión aparecerá más clara comparando la Eneida con el Orlando: en la primera se ve que el poeta se mantiene en las alturas con sostenido vuelo y continente majestuoso, siguiendo derecho su camino; en el segundo el autor revolotea y salta de cuento en cuento, como los pajarillos van de rama en rama, porque no confían en la resistencia de sus alas sino para hender un trayecto muy corto, deteniéndose a cada paso porque temen que les falten el aliento y las fuerzas:


Excursusque breves tentat.[524]


He ahí, pues, los poetas que son más de mi agrado.

Cuanto a los autores en que la enseñanza va unida al deleite, en los cuales aprendo a poner orden en mis ideas y en mi vida, los que más me placen son Plutarco, desde que Amyot lo trasladó a nuestra lengua, y Séneca el filósofo. Ambos tienen para mí la incomparable ventaja, que se acomoda maravillosamente con mi modo de ser, de verter la doctrina que en ellos busco de una manera fragmentaria, y por consiguiente no exigen lecturas dilatadas, de que me siento incapaz: los opúsculos de Plutarco y las epístolas de Séneca constituyen la parte más hermosa de sus escritos al par que la más provechosa. Para emprender tal lectura no he menester de esfuerzo grande, y puedo abandonarla allí donde bien me place, pues ninguna dependencia ni enlace hay entre los capítulos de ambas obras. Estos dos autores coinciden en la mayor parte de sus apreciaciones e ideas útiles y verdaderas; la casualidad hizo que vieran la luz en el mismo siglo; uno y otro fueron preceptores de dos emperadores romanos, uno y otro fueron nacidos en tierra extranjera, ambos fueron ricos poderosos. La instrucción que procuran es la flor de la filosofía, que presentan de una manera sencilla y sabia. El estilo e Plutarco es uniforme y sostenido, el de Séneca culebrea y se diversifica; éste ejecuta todos los esfuerzos posibles para procurar armas a la virtud contra la flaqueza, el temor y las inclinaciones viciosas. Plutarco parece no tener tanta cuenta del esfuerzo, es más indulgente, y profesa las apacibles ideas platónicas acomodables a la vida. Las de Séneca son estoicas o de Epicuro, y se apartan más del uso común, pero en cambio, a mi entender, son más ventajosas y sólidas, particularmente aplicadas. Diríase que Séneca transige algún tanto con la tiranía imperial, pues yo entiendo que si condena la causa de los generosos matadores de César los condena violentando su espíritu. Plutarco se muestra enteramente libre en todo. Séneca abunda en matices; Plutarco en acontecimientos, hechos y anécdotas. El primero nos emociona y conmueve, el segundo nos procura mayor agrado y provecho. Plutarco nos guía, Séneca nos empuja.

Por lo que toca a Cicerón, lo que de él prefiero son las obras que tratan particularmente la moral. Mas a confesar abiertamente la verdad, y puesto que se franqueó ya la barrera, la timidez sería inoportuna, su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquiera otra que se la asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso queda ahogado por aprestos tan dilatados. Si le leo durante una hora, lo cual es mucho para mí, y trato luego de recordar la sustancia que he sacado, casi siempre lo encuentro vano, pues al cabo de ese o no llego aún a los argumentos pertinentes al asunto de que habla, ni a las razones que concretamente se refieren a las ideas que persigo. Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia, ni mi saber, sino mi prudencia, tales procedimientos, lógicos y aristotélicos, son inadecuados; yo quiero que se entre desde luego en materia, sin rodeos ni circunloquios; de sobra conozco lo que son la muerte o el placer, no necesito que nadie se detenga en anatomizarlos. Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen, desde luego, sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar, y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo del discurso. Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella, a los niños y al vulgo, para quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto. No quiero yo que se gaste el tiempo en ganar mi atención, gritándome cincuenta veces: «Ahora escucha», a la manera de nuestros heraldos. En su religión los romanos, decían hoc age, para significar lo que en la nuestra expresamos con el sursum corda; son para mí palabras inútiles, porque me encuentro preparado de antemano. No necesito salsa ni incentivo, puedo comer perfectamente la carne cruda, así que, en lugar de despertar mi apetito con semejantes preparativos, se me debilita y desaparece. La irrespetuosidad de nuestro tiempo consentirá acaso que declare, sacrílega y audazmente, que encuentro desanimados los diálogos de Platón; las ideas se ahogan en las palabras, y yo lamento el tiempo que desperdicia en interlocuciones dilatadas e inútiles un hombre que tenía tantas cosas mejores que decir. Mi ignorancia de su lengua me excusara si digo que no descubro ninguna belleza en su lenguaje. En general, me gustan más los libros en que la ciencia se trata que los que la teorizan. Plutarco, Séneca, Plinio y otros escritores análogos no lechan mano del hoc age; se las han con gentes ya adiestradas, y si se sirven de aquella advertencia es porque tiene su significación aparte. Leo también con placer las epístolas a Atico, no sólo porque contienen una instrucción muy amplia de la historia y de las cosas de su tiempo, sino más principalmente porque descubren sus privadas inclinaciones, pues me inspira curiosidad singular, como he dicho en otra parte, el conocimiento del espíritu y los juicios ingenuos de mis autores. Puede formarse idea del mérito de los mismos, mas no de sus costumbres ni de sus personas, por el aparato fastuoso de sus escritos, que muestran al mundo. Mil veces he lamentado la pérdida del libro que Bruto compuso sobre la virtud, porque procura placer tener conocimiento de la teoría de aquellos mismos que tan a maravilla se condujeron en la práctica. Y porque son cosas que difieren esencialmente el predicar del obrar, así gusto de Bruto en las biografías de Plutarco como en él mismo; me agradaría más saber a ciencia cierta la conversación que sostuvo en su tienda de campana con sus amigos íntimos, la víspera de una batalla, que lo que al día siguiente de la misma decía a sus soldados; más las ocupaciones que llenaban su tiempo en su gabinete que lo que hacía en la plaza pública y en el Senado. Respecto a Cicerón, participo de la opinión general; creo que, aparte de la ciencia, no había muchas excelencias en su alma; era buen ciudadano, de naturaleza bonachona, como en general suelen serlo los hombres gordos y alegres que como él son abundantes en palabras; mas la blandura y vanidad ambiciosa entraban por mucho en su carácter. No es posible excusarle de haber considerado sus poesías dignas de ver la luz pública, pues, si bien no constituye delito el escribir malos versos, lo es el no haber sabido conocer cuán indignos eran los suyos de la gloria de su nombre. En punto a su elocuencia, entiendo que no hay quien pueda comparársele, y creo que nadie jamás llegará a igualarle en lo porvenir. El joven Cicerón, que sólo en el nombre se asemejó a su padre, hallándose mandando en Asia, congregó una vez en su mesa a algunos extranjeros, entre los cuales se hallaba Cestio, colocado en un extremo, como suelen deslizarse a veces los intrusos en los banquetes de los grandes. El anfitrión preguntó quién era a uno de sus criados, el cual le dijo su nombre; mas como Cicerón estuviera distraído y no parara mientes en la respuesta, insistió de nuevo en la pregunta dos o tres veces; entonces el sirviente, por no contestar siempre con palabras idénticas, con objeto de dar a conocer a Cestio por alguna particularidad, añadió: «Es la persona de quien se os ha dicho que no hace gran caso de la elocuencia de vuestro padre comparada con la suya.» Molestado súbitamente Cicerón, ordenó que cogieran al pobre Cestio, o hizo que le azotaran en su presencia. ¡Huésped descortés, en verdad! Entre los mismos que juzgaron incomparable la elocuencia del orador romano, hubo algunos que no dejaron de encontrarla también defectos. Bruto, su amigo decía que era una elocuencia desquiciada y derrengada: fractam et elumbem. Los oradores posteriores a Cicerón reprendieron en él la cadencia extremada y mesurada del final de sus períodos, e hicieron notar las palabras esse videatur, que con tanta frecuencia empleaba. Yo prefiero una cadencia más rápida, cortada en yambos. Alguna vez adopta un hablar más rudo, pero en sus discursos menudean más los párrafos medidos, simétricos y rítmicos. En uno de ellos recuerdo haber leído: Ego vero me minus diu senem esse malem, quam esse senem ante, quam essem[525].

Los historiadores son mi fuerte. Son gratos y gustosos, y en ellos se encuentra la pintura del hombre, cuyo conocimiento busco siempre; tal diseño es más vivo y más cabal en aquéllos que en ninguna otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones internas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de medios de sus uniones y los accidentes que las amenazan. Así que, entre los que escriben las vidas de personajes célebres, prefiero los que se detienen más en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que en el exterior acontece; por eso Plutarco es en todos los respectos mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos. En punto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción; deben leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los diversos asuntos de que tratan. Julio César me parece que merece singularmente ser digno de estudio, y no ya sólo en concepto de historiador, sino también como hombre; tan grandes son su excelencia y perfección, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, aunque Salustio sea también autor de gran mérito. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se emplean en las obras humanas; ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino, a trechos, a Cicerón mismo; habla de sus propios enemigos con sinceridad tal que, salvo las falsas apariencias con que pretendo revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochársele el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él a no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro.

Entre los historiadores prefiero los que son muy sencillos a los maestros en el arte. Los primeros, que no ponen nada suyo en los sucesos que historian y emplean toda su diligencia en recoger todo lo que llegó a su noticia, registrando a la buena de Dios todo cuanto pueden, sin escogitación ni elección, dejando nuestro juicio en libertad cabal para el conocimiento de la verdad; tal, por ejemplo, el buen Froissard, el cual caminó en su empresa de manera tan franca o ingenua que, cuando incurre en un error, no tiene inconveniente en reconocerlo y corregirlo tan luego como ha sido advertido; Froissard nos muestra la multiplicidad misma de los rumores que corrían sobre un mismo suceso y las diversas relaciones que se le hacían; compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, y en sus crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga. Los maestros en el género tienen la habilidad de escoger lo que es digno de ser sabido; aciertan a elegir de dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes, deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, la verdad sea dicha, está en la mano de bien pocos. Los historiadores medianos, que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan; quieren servirnos los trozos mascados, permítense emitir juicios, y por consiguiente inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay, medio hábil de enderezarla del otro; permítense además escoger los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada, que sería más interesante para nosotros; omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no entienden, y acaso también por no saberlo expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su discurso y que juzguen a su manera, pero también lo es el que nos consientan juzgar luego que ellos lo hayan hecho, y mucho más aún el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia que tratan; deben mostrárnosla pura y entera bajo todos sus aspectos.

Generalmente se elige para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la exclusiva razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia buscáramos el aprendizaje de la gramática. Y siendo ésa la causa que les puso la pluma en la mano, no teniendo más armas que la charla, hacen bien en no curarse de otra cosa. Así a fuerza de frases armoniosas nos sirven una tartina preparada con los rumores que recogen en las callejuelas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que gobernaron los negocios, o que tomaron parte en la dirección de los mismos, o siquiera por los que desempeñaron cargos análogos. Tales son casi todas las griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber encontrábanse comúnmente juntos en aquella época), si en ellos hay errores, es en las cosas muy dudosas o secundarias. ¿Qué luces pueden esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobrelos designios de un príncipe? Si queremos convencernos del celo con que los romanos buscaban la exactitud en las obras históricas, bastará citar este ejemplo: Asinio Polión encontraba algún error en las obras mismas de César, a que le había inducido la circunstancia de no haberle sido dable esparcir por igual la mirada por todos los lugares que ocupó su ejército, y el haber tomado como artículo de fe las comunicaciones que recibía de sucesos a veces no del todo demostrados, o también por no haber sido exactamente informado por sus lugartenientes de los asuntos que éstos habían dirigido en su ausencia. Puede de aquí concluirse si la investigación de la verdad es cosa delicada, puesto que la relación de un combate no se puede encomendar a la ciencia de quien lo dirigió, ni a los soldados mismos el dar cuenta de lo que cerca de ellos aconteció, si a la manera de una información judicial no se confrontan los testimonios, y si no se escuchan las objeciones cuando se trata de probar los menores detalles de cada suceso. El conocimiento que de nuestros negocios tenemos no es tan fundamental; pero todo esto ha ido ya suficientemente tratado por Bodin[526] y conforme a mi manera de ver.

Para remediar algún tanto la traición de mi memoria y la falta de la misma, tan grande que más de una vez me ocurrió coger un libro en mis manos que había leído años antes escrupulosamente y, emborronado, con mis notas y considerado como nuevo, acostumbro hace algún tiempo a añadir al fin de cada obra (hablo de las que no leo más que una vez) la época en que terminé su lectura y el juicio que la misma me sugirió en conjunto, a fin de representarme siquiera la idea general que formó de cada autor. Transcribiré aquí algunas de estas anotaciones.

He aquí lo que escribí hará unos diez años en mi ejemplar de Guicciardini (sea cual fuere la lengua que más libros empleen, yo los hablo siempre en la mía): «Es un historiador diligente en el cual, a mi entender, puede conocerse la verdad de los negocios de su época, con tanta exactitud como en cualquiera otro, puesto que en la mayor parte de ellos desempeñó un papel y un papel honorífico. En él no se ve ninguna muestra de que por odio, favor o vanidad, haya disfrazado los sucesos. Acredítanlo los juicios libres que emite sobre los grandes, principalmente sobre las personas que le ayudaron a alcanzar los cargos que desempeñó, como el papa Clemente VII. Por lo que toca a la parte de su obra de que parece prevalerse más, que son sus digresiones y discursos, los hay buenos, y enriquecidos con hermosos rasgos, pero en ellos se complació demasiado; pues por no haber querido dejarse nada en el tintero, como trataba un asunto tan amplio, tan rico, casi infinito, en ocasiones su estilo es descosido y denuncia la charla escolástica. He advertido también que entre tantas almas y acciones como juzga, entre tantos acontecimientos y pareceres, ni siquiera uno solo achaca a la virtud, a la religión y a la conciencia, como si estas prendas estuvieran en el mundo enteramente extintas. De todas las acciones, por hermosas que sean por sí mismas, achaca la causa a alguna viciosa coyuntura, o a algún interés bajo y puramente material. Imposible es imaginar que entre el infinito número de sucesos que juzga no haya habido alguno emanado por la moralidad y la hombría de bien. Por general que sea la corrupción de una época, alguien escapa siempre del contagio. Aquel su criterio permanente me hace temer haya emanado sólo de la naturaleza del historiador. Acaso haya juzgado de los demás conforme a sus peculiares y genuinos sentimientos.»

En mi Felipe de Comines se lee lo que sigue: «Encontraréis en esta obra lenguaje dulce y grato, de sencillez ingenua; la narración es pura y en ella resplandece evidentemente la buena fe del autor; exento de toda vanidad cuando habla de sí mismo y de afección y envidia cuando habla de los demás. Sus discursos y exhortaciones van acompañados más bien de celo y de verdad que de alarde de saber. En todas sus páginas la gravedad y autoridad muestran al hombre mecido en buena cuna y educado en el gobierno de los negocios importantes.»

En las Memorias del señor del Bellay[527] escribí: «Es siempre grato ver las cosas relatadas por aquellos que por experiencia vieron cómo es preciso manejarlas; mas es evidente que en estos dos autores se descubre una falta, grande de franqueza y no toda la libertad que fuera de desear, como la que brilla en los antiguos cronistas, en Joinville, por ejemplo, amigo de san Luis; Eginard, canciller de Carlomagno, y de fecha más reciente, en Felipe de Comines. Estas memorias son más bien una requisitoria en favor del rey Francisco contra el emperador Carlos V, que una obra histórica. No quiero creer que hayan alterado nada de los hechos principales, pero sí que modelaron el juicio de los sucesos con sobrada frecuencia, y a veces sin fundamento, en ventaja nuestra, omitiendo cuanto pudiera haber de escabroso en la vida del adversario del emperador. Pruébalo el olvido en que dejaron las maquinaciones de los señores de Montmorency y de Brion, y el nombre de la señora de Etampes, que ni siquiera figura para nada en el libro. Pueden ocultarse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe, y sobre todo aquellos hechos que produjeron efectos de trascendencia pública, es una falta imperdonable. En conclusión; para conocer por entero al rey Francisco los hechos acontecidos en su tiempo, búsquense otras mentes si quiere creerse mi dictamen. El provecho que de aquí puede sacarse reside en la relación de las batallas y expediciones guerreras en que los de Bellay tomaron parte, en algunas frases y acciones privadas de los príncipes de la época, y en los asuntos y negociaciones despachados por el señor de Langeay, donde se encuentran muchas cosas dignas de ser sabidas y reflexiones nada vulgares.»



De la crueldad

Entiendo yo que la virtud es cosa distinta y más elevada que las tendencias a la bondad que nacen en nosotros. Las almas que por sí mismas son ordenadas y que buena índole siguen siempre idéntico camino y sus acciones representan cariz semejante al de las que son virtuosas; mas el nombre de virtud suena en los humanos oídos como algo más grande y más vivo que el dejarse llevar por la razón, merced a una complexión dichosa, suave y apacible. Quien por facilidad y dulzura naturales desdeñara las injurias recibidas, realizaría una acción hermosa y digna de alabanza; mas aquel que, molestado y ultrajado hasta lo más vivo por una ofensa, se preservara con las armas de la razón contra todo deseo de venganza, y después del conflicto lograra dominarse, ejecutaría una acción mucho más meritoria que el anterior. El primero obraría bien; el segundo ejecutaría una acción virtuosa; la conducta de aquél podría llamarse bondadosa, la de éste encierra la virtud además de la bondad, pues parece que ese nombre presupone dificultad y contrariedad y que no puede practicarse sin encontrar oposición. Por eso aplicamos al Criador el dictado de bueno, fuerte, justo y misericordioso, pero no el de virtuoso, porque ninguna de sus obras lleva el sello del esfuerzo y todas el de la facilidad. No sólo los filósofos estoicos, también los que siguieron la doctrina de Epicuro (y tomo esta apreciación del común sentir, que es el más recibido, aunque falso, diga lo que quiera la sutil respuesta de Arcesilao, al que le censuraba porque muchos pasaban de su escuela a la de Epicuro, y no al contrario: «La razón es clara, decía; de los gallos salen bastante capones, pero entre los capones no puede salir ningún gallo.» A la verdad, como firmeza y rigor de opiniones y preceptos, de ningún modo cede la secta de Epicuro a la estoica. Un estoico que discutía con mejor fe que los argumentadores de oficio, quienes para combatir a Epicuro y hacer la cosa obvia le hacen decir precisamente aquello en que jamás pensara, desnaturalizando sus palabras, argumentando con reglas gramaticales, partiendo de sentido contrario a la mente del filósofo, y de opiniones diversas a las que mantenía en su alma y practicaba en sus costumbres, dice que dejó de seguir a Epicuro entre otras razones, porque encuentra el camino que lleva a las ideas del filósofo demasiado elevado e inaccesible; et ii, qui,  vocantur, sunt  et  [528], omnesque virtutes et colunt, et retinent[529]): volviendo a mí interrumpido argumento, digo que entre los estoicos y los epicúreos hubo muchos que juzgaron que no basta mantener el alma en lugar acomodado, bien ordenada y bien dispuesta para la práctica de la virtud, como tampoco el sostener nuestras resoluciones y nuestra razón por cima de todos los vaivenes do la fortuna, sino que es preciso además buscar ocasiones en que ponerla a prueba; quieren que se salga al encuentro del dolor que producen en el alma el desdén y las miserias para rechazarlos y mantener así el espíritu en perpetuo para combate: Multum sibi adicit virtus lacessita[530].

Una de las razones que Epamimondas, que pertenecía a una tercera secta y alega para desechar las riquezas que la fortuna colocó en su mano por medios absolutamente legítimos, es el poder luchar contra la pobreza, y en la más extrema vivió siempre. Sócrates, a mi modo de ver, torturaba su alma todavía con mayor rudeza, pues para procurarse sufrimientos soportaba la malignidad de su mujer, lo cual equivale a aplicarse hierro candente. Entre todos los senadores romanos sólo Metelo tomó a pechos, por esfuerzo de su virtud, el hacer frente a la violencia de Saturnino, tribuno del pueblo en Roma, que quería a todo trance que se aprobara una ley injusta en favor de los plebeyos; y habiendo por su conducta incurrido en la pena capital, que Saturnino había establecido contra los intransigentes, decía, condenado ya, a los que le acompañaban a la plaza pública, «que practicar el mal es tarea facilísima y muy cobarde, y que hacer bien allí donde el peligro no amenaza, es cosa vulgar, pero que el realizarlo cuando le sigue el peligro es oficio propio del hombre virtuoso». Estas palabras de Metelo nos representan de una manera palmaria lo que yo quería probar: que la virtud no admite la facilidad por compañera, y que el fácil camino de pendiente suave por donde discurren las almas ordenadas, dotadas de una buena inclinación natural, no es el de la verdadera virtud; ésta ha menester una ruta espinosa y erizada; necesita dificultades con que combatir, como hizo Metelo, por medio de las cuales la fortuna se complace en quebrantar la rigidez de su carrera, o la procura las internas dificultades que acompañan a los apetitos desordenados y a las imperfecciones de la humana condición.

Mi disquisición llega hasta aquí sin dificultad alguna; mas al fin de este discurso ocúrreseme que el alma de Sócrates, que es la más perfecta de cuantas conocí, sería, según lo expresado anteriormente, un alma poco elevada; pues en manera alguna puedo imaginar en aquel filósofo el esfuerzo más insignificante contra viciosa concupiscencia: dado el temple su virtud altísima, no puedo suponer en él ninguna dificultad ni violencia. Conozco su razón, tan fuerte y tan serena, que jamás dio lugar a que germinara siquiera en su alma el más insignificante asomo de apetito vicioso. A una virtud tan relevante como la suya nada puede ser superior; paréceme verle caminar con ademán triunfante y pomposamente, sin ninguna suerte de impedimentos ni de trabas. Si la virtud no puede lucir sin el combate de encontrados deseos, ¿habremos de asegurar por ello que tampoco existe cuando no tiene que rechazar el vicio y que sea necesario este requisito para que la honremos y la pongamos en crédito? ¿Qué sería en este caso el generoso placer de los discípulos de Epicuro, quienes hacen profesión expresa de acariciar blandamente y procuran contentamiento a la virtud con la deshonra, las enfermedades, la pobreza, la muerte y la tortura? Si presupongo que la perfecta virtud sabe combatir y soportar el dolor pacientemente, resistir los dolores de la gota sin alterarse en lo más mínimo; si la aplico como cosa indispensable las dificultades y los obstáculos, ¿qué será entonces la virtud que haya llegado a tal punto, que no sólo desdeña el dolor sino que en él se complace y regocija, como practican los discípulos de Epicuro, los cuales por sus acciones nos dejaron de ello pruebas indudables? Otros muchos hubo que sobrepasaron, a mi juicio, las reglas mismas de su disciplina, como Catón el joven. Cuando le veo morir y desgarrarse las entrañas, no puedo resignarme a creer que su alma estuviera totalmente exenta de alteración o trastorno; no puedo concebir que se mantuviera firme en la situación que las doctrinas estoicas lo ordenaban, tranquilo, sin emoción, impasible; había, a mi juicio, en la virtud de aquel hombre demasiado verdor y frescura para detenerse en los preceptos estoicos, y estoy seguro de que sentía placer y gozo al realizar una acción tan noble y de que a ella se consagró con mayor voluntad que a todas las demás de su vida: Sic abiit e vita, ut causam moriendi nactum se esse gauderet[531]. Tan decidido estuvo a la muerte que experimentó, que yo dudo si habría aceptado el que se la hubiera desposeído de la ocasión de realzar acción tan hermosa; y si su bondad de alma, que le hacía preferir los intereses públicos a los suyos propios, no me contuviera, creería que dio gracias a la fortuna por haber sometido su virtud a una prueba tan hermosa, y a César que acabó con la antigua libertad de su patria. Paréceme leer en esa acción yo no sé qué regocijo de su alma, al par que una emoción, llena de placer extraordinario y de voluptuosidad viril cuando aquella considerase la nobleza y elevación de su empresa:


Deliberata morte ferocior[532];


no asegurada por esperanza alguna de gloria, como pensaron algunos hombres vulgar y afeminadamente, la cual sería demasiado rastrera para tocar un pecho tan generoso, altivo y firme, sino por la belleza sola de la acción misma, que Catón vio con mayor claridad y en toda su perfección, de un modo que nosotros no podemos alcanzar, por haber manejado todos los resortes. Pláceme la opinión de que juzgan que un abandono tan hermoso de la vida no hubiera sido digno en ninguna otra existencia si no es en la de Catón; sólo a él incumbió acabar sus días de la manera que los acabó; por eso ordenó con razón a su hijo y a los senadores que le acompañaban que miraran por su seguridad y se pusieran en salvo. Catoni, quum incredibilem natura tribuisset gravitatem, eamque ipse perpetua constantia roboravisset, semperque in proposito consilio permansisset, moriendum potius, quam tyranni vultus adspiciendus, erat[533]. La muerte de un individuo es siempre semejante a su vida; no nos convertimos en otros para morir. Yo juzgo de la muerte según la vida, y si se me cita alguna serena y reposada, al parecer, que siguió a una existencia débil, juzgo que fue ocasionada por una causa igualmente débil y adecuada a la persona que la experimentó. La satisfacción, la facilidad con que aquella muerte fue soportada por Catón, y a cuyo estado llegó por la sola fuerza de su alma, ¿habremos de considerar que rebajan en lo más mínimo el brillo de su virtud? ¿Quién que tenga en su cerebro algún tinte, siquiera sea ligero, de la verdadera filosofía, puede imaginar que Sócrates estuviera libre de todo temor en su prisión, encadenado y condenado? ¿Y quién no reconoce en este filósofo no ya sólo la firmeza y la constancia, que tal era su estado normal, sino también no sé qué nuevo contentamiento y una alegría regocijada en las palabras que pronunció y en los ademanes que adoptó en sus últimos instantes? Él estremecimiento de placer que sintió al pasar la mano por su rodilla cuando le despojaron de los hierros, ¿no acusa el estado de placidez de su alma al verse desposeído de las molestias pasadas y puesto ya un pie en el camino de las cosas venideras? La memoria de Catón me sea indulgente, pero yo considero su muerte como más trágica y más severa; mas la de Sócrates es todavía, yo no sabría explicar el por qué, más hermosa. Aristipo contestó a los que se compadecían de su suerte: «Los dioses lo quieren así.» Vese en las almas de Sócrates y Catón y en los que los imitaron (pues dudo mucho que haya existido quien los haya igualado), una tan perfecta costumbre en la práctica de la virtud, que se diría que entró a formar parte de la naturaleza de ambos. No es una virtud penosa, producida por el esfuerzo, ni conforme a los preceptos que la razón dicta; la esencia misma de sus almas, su vida normal y ordinaria eleváronla a tal altura, merced al prolongado ejercicio de los consejos de la filosofía, la cual encontró en ellos una naturaleza espléndida y hermosa; así que las pasiones viciosas que en nosotros nacen y germinan, no encontraron brecha por donde penetrar en sus espíritus; la rigidez y firmeza de sus almas ahogó y extinguió las concupiscencia tan luego como éstas intentaron agitarlas.

Ahora bien; que no sea más hermoso, merced a una resolución elevada y divina oponerse al nacimiento de las tentaciones y haberse formado a la virtud de tal suerte que las semillas mismas del vicio sean desarraigadas, que el impedir a viva fuerza su progreso, y habiéndose dejado sorprender por las emociones primeras de la pasión, armarse y fortificarse para detener su curso y vencerlas, y asegurar que el segundo estado no sea aún mas perfecto que el de estar simplemente dotado de una naturaleza de buena índole y verse por sí mismo libre de desórdenes y vicios, no creo que ni siquiera merezca ser esto en duda. Si efectivamente la última manera de ser hace al hombre inocente no le hace virtuoso; si bien le libra de ejecutar malas acciones, no le hace apto para realizar las buenas. Esta condición es además tan cercana de la imperfección y de la debilidad, que yo no acierto a distinguir los límites que las separan; por lo mismo los calificativos de bondad e inocencia empléanse a veces con significación desdeñosa. Algunas virtudes, como la castidad y la sobriedad y la templanza, podemos poseerlas merced a la debilidad corporal; la firmeza ante el peligro (si es lícito llamaría así), el menosprecio de la muerte, la resignación en los infortunios, se encuentran a veces en el hombre por no juzgar acertadamente de semejantes accidentes, por no concebirlos tales cuales son. La falta de previsión y la torpeza simulan así en ocasiones actos de virtud. Yo he visto más de una vez que algunos hombres fueron alabados por cosas que merecían censura. Un caballero italiano hablaba del siguiente modo en desventaja de su país, hallándome yo presente: «La sutileza y vivacidad de mis compatriotas, decía, es tan grande que prevén los peligros y accidentes que pueden sobrevenirles, de tan lejos, que no hay que extrañar el verlos a veces en la guerra velar por su seguridad, aun antes de haber reconocido el peligro.» Añadía que nosotros los españoles no tenemos tan buen olfato, lo cual nos hace temerarios, y que nos precisa ver el peligro y tocarlo con la mano para atemorizarnos. Cuando este caso llega, añadía, no sabemos afrontarlo. Los alemanes y los suizos, concluía, más groseros y embotados, ni siquiera se dan cuenta del peligro hasta después de abatidos por el golpe. Bien puede suceder que todos estos pareceres sean pura broma; mas de todas suertes, es cosa cierta que en la guerra los novicios se lanzan con arrojo mayor a los azares que luego que están ya escarmentados:


Haud ignarus... quantum nova gloria in armis,

et prtedulco decus, primo certamine, possit.[534]


Por todas estas razones, cuando se juzga de una acción señalada es necesario considerar todas las circunstancias que la motivaron y también el hombre que la realizó, antes de bautizarla.

Por escribir una palabra de mí mismo, diré que a veces mis amigos llamaron en mí prudencia a lo que en realidad no era más que resultado natural de la fortuna; lo juzgaron acto de vigor y paciencia a causa de la buena opinión que yo les merecí, y me atribuyeron cualidades, ya buenas ya malas, caprichosamente. Por lo demás, me encuentro tan lejos de aquel grado de excelencia en que la virtud se trueca en costumbre, que ni siquiera del segundo estado di nunca prueba alguna. No he necesitado desplegar esfuerzo grande para domar los deseos que me dominaron; mi virtud es sólo inocente, accidental y fortuita. Si hubiera nacido con un temperamento más desordenado, creo que mis sufrimientos hubieran sido grandes, pues casi nunca intenté oponer la firmeza de mi alma al embate de las pasiones; por poco vehementes que éstas hubiesen sido en mí, las hubiera dado rienda suelta. De suerte que no tengo gran cosa que agradecer si me encuentro completamente libre de muchos vicios,


Si vitii mediocribus et mea paucis

mendosa est natura, alioqui recta; velut si

egregio inspersos reprehendas corpore, naevos[535]:


pues lo debo más al acaso que al discernimiento. Hízome descender la fortuna de una raza famosa en hombría de bien, de un padre buenísimo, quien yo no sé si inoculó en mi una parte de su naturaleza; o acaso los ejemplos del hogar doméstico y la buena educación de mi infancia hayan ayudado insensiblemente a mi condición moderada, o quién sabe si nací tal cual soy:


Seu Libra, son me Scorpius adspicit

formidolosus, pars violentior

natalis horae, seu tyrannus

hesperiae Capricornus undae[536]:


sea como fuere, es lo cierto que profeso horror a la mayor parte de los vicios. La respuesta que dio Antístenes a quien le preguntó cuál era el mejor aprendizaje que había de seguirse para llegar a la virtud, que estaba formulada en dos palabras, las cuales eran: «Olvidar el mal» no parece poder aplicarse a mí, dada la naturaleza de mi carácter en este punto. Odio el vicio, como llevo dicho, por razones tan individuales, tan mías, que el instinto mismo con que nací lo he conservado sin que nada haya sido fuerza bastante para alterarlo; ni siquiera mis propias reflexiones, que por haberse apartado en algunos puntos del camino ordinario, pudieran haberme lanzado fácilmente a la ejecución de actos que mi inclinación natural me hiciera odiar. Diré algo que parecerá inexplicable y hasta monstruoso: mis costumbres son más morigeradas que mi entendimiento; mi concupiscencia menos desordenada que mi razón. Aristipo profesaba ideas tan atrevidas en pro de la riqueza y los placeres, que llegó a escandalizar a los demás filósofos; mas por lo que toca a sus costumbres fueron morigeradas. Habiéndole presentado Dionisio el tirano tres hermosas jóvenes para que entre ellas eligiera, contestó que se quedaba con las tres, y que Paris obró torpemente al escoger una entre las otras compañeras; pero a pesar de haberlas conducido a su casa, las dejó salir intactas sin haber disfrutado de ninguna. Una vez que su criado iba cargado por un camino con una cantidad grande de dinero, le ordenó que tirara todo el que le embarazaba. Epicuro, cuyas doctrinas son irreligiosas y voluptuosas, condújose en su vida muy devota y trabajosamente; participa a un amigo suyo que no vive más que de agua y pan moreno, y le ruga le envíe un poco de queso para cuando le pase por las mientes celebrar un suntuoso banquete. ¿Será verdad que para estar dotado de singular bondad de alma no sean precisos lo cumplir, razón que ilumine, ni ejemplo que imitar? ¿Admitiremos que la bondad del hombre deriva de una causa oculta encerrada en la contextura del que lo es? Los desórdenes que yo realicé no fueron de los más reprobables, en buen hora lo diga; yo los condené en mi fuero interno según su magnitud, pues no llegaron a infeccionar mi discernimiento, antes al contrario, acúsolos con mayor rigor en mí que en otro cualquiera. A esto se reduce todo mi vigor de alma, pues por lo demás me dejo caer con facilidad grande en el otro lado de la balanza. Yo no hago más que impedir la mezcla de unos vicios con otros, peligro a que todos estamos avocados si no cuidamos de remediarlo con tiempo. Yo procuró aislar los míos, y además atenuarlos y aminorarlos:


Nec ultra

errorem foveo.[537]


Cuanto a la opinión de los estoicos, que afirman que el filósofo al realizar una acción congrega todas sus virtudes, aunque una de ellas sea más visible según la naturaleza del acto, idea que concuerda en algún modo con el desarrollo de las pasiones que nos avasallan, pues la cólera, por ejemplo, no se produce en el hombre si todos los humores no concurren aunque la cólera sola predomine; si los estoicos, como dije antes, deducen de ahí que al que incurre en falta le precisa hallarse poseído de todos los vicios juntos, yerran a mi entender, o yo no comprendo su doctrina en este punto, pues veo por experiencia propia que sucede precisamente todo lo contrario; son tales ideas agudezas sutiles y sin fundamento, en que la filosofía se detiene a veces. Si yo soy víctima de algunos vicios, huyo en cambio de otros como pudiera hacerlo un santo. Los peripatéticos niegan esta conexión y unión indisolubles, y Aristóteles sienta que un hombre prudente y justo puede ser también incontinente y falto de templanza. Sócrates confesaba a los que reconocían en su fisonomía cierta inclinación al vicio, que así era en verdad, pero que valiéndose de una severa disciplina había conseguido aniquilarla. Los discípulos del filósofo Stilpo contaban que, habiendo nacido con tendencias al vino y a las mujeres, logró domar ambas pasiones y convertirse en hombre abstinentísimo.

Las buenas cualidades que yo poseo, débolas, por el contrario, a la buena estrella de mi nacimiento, y no las alcancé por ley, precepto ni aprendizaje; la inocencia de mi alma es bobalicona; vigor tengo poco y de arte carezco. Detesto la crueldad entre los demás vicios, tanto por temperamento como por raciocinio, y la conceptúo como el más horrible de todos; no puedo sin experimentar disgusto ni siquiera ver retorcer el pescuezo a una gallina; oigo con dolor los gemidos de la liebre bajo los dientes de mis perros, aunque la caza sea de suyo un placer que debe incluirse entre los violentos. Los que combaten el goce voluptuoso se valen del argumento siguiente para probar que es una pasión enteramente viciosa y de las más absurdas: cuando se encuentra en su mayor grado de vigor fuerza se apodera de nosotros de tal suerte que nos priva del uso de la razón; para probarlo alegan los efectos que todos sentimos cuando nos hallamos en contacto con mujeres:


Quum jam praesagit gaudia corpus,

atque in eo est Venus, ut muliebria conserat arva[538];


juzgan que el placer nos transporta tan lejos de nosotros, que la razón no podría entonces ejercer sus funciones, arrobada como se encuentra por la voluptuosidad. Yo sé que puede acontecer de diverso modo, y que también el alma puede apoderarse de distintos pensamientos en el mismo instante del gozar, mas para ello es preciso fortificarla expresamente. Yo sé por experiencia que puede contenerse el esfuerzo del placer, y no considero a Venus diosa de tanto imperio como algunos, más moderados que yo, testimonian. Tampoco atribuyo a cosa de milagro, como la reina de Navarra en uno de los cuentos de su Heptamerón (libro agradable a pesar de su contexto), ni creo que sea cosa de dificultad grande el pasar noches enteras con tranquilidad y calma cabales al lado de una mujer durante largo tiempo deseada, cumpliendo el juramento prometido con caricias, besos y tocamientos. Entiendo que el ejemplo del placer que la caza proporciona serviría mejor a probar que cuando a tal ejercicio nos consagramos no somos dueños de disponer libremente de nuestra razón; como el goce no es tan grande, las sorpresas son mayores, por lo cual nuestra atención maravillada pierde la ocasión de mantenerse apercibida a la casualidad, cuando después de una larga busca la pieza aparece bruscamente en el lugar donde menos se la esperaba; estos incidentes, y la algarabía de los gritos, nos emocionan de tal modo que sería muy difícil, a los que gustan de este género de caza, apartar de pronto su pensamiento hacia otras ideas en el instante mismo en que el animal surge. Los poetas hicieron a Diana victoriosa de la antorcha del amor y de las flechas de Cupido:


Quis non malarum, quas amor curas habet,

haec inter abliviscitur?[539]


Volviendo a mi interrumpido asunto, dirá que me entristecen grandemente las aflicciones ajenas, y que lloraría fácilmente por simpatía si fuera capaz de llorar. Nada hay que tiente tanto mis lágrimas como el verlas en otros ojos, y no sólo las verdaderas me hacen efecto, sino también las fingidas o pintadas. No compadezco a los muertos, mas bien los envidiaría; pero los moribundos inspíranme piadosos sentimientos. Los salvajes son para mí menos repulsivos al asar y comerse el cuerpo de sus víctimas, que los que atormentan y persiguen a los vivos. Las ejecuciones mismas de la justicia, por legítimas que sean, tampoco puedo verlas con serenidad. Para probar la clemencia de Julio César, decía un escritor latino: «Era tan dulce en sus venganzas que, habiendo forzado a rendirse a unos piratas que le habían hecho prisionero y exigían un rescate por su persona, se limitó a estrangularlos, aunque los amenazara con crucificarlos, lo cual ejecutó, pero después de estrangulados. A Filemón, su secretario, que había querido envenenarle, no lo castigó con dureza alguna, limitose a matarle solamente.» Sin decir quién era el historiador latino[540] que se atreve a considerar como un acto clemente el matar a los que nos ofendieron, fácil es adivinar que estaba contaminado de los repugnantes y horribles ejemplos de crueldad que los tiranos romanos habían puesto en moda.

Por lo que a mí toca, hasta en los mismos actos de justicia me parece cruel todo cuanto va más allá de la simple muerte; y más cruel todavía en nosotros, que debiéramos cuidar de que las almas abandonaran la tierra sosegadamente, lo cual es imposible cuando se las ha agitado y desesperado por medio de tormentos atroces. Un soldado que no ha muchos días se encontraba prisionero, advirtió desde lo alto de la torre que le servía de cárcel que el pueblo se reunía en la plaza y que algunos carpinteros levantaban un tinglado; creyendo que la cosa iba por él, desesperado, formó la resolución de matarse, para lo cual no encontró a mano más que un clavo viejo de carreta cubierto de moho, con que la casualidad le brindó; primeramente se hirió con el hierro dos veces junto a la garganta, pero viendo que no lograba su intento se plantó el clavo en el vientre y cayó desvanecido. Al entrar en la celda uno de sus guardianes, lo halló vivo todavía, tendido en el suelo y desprovisto de fuerzas a causa de las heridas; entonces, con objeto de aprovechar el poco tiempo de vida que le quedaba, leyéronle la sentencia, y luego que hubo oído que se le condenaba solamente a cortarle la cabeza, pareció recobrar vigor nuevo, aceptó un poco de vino que antes había rechazado, dio gracias a sus jueces por la inesperada templanza de su condena, y declaró que había tomado la determinación de llamar a la muerte, por el temor de un cruel suplicio, creencia a que le movieron los aprestos que había visto prepararse en la plaza, en vista de los cuales se echó a pensar que se le aplicaría una pena terrible.

Yo aconsejaría que esos ejemplos de rigor, por medio de los cuales quiere mantenerse el respeto del pueblo, se practicaran solamente con los despojos de los criminales; el verlos privados de sepultura, el verlos hervir y el contemplarlos descuartizados, produciría tanto efecto en las gentes, como las penas que a los vivos se hacen sufrir, aunque en realidad aquél sea escaso o insignificante, pues como dice la Sagrada Escritura, qui corpus occidunt, et postea non habent quod faciant[541]. Los poetas sacaron gran partido del horror de esta pintura y la pusieron por cima de la muerte misma:


Heu!, reliquias semiassi regis, denudatis ossibus

per terram sanie delibutas foede divexarier![542]


Encontreme un día en Roma, en el momento en que se ejecutaba a Catena, ladrón famoso; primeramente le estrangularon, sin que los asistentes manifestaran por ello emoción alguna, pero cuando empezaron a descuartizarle, el verdugo no daba un solo golpe sin que el pueblo le acompañara con voces quejumbrosas y exclamaciones unánimes, como si todo el mundo lamentase la suerte de aquellos despojos miserables. Ejérzanse tan inhumanos excesos con la envoltura, no con el cuerpo vivo. Así ablandó Artajerjes la rudeza de las antiguas leyes persas, ordenando que los señores que habían incurrido en algún delito en el cumplimiento de sus cargos, en lugar de azotarlos, fuesen desposeídos de sus vestiduras, y éstas castigadas por ellos; y en vez de arrancarles los cabellos, se les quitaba la tiara. Los egipcios tan amigos de cumplir escrupulosamente las prácticas de su religión, creían satisfacer a la divina justicia sacrificando cerdos simulados. Invención atrevida la de querer pagar con objetos ficticios a quien es sustancia tan esencial.

Yo vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad, ocasionados por la licencia de nuestras guerras intestinas; ningún horror se ve en los historiadores antiguos semejante a los que todos los días presenciamos, a pesar de lo cual no he logrado familiarizarme con tan atroces espectáculos. Apenas podía yo persuadirme, antes de haberlo visto con mis propios ojos, de que existieran almas tan feroces que, por el solo placer de matar, cometieran muertes sin cuento, que cortaran y desmenuzaran los cuerpos, que aguzaran su espíritu para inventar tormentos inusitados y nuevos géneros de muerte, sin enemistad, sin provecho, por el solo deleite de disfrutar el rato espectáculo de las contorsiones y movimientos, dignos de compasión y lástima, de los gemidos y estremecedoras voces de un moribundo que acaba sus horas lleno de angustia.

Este es el grado último que la crueldad puede alcanzar: Ut homo hominem, non iratus, non timens, tantum pectaturus, occidat[543]. Jamás pude contemplar sin dolor la persecución y la muerte de un animal inocente e indefenso de quien ningún daño recibimos; comúnmente acontece que el ciervo, sintiéndose ya sin aliento ni fuerzas, no encontrando ningún recurso para salvarse, se rinde y tiende los mismos pies de sus perseguidores, pidiéndoles gracia con sus lágrimas:


Questuque, cruentus,

atque imploranti similis[544]:


siempre consideré dolorosamente tal espectáculo. Ningún animal cae en mis manos que no le deje inmediatamente en libertad; Pitágoras los compraba a los pescadores y pajareros para hacer con ellos otro tanto:


Primoque a caede ferarum

incaluisse puto maculatum sanguine ferrum.[545]


Los que para con los animales son sanguinarios denuncian su naturaleza propensa a la crueldad. Luego que los romanos se habituaron a los espectáculos en que las bestias recibían la muerte, vieron también gozosos fenecer a los mártires y a los gladiadores. La naturaleza misma, lo recelo al menos, engendró en el hombre cierta tendencia a la inhumanidad; nadie ve con regocijo a los irracionales en sus juegos y caricias, y todos gozan al verlos pelear y desgarrarse. Y porque nadie se burle de la simpatía que me inspiran, diré que la teología misma nos ordena que los tratemos bondadosamente. Considerando que el Criador nos puso en la tierra para su servicio, y que así el hombre como los brutos pertenecen a la familia de Dios, hizo bien la teología al recomendarnos afección y respeto hacia ellos. Pitágoras tomó de los egipcios la doctrina de la metempsicosis, que luego fue acogida por diversas naciones, principalmente por los druidas:


Morte carent animae; semperque, priore reliota

sede, novis domibus vivunt, habitantque receptae[546]:


la religión de los antiguos galos profesaba la creencia de que las almas eran eternas, y que jamás dejaban de cambiar de lugar, trasladándose de unos cuerpos en otros; con esa idea iba mezclada además la voluntad de la divina justicia, pues según los pecados del espíritu, cuando éste había permanecido, por ejemplo, en Alejandro, decían que Dios le ordenaba luego que habitase otro cuerpo semejante al primero en que había vivido.


Muta ferarum

cogit vincia pater truculentos ingerit ursis,

praedonesque lupis; fallaces vulpibus addit.

***

Atque ubi per varios annos, per mille figuras

Egit, Lethaeo purgatos flumine, tandem

Rursus ad humanae revocat primordia formae[547];


si el alma había sido valiente, decían que se acomodaba en el cuerpo de un león; si voluptuosa, en el de un cerdo; si cobarde, en el de un ciervo o en el de una liebre; si maliciosa, en el de un zorro, y así sucesivamente, hasta que, purificada por el castigo de haber vivido en tales cuerpos, trasladábase nuevamente al humano:


Ipse ego, nam memini, Trojani tempore belli,

Panthoides Euphorbus eram.[548]


Por lo que toca a este próximo parentesco entre el hombre y los animales, yo no lo doy grande importancia, como, tampoco al hecho de que algunas naciones, señaladamente las más antiguas y nobles, no sólo admitieron a los animales en su sociedad y compañía, sino que los colocaron en un rango más elevado que el de las personas, considerándolos como familiares y favoritos de sus dioses, respetándolos y reverenciándolos como a la divinidad. Pueblos hubo, que no reconocieron otra divinidad ni otro dios. Belluae a barbaris propter beneficium consecratae[549]


Crocodilon adorat

pars haec; illa pavet saturam serpentibus ibin:

Effigies sacri hic nitet aurea cercopitheci;

. . . . . . . . . . . .hic piscem fluminis, illic

oppida tota canem venerantur.[550]


La interpretación misma que Plutarco hace de este error, que es muy atinada, recae también en honor de los antiguos; pues asegura que, por ejemplo, los egipcios no adoraban individualmente al gato o al buey, sino que en ambos animales rendían culto a la personificación del poder divino: en el segundo la paciencia y el provecho, y en el primero la vivacidad o, como nuestros vecinos los borgoñones y también los alemanes, el desasosiego por verse encerrados, con lo cual representaban la libertad, que ponían por cima de toda otra facultad divina. Cuando veo en los que practican opiniones más moderadas los razonamientos con que procuran mostrarnos la cercana semejanza que existe entre nosotros y los animales, las facultades que nos son comunes y la verosimilitud con que a ellos se nos compara, quito mucho lustre a nuestra presunción y me despojo de buen grado del reinado imaginario que sobre las demás criaturas se nos confiere.

Aun cuando todo esto fuera discutible, existe sin embargo cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga, no ya sólo a los animales, también a los árboles y a las plantas. A los hombres debemos la justicia; benignidad y gracia, a las demás criaturas que pueden ser capaces de acogerlas; existe cierto comercio entre ellas y nosotros y cierta obligación mutua. Yo no tengo inconveniente alguno en confesar la ternura de mi naturaleza, tan infantil, que no puede rechazar a mi perro las caricias intempestivas con que me brinda, ni las que me pide. Los turcos piden limosnas y tienen hospitales para el cuidado de los animales. Los romanos cuidaron con exquisito esmero de las ocas, por cuya vigilancia se salvó el Capitolio. Los atenienses ordenaron que las mulas y machos que habían prestado servicios en la construcción del templo llamado Hecatompedón no trabajaran más, y fueran libres de pastar donde los placiera, sin que nadie pudiera impedírselo. Los agrigentinos enterraban ceremoniosamente los animales a quienes habían profesado cariño, como los caballos dotados de alguna rara cualidad, los perros y las aves cantoras, y hasta los que habían servido sus hijos de pasatiempo. La magnificencia que les era inherente en las demás cosas, resplandecía también en el número y suntuosidad de los monumentos elevados a aquel fin, los cuales existieron hasta algunos siglos después y sus egipcios daban sepultura en tierra sagrada a los lobos, los osos, los cocodrilos, los perros y los gatos; embalsamaban los cuerpos y llevaban luto cuando morían. Cimón dio honrosa sepultura a las yeguas con que ganó tres veces consecutivas el premio de la carrera en los juegos olímpicos. Xantipo el antiguo hizo enterrar a su perro en un promontorio situado en la costa del mar que después llevó su nombre, y Plutarco consideraba como caso de conciencia el vender y enviar a la carnicería, por alcanzar un provecho insignificante, un buey que por espacio de mucho tiempo le había servido.



Apología de Raimundo Sabunde [551]

Es en verdad la ciencia cosa de suyo grande. Los que la desprecian acreditan de sobra su torpeza; mas yo no estimo por ello su valer hasta la extrema medida que algunos la atribuyen, como por ejemplo, Herilo el filósofo, que colocaba en ella el soberano bien y aseguraba que en la ciencia sólo residía el poder de hacernos prudentes y contentos, lo cual no creo cierto, así como tampoco lo que otros han dicho: que la ciencia es madre de toda virtud, y que todo vicio tiene su origen en la ignorancia. Dado que fuesen ciertas, aserciones tales siempre están sujetas a larga controversia. Mi casa ha estado desde larga fecha abierta a las personas de saber, y por ello es conocida, pues mi padre, que la ha gobernado por espacio de más de cincuenta años, animado por el nuevo ardor de que dio primeramente muestras el rey Francisco I abrazando las letras y poniéndolas en crédito, buscó con interés la compañía de hombres doctos, recibiéndolos espléndida y fastuosamente como a personas santas a quienes adornara alguna particular inspiración de la divina sabiduría, recogiendo sus discursos y sentencias, cual si de oráculos emanasen, y con tanta más reverencia y religiosidad cuanto que no se hallaba en estado de juzgarlas, pues no tenía ningún conocimiento de las letras, como tampoco lo tuvieron sus predecesores. Yo amo las letras, mas no las adoro. Pedro Bunel, entre otros, hombre muy reputado, habiéndose detenido algunos días en Montaigne en compañía de mi padre y con otras personas sabías, hízole obsequio al marcharse de un libro que se titula: Theologia naturalis, sive liber creaturarum, magistri Raimondi de Sebonde; y como las lenguas italiana y española eran a mi padre familiares, y el libro está escrito en un español mezclado de terminaciones latinas, suponía aquél que mediante algún esfuerzo podía mi padre sacar de su lectura algún provecho, recomendándosela además como obra muy útil y adecuada a la época: era, en efecto, el tiempo en que las nuevas de Lutero principiaban a alcanzar crédito y a quebrantar nuestras antiguas creencias en muchos puntos. En ello opinaba bien Pedro Bunel, previendo que aquel comienzo de enfermedad muy luego degeneraría en ateísmo execrable, pues careciendo el vulgo de la facultad de juzgar de las cosas por sí mismas, dejándose llevar por las apariencias, luego que han dejado en su mano a libertad de despreciar y examinar las ideas que hasta entonces había tenido en extrema reverencia, como son todas aquellas de que depende su salud eterna, y que ha visto poner en tela de juicio algunos artículos de su religión, muy pronto se desprende en tal incertidumbre de todas sus demás creencias, que no tenían el fundamento mayor que aquellas que lo han sido sacudidas, cual si de un yugo se tratara, y abandona todas las impresiones que había recibido por la autoridad de las leyes o por acatamientos del uso antiguo,


Nam cupide conculcatur nimis ante metutum[552];


proponiéndose en lo sucesivo no aceptar nada sin que haya interpuesto antes su criterio y prestado su particular consentimiento.

Habiendo encontrado mi padre algunos días antes de su muerte aquel libro bajo un montón de papeles abandonados, encargome que lo tradujera en francés. Es muy cómoda la traducción de autores como éste, en los cuales lo más interesante son las ideas, mas aquellos en quienes predominan la elegancia y las gracias del lenguaje son difíciles de interpretar, sobre todo cuando es más débil la lengua en que se trata de trasladarlos. Tal ocupación era para mí extraña y completamente nueva, mas hallándome por fortuna sin quehacer mayor, y no pudiendo oponerme a las órdenes del mejor padre que jamás haya existido, salí de mi empresa como pude, en lo cual mi padre halló un singular placer y dio orden de que el manuscrito se diera a la estampa, lo cual se hizo después de su muerte[553]. Encontré yo hermosas las ideas de nuestro autor, la contextura de su obra bien unida y su designio lleno de piedad. Porque muchas personas se entretienen en leerle, sobre todo las damas, a quienes debemos toda suerte de atenciones, las cuales hanse mostrado muy aficionadas a la Apología, he tenido muchas veces ocasión de aclararlas el contexto para descargar el libro de las dos objeciones más frecuentes que suelen hacérsele. El fin es atrevido y valiente, pues en él se intenta por razones humanas y naturales probar y establecer contra los ateos los artículos todos de la cristiana religión, en lo cual, a decir verdad, yo encuentro el libro tan firme y afortunado que no creo que sea humanamente posible mejor conducir los argumentos, y entiendo que en ello nadie ha igualado a Raimundo Sabunde. Pareciéndome esta obra sobrado rica y hermosa para escrita por un autor cuyo nombre es tan poco conocido, y del cual todo cuanto sabemos es que fue español, y que explicó la medicina en Tolosa, hará próximamente doscientos años, preguntó a Adriano Turnebo, hombre omnisciente, sobre la importancia que pudiera tener tal libro, y contestome que, a su juicio, bien podían estar los principios de Sabunde sacados de santo Tomás de Aquino, pues, en verdad, el autor de la Summa Theologica, al par que erudición vasta, poseía una sutileza de razonamiento digna de la mayor admiración, y añadió que sólo el santo era capaz de tales imaginaciones. Pero de todas suertes, sea quien fuere el autor o inventor de la obra de que hablo (y no puede desposeerse de tal título a Sabunde sin pruebas en apoyo), era este filósofo un hombre eminente, a quien adornaban muy hermosas dotes.

El primer cargo que a su libro se hace es que los cristianos se engañan al querer apoyar sus creencias valiéndose de razonamientos humanos para sustentar lo que no se concibe sino por mediación de la fe, por particular inspiración de la gracia divina. En esta objeción parece que hay algún celo piadoso y por ello nos precisa intentar con igual respeto y dulzura satisfacer a los que la proclaman. Labor es ésta que acaso fuera más propia de un hombre versado en la teología que de mí, que desconozco esa ciencia; sin embargo, yo juzgo que en una cosa tan divina y tan alta, que de tan largo sobrepasa la humana inteligencia, como es esta verdad, con la cual la bondad de Dios ha tenido a bien iluminarnos, hay necesidad de que nos preste todavía su auxilio como favor privilegiado y extraordinario, para poderla comprender y guardarla en nuestra mente, y no creo, que los medios puramente humanos sean para ello en manera alguna capaces; y si lo fueran, tantas almas singulares y privilegiadas como en los siglos pasados florecieron, hubieran llegado por su discurso a su conocimiento. Sólo, la fe abarca vivamente de un modo verdadero y seguro los elevados misterios de nuestra religión lo cual no significa que deje de ser una empresa hermosa y laudable la idea de acomodar al servicio de aquélla los instrumentos naturales y humanos con que Dios nos ha dotado; no hay que dudar ni un momento que sea éste el uso más digno en que podemos emplear nuestras facultades, y que no existe ocupación ni designio más alto para un cristiano que el de encaminarse por todos sus estudios y meditaciones a embellecer, extender y amplificar el fundamento de su creencia. No nos conformamos con servir a Dios con el espíritu y con el alma; todavía le debemos y le devolvemos una reverencia corporal; aplicamos nuestros miembros mismos, nuestros movimientos y las cosas externas a honrarle: es preciso, hacer lo propio con la fe acompañándola de toda la razón que sea capaz, pero siempre teniendo en cuenta que no sea de nosotros de quien dependa, ni que nuestros esfuerzos y argumentos puedan alcanzar una tan sobrenatural y divina ciencia. Si ésta no nos penetra por virtud de una infusión extraordinaria; si penetra no solamente por la razón sino además por medios puramente humanos, no alcanza toda su dignidad ni todo su esplendor; y a la verdad, yo recelo que nosotros no la disfrutamos más que por ese camino. Si estuviéramos unidos a Dios por el intermedio de una fe viva, si le comprendiéramos por él, no por nosotros; si lográramos un apoyo y fundamento divinos, los accidentes humanos no tendrían el poder de apartarnos de Dios, como acontece; nuestra fortaleza haría frente a una batería tan débil. El amor a lo nuevo, los compromisos con los príncipes, el triunfo de un partido, el cambio temerario y fortuito de nuestras opiniones, no tendrían la fuerza de sacudir y alterar nuestra creencia; no dejaríamos que se turbara a merced de un nuevo argumento, ni tampoco ante, los artificios de la retórica más poderosa. Haríamos frente a todo con firmeza inflexible e inmutable


Illisos fluctus rupes ut vasta refundit,

et varias circum latrantes dissipat undas

mole sua.[554]


Si el esplendor de la divinidad nos tocara de algún modo, aparecería en nosotros por todas partes; no sólo nuestras palabras, sino nuestras acciones llevarían su luz y su brillo; todo cuanto de nosotros emanase se vería iluminado de esa noble claridad. Deberíamos avergonzarnos de que entre todas las sectas humanas jamás hubo ningún hombre afiliado a las mismas que dejara de acomodar a ellas todos los actos de su vida, por difícil que fuera el cumplimiento de la doctrina, y sin embargo, nosotros, cristianos, nos unimos a la divinidad solamente con las palabras. ¿Queréis convenceros de esta verdad? Comparad nuestras costumbres con las de un mahometano o con las de un pagano; siempre quedaréis por bajo de ambos, allí mismo donde teniendo en cuenta la superioridad de nuestra religión deberíamos lucir en excelencia y quedar a una distancia extrema e incomparable. Y debiera añadirse: puesto que son tan justos, tan caritativos y tan buenos, no pueden menos de ser cristianos. Todas las demás circunstancias son comunes a las otras religiones: esperanza, confianza, ceremonia, penitencia y martirios; la marca peculiar de la verdad de nuestra religión debiera ser nuestra virtud, como es también el más celeste distintivo y el más difícil y la más digna producción de la verdad. Por eso tuvo razón nuestro buen san Luis, cuando aquel rey tártaro que se convirtió al cristianismo quiso venir a Lión a besar los pies del papa, para reconocer la santidad de nuestras costumbres, al disuadirle al punto de su propósito, temiendo que nuestra licenciosa manera de vivir le apartara de una creencia tan santa. Lo contrario precisamente que aconteció a aquel otro que fue a Roma para fortificar su fe, y viendo de cerca la vida disoluta de los prelados y del pueblo, se arraigaron en su alma más y más las creencias de nuestra religión al considerar cuánto debe ser su fuerza y divinidad, puesto que alcanza el mantenimiento de su esplendor y dignidad en medio de tanta corrupción y entregada en manos tan viciosas. Si tuviéramos una sola gota de fe, removeríamos las montañas del lugar en que tienen su asiento, dice la Sagrada Escritura[555]; nuestras acciones, que estarían guiadas y acompañadas de la divinidad, no serían simplemente humanas, tendrían algo de milagroso, como nuestra creencia: Brevis est institutio vitae honestae beataeque, si credas[556]. Los unos hacen ver al mundo que tienen fe en lo que no creen; otros, en mayor número, se engañan a sabiendas, sin acertar a penetrar en qué consiste el creer; nos maravilla, sin embargo que en las guerras que a la hora presente desuelan nuestro Estado, el ver flotar los acontecimientos de modo diverso, de una manera común y ordinaria: la razón de ello es que la fe está ausente de nuestras luchas. La justicia, que reside en uno de los partidos, no figura sino como ornamento y cobertura; con razones se la alega, pero ni es atendida ni tomada en consideración ni reconocida tampoco; figura lo mismo que en boca del abogado, no en el corazón ni en la afección de ninguno de los beligerantes. Debe el Señor su extraordinaria misericordia a la fe y a la religión, en manera alguna a nuestras pasiones; los hombres las conducen y las dan rienda suelta so pretexto de religión, cuando debiera acontecer precisamente todo lo contrario. Poned atención, y veréis cuál acomodamos como blanda cera la religión a nuestros caprichos, haciéndola adoptar todas las formas que nos viene en ganas. Jamás abuso tal se vio en Francia como en los tiempos en que vivimos. Tómenla a tuertas o a derechas, digan negro o blanco, todos la emplean de modo parecido, todos la ponen al nivel de sus empresas ambiciosas, todos la usan para realizar el desorden y la injusticia, de tal suerte que hacen bien dudosa y difícil de creer la diversidad de opiniones que alegan como justificación de sus actos, en cosa de que depende la norma y ley de nuestra vida: ¿acaso pueden emanar de la misma escuela y disciplina costumbres más unidas ni más unas? Considerad la horrible imprudencia con que jugamos con las razones divinas y cuán irreligiosamente las adoptamos y las dejamos, a tenor que la fortuna nos cambia de lugar en estas tempestades públicas. Este solemne principio de si es lícito al súbdito rebelarse y armarse contra el soberano para defender la religión, recordad en boca de quiénes se oyó el año anterior la respuesta afirmativa, y quiénes lo enarbolaron como estandarte; recordad también a los que propendieron por la negativa, los cuales también hicieron bandera de su respuesta, y oíd al presente el lado de donde viene la voz de instrucción de uno y otro parecer, y si las armas se entrechocan menos por esta causa o por aquélla. Quemamos a las gentes cuya opinión es que precisa hacer que la verdad sufra el yugo de nuestra necesidad, a los que entienden que aquélla debe sufrir las modificaciones que exija el interés de nuestra causa. Confesemos la verdad: ¿quién acertaría a elogiar entre la multitud a los que pone en movimiento el celo solo de una afección religiosa, ni siquiera a los que sólo consideran la protección de las leyes de su país o el servicio del príncipe? Con todos juntos no podría formarse ni una compañía cabal. ¿De qué proviene el que sean tan contados los que hayan mantenido voluntad y progreso invariables en nuestros trastornos públicos y que nosotros los veamos unas veces caminar al paso, otras adoptar una carrera desenfrenada? ¿En qué se fundamenta el que hayamos visto a los mismos hombres, ya malbaratar nuestros intereses por su rudeza y violencia, ya por su frialdad, blandura y pesadez, si la causa de todo no la atribuimos a que los empujan sólo consideraciones particulares y casuales, cuya diversidad únicamente los mueve?

Veo con toda evidencia que no concedemos a la devoción, sino aquellas prácticas que halagan nuestras pasiones. No hay hostilidad que aventaje a la que reconoce por causa el interés de la religión: nuestro celo en ese caso ejecuta maravillas cuando secunda nuestra inclinación hacia el odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la detracción, la rebelión; por el contrario, hacia la bondad, la benignidad, la templanza, si como por singularidad alguna rara complexión no guarda en si la semilla de esas virtudes, lo demás no la encamina ni de grado ni por fuerza. Nuestra religión fue instituida para extirpar los vicios, mas sin embargo, los cubre, los engendra y los incita. De Dios nadie puede burlarse. Si creyéramos en él, no ya por el camino de la fe, sino por el de la simple creencia, o tan sólo (y lo digo para nuestra confusión y vergüenza) como en otra persona, como en uno de nuestros compañeros, le amaríamos sobre todas las cosas, por la infinita bondad y belleza infinita que resplandecen en él; cuando menos, le colocaríamos en el mismo rango de afección que las riquezas, los placeres, la gloria y los amigos. El mejor de todos nosotros nada teme ultrajarle, y sin embargo se cuida muy mucho de no ofender a su vecino, a su pariente o a su amo. ¿Existe algún entendimiento, por grande que sea su simplicidad, que teniendo a un lado el objeto de alguno de nuestros viciosos placeres y de otro el destino de una gloria inmortal abrigara la menor duda en la elección del uno o de la otra? Renunciamos, sin embargo, a ella por puro menosprecio pues ¿qué idea nos arrastra a la blasfemia si no es el deseo mismo de inferir esta ofensa? Como iniciaran al filósofo Antístenes en los misterios de Orfeo, decíale el sacerdote que los que practicaban aquella religión recibirían cuando les llegara la muerte eternos y perfectos bienes. «¿Por qué si tal es tu creencia, repuso el filósofo, no mueres tú mismo?» Diógenes, con brusquedad mayor, según su modo, y a mayor distancia de nuestro caso, contestó al sacerdote que le recomendaba que abrazase sus creencias para alcanzar la dicha eterna: «¿Tú quieres que yo me persuada de que Agesilao y Epaminondas, que son hombres grandes, serán miserables, y que tú, que no haces nada, ni eres más que un borrego incapaz de nada que valga la pena, serás bienaventurado porque eres sacerdote?» Esas grandes promesas de la eterna beatitud, si a la manera como acogemos las doctrinas filosóficas las recibiéramos, no nos horrorizaríamos ante la muerte, como nos horrorizamos:


Non jam se moriens dissolvi conquereretur;

sed magis ire foras, vestemque relinquere, ut anguis,

gauderet, praelonga senex aut cornua cervus.[557]


«Quiero desaparecer, diríamos, e irme con Nuestro Señor Jesucristo.»[558] La elocuencia del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma impelió a la muerte a algunos de sus discípulos para gozar así más prontamente de las esperanzas que el filósofo les prometía.

Todo esto es signo evidentísimo de que no recibimos nuestra religión sino a nuestro modo y con nuestras propias manos, como las otras religiones se reciben. Encontrámonos en el país en que la religión católica se practica; consideramos su antigüedad o la autoridad de los hombres que la han defendido, tememos las amenazas que acompañan a los que no creen, o seguimos sus promesas. Estas consideraciones deben emplearse en apoyo de nuestra creencia, pero solamente como cosa subsidiaria, pues no son más que lazos humanos: otra religión, distintos testigos, promesas análogas y amenazas semejantes, podrían imprimir en nosotros por el mismo camino una idea contraria. Somos cristianos de la misma suerte que perigordianos o alemanes. Lo que dice Platón, de que hay pocos hombres tan firmes en el ateísmo, que cualquier daño que les acontezca no los conduzca al reconocimiento del poder divino, papel semejante no tiene nada que ver con la idea de un verdadero cristiano; propio es sólo de las religiones mortales y humanas el ser recibidas por una terrenal conducta. ¿Qué género de fe es la que la cobardía y la debilidad de ánimo arraigan en nosotros? ¡Bonita fe la que no admito lo que cree, sin tener para ello otra razón que la falta de valor para rechazarlo! Pasiones viciosas como las de la inconstancia y la de la sorpresa, ¿pueden ocasionar en nuestra alma ni siquiera una influencia ordenada? Creen éstos, añade Platón, fundamentándose en su propio juicio, que todo cuanto se refiere del infierno y de las penas futuras es fingido, mas cuando la ocasión de experimentarlas se acerca con la vejez y las enfermedades, y con ellas la muerte, el terror los llena de una creencia nueva, por el horror de su condición en lo porvenir. Y porque tales impresiones hacen temerosos los ánimos prohíbe el filósofo en sus leyes el conocimiento de aquellas amenazas, y procura persuadir a los hombres que de los dioses no pueden recibir mal alguno, sino es para recoger luego mayor bien, después que recibe el daño y como un medicinal efecto. Refiérese de Bion que, contaminado con el ateísmo de Teodoro, se burló largo tiempo de los hombres religiosos, pero que al sorprenderle la muerte arrastró su alma a las supersticiones más extremadas, cual si los dioses existieran o no existieran conforme a la voluntad de Bion. Platón, y también los citados ejemplos lo demuestran, sostiene que los hombres se encaminan a Dios por el amor o por la fuerza. Siendo, como es el ateísmo un principio desnaturalizado y monstruoso, difícil también de inculcar en el espíritu, humano, por insolente y desordenado que éste se suponga, hanse visto bastantes que por vanidad o rebeldía concibieron opiniones nada vulgares e ideas reformadoras para aplicarlas al mundo, y mantener su obra por tesón y dignidad; pues si son locos en grado suficiente, en cambio no son bastante fuertes para alojar en su conciencia la obra que realizaron, por eso no dejarán de elevar sus brazos al cielo si reciben en el pecho la herida de una espada. Y cuando el miedo o la enfermedad hayan abatido y enmohecido ese licencioso fervor de humor versátil, tampoco dejarán de volver sobre sí mismos, ni con toda discreción de acomodarse a las creencias y ejemplos públicos. Cosa muy distinta es un dogma seriamente digerido de esas superficiales impresiones que, emanadas del desorden de un espíritu sin atadero, van nadando en la fantasía temeraria e inciertamente. ¡Espíritus miserables y sin seso, que tratan de traspasar en maldad el límite que sus fuerzas consienten!

El error del paganismo y la ignorancia de nuestra santa verdad dejó caer el alma grande de Platón, grande sólo humanamente, en este otro error semejante: «que los niños y los viejos son más susceptibles de religión»; como si ésta naciera y encontrara todo su crédito en nuestra debilidad. El nudo que debiera unir nuestro juicio y nuestra voluntad, el que debiera estrechar nuestra alma y elevarla a nuestro Criador, debería ser un nudo que tomara sus repliegues y su fortaleza no de nuestra consideración ni de nuestras razones y pasiones, sino de un estrechamiento divino y sobrenatural, que no tuviera más que una forma, un aspecto y una apariencia, que es la autoridad de Dios y su gracia. Ahora bien, como nuestro corazón y nuestra alma están regidos y gobernados por la fe, es prudente que ésta saque al servicio de su designio todas las demás partes que nos componen según la naturaleza de cada una. Así, no es creíble que toda esta máquina deje de tener selladas algunas de las marcas de la mano de ese gran arquitecto, y que no haya alguna imagen en las cosas de este mundo que en cierto modo se relacione con el obrero que las ha edificado y formado. Dios dejó en sus altas obras impreso el carácter de la divinidad, y sólo nuestra flaqueza de espíritu nos priva de descubrirlo. Él mismo nos dice que sus acciones invisibles nos las manifiesta por medio de las visibles. Sabunde ha trabajado este digno estudio y nos muestra cómo no hay nada en el mundo que desmienta a su Creador, Estaría en oposición con la divina bondad el que el universo no consintiera en nuestra creencia: el cielo, la tierra, los elementos, nuestro cuerpo y nuestra alma, todas las cosas conspiran en apoyo de nuestra fe; el toque está en saber servirse de ellas y en encontrar para ello el camino; las cosas nos instruyen siempre y cuando que seamos capaces de entenderlas, pues este mundo es un templo santísimo, dentro del cual el hombre ha sido introducido para contemplar monumentos que no son obra de mortal artífice, sino que la divina sabiduría hizo sensibles: el sol, las estrellas, las aguas y la tierra para representarnos las cosas inteligibles. «Las invisibles y divinas, dice san Pablo559, muéstranse por la creación del mundo, considerando la eterna sabiduría del Hacedor y su divinidad mediante sus obras.»


Atque adeo faciem caeli non invidet orbi

ipse Deus, vultusque suos, corpusque recludit

semper volvendo; seque ipsum inculcat, et offert:

ut bene cognosci possit, doceatque videndo

qualis eat, doceatque suas attendere leges.[560]


Ahora bien; nuestra razón y humanos discursos son como materia estéril y pesada: la gracia de Dios es la forma de ellos y lo que los comunica precio y apariencia. De la propia suerte que las acciones virtuosas de Sócrates y Catón fueron inútiles y vanas porque no estuvieron encaminadas a ningún fin, porque no tuvieron en cuenta el amor y obediencia del creador verdadero de todas las cosas, y porque aquellos filósofos ignoraron a Dios, así acontece con nuestras imaginaciones y discursos, que en apariencia muestran alguna forma, pero que en realidad no son más que una masa informe, sin armonía ni luz, si la fe y la gracia del Señor no los acompañan. La fe ilustró los argumentos de Sabunde y los convirtió en firmes y sólidos, capaces de servir de ruta y primer guía a un primerizo para ponerle en camino de la divina ciencia; esos raciocinios lo acomodan de todas armas y hacen visible la gracia de Dios, por medio de la cual se elabora luego nuestra creencia. Yo sé de un hombre de autoridad científica, versado en el estudio de las letras, que me ha confesado haber desechado los errores de la falta de creencia por el solo auxilio de los argumentos de Sabunde. Y aun cuando se los despojara del ornamento, socorro y aprobación de la fe, tomándolos por fantasías puramente humanas, para combatir a los que se precipitaron en las espantosas y horribles tinieblas de la irreligión, serían todavía tan sólidos y tan firmes como cualesquiera otros de la misma condición que pretendiera oponérseles; de suerte que podemos decir con fundamento:


Si melius quid habes, arcesse; vel imperium fer[561]:


sufran pues el empuje de nuestras pruebas o hágannos patentes las suyas. Y con esto vengo a dar, sin haberlo advertido, a la segunda objeción que se hace más comúnmente a la obra de Sabunde.

Dicen algunos que sus argumentos son débiles e insuficientes a demostrar lo que se propone, e intentan sin dificultad objetarlos. Preciso es sacudir a éstos con alguna mayor rudeza, pues son más dañinos y de peor hombría de bien que los primeros. De buen grado se acomodan las doctrinas ajenas en favor de las opiniones que profesamos y de los prejuicios que guardamos; para un ateo todos los escritos le encaminan al ateísmo; el ateo inficiona con su propio veneno la idea más inocente. Tienen éstos muy arraigada la preocupación en el juicio, y así su palabra no gusta de los razonamientos de Sabunde. Por lo demás, antójaseles que se les concede la victoria al dejarlos en libertad de combatir nuestra religión valiéndose de armas humanas, la cual no osarían atacar en su majestad llena de autoridad y mando. El medio que yo empleo para rebatir este frenesí, y que me parece el más adecuado, es el de humillar y pisotear el orgullo de la altanería humana; hacer patentes la inanidad, la vanidad y la bajeza del hombre; arrancarle de cuajo las miserables armas de su razón; hacerle bajar la cabeza y morder el polvo bajo la autoridad y reverencia de la majestad divina. Sólo a ella pertenecen la ciencia y la sabiduría; ella sola es la no puede por sí misma estimar las cosas en su esencia y de quien nosotros tomamos toda luz.


 [562 - 563].


Echemos por tierra aquella creencia presuntuosa, primer fundamento de la tiranía del maligno espíritu: Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratia[564]. La inteligencia, dice Platón, reside sólo en los dioses y muy poco o casi nada en los hombres. Así que constituye un consuelo grande para el cristiano el ver que nuestros órganos mortales y caducos están tan bien dispuestos para la fe santa y divina, y que cuando se los emplea en los actos de su naturaleza mortal no sean tan apropiados ni tan fuertes. Veamos, pues, si el hombre tiene en su mano razones más poderosas que las de Sabunde; veamos si dispone siquiera del poder de alcanzar alguna certidumbre por razonamientos o argumentos. Hablando san Agustín contra los incrédulos, halla ocasión de echarles en cara su injusticia, porque encuentran falsos los fundamentos de nuestra creencia que, según aquéllos, nuestra razón no puede llegar a establecer; y para mostrar que bastantes cosas pueden ser o haber sido, de las cuales nuestro espíritu no acertaría a fundamentar la naturaleza ni las causas, les hace ver ciertas experiencias conocidas o indudables, a la cuales el hombre confiesa ser ajeno. De ello habla san Agustín, como de todas las demás cosas, con fineza o ingenio agudo. Es preciso avanzar más y enseñarles que para que se convenzan de la debilidad de su razón no hay necesidad de ir escogiendo ejemplos singulares y peregrinos; que la razón es de suyo tan corta y tan ciega que no hay verdad por luminosa que sea que de tal suerte aparezca; que lo fácil y lo difícil son para ella una cosa misma; que todos los asuntos por igual, y la naturaleza en general, desaprueban su jurisdicción y entrometimiento.

¿Qué es lo que la verdad pregona cuando lo pregona? Huir la mundana filosofía565; dícenos que nuestra sabiduría no es sino locura a los ojos de Dios; que de todas las vanidades ninguna sobrepasa a la del hombre566; que el que presume de su saber, ni siquiera sabe en qué consiste el saber, y que el hombre, que no es nada, si piensa ser alguna cosa, se seduce a sí mismo y se engaña. Estas sentencias del Espíritu Santo expresan tan claramente y de un modo tan vivo los principios que yo quiero mantener, que no necesitaría echar mano de ninguna otra prueba contra gentes que se rendirían con entera sumisión y obediencia a su autoridad; mas éstos de que aquí se trata se obstinan en ser azotadas a sus propias expensas y no consienten en sufrir que se combata su razón de otro modo que con la razón misma.

Consideremos, pues, por un momento al hombre solo, sin auxilio ajeno, armado solamente de sus facultades y desposeído de la gracia y conocimiento divinos, que constituyen su honor todo, su fuerza, el fundamento de su ser; veamos cuál es su situación en estado tan peregrino. Hágame primeramente comprender por el esfuerzo de su razón sobre qué cimientos ha edificado la superioridad inmensa que cree disfrutar sobre las demás criaturas. ¿Quién le ha enseñado que ese movimiento admirable de la bóveda celeste, el eterno resplandor de esas antorchas que soberbiamente se mantienen sobre su cabeza, las tremendas sacudidas de esa mar infinita, hayan sido establecidos y continúen durante siglos y, siglos para su comodidad y servicio? ¿Es acaso posible imaginar nada tan ridículo como esta miserable y raquítica criatura que ni siquiera es dueña de sí misma, que se halla expuesta a recibir daños de todas artes, y que, sin embargo, se cree emperadora y soberana del universo mundo, del que ni siquiera conoce la parte más ínfima, lejos de poder gobernarlo? Y ese privilegio que el hombre se atribuye en este soberbio edificio de pretender ser único en cuanto a capacidad para reconocer la belleza de las partes que lo forman, el solo el que puede dar gracias al magistral arquitecto y hacerse cargo de la organización del mundo, ¿quién le ha otorgado semejante privilegio? Que nos haga ver las pruebas de tan grande y hermosa facultad, que ni siquiera a los más sabios fue concedida. Casi a nadie fue otorgada concesión semejante, y menos, por consiguiente, habían de participar de ella los locos y los perversos, que constituyen lo peor que hay en el mundo. Quorum igitur causa qui dixerit effectum esse mundum? Eorum scilicet animantium, quae ratione utuntur; hi sunt dii et homines, quibus profecto nihil est melius[567]: nunca denostaríamos bastante la impudencia de pretensión tan risible. ¡Infeliz! ¿Qué calidades le acompañan para ser acreedor a tan sublime distinción? Considerando esa vida inmarcesible de los cuerpos celestes, la hermosura de ellos, su magnitud, su continuo movimiento con tanta exactitud acompasado:


Quum suspicimus magni caelestia mundi

templa super, stellisque micantibus aethera fixum,

et venit mentem lunae solisque viarum[568];


al fijarnos en la dominación y poderío de esos luminares, que no sólo ejercen influencia sobra nuestras vidas y fortuna,


Facta etenim et hominum suspendit ab astris[569],


sino sobre nuestras inclinaciones mismas, sobre nuestra razón, sobre nuestra voluntad, las cuales rigen, empujan y agitan a la merced de su influencia, conforme el raciocinio nos enseña y descubre:


Speculataque longe

deprendit tacitis dominantia legibus astra,

et totum alterna mundum ratione moveri,

factorumque vices certis discurrere signis[570];


al ver que, no ya un solo hombre ni un rey, sino que las monarquías, los imperios y cuanto hormiguea en este bajo mundo se mueve u oscila a tenor del más insignificante movimiento celeste:


Quantaque quam parvi faciant discrimina motus.

Tantum est hoc regnum, quod regibus imperat ipsis[571];


si nuestra virtud, nuestros vicios, nuestra ciencia y capacidad, y la misma razón con que nos hacemos cargo de las revoluciones astronómicas y de la relación de ellas con nuestras vidas procede, como juzga aquélla, por su favor y mediación:


Furit altor amore,

et pontum tranare potest, et vertere Trojam:

alterius sors est scribendis legibus apta.

Ecce patrem nati perimunt, natosque parentes;

mutuaque armati cocunt in vulnera fratres.

Non nostrum hoc bellum est; coguntur tanta movero,

inque suas ferri poenas, lacerandaque membra.

***

Hoc quoque fatale est, sic ipsum expendere fatum[572];


si de la organización del cielo nos viene la parte discursiva de que disponemos, ¿cómo puede esta parte equipararnos a aquél? ¿cómo someterá a nuestra ciencia sus condines y su esencia? Todo cuanto vemos en esos cuerpos nos admira: Quae molitio, quae ferramenta, qui vectes, quae machinae, qui ministri tanti operis fuerunt?[573] ¿Por qué, pues, los consideramos como privados de alma, vida y raciocinio? ¿Acaso hemos podido reconocer en ellos la inmovilidad y la insensibilidad, no habiendo con ellos mantenido otra relación que la de sumisión y obediencia? ¿Osaremos decir acaso que no hemos visto en ninguna criatura si no es en el hombre el empleo de un alma razonable? ¡Pues qué! ¿hemos visto algo que se asemeje al sol? ¿deja de existir lo mismo porque no hayamos visto nada que se le asemeje, ni sus movimientos de existir porque no los haya semejantes? Si tantas cosas como no hemos tocado no existen, nuestra ciencia es de todo punto limitada. Quae sunt tantae animi angustiae[574]. ¿Acaso son soñaciones de la humana vanidad el creer que la luna es una tierra celeste; suponer como Anaxágoras que en ella hay valles y montañas y viviendas para los seres humanos, o establecer colonias para nuestra mayor comodidad, como hacen Platón y Plutarco, y también considerar a la tierra como un astro luminoso? Inter caetera mortalitatis incommoda, et hoc est, caligo mentium; nec tantum necessitas errandi, sed errorum amor[575]. Corruptibile corpus aggravat animam, et deprimit terrena inhabitalio sensum multa cogitantem[576]. La presunción es nuestra enfermedad natural y original. La más frágil y calamitosa de todas las criaturas es el hombre, y a la vez la más orgullosa: el hombre se siente y se ve colocado aquí bajo, entre el fango y la escoria del mundo, amarrado y clavado a la leer parte del universo, en la última estancia de la vivienda, el más alejado de la bóveda celeste, en compañía de los animales de la peor condición de todas, por bajo de los que vuelan en el aire o nadan en las aguas, y sin embargo se sitúa imaginariamente por cima del círculo de la luna, suponiendo el cielo bajo sus plantas. Por la vanidad misma de tal presunción quiere igualarse a Dios y atribuirse cualidades divinas que elige él mismo; se separa de la multitud de las otras criaturas, aplica las prendas que le acomodan a los demás animales, sus compañeros, y distribuye entre ellos las fuerzas y facultades que tiene a bien ¿Cómo puede conocer por el esfuerzo de su inteligencia los movimientos secretos e internos de los animales? ¿De qué razonamiento se sirve para asegurarse de la pura y sola animalidad que les atribuye? Cuando yo me burlo de mi gata, ¿quién sabe si mi gata se burla de mí más que yo de ella? Nos distraemos con monerías recíprocas; y si yo tengo mi momento de comenzar o de dejar el juego, también ella tiene los suyos. Platón, en su pintura de la edad de oro bajo Saturno, incluye entre los principales privilegios del hombre de aquella época la comunicación que él mismo tenía con los animales, de los cuales recibía instrucción y conocía las cualidades y diferencias de cada uno; por donde adquiría una prudencia e inteligencia perfectas y gobernaba su vida mucho mejor que nosotros pudiéramos hacerlo; ¿precisa encontrar otra prueba de la insensatez humana al juzgar a los animales? Ese profundo autor creo que en la forma corporal de que los dotó la naturaleza, ésta sólo atendió al uso de los pronósticos que de ellos se deducían en su tiempo. Tal defecto, que impide nuestra comunicación recíproca, puede depender tanto de nosotros como de los seres que considerarnos como inferiores. Está por dilucidar de quién es la culpa de que no nos entendamos, pues si nosotros no penetramos las ideas de los animales, tampoco ellos penetran las nuestras, por lo cual pueden considerarnos tan irracionales como nosotros los consideramos a ellos. Y no es maravilla el que no los comprendamos, pues nos ocurre otro tanto, por ejemplo, con los vascos y los trogloditas. Algunos, sin embargo, se vanagloriaron de comprenderlos, entre otros, Apolonio de Tyano, Melampo, Tiresias y Thales. Y puesto que según los cosmógrafos hay naciones que reciben un perro como rey, preciso es que las mismas encuentren algún sentido claro en la voz y movimientos del perro. Preciso es también advertir la correspondencia que existe entre el hombre y los animales: algo conocemos los sentidos de los mismos; sobre poco más o menos el mismo conocimiento que los animales tienen de nosotros, y así vemos que nos acarician, nos amenazan o solicitan algo de nosotros, lo mismo exactamente que nosotros de ellos. Por lo demás, advertirnos con toda evidencia que entre ellos existe una comunicación entera y plena, que se comprenden, y no ya sólo los de una misma especie, sino también los de especies distintas:


Et mutae pecudes, et denique secla ferarum

dissimiles suerunt voces variasque ciere,

quum metus aut dolor est, aut quum jam gaudia gliscunt.[577]


En cierto ladrido del perro conoce el caballo que el primero está dominado por la cólera, mientras que no le asustan otras modulaciones de su voz. En los animales que se hallan privados de esa facultad, por la comunicación e inteligencia que entre ellos existen, podemos juzgar fácilmente que se entienden, valiéndose para ello de movimientos, que son otras tantas como razones y discursos:


Non alia longe ratione, atque ipsa videtur

protrahere ad gestum pueros infantia linguae.[578]


¿Y por qué no creerlo así? De la propia suerte que los mudos disputan, argumentan y refieren historias por signos; yo he visto algunos tan habituados y diestros que nada les faltaba para exteriorizar todas sus ideas. Los enamorados regañan, se reconcilian, se dirigen ruegos, se dan las gracias y se comunican con los ojos todas las cosas


E'l silenzio ancor suole

aver prieghi e parole.[579]


¿Pues y con las manos, cuántas ideas no se expresan? Requerimos, prometemos, llamamos, despedimos, amenazamos, rogamos, suplicamos, negamos, rechazamos, interrogamos, admiramos, nombramos, confesamos, nos arrepentimos, tememos, nos avergonzamos, dudamos, damos instrucciones, mandamos, incitamos, animamos, juramos, testimoniamos, acusamos, condenamos, absolvemos, injuriamos, desdeñamos, desafiamos, nos despechamos, alabamos, aplaudimos, bendecimos, humillamos al prójimo, nos burlamos, nos reconciliamos, recomendamos, exaltamos, festejamos, damos muestras de contento, compartimos el dolor de otro, nos entristecemos, damos muestras de abatimiento, nos desesperamos, nos admiramos, exclamamos, nos callamos; ¿y de qué dejamos de dar muestras con el solo auxilio de las manos, con variedad que nada tiene que envidiar a las modulaciones más delicadas de la voz? Con la cabeza invitamos, aprobamos, desaprobamos, desmentimos damos la bienvenida a alguno, honramos, veneramos: despreciamos, solicitamos, nos lamentamos, acariciamos, hacemos reproches, nos sometemos, desafiamos, exhortamos, amenazamos, aseguramos, inquirimos. Igualmente exteriorizamos lo más recóndito de nuestro ser con las cejas y con los hombros. No hay en nosotros movimiento que no hable, ya un lenguaje inteligible y sin disciplina, ya un lenguaje público; y si atendemos a la peculiar calidad del mismo, fácil nos será considerarlo como más próximo que el articulado de la humana naturaleza. Y no hablo ya de lo que la necesidad enseña inopinadamente a los que de ello han menester echar mano: de los alfabetos que se hacen con los dedos, de las gramáticas cuyos preceptos consisten en la disposición del gesto, ni de las artes que con ellos se ejercen y practican, ni de las naciones que según Plinio no conocen otro lenguaje un embajador de la ciudad de Abdera, después de haber hablado largo tiempo a Agis, rey de Esparta, le dijo: «¿Señor, qué respuesta quieres que lleve a mis conciudadanos? -Les dirás, contestó el soberano, que te dejé decir cuanto quisiste y tanto como quisiste, sin que yo pronunciara una sola palabra.» He aquí un callar que habla de un modo bien inteligible.

Por lo demás, ¿qué facultades reconocemos en nosotros que no veamos bien patentes en las operaciones que los animales practican? ¿Hay organización más perfecta ni más metódica, ni en que presida mayor orden en los cargos y oficios que la de las abejas? La ordenadísima disposición de los actos y labores que las abejas practican, ¿podemos admitirla ni imaginarla sin suponerlas dotadas de razón y discernimiento?


His quidam signis atque haec exempla sequuti,

esse apibus partem divinae mentis, et haustus

aethereos, dixere.[580]

 

Las golondrinas, que cuando vuelve la primavera vemos registrar los rincones todos de nuestras casas, ¿buscan sin discernimiento y eligen sin deliberación entre mil lugares aquel que encuentran más cómodo? ¿Y en la admirable contextura de sus construcciones, los pájaros no pueden adoptar ya la forma cuadrada, ya la redonda, bien en forma de ángulo obtuso o recto, sin conocer las condiciones y efectos de cada una de estas formas? ¿Se sirven las aves unas veces del agua y otras de la arcilla, sin saber que la dureza de los cuerpos se reblandece con la humedad? ¿Tapizan de musgo sus viviendas o de plumón, sin considerar que los tiernecillos miembros de sus pequeñuelos encontrarán así mayor blandura y comodidad? ¿Se resguardan del viento y de la lluvia y colocan sus nidos al oriente sin conocer as diferencias de aquéllos ni considerar que los unos les son más favorables que los otros? ¿Por qué la araña espesa su tela en un lugar y en otro la elabora menos fuerte, sirviéndose ya de la más recia, ya de la más débil, si sus movimientos no son reflexivos y deliberados?

De sobra reconocemos en la mayor parte de sus obras multitud de excelencias en los animales de que nosotros carecemos, y cuán débil es toda nuestra habilidad para imitarlos. En nuestras obras, que son menos delicadas, reconocemos las facultades que nos es preciso emplear, el esfuerzo de nuestra alma para la realización de las mismas; ¿por qué de los animales no pensamos lo mismo? ¿por qué atribuimos a no sé qué inclinación natural y baja las obras que sobrepasan lo que nosotros somos incapaces de realizar, ni por naturaleza ni por arte? Con ello, sin advertirlo, les achacamos ventajas inmensas sobre nosotros, puesto que la naturaleza, por virtud de una dulzura maternal, como por la mano, los acompaña y los guía a la práctica de todos los actos y comodidades de su vida, al par que a nosotros nos abandona al azar y a la fortuna, y nos obliga a mendigar por arte todo aquello que necesitamos para nuestra conservación, y nos rechaza siempre los medios de alcanzar, ni siquiera por la más violenta contención de espíritu, a la natural habilidad de los animales, de suerte que la brutal estupidez de éstos sobrepasa en comodidades de todo género cuanto nuestra divina inteligencia alcanza; atendido lo cual, tendríamos razón llamando a la naturaleza madrastra cruel o injustísima; pero nos equivocaríamos, pues nuestra manera de ser no es tan desordenada ni deforme.

La naturaleza cuida universalmente por igual de todas sus criaturas y ninguna hay a quien no haya provisto suficientemente de todos los recursos necesarios para la conservación de su ser, pues las vulgares quejas que oigo proferir a los hombres (como la licencia de sus opiniones tan pronto los eleva por cima de las nubes como los rebaja a los antípodas), de que nosotros somos el solo animal desnudo sobre la tierra desnuda; ligado, agarrotado, no teniendo nada con que armarse ni cubrirse, sino los despojos de los otros seres, y de que a todas las demás especies la naturaleza las revistió de conchas, corteza, pelo, lana, púas, cuero, borra, pluma, escamas o seda según las necesidades de cada una, o las armó de garras, dientes y cuernos para la defensa y el ataque, al par que las instruyó en todo cuanto les es pertinente, como nadar, correr, volar y cantar, mientras que el hombre no sabe ni andar, ni hablar, ni comer sin aprendizaje previo, y por sí solo únicamente a llorar acierta:


Tum porro puer, ut saevis projectus ab undis

navita, nudus humi jacet, infans, indigus omni

vitali auxilio, quum primum in luminis oras

nixibus ex alvo matris natura profudit,

vagituque locum lugubri complet; ut aequum est,

cui tantum in vita restet transire malorum?

At variae crescunt pecudes, armenta, feraeque,

nec crepitacula eis opus est, nec cuiquam adhibenda est

almae nutricis blanda atque infracta loquela;

nec varias quaerunt vestes pro tempore caeli;

denique non armis opus est, non moenibus altis,

queis sua tutentur, quando omnibus omnia large

tellus ipsa parit, naturaque daedala rerum[581]:


tales lamentos son completamente falsos; hay en el ordenamiento de las cosas del mundo una equidad más grande y una relación más uniforme. Nuestra piel está provista tan suficientemente, como la suya, de resistencia contra las injurias del tiempo; pruébanlo varias naciones que no conocen todavía el uso de los vestidos. Los primitivos galos iban casi desnudos; nuestros vecinos los irlandeses, que viven bajo un cielo tan frío, apenas se resguardan de la intemperie; pero por nosotros mismos podemos juzgar mejor de esa posibilidad, pues todas las partes del cuervo humano que nos place llevar descubiertas al viento y al aire, resisten ambos elementos, como la cara, los pies, las manos, las piernas, los hombros, la cabeza, si la costumbre a ello nos convida. Si hay en nuestro organismo una parte poco resistente y que debiera resguardarse del frío, es el estómago, donde tienen lugar las funciones de la digestión; sin embargo, nuestros padres lo llevaban descubierto, y nuestras damas, tan blandas y débiles como son suelen a veces ir descotadas hasta el ombligo. La envoltura de las criaturas tampoco es indispensable: las madres de Lacedemonia criaban las suyas dejando en completa libertad todos los miembros, sin sujetarlos ni envolverlos. Nuestro llanto es común a la mayor parte de los animales, y no hay casi ninguno que no se queje y gimotee, aun largo tiempo después de nacer, cosa bien adecuada a la debilidad que en ellos reconocen. Cuanto al alimento, lo mismo que los otros seres lo reclamamos nosotros y nos es tan natural e instintivo como a los animales;


Sentit enim vim quisque suam quam possit abuti[582]:


¿Quién pone en duda que un niño cuando llega a la edad en que ya no le basta el pecho de su madre pide que le den de comer? La tierra produce espontáneamente y ofrece al hombre lo suficiente para la satisfacción de sus necesidades, sin otro cultivo ni artificio: ved cómo en todo tiempo los animales encuentran en ella de qué nutrirse: las hormigas aprovisionan víveres para las estaciones más estériles del año. Esas naciones que acabamos de descubrir, tan copiosamente provistas de carnes y bebidas naturales, sin ningún género de industria, nos enseñan que el pan no es nuestro único alimento, y que sin el cultivo la madre naturaleza nos provee plenamente de todo cuanto nos es indispensable, verosímilmente con mayor abundancia y riqueza que al presente en que empleamos toda suerte de labores y artificios.


Et tellus nitidas fruges, vinetaque laeta

sponte sua primum mortalibus ipsa creavit;

ipsa dedit dulces foetus, et patula laeta;

quae nunc vix nostro grandescunt aucta labore,

conterimusque boves, el vires agricolarum[583]:


el desarreglo y desbordamiento de nuestros apetitos sobrepasa las invenciones que empleamos para aplacarlos.

En cuanto a las armas o medios de defensa nosotros disponemos de muchas que nos son más naturales que a la mayor parte de los otros animales, de movimientos más ágiles de nuestros miembros, y de aquéllos y de éstos sacamos mayor partido sin necesidad de instrucción previa. Aquellos que están habituados a combatir desnudos se les ve arrojarse en peligros semejantes a los nuestros, que luchamos armados. Si algunos animales nos aventajan en los medios de pelea nosotros llevamos ventaja a muchos otros. La costumbre de fortificar el cuerpo y de resguardarlo tiénela el hombre por instinto natural. El elefante aguza y afila los dientes de que se sirve para la guerra, pues tiene algunos que guarda para la lucha, los cuales reserva y no emplea para otros servicios. Cuando los toros se lanzan al combate esparcen y arrojan el polvo en derredor suyo; los jabalíes aguzan sus colmillos; cuando el icneumón emprende la lucha con el cocodrilo, cubre todo su cuerpo de limo bien compacto y bien prensado y se provee así de una coraza: ¿por qué no decir que el hombre busca su defensa de una manera análoga en la madera y en el hierro?

En cuanto al hablar, puede decirse que si no nos es natural, tampoco nos es necesario. De todas suertes entiendo que un niño a quien se hubiera dejado en plena soledad, apartado de todo comercio humano, que sería un ensayo difícil de practicar, encontraría alguna manera de palabra para expresar sus concepciones: no es creíble que la naturaleza nos haya negado ese medio con que dotó a muchos otros animales: ¿pues qué otra cosa es sino hablar esa facultad que en ellos vemos de quejarse o mostrar contento, llaman se unos en ayuda de otros o invitarse al amor, todo lo cual ejecutan por medio de su voz? ¿Cómo no han de hablar entre ellos? Nos hablan a nosotros y también nosotros les hablamos; ¿de cuántos modos no conversarnos con los perros y éstos nos entienden y nos contestan? De distinto lenguaje nos servimos con los pájaros, con los cerdos, con los bueyes, con los caballos, y cambiamos de idioma según la especie:


Cosi per entro loro schiera bruna

s'ammusa l'una con l'altra formica,

forse a spiar lor via e lor fortuna.[584]


Entiende que Lactancio atribuye a los animales no sólo la facultad de hablar, sino también la de reír; y la diferencia de lenguaje que se ve entre nosotros, según las localidades, encuéntrase también en los animales de la misma espacie. Aristóteles alega a este propósito el canto diverso de las perdices según la región que habitan


Variaeque volucres...

Longe alias alio jaciunt in tempore voces...

Et partim mutant cum tempestatibus una

raucisonos cantus.[585]


Sería digno de saberse qué lenguaje emplearía el niño de que hablé antes, pues lo que por conjetura se dice no ofrece asomos de verosimilitud. Si contra mi parecer se alega que los sordos de nacimiento no hablan nunca, contestaré que la razón no reside solamente en que no pudieron recibir la instrucción de la palabra por el auxilio del oído, sino más bien que este sentido que les falta está íntimamente ligado con el de la palabra y ambos se mantienen en muy estrecha relación; de suerte que las palabras que articulamos las hablamos primero mentalmente y las hacemos entender a nuestros oídos antes de enviarlas a los extraños.

Todo lo precedente tiene por objeto mantener la semejanza que existe entre las cosas humanas y las que a los animales son peculiares. El hombre no está ni por cima ni por bajo de los otros seres. Todo cuanto bajo el firmamento existe, dice el sabio, vive sujeto a ley y fortuna parecidas:


Indupedita suis fatalibus omnia vinclis[586]:


hay alguna diferencia, hay órdenes y gradaciones mas siempre bajo la apariencia de una misma naturaleza


Res... quaeque suo ritu procedit; et omnes

foedere naturae certo discrimina servant.[587]


Preciso es limitar al hombre y colocarle dentro de las barreras de este orden natural. El hombre, sin embargo, no encuentra inconveniente en traspasarlas, estando como está sujeto y dominado por idéntica obligación que las demás criaturas de su misma naturaleza y de su mismo orden, y siendo como es de condición mediocre, sin prerrogativa alguna ni excelencia verdadera ni esencial; la que se apropia por reflexión o capricho, carece en absoluto de fundamento. Si, en efecto, acontece que el hombre solo es entre todos los animales el único que goza de esa libertad de imaginación y de ese desorden de pensamientos que le representan a un tiempo mismo lo que es y lo que no es, lo verdadero como lo falso, superioridad es ésta que paga bien cara y de la cual tiene bien poco por qué glorificarse ni enaltecerse, pues de ella nace la fuente principal de los males que lo agobian: el pecado, la enfermedad, la irresolución, el desorden, la desesperación. Digo, pues, para volver a mi propósito, que no hay razón alguna para suponer que los animales ejecutan por fuerza o inclinación natural las acciones mismas que nosotros realizamos por discernimiento e industria, y que debemos concluir que parecidos efectos suponen facultades análogas, y acciones más complicadas, más ricas facultades, y reconocer, en suma, que el mismo discernimiento e idéntico discurso de los que nos acompañan en nuestros actos, acompaña igualmente a los animales, o acaso algunas otras facultades superiores a las nuestras. ¿Por qué imaginamos en los demás seres esa obligación natural y fatal, nosotros que no experimentamos ningún efecto semejante? Además, es mucho más digno el ser encaminado a obrar ordenadamente por natural e inevitable constitución, y acerca más a la divinidad, que el obrar ordenadamente por virtud de una libertad temeraria y fortuita, y también un medio más seguro de obrar bien encomendar a manos de la naturaleza las riendas de nuestra conducta que si nosotros las manejáramos. Hace nuestra vanidosa presunción que estimemos mejor deber a nuestras fuerzas que a la liberalidad divina nuestro valer y suficiencia; enriquecemos a los otros animales con los bienes naturales y nosotros renunciamos a ellos para honrarnos y ennoblecernos con las facultades adquiridas; enorme simpleza, a mi entender, pues yo tendría en mucho más las gracias que me pertenecieran por entero, las ingenuas, que las que se mendigan por medio del aprendizaje; ni reside en nuestro poder tampoco alcanzar una recomendación más alta que la de ser favorecidos por Dios y por la naturaleza.

Los habitantes de Tracia, cuando tienen que marchar sobre un río congelado, se sirven como guía de un zorro que camina delante de ellos. El animal aproxima su oído al hielo hasta tocarlo para advertir si el agua corre cerca o lejos; de la observación encuentra que la masa es más o menos espesa, y así avanza o retrocede. ¿Por qué no hemos de suponer que ese zorro hace un razonamiento idéntico al que nosotros podríamos hacer en caso de ejecutar la misma experiencia: «Lo que produce ruido, se mueve; lo que se mueve, no está helado; lo que no está helado, es ruido, y lo que es líquido no sostiene nuestro cuerpo.» Atribuir la habilidad del animal solamente a la fineza extrema de su oído sin otra reflexión ni deducción, es pura quimera y no podemos aceptarla. Igual opinión deben merecernos tantas suertes de procedimientos y astucias como los animales emplean para librarse de nuestras acometidas y persecuciones.

Y si en pro de nuestra superioridad queremos argumentar que nosotros empleamos para fines útiles la maestría de los animales, sirviéndonos de ella cuando nuestra voluntad nos lo ordena, diré que esto en nada difiere de la ventaja o superioridad que unos hombres tienen sobre otros; lo mismo dispone el hombre de sus esclavos. Las climacides en Siria eran unas mujeres que se destinaban, colocadas en igual posición que las bestias, a servir de estribo a las damas para subir al coche. La mayor parte de las personas libres abandonan a cambio de comodidades insignificantes la vida y el ser al poder de otro. Las mujeres y concubinas de los tracios se disputan el ser elegidas para ser sacrificadas en la tumba de sus maridos. ¿Han encontrado jamás los tiranos número bastante de hombres consagraos a su culto, y no los arrastraron a todos a la muerte como los dominaron en vida? Ejércitos enteros se comprometieron con sus capitanes; la fórmula del juramento en la ruda escuela de los gladiadores llevaba consigo las siguientes promesas: «Juramos dejarnos encadenar, quemar, azotar y recibir la muerte con la espada, y sufrir todo cuanto los gladiadores legítimos sufren e su amo»; y religiosamente consagraban el cuerpo y el alma al servicio del mismo:


Ure meum, si vis, flamma, caput, et pete ferro

corpus, et intorto verbere terga seca[588]:


constituía el juramento una obligación sacratísima, así que algunos años entraban en ella hasta diez mil y todos perecían. Cuando los escitas enterraban a su rey, estrangulaban sobre su cuerpo la que había sido más favorecida entre todas sus concubinas, su copero, el caballerizo, el chambelán, el hujier y el cocinero; y cuando se celebraba el aniversario mataban cincuenta caballos montados por cincuenta pajes previamente empalados, desde la cintura a la garganta, y los dejaban así en formación alrededor de la tumba del monarca. Los criados que nos sirven lo hacen con dificultad menor y nos suministran menos atenciones que las que nosotros prodigamos a los pájaros, a los caballos y a los perros. ¿A qué desvelos no nos sacrificamos en aras del bienestar y comodidad de todos esos animales? Ni los servidores más abyectos hacen de buen grado por sus amos lo que los príncipes se honran en ejecutar por sus animales. Viendo Diógenes apenados a sus parientes porque carecían de medios para rescatarle de la servidumbre: «Es locura, decía, desesperarse por tal cosa: el que me cuida y me mantiene es mi criado»; aquellos a cuya guarda están encomendados los animales deben considerarse más bien como servidores que como servidos. Los animales tienen algo de más generoso que los hombres, pues jamás ningún león se puso al servicio de otro león, ni ningún caballo al servicio de otro caballo, por miseria de ánimo. Como el hombre caza a las fieras así los tigres y los leones cazan a los hombres: los unos y los otros practican un ejercicio semejante; los perros persiguen a las liebres, los sollos a las tencas, las golondrinas a las cigarras, los milanos a los mirlos y a las alondras:


Serpente ciconia pullos

nutrit, et inventa per devia rura lacerta...

Et leporem aut capream famulae Jovis et generosae

in saltu venantur aves.[589]


Compartimos el fruto de nuestra caza con nuestros perros y nuestros pájaros, como el trabajo y la habilidad que desplegamos en el ejercicio de ella. Al norte de Anfípolis, en Tracia, cazadores y halcones salvajes distribuyen el botín en partes iguales. En la región que se extiende a lo largo del Palos Meótides, el pescador deja a los lobos una parte de su presa igual a la que se reserva; si no lo hace así, los lobos desgarran al punto sus redes. De la propia suerte que nosotros tenemos un modo de cazar en el cual la habilidad es más eficaz que la fuerza, que es la que se hace con el auxilio de lazos, y también la pesca de caña con anzuelo, vense también ingeniosidades parecidas en los animales. Aristóteles refiere que la jibia lanza de su cuello una membrana larga, como una caña de pescar, la cual extiende o recoge a voluntad, a medida que advierte que algún pececillo se aproxima; le deja morder el extremo de la membrana, mientras el astuto animal se mantiene oculto en la arena o en el légamo, y luego, poco a poco, la retira hasta que el pez está próximo y de un salto puede atraparlo.

Cuanto a la fuerza, no hay animal en la naturaleza toda expuesto a mayores peligros que el hombre. No ya el elefante, la ballena o el cocodrilo y otros animales semejantes nos llevan inmensa ventaja, pues cualquiera de esas fieras corpulentas es capaz de destruir un gran número de hombres: los piojos bastaron para acabar con la dictadura de Sila[590]. El corazón y la vida de un emperador glorioso no son el desayuno de un gusanillo.

¿Por qué aseguramos que sólo el hombre dispone de conocimiento y de ciencia, que se sirve de uno y otro para discernir de las cosas que le son útiles o dañosas para la conservación de su salud o para la curación de sus enfermedades, y que sólo a la especie humana es dado conocer las virtudes del ruibarbo o del polipodio? Cuando vemos que las cabras de Candia, después de haber recibido alguna herida, eligen entre mil y mil hierbas el fresnillo para su curación; cuando la tortuga se come la víbora, busca al punto el orégano para purgarse; al dragón limpiarse y aclararse los ojos con el hinojo; a la cigüeña echarse lavativas con agua de la playa; a los elefantes, no sólo arrancarse las flechas de su propio cuerpo y extraerlas del de sus compañeros, sino también de sus amos, de lo cual da testimonio el del rey Poro, a quien venció Alejandro. Los dardos y venablos que recibieran en el combate se los quitan con destreza tal, que nosotros no acertaríamos a hacerlo con igual suavidad. ¿Por qué, pues, no decir igualmente que tales artes son hijas también de ciencia y discernimiento? Alegar, para deprimirlas, que obedecen sólo a maestría natural, no es despojarlas de aquellos dictados, es, por el contrario, dotar a los animales de mayor suma de razón que la que nosotros tenemos, puesto que, sin aprendizaje, disponen de tan singular destreza. El filósofo Crisipo, que no favorecía mucho las cualidades de inteligencia de los animales, menos que ningún otro filósofo, considerando los movimientos del perro que ha perdido a su amo o persigue cualquier presa, y se encuentra en una encrucijada a la cual concurren tres caminos diferentes, y al ver que el animal olfatea un camino y luego otro, y después de haberse asegurado de ambos sin encontrar las huellas que busca, se lanza por el tercero sin titubear, no puede menos de confesar que ese perro raciocina del modo siguiente: «He seguido la huella de mi amo hasta esta encrucijada, necesariamente ha debido partir después por uno de estos tres caminos, y como no pasó por éste ni por el otro, preciso es que haya tomado el de más allá.» Asegurándose el can, sigue diciendo el filósofo, en la conclusión a que su argumento le lleva, ya no se sirve de su olfato para examinar el tercer camino, ni para nada lo sondea, sino que se deja llevar por la fuerza de su razón. Ese rasgo, puramente dialéctico, ese uso de proposiciones divididas y conjuntas, en que no se echa de menos la enumeración suficiente de las partes, ¿no vale tanto que el perro lo conozca por sí mismo como por la doctrina del sabio Trebizonda[591]?

Sin embargo, los animales tampoco son incapaces de recibir la instrucción humana; enseñamos a hablar a los mirlos, cuervos y loritos. Esta facilidad que en ellos reconocemos de suministrarnos su voz cadenciosa, testifica que esos pájaros están dotados de raciocinio, el cual les hace capaces de disciplina y voluntad para aprender a emitir sonidos articulados. A todos nos admira el ver la diversidad de monadas como los titiriteros enseñan a sus perros; las danzas en que no dejan de ejecutar ni una sola cadencia del son que escuchan, tantos movimientos y saltos como ejecutan a la voz que se les dirige. Todavía contemplo yo con admiración mayor los perros que sirven de guía a los ciegos, lo mismo en los campos que en las ciudades; ved cómo se detienen en determinadas puertas donde acostumbran a dar limosna a sus amos, cómo evitan el encuentro con toda suerte de vehículos al atravesar los sitios en que a primera vista parece haber lugar suficiente para pasar. Yo he visto a un perro que acompañaba a un ciego a lo largo de un foso, abandonar un sendero cómodo y tomar otro camino peor para apartar a su amo del peligro. ¿Cómo se había hecho comprender a aquel animal que su misión era solamente la de mirar por la seguridad de su amo, haciendo caso omiso de su comodidad por servirle? ¿Por qué medio había conocido que tal ruta, suficientemente espaciosa para él, no lo sería para un ciego? ¿Puede todo esto comprenderse sin raciocinio ni discernimiento?

No hay que olvidar tampoco el perro que Plutarco cuenta haber visto en Roma en el teatro de Marcelo, hallándose en compañía del emperador Vespasiano, el padre. Ese perro pertenecía a un titiritero, que era también actor, y el animal tomaba parte en las representaciones como su amo Entre otras cosas, era preciso que hiciera el muerto durante algunos minutos, a causa de haber comido cierta droga: después de tragado el pan con que se simulaba el veneno, comenzaba a tiritar y a temblar como si estuviera aturdido; finalmente, se dejaba caer redondo, como sin vida, y consentía que le arrastrasen de un lugar a otro, conforme el argumento de la obra lo exigía; luego, cuando echaba de ver que la oportunidad era llegada, empezaba primero a moverse, cual si despertara de un sueño profundo, y levantando la cabeza miraba a todos lados de un modo que dejaba pasmados a todos los asistentes.

Los bueyes que trabajaban en los jardines reales de Susa, hacían dar vueltas a enormes ruedas para elevar el agua; a esas ruedas estaban sujetos los alcahuciles (muchas máquinas semejantes se ven en el Languedoc). Habíaseles enseñado a dar cien vueltas cada día, y tan hechos estaban que no fueran más ni menos, que no había medio humano de hacerles dar una más. Cuando llegaban a la ciento se detenían instantáneamente. El hombre necesita encontrarse en la adolescencia para saber contar hasta ciento, y las naciones recientemente descubiertas no tienen idea alguna de la numeración.

Mayor fuerza de raciocinio supone dar instrucción a otro que recibiría; de suerte que, dejando a un lado lo que Demócrito asegura y prueba de que la mayor parte de las artes las hemos recibido de los animales, como por ejemplo: el tejer y el coser, de la araña; el edificar, de la golondrina; la música, del cisne y del ruiseñor, y de la imitación de otros animales aprendimos la medicina, Aristóteles afirma que los ruiseñores enseñan el canto a sus pequeñuelos, empleando para ello tiempo y desvelos, por donde se explica que los que nosotros enjaulamos pierden mucho en la gracia de su canto, porque no aprendieron con sus padres. De aquí podemos deducir que esos pajarillos realzan su habilidad con el estudio y la disciplina, y aun entre los que vuelan en libertad no hay dos cuyo canto sea idéntico: cada uno aprovechó la lección conforme a su capacidad. Por la rivalidad del aprendizaje entran en lucha los unos con los otros, con ímpetu y arrojo tales, que a veces el vencido fenece falto de aliento, del cual se priva antes que de la voz. Los más jovenzuelos rumian pensativos y se esfuerzan en imitar algún fragmento del canto; oye el discípulo la lección de su preceptor y la repite con el mayor esmero; los unos permanecen mudos mientras los otros cantan y todos atienden a la corrección de los defectos, y a veces sienten los resultados de las reprensiones del maestro. Arriano cuenta haber visto un elefante de cuyos muslos pendían dos címbalos y otro sujeto a la trompa; al son de los tres, sus compañeros danzaban en derredor del músico, agachándose o levantándose, según las cadencias que la orquesta marcaba, y cuya armonía era gratísima. En las diversiones públicas de Roma se veían ordinariamente elefantes adiestrados en el movimiento y la danza, que ejecutaban al son de la voz; veíaseles también bailar en parejas adoptando posturas caprichosas, muy, difíciles de aprender. Otros había que ensayaban su lección y que se ejercitaban solos para recordarla y no ser castigados por el maestro.

La historia de la urraca, de que nos habla y da fe Plutarco, merece también particular mención. Teníala un barbero, en Roma, en su establecimiento, y el animalito hacía maravillas imitando cuantos sonidos oía. Ocurrió que, en una ocasión, se detuvieron frente a la tienda unos trompeteros que tocaron largo tiempo; después de haberlos oído, todo el día siguiente la urraca permaneció pensativa, muda y melancólica, de lo cual todo el mundo estaba maravillado, pensando que el sonido de las trompetas la habría aturdido, y que, con su oído, su canto hubiera quedado extinto; pero al fin descubrieron que, en realidad, la urraca estaba sumida en profundas meditaciones, abstraída en sí misma, ejercitando su espíritu y preparando su voz para imitar la música de aquellos instrumentos; así que lo primero que hizo después de su silencio, fue remedar perfectamente el toque de las trompetas con todos sus altos y bajos, y vencido ya el nuevo aprendizaje, desdeñó como insignificantes sus habilidades anteriores.

Tampoco quiero dejarme en el tintero el caso de un perro que Plutarco dice haber visto (y bien advierto que no procedo con mucho orden en mis ejemplos, pero téngase en cuenta que lo mismo hago en todo mi libro). Hallábase Plutarco en un navío y se fijó en un perro que hacía grandes esfuerzos por beber el aceite que estaba en el fondo de una vasija, donde no podía alcanzar con su lengua a causa de la angostura de la boca del cacharro; el can se procuró piedras que metió dentro de la vasija hasta que el líquido rebosó, y pudo con toda comodidad tenerlo a su alcance. ¿Qué acusan esas faenas, sino un entendimiento dotado de la mayor sutileza? Dícese que los cuervos de Berbería hacen lo propio cuando el agua que quieren beber está demasiado baja. Estos casos se asemejan a lo que refería de los elefantes un rey del país donde estos animales viven: cuando por la destreza de los cazadores uno de aquéllos cae en los profundos fosos que se les preparan, que se cubren luego de broza menuda para atraparlos, los demás llevan, con diligencia suma, gran cantidad de piedras y madera, a fin de que con tal argucia pueda escapar el prisionero. Pero los actos de estos animales se relacionan por tantos otros puntos con la habilidad humana, que si fuera a detallar menudamente cuanto de ellos la experiencia nos enseña, probaría fácilmente mi aserto, esto es, que existe mayor diferencia de tal a cual hombre, que la que se encuentra entre tal hombre y tal animal. Un individuo, a cuya guarda estaba encomendado un elefante en una casa de Siria, robaba en cada comida de su pupilo la mitad del pienso que tenía orden de darle; un día quiso el propio amo servir la comida al animal, y vertió en el pesebre la medida cabal que había prescrito para su alimentación; el elefante miró con malos ojos a su desconocido servidor y separó con su trompa y puso a un lado la mitad, declarando con ello el engaño de que venía siendo víctima. Otro que estaba a cargo de un individuo que ponía piedras en el pesebre para aumentar la medida, aproximose al puchero donde hervía la carne para su cena y lo llenó de ceniza. Ambos sucedidos sólo son casos aislados, mas lo que todo el mundo ha visto y todo el mundo sabe, es que en los ejércitos que guerreaban en los países de Levante, una de las resistencias mayores la constituían los elefantes, de los cuales se obtenían resultados, sin ponderación mayores que los que se alcanzan hoy con la artillería, que, con escasa diferencia, hace sus veces en una batalla bien conducida (puedan juzgar de esto más fácilmente los que conocen la historia antigua):


Siquidem Tyrio servire solebant

Annibali, et nostris ducibus, regique Molosso,

horum majores, ot dorso ferre cohortes,

partem aliquam belli, et euntem in praelia turrim.[592]


Necesario era que los romanos tuvieran cabal confianza en la habilidad de aquellos animales y en sus facultades reflexivas para dejar a su albedrío la vanguardia de un ejército, precisamente el lugar en que la menor parada que hubieran hecho, el más insignificante incidente que les hubiera obligado a volver la cabeza hacia sus gentes, habría bastado para desquiciarlo todo, a causa del enorme tamaño y del peso de sus cuerpos. Menos ejemplos se vieron de que los elefantes se lanzasen sobre las tropas a quienes habían de ayudar, que ocasiones hemos visto de pelear y matarse entre sí los soldados de un mismo bando. Encomendábaseles la ejecución, no sólo de movimientos sencillos, sino también de operaciones complicadas. Análogos servicios prestaban los perros a los españoles en la conquista de las Indias, y los pagaban sueldo y los daban participación en el botín. Estos animales mostraban tanta destreza y juicio en la persecución y vencimiento de sus enemigos y en el logro de la victoria, en avanzar o retroceder, según los casos, en distinguir los amigos de los enemigos, como de ardor y valentía.

El hombre admira y se fija más en las cosas peregrinas y singulares que en las ordinarias. Por esta razón me he detenido en enumerar tantas que son prodigiosas. A mi ver, quien examinara de cerca cuanto vemos entre los animales que viven entre nosotros, encontraría sucesos tan admirables como los que se nos dice que acontecieron en países y siglos remotos. Idéntica es la naturaleza, e inalterable es su curso: el que hubiera concienzudamente penetrado el estado actual de la misma, podría con seguridad conocer las leyes que se cumplieron en el pasado y seguirán en lo porvenir cumpliéndose. Yo he visto algunos hombres entre nosotros, que vinieron por mar de lejanas tierras, y como no entendíamos nada de su lenguaje, y porque sus maneras, su continente, sus vestidos, no guardaban ninguna analogía con los nuestros, todos los considerábamos como brutos y salvajes; todos achacábamos a estupidez y animalidad el verlos mudos, ignorantes de la lengua francesa, ignorantes de nuestros besamanos y de nuestras reverencias rastreras, de nuestro porte y modales, en los cuales, según nuestro modo de ver, debe tomar su patrón la naturaleza humana. Cuanto se nos antoja extraño lo condenamos sin remisión, y hacemos lo mismo con todo lo que no entendemos, como sucede con las ideas que de los animales nos formamos. Tienen éstos muchas cualidades que se asemejan a las nuestras, que se relacionan con nuestro modo de ser, y sólo de ellas por comparación podemos formarnos una idea más o menos conjetural; mas de las que les son peculiares y características, ¿qué conocimiento tenemos? Los caballos, los perros, los bueyes, las ovejas, los pájaros y la mayor parte de los animales que viven con el hombre, reconocen nuestra voz y la obedecen; todavía hacía más la murena de Craso, que se acercaba a su mano cuando la llamaba, y lo propio hacen las anguilas de la fuente de Aretusa. Yo he visto muchos estanques en que los peces acuden para comer a la voz de los que los cuidan:


Nomen habent, et ad magistri

vocem quisque sui venit citatus[593]:


de lo cual podemos deducir la admirable inteligencia de esos animales, como también puede con verosimilitud suponerse que los elefantes ejercen algunas prácticas religiosas, pues se les ve, después de lavarse y purificarse, levantar la trompa como si fueran sus brazos, fijar la mirada hacia el sol levante y permanecer durante largo tiempo en actitud meditativa y contempladora a determinadas horas del día; y ejecutan esta ceremonia por inclinación propia, sin enseñanza ni precepto. Mas aunque en los animales no viéramos ningún asomo de culto, no por ello nos es dable asentar que no tengan religión ni tampoco sacar consecuencias de lo que de ellos nos es desconocido. Algo podemos derivar de sus acciones cuando se asemejan a las nuestras, como la que advirtió el filósofo Cleanto, el cual refiere que vio salir un hormiguero de su nido conduciendo el cuerpo de una hormiga muerta a otro hormiguero, del cual varias le salieron al encuentro como para parlamentar con las primeras, y luego de haber permanecido juntas algunos minutos, volvieron a su casa los del segundo para dar cuenta de la entrevista a sus conciudadanas, e hicieron así dos o tres viajes, sin duda por la dificultad de la capitulación, hasta que por fin las últimas trajeron a las primeras un gusano de su guarida en calidad de rescate por el muerto; las primeras cargaron con el gusano y lo llevaron a su casa, dejando a las otras el cuerpo de la difunta. Tal es la interpretación que dio Cleanto a ese espectáculo, testimoniando con ello que los animales que carecen de voz, no dejan, sin embargo, de mantener práctica y mutua comunicación; si nosotros no los comprendemos, nuestra es la torpeza y consiguientemente la de meternos neciamente a hablar de lo que no entendemos. De suerte que los animales ejecutan acciones que sobrepasan con mucho nuestra capacidad, a las cuales nos es imposible llegar por la imitación y que ni quiera por imaginación podemos concebir. Aseguran algunos que en aquel gran combate naval que Antonio perdió contra Augusto, la galera de éste fue detenida en medio de su camino por el pececillo que los latinos llaman remora a causa de la propiedad que tiene de detener los navíos a que se sujeta. El emperador Calígula, navegando con una gran flota por las costas de la Romanía, sufrió el mismo percance; sólo su galera fue detenida de pronto por aquel pececillo, al cual mandó coger, pegado como estaba en la base de su barco, malhumorado de que un animalillo tan insignificante pudiera hacer frente al mar, a los vientos y a la violencia de los remos con permanecer sólo sujeto por la boca a los navíos. Calígula se admiró, no sin razón, de que al verlo de cerca dentro del barco no tuviera ya la misma fuerza que cuando estaba en el agua. Un ciudadano de Cizique alcanzó en lo antiguo reputación de entendido meteorólogo o por haber observado las costumbres del erizo, el cual tiene su madriguera abierta por distintos lugares en la dirección de los diversos vientos; y como posee la facultad de prever el que reinará, tapa el agujero del mismo lado que ha de soplar; visto esto por aquel individuo, hizo saber a su ciudad el viento que reinaría. El camaleón toma el color del lugar en que permanece; el pulpo adopta el color que le place, según los casos, ya para guardarse del peligro que teme, ya para atrapar la presa que busca; la modificación en el primero significa cambio de pasión y en el segundo cambio de acción. El hombre experimenta algunas mutaciones impulsado por el horror, la cólera, la vergüenza y otras causas que alteran el aspecto de su fisonomía; todas las cuales son efectos del sufrimiento, como le ocurre al camaleón; si la ictericia nos pone amarillos, en esta amarillez no toma parte alguna nuestra voluntad. Esos actos que vemos realizar a los demás animales, y que prueban en ellos mayor habilidad y destreza de las que nosotros somos capaces, acreditan en ellos la existencia de alguna facultad superior que no conocemos, como tampoco muchas otras de sus cualidades y fuerzas, de las cuales no alcanzamos rastro alguno.

De todos los medios de predicciones empleados en los tiempos pasados, las más antiguas y seguras eran las que se deducían del vuelo de las aves; nada tenemos nosotros tan admirable que a ello se asemeje. El concierto y el orden, en el movimiento de sus alas, por virtud del cual se alcanza la noción de las cosas venideras, menester es que sea encaminado por algún medio excelente a una tan elevada conclusión: atribuir resultado tan peregrino a natural instinto sin el concurso de la inteligencia ni del raciocinio, es tomar las cosas demasiado al pie de la letra sin detenerse a interpretarlas; es formarse una idea absolutamente falsa. Prueba concluyentemente mi aserto, entre otros animales, la torpilla, que no sólo posee la facultad de adormecer los miembros que se ponen en contacto con ella, sino que aun al través de los hilos y de la red transmite una adormecida pesadez a las manos de los que la mueven o manejan, y hasta dícese que vertiendo agua sobre ella siéntese llegar el adormecimiento hasta la mano, de abajo arriba, al través del agua. Tan maravillosa propiedad no es inútil al animal, quien la advierte y emplea para apoderarse de la presa que busca, ocultándose bajo el cieno a fin de que los otros peces, al deslizarse por encima, se adormezcan con la frialdad que les comunica y caigan en su poder. Las golondrinas, las grullas y otras aves viajeras, cambian de residencia según las estaciones del año, mostrando suficientemente con tal costumbre, que ejercen a voluntad, la facultad adivinadora que posee y de que se sirven aseguran los cazadores que para escoger entre varios perrillos el que deben reservarse como superior a los otros, basta con colocar a la madre en condiciones de poder elegirlo ella misma; separando los animalitos de la perrera, el primero que ella coja será siempre el mejor; o bien simulando poner fuego por todas partes al lecho de los perrillos, aquel que primero sea auxiliado aventajará a los demás. Infiérese de aquí que los animales son hábiles para adivinar y que nosotros carecemos de tal facultad, o bien que son dueños de alguna virtud singularísima para juzgar a sus pequeñuelos, diferente de la nuestra y mucho más penetrante.

La manera de nacer, engendrar, amamantar, obrar, vivir y morir de los animales es análoga a la humana; cuantas ventajas atribuimos a nuestra condición en menoscabo de la suya son gratuitas; la razón del hombre es incapaz de advertir esa superioridad. Para la conservación de nuestra salud, los médicos nos proponen como ejemplo el vivir a la manera de las bestias; la siguiente receta se oye en boca del pueblo constantemente: «Mantened calientes los pies y la cabeza; en todo lo demás vivid como los irracionales.»

El acto principal entre todos los naturales es la generación; el hombre y la mujer tienen para ella los órganos mejor dispuestos que los animales, a pesar de lo cual los médicos preceptúan que nos las arreglamos animalmente en este punto:


More ferarum,

quadrupedumque magis ritu, plerumque putantur

concipere uxores: quia sic loca sumere possunt,

pectoribus positis, sublatis semina lumbis[594];


desechando como perjudiciales esos movimientos indiscretos e insolentes que las mujeres ponen en práctica, y encaminándolas a imitar el ejemplo y uso de los irracionales de su sexo, más tranquilo y moderado:


Nam mulier prohibet se concipere atque repugnat,

clunibus ipsa vini Venerem si laeta retractet,

atque exossato ciet omni pectora fluctus.

Eicit enim sulci recta regione viaque

vomerem, atque locis avertit seminis ictum.[595]


Si procediendo conforme a justicia debe otorgarse a cada uno lo que se le debe, diremos que los animales sirven, aman y defienden a sus bienhechores; persiguen ultrajan a los extraños y a los que les ofenden, por donde practican una justicia semejante a la nuestra, y vemos también que proceden con igualdad equitativa en el cuidado de sus pequeñuelos. Cuanto a la amistad, los animales la practican sin ningún género de duda más constante y más viva que los hombres. Hircano, el perro del rey Lisímaco, no quiso abandonar el lecho de su amo cuando éste murió, ni tampoco comer ni beber, y el día que quemaron el cuerpo se arrojó al fuego y se abrasó. Parecida acción ejecutó también el perro de un individuo llamado Pirro, que no quiso moverse del lecho de su dueño desde el instante en que murió, y cuando se llevaron el cadáver se dejó conducir con él, lanzándose también en la hoguera donde el cuerpo de su amo fue quemado. Nacen a veces en el hombre ciertas inclinaciones al afecto sin que la reflexión intervenga, las cuales derivan de una causa fortuita y algunos llaman simpatías; los animales son tan capaces como nosotros de tenerlas: vémoslos tomarse cariño recíproco, ya por el color del pelo o por el aspecto del semblante, y donde quiera que se encuentren unirse al punto con ademán contento y muestras de buena acogida, al par que rechazan la compañía de otros y a veces los odian. Como nosotros, los animales tienen sus preferencias en sus amores y efectúan una selección entre las hembras; tampoco están exentos de nuestros celos y envidias irreconciliables y extremos.

Los apetitos son o naturales y necesarios, como el beber y el comer, o naturales e innecesarios como el comercio con las hembras, y también los hay que no son naturales ni necesarios; entre éstos figuran casi todos los de los hombres, como superfluos y artificiales. Es maravilla lo poco que ha menester la naturaleza para su contentamiento y cuán poco nos deja que desear. Los aprestos de nuestras cocinas son ajenos a los preceptos naturales; dicen los estoicos que el hombre podría sustentarse con una aceituna al día; la delicadeza de nuestros vinos tampoco incumbe a su regla, ni los atractivos que añadimos a los placeres del amor:


Neque illa

magno prognatum deposcit consule connum.[596]


Estos apetitos extraños que la ignorancia del bien y las ideas falsas han incrustado en nosotros son tan numerosos, que alejan por completo de nuestra vida los exclusivamente naturales, ni más ni menos que si en una ciudad hubiera tan gran número de extranjeros que bastaran a expulsar a los que nacieron en ella, o acabaran con la autoridad y poderío antiguos, usufructuándolos y haciéndose señores de ella. Los animales son mucho más ordenados que nosotros y saben contenerse con mayor moderación dentro de los límites que la naturaleza nos ha prescrito; pero no con tanta escrupulosidad que deje de quedarles alguna analogía con nuestra vida licenciosa, y así como se vieron deseos furiosos que empujaron a los hombres al amor de las bestias, hubo también animales a quienes ganó el amor humano, y que experimentaron afecciones monstruosas de una especie a otra. El elefante rival de Aristófanes, el gramático, se enamoró de una joven vendedora de flores en la ciudad de Alejandría, a quien aquél amaba, y desempeñaba su papel como el más apasionado de los galanes: paseábase por el mercado de frutas, cogía algunas con su trompa y se las llevaba a su amada; procuraba no perderla de vista e introducía su trompa en su seno por ajo del corpiño y le tentaba los pechos. Hablan también algunos de un dragón enamorado de una joven, y de una oca enamorada de un niño en la ciudad de Asopa, de un carnero que idolatraba a la artista Glaucia. Todos días vemos monos furiosamente prendados de amor por las mujeres. Vense igualmente ciertos animales que se dan al amor siendo ambos del mismo sexo. Opiano y otros autores refieren algunos ejemplos en testimonio del respeto que las bestias en sus matrimonios profesan a la parentela; mas en este punto la experiencia nos muestra lo contrario con frecuencia sobrada:


Nec habetur turpe juvencae

ferre patrem tergo; fit equo sua alia conjux;

quasque creavit, mit pequdes caper; ipsaque cujus

semine concepta est, ex illo concipit ales.[597]


¿Puede encontrarse un caso más peregrino de maliciosa sutilidad que el de la mula del filósofo Thales? Iba la caballería cargada de sal y tuvo que atravesar un río, y habiendo tropezado, los sacos se mojaron de tal modo que la sal se deshizo y la carga se aligeró; advertida esta circunstancia por la mula, se metía en los arroyos que encontraba al paso cuando llevaba el mismo cargamento, hasta que su amo, echando de ver su astucia, la cargó de lana; entonces no produciéndola el baño el efecto apetecido dejó ya de meterse en el agua. Algunos animales representan al desnudo el aspecto de nuestra avaricia, pues se les ve con ansia extrema apoderarse de cuanto pueden y esconderlo cuidadosamente aunque ningún empleo hayan de hacer de ello. En punto a los quehaceres domésticos nos sobrepasan con ventaja, no sólo por la previsión que ponen en amontonar y guardar para el porvenir, sino que poseen para ello los conocimientos necesarios: las hormigas crean sus granos y semillas a fin de que se mantengan frescos y secos cuando notan que principian a enmohecerse y a volverse rancias, evitando así que se corrompan y se pudran. La previsión y precaución que emplean para morder los granos de trigo sobrepasa a cuanto pueda imaginar la prudencia humana: como el trigo no permanece siempre seco ni bien conservado, sino que se ablanda y deshace convirtiéndose en una pasta lechosa cuando la germinación se produce, pierde entonces para las hormigas sus propiedades nutritivas; por eso muerden el extremo del grano por donde la germinación empieza.

Por lo que respecta a la guerra, que es la más aparatosa de todas las acciones humanas, quisiera yo saber si con nuestra preponderancia en ella aspiramos a ganar alguna prerrogativa, o, si por el contrario, pretendemos testimoniar nuestra debilidad e imperfección, pues que la ciencia que tiene por misión el destruirnos y acabarnos, arruinar aniquilar nuestra propia especie, no tiene por qué ser deseada de los animales, quienes la desconocen598:


Quando leoni

fortior eripuit vitam leo?, quo nemore unquam

exspiravit aper majoris dentibus apri?[599]


Sin embargo, las luchas no les son completamente ajenas, como lo prueban las furiosas acometidas de las abejas y las empresas de los príncipes de los dos ejércitos enemigos:


Saepe duobus

regibus incessit magno discordia motu;

continuoque animos vulgi et trepidantia bello

corda licet longe praesciscere.[600]


Jamás leo esta divina descripción sin ver en ella estereotipada la absurda vanidad del hombre, pues esos movimientos guerreros que nos embargan a causa de su horror y espanto; esa tempestad de gritos y alaridos;


Fulgur ibi ad caelum se tollit, totaque circum,

aere renidescit tellus, subterque virum vi

excitur pedibus sonitus, clamoreque montes

icti rejectant voces ad sidera mundi[601];


ese espantoso concierto de tantos millares de gentes armadas de tanto furor, tanto ardor, tanto valor reunidos, son casi siempre movidos o detenidos por causas vanas e insignificantes:


Paridis propter narratum amorem

Graecia Barbariae diro collisa duello[602]:


toda el Asia se perdió y consumió en guerra a causa de la mujeriega chismografía de París: la voluntad de un solo hombre, el despecho, el placer, los celos domésticos, razones, en fin, que ni siquiera debieran impulsar a arañarse a dos vendedoras de sardinas, son la causa primordial de alteraciones enormes y trastornos colosales. Los mismos promovedores y actores de las guerras nos lo declaran; oigamos al emperador más grande, al más poderoso, al más victorioso que jamás haya existido, y veremos cómo se burla y toma a risa, ingeniosísima y graciosamente, muchos combates de mar y tierra en los que expusieron o perdieron la vida quinientos mil hombres que siguieron la fortuna del emperador y agotaron la riqueza de dos mundos por coadyuvar a sus empresas:


Quod futuit Glaphyran Antonius, hanc mihi poenam

Fulvia constituit, se quoque uti futuam.

Fulviam ego ni futuam!, quid, si me Manius oret

paedicem, faciam?, non puto, si sapiam.

Aut futue, aut pugnemus, ait. Quid, si mihi vita

carior est ipsa mentula?, signa canant.[603]


(Empleo mi latín con harta libertad, aprovechando el consentimiento, que me habéis otorgado)[604]; de suerte que ese monstruo de aspectos y movimientos tan vistosos, que parece amenazar el cielo y la tierra:


Quam multi libyco voluntur marmore fluctus,

saevus ubi Orion hibernis conditur undis,

vel quam solo novo densae torrentur aristae,

aut Hermi campo, aut Lyciae flaventibus arvis;

scuta sonant, pulsuque pedum tremite excita tellus[605];


esa hidra de tantos brazos y cabezas no es, en conclusión, sino el hombre siempre débil, calamitoso y miserable: un hormiguero revolucionado,


It nigrum campis agmen[606]:


un soplo de viento contrario, el cruce de una banda de cuervos, el tropiezo de un caballo, el paso casual de un águila, una soñación cualquiera, una voz, una señal, la bruma de la mañana, bastan para dar con él por tierra. Lanzadle un rayo de sol a los ojos, y al punto le veréis aturdido; arrojadle un puñado de polvo a la vista, como a las abejas de que habla el poeta, y al instante todas nuestras banderas, todas nuestras legiones perderán la brújula, sin exceptuar siquiera la del gran Pompeyo, pues si la memoria me es fiel, Sertorio le venció en España, ayudado de tan débiles armas, que también emplearon Eumeno contra Antígono y Surena contra Craso:


Hi motus animorum, atque haec certamina tanta,

pulveris exigui jactu compressa quiescent.[607]


Láncese contra él una turba de abejas y estos animalillos acabarán con su fuerza y con su arrojo. Sitiando poco ha los portugueses la ciudad de Tamly, en el territorio de Xiatime, los moradores de aquélla condujeron a la muralla gran número de colmenas, que en el país abundan, y por medio de fuego las arrojaron tan diestramente contra sus enemigos, que éstos se vieron obligados a abandonar su empresa, no pudiendo soportar los asaltos y picaduras. Con tan ingenioso medio defendieron su ciudad y ganaron la libertad, y la buena fortuna hizo que concluido el combate no faltara ni una sola abeja en su panal. Las almas de los emperadores y las de los zapateros de viejo provienen del mismo molde; al considerar la trascendencia de las acciones de los príncipes, el peso e influjo de las mismas, pensamos acaso que son el resultado de alguna fuerza igualmente trascendental, pero nos equivocamos de medio a medio; los monarcas son guiados en sus actos por idénticos resortes que nosotros en los nuestros; la misma razón que nos indispone con el vecino ocasiona entre dos príncipes una guerra; si el motivo que nos impulsa a castigar a un lacayo lo experimenta un soberano, arruina al punto una provincia; su voluntad es tan ligera como la nuestra, pero su poderío mayor. Análogos son los apetitos que mueven a un insecto microscópico, que los que agitan a un elefante.

En punto a fidelidad todos los animales aventajan al hombre. Ninguno hay que le supere en malas artes. Nuestros cronistas hablan del encarnizamiento con que algunos perros vengaron la muerte de sus amos. El rey Pirro encontró un perro que custodiaba el cadáver de un hombre, y habiéndole dicho que el animal llevaba tres días sin moverse de aquel lugar, mandó que dieran sepultura al muerto y se llevó el perro consigo. Un día que el monarca asistía a las maniobras de su ejército, el animal vio a los matadores de su amo, corrió tras ellos en medio de grandes ladridos, lleno de rabia, y por este primer indicio preparó la venganza de la muerte, que la justicia se encargó de castigar. Otro tanto hizo el perro del poeta Hesíodo, denunciando a los hijos de Ganystor de la muerte que habían cometido en la persona de su amo. Otro perro que guardaba un templo de Atenas vio a un sacrílego ladrón que se llevaba las joyas más valiosas; ladró al malhechor, pero como los guardianes no se despertaron siguió tras él, y cuando amaneció se apartó un poco sin dejar de perderle de vista ni un momento: cuando el ladrón le daba de comer nada quería recibir de su mano, pero a los demás que encontraba en su camino los acariciaba moviendo la cola y aceptaba cuanto le ofrecían; si el ladrón se detenía para dormir, el perro se paraba en el lugar mismo; y por fin, como los guardianes tuvieran noticia del animal, se informaron de sus señas, siguieron sus huellas, y dieron con él en la ciudad de Cromyón y con el ladrón también, a quien condujeron a la ciudad de Atenas, donde fue castigado. En reconocimiento de los buenos oficios del can, los jueces ordenaron que fuese en adelante mantenido a expensas del erario, y que los sacerdotes cuidaran de él. Plutarco refiere este hecho como verídico y dice que ocurrió en su siglo.

Cuanto a la gratitud bastará citar el caso que refiere Apión608, como testigo ocular. Un día que se celebraba en Roma para divertimiento del pueblo un combate de fieras, principalmente de leones de gran altura, se vio uno entre los demás que por su furiosa actitud, fuerza y grosor de sus miembros y rugido soberbio y espantoso, atraía la atención general. Entre los esclavos que comparecieron ante el pueblo en esta lucha de fieras hubo uno de Dacia, llamado Androclo, que pertenecía a un cónsul romano. Tan luego como el león lo vio, se detuvo de pronto, cual si hubiera sido ganado por una sorpresa repentina, y luego se le acercó muy despacio, blanda y apaciblemente, como para reconocerle con mayor seguridad; luego que se hubo bien asegurado de quién era, empezó a mover la cola, como hacen los perros que acarician a sus amos, y a besar y lamer las manos y los muslos del pobre esclavo, transido de espanto y loco o miedo. Androclo recobró la calma por la benignidad del león, y la tranquilidad por haberle reconocido; entonces se acariciaron e hicieron fiestas de tal suerte que era el verlos un contento singular. El pueblo daba gritos de alegría; el emperador mandó llamar al esclavo para que le explicase la causa de un acontecimiento tan portentoso, y entonces Androclo relató la admirable historia siguiente:

«Cuando mi amo era procónsul en África me vi obligado a abandonarle por la crueldad y malos tratos que conmigo empleaba; todos los días daba orden de que me azotaran, así es que me vi precisado a escapar de la presencia de un personaje que tanta autoridad tenía en la provincia, y el medio más fácil que encontré a mano fue trasladarme a las soledades y parajes arenosos e inhabitables de aquel país, resuelto, si los medios de subsistir me faltaban, a darme la muerte. Como el sol es abrasador a la hora del medio día y el calor insufrible, encontré una caverna oculta e inaccesible e hice de ella mi guarida; no tardé mucho en recibir la visita de un león con una garra ensangrentada y herida, que se quejaba y gemía de los dolores que sufría. Cuando le vi entrar tuve mucho miedo, pero el animal viéndome oculto y atemorizado en un rincón de su vivienda, se me acercó con dulzura extrema, presentándome su garra herida y mostrándomela cual si me pidiera que se la curase; entonces le extraje una gruesa astilla que tenía incrustada, y como me hubiera familiarizado con él un poco, le oprimí la herida, la lavé y la sequé del modo que mejor me fue dable. El león, sintiéndose mejor de su mal y aliviado del dolor, se durmió con la pata entre mis manos. De entonces en adelante vivimos juntos en la caverna por espacio de tres años, alimentándonos con la misma carne, pues de los animales que mataba en sus cacerías me dejaba los mejores pedazos, que yo guisaba con el calor del sol, a falta de lumbre, y que me servían de sustento. Como andando el tiempo me cansara de una vida tan animal y salvaje, un día que como todos los demás habla salido a sus cacerías, me alejé de la caverna, y cuando habían trascurrido tres, fui sorprendido por los soldados, que me condujeron del África a esta ciudad y me pusieron en manos de mi señor, quien me condenó a perecer entre las garras de las fieras. En conclusión; a lo que yo veo, el león fue cazado poco tiempo después y hoy ha querido recompensarme de la cura que le hice y de los auxilios que le presté.»

Tal fue el sucedido que Androclo refirió al emperador y luego al pueblo, siendo puesto en libertad a petición de todos y absuelto de su condena: por voluntad general se le hizo presente del león. Viose luego, dice Apión, al esclavo conduciendo su león con una cuerda pequeña, como se lleva a un perrillo, paseándole por las tabernas de Roma, en las que le daban dinero; el león se dejaba cubrir con las flores que le arrojaban, y todos exclamaban al verlos: «¡He aquí el león huésped del hombre; he aquí el hombre que curó al león!»

Lloramos frecuentemente la pérdida de los animales a quienes profesábamos cariño; otro tanto hacen ellos cuando nosotros fallecemos:


Post, bellator equus, positis insignibus, Aethon

il lacrymans, guttisque humectat grandibus ora.[609]


Hay pueblos en que las mujeres pertenecen a varios hombres, y otros en que cada individuo tiene la suya; lo propio se ve en los animales y la fidelidad marital mejor guardada que en el género humano. En punto a la confederación y unión610que mantienen entre sí para socorrerse y auxiliarse, vense bueyes, cerdos y otras especies que al grito del ofendido toda la cuadrilla acude en su ayuda y se une para defenderle; cuando el escarro traga el anzuelo del pescador, sus compañeros se reúnen en gran número alrededor de él, y roen y parten la caña; si ocurre que alguno cae en la red, los otros le presentan la cola por fuera, el prisionero la estrecha cuanto puede y así le arrastran hacia fuera a dentelladas hasta que consiguen librarle. Los barbos, cuando uno de sus compañeros es atrapado, se colocan los demás la caña contra el espinazo, y sacan un pincho armado de dientes como una sierra, con la ayuda del cual la cortan. Cuanto a los particulares servicios que nos prestamos en la vida, lo propio puede verse entre los animales en muchas especies. Cuentan que la ballena nunca va sola, sino que la precede un pececillo semejante al gobio de mar, que por eso se llama guía; la ballena le sigue dejándose guiar en línea recta o en redondo, con la misma facilidad que el timón hace girar al navío. En recompensa de tal servicio, el cetáceo no hace daño alguno al pececillo, que duerme en su boca con seguridad completa; sabido es que todo cuanto entra en las fauces de este monstruo, lo mismo un animal que un buque, es al punto deglutido. Mientras el animalillo permanece dormido la ballena no se mueve, y tan pronto como sale al agua, el cetáceo le sigue sin detenerse; si acontece que le pierde de vista, el animal va errando por todas partes y a veces choca contra las rocas como un barco sin timón, Plutarco da testimonio de haber visto esto en la isla de Anticyre. Parecida unión existe entre el pajarillo llamado reyezuelo y el cocodrilo; el primero sirve al segundo de centinela, y cuando su enemigo el icneumón se acerca para combatirle, el pajarillo, temiendo que le sorprenda dormido, le despierta con su canto y con el pico para advertirle del peligro; vive de los restos de las comidas del cocodrilo, que le da asilo familiarmente en su boca, y le permite picotear en sus mandíbulas y en sus dientes para que recoja los pedacitos de carne que le quedaron; cuando el cocodrilo quiere cerrar la boca, el pajarillo lo advierte, que la va cerrando poco a poco para no causarle daño. La concha que llaman nácar vive de modo análogo con el pinotero, que es un animalillo semejante a él y le sirve como de hujier y portero, colocado en la abertura de las valvas, que mantiene siempre entreabiertas hasta que ve entrar algún pececillo propio a su nutrición; entonces él se interna, va picando la carne viva y la obliga a cerrar las valvas; luego los dos juntos comen la presa así encerrada. En la manera de vivir de los atunes se advierte una ciencia singular de las tres partes de la matemática, y en punto a astrología estos animales la enseñan al hombre, pues se detienen en el lugar en que el solsticio de invierno los sorprende, y no se mueven hasta que llega el equinoccio siguiente; por esta razón Aristóteles mismo los supone competentes en astronomía. En cuanto a la geometría y aritmética, estos animales construyen siempre sus cuadrillas en forma cúbica, cuadrada por todas partes, de suerte que forman un cuerpo de batallón sólido, cerrado alrededor, con seis caras iguales; nadan luego en esta disposición cuadrada, tan ancha atrás como delante, de suerte que quien ve una y cuenta un rango puede fácilmente contar los demás, porque la profundidad es igual a la anchura y ésta a la longitud.

En punto a magnanimidad es difícil probarla mejor que citando el ejemplo de un perro enorme que fue enviado de las Indias al emperador Alejandro; presentáronle primeramente un ciervo para que luchara con él, luego un jabalí, después un oso, y no hizo ningún caso de ellos, ni siquiera se dignó moverse del lugar en que se encontraba; pero apenas hubo visto un león se levantó al punto, dando con ello a entender claramente que sólo al último consideraba digno de sostener la lucha. En lo tocante al arrepentimiento y reconocimiento de las faltas cometidas, refiérese que un elefante, habiendo dado muerte al que le cuidaba, empujado por la cólera, sintiose acometido de una tristeza tan intensa que se resistió a comer, dejándose morir de hambre. En punto a la clemencia refiérese de un tigre, el más inhumano de todos los animales, a quien dieron un cabrito para que lo devorase, que pasó dos días sin comer antes de decidirse a tocarlo, y al tercero rompió la jaula en que estaba encerrado para buscar otras provisiones por no querer devorar el animal que le presentaban, que era su amigo y huésped. Y por lo que se refiere a la amistad que se engendra por el trato entre los animales, ordinariamente nos acontece ver reunidos gatos, perros y liebres.

Pero lo que la experiencia enseña a los que viajan por mar, -principalmente por el mar de Sicilia-, sobre la condición de los alciones sobrepasa cuanto el humano entendimiento pueda idear; ¿de qué otra especie animal honró jamás la naturaleza los partos, el nacimiento y la manera de criarse? Cuentan los poetas que una sola isla, la de Delos, que flotaba sobre las aguas, se afirmó para coadyuvar a la procreación de Latona; pero el Criador de todas las cosas hizo que el mar todo se detuviera, afirmara y aplanara, sin olas, vientos ni lluvias, mientras el alción engendra a sus pequeñuelos, precisamente cerca del solsticio, el día más corto del año; y por virtud de tan privilegiado animal tenemos siete días y siete noches en lo más crudo del invierno en que nos es dable navegar sin peligro alguno. Las hembras no reciben otro macho que el suyo propio, y le asisten toda la vida sin abandonarle jamás; y si cae enfermo o se inutiliza, cargan con él, le llevan por todas partes y lo auxilian hasta la hora de la muerte. Mas nadie ha podido conocer todavía la naturaleza de la maravillosa construcción con que el alción fabrica el nido de sus pequeñuelos ni adivinar los materiales de que se compone. Plutarco[611], que vio y tocó algunos nidos, cree que es con las espinas de algún pez como el alción une, liga y entrelaza, colocando unas a lo largo, las otras de través, proveyéndolo de curvas y redondeces, de tal suerte que forma un barco redondo presto a navegar. Tan luego como la construcción termina, el alción lo somete a la prueba de las olas, en el punt donde el mar, sacudiéndolo sin violencia, le hace ver las partes que no fueron sólidamente ligadas, y fortifica la en que advierte que su estructura flojea se deshace por el choque de las ondas. Por el contrario, los puntos que están bien unidos se fortifican y constriñen merced al sacudimiento del agua, de tal suerte que no pueden romperse ni deshacerse o deteriorarse a pedradas ni con el hierro, si no es con mucho trabajo. Más digna de admirarse todavía es la disposición y figura de la concavidad, pues está formada y dispuesta de manera que no puede recibir ni contener otra cosa que el ave que la edificó; a todo lo demás es impenetrable, cerrado y firme, de tal modo que nada puede meterse dentro, ni siquiera el agua del mar. He aquí una descripción clara, sacada de una obra que merece crédito, pero que no acaba de hacernos ver claramente las dificultades de tal arquitectura, así que podemos concluir que es inexplicable el sentimiento vano que nos hace considerar como inferior o interpretar desdeñosamente lo que no somos capaces de imitar ni de comprender.

Para llevar todavía un poco más lejos la correspondencia y semejanza que existe entre nuestras acciones y las de los animales, diré que como el hombre, poseen el privilegio, de que nuestra alma se glorifica, de acomodar a su condición cuanto concibe, despojando de cualidades mortales y corpóreas cuanto a ella llega; el de ordenar las cosas que estima dignas de unirse al espíritu, desligándolas de sus cualidades corruptibles y dejarlas aparte como cosa superflua y material, tales como espesor, longitud, profundidad, peso, color, olor, dureza, suavidad, blandura y todos los accidentes sensibles, para acomodarlos a su condición espiritual e inmortal. Así, por ejemplo, las ciudades de Roma y París, que mi alma se representa tales cuales son, puede concebirlas sin magnitud ni lugar, sin piedras, yeso ni madera: de idéntica facultad parece que los animales gozan, pues un caballo acostumbrado al sonido de las trompetas, a oír el disparo de los arcabuces y el cheque de las armas en los combates, a quien vemos agitarse y temblar estando dormido, extendido sobre su lecho, cual si estuviera en medio de la pelea, es seguro que concibe un sonido de tambor sin oírlo y un ejército sin que vea armas ni soldados:


Quippe videbis equos fortes, quum membra jacebun

in somnis, sudare tamen, spirareque saepe,

et quasi de palma summas contendere vires[612]:


la liebre, que un galgo imagina en sueños, tras la cual la vemos jadeante, levantar la cola, sacudirlas patas y representar a maravilla los movimientos de la carrera, es una liebre inmaterial, sin huesos y sin piel:


Venantumquenes canes in molli saepe quiete

jactant crura tamen subito, vocesque repente

mittunt, el cerebras reducunt naribus auras,

ut vestigia si teneant inventa ferarum:

expergefactique sequuntur inania saepe

cervorum simulacra, fugae quasi dedita cernant;

donec discussis redeant erroribus ad se[613]:


los perros guardianes que vemos gruñir cuando sueñan, y después ladrar y despertarse sobresaltados, como si advirtieran la llegada de algún extraño; este desconocido, que su alma divisa, es un hombre espiritual de imperceptible, sin dimensiones, color ni ser:


Consueta domi catulorum blanda propago

degere, saepe levem ex oculis volucremque soporem

discutere, et corpus de terra corripere instant,

proinde quasi ignotas facies atque ora tuantur.[614]


Por lo que a la belleza corporal respecta, antes de considerarla, sería preciso saber si estamos de acuerdo en cuál es su naturaleza. Probable es que no sepamos en qué consista la belleza, así la de la naturaleza como en general, puesto que a la del hombre y a la de cada uno en particular damos tan gran diversidad de formas. Si algún precepto nos inclinara a ella, todos la reconoceríamos como reconocemos lo tangible y lo palpable; el calor del fuego, por ejemplo. Cada cual la acomoda a su inclinación


Turpis Romano Belgicus ore color[615]:


para los indios es atezada y negra, con los labios gruesos e hinchados y la nariz achatada; cuelgan éstos gruesos anillos de oro en el cartílago para que caiga sobre la boca, e igualmente acostumbran a llevar gruesos círculos incrustados de piedras finas pendientes del labio inferior para que se acerque a la barba; la gracia más exquisita entre esos pueblos consiste en mostrar desmesuradamente la dentadura. En el Perú las orejas de mayor tamaño son las más bellas, y valiéndose de procedimientos diversos alárganlas cuanto pueden; una persona viva y sana cuenta que vio en una nación oriental el cuidado de agrandar las orejas tan acreditado, lo mismo que el cargarlas de pesadas joyas, que podía con toda facilidad meter el brazo con manga y todo por el agujero de una oreja. Otras naciones ennegrecen los dientes con superior esmero y desdeñan el verlos blancos; en otras los tiñen de color rojo. No es solamente los países vascos donde las mujeres se creen más hermosas rapándose el pelo de la cabeza; lo propio ocurre en otras partes, y, lo que es más peregrino, en ciertas regiones polares, según Plinio atestigua. Los mejicanos incluyen entre las cualidades estéticas la pequeñez de la frente, y así como se cortan el pelo de las otras partes de cuerpo hacen que en la frente crezca aplicando remedios para ello; el tamaño de los pechos debe ser desmesurado y las mujeres se esfuerzan por poder ofrecérselo a sus hijos para encima del hombro. Tal cosa para nosotros sería horrible. Para los italianos la belleza corporal ha de ser gorda y maciza, para los españoles delgada y esbelta; éstos la prefieren blanda y delicada, aquéllos fuerte y vigorosa; quién exige melindres y dulzuras, quién majestad y fiereza. Así como Platón encuentra la belleza en la forma esférica, los partidarios de Epicuro la ven en la piramidal más bien, o en la cuadrada, y no pueden transigir con un dios en forma de bola. Mas de todas suertes, en esto, como en todo lo demás, tampoco la naturaleza nos concedió ningún privilegio, sobre los otros seres; y si nos consideramos bien hallaremos que si hay algunos animales menos favorecidos que el hombre en punto a belleza, hay otros y en gran número que nos aventajan, a multis animalibus decore vincimur[616], hasta entre los que como nosotros se muevan en la tierra; pues por lo que toca a los marinos, dejando a un lado la figura, que no puede compararse por lo distinta con la nuestra, tanto se aparta en color, limpieza, pulidez, disposición, en lo demás nos ganan, como asimismo nos son muy superiores todas las aves. La prerrogativa que los poetas encuentran en el hombre por su recta estatura, que mira al cielo, ¿de dónde procede?


Pronaque quum spectent animalia cetera terram,

os homini sublime dedit, caelumque fueri

jussit, et erectos ad sidera tollere vultus[617];


no puede menos de convenirse en que es más poética que verdadera, pues hay muchos animales cuya mirada se dirige exclusivamente al firmamento, y la derechura de los camellos y de los avestruces, creo que es más gallarda que la nuestra. ¿Qué clase de animales es la que no tiene la faz elevada ni mira frente a frente como nosotros, ni descubre en su posición natural así el cielo como la tierra, como le ocurre al hombre? ¿Ni qué cualidades corporales de las que nosotros tenemos y que Platón y Cicerón describen no pueden aplicarse a mil categorías de irracionales? Los que más se nos acercan son precisamente los más feos y repugnantes de toda la escala, pues así por la apariencia exterior como por el aspecto del semblante, son los monos:


Simia quam similis, turpissima bestia, nobis![618]


interiormente y cuanto a los órganos vitales, es el cerdo. Cuando yo considero al hombre enteramente desnudo, sobre todo al sexo que parece estar adornado de cualidades más bellas, y reparo en sus tachas e imperfecciones, me convenzo de que más que ningún otro animal, hemos obrado prudentemente al cubrir nuestras fealdades. Debe perdonársenos el que nos hayamos cubierto con los despojos de aquellos a quienes la naturaleza favoreció más que al hombre, para adornarnos con su belleza, y esconderlos bajo la lana, la pluma, el pelo o la seda. Observemos, además, que el hombre es el único animal cuyos defectos ofendan a sus semejantes y el único también que se guarda de los demás cuando practica sus actos naturales. Es también una circunstancia digna de tenerse en cuenta el que los entendidos en la materia aconsejen como un remedio eficaz en las pasiones del amor la vista al descubierto del cuerpo de la amada, y que para verter el jarro de agua fría sobre el amor baste con ver al descubierto la persona amada


Ille, quod obscaenas in aperto corpore partes

viderat, in cursu qui fuit, haesit amor[619]:


y aunque tal remedio pueda proceder a veces de una condición algo delicada y fría, es una cosa que prueba nuestra debilidad el que por medio de la frecuentación y el trato que lleguemos a hastiarnos los unos de los otros. No es tanto pudor, como artificio y medida prudente, lo que hace que nuestras damas sean tan circunspectas en rechazarnos la entrada en sus tocadores antes de que se hayan pintado y acicalado para mostrarse en público:


Nec Veneres nostras hoc fallit; quo magis ipsae

omnia summopere hos vitae postscenia celant,

quos retinere volunt, adstrictoque esse in amore.[620]


Nada hay en muchos animales de que no gustemos y que no plazca a nuestros sentidos; de tal suerte, que hasta de sus mismos excrementos y secreciones obtenemos no sólo manjares exquisitos, sino nuestros más ricos perfumes y nuestros ornamentos más preciados. Claro está que todo lo dicho no va sino con el común de los hombres y mujeres: sería un verdadero sacrilegio incluir a esas divinas criaturas, sobrenaturales y extraordinarias bellezas, que a veces resplandecen entre nosotros como astros, bajo una envoltura corporal y terrestre.

Por lo demás, la parte que en los animales reconocemos de los beneficios que la naturaleza les otorgó, les es más ventajosa que la nuestra: atribuímonos bienes imaginarios sobrenaturales, bienes futuros y lejanos, de los cuales la humana capacidad no puede darse cuenta, o beneficios que nos aplicamos falsamente, merced a la licencia de nuestro juicio, como la razón, la ciencia, el honor; a los otros seres dejamos en cambio los que sólo son materiales y palpables: la paz, el reposo, la seguridad, la inocencia y la salud, que es el más hermoso y rico presente que de la naturaleza podemos recibir; de tal suerte, que hasta la filosofía estoica declara que si Heráclito y Ferecides hubieran podido cambiar su sabiduría por la salud, y librarse con tal trueque el uno de la hidropesía y el otro de la enfermedad cutánea que la atormentaba, lo hubieran hecho de buen grado. Por donde conceden todavía mayor valor a la sabiduría, comparándola y contrapesándola con la salud, que en esta otra proposición perteneciente también a la secta estoica: si Circe hubiera presentado a Ulises dos brebajes diferentes, uno para convertir un loco en cuerdo y el otro para trocar el cuerdo en loco, Ulises hubiera aceptado el de la locura, mejor que consentido en que Circe cambiara su forma humana en la de un animal, y añaden que la propia sabiduría le hubiera hablado de esta manera: «Abandóname, déjame como estoy antes que acomodarme bajo la figura y cuerpo de un asno.» ¿Cómo? ¿esa portentosa y divina sapiencia la dejan los filósofos por esta forma corporal y terrestre? No son pues la razón, la reflexión ni el alma lo que nos hace superiores a los animales; es si nuestra belleza, nuestra hermosa tez y nuestra bella disposición orgánica, por la cual nos precisa echar a un lado nuestra inteligencia, nuestra prudencia y todas las demás cualidades. Yo acepto de buen grado esa confesión ingenua y franca; en verdad conocieron que aquellas prendas de que tanto nos gloriamos, no son mas que fantasía vana. Aun cuando los animales tuvieran en su mano la virtud toda, la ciencia, la sabiduría y la firmeza de alma de los estoicos, no dejarían por eso de ser animales y no podrían por lo mismo ponerse en parangón con un hombre miserable, insensato y malo. En fin de cuentas, lo que a nosotros no se asemeja nada vale; Dios mismo, para alcanzar valer, es preciso que se nos asemeje, como más adelante veremos; de todo lo cual se deduce que no es por razones sólidas, sino por testarudez vana y loca por lo que nos tenemos por superiores a los otros seres y nos alejamos de su sociedad y condición.

Pero volviendo a mi propósito diré que, por nuestra parte, somos víctimas de la inconstancia, irresolución, incertidumbre, duelo, superstición, ansia por las cosas venideras, a veces aun después de nuestra vida; de la ambición, avaricia, los celos, la envidia, los apetitos desordenados, furiosos e indomables; de la guerra, mentira, deslealtad, detractación y curiosidad. En verdad hemos pagado cara la tan decantada razón de que nos gloriamos y la capacidad de juzgar y conocer, si la hemos alcanzado a cambio infinito número de pasiones de que incesantemente somos presa, dado caso que no queramos también ensalzarnos, como hace Sócrates, de la noble prerrogativa sobre los demás animales a quiénes la naturaleza prescribió cierto límite y época en el placer venéreo, mientras que al hombre le dejó amplio campo a todas horas y en todas ocasiones.

Ut vinum aegrotis, quia prodest raro, nocet saepissime melius est non adhibere omnino, quam, spe dubiae salutis: in opertam pernicien incurrere; sic haud scio, an melius fuerit, humano generi motum istum celerem cogitationis, acumen, solertiam, quam rationem vocamus, quoniam pestifera sint multis, admodum paucis salutaria, non dari omnino, quam tam munifice et tam large dari[621].

¿Qué provecho fue el que alcanzaron Varrón y Aristóteles por el entendimiento peregrino que les adornaba? ¿Acaso los libró de las molestias humanas? ¿Eximioles siquiera de los accidentes a que está sujeto cualquier ganapán? La lógica, ¿procuroles algún consuelo contra la gota? Porque supieran que ese humor tiene su asiento en las junturas, ¿se vieron menos libres de él? ¿Aviniéronse con la muerte por saber que algunos pueblos encuentran en ella contentamiento? ¿resignáronse con la infidelidad matrimonial por tener noticia de que en algunos países las mujeres pertenecen a varios hombres? Muy por el contrario; habiendo el primer, lugar como sabios, el primero entre los romanos, el segundo entre los griegos, en la época más floreciente de las ciencias romana y griega, ningún indicio tenemos de que disfrutaran de ninguna particular ventaja en el transcurso de sus vidas, antes bien, el griego tuvo que emplearse en lavar algunas manchas de la suya. ¿Hase demostrado que la salud y los placeres sean más gustosos para los que conocen la astrología y la gramática?


Illitterati num minus nervi rigent?[622]


¿y la vergüenza y la pobreza menos importunas?


Scilicet et morbis, et debilitate carebis,

et luctum et curam effugies, et tempora vitae

longa tibi post haec fato meliore dabuntur.[623]


Cien artesanos he conocido, y cien labradores, que fueron más prudentes y dichosos que los rectores de universidad; a los primeros quisiera yo asemejarme. A mi juicio, la doctrina debe incluirse entre las cosas necesarias para la vida, como la gloria, la nobleza, la dignidad, o cuando más, en la misma escala que la riqueza, la belleza y otros méritos que son de verdadera utilidad: nosotros las damos precio, no a su cualidad intrínseca. Para la vida social apenas si necesitamos otras leyes ni otros preceptos que los que precisan las grullas o las hormigas en la suya, quienes, sin erudición ni ciencia, se conducen de un modo ordenadísimo. Si el hombre fuera sensato, miraría las cosas según la mayor o menor utilidad que procurasen a su individuo. A considerar cada hombre por las acciones y desórdenes que realiza, encontraranse más excelentes y en mayor número entre los ignorantes que entre los sabios en toda suerte de virtudes. Valía más la antigua Roma, así en la paz como en la guerra, que la Roma sabia, causa de su propia ruina; y aun suponiendo que en todo lo demás fuera idéntica, la hombría de bien y la inocencia pertenecieron a la antigua, pues ambas cualidades sólo se avienen con la sencillez. Mas dejando a un lado este punto, que me llevaría más lejos de lo que pretendo, añadiré únicamente que sólo la humildad y la sumisión engendran los hombres de bien. No es posible del al albedrío de cada individuo el conocimiento de su deber; es preciso prescribírselo, no dejarlo a la elección de cada cual. De otro modo, considerando la variedad infinita de opiniones y razones, nos forjaríamos deberes que nos llevarían a devorarnos los unos a los otros como dice Epicuro. La primera ley que Dios impuso al hombre fue la de una mera obediencia; una orden sencilla y sin complicaciones en que el individuo nada tuviera que conocer ni que cuestionar, pues el obedecer es oficio propio del alma razonable que reconoce un ser celeste, infinitamente superior y bienhechor. De la obediencia y la sumisión nacen todas las demás virtudes, como de la rebeldía emanan todos los pecados. La primera tentación que experimentó la humana naturaleza por mediación del demonio, el primer veneno, nos fue inoculado por la promesa de ciencia y conocimiento: Eritis sicut dii, scientes bonum et malum[624]; las sirenas, para engañar a Ulises y llevarle a sus peligrosos lagos, según Homero refiere, ofreciéronle también el don de la ciencia. El tormento humano es la sed de saber; he aquí por qué la religión católica recomienda tanto la ignorancia, como el único camino de obedecer y creer: Cavete ne quis vos decipiat per philosophiam et inanes seductiones, secundum elementa mundi625. Los filósofos de todas las sectas convienen en que el soberano bien reside en la tranquilidad del alma y del cuerpo, ¿pero dónde encontrarla?


Ad summum sapiens uno minor est Jove, dives,

liber, honoratus, pulcher, rex denique regum;

Praecipue sanus, nisi quum pituita molesta est.[626]


Diríase que la naturaleza, para consuelo de nuestra condición miserable y caduca, sólo nos dio como patrimonio la presunción; así lo afirma Epicteto: «Nada hay en el hombre que le pertenezca de una manera cabal sino el uso de su raciocinio»: humo y viento sólo constituyen nuestro patrimonio. Dice la filosofía que los dioses participan de la salud en esencia y de la enfermedad en inteligencia; el hombre, inversamente, posee los bienes imaginativamente, y los males esencial y materialmente. Por eso hicimos bien en avalorar las fuerzas de nuestra fantasía, pues todos nuestros bienes no son más que sueños. Ved una muestra del orgullo de este calamitoso animal: «Nada hay, dice Cicerón, tan dulce como la ocupación de las letras, por virtud de la cual, la infinidad de las cosas, la inmensa magnitud de la naturaleza, los cielos, la tierra y los mares nos son descubiertos; ellas son las que nos enseñaron la religión, la moderación, la grandeza de ánimo; las que arrancaron nuestra alma de las tinieblas, para mostrarla todas las cosas altas, bajas, primeras, últimas y medias; las letras nos procuran los recursos de vivir dichosamente y hacen que transcurra nuestra vida sin dolores ni pecados.» Creeríase que es del dios vivo y todo poderoso de quien se habla. Y si consideramos los efectos, mil mujercillas de aldea vivieron una existencia más sosegada, dulce y tranquila que la suya:


Deus ille fuit, deus, inclute Memmi,

qui princeps vitae rationem invenit eam, quae

nunc appellatur Sapientia; quique per artem

fluctibus e tantis vitam, tantisque tenebris,

in tam tranquilla et tam clara luce locavit[627]:


palabras hermosas y llenas de magnificencia; mas, sin embargo, un accidente bien ligero puso el entendimiento del que las trazó[628] en estado más lamentable que el de un pastor, a pesar de ese dios tan decantado y de su divina sapiencia. De la misma descarada presunción es lo que promete Demócrito cuando dice: «Voy a hablar de todas las cosas», y el ridículo título que Aristóteles aplica a los hombres cuando los llama «dioses mortales», y la opinión de Crisipo sobre Dion, de quien decía que igualaba a Dios en virtud; Séneca dice que, si bien debe a Dios la vida, de su individualidad exclusiva depende el bien vivir. Idea orgullosa, análoga a ésta: In virtute vere gloriamur; quod non contingeret, si id donum a deo, non a nobis haberemus[629]. Séneca asegura también que la fortaleza del sabio es la misma que la de Dios, sólo que trasplantada en la humana debilidad, por donde el Hacedor nos supera. Tan temerarios principios abundan de un modo estupendo. A ningún hombre ofende tanto el verso comparado con Dios como contemplarse deprimido en el mismo rango que los demás animales, prueba evidente de que guardamos mayor celo por el propio interés que por el de nuestro Creador.

Es preciso pisotear esta vanidad estúpida, sacudir de una manera viva y arrojada los ridículos fundamentos en que se basan tan falsas opiniones. En tanto que el hombre crea poder disponer de una fuerza, jamás reconocerá lo que a su dueño debe; sus ilusiones no tendrán límites, menester será presentarle al desnudo. Veamos meramente algún ejemplo de su filosofía: Dominado Posidonio bajo el peso de una enfermedad tan dolorosa que le hacía retorcerse los brazos y castañetear los dientes, creía burlarse del sufrimiento, exclamando contra aquélla: «Es inútil que así me tortures, pues no dirá que seas un mal.» Lo mismo experimentaba los efectos que mi lacayo; pero desafiábalos para poner de acuerdo Al menos la lengua con los principios de su secta: re succumbere non oportebat, verbis gloriantem630. Encontrándose Arcesilao enfermo de gota, Carneades, que le fue a ver, quiso alejarse embargado por el sentimiento; pero el paciente le llamó, y mostrándole los pies y el pecho, dijo: «Nada pasó de los primeros al segundo; mi pecho se mantiene a maravilla, puesto que se da cuenta de experimentar el mal y quisiera desembarazarse de él; mas no por ello el corazón se aflige ni se abate.» Serenidad más afectada que verídica a mi entender. Afligido Dionisio Heracleotes por una vehemente irritación de los ojos, viose obligado a prescindir de sus resoluciones estoicas. Mas aun cuando la presencia de ánimo produjera los efectos que esos filósofos declaran, rebajando la fuerza de los infortunios que nos circundan, ¿qué hace la ciencia que la ignorancia no realice con mayor pureza y evidencia? El filósofo Pirro, que corría en el mar los azares de una tormenta impetuosa, exhortaba a los que le acompañaban para que no entrasen en cuidados, a que imitasen el ejemplo de un cerdo que miraba la tempestad tranquilo. La filosofía, en último recurso, presenta a nuestra consideración, para que los imitemos, los ejemplos de un atleta o de un mulatero, quienes ordinariamente ni temen la muerte ni ningún tormento, y son capaces de firmeza mayor de la que la ciencia proveyó jamás a ningún hombre que por inclinación natural no estuviera naturalmente predispuesto a la fortaleza. ¿Cuál es la causa de que se puedan cortar los tiernos miembros de un niño, o los de un caballo, con mayor facilidad que los nuestros, sino la ignorancia? ¡A cuántas personas puso enfermas la sola fuerza de imaginación! Frecuente es ver gentes que se hacen purgar, sangrar y medicinar para curar males que no existen sino en su imaginación. Cuando los males irremediables nos faltan, la ciencia nos procura los suyos: tal color de la tez presagia una fluxión catarral; las estaciones cálidas os acarrean la fiebre; esa cortadura de la línea vital de la mano izquierda os advierte que presto seréis víctima de alguna seria indisposición; la ciencia, en fin, va derechamente contra la salud misma. La alegría y el vigor de la juventud no pueden caminar unidos; es preciso extraer la sangre, aminorar la fuerza, por temor de que el exceso de vida no os perjudique a vosotros mismos. Comparad la existencia de un hombre víctima de imaginaciones tales, con la de un labrador que se deja llevar conforme a sus naturales apetitos, que mide las cosas con arreglo al estado actual en que se encuentra, sin pronósticos ni ciencia, que no está enfermo sino cuando realmente tiene el mal encima; mientras el otro tiene la piedra en el alma antes de tenerla en los riñones. Como si no tuviera ya tiempo para sufrir la enfermedad cuando realmente ésta sea llegada, hay quien la anticipa y la toma la delantera.

Innumerables son los espíritus a quienes arruinan la propia flexibilidad y fuerza. Ved la mutación que ha experimentado por su propia agitación uno de los ingenios más juiciosos y mejor moldeados en la pura poesía antigua, superior en esto a todos los demás poetas italianos que jamás hayan existido. ¿No tiene que estar reconocido a la vivacidad que le mató? ¿A la claridad que le cegó? ¿Al acertado y constante ejercicio de sus facultades que le dejaron sin razón? ¿A la curiosa y laboriosa investigación científica que le condujo a la estupidez? ¿A la rara aptitud para los ejercicios del alma que le dejaron sin alma ni ejercicio? Experimenté más despecho que compasión al verle en Ferrara631en tan lastimoso estado, sobreviviéndose a sí mismo, desconociéndose y desconociendo sus obras, las cuales vieron la luz sin que él las revisara, aunque las tuviera delante de sus ojos. Aparecieron sin corregir e informes.

¿Queréis que el hombre vive sano, que se gobierne ordenadamente y se mantenga en postura segura y firme? Envolvedle en las tinieblas, en la ociosidad, e inoculadle la pesantez de espíritu; precisa que nos estupidecemos para penetrar en los dominios de la prudencia, y que nos dejemos deslumbrar para ser guiados. Y si se me repone que la ventaja de ser poco sensibles a los dolores y a los males, lleva consigo el inconveniente de hacernos menos delicados para el disfrute de los bienes y los goces, dirá que así es en efecto; más la miseria de nuestra condición es causa de que tengamos más ocasiones de huir los males, que de gozar los bienes, y el placer mayor no nos produce tanto efecto como el dolor más ligero, segnius homines bona quam mala sentium[632]: no nos damos cuenta del bienestar que acompaña a la cabal salud, pero en cambio nos tortura la enfermedad más insignificante:


Pungit

in cute vix summa violatum plagula corpus;

quando valere nihil quemquam movet. Hoc juvat unum,

quod me non torquet latus, aut pes: cetera quisquam

vix queat aut sanum sese, aut sentire valentem[633]:


nuestro mayor bien es la privación del mal, por eso la secta filosófica que colocó el placer en primer término, hízolo consistir en la ausencia de dolor. La ausencia del mal es la mayor suma de bien que el hombre pueda esperar, como decía Enio:


Nimium boni est, cui nihil est mali.[634]


El mismo cosquilleo y aguzamiento que se encuentra en ciertos placeres, y que parece trasportarnos a un estado superior a la salud y a la ausencia de dolor, ese goce activo, que se mueve, que nos inflama y nos muerde, tampoco alcanza más allá que a la ausencia del dolor mismo. El apetito que nos empuja hacia las mujeres, obedece sólo a la necesidad de expulsar el malestar que nos produce el deseo ardiente y furioso, y no busca otra cosa más que saciarlo y ganar la calma, quedándose libre de la fiebre. Lo propio acontece con los otros placeres. Así que, si la simplicidad nos encamina a preservarnos del mal, nos conduce un estado dichoso, dada nuestra naturaleza. Mas no hay que suponerla tan aplomada que sea absolutamente incapaz de sentimientos, pues Crántor tenía razón al combatir la insensibilidad de Epicuro de ser tan profunda que la acometida misma y el nacimiento de los males no hicieran en él la menor mella. «Yo no alabo esa insensibilidad que no es posible ni deseable; me conformo con estar bien, pero si caigo enfermo, quiero saber que lo estoy; y si se me aplica el cauterio o se me opera con el bisturí quiero sentir sus efectos.»[635] Quien desarraigara la noción del dolor, extirparía igualmente la del placer, y en conclusión aniquilaría al hombre: Istud nihil dolore non sine magna mercede contingit immanitatis in animo, stuporis in corpore[636]. El hombre participa del bien y del mal: ni el dolor debe siempre huirse, ni marchar constantemente en seguimiento de los placeres.

Constituye un argumento poderoso en pro de la ignorancia el que la ciencia misma nos arroje entre sus brazos cuando no encuentra a mano el medio de hacernos superiores al peso de los males; la ciencia se ve obligada a transigir con nuestra libertad, encomendándonos a la ignorancia y cobijándonos bajo su protección para ponernos al abrigo de los golpes y de las injurias de la fortuna. «¿Qué otra cosa significa el precepto de apartar nuestra mente de los males que nos agobian para convertirla al recuerdo del placer perdido; ni el servirnos para consuelo de los males presentes del recuerdo del placer que en otro tiempo disfrutamos; ni el llamar en nuestro auxilio la alegría desvanecida para oponerla a lo que nos tortura?» Levationes aegritudinum in avocatione a cogitanda molestia, et revocatione ad contemplandas voluptates, ponit637. Así pues, donde la fuerza le falta pretende emplear el artificio, y hacer ejercicios gimnásticos allí donde la faltan el vigor del cuerpo y la fuerza de los brazos, pues no ya al filósofo, al más simple mortal que siente los efectos de la fiebre, ¿qué alivio le procurará el recuerdo de la dulzura del vino griego? Entiendo que esto servirá más bien a empeorar la situación:


Che ricordarsi il ben doppia la noja.[638]


De igual naturaleza es este otro consejo que la filosofía recomienda: guárdese sólo en la memoria el recuerdo de la dicha extinta y bórrense las penas que sufrimos; como si de nuestro albedrío dependiera la ciencia del olvido: otra prueba de nuestra insignificancia:


Suavis laborum est praeteritorum memoria.[639]


¡Cómo! ¿y la filosofía, que debe hacerme fuerte para combatir los azares de la fortuna; que debe templar mi ánimo para pisotear todas las humanas adversidades, cae también en la flojedad de hacerme esquivar las desventuras por medio de esos rodeos ridículos y cobardes? Porque la memoria nos representa, no precisamente lo que queremos, sino lo que buenamente la place; y nada se imprime de un modo tan vivo en nuestra mente como aquello que deseamos olvidar: es un excelente remedio para guardar y grabar en nuestra alma algún hecho, el pretender olvidarlo. Es falso este principio de Cicerón: Est situm in nobis, ut et adversa, quasi perpetua oblivione obruamus, et secunda jucunde et suaviter meminerimus[640]; pero este otro es verdadero: Memini etiam quae nolo; oblivisci non possum quae volo[641]. ¿De quién es este principio? De aquel qui se unus sapientem profiteri sit ausus[642].


Qui genus humanum ingenio superavit, si omnes

praestinxit, stellas exortus uti aetherius sol.[643]


Aminorar y desalojar la memoria, ¿no es seguir el verdadero camino de la ignorancia?


Iners malorum remedium ignorantia est.[644]


Igualmente vemos otros preceptos análogos, por virtud de los cuales se nos consiente tomar prestadas del vulgo ciertas apariencias frívolas, siempre y cuando que nos sirvan de consolación y contentamiento; donde no pueden curar la herida se conforman con adormecerla y paliarla. Yo creo que si en la mano de esos filósofos estuviera disponer de algún medio con que socorrer el orden y la firmeza en una vida que se mantuviera tranquila y plácida, merced a alguna débil enfermedad del juicio, la aceptarían de buen grado:


Potare, et spargere flores

incipiam, patiarque vel inconsultus haberi.[645]


Encontraríanse muchos filósofos del parecer de Lycas, quien a pesar de vivir una existencia ordenada, dulce y apacible, rodeado de los suyos, no faltando a ninguno de sus deberes ni para con su familia ni para con los extraños, preservándose a maravilla de las cosas que podían serle perjudiciales, había tomado la manía, por algún ligero trastorno de sus sentidos, de creer que se encontraba en todo momento en los espectáculos y en los teatros, y que presenciaba la representación de las mejores comedias. Luego que fue curado por los médicos de aquella ilusión, faltó poco para que les armase un proceso con objeto de que le restablecieran en la dulzura de sus pasadas imaginaciones:


Pol!, me occidistis, amici,

non servastis, ait; cui sic extorta voluptas,

et demptus per vim mentis gratissimus error[646];


situación análoga a la de Thrasilao, hijo de Pythodoro que creía que todos los navíos que salían del puerto de Pireo y todos los que llegaban, hacían los viajes exclusivamente para su provecho; alegrábase cuando no ocurrían averías a los barcos y acogía con júbilo la llegada de cada uno. Su hermano Crito hízole recobrar la sensatez, pero Thrasilao echó de menos el estado en que había vivido anteriormente, el cual contribuía a su felicidad. Es lo que dice este verso griego antiguo, «que es mucho más ventajoso no ser tan avisado»:


 [647]


Y el Eclesiastés añade «que al exceso de sabiduría acompaña el exceso de pena; quien adquiere la ciencia, adquiere también trabajos y tormentos».

El hecho mismo en que la filosofía conviene en general, el último remedio que recomienda a toda suerte de desdichas, que consiste en poner fin a la vida, cuando no podemos soportarla: Placet? pare. Non placet? quacumque vis, exi... Pungit dolor? Ve fodiat sane. Si nudus es, da jugulum; sin tectus armis Vulcaniis, id est fortitudine, resiste[648]; y esta orden de los griegos a los que invitaban a sus festines. Aut bibat, aut abeat[649] que suena mas propiamente en la boca de un gascón que en la del orador romano, porque el primero cambia fácilmente la V en B:


Vivere si recte nescis, decede peritis.

Lusisti statis, edisti satis, atque bibisti;

tempus abire tibi est, no potum largius aequo

rideat, et pulset lasciva descentius aetas[650]:


¿que viene a significar sino la confesión de su impotencia y la recomendación no sólo de la ignorancia para ponerse a cubierto, sino de la estupidez misma, de la insensibilidad y del no ser?


Democritum postquam matura vetustas

admonuit memorem, motus languescere mentis;

sponte sua letho caput obcius obtulit ipse.[651]


Tal era el parecer de Antístenes, «que creía en la necesidad de aprovisionar juicio para obrar con cordura o cuerda para ahorcarse»; y el de Crisipo, que aseguraba, a propósito de un verso de Tirteo:


De la vertu, ou de mort approcher


que era preciso acercarse a la virtud o a la muerte. Crates decía que los males del amor se curaban con el hambre o con el tiempo; y a quien ambos medios desplacían, recomendábale la cuerda. Sexto, de quien Plutarco y Séneca hablan con gran encomio, lo abandonó todo para consagrarse exclusivamente al estudio de la filosofía, y decidió arrojarse al mar viendo que sus progresos eran demasiado lentos y tardío el fruto: como la ciencia le faltaba, se lanzó a la muerte. He aquí cuáles eran los términos de la ley estoica en esto punto: «Si por acaso aconteciese a alguno una desgracia irremediable, el puerto está cercano y el alma puede salvarse a nado fuera del cuerpo, como apartada de un esquife que se va a pique, pues el temor de la muerte, no el deseo de vivir, es lo que al loco retiene amarrado al cuerpo.»

Del propio modo que la sencillez de alma hace la vida más grata, truécase también en más inocente y mejor, como dije antes: los ignorantes y los pobres de espíritu, dice san Pablo, se elevan hasta el cielo y lo disfrutan; nosotros, en cambio, con todo nuestro saber nos sumimos en los abismos del infierno. Y no hablo de Valiente[652], enemigo jurado de la ciencia y de las letras, ni de Licenio, ambos emperadores romanos, que llamaban a aquéllas peste y veneno de toda nación bien gobernada; ni de Mahoma, que según he leído prohibió a sus sectarios el estudio de las ciencias. El ejemplo del gran Licurgo y su autoridad por todos reconocida, merecen ser tenidos en cuenta: en aquella maravillosa organización lacedemonia, tan admirable y durante tanto tiempo floreciente, estado feliz y virtuoso, si los hubo, fue desconocido el ejercicio de las letras. Los que vuelven del nuevo mundo, descubierto por los españoles en tiempo de nuestros padres, nos testimonian cómo esas naciones, sin leyes ni magistrados, viven mejor reglamentadas que las nuestras, donde se cuentan más funcionarios y leyes que hombres desprovistos de cargos, y que acciones:


Di citatorie piene e di libelli,

d'esamine, e di carte di procure

avea le mani e il seno, e gran fastelli

di chiose, di consigli, e di letture

per cui le facultà de poverelli

non sono mai nelle città sicure.

Avea dietro e dinanzi, e d'ambi i lati.

Notai, procuratori, ed avvocati.[653]


Decía un senador de los últimos siglos de Roma, que el aliento de sus predecesores apestaba a ajos, pero que el estómago guardaba el perfume de las conciencias honradas; y que, al contrario, sus conciudadanos olían bien exteriormente, pero por dentro hedían en fermento toda suerte de vicios, lo cual vale tanto a lo que se me alcanza como si se dijera que los adornaban saber y competencia grandes, pero que la hombría de bien brillaba por su ausencia. La rusticidad, la ignorancia, la sencillez, la rudeza, marchan de buen grado con la inocencia; la curiosidad, la sutileza, el saber, arrastran consigo la malicia. La humildad, el temor, la obediencia, el agrado, que constituyen las piedras fundamentales para el sostenimiento de la sociedad humana, exigen un alma vacía, dócil y poco prevalida de sí misma. Los cristianos saben a maravilla que la curiosidad es un mal inherente al hombre, y el primero que causó su ruina el deseo de aumentar la ciencia y la sabiduría fue la causa de la perdición del género humano, fue el camino por donde se lanzó a la perdición eterna; el orgullo nos pierde y nos corrompe, el orgullo es el que arroja al hombre del camino ordinario, lo que lo hace adoptar las novedades, y pretender mejor ser jefe de un rebaño errante y desviado por el sendero de la perdición, ser preceptor de errores y mentiras, que simple discípulo en la escuela de la verdad, dejándose guiar y conducir por mano ajena al camino derecho y hollado. Es lo que declara esta antigua sentencia griega:  imagen, «la superstición sigue al orgullo y le obedece como a su padre».[654] ¡Oh presunción eterna, cuánto, cuantísimo nos imposibilitas!

Luego que Sócrates fue advertido de que el dios de la sabiduría le había aplicado el dictado de sabio, quedó maravillado, y buscando o investigando la causa, como no encontrara ningún fundamento a tan divina sentencia, puesto que tenía noticia de otros a quienes adornaban la justicia, la templanza, el valor y la sabiduría como a él, y que a la vez eran más elocuentes, más hermosos y más útiles a su país, dedujo que la razón de que se le distinguiera de los demás y se le proclamara sabio, residía en que él no se tenía por tal y que su dios consideraba como estupidez singular la del hombre lleno de ciencia y sabiduría; que su mejor doctrina era la de la ignorancia, y la sencillez la mejor ciencia. La divina palabra declara miserable al hombre que se enorgullece: «Lodo y ceniza, le dice, ¿quién eres tú para glorificarte?» Y en otro pasaje: «Dios hizo al hombre semejante a la sombra», de la cual ¿quién juzgará, cuando por el alejamiento de la luz, aquélla sea desvanecida? No somos más que la nada.

Estamos tan lejos de que nuestras fuerzas puedan llegar a concebir la grandeza divina, que entre las obras de nuestro Creador, aquellas llevan mejor el sello de la magnificencia y son más dignas del Ser supremo que menos están a nuestro alcance. Constituye un motivo de creencia para los cristianos el encontrar una cosa increíble; más está de parte de la razón cuanto más se aleja de la humana razón; pues si fuera conforme a ésta, ya no sería milagro; y si fuera análoga a otra, no llevaría ya el sello de la singularidad. Melius seitur Deus, nesciendo[655], dice san Agustín; y Tácito: Sanctius est ac reverentius de actis deorum credere, quam scire[656], y Platón entiendo que hay alguna levadura de impiedad en el inquirirse con curiosidad extremada de Dios, del mundo y de las causas primeras de las cosas. Atque illum quidem parentem hujus universitalis invenire, difficile; et quum jam inveneris, indicare in vulgus, nefas[657], dice Cicerón. Nuestros labios profieren las palabras Poder, Verdad, Justicia, que encierran la significación de algo grande, pero esa grandeza de ningún modo la vemos ni la concebimos. Decimos que Dios teme, que Dios monta en cólera, que Dios ama,


Inmortalia mortali sermone notantes[658]:


son esos atributos que no pueden residir en Dios conforme los suponen nuestras mezquinas facultades; ni podemos tampoco imaginarias a la altura de la grandeza en que Dios las reúne. Sólo él puede conocerse y ser intérprete de sus obras; si se nos muestra, es para rebajarse, descendiendo en nosotros que nos arrastramos sobre la tierra. «Siendo la prudencia la elección entre el bien y el mal, ¿cómo puede convenir a Dios, a quien ningún mal amenaza? ¿cómo la inteligencia y la razón, de que nos servirnos para llegar de lo incierto a lo evidente, puesto que para Dios nada hay desconocido? La justicia, que recompensa a cada uno según sus merecimientos, la que fue engendrada por la sociedad de los humanos, ¿cómo puede residir en Dios? Ni la templanza, que es la moderación de los apetitos del cuerpo, los cuales nada tienen que ver con la divinidad; la fortaleza en el soportar el dolor, el trabajo, los peligros, no le pertenecen tampoco, que ninguna comunicación ni acceso tienen para con él. Por eso Aristóteles le considera exento por igual de virtudes y de vicios: Neque gratia, neque ira teneri potest; quae talia essent, imbecilla essent omnia[659].

La participación grande o pequeña que en el conocimiento de la verdad tenemos, no la adquirimos con nuestras propias fuerzas; Dios nos lo probó sobradamente escogiendo a personas humildes, sencillas e ignorantes, para instruirnos en sus admirables designios. Tampoco alcanzamos la fe por virtud de nuestro esfuerzo, porque la fe es un presente purísimo de la liberalidad ajena. No por la reflexión ni con la ayuda del entendimiento acogemos la religión, sino, merced a la autoridad y mandamientos ajenos. La debilidad de nuestro juicio nos ayuda más que la fuerza, y nuestra ceguera más que nuestra clarividencia. Con el auxilio de nuestra ignorancia, más que con el de la ciencia, logramos tener idea de la divina sabiduría. No es maravilla que a nuestros medios naturales y terrenales sea imposible lograr el conocimiento sobrenatural y celeste: pongamos sólo de nuestra parte obediencia y sumisión, pues como nos dice la divina palabra: «Acabará con la sapiencia de los sabios y echará, por tierra la prudencia de los prudentes; ¿dónde está el controversista del siglo, el sabio, el censor? ¿No redujo Dios a la nada la ciencia mundana? Y puesto que el mundo no llegó al conocimiento divino por sapiencia, plugo a Dios que por la ignorancia y la sencillez de la predicación fueran salvados los creyentes.»[660]

Y, si en fin, pretendiéramos persuadirnos de si reside en el poder del hombre encontrar la solución de lo que investiga y busca, y si la tarea en que viene empleándose de tan dilatados siglos a hoy le enriqueció con alguna verdad, fundamental y le proveyó de algún principio sólido, yo creo que, hablando en conciencia, se me confesará que toda la adquisición que alcanzó al cabo de tan largo estudio es la de haber aprendido a reconocer su propia flaqueza. La ignorancia que naturalmente residía en nosotros ha sido después de tantos desvelos corroborada y confirmada. Ha ocurrido a los hombres verdaderamente sabios lo que acontece a las espigas, las cuales van elevándose y levantan la cabeza derecha y altiva mientras están vacías, pero cuando están llenas y rellenas de granos en su madurez comienzan a humillarse y a bajar los humos. Análogamente, los hombres, que lo experimentaron todo y lo sondearon todo, como no encontraron en ese montón de ciencia ni en la provisión de tantas cosas heterogéneas, nada fundamental ni firme, sino sólo vanidad, renunciaron a su presunción y concluyeron por reconocer su condición natural. Es lo que Veleyo reprocha a Cotta y a Cicerón, diciéndoles «que la filosofía les enseñó a convencerse de su ignorancia». Ferecides, uno de los siete sabios, escribió a Thales, momentos antes de expirar, diciéndole «que había ordenado a los suyos, luego que lo hubieran enterrado, que le llevaran sus manuscritos para que si satisfacían a aquél y a los otros sabios, los publicaran, o para que los destruyeran, de encontrarlos insignificantes. Mis escritos, añadía, no contienen ningún principio cierto que me satisfaga; así que no tengo la pretensión de haber conocido la verdad ni la de haberla alcanzado; hago entrever las cosas más que las descubro». El hombre más sabio que haya jamás existido, cuando le preguntaron qué era lo que sabía, respondió que sólo tenía noticia de que no sabía nada. Con lo cual corroboraba el dicho de que la mayor parte de las cosas que conocemos es la menor de la que ignoramos, es decir, que aquello mismo que creemos saber es una parte pequeñísima de nuestra ignorancia. Conocemos las cosas en sueños, dice Platón, pero las ignoramos en realidad. Omnes pene veteres, nihil cognosci, nihil percipi, nihil sciri posse dixerunt; angustos sensus, imbecilles animos, brevia curricula vitae[661]. Del propio Cicerón, que debió al saber toda su fortuna, dice Valerio que, cuando llegó a viejo, amaba ya menos las letras; y que mientras las cultivó, hízolo sin inclinarse a ninguna solución, siguiendo la que le parecía probable, propendiendo ya a una doctrina, ya a otra y manteniéndose constantemente en la duda de la Academia: Dicendum est, sed ita, ut nihil affirmem, quaeram omnia, dubitans plerumque, et mihi diffidens[662].

Sería muy ventajoso para mi propósito considerar al hombre en su común manera de ser, en conjunto, puesto que el vulgo juzga la verdad, no por la calidad de las razones sino por el mayor número de hombres que de igual modo opinan. Pero dejemos tranquilo al pueblo,


Qui vigilans stertit

mortua cui vita est prope jam, vivo atque videnti[663];


que ni juzga ni siente según su propia experiencia, que no emplea sus facultades y las deja ociosas; quiero considerar al hombre superior. Considerémosle, pues, en el reducido número de personajes escogidos que, habiendo sido naturalmente dotados de facultades excelentes, las perfeccionaron y aguzaron por estudio y por arte, y llevaron su entendimiento a la región más alta que pueda alcanzar. Tales hombres guiaron su alma en todos sentidos y la dirigieron a todos los lugares, la auxiliaron y favorecieron con todos los recursos extraños que la fueron favorables, la enriquecieron y adornaron con todo lo que pudieron hallar para su perfeccionamiento en el mundo exterior o interior; en ellos, pues, se encierra la perfección suprema de la humana naturaleza; ellos proveyeron el mundo de reglamentos y leyes, o instruyeron a los demás hombres por medio de las artes y las ciencias y los dieron ejemplo con sus admirables costumbres. Me limitaré sólo a esos hombres, a su testimonio y experiencia, y veremos hasta dónde llegaron y los progresos que hicieron: los defectos y enfermedades que nos muestre esa selección, debe el mundo todo considerarlos como propios.

El que se consagra a la investigación de la verdad llega a las conclusiones siguientes: unas veces la encuentra, otras declara que no puede descubrirla por ser superior a nuestras facultades, y otras que permanece buscándola. Toda la filosofía se halla comprendida en estas tres categorías: buscar la verdad, la ciencia y la certeza. Los peripatéticos, los discípulos de Epicuro, los estoicos y otras sectas creyeron haberla encontrado y echaron los fundamentos de las ciencias que poseemos, que consideraron como incontrovertibles. Clitomaco, Carneades y los académicos desesperaron de encontrar la verdad y juzgaron que nuestras facultades eran incapaces para ello; éstos dejaron sentado el principio de la humana debilidad, y fueron los que contaron mayor número de adeptos, superiores también en calidad. Pirro y otras escépticos o epiquistas, que según testimonian algunos antiguos sacaron sus doctrinas de Homero, de los siete sabios, de Arquíloco y de Eurípides, y entre aquéllos incluyen también a Zenón, Demócrito y Jenófanes, declaran que se encuentran en el camino de la investigación de la verdad, y juzgan que los que creen haberla encontrado, son víctimas de un error grande, considerando además que hay una vanidad demasiado temeraria en los que aseguran que las fuerzas humanas no son capaces de alcanzarla, pues el fijar la medida de nuestros alcances en conocer y juzgar la dificultad de las cosas, suponen una ciencia extremada, de que dudan que el hombre sea capaz:


Nil sciri si quis putat, id quoque nescit

an sciri possit quo se nil scire fatetur.[664]


La ignorancia que se conoce, que se juzga y que se condena no es una ignorancia completa; para serlo, sería necesario que se ignorara a sí misma, de suerte que la tarea de los pirronianos consiste en dudar de las cosas e inquirirse de las mismas no asegurándose ni dando fe de nada. De las tres acciones que el alma realiza: la imaginativa, la apetitiva y la consentiva, aceptan sólo las dos primeras, la última mantiénenla en situación ambigua, sin inclinación ni aprobación hacia la más ligera idea. Zenón representaba gráficamente las tres facultades del alma del siguiente modo: con la mano extendida y abierta, la apariencia; con la mano entreabierta, y los dedos un poco doblados, la facultad consentiva, y con la mano cerrada significaba la comprensión; y si con la mano izquierda oprimía el pulso más estrechamente, representaba la ciencia. Ese estado de su juicio, recto e inflexible, que considera todos los objetos sin aplicación ni consentimiento, los encamina a la ataraxia, que es un estado de alma apacible y tranquilo, exento de las sacudidas que recibimos por la impresión de la opinión y ciencia que creemos tener de las cosas, de la cual emanan el temor, la avaricia, la envidia, los deseos inmoderados, la ambición, el orgullo, la superstición, el amor a lo nuevo, la rebelión, la desobediencia, la testarudez y casi todos los males corporales; y hasta se libran los pirronianos del celo de su disciplina, merced a sus procedimientos de doctrina, porque nada toman a pechos y nada les importa ser vencidos en las disputas. Cuando dicen que los cuerpos buscan su centro de gravedad, entristeceríales el ser creídos, y prefieren que se les contradiga para engendrar así la duda y aplazamiento del juicio, que es el fin que persiguen. No establecen sus proposiciones sino para combatir los reparos que les hagamos. Cuando se aceptan las suyas, combátenlas del mismo modo: todo les es igual, a nada se inclinan. Si sentáis que la nieve es negra, argumentaran no es blanca; si aseguráis que no es ni blanca los mantendrán que es lo uno y lo otro; si sostenéis que no sabéis nada, ellos asegurarán que no estáis en lo cierto, y si afirmativamente aseguráis encontraros en estado de duda, tratarán de convenceros de que no dudáis, o de que no podéis asegurar a ciencia cierta que dudéis.

Merced a esta duda llevada al último límite, se separan y dividen de muchas opiniones, hasta de aquellas que mantuvieron la duda y la ignorancia. ¿Por qué no ha de ser lícito a los dogmáticos, de los cuales unos dicen verde y otros amarillo, profesar la duda como nosotros? ¿Hay algo que pueda someterse a vuestra consideración para aprobarlo o rechazarlo que no sea fácil acoger como ambiguo? Puesto que los demás son arrastrados por las ideas de su país, o por las que recibieron de su familia, o por el azar, sin escogitación ni discernimiento, a veces antes de hallarse en la edad de la reflexión, a tal o cual opinión, hacia la secta estoica o la de Epicuro, a las cuales se encuentran amarrados y sujetos como a una presa de que no pueden libertarse ni desligarse, ad quamcumque disciplinam, velut tempestate, delati, ad eam, tanquam ad saxum, adhoerescunt[665]; ¿por qué no ha de serles dado mantener su libertad y considerar las cosas libremente, sin ningún género de servidumbre? hoc liberiores et solutiores, quod integra illis est judieandi potestas666. ¿No es mucho más conveniente el verse desligado de la necesidad que sujeta a los demás? ¿No es mil veces preferible permanecer en suspenso a embrollarse en tantísimos errores como forjó la humana fantasía? ¿No vale más suspender el juicio, que sumergirse en mil sediciosas querellas? ¿A qué partido me inclinaré? «Inclinaos al que os plazca, siempre y cuando, que adoptéis alguno.» Respuesta necia que sin embargo, todo dogmatismo nos conduce, puesto que con él no nos es permitido ignorar lo que en realidad ignoramos. Adoptad la doctrina más acreditada, jamás será tan incontrovertible que no os sea indispensable, para sustentarla, atacar y combatir mil y mil doctrinas opuestas; así que, mejor es apartarse de la lucha. Si es lícito a cualquiera abrazar tan firmemente como el honor y la vida las ideas de Aristóteles sobre la eternidad del alma y rechazar las de Platón sobre el mismo punto, ¿por qué ha de impedirse que los escépticos las pongan en tela de juicio? Si Panecio se abstiene de emitir su opinión sobre los arúspices, sueños, oráculos, vaticinios y otros medios adivinatorios en que los estoicos creen, ¿por qué el sabio no ha de osar poner en duda lo terreno y lo extraterreno, como Panecio los oráculos, por haberlo aprendido de sus maestros, conforme a la doctrina de su escuela, de la cual aquél es sectario y también jefe? Si el que formula un juicio es un niño, desconoce los fundamentos del mismo; si es un sabio, es víctima de alguna preocupación. Los pirronianos se reservaron una ventaja inmensa en el combate, desechando todo medio de defensa; nada les importa, que se les ataque, con tal de que ellos ataquen también. Todo les sirve de argumento. Si vencen, vuestra proposición cojea; si sois vosotros los vencedores la suya; si flojean, acreditan su ignorancia; si vosotros incurrís en esa falta, acreditáis la vuestra; si aciertan a probar que nada puede ser conocido, todo marcha a maravilla; si no logran demostrarlo, todo va bien igualmente: Ut quum in cadem re paria contrariis in partibus momenta inveniuntur, facilius ab utraque parte assertio sustineatur[667]: más bien se complacen en demostrar que una cosa es falsa, que en hacer ver que es verdadera, y en patentizar lo que no es que lo que es realmente, e igualmente lo que no creen que lo creen. Las palabras que profieren son: «Yo no siento ningún principio; no es así, ni tampoco de otro modo, la verdad no se me alcanza, las apariencias son semejantes en todas las cosas; el derecho de hablar en pro y en contra es perfectamente lícito; nada me parece verdadero que no pueda parecerme falso.» Su frase sacramental es  imagen, es decir, «sostengo, pero no me decido». Estos son sus estribillos y otros de parecido alcance. El fin de los mismos es la pura, cabal y perfectísima suspensión del juicio; sírvense del raciocinio para inquirir y debatir, mas no para escoger ni fijar. Imagínese una perpetua confesión de la ignorancia, y un juicio que jamás se inclina a ningún principio, sean cuales fueren las ideas, y se comprenderá la doctrina pirroniana; la cual explico lo mejor que me es dable, porque muchos encuentran difícil el penetrar bien en sus principios. Los autores mismos que de ella trataron, muéstranla un tanto obscura, y no todos coinciden en la determinación de sus miras.

En las acciones de la vida los pirronianos proceden como todo el mundo, déjanse llevar por las naturales inclinaciones, lo mismo que por el impulso y tiranía de las pasiones, acomodándose a las leyes y a las costumbres, y siguen la tradición de las artes: Non enim nos Deus ista scire, sed tantummodo uti, voluit[668]. Déjanse guiar por lo que a los demás conduce, sin interponer observación ni juicio, por lo cual no me parece muy verosímil lo que de Pirro se cuenta. Diógenes Laercio nos le presenta como estúpido e inmóvil, viviendo una existencia selvática e insociable, aguardando con toda tranquilidad el choque de los carros en las calles, colocándose ante los precipicios, y rechazando el sujetarse a las leyes. Todo lo cual va más allá de su disciplina: no pretendió Pirro convertirse en piedra ni en cepo, sino que quiso ser hombre vivo para discurrir y razonar, gozar de todos los placeres y comodidades naturales, y hacer uso de todos sus órganos corporales y espirituales, ordenada y normalmente. Los privilegios fantásticos, imaginarios y falsos que el hombre usurpó al pretender gobernar, dictar órdenes, establecer principios y afirmar la verdad, desecholos, renunciando a ellos. Ninguna secta filosófica existe que no se vea obligada a practicar y seguir infinidad de cosas que ni comprende ni advierte, si quiere vivir en el mundo; cuando se va por el mar ignórase si tal designio será útil o inútil; el viajero tiene que suponer que el barco que le lleva es excelente, experimentado el piloto y la estación favorable; circunstancias todas solamente verosímiles, a pesar de lo cual vese obligado a aceptarlas y a dejarse guiar por las apariencias, siempre y cuando que éstas no aparezcan al descubierto. Tiene un cuerpo y un alma, los sentidos le empujan, el espíritu lo agita. Aun cuando el hombre encuentre en su mente la manera de juzgar de los pirronianos, y advierta que no debe formular ninguna opinión determinada por hallarse sujeta a error, no por eso dea de ejecutar todos los actos que le impone la vida. ¡Cuántas artes existen cuyo fundamento es más bien conjetural que científico, que no deciden de la verdad ni del error y que caminan a tientas! Reconocen los pirronianos la existencia de la una y del otro, e igualmente la posesión de los medios para investigarlos, pero no para separarlos. Vale infinitamente más el hombre dejándose guiar por el orden natural del mundo, sin meterse a inquirir causas y efectos; un alma limpia de prejuicios dispone naturalmente de ventajas grandes para gozar la tranquilidad; las gentes que inquieren y rectifican sus juicios, son incapaces de sumisión completa.

Así en los preceptos relativos a la religión como en las leyes políticas, los espíritus sencillos son más dóciles y fáciles de gobernar que los avisados y adoctrinados en las causas divinas y terrenales. Nada surgió del humano entendimiento que tenga mayores muestras de verosimilitud, ni sea de utilidad más grande que la filosofía pirroniana, que presenta al hombre desposeído de todas armas, reconociendo su debilidad natural, propio para recibir de lo alto cualquiera fuerza extraña, tan desprovisto de ciencia mundana como apto para que penetre en él la divina, aniquilando su juicio para dejar a la fe mayor espacio, ni descreyente ni amigo de fijar ningún dogma contra las opiniones recibidas; humilde, obediente, disciplinado, estudioso, enemigo jurado de la herejía, y eximiéndose, por consiguiente, de las irreligiosas y vanas ideas introducidas por las falsas sectas: carta blanca, en fin, dispuesta a recibir de la mano de Dios los signos que al Altísimo plazca señalar. Cuanto más nos encomendamos y sometemos a Dios y renunciamos a nosotros mismos, mayor valer alcanzamos. «Acepta en buen hora y cada día, dice el Eclesiastés, las cosas según el aspecto con que a tus ojos se ofrezcan; todo lo demás sobrepasa los límites de tu conocimiento.» Dominus scit cogitationes hominum, quoniam vance sunt[669].

He aquí cómo de las tres sectas generales de filosofía, dos hacen profesión expresa de duda e ignorancia; en la de los dogmáticos, que es la tercera, fácil es echar de ver que la mayor parte de los filósofos si adoptaron la certeza fue más bien por presunción; no pensaron tanto en establecer principios incontrovertibles, como en mostrarnos el punto adonde habían llegado en el requerimiento de la verdad. Quam docti fingunt magis, quam norunt[670]. Declarando Timeo a Sócrates cuanto sabía del mundo, de los hombres y los dioses, empieza por decir que le hablará como de hombre a hombre, y que bastará con que sus razones sean probables como las de cualquiera otro, porque las exactas no están en su mano ni tampoco en la de ningún mortal. Lo cual imitó así uno de sus discípulos: Ut potero, explicabo: nec tamen, ut Pythius Apollo, certa ut sint et fixa, quae dixero; sed, ut homunculus, probabilis conjectura sequens[671]; y en lo que sigue sobre el discurso del menosprecio de la muerte, Cicerón interpretó así las ideas de Platón: Si forte, de deorum natura ortuque mundi disserentes, minus id, quod habemus in animo, consequimur, haud erit mirum: aequum est enim meminisse, et me, qui disseram, hominem esse, et vos, qui judicetis; ut, si probabilia dicentur, nihil ultra requiratis[672]. Aristóteles amontona ordinariamente gran número de opiniones y creencias contradictorias para compararlas con sus ideas, y hacernos ver que toca de cerca la verosimilitud, pues la verdad no se demuestra con el apoyo de la autoridad y testimonio ajenos; por eso Epicuro evitó religiosamente alegar en sus escritos los pareceres de los demás. Aristóteles es el príncipe de los dogmáticos y nos enseña que el mucho saber engendra el dudar; en sus obras se ve una obscuridad buscada y tan inextricable, que no es posible conocer a ciencia cierta lo que dice; sus doctrinas son el pirronismo bajo una forma resolutiva. Oíd la protesta de Cicerón, que nos explica lo que acontece en la mente de los demás, fundándose en sus propias ideas: Qui requirunt, quid de quaque re ipsi sentiamus, curiosius id faciunt, quam necesse est... Haec in philosophia ratio contra omnia disserendi, nullamque rem aperte indicandi, profecta a Socrate, repetita ab Arcesila, confirmata a Carneade, usque ad nostram viget aetatem... Hi sumus, qui omnibus veris falsa quoedum adjuncta esse dicamus,tanta similitudine, ut in iis nulla insit certe judicandi et assentiendi nota[673]. ¿Por qué no sólo Aristóteles, sino la mayor parte de los filósofos simularon dificultades sin cuento y entretuvieron la curiosidad de nuestro espíritu dándole materia para que royera ese hueso vacío y descarnado? Clitómaco afirmaba que jamás había podido comprender la opinión de Carneades después de haber leído y releído sus escritos. ¿Porqué rehuyó Epicuro la sencillez en los suyos y a Heráclito se le llamó el tenebroso? La dificultad es una moneda de que los sabios se sirven, como los jugadores del pasa-pasa, para que quede oculta la insignificancia de su arte. La estupidez humana con ella se cree pagada:


Clarus, ob obscuram linguam, magis inter imanes...

Omnia enim stolidi magis admirantur, amantque,

inversis quae sub verbis latitantia cernunt.[674]


Cicerón reprende a algunos de sus amigos porque emplearon en la astrología, el derecho, la dialéctica y la geometría más tiempo del que esas artes merecían, lo cual les apartaba de los deberes de la vida, que son ocupación más provechosa y honrada. Los filósofos cirenaicos desdeñaban igualmente la física y la dialéctica; Zenón, en el preliminar de sus libros de la República, declara inútiles todas las artes liberales; Crisipo decía que todo lo que Platón y Aristóteles habían escrito sobre la lógica era cosa de divertimiento y ejercicio, y no podía resignarse a creer que hubieran hablado formalmente de una materia tan fútil; Plutarco dice otro tanto de la metafísica; Epicuro hubiéralo dicho también de la retórica, de la gramática, de la poesía, de las matemáticas y de todas las ciencias, excepto la física. Sócrates consideraba todas las ciencias como inútiles, menos la que tiene por fin el estudio de las costumbres y el de la vida. Sea cual fuere la cuestión que se le propusiera, hacía siempre que el cuestionador le diera cuenta de la situación de su vida presente y pasada, la cual consideraba y juzgaba, estimando inferior, y subordinado a aquél todo aprendizaje diferente: parum mihi placeant eae litterae quae ad virtutem doctoribus nihil profuerunt[675]; así que, la mayor parte de las artes fueron desdeñadas por el saber mismo; pero los sabios no creyeron desacertado ejercitar en ellas su espíritu, aun sabiendo de antemano que no podían esperar ningún resultado provechoso.

Por lo demás, unos consideran a Platón como dogmático, otros como escéptico, quiénes en ciertos puntos o primero, quiénes en otros lo segundo; Sócrates, ordenador de sus diálogos, anima constantemente la disputa, pero jamás la resuelve, ni le satisface ninguna conclusión, y declara que su ciencia no es otra que la de argumentar. Homero consideraba que todas las sectas filosóficas tenían igual fundamento; con tal principio mostraba que debe sernos indiferente seguir cualquiera de ellas. Dícese que de Platón nacieron diez escuelas diferentes, no es de extrañar por tanto que ninguna otra doctrina sea tan inclinada a la duda y a no aseverar nada, como la suya.

Decía Sócrates que las parteras, al adoptar la profesión cuyo fin es sacar al mundo felizmente lo que engendran los demás, abandonaban el oficio de engendrar; y que él, merced al dictado de sabio que los dioses le habían concedido, dejaba de procrear hijos espirituales, conformándose con ayudar y favorecer con su concurso a los demás, revelándoles su naturaleza y engrasando sus conductos para facilitar el paso de su fruto, juzgarlo, bautizarlo, alimentarlo, fortificarlo, fajarlo y circuncidarlo, ejerciendo su entendimiento en provecho ajeno.

La mayor parte de los filósofos dogmáticos, como los antiguos advirtieron en los escritos de Anaxágoras, Parménides, Jenófanes y otros, escribieron de una manera dudosa y ambigua, inquiriendo más que instruyendo, aunque a veces entremezclaran su estilo con algunos toques doctrinales. Lo propio se nota en Séneca y Plutarco, quienes sientan principios antitéticos, lo cual se echa de ver leyéndolos con detenimiento. Los que ponen de acuerdo la doctrina de los jurisconsultos, debieran en primer término armonizar las ideas contradictorias de un mismo autor. Platón gustaba filosofar por diálogos para poner en boca de distintos personajes la diversidad y variación de sus propias fantasías. Examinar las ideas desde distintos puntos de vista vale tanto o más que considerarlas desde uno solo; la utilidad es mayor. Tomemos un ejemplo en nosotros mismos: las resoluciones son el fin del hablar dogmático resolutivo; así nuestros parlamentos las presentan al pueblo como más ejemplares, propias a mantener en él la reverencia que debe a las asambleas, principalmente por la competencia de las personas que las forman; emanan no tanto de las conclusiones cotidianas, comunes a todo juez, como del examen y consideración de raciocinios opuestos y diferentes, a que los principios se prestan. El más amplio campo para las discusiones de unos filósofos con otros, reside en las contradicciones y diversidad de miras en que cada uno de ellos se encuentra embarazado como en un callejón sin salida, unas veces de intento para mostrar la vacilación del espíritu humano en todas las cosas, otras obligado a ello por la volubilidad e incomprensibilidad de las mismas, lo cual pone de manifiesto la evidencia de aquella máxima que dice «que en un lugar resbaladizo y sin resistencia debemos suspender nuestro crédito»; pues como asegura Eurípides, «las obras de Dios nos proporcionan obstáculos por diverso modo»; principio semejante al que Empédocles sentaba en sus libros, como agitado de un furor divino por el requerimiento de la verdad: «No, no, decía, nada experimentamos, nada vemos, todas las cosas nos están ocultas, ninguna existe que podamos reconocer.» En lo cual coincidía con estas palabras de la Sagrada Escritura: Cogitationes mortalium timidae, et incertae adinventiones nostrae, et providentiae[676]. No hay que extrañar que los mismos filósofos que desesperaron de encontrar la verdad, la buscaran con tanto ahínco y placer; el estudio es una ocupación grata, tan grata que los estoicos incluyen entre los demás placeres el que proviene del ejercicio del espíritu, recomiendan la moderación y encuentran intemperancia en el saber excesivo.

Estando Demócrito comiendo le sirvieron unos higos[677] que sabían a miel, y al instante se echó a buscar en su espíritu la causa de tan inusitado gusto; para ponerse en camino de averiguarla, iba a levantarse de la mesa, con objeto de ver el sitio de donde los higos se habían sacado, cuando su criada, que se hizo cargo de la extrañeza del amo, le dijo, riendo, que no se rompiera la cabeza con investigaciones, pues el sabor a miel dependía de que guardó la fruta en una vasija que la había contenido. Disgustose el filósofo con la mujer por haberle quitado la ocasión de inquirir, y robado el objeto de su curiosidad: «Me has dado un mal rato, la dijo, pero no por ello dejaré de buscar la causa como si fuera natural»; y no hubiera dejado, gustosísimo, de encontrar un fundamento verosímil, a lo que en realidad era falso y artificial. Esta anécdota, de un filósofo grande y famoso, nos demuestra claramente la pasión hacia el estudio que nos empuja a la persecución de las causas mismas de cuya solución desesperamos. Plutarco refiere un caso análogo de un hombre que se oponía a que se le sacara del error por no perder el placer de buscarlo; de otro se habla que no quería que su médico le curase la sed de la fiebre por no perder el gozo de calmarla bebiendo. Satius est supervacua discere, quam nihil[678]. Acontece que en algunos alimentos que tomamos existe solamente el placer, sin que sean nutritivos o sanos; así lo que nuestro espíritu obtiene de la ciencia no deja de ser grato, aunque no sea ni alimenticio ni saludable; análogamente, lo que nuestro espíritu alcanza de la ciencia tampoco deja de procurarnos goces que no son saludables ni provechosos. La reflexión de las cosas de la naturaleza, dicen los filósofos, es alimento propio a nuestro espíritu, porque eleva nuestra alma y hace que desdeñemos las cosas bajas y terrenales por la comparación con las superiores y celestes; la investigación misma de lo oculto y grande es gratísima hasta para quien no logra alcanzar sino el respeto y temor de juzgarlas. La imagen vana de esta curiosidad enfermiza vese más palmaria todavía en este otro ejemplo que se oye con frecuencia en sus labios. Eudoxio deseaba, y para lograrlo rogaba ardientemente a los dioses, que le permitieran una vez siquiera ver el sol de cerca, penetrarse de su forma, grandeza y hermosura, aunque el fuego del astro le abrasara. Quería a costa de su vida alcanzar una ciencia de cuya posesión no podía sacar ningún provecho, y por un pasajero conocimiento perder cuantos había adquirido y cuantos adquirir pudiera en lo sucesivo.

Dudo mucho que Epicuro, Platón y Pitágoras dieran como moneda contante y sonante sus doctrinas sobre los átomos, las ideas y los números; eran sobrado cuerdos para sentar como artículos de fe cosas tan inciertas y debatibles. Lo que en realidad puede asegurarse es que, dada la obscuridad de las cosas del mundo, cada uno de aquellos grandes hombres procuró encontrar tal cual imagen luminosa: sus almas dieron con invenciones que tuvieran al menos una verosimilitud aparente que, aunque no fuera la verdad, pudiera sostenerse contra los argumentos contrarios: Unicuique ista pro ingenio finguntur, non ex scientiae vi[679]. Un hombre de la antigüedad, a quien se vituperaba por profesar la filosofía, en la cual, sin embargo, no hacía gran caso, respondió «que en eso consistía la esencia del filosofar». Han querido los sabios pesarlo todo, examinarlo todo, y han hallado tal labor adecuada a la natural curiosidad que forma parte integrante de nuestra naturaleza. Algunos principios sentáronse como evidentes para beneficio y provecho de la paz pública, como las religiones, por eso las doctrinas, que constituyen el sostén de los pueblos, no las ahondaron tan a lo vivo, a fin de no engendrar rebeldía en la obediencia de las leyes ni en el acatamiento de las costumbres. Platón, sobre todo, presenta al descubierto esa tendencia; pues cuando escribe según sus ideas, nada sienta como evidente; pero cuando ejerce de legislador, adopta un estilo autoritario y doctrinal, en el cual ingiere sus invenciones más peregrinas, tan útiles para llevar la persuasión al vulgo como ridículas para la propia convicción individual, convencido de lo blandos que somos para recibir toda suerte de impresiones, sobre todo las más osadas y singulares. Por eso en sus leyes cuida mucho de que en público se canten exclusivamente poesías cuyos argumentos tiendan a algún fin útil; siendo tan fácil imprimir toda clase de fantasmas en el humano espíritu, es injusto el no apacentarlo con mentiras provechosas, en vez de suministrarle otras que sean inútiles o dañosas. En su República, dice de una manera terminante «que para provecho de los hombres hay con frecuencia necesidad de engañarlos». Fácil es echar de ver que algunas sectas persiguieron con más ahínco la verdad, y que otras, en cambio, enderezaron sus miras a lo útil, por donde ganaron mayor crédito. La miseria de nuestra condición hace que aquello que como más verídico se presenta a nuestro espíritu, deje de aparecernos como más povechoso para la vida. Hasta las sectas más avanzadas, la de Epicuro, la pirroniana y la llamada nueva académica, vense obligadas, en última instancia, a plegarse a las necesidades de la vida y de las leyes civiles.

Exceptuando las religiones y las leyes, los filósofos tamizaron todas las ideas, ya en un sentido, ya en otro; cada cual se esforzó por interpretarlas a tuerta o a derechas; pues no habiendo encontrado nada, por oculto que estuviera, de que no hayan querido hablar, necesario les fue forjar locas conjeturas; y no es que las consideraran como fundamentales ni irrevocables para la demostración de la verdad, sirviéronse de ellas como de simple ejercicio para sus estudios. Non tam id sensisse quod dicerent, quam exercere ingenia materiae difficultate videntur voluisse680. Y si así no fuera, ¿cómo explicarnos la inconstancia, variedad y vanidad de opiniones formuladas por tantos talentos admirables y singulares? Y, en efecto, ¿qué cosa hay más vana que pretender que adivinemos la divina Providencia por medio de las analogías y conjeturas que hemos ideado? ¿someterle y someter al mundo a nuestra capacidad y a nuestras leyes? ¿servirnos a expensas de la Divinidad de la escasa inteligencia que el Señor se dignó concedernos, y no siéndonos dable más que elevar la mirada a su trono glorioso, haberle rebajado trasladándole a la tierra en medio de nuestra corrupción y de nuestras miserias?

Entre todas las ideas de la antigüedad relativas a la religión, me parece la más verosímil y aceptable la que reconoce a Dios como un poder incomprensible, origen y conservador de todas las cosas; todo bondad, todo perfección, aceptando de buen grado la reverencia y honor que los humanos le tributaban, sean cuales fueren las formas del culto:


Jupiter omnipotens, rerum, regumque, deumque

progenitor, genitrixque.[681]


Este celo universal por la adoración de la Divinidad fue visto en el cielo con buenos ojos. Todos los pueblos alcanzaron fruto de las prácticas devotas. Los hombres perversos y las acciones impías alcanzaron siempre el castigo que merecieron. Las historias paganas encuentran dignos y justos los oráculos y prodigios empleados en provecho del pueblo y dedicados a sus divinidades fabulosas. El Hacedor, por su misericordia infinita, se dignó, a veces, fomentar con sus beneficios temporales los tiernos principios que, con la ayuda de la razón, nos formamos de él al través de las imágenes falsas de nuestras soñaciones. Y no sólo falsas, sino también impías e injuriosas son las que el hombre se forjó de Dios. De todos los cultos que san Pablo encontró en Atenas, el que le pareció más excusable fue el consagrado a una divinidad oculta y desconocida.

Pitágoras se acercó más a la verdad al juzgar que el conocimiento de esta Causa primera y Ser de los seres, debla ser indefinido, sin prescripción, imposible de formular que no era otra cosa que el supremo esfuerzo de nuestro espíritu hacia el perfeccionamiento, cada cual amplificándolo conforme a la fuerza de sus facultades. Numa quiso acomodar a esta creencia la devoción de su pueblo, hacer que profesara una religión puramente mental, sin objeto determinado ni aditamento material; idea vana e impracticable, pues el humano espíritu es incapaz de mantenerse vagando en esa infinidad de pensamientos informes; precísale concretarlos en cierta imagen a su semejanza. La majestad divina consintió en dejarse circunscribir en algún modo dentro de los límites naturales: sus sacramentos sobrenaturales y celestiales muestran signos de nuestra terrenal condición; su adoración se exterioriza por medio de oficios y palabras sensibles, pues el hombre es quien cree y ora. Dejando aparte otros argumentos pertinentes a este punto, digo que no me resigno a creer que la vista de nuestros crucifijos y las pinturas del suplicio de nuestro Redentor, los ornamentos y ceremonias de nuestros templos, los cánticos entonados al unisón de nuestra mente y la impresión de los sentidos no llenen el alma de los pueblos de una eficacísima unción religiosa.

Entre las divinidades a que se dio forma corporal, conforme la necesidad lo requirió a causa de la universal ceguera, creo que yo me hubiera afiliado de mejor grado a los adoradores del sol[682], así por su grandeza y hermosura como por ser la parte de esta máquina del universo que está más apartada de nosotros, y, por lo mismo, tan poco conocida, que los que la tributaron culto son excusables de haberla admirado y reverenciado.

Thales, el primer filósofo que trató de investigar la naturaleza divina, consideraba a Dios como un espíritu que con el agua hizo todas las cosas. Anaximánder opinaba que los dioses morían y nacían en diversas épocas, y que eran otros tantos mundos, infinitos en número. Anaxímenes decía que el aire era dios, causa generadora de todas las cosas creadas y en perpetuo movimiento. Anaxágoras fue el primero que creyó que todas las cosas eran conducidas por la fuerza y dirección de un espíritu infinito. Alcmeón consideraba como divinos el sol, la luna, todos los cuerpos celestes y además el alma. Pitágoras hizo de Dios un espíritu esparcido entre la naturaleza de todas las cosas, del cual nuestras almas se emanaron. Parménides un círculo que rodea el cielo y alimenta el mundo con el ardor de su resplandor. Empédocles decía que los dioses eran los cuatro elementos de que todas las demás cosas surgieron. Protágoras se abstuvo de emitir opinión alguna. Demócrito, ya que las imágenes y sus movimientos circulares, ya que la misma naturaleza de donde esas imágenes surgen, y también nuestra ciencia e inteligencia. Platón emite opiniones de diversa índole en el diálogo titulado Timeo dice que el padre del mundo no puede nombrarse; en las Leyes, que es necesario abstenerse de investigar su ser, y en otros pasajes de esos mismos tratados hace otros tantos dioses del mundo, el cielo, los astros, la tierra y nuestras almas, y admite además los que como dioses fueron reconocidos por las antiguas leyes en cada república. Jenofonte emite sobre la divinidad ideas tan encontradas como Sócrates, su maestro; tan pronto dice que no hay que informarse de cuál sea la forma de Dios; tan pronto que el sol es dios, o que el alma es dios, como que no hay más que uno o que hay varios. Speusipo, sobrino de Platón, hace de Dios cierta fuerza vital que gobierna todas las cosas y las considera como fuerza animal; Aristóteles ya afirma que Dios es el espíritu, ya que el mundo; otras veces dice que la tierra tuvo un origen distinto de la divinidad, y otras que Dios es la cumbre solar. Jenócrates cree en la existencia de ocho dioses; cinco, que son otros tantos planetas; el sexto, compuesto de todas las estrellas fijas; el séptimo y el octavo, el sol y la luna. Heráclides Póntico oscila entre las anteriores opiniones, y por fin se inclina a creer que Dios carece de sensaciones, haciendo de él la tierra y el cielo. Teofrasto divaga de un modo semejante entre todas las ideas anteriores, atribuyendo el orden del mundo unas veces al entendimiento, otras al firmamento y otras a las estrellas. Estrato afirma que la divinidad es la propia naturaleza dotada de la facultad de engendrar, aumentar o disminuir, fatalmente. Zenón la ley natural, ordenando el bien y prohibiendo el mal; considera aquélla como un ser animado y no admite como dioses a Júpiter, Juno y Vesta. Diógenes Apoloniates se inclina a creer que es el aire; Jenófanes afirma que la divinidad es de forma redonda, que ve, oye y no respira, y no tiene ninguna de las cualidades de la naturaleza humana. Aristón cree que la forma de Dios es incomprensible; la considera desprovista de sentidos, o ignora si es animada o inanimada. Cleanto ya cree que es la razón, ya el universo, ya el alma de la naturaleza, ya el calor que envuelve y lo rodea todo. Perseo, oyente de Zenón, sostuvo que se distinguió con el nombre de dioses a todos los seres que procuraron alguna utilidad a la vida humana, y a las cosas mismas provechosas. Crisipo hizo una amalgama confusa de todas las ideas precedentes, e incluyó entre mil formas de la divinidad los hombres que se inmortalizaron. Diágoras y Teodoro negaban en redondo que hubiera dioses. Epicuro hace a los dioses luminosos, transparentes y aéreos; asegura que están colocados entre dos fuertes, entre dos mundos, a cubierto de todo accidente; revisten la fortuna humana, y disponen de nuestros miembros, de los cuales no hacen uso alguno:


Ego deum genus esse semper dixi, et dicam caelitum;

sed eos non curare opinar, quid agat humanum genus.[683]


¡Confiad ahora en vuestra filosofía; alabaos de haber encontrado la verdad en medio de semejante baraúnda de cerebros filosóficos! La confusión de las humanas ideas ha hecho que las multiplicadas costumbres y creencias que se oponen a las mías me instruyan más que me contrarían; no me enorgullecen tanto, cuanto me humillan al confrontarlas, y han sido causa, además, de que todo aquello que expresamente no viene de la mano de Dios, lo considere como sin fundamento ni prerrogativa. Las costumbres de los hombres no son menos contrarias en este punto que las escuelas filosóficas, de donde podemos inferir que la misma fortuna no es tan diversa ni variable como nuestra razón, ni tan ciega e inconsiderada. Las cosas más ignoradas son las más propias a la definición; por eso el convertir a los hombres en dioses, como hizo la antigüedad sobrepasa la extrema debilidad de la razón. Mejor hubiera yo seguido a los que adoraron la serpiente, el perro o el buey, porque la naturaleza y el ser de esos animales nos son menos conocidos así que, tenemos fundamento mayor para suponer de ellos todo cuanto nos place, al par que para atribuirles facultades extraordinarias y singulares. Pero haber trocado en dioses los seres de nuestra condición, de la cual debemos conocer toda la pobreza, haberlos atribuido el deseo, la cólera, la venganza, los matrimonios, las generaciones y parentelas, el amor y los celos, nuestros miembros y nuestros huesos, las enfermedades y placeres, nuestra muerte y nuestra sepultura, constituye el límite del extravío del entendimiento humano:


Quae procul usque adeo divino ab numine distant,

inque deum numero quae sint indigna videri.[684]


Formae, aetates, vestitus, ornatus noti sunt; genera conjugia, cognationes, omniaque traducta ad similitudinem imbecillitatis humanae: nam et perturbatis inducuntur; accipimus enim deorum cupiditates, aegritudines, iracundias[685]; haber atribuido a la divinidad, no ya la fe, la virtud, el honor, la concordia, la libertad, las victorias, la piedad, sino también los placeres, el fraude, la muerte, la envidia, la vejez, la miseria, el miedo, las enfermedades, la desgracia y otras miserias de nuestra vida débil y caduca;


Quid juvat hoc, templis nostros inducere mores?

O curvae in terris animae et caelestium inanes![686]


Los egipcios, con una prudencia cínica, prohibían, bajo la pena de la horca, que nadie dijera que Serapis e Isis, sus divinidades, hubieran sido un tiempo hombres, y sin embargo, nadie entre ellos ignoraba que en realidad lo habían sido; sus efigies, representadas con un dedo puesto en los labios, significaban a los sacerdotes, según Varrón, aquella orden misteriosa de callar su origen mortal por razón necesaria, suponiendo que el declararla apartaría a las gentes del culto que a Serapis e Isis se tributaba. Puesto que era tan vivo en el hombre el deseo de igualarse a Dios, hubiera procedido con mayor acierto, dice Cicerón, aproximándose las cualidades divinas y haciéndolas descender a la tierra, que enviando al cielo su corrupción y su miseria; mas considerando bien las cosas, los humanos hicieron lo uno y lo otro, impelidos de semejante vanidad.

Cuando los filósofos especifican la jerarquía de sus dioses y se apresuran a señalar sus parentescos, funciones y poderío, no puedo resignarme a creer que hablen con fundamento. Cuando Platón nos descifra el jardín de Plutón y los goces o tormentos materiales que nos aguardan después de la ruina y aniquilamiento de nuestro cuerpo, acomodándolos a las sensaciones que en la vida experimentamos


Secreti celant calles, et myrtea circum

silva tegit; curae non ipsa in morte relinquunt[687];


y cuando Mahoma promete a sus fieles un paraíso tapizado, adornado de oro y pedrería, poblado de doncellas de belleza peregrina, lleno de manjares y vinos exquisitos, bien se me alcanza que todo ello es cosa de burla de que ambos echaron mano para llevarnos a sus opiniones y hacernos participar de sus esperanzas, bien acomodadas con nuestros terrenales deseos. Así algunos de los nuestros cayeron en parecido error, prometiéndose después de la resurrección una vida mundanal acompañada de toda suerte de placeres y dichas terrenales. ¿Cómo creer que Platón, que engendró concepciones tan celestes y que se aproximó tan de cerca a la divinidad, que se le llama divino, haya estimado que el hombre, esta misérrima criatura, tuviera ninguna analogía con el incomprensible poder divino? ¿Cómo es verosímil que creyera que nuestros lánguidos órganos, ni la fuerza de nuestros sentidos, fueran capaces de participar de la beatitud o de las penas eternas? Menester es reponerle valiéndonos de la humana razón por el tenor siguiente: si los placeres que nos prometes en la otra vida son como los que en la tierra experimenté, nada tienen de común con lo infinito; aun cuando mis cinco sentidos se vieran colmados de gozo y mi alma poseída de todo el contento que puede desear y esperar, bien sabemos todo el que puede soportar; todo reunido nada significa. Si subsiste algo humano, no hay nada divino; si aquello no difiere de cuanto puede pertenecer a nuestra situación terrenal, no cuenta para nada; mortal es todo contentamiento de los mortales. Si el reconocimiento de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros amigos, podemos disfrutarlo en el otro mundo; si allí perseguimos todavía tal o cual placer, estamos dentro de las comodidades terrenales y finitas. No podemos dignamente concebir la grandeza de las encumbradas y divinas promesas si en algún modo nos es dable concebirlas; para imaginarlas dignamente es necesario considerarlas como inimaginables, indecibles, incomprensibles y absolutamente distintas de las habituales a nuestra experiencia miserable. El corazón y la vista del hombre, dice san Pablo, son incapaces de considerar la dicha que Dios tiene preparada a quien lo sigue. Y si para hacernos capaces de ello se transforma y cambia nuestro ser por medio de las purificaciones, como Platón afirma, la metamorfosis tiene que ser tan completa que, según la doctrina física, ya no seremos nosotros:


Hector erat tunc quum bello certabat; at ille

Tractus ab Aemonio, non erat hector, equo[688];


será otro ser diferente el que reciba las recompensas:


Quod mutatur... dissolvitur; interit ergo:

trajiciuntur enim partes, atque ordine migrant.[689]


¿Creeremos, por ejemplo, que según la metempsicosis de Pitágoras, en la vivienda que imagina para las almas, el león en que se traslade el alma de César tenga las mismas pasiones ni que sea el mismo Julio César? Si tal cosa fuera cierta, tendrían razón los que sostienen esa idea contra las doctrinas de Platón, reponiéndole que el hijo podría cabalgar sobre su madre convertida en mula, y objetando con otros absurdos semejantes. ¿Pensamos acaso que en las mutaciones que tienen lugar de unos animales en otros de la misma especie, los recién venidos no son distintos de los que les precedieron? De las cenizas del fénix dicen que se engendra un gusano y luego otro fénix; ¿quién puede imaginar que el segundo no sea distinto del primero? a los gusanos de seda se les ve como muertos y secos; el mismo cuerpo produce una mariposa, de la cual surge otro gusano que sería ridículo suponer que fuera todavía el primero. Lo que una vez dejó de existir no existe ya jamás:


Nec, si materiam nostram collegerit aetas

post obitum, rursumque redegerit, ut sita nunc est,

atque iterum nobis fuerint data lumina vitae,

pertineat quidquam tamen ad nos id quoque factum,

interrupta semel quum sit repetentia nostra.[690]


Y cuando Platón dice que sólo la parte espiritual del hombre será la que goce de las recompensas de la otra vida, hace una afirmación desprovista de fundamento:


Scilicet, avolsus radicibus, ut nequit ullam

dispicere ipse oculus rem, seorsum corpore toto[691];


pues en ese caso no será ya el hombre, ni por consiguiente nosotros, los que participemos de aquel goce, estando como estamos formados de dos partes principales y esenciales, cuya separación es la muerte y ruina de nuestro ser.


Inter enim jecta est vitaï pausa, vageque

deerrarunt passim motus ad sensibus omnes[692]:


no decimos que el hombre sufre cuando los gusanos roen sus miembros que desempeñaron las funciones vitales, ni cuando la tierra los consume:


Et nihil hoc ad nos, qui coitu conjugioque

corporis atque animae consistimus uniter apti.[693]


Con mayor razón, ¿en qué principio de su justicia pueden fundarse los dioses para recompensar las acciones buenas y virtuosas del hombre después de su muerte, puesto que las divinidades mismas les encaminaron a ejecutarlas? ¿Por qué los dioses se ofenden y vengan en el hombre las acciones viciosas, puesto que ellos engendraron en las criaturas la condición que las movió a incurrir en falta, de la cual podrían apartarlas con la más ligera moción de su voluntad? Epicuro podría reponer lo antecedente a Platón con fundamento sobrado, si sus labios no profirieran frecuentemente esta sentencia, «que la naturaleza mortal no puede establecer nada sólido ni cierto sobre la inmortal». El humano entendimiento es víctima de constantes extravíos en todo, pero más especialmente cuando trata de formarse idea de las cosas que atañen a la divinidad. ¿Quién mejor que nosotros puede estar convencido de ello? Aunque le hayamos auxiliado con principios seguros e infalibles, aunque hayamos iluminado sus pasos con la santa luz de la verdad que plugo a Dios comunicarnos, vémonos a diario, por poco que nuestra mente se aparte del ordinario sendero, por poco que se desvíe de la ruta trazada y seguida por la iglesia, que al instante se pierde, embaraza y cae en mil obstáculos, flotando y dando vueltas en el vasto mar revuelto, y sin freno de las opiniones humanas, sin sujeción ni objetivo. En el momento que pierde nuestra razón aquel seguro y tradicional camino, se divide y disipa en mil rutas diferentes.

No puede el hombre salirse de su esfera ni imaginar nada que de sus alcances se aparte. Mayor presunción supone, dice Plutarco, el que los hombres hablen y discurran de los dioses y de los semidioses, que el que una persona desconocedora de la música pretenda juzgar a un cantor, o que un hombre que jamás pisó un campo de batalla quiera cuestionar sobre las cosas de la guerra, presumiendo conocer por ligeras conjeturas un arte que le es ajeno. A mi entender, la antigüedad creyó glorificar a la divinidad colocándola al mismo nivel que el hombre, revistiéndola con facultades humanas, adornándola con nuestros caprichos y proveyéndola de todas las necesidades que atestiguan nuestra flaqueza. Así la ofrecieron manjares para que los comiese, bailes y danzas para regocijarla, vestidos, para que se cubriese y casas para que viviera; la regalaron con el incienso y la música, con flores y ramos, y para mejor acomodarla a nuestras viles pasiones, adularon su justicia inmolando víctimas humanas, regocijándola con la disipación y ruina de los seres por los dioses creados y conservados. Tiberio Sempronio hizo quemar en holocausto de Vulcano las armas y ricos despojos que ganara contra sus enemigos en Cerdeña; Paulo Emilio, los que adquirió en Macedonia en loor de Marte y Minerva; tan luego como Alejandro hubo llegado al Océano Índico, arrojó al mar para ganar el favor de Thetis muchos vasos de oro, convirtiendo además sus altares en espantosa carnicería, no sólo de inocentes animales, sino también de seres humanos. Muchas naciones, la nuestra entre otras, sacrificaron a los hombres, y creo que no exista ninguna que haya estado exenta de tal costumbre:


Sulmone creatos

quator hic juvenes, totidem, quos educat Ufens,

viventes rapit, inferias quos inmolet umbris.[694]


Los getas se consideran como inmortales y su muerte tiénenla por el encaminamiento hacia su dios Zamolsis. Cada cinco años le envían un emisario para proveerlo de las cosas que ha menester; el delegado se elige a la suerte, y la manera de despacharlo es como sigue: primeramente le informan verbalmente de su misión, y después tres de los que le asisten sostienen derechos otros tantos dardos, sobre los cuales lanzan al emisario. Si éste resulta herido y muere de repente, es signo indudable de favor divino; si escapa a la muerte, le consideran como perverso y execrable, y proceden a una nueva prueba de igual modo. Amestris, madre de Jerjes695, siendo ya de edad avanzada, hizo enterrar vivos a catorce jóvenes de las principales casas de Persia para rendir gracias a algún dios subterráneo, conforme a la religión de su país. Hoy todavía se alimentan con sangre de criaturas de corta edad los ídolos de Themixtitan, y no gustan de otro sacrificio que no sea el de esas almas infantiles y puras. ¡Justicia hambrienta de sangre inocente!


Tantum relligio potuit suadere malorum![696]


Los cartagineses inmolaban a Saturno sus propios hijos, -el que no los tenía los compraba-, y el padre y la madre tenían obligación de asistir a la muerte de las tiernas víctimas, adoptando un continente de alegría y satisfacción.

Capricho singular el de querer pagar a la bondad divina con nuestra aflicción, como los lacedemonios, que tributaban culto a Diana con los alaridos de los muchachos a quienes azotaban en holocausto de la diosa, a veces hasta darles muerte. Proceder salvaje el de querer gratificar al arquitecto con el derrumbamiento de su edificio, y el de pretender librar de la pena que merecen los culpables con el castigo de los inocentes; la desgraciada Ifigenia con su muerte en el puerto de Áulide, descargó ante Dios al ejército griego de los delitos que éste había cometido:


Et casta inceste, nubendi tempore in ipso,

hostia concideret mactatu maesta parentis[697]:


las hermosas y generosas almas de los dos Decios, el padre y el hijo, lanzáronse al través de las tropas enemigas para procurar el favor de los dioses a los negocios públicos de Roma. Quae fuit tanta deorum iniquitas, ut placari populo romano non possent, nisi tales viri occidissent?[698] Añádase a lo dicho, que no es al delincuente a quien incumbe el hacerse castigar a su albedrío cuando le viene en ganas; el juez es quien debe ordenar la pena y no puede considerar como castigo lo que mejor acomoda al que lo sufre; la venganza divina presupone nuestro absoluto disentimiento, así por su justicia como por el quebranto que merecemos. Ridículo fue el capricho de Polícrates, tirano de Samos, quien para interrumpir el curso de su continua dicha, al par que para compensarla, lanzó al mar la joya más preciada que poseía, juzgando que con este mal voluntario podía hacer frente a las vicisitudes de la fortuna; la cual, para burlarse de su insensatez, hizo que la misma alhaja volviera a sus manos, pues se encontró en el vientre de un pescado. ¿A qué vienen los desgarramientos y desmembramientos de los coribantes y de los ménades, y en nuestra época los de los mahometanos, que se acuchillan la cara, el vientre y los miembros para congraciarse con su profeta, puesto que la ofensa que le infirieron reconoce por causa la voluntad, y no el pecho, los ojos, los órganos genitales, la apostura, los hombros ni la garganta? Tantus est perturbatae mentis, et sedibus suis pulsae furor ut sic dii placentur, quemadmodum ne homines quidem saeviunt699. Nuestra natural contextura, no sólo debemos considerarla para nuestro servicio, sino también para el de Dios y el de los demás hombres; es una acción injusta el ofenderla voluntariamente, como igualmente el quitarnos la vida, sea cual fuere la causa. Tengo también por traición y cobardía grandes el mutilar y corromper las funciones de nuestro cuerpo, las cuales son puramente materiales y se hallan sometidas por naturaleza a la dirección del alma, por evita a ésta el cuidado de sujetarlas a la razón; ubi iratos deos timent, qui sic propitios habere merentur?... In regiae libidinis voluptatem castrati sunt quidam; sed nemo sibi, ne vir esset, jubente domino, manus intulit[700]. De tal suerte mancharon su religión con perversas prácticas:


Saepius olim

relligio peperit scelerosa atque impia facta.[701]


Ahora bien: ninguna de nuestras cualidades puede parangonarse ni relacionarse en modo alguno con la naturaleza divina; todas la manchan y marcan con otras tantas imperfecciones. La belleza, poder y bondad infinitos, ¿cómo han de poder asemejarse ni tener correspondencia alguna con una cosa tan abyecta como nosotros, sin el extremo perjuicio y decaimiento de la divina grandeza? Infirmus Dei fortius est hominibus: et stultum Dei sapientius est hominibus[702]. Preguntado Stilpón el filósofo si los dioses recibían placer de nuestras honras y sacrificios: «Sois indiscretos, contestó; retirémonos aparte para hablar de este asunto.» Y sin embargo nosotros le prescribimos límites; nuestra razón mide su poderío (llamo razón a nuestras visiones imaginarias; como tales las reconoce la filosofía, la cual declara «que el loco y el perverso están extraviados por razón, que en ellos reviste una forma particular»); queremos subyugar a Dios a las vanas y débiles apariencias de nuestro entendimiento; a él, que nos creó y creó asimismo nuestra facultad de conocer. Porque nada se hace de la nada, Dios no pudo formar el mundo sin servirse de materia. ¿Acaso el Hacedor Supremo ha puesto en nuestras manos las llaves de los últimos resortes de su poder? ¿Comprometiose por ventura a no sobrepasar los límites de nuestra ciencia? Supón, ¡oh criatura! que hayas podido advertir en la tierra alguna huella de la divinidad; ¿piensas, por ello que el Señor haya empleado cuantos medios residen en su poder, ni que haya puesto todo su saber en la composición del universo? Tú contemplas solamente el orden y concierto de esta cuevecilla donde habitas; la divinidad tiene una jurisdicción infinita más allá; esta parte que aquí ves no es nada en comparación del todo:


Omnia cum caelo, terraque, marique,

nil sunt ad summam summaï, totius omnem.[703]


Lo que a ti se te alcanza es una ley restringida; tú ignoras que es universal. Sujétate a aquello de que dependes, mas no agregues a Dios, que no es tu compañero, ni tu conciudadano, ni tu camarada. Si en algún modo se te mostró, no fue para rebajarse a tu pequeñez, ni para otorgarte el cargo de veedor de su poder: el cuerpo humano no puede volar a las nubes; para ti hizo el Criador todo su bien. El sol recorre sin cesar su carrera. Los límites de la tierra y de los mares no pueden confundirse; el agua no tiene forma ni resistencia; un muro sin demolirse no deja paso a un cuerpo sólido; el hombre no puede conservar su vida en medio de las llamas; no puede estar en el cielo y en la tierra ni en cien lugares a la vez, corporalmente; para ti instituyó Dios estos preceptos, y a tu individuo incumben. El Criador testificó a los cristianos que los libertó cuando le plugo. ¿Por qué siendo como es todopoderoso había de sujetar sus fuerzas a cierto límite? ¿En favor de quién había de renunciar a su privilegio? En nada alcanza tu razón mayor verosimilitud ni fundamento mayor que cuando te convence de la pluralidad de los mundos;


Terramque, et solem, lunam, mare, cetera quae sunt,

non esse unica, sed numero magis innumerali[704]:


los hombres más famosos de los pasados siglos, así lo creyeron y también algunos del nuestro; llevoles a tal convencimiento la humana razón, puesto que en este universo que contemplamos nada existe aislado ni idéntico,


Quum in summa res nulla sit una,

unica quae gignatur, et unica solaque crescat[705];


todas las especies hanse multiplicado en diverso número, por lo cual parece inverosímil que Dios haya hecho este solo monumento sin compañero, y que la materia de esta forma haya sido agotada en este exclusivo individuo;


Quare etiam atque etiam tales fateare necesse est,

esse alios alibi congressus materiaï,

qualis hic est, avido complexu quem tenet aether[706]:


señaladamente si es un ser animado como sus movimientos parecen dar a entender y Platón afirma; muchos de entre nosotros lo confirman igualmente, o al menos no lo niegan, como también lo acredita la antigua opinión de que el cielo, las estrellas y otras partes del planeta son criaturas compuestas de cuerpo y alma, mortales en orden a su composición, pero inmortales por voluntad del Criador. Así que, si existen otros mundos como creyeron Epicuro, Demócrito y casi todos los filósofos, no sabemos si los principios y leyes de la tierra son comunes a los demás. Acaso su organización sea distinta; Epicuro los supone análogos o desemejantes. En este mundo vemos una variedad infinita en las regiones apartadas; en ese nuevo rincón del universo que nuestros padres descubrieron no se ve trigo, ni vino, ni ninguno de los animales de nuestros climas; todo es diferente. En los pasados siglos, considerad en cuántos lugares desconocieron la existencia de Baco y Ceres. Según Plinio y Herodoto[707], hay hombres en ciertos países que se asemejan muy poco a nuestra especie, y existen seres mestizos y ambiguos entre la humana naturaleza y la esencialmente animal; hay localidades en que los hombres nacen sin cabeza, tienen los ojos y la boca en el pecho, o son andróginos; en otras andan a gatas; en otras no tienen más que un ojo en la frente, y la cabeza más parecida a la de un perro que a la nuestra; en algunas, la mitad inferior del cuerpo es la de un pez, y viven en el agua; lugares hay en que las mujeres paren a los cinco años, y no viven más que ocho; otros en que los hombres tienen la cabeza y la piel de la frente tan duras, que son impenetrables al hierro, que rebota cuando con ellas choca; en ciertos sitios los hombres no tienen barba; hay pueblos que no conocen el fuego; otros en que la esperma es de color negro; ¿qué decir de los países en que los hombres se convierten en lobos o jumentos, y después otra vez en hombres? Y si es verdad, como Plutarco afirma, que en una localidad de las Indias haya hombres sin boca, que se alimentan con la percepción de ciertos olores, ¡cuán limitadas y falsas además son nuestras ideas! Nada puede imaginarse tan ridículo ni tan incapaz de razón y sociedad como todos esos seres. El concierto y la causa interna de nuestro mundo, serían casi siempre cosa peregrina y singular para todos ellos.

Mayormente, ¿cuántas cosas conocemos que se hallan en contradicción con las reglas que a la naturaleza hemos prescrito? ¡Y, sin embargo, pretendemos juzgar los límites del poder de Dios mismo! ¿Cuántas cosas son para nosotros milagrosas y contra el orden natural? Cada hombre y cada pueblo lo juzga todo conforme a la medida de su ignorancia. ¡Cuántas propiedades ocultas y raras encontramos en las cosas! Para nosotros seguir la marcha de la naturaleza no es más que seguir las huellas de nuestra inteligencia, en tanto que puede seguirlas, y lo más que nuestra vista alcanza. Todo lo que está más allá considerámoslo como monstruoso o irregular. Según lo cual, aquellos que sean más hábiles y avisados, hallaranlo todo disparatado, pues a éstos persuadió la humana razón de que no existe fundamento alguno para afirmar nada, ni siquiera que la nieve es blanca: Anaxágoras decía que era negra; de si existe algo en el universo o no existe nada; si hay ciencias o sólo ignorancia; todo lo cual Metrodoro Chio negaba que el hombre pudiera afirmarlo. Eurípides dudaba que viviéramos, «si la vida que vivimos es vida, o si lo que llamamos muerte es realmente la vida»:


 [708]

 [709]


y no sin razón, porque llamamos existir a este instante que no es más que un relámpago dentro del curso infinito de una noche eterna, y una interrupción brevísima de nuestra natural y perpetua condición, puesto que la muerte llena todo lo que antecede, y sigue a aquel momento, y todavía una buena parte del mundo. Otros afirman que no hay movimiento, que nada se agita; tal opinaban los discípulos de Meliso, en atención a que si no hay más que Uno, ni este movimiento esférico puede incumbirle, ni tampoco el de un lugar a otro, como Platón sostiene, asegurando que en la naturaleza no hay generación ni corrupción. Protágoras dice que nada hay en aquélla si no es la duda; que acerca de todo puede cuestionarse y hasta de este mismo principio, es decir, si realmente puede cuestionarse de todas las cosas. Nusífanes entiende que los objetos aparentes son inciertos, y que nada hay más seguro que la duda y la incertidumbre. Parménides cree que de lo aparente en general no hay nada que tenga fundamento, que no hay más que Uno; Zenón que ni siquiera ese Uno existe, y que no existe nada, porque si el Uno fuera, tendría que estar en otro o en sí mismo; si está en otro, ya son dos y si está en sí mismo son también dos, el continente y el contenido. Según estos dogmas, la naturaleza de las cosas es sólo una sombra falsa y vana.

Siempre consideré que esta manera de hablar es indiscreta e irreverente en boca de un cristiano: «Dios no puede morir; Dios no puede contradecirse; Dios no puede hacer esto o aquello.» Me parece reprochable el encerrar así los límites del poder divino bajo las leyes de nuestra palabra; las ideas que para nuestra mente representan tales proposiciones, debieran por lo menos representarse de un modo más reverente y religioso.

Nuestro hablar adolece de debilidades y defectos, como todo lo que constituye la naturaleza humana. La mayor parte de los desórdenes del mundo son puramente gramaticales; nuestros procesos no nacen sino de los debates que acarrea la interpretación de las leyes; y la mayor parte de las guerras, de que somos incapaces de formular claramente los convenios y tratados de los príncipes. ¡Cuántas contiendas y querellas sanguinarias produjo el no conocer a ciencia cierta el sentido de la sílaba Hoc![710] Tomemos la cláusula que la lógica presenta como la más clara; si afirmamos que «hace buen tiempo» y decimos verdad, será que haga sin duda buen tiempo. ¿No es una manera clara de expresarse? Pues, sin embargo, nos inducirá a error, como puede verse por el ejemplo siguiente: si decís «Yo miento», y sois verídicos, mentís realmente. El arte, la razón y la conclusión de la segunda proposición son semejantes a los de la primera, y, sin embargo, las dos nos presentan obstáculos. Los filósofos pirronianos no pueden explicar sus concepciones con ningún lenguaje; para ello habrían menester de uno nuevo, pues el nuestro se compone de proposiciones afirmativas, las cuales van contra la esencia misma de sus doctrinas; de tal suerte, que cuando dicen «Yo dudo», incurren ya en contradicción, pues afirman que saben que dudan. Así que, tuvieron necesidad de guarecerse en la siguiente comparación con la medicina, sin la cual la tendencia de la secta de que hablo sería inexplicable. Cuando dicen «Yo ignoro», o «Yo dudo», añaden que ambas proposiciones desaparecen por sí mismas, junto con todo lo demás, a la manera que él ruibarbo empuja hacia fuera los malos humores, y él mismo sale al propio tiempo. Tal estado de espíritu enunciase interrogativamente de una manera más segura, diciendo:¿QUÉ SÉ YO?, que es mi acostumbrada divisa.

Ved cuál los hombres se prevalen hablando de Dios irreverentemente. En las controversias actuales que tienen por asunto nuestra religión, por poco que cerquéis a vuestro adversario os dirá sin ambage alguno «que no reside en poder de Dios el hacer que su cuerpo esté en la tierra, y en el paraíso y en varios lugares a la vez». Plinio, expresándose también irreverentemente, decía que al menos constituye un consuelo grande para la pequeñez del hombre el considerar que Dios no lo puede todo; pues no es dueño, decía, de quitarse la vida aunque lo quisiera, lo cual constituye la mayor ventaja que en nuestra condición reside; no puede convertir a los mortales en inmortales, ni resucitar a los muertos, ni que el que vivió no haya vivido, ni hacer que el que disfrutó de honores no los haya disfrutado; no teniendo otro poder si no es el olvido sobre las cosas que fueron. Y para sentar hasta ejemplos risibles en las relaciones del hombre con su Criador, concluye diciendo que Dios no puede impedir que dos veces diez no sean veinte. Los labios de un cristiano no deben proferir jamás semejantes términos. Y parece que los hombres se sirven de lenguaje tan altivo y loco para igualarse al Hacedor Supremo:


Cras vel atra

nube polum Pater occupato,

vel sole puro; non tamen irritum,

quodcumque retro est, efficiet, neque

diffinget, infectumque reddet,

quod fugiens semel hora vexit.[711]


Cuando declaramos que la infinidad de los siglos pasados y los que están por venir no son para Dios sino un instante; que su bondad, sapiencia y poderío son idénticos a la esencia divina, nuestras palabras lo dicen, más nuestro entendimiento no comprende ni alcanza lo que expresan nuestras palabras. Y sin embargo, la temeraria presunción del hombre quiere hacer pasar a Dios por el tamiz de su entendimiento, por donde se engendran todas las soñaciones y todos los errores de que el mundo se ve lleno, por querer aquilatar en su balanza cosa tan distante de la pequeñez terrenal[712]. Mirum, quo procedat improbitas cordis humani parvulo aliquo invitata successu[713]. ¡Con cuánto desdén reprenden los estoicos a Epicuro, el cual juzgaba que la esencia de la dicha pertenecía sólo a Dios, y que el sabio no participa de aquélla sino como de una sombra remotísima! ¡Y cuán temerariamente unieron el destino de Dios al de los hombres! Yo creo que algunos que se llaman cristianos incurren todavía en la misma imprudencia. Thales, Platón y Pitágoras lo rebajaron a la necesidad. Esta altivez de pretender descubrir a Dios con nuestros ojos mortales, fue causa de que un hombre insigne diera a la divinidad forma corporal, y lo es también de que a diario atribuyamos a Dios los acontecimientos importantes de nuestra vida. Como a nosotros nos producen mella, creemos que han de producirla también a Dios, quien a nuestro modo de ver considera con mirada más atenta que los sucesos insignificantes de nuestra existencia ordinaria los que nos son trascendentales: magna dii curant, parva negligunt[714]; oíd su ejemplo, él os iluminará con las luces de su razón: nec in regnis quidem reges omnia minima curant[715]. ¡Como si para el Criador no fuera lo mismo conmover los cimientos de un imperio que estremecer la hoja de un árbol! ¡Como si su providencia no se ejerciera lo mismo en el desenlace de una batalla que en el salto de una pulga! La mano del Hacedor gobierna todas las cosas de igual modo, con la misma fuerza, con idéntico orden; nuestro interés para nada influye en sus designios, las medidas que tomamos no le importan ni para nada influyen en sus actos: Deus ita artifex magnus in magnis, ut minor, non sit in parvis[716]. Nuestro orgullo hace que nos equiparemos a Dios, lo cual es la mayor de las blasfemias. Porque nuestras ocupaciones son para nosotros pesada carga, Estrabón dispensó a los dioses de todo deber, como hacen sus sacerdotes; hace producir y conservar a la naturaleza todas las cosas, se explica así la formación del mundo y descarga al hombre del temor de los juicios divinos; quod beatum aeternumque sit, id nec habere negotïï quidquam, nec exhibere alteri[717]. Quiere la naturaleza que entre las cosas análogas exista relación semejante; así pues, del número infinito de mortales infiere que hay igual número de inmortales. Las cosas infinitas que perjudican y matan, presuponen igual número que aprovechan y conservan. Como las almas de los dioses, sin lengua, ojos ni oídos, se entienden entre sí y juzgan de nuestros pensamientos, así las almas de los hombres, cuando se encuentran libres, desprendidas del cuerpo por el sueño o por algún encantamiento, adivinan, pronostican y ven las cosas que serían incapaces de ver unidas al cuerpo. Los hombres, dice san Pablo, convirtiéronse en locos, en fuerza de querer ser cuerdos, y cambiaron la incorruptible gloria de Dios en la imagen corruptible del hombre. Considerad, siquiera sea ligeramente, las extravagantes y aparatosas deificaciones de los antiguos: luego de celebrar con soberbia pompa la ceremonia de los funerales, cuando el fuego prendía en lo alto de la pirámide y llegaba al lecho del difunto, dejaban escapar un águila, la cual, volando a las nubes, significaba que el alma del muerto se encaminaba al paraíso. Pueden verse mil medallas, señaladamente la que representa a la honrada Faustina[718], que muestran al águila llevando a cuestas hacia el cielo a las almas deificadas. Es lastimoso que nos engañemos así con nuestras propias imitaciones e invenciones;


Quod finxere, timent[719]:


como los muchachos, que se asustan de la misma cara que tiznaron y ennegrecieron a sus compañeros[720]: quasi quidquam infelicius sit homine, cui sua figmenta dominantur[721].

Hay diferencia grande entre honrar al que nos ha criado y rendir culto al que nosotros hemos hecho. Augusto tuvo más templos que Júpiter en los cuales se le veneró, y se creyó en sus milagros lo mismo que en los de Júpiter. En recompensa de los beneficios que de Agesilao recibieran, anunciáronle los tasianos que le habían canonizado. «¿Vuestra nación, contestó aquél, tiene el poder de convertir en dios a quien le viene en ganas? Santificad primero, para ver cómo le va a uno de entre vosotros, luego, cuando yo haya visto los efectos, agradeceré en el alma el don con que me brindáis.» La insensatez del hombre no reconoce límites, puesto que siendo incapaz de forjar el animal más microscópico fabrica dioses a docenas. Oíd encarecer a Trimegisto el humano poderío: «Entre las cosas admirables, dice, sobrepasa a todas las demás el que el hombre haya llegado a conocer y a crear la naturaleza divina.» He aquí algunos argumentos de la escuela misma de la filosofía:


Nosse cui divos et caeli numina soli

aut soli nescire, datum[722]:


«Si Dios existe es un ser animado; si es animado tiene sentidos, y si tiene sentidos está sujeto a accidentes. Si carece de cuerpo, tampoco tiene alma, y por consiguiente es incapaz de acción; si tiene cuerpo es perecedero.» Y con esto héteme al hombre victorioso y triunfante. «Nosotros somos incapaces de haber hecho el mundo; por consiguiente existe alguna fuerza superior que en él ha puesto la mano. Sería una estúpida arrogancia el que nos considerásemos como los seres más perfectos de este universo; hay pues algo mejor que es Dios. Cuando contempláis una residencia pomposa y rica, aunque no sepáis a quién pertenece, no suponéis que haya sido expresamente construida para albergue de ratones; así pues, ese divino monumento colocado sobre nuestras cabezas, ese celestial palacio debemos considerarlo como la vivienda de algún morador, cuya grandeza es mucho mayor que la nuestra. ¿Lo más alto, no es siempre lo más digno? Por eso nosotros estamos colocados aquí abajo. Nada sin alma ni razón puede crear un ser animado capaz de esa facultad: el mundo nos produce, luego hay en él alma y razón. Cada una de las partes de nosotros mismos es menor que nuestro ser cabal; nosotros formamos parte del mundo, de donde se desprende que éste se halla dotado de sabiduría y razón en mayor dosis de lo que nosotros lo estamos. Es cosa hermosa tener un gobierno de extensión dilatada, por eso el del mundo pertenece a alguna naturaleza privilegiada. Los astros no nos dañan; son por consiguiente seres llenos de bondad. El hombre, lo mismo que los dioses, tiene necesidad de alimento, los segundos se nutren con los vapores de aquí bajo. Los bienes terrenales no pertenecen a Dios, ni a nosotros tampoco. Recibir ofensas e infringirlas muestran imperfección análoga; es por consiguiente insensato temer a Dios. Dios es bueno por naturaleza; el hombre, por industria, lo cual es más meritorio. La sabiduría divina y la humana se diferencian sólo en que aquélla es eterna; y como la duración ninguna cualidad añade a la sabiduría, hétemos compañeros. Tenemos vida, razón y libertad, y noción de la bondad, de la caridad y de la justicia, atributos todos que le son propios.» En conclusión el deísmo y el ateísmo, todos estos argumentos en pro y en contra de la divinidad, los forja el hombre ayudado por la idea que de sí mismo se forma. ¡Qué patrón y qué modelo! Ampliemos, elevemos y abultemos cuanto nos plazca las cualidades humanas; ínflate, pobre criatura, una, dos y mil veces


Non, si te ruperis, inquit[723];


Profecto non Deum, quem cogitare non possunt, sed semetipsos, pro illo cogitantes, non ulum, sed se ipsos, non illi, sed sibi comparant[724].

Puesto que en los fenómenos naturales los efectos no dejan ver las causas sino a medias, ¿con cuánta más razón en este punto serán vagas y obscuras? Ésta sobrepasa el orden de la naturaleza; su condición es demasiado elevada, demasiado alejada y demasiado soberana para consentir que nuestras conclusiones puedan sujetarla y contraerla. Somos incapaces de llegar a ella con el concurso de nuestras exiguas fuerzas; nuestro camino es demasiado rastrero; lo mismo está el hombre cerca del cielo en lo alto del monte Cenis que en lo más hondo del mar. Consultad con vuestro astrolabio si de ello queréis convenceros. Los filósofos paganos hacen figurar a Dios hasta en el contacto carnal de las mujeres, cuántas veces y en cuántas generaciones: Paulina, mujer de Saturnino, rica matrona romana, creyendo pernoctar con el dios Serapis se encontró entre los brazos de un amante por el alcahuetismo de los sacerdotes de aquel templo. Varrón, el autor latino más sutil y sabio, escribe en sus libros de teología que el sacristán del templo de Hércules jugó con este dios una cena y una muchacha; en caso de que ganara, se descontarían los gastos de las ofrendas del templo, y si perdía sufragarla las costas; el sacristán perdió y pagó su cena y a la muchacha. Esta se llamaba Laurentina, y vio por la noche el Dios entre sus brazos, el cual la dijo que el primero con quien al día siguiente tropezara la pagaría espléndidamente su salario; y en efecto encontrose con Tarancio, joven rico, que la llevó a su casa y andando el tiempo la hizo heredera. La muchacha a su vez, creyendo ser grata a Hércules, dejó todos los bienes al pueblo romano, por lo cual tributáronsela honores divinos. Como si no bastara que por el lado paternal y por el maternal Platón fuera originalmente descendiente de los dioses, ni tampoco el tener a Neptuno por fundador de su raza, considerábase en Atenas como cosa cierta que Avistón, habiendo querido gozar de la hermosa Perictione y no acertando a realizar sus deseos, fue advertido en sueños por Apolo de que la dejara intacta hasta que hubiera dado a luz. Teníase por asegurado que los padres de Platón fueron Apolo y Perictione. En las historias se encuentran numerosos ejemplos de cornamentos análogos, procurados por los dioses a los pobres humanos, y de maridos desacreditados en favor de rango de sus hijos. En la religión de Mahoma vense por la creencia de los pueblos fieles al profeta gran número de Merlines[725], o lo que ellos mismo, hijos sin padre, absolutamente espirituales, engendrados con el auxilio de la divinidad en el vientre de las doncellas, los cuales llevan un nombre que tiene en la lengua árabe esa significación.

Precisa notar que en cada cosa nada hay más elevado ni más estimable que el propio ser de la misma; el león, el águila, el delfín, nada conciben que aventaje a su especie; todos ponen en parangón sus propias cualidades con las demás cosas existentes; las cuales podemos estrechar o ensanchar, y es todo cuanto pende de nuestra mano, pues fuera de aquella relación y de este principio, nuestra imaginación no puede llegar; nada puede adivinar, la es imposible de todo punto ir más allá. Nacen de aquí estos antiguos principios: «De todas las formas de la naturaleza es el hombre la más hermosa, por consiguiente Dios está incluido en ella. Nadie sin virtud puede ser dichoso; tampoco la virtud puede existir independientemente de la razón, ni ésta puede residir en otro ser que no sea el hombre.» Dios por consiguiente reviste figura humana: Ita est in formatum et anticipatumque mentibus nostris, uthomini, quum de Deo cogitet, forma ocurrat humana[726]. Por eso, decía con gracia Jenófanes, que si como es verosímil, los animales se forjan sus dioses correspondientes, idearanlos parecidos a ellos y se glorificarán como nosotros; ¿qué razón hay para que un ansarón no sostenga el razonamiento siguiente: «Todas las partes del universo tienen relación con mi individuo; la tierra me sirve de apoyo, el sol me alumbra, las estrellas ejercen influencia sobre mi ser; los vientos, y los mares me procuran bienestar y comodidades; ningún otro animal se ve más favorecido que yo bajo la bóveda celeste, yo soy el niño mimado de la naturaleza? ¿No es el hombre quien me acaricia, me sirve y procura vivienda? En beneficio mío siembra y recolecta; si le sirvo de alimento, también devora el hombre a sus semejantes, y también yo me nutro de los gusanos que le matan y le roen.» Así hablará la grulla[727], y todavía con más altivez que el hombre, por la libertad que su vuelo la procura, merced al cual goza del privilegio de cernerse en las regiones más altas: Tam blanda conciliatris, et tam sui est lena ipsa natura![728] Así pues, colocándose el hombre en esa textura concluye que para él son los destinos, para él solo el universo mundo; el sol alumbra y la tormenta estalla para nosotros; el Criador y las criaturas, todo es para nosotros: es la conclusión y fin o adonde se dirige la universalidad de las cosas. Considerad lo que la filosofía registró hace ya más de dos mil años sobre las cosas celestiales: según aquélla los dioses no obraron ni hablaron sino en beneficio del hombre, ni les atribuye distinto oficio ni misión. Vedlos aquí que contra nosotros vienen a las manos:


Domitosque Herculea manu

telluris juvenes, unde pariculum

fulgens contremuit domus

Saturni veteris.[729]


Consideradlos participando en nuestros desórdenes, correspondiendo así a las muchas veces que nosotros hemos tomado parte en los suyos:


Neptunus muros, magnoque emota tridenti

fundamenta quatit, totamque a sedibus urbem

eruit: hic Juno Scaeas saevissima portas

primat tenet.[730]


Por el celo que los caunianos ponen en la dominación de sus dioses peculiares échanse el arma a la espalda el día que los festejan y sacuden el aire con sus espadas, arrojando y expulsando así de su territorio a los dioses extraños. El poder de los mismos lo acomodamos a nuestras necesidades: curan unos los caballos; otros los hombres; quién las epidemias, la tiña, la tos; quién una clase de sarna, quién otra: adeo minimis etiam rebus prava religio inserit deos[731]: quién es causa de que prosperen las vides, quién los ajos; los unos tienen a su cargo el gobierno de la lujuria, los otros el comercio; cada clase de trabajadores tiene su dios correspondiente; los unos poseen sus partidarios en oriente, los otros en occidente:


Hic illius arma,

hic currus fuit.[732]

O sancte Apollo, qui umbilicum certum terrarum obtines.[733]

Paliada Cecropidae, Minoia Creta Dianam,

Vulcanum tellus Hypsipylea colit,

Junonem Sparte, Pelopelïadesque Mycenae;

Pinigerum Fauni Maenalis ora caput;

Mars Latio venerandus erat[734]


hay quien no posee más que un lugar pequeño o una familia; otro vive solo, otro acompañado voluntaria o inevitablemente,


Junctaque sunt magno templa nepotis avo[735];


los hay tan raquíticos e insignificantes, pues el número de ellos asciende a treinta y seis mil[736], que precisa reunir cinco o seis para producir una espiga de trigo; cada uno lleva su nombre del lugar donde se encuentra; tres en una puerta: el del frente, el de los goznes y el del dintel; cuatro a una criatura, protectores de sus envolturas, de lo que come, de lo que bebe y de lo que mama. Algunos gozan de una existencia real; la de otros es incierta y dudosa; otros hay que todavía no pudieron entrar en el paraíso:


Quos, quoniam caeli nondum dignamur honore

quas dedimus certe terras habitare sinamus[737]:


ejercen algunos profesiones diversas: físicas, poéticas o civiles; otros hay que participan de la divinidad y de la humana naturaleza, mediadores entre Dios y las criaturas, que reciben una adoración de segundo orden; son infinitos en oficios y títulos; los unos buenos, malos los otros, los hay viejos derrengados, y hasta mortales, pues según Crisipo, cuando el día sea llegado de la última conflagración del mundo, todos los dioses perecerán a excepción de Júpiter. Forma el hombre mil comunicaciones ridículas entre el Criador y él, y no es peregrino que así acontezca teniéndose como se tiene por compañero suyo:


Jovis incunabula Creten.[738]


He aquí la razón que nos dan en este punto Scévola[739], pontífice máximo, Varrón, teólogo eminente, en sus respectivas épocas: «Es necesario, dicen, que el pueblo ignore muchas cosas verdaderas y crea muchas otras que son erróneas»: Quum veritatem, qua liberetur, inquirat credatur ei expedire, quod fallitur[740]. La vista humana no puede advertir las cosas sino bajo las formas que nos son habituales. ¿No os acordáis del salto que dio el pobre Faetón por haber pretendido manejar las riendas de los caballos de su padre con sus mortales manos? Nuestro espíritu experimenta por su temeridad suerte idéntica. Si preguntáis a la filosofía la materia de que están formados el cielo y el sol, ¿que os responderá si no dice que de hierro, o con so Anaxágoras de piedra, o de otra substancia que nos sea familiar? ¿Se pregunta a Zenón qué cosa es naturaleza? «Un fuego, dice, que merced a cierto artificio engendra metódicamente.» Arquímedes, maestro en la ciencia que se atribuye la prioridad sobre todas las demás en verdad y certeza, contestará: «El sol es un dios de hierro inflamado.» ¡Gallarda idea fruto de la belleza o inevitable necesidad de las geométricas demostraciones! No tan útiles sin embargo ni tan evidentes, puesto que Sócrates entendía que bastaba en punto a conocimientos geométricos con saber medir la tierra que hollamos bajo nuestras plantas; y que Polieno, que fue en esa ciencia doctor famoso e ilustre, no la desdeñara al fin, como falsa y de apariencia vana, luego que hubo gustado los dulces frutos de los sosegados jardines de Epicuro. Sócrates en Jenofonte, a propósito de Anaxágoras, a quien la antigüedad tuvo por más competente que ningún otro filósofo en las cosas celestes y divinas, dice que vio su cerebro perturbado, como acontece a todos los hombres que persiguen de una manera inmoderada los conocimientos que no están a sus alcances. Decía que el sol era una piedra candente, sin reparar en que la piedra no brilla cuando está en el fuego, ni fijarse en que dentro de él se consume, como tampoco en que el fuego no ennegrece a los que están frente a él, ni en que nos es posible mirarle fijamente, ni en que el fuego mata las hierbas y las plantas. Al entender de Sócrates, y también al mío, el mejor juicio en punto a las cosas ultraterrenas es abstenerse en absoluto de formar ninguno. Platón, hablando de los demonios en su diálogo Timeo, exprésase en los siguientes términos: «Empresa es ésta que sobrepasa nuestras luces naturales; preciso es en este punto creer a los antiguos que se dijeron por ellos engendrados; es ir contra la razón el negar la fe a los hijos de los dioses, aunque lo que digan no esté probado por razones ineludibles ni verosímiles, puesto que están seguros de hablarnos de cosas que les son familiares y habituales.»

Veamos ahora si conocemos con alguna mayor claridad las cosas humanas y naturales. ¿No es empresa ridícula que para explicar aquellas a que por confesión propia no podemos llegar andemos forjando concepciones falsas, hijas de nuestra invención, como sucede cuando tratamos de explicarnos el movimiento de los planetas que, como no podemos comprender, porque nuestro espíritu no es siquiera capaz de penetrar la naturaleza de sus funciones, le apliquemos toda suerte de resortes materiales, pesados y puramente terrenales?


Temo aureus, aurea summae

curvatura rotae, radiorum argenteus ordo[741]:


supondréis acaso, como Platón, que fueron cocheros, carpinteros y pintores los que instalaron allá arriba máquinas de movimientos diversos, dispusieron los engranajes y el concierto de los cuerpos celestes, de colores múltiples, alrededor del huso de la necesidad:


Mundus domus est maxima rerum,

quam quinque altitonae fragmine zonae

cingunt, per quam limbus pictus bis sex signis

stellimicantibus, altus in obliquo aethere, lunae

bigas acceptat[742]:

 

todas esas ideas son sueños y fanáticas locuras. ¿Por qué la naturaleza no ha de abrirnos un día su seno para que viéramos al descubierto su mecanismo preparando para ello nuestros ojos? ¡Oh gran Dios! ¡cuántos abusos haríamos en nuestra ciencia raquítica! Mucho me engaño si guarda ni siquiera una sola cosa al tenor de nuestras ideas; yo dejaré este mundo más desconocedor de mi ignorancia, que de todo los demás que en él se encuentra.

¿Es en Platón donde he visto esta divina frase, «que la naturaleza es una poesía enigmática»?[743] como quien dice una pintura velada, rodeada de tinieblas, entreluciente de una variedad infinita de claridades aparentes, en vista de las cuales nuestras conjeturas se fundamentan: Latent ista omnia crassis occultata et circumfusa tenebris; ut nulla acies humani ingenii tanta sit, quae penetrare in caelum, terram intrare possit[744]. Y en verdad la filosofía no es otra cosa que una poesía sofística. ¿De donde sacan los escritores antiguos sino de los poetas todos los principios que sientan? Los primeros filósofos fueron poetas y como tales trataron su ciencia. Platón no es más que un poeta descosido; Timón le llama, para injuriarle, gran forjador de milagros. Todas las ciencias supraterrenas se revisten de estilo poético. De la propia suerte que las mujeres echan mano de dientes de marfil cuando los naturales les faltan, y en lugar del color natural ostentan otro valiéndose de cualquier substancia adecuada; como se procuran muslos artificiales con trapos y filtros, y pechos con algodón, y a los ojos de todos se embellecen de una manera falsa y prestada, así hace la ciencia (y en nuestras leyes mismas hay, al decir de algunos, ficciones necesarias en las cuales se fundamenta la legitimidad de la justicia); aquélla nos procura en pago y en presuposición las ideas que nos muestra haber sido inventadas, pues esos epiciclos excéntricos y concéntricos de que la astronomía se ayuda para explicarnos el movimiento de las estrellas, suminístranoslos como lo mejor que ha a podido encontrar en aquel punto. Igualmente la filosofía nos muestra no lo que realmente es, no la realidad pura, o lo que tal ciencia creo que sea la verdad, sino lo que forjar puede más verosímil y grato. Hablando Platón de las funciones de nuestro cuerpo y de las que son peculiares al de los animales, concluye así: «Que todo cuanto dejamos dicho sea la verdad, no podemos asegurarlo; certificaríamoslo si pudiéramos disponer de la confirmación de algún oráculo; sostenemos solamente que es lo más verosímil que hayamos acertado a decir.»

No sólo para explicar los fenómenos celestes echa mano la ciencia lo sus cuerdas, sus máquinas y sus ruedas; consideremos ahora aunque sea ligeramente lo que dice de nosotros mismos y de nuestra contextura. No hay retrogradación, trepidación, accesión, retroceso, en los astros y cuerpos celestes que la filosofía no haya forjado también en este humano cuerpecillo, por lo cual no anduvieron desacertados los filósofos en llamar al hombre mundo pequeño; de mecanismo tan complicado le supusieron. Para explicar los diversos movimientos que ven en el hombre, las distintas funciones y facultades que sentimos en nosotros, ¿en cuántas partes no dividieron nuestra alma? ¿En cuántos lugares no la colocaron? ¿En cuántos órdenes y categorías no dividieron la pobre criatura humana llevándola siempre más allá de los que son naturales y perceptibles? ¿Cuántos oficios no la atribuyen? Convierten al hombre en una república imaginaria; es para ellos un asunto del que se apoderan y manejan a su antojo, y se les deja en libertad absoluta de descomponerlo, arreglarlo, unirlo y ataviarlo, cada cual conforme a su albedrío, mas a pesar de todo jamás acaban de comprenderlo. Y no ya sólo cuando ejercitamos nuestras facultades y sentidos, ni aun en sueños son capaces los filósofos por medio de sus sistemas de explicar al hombre sin que haya alguna cadencia o algún sonido que no les escape, por complicados que aquéllos sean, estando formados como lo están de mil piezas imaginarias y falsas. Lo cual, razonablemente procediendo, no puede excusárseles, pues a los pintores, cuando nos representan el cielo, la tierra, los mares, las montañas, las islas lejanas, perdonámosles que nos muestren sólo alguna ligera huella, y como de cosas ignoradas contentámonos con tal cual aire o semejanza; mas cuando retratan el natural un asunto que nos es conocido y familiar exigimos de ellos la exacta y perfecta representación de las líneas y colores y los desdeñamos cuando a ello no alcanzan. Me complace la idea de la joven milesiana que viendo constantemente al filósofo Thales con los ojos clavados en el firmamento colocó a su paso un objeto para hacerle tropezar y recordarle que tendría lugar de contemplar las estrellas cuando hubiera previsto las cosas que estaban a sus pies. Aconsejábale con ello la muchacha que se examinara a sí mismo antes de inspeccionar el cielo, pues como por boca de Cicerón dice Demócrito:


Quod est ante pedes, nomo spectat: caeli scrutantur plagas.[745]


Mas a nuestra condición es inherente que las cosas que tenemos entre manos se muestren tan lejanas de nosotros, tan por cima de las nubes como los mismos astros, como declara Sócrates en Platón. Aquél afirma que quien en la filosofía se ocupa incurre en el error mismo que la doncella censuraba a Thales, esto es, que nada ve de lo que está ante sus ojos, pues todo filósofo ignora lo que hace su vecino y lo que él mismo ejecuta, y desconoce igualmente lo que son uno y otro, si hombres o animales.

Los filósofos que encuentran poco sólidas las razones de Sabunde, que nada ignoran, que todo se lo explican, que todo lo saben,


Quae mare compescant causae; quid temperet annum;

stellae sponte sua, jussaeve, vagentur el errent;

quid premat obscurum lunae, quid proferat orbem;

quid velit et possit rerum concordia discors[746]:


¿no sondearon alguna vez entre sus libros las dificultades que se presentan para conocer el propio ser de cada uno? Claramente vemos que los dedos se mueven, y los pies, y que algunas partes se agitan por sí mismas sin nuestro consentimiento y otras con él; vemos igualmente que ciertas emociones nos hacen enrojecer, y que otras nos hacen palidecer; que tal idea obra solamente sobre el bazo y que tal otra llega al cerebro, una nos mueve a risa, otra al llanto; tal otra avasalla y conmueve todos nuestros sentidos y detiene el movimiento de nuestros miembros; ante tal objeto el estómago se revuelve; ante tal otro algo, que está más abajo; pero de qué suerte una impresión espiritual se insinúe en un objeto corporal y sólido[747], y la naturaleza de la unión y juntura de tan admirables resortes, jamás hombre alguno lo ha sabido; Omnia incerta ratione, et in naturae majestate abdita[748], dice Plinio, y San Agustín, Modus, quo corporibus adhaerent spiritus..., omnino mirus est, nec comprehendi ab homine potest; et hoc ipse homo est[749]; y sin embargo nadie pone en duda la unión del alma y del cuerpo, pues las opiniones de los hombres son aceptadas en virtud de antiguas creencias, merced a la autoridad y de una manera gratuita, cual si de religión o leyes se tratara. Recíbese de buen grado lo que comúnmente se cree, y la verdad antedicha acompañada de todo el aparato de argumentos y pruebas, como un sistema de doctrina firme y sólido ya incapaz de alteración, sobre el cual no se vuelve a insistir. Cada cual, rivalizando, va solidificando y fortaleciendo la creencia recibida con todo aquello que su razón alcanza, la cual es un instrumento flexible, maleable y acomodaticio a toda forma; así el mundo se llena de mentiras e insulseces.

La causa de que dudemos de pocas cosas es que jamás se sometan a prueba las impresiones comunes; jamás se pone la mano allí donde residen la debilidad y el error; andamos siempre por las ramas; no se pregunta si un principio es cierto, sino si se ha dicho de este o del otro modo; no se pregunta si Galeno dijo algo que valiera la pena, sino si dijo así o de otro modo. No es por consiguiente peregrino que tal sujeción en la libertad de nuestros juicios, y tiranía semejante de nuestras creencias haya llegado a las escuelas y a las artes. El dios de la ciencia escolástica es Aristóteles; discutir sus principios es cosa sagrada, como lo era el controvertir sobre los de Licurgo en Esparta; la doctrina de aquél, que nos sirve de ley y nos gobierna, acaso sea tan falsa y tan desprovista de fundamento como cualquiera otra. Yo no sé por qué razón no habían de aceptarse lo mismo las ideas de Platón, o el sistema de los átomos de Epicuro, o el lleno y el vacío de Leucipo y Demócrito, o el agua de Thales, o la infinitud de naturaleza de Anaximánder, o el aire de Diógenes, o los números y la simetría de Pitágoras, o el infinito de Parmónides, o el uno de Museo, o el agua y el fuego de Apolodoro, o las partes similares de Anaxágoras, la unión y discordia de Empédocles, el fuego de Heráclito o cualquiera otra opinión entre esa confusión infinita de pareceres y sentencias que engendra esta hermosa razón humana, gracias a su certeza y clarividencia en todo cuanto se entremete. En este punto del principio de las cosas naturales no sé porqué, lo mismo que las de Aristóteles, no habría yo de acoger cualesquiera de las que practicaron los filósofos citados; los principios del nuestro son de tres especies, que llamó materia, forma y privación ¿Hay algo más vano que hacer de la nada misma causa de la producción de todas las cosas? ¿La privación, no es idea negativa? ¿En qué se fundamentó, por tanto, para hacer de ella principio y origen de todas las cosas existentes? Sin embargo, las verdades de Aristóteles nadie osará tocarlas si no es como asunto de ejercicio lógico; nadie las discutirá ni las pondrá en tela de juicio, sólo se controvertirán para ponerlas a cubierto de objeciones extrañas; la autoridad de las mismas es el fin; una vez franqueado éste, ya no es lícito investigar nada.

Es cosa sencillísima edificar cuanto se quiere sobre una base convenida, pues según la ley y disposición de los principios, el resto del edificio se levanta fácilmente sin incurrir en contradicción alguna. Por tal camino hallamos en nuestra razón fundamentos sobrados y discurrimos sin meternos en honduras, pues el maestro gana de antemano tanto lugar en nuestro crédito como le precisa para probar lo que quiere, como los geómetras con sus hipótesis admitidas; el consentimiento y aprobación que le prestamos, le sirve para llevar nuestra convicción adonde se le antoja, lo mismo a uno que a otro lado, y para hacernos piruetear a medida de su capricho. Quien es creído en aquello que presupone, es nuestro amo y nuestro dios; preparará el plan conforme a los fundamentos que sienta con amplitud y facilidad tales, que auxiliado por ellos podrá elevarnos hasta las nubes si se le ocurre. En esta manera de comunicar la ciencia hemos tomado como moneda corriente la frase de Pitágoras de que cada maestro debe ser creído en la ciencia o el arte que profesa; el dialéctico se remite al gramático para demostrar lo que las palabras significan; el retórico toma del dialéctico los motivos de sus argumentos; el poeta se sirve de las cadencias del músico; el geómetra, de las proporciones del aritmético; los metafísicos emplean como fundamento de sus principios las conjeturas de la física, porque cada ciencia tiene sus principios presupuestos, con lo cual la razón humana está embridada por los cuatro costados. Y si se llega a chocar contra la barrera en que yace el error principal, al momento tienen en la boca esta sentencia: «No se debe discutir con los que niegan los primeros principios.» Mas como los hombres no pueden tenerlos si la divinidad no se los ha revelado, todo lo demás, el principio, medio y fin no es más que sueño y humo. A los que combaten por presuposición les es necesario presuponer el mismo axioma de que se debate, pues todo principio humano, todo enunciado tiene tanta autoridad como el que se trata de echar por tierra, si la razón no establece la diferencia entre ambos; así que, es indispensable colocarlos todos en la balanza, y en primer término los generales, los que nos sujetan y tiranizan. La persuasión de la certeza es testimonio de locura o incertidumbre extremas; no hay gentes más desquiciadas ni menos filosóficas que los filodoxos[750] de Platón: según estos es necesario saber si el fuego es caliente, si la nieve es blanca; si hay algo de sólido o de blando en nuestro conocimiento.

En cuanto a las respuestas que forman el asunto de antiguas anécdotas, como la que se dio al que ponía en duda la existencia del calor, a quien se respondió que se arrojara al fuego; y al que negaba la frialdad del hielo, que se metiera un pedazo en el pecho, ambas son indignas de los oficios de a filosofía. Si los filósofos nos hubieran dejado en el estado de naturaleza, de manera que acogiéramos los fenómenos exteriores según influyen en nosotros por la mediación de nuestros sentidos, de suerte que los actos del hombre obedecieran a deseos sencillos y ordenados con arreglo a la condición primera de nuestro nacimiento, tendrían razón en dar aquellas contestaciones; mas de ellos aprendimos a convertirnos en jueces del mundo; ellos fueron quienes nos inculcaron la idea de que «la razón humana debe juzgar todo cuanto existe dentro y fuera de la bóveda celeste; la que todo lo abarca y lo puede todo, por el intermedio de la cual todo se sabe y conoce». Aquellas respuestas estarían muy en su lugar entre los caníbales, quienes gozan la dicha de una larga vida sosegada y tranquila sin el auxilio de los preceptos de Aristóteles; que ni siquiera conocen el nombre de la física; sería mejor aplicada y tendría fundamento mayor que cuantas les sugirió su razón e invención; de experimentarla serían capaces al par que nosotros todos los animales, todos los seres que obran todavía a impulso de la pura y simple ley natural, a la cual renunció la filosofía. No basta que ésta me diga: «Tal cosa es verídica o cierta porque así la experimentas y así la ves»; es necesario que me prueben si lo que yo creo sentir siéntolo en realidad, y por qué y cómo lo siento; que me demuestren el nombre, origen, fundamentos y fines del calor y del frío; las cualidades del agente y del paciente, o que me despojen de sus tan decantadas doctrinas, que consisten en no admitir ni aprobar nada sin el concurso de la razón, que es la piedra de toque en sus disquisiciones todas, llena evidentemente de falsedad y error, de debilidad y flaqueza.

¿Por qué medio podremos aquilatarla mejor que por ella misma? Si no tenemos motivos suficientes para creerla cuando de sí misma habla, apenas si será adecuada para juzgar de las cosas que le son ajenas; si algo existe en cuyo conocimiento sea fuerte, será al menos su propio ser y el lugar donde reside, que es el alma, de la que es efecto o parte constitutiva; pues la razón verdadera y esencial, que bautizamos con falsos nombres, tiene su asiento en el seno de Dios; allí están su vivienda y su retiro; de allí emana cuando a Dios le place mostrarnos algunos de sus rayos, como Palas surgió de la cabeza de su padre para hacerse visible al mundo.

Veamos, pues, lo que la razón humana nos ha enseñado de sí misma y del alma; no del alma en general, de la cual casi toda la filosofía hace derivar los cuerpos celestes y los primeros cuerpos participantes; ni de aquella que Thales atribuye a las cosas mismas que se consideran como inanimadas, movido por la contemplación del imán, sino de la que nos pertenece, y por consiguiente debemos conocer mejor:


Ignoratur enim, quae sit natura animal;

nata sit; an, contra, nascentibus insinuetur;

et simul intereat nobiscum morte dirempta;

an tenebras Orci visat, vastasque lacunas,

an pecudes alias divinitus insinuet se.[751]


Crates y Dicearco afirmaban que no existía, y que los movimientos y los actos corporales obedecían a un movimiento natural; Platón aseguraba que era una substancia dotada de movimiento propio; Thales, una naturaleza sin reposo; Asclepiades, la ejercitación de los sentidos; Hesíodo y Anaximánder, una substancia compuesta de tierra y agua; Parmónides, de tierra y fuego; Empédocles, de sangre:


Sanguineam vomit ille animam.[752]


Para Cleanto, Posidonio y Galeno era el alma un calor, o una substancia de complexión calurosa:


Igneus est ollis vigor, et caelestis origo[753];


para Hipócrates, un espíritu extendido por todo el cuerpo; para Varrón, un aire que se recibe por la boca, se calienta en el pulmón, se templa en el corazón y se distribuye por todo el cuerpo; para Zenón, la quinta esencia de los cuatro elementos; según Heráclido Póntico, el alma era la luz; según Jenócrates y los egipcios, un número movible; según los caldeos, una virtud sin forma determinada:


Habitum quemdam vitalem corporis esse,

harmoniam Graeci quam dicunt[754]:


pero no olvidemos la opinión de Aristóteles, para quien lo que pone en movimiento al cuerpo, a lo cual llama entelequia, es cosa tan obscura e indeterminada como cualquiera de las ideas de los filósofos precedentes; pues no haría ni de la esencia, ni del origen, ni de la naturaleza del alma, limitándose a señalar sus efectos. Lactancio, Séneca y la mayor parte de los filósofos dogmáticos confesaron que era cosa que no entendían; y Cicerón declara, al ver semejante diversidad de opiniones Harum sententiarum quae vera sit, deus aliquis viderit[755].

Por experiencia propia conozco, dice san Bernardo, hasta qué grado la esencia de Dios es incomprensible, puesto que la de mi propio ser soy incapaz de penetrar. Heráclito, que consideraba todos los seres llenos de almas y de espíritus, aseguraba sin embargo que no podía avanzarse tanto en el conocimiento de aquélla que pudiera llegarse a él. Por tan imposible tenía profundizar a esencia el espíritu.

No hay menos disensión ni se debate menos el lugar en que el alma reside. Hipócrates y Herófilo la colocan en el cerebro; Demócrito y Aristóteles, esparcida por todo el cuerpo:


Ut bona saepe valetudo quum dicitor esse

corporis, et non est tamen haec pars ulla valentis[756];


Epicuro, en el estómago:


Hic exsultat enim pavor ac metus; haec loca circum,

laetitiae mulcent[757];


los estoicos, rodeando el corazón y dentro del mismo; Erasistrato, unida a la membrana del epicráneo; Empédocles, en la sangre, y también Moisés, por lo cual prohibió a su pueblo que se sirviera como alimento de la sangre de los animales, a la cual el alma va unida; Galeno opinó que cada parte de nuestro cuerpo tiene, su alma correspondiente; Strato la sitúa entre ceja y ceja. Qua facie quidem sit animus, aut ubi habitet, ne quaerendum quidem est[758], dice Cicerón, cuyas propias palabras transcribo aquí de buen grado sin alteración alguna, pues sería insensato que yo tendiese alterar el lenguaje de la elocuencia. Es además difícil desfigurar sus argumentos que son poco frecuentes, poco sólidos y nada ignorados. La razón por qué Crisipo y los demás filósofos de su secta colocan el alma alrededor del corazón merece consignarse, y es la siguiente: cuando queremos dar fe cabal de alguna cosa, dice, ponemos nuestra mano en el pecho, y cuando pronunciamos la palabra  imagen, que significa yo, la mandíbula inferior se inclina hacia el mismo. Estos detalles no deben dejarse pasar sin consignar al propio tiempo la vanidad de un personaje tan principalísimo como Crisipo, pues aparte de que tales ideas carecen en absoluto de fundamento, la última no prueba sino a los griegos que tengan el alma en aquel lugar. Ningún juicio humano por despierto que sea deja de caer a veces en singulares soñaciones. Más todavía: ved a los estoicos, padres de la humana prudencia, que consideran que el alma de un hombre que acaba sus días de violenta muerte se arrastra y sufre largo tiempo antes de separarse del cuerpo, no pudiendo desasirse de la carga del mismo, como un ratón que cae en la ratonera. Afirman algunos que el mundo fue creado para que en él encontraran cuerpo, como castigo de sus culpas los espíritus caídos que perdieron la prístina pureza en que fueron creados, pues la primera creación fue incorpórea. Según que éstos se alejaron más o menos de su espiritualidad, así se los incorpora ligera o pesadamente; de aquí la variedad de cantidad tan grande de materia. Mas el espíritu que a causa de la magnitud de sus culpas fuese investido del cuerpo del sol debía tener una cantidad de pecados bien rara y particular.

El término de nuestras disquisiciones es constantemente, la confusión y el embrollo; como Plutarco dice del comienzo de las historias, que a la manera de los mapas la extremidad de las tierras conocidas se compone de lagunas, intrincadas selvas, desiertos y lugares inhabitables; he aquí por qué los más groseros y triviales desatinos se encuentran con mayor frecuencia en los que tratan de cosas elevadas y profundas, abismándose en su curiosidad y presunción. El fin y el comienzo de la ciencia fundaméntanse en análoga insensatez; ved cómo vuela el espíritu de Platón, cómo se cierne en nubes poéticas; ved cómo en sus diálogos se expresan los dioses en lengua enigmática. Pero, ¿dónde tenía la cabeza cuando dijo que el hombre era un animal sin pluma, con dos pies? Con tal definición dio margen a que los que querían burlarse de él encontraran ocasión de hacerlo; pues habiendo desplumado un capón vivo, todos le nombraban «el Hombre de Platón».

¿Y qué decir de los discípulos de Epicuro? ¿Cuál fue la simpleza que les movió a imaginar que sus átomos, que consideraban como cuerpos dotados de cierta pesantez y un movimiento natural hacia abajo, hubieran edificado el mundo, hasta que gracias a sus adversarios advirtieron que según aquellas propiedades era imposible que los átomos se unieran los unos a los otros, puesto que su caída era recta y perpendicular y por eso dichos cuerpos describían solamente líneas paralelas en todas direcciones? Por lo cual se vieron obligados a admitir un movimiento de lado, fortuito, y a suponer además en los átomos colas curvas, en forma de gancho, con que hacerlos capaces de unirse de manera compacta. Y con todo, todavía les ponían en duro aprieto los que les presentaban este reparo: «Si vuestros átomos formaron sin más causa ni razón que el acaso tantos géneros de formas y figuras, ¿por qué no acertaron jamás a hacer una casa o un zapato? ¿porque no creer con igual fundamento que una cantidad infinita de letras griegas arrojadas en medio de la calle fueran capaces por sí mismas de formar la contextura de la Ilíada?»

Todo aquello que es capaz de razón, dice Zenón, aventaja a lo que no es susceptible de ella; no existe nada superior al mundo; por consiguiente éste es susceptible de razón. Cotta, valiéndose de este mismo argumento, hace al mundo matemático; y valiéndose de otras razones del filósofo precitado, le convierte en músico y organista: el todo es mayor que una de sus partes; nosotros somos capaces de filosofía y formamos parte del mundo, por consiguiente el mundo es sabio. Pudieran citarse infinidad de ejemplos análogos, y no sólo de argumentos falsos, sino también sin fuerza, que no pueden tomarse en serio, y que acusan a sus autores no tanto de ignorancia como de imprudencia, de las censuras que los filósofos se hacen los unos a los otros en las disensiones sobre sus pareceres y sus distintas sectas.

Quien juntara convenientemente un montón de asnerías hijas de la humana sapiencia diría cosas maravillosas. Yo reúno algunas para que al efecto sirvan de muestra, no menos útiles de considerar que las que son sanas y moderadas. Juzguemos por ellas el mérito que debemos hacer del hombre, de sus sentidos y de su razón, al ver que todos esos grandes filósofos que a tan elevadas regiones levantaron la humana suficiencia, incurrieron en errores tan evidentes y tan descomunales.

Yo prefiero creer que la filosofía trató la ciencia de una manera casual, como cosa de juego de manos, y que los filósofos se sirvieron de la razón como de un instrumento vano y frívolo, sentando como ciertos toda suerte de fantasías y caprichos, unas veces fuerte y otras débilmente. El mismo Platón, que define al hombre como si fuera una gallina, escribe en un pasaje de sus obras lo que Sócrates ya había dicho, esto es: «Que en verdad ignora qué cosa sea el hombre; y que lo que puede afirmar es que lo tiene por una de las cosas del mundo más difíciles de conocer.» Por esta variedad e instabilidad de opiniones nos llevan como por la mano, tácitamente, a la resolución de su irresolución. Procuran adrede no mostrar siempre con entera claridad sus opiniones, obscureciéndolas ya bajo las sombras fabulosas de la poesía, ya bajo algún otro disfraz, pues nuestra imperfección hace que la carne cruda no sea siempre la más adecuada para nuestro débil estómago; es preciso condimentarla, alterarla y corromperla; así hacen los filósofos, rodean con frecuencia de tinieblas sus sencillas opiniones y sus juicios, y los falsean para acomodarlos al uso público. No quieren hacer profesión expresa de ignorancia, no se resignan a confesar la debilidad de la razón humana, para no meter miedo a los muchachos, pero descubren suficientemente ambas cosas con su ciencia inconstante y turbia.

Encontrándome en Italia aconsejé a una persona a quien costaba mucho trabajo expresarse en la lengua del país que, con tal de que no pretendiera sino hacerse entender, sin que ni siquiera le pasara por las mientes el emplear filigranas, que echara mano sólo de las primeras palabras que le vinieran a la boca, ya fueran latinas, francesas, españolas o gasconas, y que las añadiera la terminación italiana; de tal suerte no dejaría de hallar algún habla italiana: toscana, romana, veneciana, piamontesa o napolitana, con la cual coincidiría la suya. Lo propio siento de la filosofía; ofrece ésta tal variedad y aspectos tan diversos; ha sentado tantos principios, que todos nuestros ensueños y delirios se encuentran encerrados en ella; la mente humana no es capaz de concebir ninguna idea, buena o mala, que ya la filosofía no haya formulado: nihil tam absurde dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophurum[759]. Yo doy rienda suelta a mis caprichos ante el público; bien que germinaron en mí sin ningún modelo, estoy seguro de que tendrán alguna relación con algún sistema antiguo, y no faltará alguien que diga: «Ved de dónde tomó sus ideas».

Mis costumbres son puramente hijas de la naturaleza; para dar con ellas no apelé al auxilio de ajena disciplina; tan sencillas como son, cuando a las mientes me vino la idea de que salieran al público con algún decoro creí conveniente entreverarlas con ejemplos y reflexiones, y yo mismo me maravillo al encontrarlas, por caso peregrino, de acuerdo con mil diversos filósofos. El régimen de mi vida no lo aprendí sino a expensas de mi propia experiencia, luego que hube empleado aquélla, que es un caso nuevo de filosofía casual e impremeditada.

Volviendo a nuestra alma; eso de que Platón pusiera la razón en el cerebro, la ira en el corazón, la codicia en el hígado, quizás obedezca a que tal doctrina sea más bien una interpretación de los movimientos de nuestro espíritu que la separación y división de un todo compuestos de diversos miembros. La más verosímil de las opiniones filosóficas es que siempre es un alma sola la que con el auxilio de sus facultades raciocina, recuerda, comprende, juzga, desea y ejecuta todas las demás operaciones con el concurso de los instrumentos corporales, como el que gobierna su barco conforme la experiencia le enseñó, ya sujetando una cuerda, ya levantando una entena o moviendo el remo; empleando solamente una sola facultad dirige la nave toda. Que el lugar en que el alma reside es el cerebro, pruébalo el que las heridas u otros accidentes que le tocan, afectan al punto las facultades de aquélla; del cerebro pasa a las demás partes del cuerpo,


Medium non deserit unquam

caeli Phaebus iter; radiis tamen omnia lustrat[760];


a la manera que el sol esparce su claridad desde el cielo, con la cual inunda el mundo:


Cetera pars animm, por totum dissita corpus,

paret, et ad numen mentis momenque movetur.[761]


Algunos dijeron que había un alma general como un gran cuerpo, del cual todas las almas particulares surgían; y que luego volvían a él uniéndose de nuevo a esa substancia universal:


Deum namque ire per omnes

terrasque, tractusque maris, caelumque profundum:

hinc pecudes, armenta, viros, genus omne ferarum,

quemque sibi tenues nascemtem arcessere vitas:

scilicet huc reddi deinde, ac resoluta referri

Onima; nec morti esse locum[762]:


otros que no hacían más que juntarse y unirse; otros que emanaban de la esencia divina; otros, por intermedio de los ángeles, de fuego y aire; algunos, que nacieron en tiempos remotísimos; otros en el mismo instante que el cuerpo; algunos las hacen descender del círculo de la luna y volver a él; la mayor parte de los filósofos antiguos creían que las almas se engendran de padres a hijos, de modo análogo a las demás cosas naturales, fundándose para ello en el parecido de los hijos con los padres


Instillata patris virtus tibi[763]:


Fortes creantur fortibus, et bonis[764];


y porque pasan de padres a hijos, no sólo las huellas corporales, sino también el carácter, la complexión e inclinaciones del alma:


¿Denique cur acris violentia triste leonum

Siminium sequitur?, dolu vulpibus, et fuga cervis

a patribus datur, et patrius pavor incitat artus?

***

Si non certa suo quia semine, seminioque

vis animi pariter crescit cum corpore toto?[765]


dedujeron que tal principio sirve de fundamento a la justicia divina, que castiga en los hijos los delitos de los padres; puesto que la huella de los vicios paternales viene a sellarse en algún modo en el alma de los hijos, y el desorden de la voluntad de aquéllos pasa a éstos. Con mayor razón si las almas tuvieran procedencia distinta a la continuación natural, y si hubieran desempeñado algún oficio cuando se encontraban fuera del cuerpo, recordarían cuál fue su ser primero en razón a las facultades que las son peculiares de discurrir, razonar y recordar:


Si in corpus nascentibus insinuatur,

cur super anteactam aetatem meminisse nequimus,

nec vestigia gestarum rerum ulla tenemus?[766]


para hacer valer la condición de ellas como pretendemos, es preciso presuponerlas sabias cuando se encuentran en el estado de simplicidad y pureza naturales; así hubieran permanecido hallándose libres de la prisión corporal, lo mismo que antes de entrar en ella, y lo mismo que serán cuando hayan salido; si nos halláramos convencidos de esto sería preciso que lo recordasen todavía estando en el cuerpo, conforme Platón sentaba, al afirmar que todo lo que aprendemos no es más que el recuerdo de lo que sabíamos antes, cosa que todos pueden considerar como falsa reparando en su propia experiencia; en primer lugar, porque no recordamos más que lo que hemos aprendido previamente, y si la memoria cumpliera exclusivamente con su misión nos sugeriría al menos algún rasgo ajeno al aprendizaje; en segundo lugar, lo que el alma conoce en su estado de pureza, constituiría una verdadera ciencia; conocería las cosas como realmente son, auxiliada por su divina inteligencia; en el mundo acoge el vicio y la mentira si en ambas cosas se la instruye, y para las cuales no puede servirse de su reminiscencia, pues que ninguna de las dos cosas penetraron jamás en ella. Decir que la prisión corporal ahoga hasta extinguirlas sus facultades nativas es desde luego contrario a los que reconocen ser tan grandes las fuerzas del alma y lo mismo sus operaciones que los hombres reconociéronlas tan admirables en esta vida, que de ellas dedujeron su divinidad y eternidad pasadas y la inmortalidad en lo porvenir:


Nam si tantopere est animi mutata potestas,

omnis ut actarum exciderit retinentia rerum,

non, ut opinor, ca ab letho jam longior errat[767];


además, sólo en nosotros mismos y no en otra parte deben considerarse las fuerzas y efectos del alma; el resto de sus perfecciones es para ella vano e inútil; por el estado presente debe reconocerse su inmortalidad toda, y a sus relaciones con la existencia humana debemos sujetarnos. Sería el colmo de las injusticias acortar sus medios y potencias, desarmarla, a causa del tiempo que duró su prisión y cautividad, de su debilidad y enfermedad contraídas durante el espacio en que estuvo ligada y sujeta; juzgarla digna de perpetua condenación; detenerse en la consideración de un tiempo tan reducido, que a veces suele ser una o dos horas, y cuando más un siglo, que comparados con la eternidad no son más que un instante, para dictaminar de un modo definitivo de todo su ser, no es equitativo en modo alguno, como tampoco lo sería la recompensa eterna como premio a una tan corta vida. Platón, para salvar esta desproporción, quiere que el castigo o la pena futuros se limiten a cien años, período que guarda cierta harmonía con el tiempo que vivimos en la tierra; otros filósofos supusieron también límites temporales, a la sentencia última, con lo cual juzgaron que la generación del alma seguía la marcha común de las cosas humanas, como igualmente la vida de las mismas, según las opiniones de Epicuro y Demócrito, que han sido las más recibidas, fundándose en que se veía al alma nacer al par que el cuerpo y crecer en fuerzas, lo mismo que las materiales; reconocíase en ella la debilidad de su infancia; con el tiempo, el vigor y la madurez, luego su declinación y vejez, y por último su decrepitud:


Gigni pariter cum corpore, et una

crescere sentimus, pariterque senescere mentem.[768]


Considerábanla como capaz de pasiones diversas, agitada por diferentes movimientos penosos por donde venía a caer en cansancio y dolor; capaz igualmente de alteración y cambio de ligereza, sopor y languidez; sujeta, en fin, a enfermedades y peligros como el estómago o los pies:


Mentem sanari, corpus ut aegrum,

cernimus, et flecti medicina posse videmus[769];


deslumbrada y trastornada por la fuerza del vino, fuera de su natural asiento por los efectos de la fiebre, adormecida por la aplicación de ciertos medicamentos y despejada por el concurso de otros:


Corpoream naturam animi esse necesse est,

corporeis quoniam telis ictuque laborat[770]:


veíanse todas sus facultades embotadas y por los suelos, por la sola mordedura de un perro enfermo, y carecer en absoluto de toda firmeza de raciocinio, al par que de suficiencia, virtud y resolución filosóficas; no ser dueña de sus fuerzas para poderse librar del efecto de semejantes accidentes; la baba de un miserable mastín inoculada en la mano de Sócrates dar al traste con toda su filosofía, con todas sus elevadas y ordenadas ideas; aniquilarlas de modo que no quedara ninguna huella de su conocimiento primero:


Vis... animai

conturbatur, et... divisa seorsum

Disjectatur, eodem illo distracta veneno[771];


y ese veneno no encontrar mayor resistencia en aquella alma que en la de una criatura de cuatro años; capaz de convertir toda la filosofía, de estar encarnada, en insensata y furiosa; de suerte que Catón, que permanecía indiferente ante la muerte y ante la fortuna, no pudiera fijar la mirada sobre un espejo ni en el agua, transido de horror y espanto, de caer por la mordedura de un perro rabioso en la enfermedad que los médicos llaman hidrofobia:


...Vis morbi distracta per artus

turbat agens animam, spumantes aequore salso

ventorum ut validis ferbescum viribus undae.[772]


La filosofía armó bien al hombre para el sufrimiento de todos los demás accidentes, unas veces con la paciencia, y cuando le cuesta demasiado encontrarla con el decaimiento, que aparta la idea de toda sensación; pero éstos son menos de que sólo puede servirse un alma dueña de sí misma y de sus fuerzas, capaz de raciocinio y deliberación; mas no el accidente por virtud del cual el alma de un filósofo se trueca en la de un loco, alterada, perdida y fuera de su asiento, a lo cual pueden dar margen muchas causas, como una agitación vehemente producida por una fuerte pasión del alma, una herida en determinada región del cuerpo u otra causa cualquiera, nos llevan al atolondramiento y al deslumbramiento cerebral:


Morbis in corporis avius errat

saepe animus; dementit enim, deliraque fatur.

Interdumque gravi lethargo fertur in altum

aeternumque soporem, oculis nutuque cadenti.[773]


A mi entender los filósofos no han tocado apenas este punto, como tampoco otro de importancia análoga; para aliviar nuestra mortal condición tienen constantemente en los labios este dilema: «El alma es mortal o inmortal; si lo primero, no recibirá ningún castigo; si lo segundo, irá sucesivamente camino de la enmienda.» No hablan tampoco de si en lugar de mejorar empeora, y dejan producir a los poetas las amenazas de penas venideras, con lo cual no se mantienen mal sus sistemas. Ambas omisiones se ofrecieron muchas veces a mi consideración al ver sus discursos. Vengamos a la primera.

El alma pierde la posesión del soberano bien estoico de tanta constancia y firmeza; precisa que nuestra aparatosa prudencia se de por vencida en este punto y rinda armas. Por lo demás, consideraban también los filósofos, empujados por la vanidad de la razón humana, que la unión y compañía de dos cosas tan diversas como son lo mortal y lo inmortal, no puede ni siquiera concebirse:


Quippe etenim mortale aeterno jungere, el una

consentire putare, et fungi mutua posse,

desipere est. Quid enim diversius esse putandum est,

aut magis inter se disjunctum discrepitansque,

quam, mortale quod est, immortali atque perenni

junctum, in concilio saevas tolerare procellas?[774]


y con mayor convicción sentaban que a la hora de la muerte acaban el cuerpo y el alma:


...Simul aevo fessa fatiscit[775];


de lo cual, al entender de Zenón, vemos una imagen en el sueño, que, en opinión de este filósofo, «es un debilitamiento y caída del alma lo mismo que del cuerpo», contrahi animun, et quasi labi puta atque decidere[776]; y aunque en algunos hombres la fuerza y el vigor se mantienen en el fin de la vida, explicábanlo aquéllos por la diversidad de enfermedades, puesto que a muchos se ve en el último trance conservar, en estado de lucimiento, ya un sentido, ya otro, unos el oído, otros el olfato, y no hay debilidad tan general que no quede algo cabal y vigoroso:


Non alio pacto, quam si, pes quum dolet aegri,

in nullo caput interea sit forte dolore.[777]


Nuestro juicio llega deslumbrándose a la posesión de la verdad como la vista del mochuelo ante el esplendor del sol, como dice Aristóteles. ¿Y por qué caminos le llevaríamos al convencimiento si no es por tan toscos cegamientos ante una tan evidente luz? La opinión contraria a la anterior, la que sostiene la inmortalidad del alma, que según Cicerón fue primeramente profesada, al menos según los libros testifican, por Ferécides Sirio en tiempo del rey Tulo, y cuya invención atribuyen otros a Thales, es la parte de la humana ciencia que ha sido tratada con más reservas y dudas. Hasta los dogmáticos más firmes se ven obligados, en este punto principalmente, a colocarse bajo el amparo de las sombras de la Academia. Nadie sabe lo que Aristóteles creyó en este particular, como tampoco lo que tuvieron por cosa asegurada en general todos los filósofos antiguos, cuyas ideas son vacilantes: rem gratissima promittentium magis, quam probantium[778]. Aristóteles se oculta bajo una nube de palabras y conceptos difíciles o ininteligibles, y ha dejado a sus discípulos, tantas cuestiones por aclarar en sus ideas como en el asunto sobre que versan.

Dos cosas les hacían esta doctrina aceptable: la primera, que sin la inmortalidad de las almas no habría sobre qué fundamentar la esperanza vana de la gloria, que es una mercancía que goza de gran crédito en el mundo; la segunda, que es cosa saludable, como Platón afirma[779], el que aun cuando los vicios se aparten de la vista y conocimiento de la humana justicia, están siempre al descubierto para la divinidad, que los castigará hasta después de la muerte de los culpables. El hombre tiene una preocupación extrema de prolongar su ser, y como puede la satisface; para guardar el cuerpo están las sepulturas; para la conservación del nombre, la gloria. Todo su esfuerzo empleolo en reedificarse, inquieto por su destino, y en sostenerse con el auxilio de sus maquinaciones. No pudiendo el alma mantenerse por sí misma, a causa de su alteración y debilidad, por todas partes va mendigando consuelos, esperanzas, fundamentos y circunstancias extrañas en que asirse y plantarse; por débiles y sin realidad que su invención se las sugiera, descansa en ellas con seguridad mayor que en sí misma y con mejor gana. Pero aun aquellos que más firmemente profesan la idea justa y clara de la inmortalidad de nuestro espíritu, es maravilla que se vieran tan cortos e impotentes para probar su creencia valiéndose de las humanas fuerzas. Somnia sunt non docentis, sed optantis780, decía un escritor antiguo. El hombre puede reconocer por este testimonio, que sólo a la casualidad debe la verdad que por sí mismo descubre, puesto que aun en el momento que la tiene en su mano carece de medios de cogerla ni guardarla, y su razón carece igualmente de fuerzas para prevalecerse de ella. Las ideas todas que nuestra inteligencia y nuestro valer engendran, así las verdaderas como las falsas, están sujetas a incertidumbre y se prestan a controversia. Para castigo de nuestro orgullo o instrucción de nuestra incapacidad y miseria envió Dios el desorden y confusión de la torre de Babel; cuanto emprendemos sin su asistencia, cuanto vemos sin la luz de su divina gracia no es más que vanidad y locura. La esencia misma de la verdad, que es uniforme y constante, cuando por casualidad la encontramos, corrompémosla y bastardeámosla con nuestra debilidad. Cualquier camino que el hombre siga por sí mismo, Dios consiente que llegue de un modo inevitable a la confusión misma cuya imagen nos representó con sin igual viveza en el justo castigo que infirió a la osadía de Nemrod, aniquilando la vana empresa de la construcción de su pirámide: Perdam saptientiam sapientium, et prudentiam prudentium reprobabo[781]. La diversidad de lenguas con que trastornó aquella obra, ¿qué otra cosa significa sino los perpetuos altercados y discordancia de opiniones y razones que acompañan y embrollan útilmente la contextura vana de la humana ciencia? ¿Quién soportaría nuestro orgullo si fuéramos siquiera capaces de un adarme de conocimiento? Congratúlame lo que dice aquel santo: Ipsa veritatis ocultatio aut humilitatis exercitatio est, aut elationis attritio[782]. ¿Hasta qué extremo de insolencia y presunción no llevamos nuestra ceguedad y torpeza?

Mas volviendo a la inmortalidad del alma, diré que sería razonable en grado eminente, que nos atuviéramos a Dios sólo y al beneficio de su gracia para afirmarnos en la verdad de una tan noble creencia, pues que de la sola liberalidad del Altísimo recibimos el fruto que hace nuestro espíritu imperecedero y capaz de gozar de la beatitud eterna. Confesemos ingenuamente que sólo de Dios nos vino esa creencia y esa fe, porque no es lección que pueda encontrarse con el auxilio de las luces de nuestro entendimiento. Quien sondee su ser y sus fuerzas por dentro y por fuera sin ampararse en el privilegio divino; quien contemple al hombre sin adularle, no verá en él eficacia ni facultad que huela a cosa distinta que la tierra y la muerte. Cuanto más nos damos, brindamos y rendimos a Dios, nuestro proceder es más cristiano. Lo que Séneca dice conocer por aprobación casual de la voz pública, ¿no valiera mejor que lo supiera por mediación de Dios? Quum de animorum aeternitate disserimus, non leve momentum apud nos habet consensus hominum aut timentium inferos, aut colentium. Utor hac publica persuasione[783].

La debilidad de los humanos argumentos en este punto pruébase singularmente por las fabulosas circunstancias que los filósofos idearon para dar cuerpo a la idea de nuestra inmortalidad y para hallar la índole de que pueda ser la misma. Dejemos a un lado a los estoicos (usuram nobis largiuntur tanquam cornicibus: diu mansuros aiunt animos; semper negant[784]), que conceden a las almas otra vida a más de la presente, pero finita. La idea más extendida y recibida, y que hoy día se profesa aún en diversos lugares, es la atribuida a Pitágoras, no porque fuera el inventor de ella, sino en razón al peso y autoridad que con su aprobación recibió, es la siguiente: «Que las almas al alejarse de nosotros no hacen más que rodar de un cuerpo en otro, de un león a un caballo y de un caballo a un rey, paseándose así sin cesar de casa en casa.» Pitágoras decía que se acordaba de haber sido primero Etálides, después Euforbo, luego Hermotimo y. por último Pirro, de cuyo ser pasó a transformarse en Pitágoras; añadía que guardaba memoria de los sucesos de su vida anterior hasta doscientos seis años atrás. Sostienen algunos que las almas a veces suben al cielo y luego bajan a la tierra:


O pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est

sublimes animas, iterumque ad tarda reverti

corpora? Quae lucis miseris tam dira cupido?[785]


Orígenes las hace ir y venir eternamente del estado de pureza al de impureza. Varrón afirma, que el cabo de cuatrocientos cuarenta años de mudanzas vuelven al primer cuerpo de donde salieron; Crisipo dice que efectivamente acontece lo que Varrón sostiene, pero en un espacio de tiempo desconocido e ilimitado. Platón, que declara conocer por Píndaro y los antiguos poetas la creencia de las infinitas vicisitudes y mutaciones a que el alma está sujeta, dice que las penas o recompensas en el otro mundo para ella son sólo temporales, como su vida lo fue en la tierra, y concluye que nuestro espíritu posee un conocimiento singular de las cosas del cielo, del infierno y de la tierra por la cual pasé, volvió a pasar y permaneció en distintos viajes, de que conserva recuerdo. He aquí los progresos de nuestra alma, según aquel filósofo: «La que vivió bien se unirá al astro que se la destine; la que llevó mala vida pasará al cuerpo de una mujer; y si con esto no se corrige tampoco, trasladarase al cuerpo de un animal de naturaleza semejante a sus costumbres viciosas y torpes.» No quiero olvidarme de consignar la objeción que los discípulos de Epicuro presentan a esta transmigración de las almas de un cuerpo en otro y que bien puede mover a risa. Dicen así: «¿Qué acontecería si el número de muertos superase al de nacidos? porque en este caso las almas que se quedaran sin vivienda tropezarían unas con otras al querer procurarse nuevo estuche.» Pregúntanse también: «¿Cómo pasarían el tiempo mientras aguardaran lugar donde meterse? Por el contrario, de nacer mayor número de animales que los que mueren, siguen los mismos discípulos de Epicuro, los cuerpos se verían embarazados aguardando la infusión de sus almas respectivas, y ocurriría que algunos de ellos morirían antes de haber vivido.»


Denique connubia ad veneris, partusque ferarum

esse animas praesto, deridiculum esse videtur

et spectare inmortales mortalia membra.

innumero numero, certareque paeproperanter

inter se, quae prima potissimaque insinuetur.[786]


Otros hubo que detuvieron el alma en el cuerpo de los muertos para animar con ella las serpientes, los gusanos y otros animales que suponen engendrados por la corrupción de nuestros miembros y hasta por nuestras cenizas; otros la dividen en dos partes, mortal la una e inmortal la otra; algunos tiénenla por substancia corporal e inmortal; sin embargo, otros la consideran como inmortal, pero desprovista de ciencia, y conocimiento. Hubo también quien creyó que los diablos tenían por origen las almas de los condenados; y algunos filósofos nuestros lo entendieron mal, como Plutarco entiende que los dioses salen de las que se salvaron; y adviértese que este autor pocas son las cosas que sienta con mayor firmeza que ésta, pues en las otras partes de sus escritos reinan la duda y la ambigüedad: «Menester es, dice, reconocer y crear firmemente que las almas de los hombres virtuosos, conforme a los principios de la naturaleza y de la justicia divina, se convierten de hombres en santos y de santos en semidioses, tan luego como su estado es perfecto; en seguida que fueron purgadas y purificadas, cuando están ya completamente libres de toda partícula mortal, transfórmanse en dioses cabales y perfectos recibiendo con ello feliz y glorioso fin; y el cambio no se efectúa por precepto ni ley ordinarias, sino en realidad, conforme a la verosimilitud que la razón dicta.» Quien quiera ver a Plutarco discurrir sobre este punto extrañará que un filósofo que siempre se muestra como el más prudente y moderado de todos los de su escuela, se bata con arrojo tal al referirnos sus milagros en este particular, en su Discurso de la luna y del demonio de Sócrates, donde tan palmariamente como en cualquiera otro lugar, puede evidenciarse que los misterios de la filosofía guardan con los de la poesía relaciones grandes; el humano entendimiento busca su perdición cuando quiere sondear y examinar todas las cosas asta el fin, de la propia suerte que cansados y trabajados por el dilatado curso de nuestra vida, volvemos de nuevo a la niñez. ¡He aquí las hermosas y verídicas instrucciones que de la ciencia humana alcanzamos en lo tocante al conocimiento de la esencia del alma!

No hay temeridad menor en lo que la filosofía nos enseña de la parte corporal. Elijamos solamente uno o dos ejemplos, pues de otro modo nos perderíamos en el tormentoso y vasto mar de los errores medicinales. Sepamos siquiera si en este punto las opiniones concuerdan. ¿De qué materia se engendran los hombres los unos a los otros? -Y no hablemos al origen del primero, pues no es maravilla que en cosa tan alta y remota el entendimiento humano se trastorne y extravíe. -Arquelao el físico, de quien Sócrates fue discípulo mimado, decía según testifica Aristoxeno, que los hombres y los animales habían sido formados de un cieno lechoso expelido por el calor de la tierra; Pitágoras asegura que nuestra semilla es la espuma de nuestra mejor sangre; Platón dice que se desprende de la médula espinal, lo cual pretende probar sentando que esa parte de nuestro, organismo es la primera que se resiente cuando el ejercicio del placer fatiga; Alcmeón dice que es una parte de la substancia del cerebro, y en apoyo de su aserto añade que la vista se enturbia de los que trabajan con exceso en el mismo ejercicio; Demócrito entiende que es una substancia extraída de la masa corporal; Epicuro la hace derivar del alma y del cuerpo; Aristóteles opina que es un resto del alimento de la sangre, el último que circula por nuestros miembros; otros quieren que sea la misma sangre después de transformada por el calor de los órganos genitales, lo cual infieren de que en los esfuerzos extremos se arrojan gotas de sangre pura. En este último parecer quizás haya alguna verosimilitud caso de que sea posible que exista alguna en medio de una confusión semejante. Ahora bien, para explicar la germinación de la semilla ¿cuantísimas ideas contradictorias no se emiten? Aristóteles y Demócrito dicen que las mujeres no tienen jugo espermático, y que sólo hay en ellas una agüilla que el calor del placer y del movimiento hacen salir al exterior, pero que en nada contribuye a la generación; Galeno y los que le siguen afirman, por lo contrario, que sin el contacto de la semilla del macho y la de la hembra la generación no podría tener lugar. También los médicos, filósofos, jurisconsultos y teólogos están en completo desacuerdo sobre el tiempo que las mujeres llevan el fruto en el vientre; por ejemplo propio[787] puedo ir en ayuda de los partidarios del parto de once meses. No ha mujer por simple que sea de entendederas que no pueda darnos su opinión concreta sobre todas estas cuestiones, y en cambio nosotros, gentes cultivadas, somos incapaces de ponernos de acuerdo sobre ellas.

Y me parece que con lo dicho basta y sobra para demostrar que el hombre no está más instruido en el conocimiento de la parte material que en el de la espiritual de su individuo[788]. Propusímosle primero a sí mismo para que nos diera nuevas, y después a su razón misma para ver lo que nos declaraba. Creo haber mostrado suficientemente cuán poco nuestra reflexión alcanza en lo tocante a la razón misma; quien no acierta a comprender su propia naturaleza ¿qué es lo que puede dar a conocer? Quasi vero mensuram illius rei possit agere, qui sui nesciat[789]. En verdad Protágoras nos las contaba buenas cuando hacía del hombre la medida de todas las cosas; del ser que jamás pudo conocer su naturaleza; si no él, su dignidad no consentirá que ninguna otra criatura goce del privilegio de conocer la suya; y como aquélla es tan contraria, y un juicio destruye el otro constantemente, el decantado principio de Protágoras debe movernos a risa, y fundándonos en él podemos dejar sentada la insignificancia de la medida y del medidor. Cuando Thales asegura que el conocimiento del hombre es muy difícil para el hombre mismo, enséñanos que la ciencia de todas las demás cosas nos es imposible.

Vos[790], para quien me tomé el trabajo de ampliar, contra mi costumbre, un tan largo discurso, no dejaréis de mantener las doctrinas de Sabunde según la forma ordinaria de argumentar en que diariamente sois instruida, y ejercitaréis en ellas vuestro entendimiento y estudio, pues de la última estratagema no hay que echar mano sino como remedio supremo. Es un recurso desesperado ante el cual debéis abandonar las armas para que vuestro adversario pierda las suyas; un procedimiento secreto del cual hay que servirse rara vez y cautelosamente. Temeridad grande sería el perderos por perder a otro; para vengarse no hay que buscar la muerte, como hizo Gobrias, quien hallándose luchando encarnizadamente con un señor persa, sobrevino de pronto Darío con la espada en la mano, el cual temió descargar un golpe por no atravesar a Gobrias, quien gritó que hiriese sin reparo, aun cuando a los dos los atravesase. Yo he visto desechar como injustos ciertas armas y condiciones en combates singulares, en los cuales el que los proponía abocábase, al par que a su adversario, a un fin inevitable. Los portugueses se apoderaron de catorce turcos en el mar de las Indias, quienes, impacientes de su cautividad, resolvieron y lograron convertirse en cenizas, al par que a sus amos y el navío que los guardaba, frotando clavos unos contra otros hasta que una chispa cayó en los barriles de pólvora de cañón que la nave conducía. Tocamos aquí los límites y confines últimos de las ciencias, cuya extremidad es viciosa, como acontece con la virtud. Manteneos en el camino trillado; no es nada provechoso ser tan sutil ni tan fino: recordad lo que dice el proverbio toscano:


Chi troppo s'assottiglia, si scavezza.[791]


Yo os recomiendo, así en vuestras palabras e ideas como en vuestras costumbres y en todo otro respecto, la moderación y la templanza; huid de lo singular y de lo nuevo; todos los caminos desusados me son ingratos. Vos, que por la autoridad que vuestra grandeza os procura, y más aún que la grandeza otras cualidades inherentes a vuestra persona, podéis con un abrir y cerrar de ojos mandar y ordenar a quien os plazca, debéis encomendar el mantenimiento de aquel argumento definitivo a alguien de profesión literaria que haya enriquecido vuestro espíritu. Sin embargo, creo que con lo dicho basta para todo cuanto en este punto habéis menester.

Epicuro decía de las leyes que aun las peores nos eran tan necesarias que sin ellas los hombres se devorarían los unos a los otros; y Platón demuestra que sin leyes viviríamos como los animales. Nuestro espíritu es un instrumento vagabundo, peligroso y temerario, difícil de sujetar a orden ni medida. Yo he conocido algunos hombres cuya inteligencia estaba por cima del nivel ordinario, cuyas opiniones y costumbres desbordáronse paulatinamente; es peregrino que entre los que aventajan a los demás en alguna cualidad extraordinaria o singular haya quien mantenga su vida en sosiego, sociable, ordenada y tranquilamente. Es justo poner al espíritu humano las barreras y trabas más estrechas; así en el estudio como en todos los demás órdenes de esta vida terrenal precisa contar y ordenar sus pasos, precisa que el arte señale los límites de sus correrías. Se le sujeta y agarrota con religiones, costumbres, leyes, ciencias, preceptos, penas y recompensas mortales o inmortales, y a pesar de todo, a causa de su esencia voluble y disoluta, escapa a todos esos frenos: es un cuerpo vano que no tiene por donde ser atrapado, diverso e informe, al cual no puede imprimirse huella ni apresarlo. En verdad, hay pocas almas tan ordenadas, sólidas y bien nacidas que puedan dejarse en libertad completa, a quienes sea factible moderadamente y sin incurrir en actos temerarios vagar en sus juicios mas allá de las comunes opiniones; lo mejor que puede hacerse es someterlas a perpetua tutela. El espíritu es un arma peligrosa para su propio dueño cuando éste no sabe emplearla de modo conveniente y ordenado; ningún animal tan necesitado como el hombre de antojeras para que su vista esté sujeta, y para que vea bien el suelo que pisa; para impedirle que se extravíe acá y allá fuera el que él holla y las leyes le señalan; vale más que entréis dentro del orden establecido, sea cual fuere, que lanzar vuestro vuelo hacia la licencia desenfrenada en que cae el que pretende investigarlo todo; y si alguno de esos nuevos doctores[792] intenta lucir su ingenio en vuestra presencia, a expensas de su salvación y de la vuestra, para libraros de epidemia tan peligrosa que a diario se propaga en vuestra corte, aquel argumento en última instancia impedirá que recibáis daño del peligroso contagio, y asimismo las personas que os rodeen.

Así vemos que la libertad y licencia de los antiguos filósofos engendró en las ciencias humanas muchas sectas que profesaron opiniones diversas; cada cual procuró juzgar y elegir para tomar partido. Mas al presente que los hombres siguen una tendencia uniforme, qui certis quibusdam destinatisque sententiis addicti et consecrati sunt, ut etiam, quae non probant, cogantur, defendere[793], y que acogemos las artes en virtud de orden y autoridad ajenas, de tal suerte que las escuelas no tienen más que un jefe y están sujetas a disciplina circunscrita, no se mira ya lo que las monedas pesan ni lo que valen; cada cual las admite según el precio que la aprobación y curso común las asigna; no se ocupa nadie de la ley de las mismas, sino de lo que valen en el mercado. Así que, se aprueban igualmente todas las cosas, así la medicina como la geometría, los juegos de manos y encantamientos, el mal de ojo, las apariciones de los espíritus de los muertos, los pronósticos y los horóscopos y hasta la ridícula investigación de la piedra filosofal; todo se acepta sin contradicción. Basta con saber que el lugar de Marte se encuentra en el medio del triángulo de la mano; el de Venus en el dedo pulgar; el de Mercurio en el menique, y que cuando la línea transversal corta la protuberancia de la base del índice, es indicio de crueldad; cuando falta bajo el dedo corazón, y la media natural forma un ángulo con la vital en el mismo lugar, es signo de muerte desgraciada; si en la mano de una mujer la línea natural está abierta y no cierra el ángulo con la vital, cosa es que denota impureza. Apelo a vuestro testimonio para que me declaréis si en posesión de tanta ciencia un hombre puede figurar como bien reputado y mejor acogido en cualesquiera sociedad y compañía.

Decía Teofrasto que el humano conocimiento encaminado por los sentidos podía juzgar de la razón de las cosas hasta un punto determinado, pero que al llegar a las causas extremas y primeras era preciso que se detuviera o retrocediera a causa de su propia debilidad o de la dificultad de las cosas mismas. Es una opinión que se encuentra en el término medio, que es el más aceptable y reposado, la de creer que nuestra capacidad puede llevarnos al conocimiento de algunas cosas, y que es impotente para explicarse otras en la investigación de las cuales es temerario emplearla. Pero es difícil poner trabas al espíritu, cuya índole es ávida y curiosa, y como no se detiene antes de los mil pasos, tampoco se para a los cincuenta; ha conocido por experiencia que lo que uno no pudo descubrir otro lo encontró o lo resolvió, y que lo que era desconocido en un siglo el siguiente lo aclaró; que las ciencias y las artes no alcanzan desarrollo completo de un solo golpe, sino que se desenvuelven poco a poco, merced al repetido cultivo y pulimento, a la manera como los osos dan forma a sus pequeñuelos lamiéndolos a su sabor; lo que mis fuerzas no pueden descubrir, no dejo de sondearlo ni de experimentarlo, e insistiendo una y otra vez, removiéndolo y manejándolo en todos sentidos, procuro al que venga después de mi alguna facilidad para trabajar con mayor provecho y para que su labor sea menos espinoso encontrando la materia más flexible y manejable:


Ut Hymettia sole

cera remollescit, tractataque pollice multae

vertitur in facies, ipsoque fit utilis usu[794];


otro tanto hará el segundo con el tercero, en consideración de lo cual la dificultad no debe desesperarme, ni mi impotencia tampoco, porque no es más que la mía.

El hombre es tan capaz de conocer todas las cosas como de conocer algunas; y si confiesa, como Teofrasto dice, la ignorancia de las causas y principios primeros, que abandone resueltamente todo el resto de su ciencia; si el fundamento le falta, su razonamiento cae por tierra; la investigación y controversia no tienen otro fin ni de en detenerse más que ante las causas fundamentales; si tal fin no sujeta su carrera, va a parar indefectiblemente en la irresolución sin límites. Non potest aliud alio magis minusve comprehendi, quoniam omnium rerum una est definitio comprehendendi795. Verosímil es que si el alma supiera alguna cosa, conoceríase meramente a sí misma; y de saber algo, aparte que no fuera el alma misma, ese algo sería su cuerpo y envoltura; sin embargo, hasta el día, los apóstoles de la medicina discuten sin llegar a ningún fin práctico, cuál sea la anatomía de nuestro organismo:


Mulciber in Trojam, pro Troja stabat Apollo[796];


¿cuándo esperamos que se pongan de acuerdo? Más cerca estamos de nosotros mismos que de la blancura de la nieve o de la pesantez de la piedra. Si el hombre no se conoce, ¿cómo ha de conocer sus funciones y sus fuerzas? Y no es que seamos incapaces en absoluto de poseer alguna que otra verdad; lo que hay cuando la alcanzamos es por casualidad, en atención a que por idéntico camino, de la misma suerte, acoge nuestra alma los errores; no tiene medio de separar ni distinguir la verdad de la mentira.

Los filósofos de la Academia admitían alguna modificación a esta idea, y creían que era en extremo exagerado decir, por ejemplo, «que no nos era más verosímil sostener que la nieve fuese blanca que negra, y que no estamos más seguros del movimiento de una piedra que nuestro brazo lanza que de la rotación de la octava esfera». Para evitar principios tales que nuestra mente no puede admitir sino con violencia, aunque sientan que en modo alguno somos capaces de conocimiento y que la verdad yace encerrada en profundos abismos donde la vista humana no puede penetrar, confiesan que algunas cosas son más probables que otras, y admiten en el juicio humano la facultad de poder inclinarse a unos pareceres más que a otros; en esto solo consentían sin permitirse llegar a solución ni resolución de ningún género. La opinión de los pirronianos es más atrevida y más verosímil también, pues la inclinación de los académicos, su propensión a admitir una idea antes que otra, ¿qué es sino el reconocimiento de alguna probabilidad mayor en un objeto que en otro? Si nuestro entendimiento es capaz de penetrar la forma, los contornos, el porte y cariz de la verdad, podría alcanzarla completa, lo mismo que a medias, naciente e incompleta. Aumentad esa apariencia de verosimilitud que los hace dirigirse antes al lado izquierdo que al derecho; esa onza de probabilidad que inclina la balanza, multiplicada por ciento, por mil, y sucederá al cabo que el platillo caerá completamente y hará la elección de la verdad completa. ¿Pero cómo se dejan llevar por la verosimilitud si desconocen la verdad? ¿Cómo saben los caracteres de aquello cuya esencia ignoran? Si nuestras facultades intelectuales y nuestros sentidos carecen de fundamento y de base, si no hacen más que flotar a merced del viento que sopla, sin fundamento ni razón dejamos que nuestro juicio se incline a ningún punto concreto en la apreciación de las cosas, cualesquiera que sea la verosimilitud que éstas puedan presentarnos; y el más seguro asiento de nuestro entendimiento, al parque el más dichoso, sería aquel en que se mantuviera en calma, derecho e inflexible, sin agitaciones ni conmociones: Inter visa vera, aut falsa, ad animi assensum, nihil interest[797]. Que las cosas no penetran en nosotros en su forma y esencia, ni por su fuerza propia y autoridad, vémoslo sobradamente, porque si lo contrario aconteciera recibiríamoslas todos de igual modo: el vino tendría idéntico sabor en la boca del enfermo que en la del que goza de buena salud; el que padece de grietas en los dedos o los tiene yertos de frío hallarla una resistencia parecida en la madera o el hierro que maneja a la que encuentra el que los tiene sanos y en la temperatura normal.

Vemos, pues, que los fenómenos exteriores se rinden a nuestra discreción, acomodándose como nos place en nuestro organismo. Ahora bien, si alguna cosa recibiéramos sin alteración, si las fuerzas humanas fueran suficientemente capaces y firmes para apoderarse de la verdad por sus propios medios, siendo éstos comunes a todos los hombres, la verdad pasaría de mano en mano de unos a otros, y cuando menos habría algo en el mundo, de tanto como en él existe, que se creyera por general y universal consentimiento; pero el hecho de que no haya ninguna idea que deje de ser debatida y controvertida por nosotros, o que no pueda serlo, muestra bien a las claras que nuestro juicio natural no penetra con claridad lo que percibe, pues mi entendimiento no puede hacer que otro admita mis juicios, lo cual significa que yo los adquirí por virtud de un medio distinto al natural poder que permanezca en mí y en todos los hombres.

Dejemos a un lado esta confusión sin límites que se ve entre los mismos filósofos, y ese perpetuo y universal debate del conocimiento de las cosas; pues está fuera de duda que los hombres en nada están de acuerdo, y no me olvido de incluir a los más sabios ni a los más capaces, ni siquiera en que el cielo esté sobre nuestras cabezas; los que de todo dudan ponen también esto en tela de juicio, y los que niegan que seamos aptos para comprender cosa alguna, dicen que no hemos adivinado siquiera que el cielo está sobre nosotros. Las dos opiniones examinadas son evidentemente las más importantes.

Además de esta diversidad y división infinitas, fácil es convencerse de que nuestro juicio es voluble e inseguro por el desorden e incertidumbre que cada cual en sí mismo experimenta. ¿De cuántas maneras distintas no opinamos de las cosas? ¿Cuántas veces no cambiamos de manera de ver? Aquello que yo aseguro hoy, aquello en que creo, asegúrolo y créolo con todas mis fuerzas; todos mis instrumentos y mis resortes todos se apoderan de tal opinión y respóndenme de ella cuanto pueden y les es dable; yo no podría alcanzar ninguna verdad ni tampoco guardarla con seguridad mayor; ella posee todo mi ser por modo real y verdadero; mas, a pesar de todo, ¿no me ha sucedido, y no ya una vez, sino ciento y mil, todos los días, abrazar otra idea con la ayuda de idénticos instrumentos y de la misma suerte, que luego he considerado como falsa? Lleguemos siquiera a la prudencia a nuestras propias expensas. Si me engañaron muchas veces mis sentimientos; si mis conclusiones son ordinariamente falsas e infiel la balanza de que dispongo, ¿qué seguridad mayor que las otras puede inspirarme la última idea? ¿No es estúpido dejarse engañar tantas veces por el mismo guía? Y, sin embargo, que el azar nos cambie quinientas veces de lugar, que llene y desaloje como en un vaso, en nuestro juicio, las ideas más contradictorias y antitéticas; siempre la presente, la última, es la cierta y la infalible: por ella debemos abandonarlo todo, bienes, honor, salvación y vida.


Posterior... res illa reperta

perdit et immutat sensus ad pristina quaeque.[798]


Predíquesenos lo que se quiera, sea cual fuere lo que aprendamos, sería preciso acordarse siempre de que es el hombre el que enseña y el hombre mismo el que acepta la doctrina; mortal es la mano que nos lo presenta y mortal la que lo recibe. Únicamente las cosas que nos vienen del cielo tienen autoridad y derecho de persuasión; ellas sólo llevan impresa la huella de la verdad, la cual tampoco vemos con nuestros ojos, ni acogemos con nuestros naturales medios, pues tan grande y tan santa imagen no podría encerrarse en tan raquítico domicilio, si Dios para ello no la preparara, si Dios no le reformara y fortificara por virtud de su gracia y favor particular y sobrenatural. Al menos debiera nuestra condición, siempre sujeta a error, hacer que nos condujéramos con moderación y recato mayores en nuestros cambios; cualesquiera que sean las especies que, nuestro entendimiento acoja, debiéramos recordar que recibimos con frecuencia las falsas y que con los mismos instrumentos defendemos la verdad que combatimos el error.

No es por tanto extraordinario que los hombres se contradigan, siendo tan propensos a inclinarse y a torcerse por las causas más nimias. Es evidente que nuestra concepción, nuestro juicio todas las facultades de nuestra alma en general, se modifican según los movimientos y alteraciones del cuerpo, las cuales no cesan ni un momento. ¿No tenemos el espíritu más despierto, la memoria más pronta, la comprensión más viva en estado de salud que cuando estamos enfermos? El contento y la alegría, ¿no nos hacen ver los objetos que se presentan a nuestra alma opuestamente a como nos los muestran la tristeza y la melancolía? ¿Pensáis, acaso, que los versos de Catulo o de Safo sonríen a un viejo avaro e impotente como a un joven vigoroso y ardiente? Cleómenes, hijo de Anaxándridas, hallándose enfermo, fue reprendido por sus amigos de caprichos nuevos y en él no acostumbrados. «Ya lo creo, repuso aquél; como que no soy el mismo que cuando gozaba de salud cabal; puesto que cambió mi naturaleza, cambiaron también mis gustos o inclinaciones.» En los embrollos de nuestros tribunales óyese esta frase: Gaudeat de bona fortuna, que se aplica a los delincuentes cuyos jueces están de buen temple o son dulces y benignos, pues es indudable que las sentencias son unas veces más severas, espinosas y duras, otras más suaves y propensas a la disculpa; tal que salió de su casa con el dolor de gota, la pasión de los celos o incomodado por el latrocinio de su criado, como lleva el alma tinta y saturada de cólera, no hay que dudar que su dictamen deje de propender hacia esa pasión. Aquel venerable senado areopagita juzgaba durante la noche temiendo que la vista de los acusados corrompiera su justicia. La atmósfera misma y la serenidad del cielo imprimen en nosotros mutaciones y cambios, como declara un verso griego que Cicerón interpretó así:


Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse

Juppiter auctifera lustravit lampade terras.[799]


No son sólo las fiebres, los brebajes y los desórdenes del organismo lo que da en tierra con nuestro juicio; las cosas más insignificantes le trastornan, y no hay que poner en duda, aunque nosotros no lo advirtamos, que si la continua calentura puede aniquilar nuestra alma, la terciana también la altera proporcionadamente800. Si la apoplejía adormece y extingue por completo la vista de la inteligencia, no hay que dudar que el resfriado no la obscurezca también. Por todo lo cual apenas si puede encontrarse durante todo el curso de nuestra vida una sola hora en que nuestro juicio se encuentre en su debido asiento; nuestro cuerpo está sujeto a tan continuos cambios, constituido por tantas clases de resortes, que yo creo lo mismo que los médicos que no haya siempre alguno que se salga de su lugar.

Además los males no se descubren fácilmente; para ello precisa que sean extremos e irremediables, tanto más cuanto que la razón camina siempre torcida, cojeando, lo mismo con la mentira que con la verdad, de suerte que es bien arduo descubrir sus daños y desarreglos. Llamo yo razón a la probabilidad discursiva que cada uno se forja de ellas puede haber cien contrarias sobre un mismo objeto, pues es un instrumento de plomo y cera, alargable, plegable y acomodable a todas las medidas y coyunturas, según la capacidad del que lo maneja. Por honrados que sean los propósitos de un juez, si no se escucha de cerca, en lo cual pocas gentes se entretienen, la simpatía hacia la amistad, el parentesco, la belleza o la inclinación a la venganza, y no ya cosas de tanta monta; tan sólo el instinto fortuito que nos mueve a favorecer una cosa más que otra, y que nos facilita, sin el concurso de la razón, aquel a que nos inclinamos entre dos análogos dictámenes, o alguna otra bagatela semejante, pueden insinuar insensiblemente el juicio hacia la benevolencia o malevolencia en una causa, y hacer que la balanza se tuerza.

Yo, que me espío más de cerca, que tengo incesantemente los ojos tendidos sobre mí, como quien no tiene gran cosa que hacer en otra parte,


Quis sub Areto

rex gelidae metuatur orae,

quid Tiridatem terreat, unice

securus[801],


apenas si me atrevo a confesar la debilidad e insignificancia que encuentro en mí mismo; mi fundamento es tan instable y está tan mal sentado, tan propenso a caer y tan presto a influenciarse por el menor movimiento, y mi vista tan desordenada, que en ayunas me reconozco otro que después de la comida; si la salud y la claridad de un hermoso día me sonríen, héteme hombre urbano a carta cabal; si me duele un callo y me prensa el dedo gordo, héteme hombre desagradable o intratable; el mismo paso del caballo me parece unas veces molesto, otras agradable; el mismo camino unas veces más corto y otras más largo; y un mismo objeto unas veces más y otras menos simpático; momentos hay en que estoy dispuesto a hacerlo todo, otros en que no me siento capaz de hacer nada; lo que ahora me es grato, otra vez me apenará. Cúmplense en mi persona mil agitaciones casuales e indiscretas; ya el humor melancólico me domina, ya el colérico, y por su privado poderío ciertos momentos predomina en mí la alegría, ciertos otros la tristeza. A veces cuando cojo un libro, advierto en tal o cual pasaje gracias sin cuento que emocionan mi alma dulcemente; luego las busco de nuevo en el mismo libro e inútilmente le doy vueltas, desaparecieron, se borraron ya para mí. En mis escritos mismos no siempre encuentro el aire de mi primera imaginación; no sé lo que quise decir, y me esfuerzo a veces por corregir y poner un nuevo sentido por haber perdido el hilo del primero, que valía más. Todo en mí se convierte en idas y venidas; mi raciocinio no camina siempre hacia adelante, antes bien se mantiene flotante y vago,


Velut minuta magno

deprensa navis in mari, vesaniente vento.[802]


Muchas veces, y en ocasiones lo hago adrede, tomando como cosa de ejercicio y distracción el mantenimiento de una idea contraria a la mía, aplicándose a ello mi espíritu con ahínco e inclinádose de ese lado, me sujeto de tal modo que no encuentro ya las huellas de la opinión contraria y me alejo de ella. Déjome llevar adonde me inclino, de cualquier modo que sea, y me deslizo por mi propio impulso.

Cada cual, sobre poco más o menos, diría otro tanto de sí mismo si como yo se mirara y considerara. Los predicadores saben que la emoción que les gana cuando hablan los acalora más en las creencias; todos, cuando la cólera nos domina, defendemos con más brio nuestras ideas, las imprimimos en nosotros y las abrazamos con mayor vehemencia y aprobación, que encontrándonos pacíficos y en completa calma. Referís sencillamente una causa a vuestro abogado, el cual os responde vacilante y dudoso, y echáis de ver al punto que le es del todo indiferente sostener un partido o el opuesto; pero si le habéis pagado bien para que aguce el diente y la tome a pechos, entonces toma la cosa en serio y su voluntad empieza a exaltarse, al par de su razón y su ciencia; una verdad clara e indubitable se presenta a su entendimiento; descubre en él nueva luz, cree aquélla a ciencia cierta, su persuasión es completa. Y en ocasiones, yo no sé si es el ardor que nace de despecho y la obstinación frente a la violencia del magistrado para combatir el daño general o el interés de la propia reputación, lo que hizo a ciertos hombres sostener hasta abrasarse el alma, una opinión que entre sus amigos y en situación tranquila de espíritu no les hubiera calentado ni siquiera la yema de los dedos. Los movimientos y sacudidas que nuestra alma recibe por las pasiones corporales ejercen sobre ella una gran influencia, pero tienen aun mayor poderío las suyas ropias, a las cuales está fuertemente ligada de tal modo que quizás pueda sostenerse que no tiene otro movimiento que el que producen sobre ella los vientos que la agitan y que sin el influjo de los mismos permanecería quieta como un navío en alta mar, al cual los vientos abandonaron. Quien mantuviera este principio conforme a la opinión de los peripatéticos no nos engañaría mucho, puesto que está probado que las acciones más hermosas del alma proceden y han menester del impulso de las pasiones. El valor, dicen aquéllos, no se puede alcanzar sin la asistencia de la cólera; semper Ajax fortis, fortissimus tamen in furore803; ni se persigue a los malos ni a los enemigos con vigor bastante si la cólera no nos domina. El abogado debe inspirar la ira a los jueces para alcanzar de ellos justicia.

La sed de riquezas movió a Temístocles, a Demóstenes y lanzó a algunos filósofos a soportar trabajos y vigilias y a emprender viajes dilatados; la misma pasión nos lleva al honor, a profesar determinada doctrina y a desear la salud, que son fines útiles. La cobardía del alma para soportar las desdichas y las tristezas, engendra en la conciencia la penitencia y el arrepentimiento, y nos hace sentir el azote de Dios para nuestro castigo y las miserias de la corrección de nuestros semejantes; la compasión aguijonea la clemencia; la prudencia que sirve para conservarnos y gobernarnos se aviva por nuestro temor; ¿cuántas acciones hermosas no reconocen por móvil la ambición, cuántas la presunción? Ninguna virtud potente y suprema deja de reconocer por causa la pasión. ¿Y no será ésta una de las razones que movió a los epicúreos a descargar a Dios de todo cuidado y solicitud en las cosas de nuestra vida, puesto que ni los efectos mismos de su bondad pueden tocarnos sin agitar nuestro reposo por medio de las pasiones, que son como el incentivo y la solicitación que encaminan al alma a las acciones virtuosas, o bien pensaron de otro modo y creyeron que son como movimientos tempestuosos que arrancan violentamente al alma de su tranquilo asiento? Ut maris tranquillitas intelligitur, nulla, ne minima quidem, aura fluctus commovente: sic animi quietus et placatus status cernitur, quum perturbatio nulla est, qua moveri queat[804].

¿A qué diferencia de apreciaciones, y a cuántas opiniones encontradas no nos lleva la diversidad de las pasiones que batallan dentro de nosotros? ¿Cuál es, por consiguiente, la seguridad que puede inspirarnos cosa tan instable y movible, sujeta por natural condición al transtorno y al desorden, y que jamás camina sino con forzado y a ajeno paso? ¿Si nuestro juicio mismo es víctima de enfermedad y perturbación; si por ello se ve forzado a considerar las cosas loca y temerariamente, cuál es la seguridad que podemos esperar de él? Atrevimiento grande es el de los filósofos al considerar que los hombres realizan acciones y se asemejan más a la divinidad cuando se encuentran fuera de sí, en estado de furia e insensatez; vamos camino de la enmienda merced a la privación y amodorramiento de nuestra razón; las dos sendas naturales para entrar en el palacio de los dioses y prever el destino son el furor y el sueño. Todo lo cual es peregrino: por el transtorno con que las pasiones alteran nuestra razón, hétenos convertidos a la virtud, y por la extinción de la misma, a que el furor o el sueño nos llevan, nos trocamos en profetas y adivinos. Jamás hubiera podido yo encontrarme en más cabal acuerdo. Lo que a la filosofía por mediación de la verdad sacrosanta inspiró contra sus generales proposiciones, o sea que el estado tranquilo de nuestra alma, el más sosegado, el más sano que los filósofos puedan imaginar, no es la mejor situación de nuestro espíritu, porque nuestra vigilia está más dormida que nuestro sueño; nuestra prudencia es menos moderada que la locura; nuestros ensueños aventajan a la razón, y el peor lugar donde podamos colocarnos reside en nosotros mismos. ¿Pero suponen los filósofos poder suficiente en las criaturas para advertir que cuando del hombre se desprendió el espíritu, tan clarividente, grande y perfecto, y mientras el mismo espíritu permanece en él tan ignorante, terrestre y ciego, es una voz que parte del espíritu la que se alberga en el hombre ignorante y obscuro, y por consiguiente increíble?

Yo no tengo experiencia grande de esas agitaciones vehementes, porque mi temperamento es débil y mi complexión reposada; la mayor parte de ellas sorprenden de súbito nuestra alma sin darla tiempo para reconocerse, pero esa pasión que según el común sentir la ociosidad engendra en el corazón de la juventud, aunque se desarrolle lentamente, representa sin duda, para los que intentaron oponerse a su desarrollo, la fuerza de aquellos grandes trastornos que nuestro juicio experimenta. En otra época me propuse mantenerme firme para combatirla y rechazarla, pues tan lejos estoy de ser de aquellos que buscan los vicios, que ni siquiera los sigo cuando no me arrastran; sentíala nacer, crecer y aumentar a despecho de mi resistencia, y por fin agarrarme y poseerme, de tal suerte que, cual si estuviera desvanecido, la imagen de las cosas comenzaba a parecerme distinta que de costumbre; indudablemente veía abultarse y crecer los méritos del objeto que yo deseaba, y advertía que se engrandecían e inflaban merced al viento de mi imaginación; las dificultades de mi empresa facilitarse y allanarse, mi razón y mi conciencia perder la brújula. Mas luego que se evaporó este ardor, al momento, como iluminada por la claridad de un relámpago, mi alma adquirió luz nueva, diferente estado, juicio distinto; las dificultades de alejarme me parecían grandes o invencibles, e idénticos objetos mostráronseme con cariz bien diferente a como el calor del deseo me los había presentado. ¿Cuál de los dos aspectos era el verdadero? Los pirronianos nada saben sobre este punto. Jamás estamos libres de dolencias; las calenturas tienen sus grados de calor y de frío; de los efectos de una pasión ardorosa caemos en otra helada: cuanto me había lanzado adelante, otro tanto fue mi retroceso:


Qualis ubi alterno procurrens gurgite pontus,

nunc ruit ad forras, scopulosque superjacit undam

spumeus, extremamque sinu pefundit arenam;

nunc rapidus retro, atque aestu revoluta resorbens

saxa, fugit, littusque vado labente relinquit.[805]


El conocimiento de mi propia volubilidad engendró en mi cierta constancia de opiniones; así que, apenas si ha modificado las naturales y primeras que recibí; sea cual fuere la verosimilitud que en lo nuevo pueda haber, yo no me inclino a ello fácilmente, porque temo perder en el cambio, y como no me siento capaz de escoger, déjome guiar por otro y me mantengo en el lugar en que Dios me colocó: si así no obrara, rodaría incesantemente. Así, merced a la bondad divina pude sostenerme íntegro, sin agitación ni transtornos en la conciencia, en las antiguas creencias de nuestra religión al través de tantas sectas y opiniones como nuestro siglo ha producido.

Los escritos de los antiguos, hablo de los más notables, sólidos y vigorosos, ejercen sobra mí grande influencia y me llevan donde quieren; el autor que leo me parece siempre el más fundamental, creo que todos tienen razón, cada cual cuando le toca el turno aunque prediquen opiniones contrarias. Esta facilidad que gozan los buenos escritores de convertir en verdadero o verosímil todo lo que quieren, y el que nada haya por peregrino que sea con que no puedan engañar una sencillez parecida a la mía, es una demostración evidente de la debilidad de sus pruebas. El cielo y las estrellas se movieron durante tres mil años, todo el mundo lo creyó así hasta que Cleanto el samiano, o según Teofrasto, Nicetas de Siracusa sentaron la opinión de que era la tierra la que se movía, por el círculo oblicuo del zodíaco, dando vueltas alrededor de su eje; y en nuestra época, Copérnico ha demostrado tan bien esta doctrina, que la ha puesto en armonía con la marcha de todos los cuerpos celestes: ¿qué deducir de aquí sino que debe importársenos poco cuál sea el cuerpo que realmente se mueva? ¡Quién sabe si de aquí a mil años una tercera opinión echara por tierra los dos pareceres precedentes!


Sic volvenda aetas commutat tempora rerum:

quod fuit in pretio, fit nullo denique honore;

porro aliud succedit, et e contemptibus exit,

inque dies magis appetitur, floretque repertum

laudibus, at mira est mortales inter honore.[806]


Así que, cuando se nos muestra alguna doctrina nueva, tenemos motivos sobrados para desconfiar y para suponer que, antes de presentarse la misma en el mundo, la contraria gozaba de crédito y estaba en boga; y como la moderna acabó con la antigua, podrá suceder que se le ocurra a alguien en lo porvenir un tercer descubrimiento que destruirá del mismo modo el segundo. Antes de que las doctrinas de Aristóteles gozaran de universal aprobación, otros principios contentaban la razón humana, como aquéllas la gobiernan actualmente. ¿Qué privilegio tienen éstas para que la marcha de nuestra invención se detenga en ellas ni para que a las mismas en lo venidero permanezca sujeta nuestra creencia? En manera alguna están exentas de ser abandonadas, como no lo estuvieron las que reinaron antes. Cuando con algún argumento sólido se me invita a convencerme de algo nuevo, creo de buen grado que si yo no puedo rebatirlo, otro lo derribará por mí, pues dar crédito a todo cuanto no podemos negar, sería simplicidad grande, y ocurriría además, siguiendo tal inclinación, que las creencias del vulgo, y todos lo somos, darían tantas vueltas, como una veleta; pues el alma del mismo, como es débil y sin resistencia, veríase forzada a admitir constantemente distintas ideas; la última borraría todas las precedentes. Quien se reconozca sin fuerzas bastantes para argumentar debe responder, según costumbre, que reflexionará sobre el particular, o remitirse a los más avisados de quienes ha recibido la instrucción. ¿Cuánto tiempo hace que la medicina existe? Dícese que un médico moderno, nombrado Paracelso[807], cambia y desmenuza toda la doctrina antigua, y sostiene que hasta el presente aquella ciencia no había servido sino para matar a los hombres. Yo creo de buen grado que probará bien su aserto, mas poner su vida a prueba de sus nuevas experiencias creo que no sería muy prudente. No hay que creer lo que dice todo el mundo, reza el proverbio, porque entre todos lo dicen todo. Un hombre amigo de novedades y cambios en las ideas que sobre las cosas de la naturaleza profesamos decíame, no ha mucho, que la antigüedad había albergado evidentemente ideas erróneas en lo relativo al viento a sus movimientos, y prometió demostrármelo si tenía la paciencia de escucharle. Luego que hube puesto alguna atención para oír el sus argumentos; que eran de todo en todo verosímiles, díjele: «Cómo, pues, ¿los que navegaban con arreglo a los principios de Teofrasto iban a parar al Occidente cuando vagaban hacia Levante? ¿Marchaban extraviados o reculando? -El azar los llevaba a buen camino, me repuso, pero realmente se engañaban.» Yo le repliqué que prefería proceder según los resultados que según la razón; verdad que con frecuencia se contradicen. Se me ha demostrado que en la geometría, que se considera como la más cierta entre todas las ciencias, hay demostraciones evidentes, contrarias a lo que la experiencia nos enseña. Santiago Peletier808 me dijo un día estando en mi casa que había ideado dos líneas, las cuales encaminándose la una hacia la otra no llegaban a tocarse hasta el infinito, y así lo probaba. Los pirronianos emplean todos sus argumentos y razones para destruir lo que la experiencia nos dicta; maravilla el considerar hasta qué punto les acompañó en tal designio la flexibilidad de la razón humana para combatir la evidencia de las cosas, pues llegan hasta demostrar que no nos movemos, que tampoco hablamos, que no hay cuerpos pesados y que el calor no existe, con igual fuerza de argumentos como se prueban las cosas más verosímiles. Tolomeo, que fue un hombre eminentísimo, fijó en su época los limites del universo; todos los antiguos filósofos creyeron saber hasta dónde llegaba salvo algunas excepciones,: las islas apartadas que podían escapar a su conocimiento. Hace mil años se habría considerado como pirroniano a quien hubiera puesto en duda la ciencia cosmográfica y las opiniones recibidas por todos en este punto; habría sido una herejía creer en la existencia de los antípodas; mas he aquí que en nuestro siglo se ha descubierto una dilatadísima extensión de tierra firme, y no ya una isla, no una región particular, sino una superficie casi igual en magnitud a la que antes nos era conocida. Nuestros, geógrafos: no dejan de asegurar que ahora ya todo está visto y todo está hallado:


Nam quod adest praesto, placet, et pollere videtur.[809]


Falta saber, puesto que a Tolomeo le engañaron sus cálculos, y razonamientos en lo antiguo, si no será una simpleza fiarme en lo que los modernos me dicen, y si no es lo seguro que este gran cuerpo que llamamos mundo sea cosa bien diferente de lo que juzgamos[810].

Platón dice que el universo muda de aspecto constantemente; que el sol, las estrellas y el cielo, cambian a veces el movimiento que vemos de Oriente en Occidente en sentido contrario. Los sacerdotes egipcios contaron a Herodoto que desde la época del primer rey cine tuvieron, hacía once mil años (y de todos los soberanos le enseñaron las efigies en estatuas que habían sido tomadas del natural), el sol había cambiado cuatro veces su curso; que el mar y la tierra se truecan alternativamente el uno en la otra y que la época en que el mundo nació no puede determinarse. Aristóteles y Cicerón creen lo mismo, y un filósofo moderno asegura que existió siempre, que muere y renace; y para probar su aserto cita los nombres de Salomón e Isaías, a fin de evitar las contradicciones de que Dios ha sido a veces criador sin criatura, que ha estado ocioso, que se desdijo de su ociosidad poniendo su mano en esta obra del mundo, y que, por consiguiente, está sujeto a variación. La más famosa escuela filosófica griega considera al universo como un dios, creado por otro dios más grande, compuesto de un cuerpo y un alma que se halla en el centro del mundo primero y se extiende armónicamente a toda la circunferencia. Este mundo es felicísimo, muy grande, muy sabio, eterno, e incluye otros dioses: la tierra, el mar, los astros, que se relacionan entre sí en agitación armoniosa y perpetua, como si dijéramos en una danza divina, apartándose unas veces, acercándose otras, ocultándose y mostrándose los unos a los otros, cambiando de lugar ya hacia adelante, ya hacia atrás. Heráclito decía que el mundo estaba compuesto de fuego, y conforme a las leyes del destino debía un día inflamarse y convertirse en fuego para renacer nuevamente. De los hombres aseguró Apuleyo, sigillatim mortales, cunetim perpetui[811]. Alejandro[812] notificó a su madre la relación de un sacerdote egipcio, sacada de los monumentos de este pueblo, que probaba la antigüedad remotísima del mismo, y en el que se hablaba además verídicamente del origen y progresos de otros países. Cicerón y Dadero dijeron que la cronología caldaica comprendía hasta cuatrocientos mil años. Aristóteles, Plinio y otros aseguraron que Zoroastro había vivido seis mil años antes que Platón; éste afirma que los habitantes de la ciudad de Sais guardaban por escrito memorias de ocho mil años y que Atenas fue edificada mil antes que la dicha ciudad. Epicuro cree que los fenómenos que en este mundo presenciamos y tales como los vemos, se verifican de idéntico modo en otros mundos, lo cual hubiera sostenido con seguridad mayor si hubiese tenido noticia de la semejanza de los países recientemente descubiertos con el nuestro, así en el presente como en el pasado.

En verdad, considerando lo que hemos podido conocer del gobierno del mundo físico, hame maravillado a veces el ver a una distancia grandísima de lugares y tiempos las analogías en un número considerable de ideas populares, disparatadas y de creencias salvajes, las cuales por ningún concepto parecen derivar de nuestra natural condición. ¡Hacedor grande de milagros es el espíritu humano! Pero esa semejanza tiene todavía algo más de extraordinario, pues se descubre hasta en los nombres y en mil otras cosas, y hay pueblos que jamás tuvieron, que se sepa, ninguna nueva de nosotros en que se practicaba la circuncisión813; otros en que había Estados grandes gobernados por mujeres, sin el concurso de hombres; otros en que había algo equivalente a nuestra cuaresma y ayunos, junto con la privación de los placeres amorosos; en algunos lugares la cruz era venerada, ya colocándola en las sepulturas, ya en otros sitios; la de san Andrés empleábanla para librarse de las visiones nocturnas, y se servían de ella para preservar de encantamientos a los recién nacidos; en otra parte encontraron una de madera, de gran elevación, que adoraban como dios de la lluvia, la cual estaba, plantada lejos del mar, bien adentro en la tierra firme, viose en algunas regiones una visible representación de nuestras penitencias, el uso de mitras; el celibato eclesiástico; el arte de adivinar por medio de las entrañas de los animales sacrificados; la abstinencia de toda clase de carnes y pescados para alimentarse; la costumbre de emplear los sacerdotes un habla particular y no la corriente en el culto divino; la creencia de que el primer dios había sido vencido por el segundo, que nació después; la idea de que los hombres fueron criados en medio de delicias, que luego perdieron por el pecado en que incurrieron; la creencia de que fue cambiado su territorio y empeorada su condición natural; la de que en lo antiguo fueron sumergidos por la inundación de las aguas celestes, y que se salvaron sólo unas cuantas familias guareciéndose en los huecos más altos de las montañas, los cuales taparon de manera que el agua no penetrase, encerrando dentro algunas especies de animales; y que cuando advirtieron que la lluvia cesó hicieron salir algunos perros que, como volvieran mojados, juzgaron que el agua apenas había bajado todavía; luego hicieron salir otros que volvieron llenos de lodo, y entonces salieron a repoblar el mundo, que encontraron lleno de serpientes. Sábese que en algunos países creyeron en el juicio final, de tal suerte que se sublevaron contra los españoles porque extendían los huesos de los muertos al registrar las riquezas de sus sepulturas, alegando que estos huesos extraviados no podrían luego fácilmente juntarse. Viose también ejercer el comercio por medio del cambio, sin otro procedimiento diferente, y establecidos ferias y mercados a este fin; enanos y criaturas deformes para ornamento de las mesas; empleo de los balcones para la caza; subsidios tiránicos; jardines regalados y vistosos; danzas y saltos complicados; música instrumental; escudos nobiliarios, juego de pelota, de dados y otros de azar, en los cuales se exaltaban a veces hasta jugarse ellos mismos y su libertad, practicábase en algunos lugares la medicina por encantamientos y sortilegios; encontrose en otros la escritura jeroglífica, la creencia en un primer hombre, padre del género humano; la adoración de un dios que había vivido como hombre en estado de virginidad perfecta, que practicó el ayuno y la penitencia, que predicó la ley natural y las ceremonias de la religión, y que desapareció de la tierra milagrosamente; la creencia en los gigantes; la costumbre de emborracharse con ciertos brebajes y el hábito de beber a competencia; viéronse igualmente ornamentos religiosos en que había pintadas osamentas y cabezas de muertos, vestiduras sacerdotales, agua bendita e hisopos; mujeres y criados que se hacían quemar y enterrar con el marido o con el amo cuando éstos morían; establecida la ley de que los primogénitos heredaran todos los bienes, no dejando a los segundos parte alguna, y sí sólo la obligación de obedecer; costumbre en la institución de algunos empleos de grande autoridad de que el que los recibía adoptara un nombre nuevo y dejara el que hasta entonces había usado; costumbre de poner cal en la rodilla del niño recién nacido, diciéndole al propio tiempo: «De la tierra viniste y en tierra te convertirás»; y el arte de los augurios. Estos vagos asomos de nuestra religión, que se muestran palmarios en algunos de los ejemplos citados, dan testimonio de la dignidad divina, y prueban que no solamente se insinuó en todas las naciones infieles del mundo antiguo por algunas huellas, sino también en las del nuevo, merced a una común y sobrenatural inspiración, pues tuvieron éstas igualmente la creencia en el purgatorio, con la sola diferencia de que para ellas en lugar de fuego habría en él un frío polar, y suponía que las almas habían de ser castigadas y purgadas merced a los rigores de una frialdad extrema. Y este ejemplo me recuerda otra graciosa diversidad de costumbres: así como se encontraron pueblos que gustaban aligerar el extremo del miembro, cortando el pellejo a la mahometana y a la judía, hubo otros que hicieron tan grave caso de conciencia, de no aligerarlo, que se servían de cordoncitos para mantener la piel cuidadosamente estirada y sujeta por encima, de modo que la punta no viese el aire. De la propia, suerte que nosotros honramos a nuestros monarcas y las fiestas a que asistimos adornándonos con los mejores vestidos que tenemos, en algunas regiones, para mostrar disparidad y sumisión a su rey, los súbditos se presentaban a él con sus trajes más harapientos; al entrar en el palacio se ponían uno viejo y desgarrado sobre el bueno, a fin de que todo el brillo y ornamento pertenecieran al amo. Pero sigamos con nuestros argumentos.

Si la naturaleza comprende dentro de los límites de su progreso ordinario como todas las demás cosas las creencias, juicios y opiniones de los hombres; si todos estos atributos tienen también sus revoluciones, sus épocas, nacimiento y muerte, como las coles; si el firmamento influye sobre ellos y los hace rodar con él, ¿qué autoridad magistral ni fundamental podemos atribuirlos? Si por experiencia tocamos y palpamos que la constitución de nuestro ser depende del aire, del clima y del terruño en que nacemos, y no ya sólo el tinte, la estatura, la complexión e inclinaciones, sino también las facultades del alma; et plaga caeli non solum ad robur corporum, sed etiam animorum facit[814], dice Vegecio; si la diosa fundadora de la ciudad de Atenas eligió para situarla la región en que reinara un ambiente que hiciera a los hombres prudentes, conforme los sacerdotes egipcios dijeron a Solón, Athenis tenue caelum, ex quo etiam acutiores putantur Attici, erassum Thebis; itaque pingues Thebani, et valentes[815]; de suerte que como los vegetales y los animales difieren según los climas, acontece lo propio con los hombres, quienes por idéntica causa son más o menos belicosos, justos, moderados o dóciles; aquí sujetos al vino, allá al robo y a la lujuria, en unos sitios inclinados a la superstición, en otros a la incredulidad; aquí propenden a la libertad, allá a la servidumbre; en unos lugares son aptos para el cultivo de las ciencias o las artes, en otros son groseros y en otros ingeniosos; ya obedientes, ya rebeldes, buenos o malos, según la naturaleza del clima en que viven, y adquieren complexión diferente de la que antes tuvieron, como las plantas; por eso Ciro no consintió que los persas abandonaran su país, cubierto de fragosidades y montañas, para trasladarse a otra región más llana, considerando que las tierras feraces y de dulce clima hacen a los hombres flojos, y las fértiles convierten en estériles los espíritus; si vemos ya florecer un arte, ya otro, ya una creencia, ya otra diferente, merced a la influencia atmosférica; que tal siglo cría ciertas naturalezas e inclina al género humano a esta o a la otra tendencia, y el espíritu de los hombres ya vigoroso, ya raquítico como nuestros campos, ¿adónde van a parar todas las hermosas prerrogativas de que nos vanagloriamos? Puesto que un hombre sabio puede engañarse, y cien pueblos enteros, y hasta la naturaleza humana yerra durante siglos en unas cosas o en otras, ¿qué fijeza podemos tener en que a veces deje de engañarse ni de que en el siglo en que vivimos deje de incurrir en error?

Paréceme que entre otros testimonios de nuestra debilidad, el siguiente no debe echarse en olvido: ni siquiera por deseo vehemente acierta el hombre a encontrar lo que le precisa: no ya sólo experimentalmente, ni siquiera en imaginación ni deseo podemos acomodarnos con aquello de que habríamos menester para nuestro contentamiento. Dejemos a nuestra mente tejer y destejer a su sabor, tampoco será capaz de desear lo que la es propio para satisfacerse:


Quid enim ratione timemus,

aut cupimus?, quid tam dextro pedo concipis, ut te

conatus non paeniteat, votique peracti?[816]


Por eso Sócrates no pedía que los dioses le concedieran sino aquello que conforme al juicio de los mismos pudiera serle saludable; y los rezos de los lacedemonios así los públicos como los particulares, iban simplemente encaminados a que les fueran otorgadas las cosas buenas y hermosas, dejando a la discreción del supremo poder la elección y escogitamiento de las mismas:


Conjugium petimus, partumque uxoris; at illis

notum, qui pueri, qualisque futura sit uxor[817]:


y los cristianos ruegan a Dios «que su voluntad se cumpla»,para no ir a dar en la desdicha en que la mitología nos dice que cayó el rey Midas, quien suplicó a la divinidad que todo cuanto tocara se convirtiese en oro; su ruego fue escuchado, y el vino que bebía trocose en oro, lo mismo que el pan que comía, el lecho en que reposaba, su camisa y sus vestiduras; de suerte que se vio agobiado bajo el goce que le procuró la realización de sus deseos, y sumido en una dicha insoportable, siéndole necesario rogar de nuevo para quitársela de encima:


Attonitus novitati mali, divesque, miserque

effugere optat opes, et, quae modo voverat, odit.[818]


De mí mismo diré que habiendo solicitado de la fortuna, cuando joven, como el mayor de sus favores, la orden de San Miguel, que era entonces el mayor y más singular honor de la nobleza francesa, me fue dado disfrutar de tal distinción, ¡pero de qué modo! En vez de realzarme y elevarme del lugar que antes ocupaba, merced a tan honorífica posesión, aquélla me trató de suerte diferente, pues la humilló hasta el nivel de mis hombros y aun más bajo todavía. Cleobis y Bitón, Trofonio y Agamedes rogaron, los primeros a su diosa y los últimos a su dios, que les concediera una recompensa digna de la piedad que albergaban en sus pechos, y el presente que recibieron fue la muerte: ¡de tal modo los juicios celestes difieren de los nuestros en punto al conocimiento de nuestras necesidades! Podría Dios otorgarnos las riquezas, los honores, la vida y la salud misma, en ocasiones en perjuicio nuestro; pues no nos es saludable todo lo que nos es grato. Si en lugar de la curación nos envía la muerte o el empeoramiento de nuestros males, virga tua, et baculus tuus, ipsa me consolata sunt[819], hácelo por razones de su providencia, la cual considera con mirada infalible lo que nos conviene, y nosotros carecemos de capacidad para saberlo. Aceptémoslo buenamente como todo lo que emana de una mano sapientísima y amiga:


Si consilium vis:

permittes ipsis expendere numinibus, quid

conveniat nobis, rebusque sit utile nostris.

Carior est illis homo quam sibi[820]:


pues solicitar de los dioses honores y cargos, es pedir que nos lancen en un combate, en medio de los azares, o de cualquiera otra complicación, cuya salida es incierta y dudoso el fruto.

Ninguna lucha tan empeñada ni ruda como la que sostienen los filósofos sobre la cuestión de conocer cuál sea el soberano bien del hombre. Varrón calcula que de tal pendencia nacieron doscientas ochenta y cinco sectas. Qui autem de summo bono dissentit, de tota philosophiae ratione disputat[821]:


Tres mihi convivae prope dissentire videntur,

poscentes vario multum diversa palato:

Quid dem?, quid nom dem? Renuis tu, quod jubet alter;

quod petis, id sane est invisum acidumque duobus.[822]


Así debía responder la naturaleza a tantas cuestiones y debates. Los unos dicen que nuestro bien reside en la virtud; los otros en el placer; algunos en no contrariar ni violentar las propias inclinaciones; quién asegura que en la ciencia; quien que en la carencia de dolor; quién en no dejarse llevar por las apariencias. A esta opinión se asemeja la sentencia de Pitágoras:


Nil admirari, prope res est una, Numici,

solaque, quae possit fecere et servare beatum[823],


que es el ideal de la secta pirroniana. Atribuye Aristóteles a magnanimidad el no admirar nada, y Arquesilas decía que el fundamento de la rectitud e inflexibilidad del juicio eran los vicios y los males. Verdad es que en lo que sentaba como axioma apartábase de los pirronianos, los cuales cuando dicen que el bien supremo reside en la ataraxia, que es la quietud absoluta del juicio, no pretenden dignificarle de una manera afirmativa; pero el movimiento mismo del alma; que les hace huir de los precipicios y ponerse a cubierto del sereno, muéstrales tal idea y les hace rechazar otra.

Cuan vivamente desearía yo, mientras me encuentro en esta vida, que algún sabio, Justo Lipsio[824], por ejemplo, que es el hombre más docto que nos queda, y cuyo espíritu culto y mesurado guarda analogía tan grande con el de Turnebo, tuviera voluntad, salud y reposo suficientes para ordenar en un registro, según sus divisiones y sus clases, con curiosidad y buena fe, las opiniones todas de la antigua filosofía sobre nuestro ser y nuestras costumbres y controversias; el crédito de que gozaron todas estas ideas; si los filósofos practicaron las máximas que enseñaron, y en fin, todo lo memorable y ejemplar, digno siempre de ser consignado. No cabe duda que tal libro sería útil y hermoso. En suma, si con las luces de nuestro propio espíritu pretendemos reglamentar nuestras costumbres, ¿a cuántas confusiones no nos lanzamos? Lo que nuestra razón nos aconseja de más cuerdo es que cada cual obedezca las leyes de su país, como recomiendan los preceptos de Sócrates, inspirados, dice, por la sabiduría divina, con lo cual manifiesta que nuestros deberes no tienen otra pauta que la fortuita. La verdad debe tener un carácter idnético y universal. Si el hombre conociese la verdadera esencia de la rectitud y la justicia, no las supondría inherentes a las costumbres de esta o aquella región, ni supondría tampoco que residen en las costumbres de los persas o en las de los indios. Nada como las leyes está sujeto a más continua mutación; desde que yo vine al mundo he visto cambiar hasta tres o cuatro veces las de los ingleses[825], nuestros vecinos, y no ya sólo las políticas, lo cual sería menos peregrino, sino las que tocan a lo más importante que pueda existir sobre la tierra, a la religión, cosa que me avergüenza y desconsuela por tratarse de una nación con la que mi familia tuvo unión íntima de parentesco; en mi casa se guardan todavía testimonios de ello. En nuestro propio país he visto tal causa que nos exponía a la pena capital convertirse en legítima; nosotros, que mantenemos otras, estamos abocados, según la incertidumbre de la fortuna guerrera, a ser un día criminales de lesa majestad humana y divina, si nuestra justicia cae en manos de la injusticia, y en el espacio de pocos años las cosas mudan por completo. ¿Cómo podía aquel, dios de la antigüedad[826] acusar en la mente humana la ignorancia del ser divino y enseñar a los hombres que la religión no era sino invención, terrena, propia a unir los unos a los otros, declarando a los que consultaban sus luces que el verdadero culto de cada uno era el que veía observado por la costumbre en el lugar en que había nacido?, ¡Oh Dios! ¡qué reconocimiento tan grande es el que debemos a la benignidad de nuestro Criador soberano por haber libertado nuestras creencias de esas devociones vagabundas y arbitrarias; por haberlas llevado al eterno fundamento de la palabra santa! ¿Qué nos responderá a esto la filosofía? «Que sigamos las leyes de nuestro país», es decir, ese flotante mar de las opiniones de un pueblo o de un príncipe, que me pintarán la justicia con colores tan diversos y la modificarán de tantos modos como cambios haya en sus pasiones respectivas. Mi juicio no puede ser tan flexible ni acomodaticio. ¿Qué clase de bondad es la que ayer gozaba de predicamento y mañana se desacredita, ni la que el curso de un río convierte en crimen? ¿Qué verdad la que esas montañas limitan y que se trueca en mentira para los que viven más allá?[827]

No dejan de ser graciosos cuando para imprimir a las leyes alguna certidumbre aseguran que las hay firmes, perpetuas e inmutables, y que éstas se llaman naturales por estar selladas en el género humano, por la condición peculiar de la propia esencia de éste; de éstas quien fija el número en tres, quien en cuatro, unos más y otros menos, prueba evidente de que en ello hay igual incertidumbre como en todo lo demás. En verdad son infortunados los que así se expresan, pues no puedo escribir otro nombre al considerar que de un número tan infinito de leyes no se encuentre ni una siquiera que el azar o la casualidad hayan hecho aceptar universalmente por general aquiescencia de todas las naciones. Así que, la única prueba verosímil por la cual puedan imponer algunas naturales es la universalidad de su aprobación, pues aquello que la naturaleza nos hubiera recomendado practicaríamoslo por general consentimiento, y no sólo cada pueblo en general, sino también cada individuo en particular, advertirían la violencia y la fuerza que les produciría quien pretendiera desviarlos de esa ley. Muéstrenme para que la vea una sola en que se emplean esas condiciones. Protágoras y Aristón no suponían otro fundamento en la justicia de las leyes que el parecer y autoridad del legislador, y consideraban que si se prescindía de esta circunstancia, hasta la bondad y la honradez perdían sus méritos respectivos, quedando reducidas a nombres huecos y a cosas indiferentes. Trasímaco en Platón entiende que no hay más derecho que la ventaja del superior. No hay cosa sobre la tierra en que mayor variedad se encuentre que en las costumbres y en las leyes; lo que aquí es abominable considérase allá como digno de encomio; como por ejemplo en Lacedemonia la sutileza en el robar. Los matrimonios entre parientes se prohíben rigorosamente entre nosotros; en otras partes se honran tales uniones:


Gentes esse feruntur,

in quibus et nato genitrix, et nata parenti

jungitur, et pietas geminato crescit amore[828];


los parricidios, la cesión de las mujeres, los tráficos, robos y licencias; toda suerte de voluptuosidades, toda clase de extravíos, nada hay, en suma, por loco, insensato u horrible que no se encuentre recibido por el uso de alguna nación.

Creíble es que existan leyes naturales como se ve entre las demás criaturas, pero entre nosotros se perdieron. Esta hermosa razón humana, ingiriéndose en todo como señora y soberana, enturbió y confundió el aspecto de las cosas conforme a su vanidad e inconstancia: nihil itaque amplius nostrum est; quod nostrum dico, artis est[829]. Todas las cosas ofrecen matices diversos y se prestan a consideraciones varias, lo cual engendra la diversidad de opiniones: una nación las examina por un lado, detiénese en él, y otra por otro.

Nada tan horrible de imaginar como el comerse a su propio padre. Los pueblos que antiguamente practicaron esta costumbre tomáronla, sin embargo, como testimonio de piedad y afección intensas, buscando con ella conceder a sus progenitores la más digna y honrosa sepultura, alojando en sí mismos y como en su misma médula el cuerpo y las reliquias de sus padres, vivificándoles en algún modo y regenerándolos por la trasmutación en su carne viva por medio de la digestión y la nutrición. Fácil es considerar lo abominable y cruel que hubiera sido a los ojos de estos hombres, acostumbrados y empapados en superstición semejante, el arrojar en la tierra los despojos de los que los engendraran para que se corrompieran y fueran devorados por los gusanos.

Licurgo no ve en el robo más que la vivacidad, diligencia, arrojo y destreza que supone el apoderarse de algo que pertenezca al prójimo, y la utilidad pública que se sigue de que cada cual mire con interés mayor aquello que le pertenece, estimando que de ambas cosas (ataque y defensa) se alcanzaba gran provecho para la disciplina militar, que era la principal virtud y la ciencia primordial a que quería encaminar y habituar a su nación; méritos que su entender aventajaban al desorden e injusticia de prevalecerse de los ajenos bienes.

Dionisio el tirano ofreció a Platón una túnica a la moda persa, larga, adamascada y perfumada; Platón la rechazó diciendo que como había nacido hombre, por nada del mundo se vestiría de mujer; pero Aristipo la aceptó fundamentándose en esta otra razón: «Que ningún atavío podía corromper un valor sano y vigoroso.» Censuraban sus amigos su cobardía por haber tolerado que el tirano le escupiera en el rostro, y el filósofo respondió: «También los pescadores sufren de buen grado que las ondas del mar bañen su cuerpo de los pies a la cabeza por atrapar un miserable pececillo.» Diógenes estaba lavando sus berzas, y viendo pasar a Aristipo, le dijo: «Si supieras vivir con coles no serías el cortesano de un tirano»; a lo cual Aristipo repuso: «Y si tú supieras vivir entre los hombres no estarías ahí lavando coles.» He aquí cómo la razón procura argumentos para probarlo todo: es un jarro con dos asas que puede cogerse del lado derecho lo mismo que del izquierdo:


Bellum, o terra hospita, portas:

bello armantur equi; bellum haec armenta minantur.

Sed tamen idem olim curru succedere sueti

quadrupedes, et frena jugo concordia ferre,

spes est pacis.[830]


Recomendábase a Solón que no vertiera lágrimas impotentes e inútiles por la muerte de su hijo: «Por eso precisamente las derramo, contestó, porque son impotentes o inútiles.» La mujer de Sócrates agravaba, su pesar porque los jueces le hacían morir injustamente, a lo cual su marido repuso: «Pues qué, ¿desearías más bien que me hicieran morir justamente?» Nosotros llevamos las orejas agujereadas; los griegos consideraban esta costumbre como testimonio de esclavitud y servidumbre; nos ocultamos para gozar de las mujeres: los indios las disfrutan públicamente. Los escitas inmolaban a los extranjeros en sus templos: en otras partes los templos eran lugar seguro de franquicia:


Inde furor vulgi; quod numina vicinorum

odit quisque locus, quum solos credat habendos

esse deos, ques ipse colit[831]:


He oído hablar de un juez, que, cuando encontraba algún conflicto difícil de resolver entre Bartolo y Baldo[832], escribía en la margen de su libro: «Cuestión para el amigo»; con lo cual quería significar que la verdad estaba tan embrollada y debatida en el pasaje, que si se terciaba una causa análoga podría favorecer a quien mejor se le antojara. Sólo por falta de destreza podía dejar de adoptar en todo igual criterio. Los abogados y jueces de nuestra época encuentran en todas las causas razones de sobra para resolverlas conforme a su capricho. En una ciencia tan complicada, que depende de la autoridad de tantas opiniones, y de un asunto tan arbitrario, no puede acontecer que no nazca una peregrina confusión de juicios. De suerte que por claro que aparezca un proceso los pareceres sobre el mismo se diversifican; lo que uno entiende de un modo, otro lo entiende de otro, y a veces uno mismo de distintos modos en distintas ocasiones. De lo cual vemos ejemplos a diario merced a licencia semejante, que mancha la ceremoniosa autoridad y brillo de nuestra justicia, al no fijar concretamente el sentido de las leyes y al correr de unos a otros jueces para decidir de una misma causa.

Cuanto a la libertad de las opiniones filosóficas en punto a la virtud y al vicio, entre ellas se encuentran muchas mejor para calladas que para escritas, a fin de evitar el contagio de los espíritus flojos. Arcesilao decía que en la lujuria no había que considerar por qué lugar se pecaba: Et obscaenas voluptates, si natura reguirit, non genere, aut loco, aut ordine, sed forma, aetate, figura, metiendas Epicuras putat... Ne amores quidem sanctos a sapiente alienos esse arbitrantur... Quaeramus, ad quam usque aetatem juvenes amandi sint[833]. Estos dos últimos lugares estoicos sobre el amor de los jóvenes y la censura de Dicaerco a Platón mismo, prueban que la filosofía más sana cae en las licencias del uso común.

Las leyes adquieren autoridad con el uso y el arraigo. Es peligroso referirlas al punto de donde emanaron. Ennoblécense rodando, como los ríos; seguid el curso de éstas en dirección contraria a la corriente hasta llegar al lugar donde nacen, y no veréis más que una fuentecilla apenas perceptible, que al envejecer se enorgullece y fortifica. Ved as antiguas razones que imprimieron el primer impulso a ese famoso torrente, lleno de dignidad, que al par inspira reverencia y horror, y las encontraréis tan ligeras, tan deleznables, que las gentes que lo aquilatan todo, y todo lo examinan con las luces de la razón, y que nada admiten por autoridad ni a crédito, no es maravilla que juzguen a veces de un modo que se aleja de los pareceres comunes. Son éstas gentes que toman por patrón la imagen primordial de la naturaleza, y no es por tanto extraordinario que en la mayor parte de sus ideas se extravíen del camino trillado. Pocos de entre ellos hubieran aprobado las formalidades impuestas a nuestros matrimonios; la mayor parte prefirieron tener mujeres comunes a varios, sin obligación para con ellas, y rechazaron toda suerte de ceremonias, análogas a las nuestras. Decía Crisipo que un filósofo puede dar una docena de volteretas, hasta cuando va sin calzones por unas cuantas aceitunas. Este filósofo no hubiera aprobado la conducta de Clistenes, que se negó a conceder la mano de su hija Agarista a Hipodóclides, por haberle visto hacer equilibrios infantiles sobra una mesa. Metroclo dejó escapar un pedo un tanto indiscretamente en una disputa, hallándose delante de sus discípulos; luego, de vergüenza, se metió en su casa sin querer salir, hasta que Crates le fue a ver, y añadiendo a sus consolaciones y razones el ejemplo de su cinismo se puso a expeler ventosidades en competencia con él, y le purgó de escrúpulos; además llevola a su secta estoica, que era más franca, haciéndole abandonar la peripatética, mucho más urbana, y que hasta entonces había seguido. Lo que nosotros llamamos decoro, lo que nos impide hacer al descubierto aquello que debe practicarse privadamente, los estoicos lo llamaban tontería; añadían que es alardear de melindroso el no reconocer lo que la naturaleza, la costumbre y nuestras propias, inclinaciones pregonan y proclaman. Estimábanlo vicio, juzgando que era denigrar el valor de los misterios de Venus el apartarlos del santuario de su templo para exponerlos a la vista del pueblo. Creían que descorrer el velo que ocultaba estos juegos era envilecerles; que la vergüenza, el recelo, la circunspección y la reserva en el goce de los placeres del amor, constituyen una parte de la estima en que los tenemos; y que la voluptuosidad se ocultaba muy ingeniosamente bajo la máscara de la virtud para no ser prostituida en medio de las encrucijadas, pisoteada y menospreciada a los ojos del pueblo, echando de menos el decoro y ventajas de sus acostumbrados recintos. Por eso algunos aseguran que acabar con los burdeles públicos es no solamente extender por todas partes la lujuria que se cobija en esos lugares, sino además aguijonear en los hombres el mismo vicio a causa de la dificultad de satisfacerlo:


Moechus es Aufidiae, qui vir, Scaevine, fuisti:

rivalis fuerat qui tuus, ille vir est.

Cur aliena placet tibi, quae tua non placet uxor?

numquid securus non potes arrigere?[834]


Experiencia semejante se comprueba con mil ejemplos análogos:


Nullus in urbe fuit tota, qui tangere vellet

uxorem gratis, Caeciliane, tuam,

dum licuit: sed nunc, positis custodibus, ingens

turba fututoruni est. Ingeniosus homo es.[835]


Preguntaron lo que hacía a un filósofo a quien sorprendieron en el momento mismo en que se hallaba practicando el acto amoroso, y respondió sin inmutarse: «Estoy plantando un hombre»; ni más ni menos que si se le hubiera visto plantar ajos, ni se avergonzó siquiera.

Sin duda a causa del respeto un padre de la Iglesia836 considera que ese acto debe necesariamente ocultarse, y efectuarse pudorosamente, puesto que en la licencia de las uniones cínicas no podía suponer que la faena tuviera fin, sino que se complacían en los movimientos lascivos para mantener el descaro de que la secta hacía gala, y que para lanzar al exterior todo cuanto la vergüenza guardaba reprimido y oculto tenían luego necesidad de buscar la sombra. No penetró el santo suficientemente toda la magnitud de la licencia, pues Diógenes, ejerciendo en público su masturbación, formulaba en presencia de las gentes que le veían el deseo «de poder saciar su vientre restregándolo». Preguntado por qué no buscaba otro lugar más conveniente para comer que las calles y las plazas, respondió que también sentía el hambre en plena calle. Las mujeres que se agregaban a la secta de los cínicos uníanse también a sus personas en cualquier lugar y sin miramiento alguno. Hiparquia fue recibida en la sociedad de Crates con la condición de seguir en todas las cosas los preceptos de la regla de éste. Estos filósofos concedían a la virtud elevado precio y rechazaban todas las demás disciplinas de la moral, de suerte que en todas sus acciones reconocían la autoridad soberana en su conciencia colocándola por cima de las leyes, no imponiendo otra barrera a la satisfacción de los deseos que la moderación propia y el respeto de la libertad ajena.

Heráclito y Protágoras, por aquello de que las personas enfermas encuentran el vino amargo y las que están sanas agradable; porque el remo parece torcido cuando está dentro del agua y derecho cuando está fuera, y otros fenómenos análogos que los objetos muestran, argumentaron que todas las cosas llevan en sí mismas las causas de las particularidades que presentan; que en el vino hay algo de amargo que se asimila el paladar del enfermo; en el remo cierta condición de curvatura que ve el que lo mira en el agua, y así de lo demás. Todo lo cual viene a significar, que todo está en todas las cosas y por consiguiente nada en ninguna, porque nada hay donde todo se encuentra.

Este principio trae a mi memoria la experiencia que todos tenemos, o sea que no hay sentido ni interpretación, derecho o torcido, amarga o dulce, que el espíritu humano deje de hallar en los escritos que registra. De la palabra más terminante, pura y perfecta, ¿cuánta falsedad e impostura no se hace nacer? ¿Qué herejía dejó de hallar testimonios y fundamentos sobrados para encontrar crédito? Por eso los que pregonan el error jamás prescinden del auxilio que les presta la interpretación de las palabras. Queriendo probarme un hombre digno de respeto por medio de testimonios verídicos la investigación de la piedra filosofal, en cuyo inquirimiento está sumergido, mostrome poco ha cinco o seis pasajes de la Biblia en los cuales me decía que se fundamentaba para descargo de su conciencia, pues la persona a que aludo es un eclesiástico. Y a decir verdad, la razón que encontró acomodábase no mal a la defensa de aquella hermosa ciencia.

Por semejantes medios ganan crédito los adivinos. No hay pronosticador, con tal de que posea autoridad bastante para que se examine lo que dice, y se busquen con interés todos los escondrijos y matices de sus palabras, a quien no se haga decir con verosimilitud todo cuanto se quiera, como a las Sibilas. Hay tantísimos medios de interpretación que es bien difícil que un espíritu ingenioso no encuentre, a tuertas o a derechas, en todas las cosas, lo que se proponga hallar. Por eso vemos un estilo nebuloso y ambiguo en algunos escritos con tanta frecuencia, el cual tan de antiguo gozó de predicamento. Que un autor cualquiera acierte a interesar y a dar quehacer a la posteridad, cosa que a veces se consigue más por la casualidad que por el talento; que por fineza de espíritu o por torpeza se muestre algo obscuro o contradictorio, y no haya cuidado, los comentadores le achacarán lo que dijo y lo que no dijo. Esto es lo que dio crédito a muchos engendros insignificantes y a muchos escritos, y lo que recargó de consideraciones diversas una misma idea y un mismo sistema.

¿Es posible que Homero haya querido decir todo cuanto se le ha hecho decir, y que se haya prestado a tan opuestas interpretaciones que los teólogos, los legisladores, los capitanes, los filósofos y toda suerte de gentes, cuya misión es tratar de las ciencias, por diversa y contrariamente que las traten, se apoyen en él, y por él quieran demostrar algunos de sus aciertos? Maestro competente en todas las artes, en todas las obras y en todos los oficios, y general consejero en todas las empresas, quienquiera que haya tenido necesidad de oráculos y predicciones los encontró siempre en el poeta. Un amigo mío, hombre doctísimo, ha acertado a ver en Homero admirables cosas en pro de nuestra religión; y no hay quien le saque de su idea: Homero quiso decir cabalísimamente cuanto él encuentra. El autor de la Iliada le es tan familiar como al que más; pero lo que mi amigo encuentra en favor de nuestras creencias muchos antiguos lo vieron en beneficio de las suyas. Ved cómo se comenta a Platón: todos se enaltecen aplicándose sus doctrinas a sí mismos, y las llevan del lado que se les antoja; se le pasea y se le mezcla en todas las nuevas opiniones que el mundo recibe; se le pone en oposición con él mismo, conforme al diferente curso de las cosas; se le hace que desapruebe las costumbres lícitas de su siglo cuanto que son ilícitas en el nuestro. Y todo con viveza y energía, según que poseo ambas cualidades el espíritu del intérprete. Sobre el principio de Heráclito de que todas las cosas encierran en sí mismas las apariencias que muestran, Demócrito sacaba una conclusión enteramente contraria, a saber: que los objetos no tenían ninguno de los aspectos que nosotros encontramos en ellos; y del hecho que la miel sea dulce al paladar de los unos y amarga para el de los otros, deducía que no era ni dulce ni amarga. Los pirronianos dirían que no saben si es dulce o si es amarga, o ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas a la vez, pues siempre van a dar al punto más elevado de la duda. Los cirenaicos creían que nada había perceptible exteriormente, y que sólo somos capaces de advertir las cosas interiores, como el dolor y el placer, no reconociendo ni el color ni el tono de los mismos, sino solamente ciertas afecciones que se nos presentan; y aseguraban que el hombre no podía ejercitar su juicio en otra parte. Protágoras opinaba que para cada cual es verdadero lo que tal cree. Los epicúreos colocan en los sentidos el fundamento de todo juicio, en el conocimiento de las cosas y en la voluptuosidad. Platón quiere que el conocimiento de la verdad y la verdad misma, alejados de las opiniones y de los sentidos, pertenezcan exclusivamente a espíritu y a la cogitación.

Este principio me lleva a hablar de nuestros sentidos, en los cuales yace el principal fundamento y la más palmaria prueba de nuestra ignorancia. Todo cuanto se conoce llega sin duda a nosotros por la facultad de conocer, pues como el juicio proviene de la operación del que juzga, natural es que esta operación la lleve a cabo por los medios y voluntad de que dispone, y no por impulso ajeno, como acontecería si llegáramos al conocimiento de las cosas por la fuerza y conforme a la ley de su esencia misma. Así pues, toda noción llega a nosotros por conducto de los sentidos, que son nuestros dueños soberanos:


Via qua munita fidei

proxima fert humanum in pectus, templaque mentis.[837]


Por ellos comienza la ciencia y en ellos se resuelve. Después de todo no sabríamos más que una piedra si no tuviéramos noticia de que existen el sonido, el olor, la luz, el sabor, la medida, el peso, la blandura, la dureza, la aspereza, el color, la suavidad, la anchura, la profundidad; ellos forman el plan y los principios de todo el edificio de nuestra ciencia, y según algunos el término ciencia equivale al de sentimiento. Quien me llevara a negar el poder de los sentidos me dejaría indefenso; no podría hacerme objeción más capital: son el principio y el fin del humano conocimiento:


Invenies primis ab sensibus esse creatam

notitiam veri, neque sensus posse refelli...

Quid majore fide porro, quam sensus, haberi

debet?[838]


Aminórese cuanto se quiera su poderío, siempre habrá de concederse que por su mediación se alcanza toda la instrucción que poseemos. Dice Cicerón que Crisipo, habiendo intentado echar por tierra la virtud y fortaleza de los sentidos, llegó a imaginar argumentos acomodados a su tesis, pero que no pudo llegar a explicarla. Carneades, que sostenía la opinión contraria, repúsole: «¡Ah desdichado, tu propia fuerza te ha perdido!» A nuestro entender no hay absurdos mayores que los de sostener que el fuego no calienta y que la luz no alumbra; que en el hierro no hay pesantez ni resistencia; y que todas ésas son nociones que los sentidos nos comunican; ni creencia o ciencia humanas, que puedan compararse en certidumbre a las citadas.

La primera consideración que viene a mi mente en punto a nuestros órganos es la de poner en duda que el hombre se encuentre provisto de todos los naturales. Yo veo muchos animales que viven existencia cabal y perfecta, los unos sin vista, los otros sin oído. ¿Quién sabe si a nosotros nos faltan también uno, dos, tres o varios sentidos? Caso que de alguno estemos desposeídos, nuestra razón no es capaz de advertir la falta. Privilegio es de nuestros órganos el ser el último límite de las cosas que percibimos. Nada hay más allá de ellos que nos pueda servir a descubrirlo, y a veces ni siquiera uno de nuestros sentidos puede llegar a descubrir el otro:


An poterunt oculos aures reprehendere?, an aures

tactus?, an hunc porro tactum sapor arguet oris?,

an confutabunt nares, oculive revincen?[839]


Todos ellos son el límite extremo de nuestra facultad.


Seorsum cuique potestas

divisa est, sua vis cuique est.[840]


Es imposible convencer a un ciego de nacimiento de que no ve, e igualmente imposible hacerle desear la vista ni que lamente la falta de tal órgano; por eso no debemos servirnos del fundamento de que nuestra alma esté contenta y satisfecha con los que tenemos, en atención a que en ese punto es incapaz de echar de ver su enfermedad e imperfección, en el caso de que ambas cosas fueran un hecho. Imposible es también decir nada al ciego de que hablo que pueda hacer llegar a su imaginación las ideas de luz, color y vista. Nada es capaz de llevar sus sentidos a la evidencia. Los ciegos de nacimiento, a quienes vemos desear la vista, realmente ignoran lo que piden: nos oyeron decir que les falta algo de lo que nosotros tenemos, lo cual nombran acertadamente, lo mismo que sus efectos y consecuencias, pero sin embargo no saben lo que es, ni siquiera de una manera aproximada.

He conocido a un caballero, de buena casa, nacido ciego, o que quedó sin vista de edad tan tierna que ignora qué cosa sea ver. Está tan poco noticioso de lo que le falta, que usa y emplea como nosotros las palabras que designan el fenómeno de la visión, y las aplica de un modo que por entero le pertenece. Presentándole un niño de quien era padrino, cogiole en sus brazos y exclamó: «¡Hermosa criatura! ¡da gusto verla! ¡qué ojos tan alegres!» Como cualquiera de nosotros, dirá: «Esta sala es agradable; hoy está sereno; hace un sol espléndido.» Más todavía: como sabe que nuestros ejercicios acostumbrados son la caza, el juego de pelota y el tiro al blanco, por haberlo oído decir, tomó cariño a tales distracciones y cree ejercer en ellas idéntica parte que los demás; anímase y complácese, sin que la vista a ello le ayude, con el grito de «Ahí va una liebre», cuando se encuentra en alguna gran explanada en que puede cazarse; luego se le dice que la liebre fue atrapada, y hétemelo tan orgulloso de su presa como oye decir que los demás están. Coge la pelota con la mano izquierda y la lanza con la pala con todas sus fuerzas; dispara el arcabuz y se da por satisfecho cuando los que le acompañan le dicen que apuntó alto, o que tocó cerca del blanco.

¿Quién sabe si el género humano comete una torpeza análoga a falta de algún sentido, y si merced a esta circunstancia lo principal del aspecto de las cosas permanece oculto para nosotros? ¿Quién sabe si las obscuridades que encontramos en muchas obras de la naturaleza provienen también de igual causa, y si muchos fenómenos que vemos en los animales, que superan nuestras facultades, proceden también de igual origen, y si algunos de entre ellos gozan vida más plena que la nuestra? Cuando cogemos una manzana nos servimos casi de todos nuestros sentidos; advertimos en ella el color rojo, la pulidez, el olor y la dulzura; a más de estas propiedades dicho fruto puede tener otras que nosotros no echamos de ver por carecer de sentidos que las adviertan. En las propiedades que llamamos ocultas en muchas cosas, como la del imán de atraer al acero, ¿no es verosímil que en la naturaleza haya facultades sensitivas propias para juzgarlas y advertirlas y que la carencia de las mismas nos acarree la ignorancia de la esencia verdadera de tales causas? Acaso es cierto sentido particular lo que descubre a los gallos la hora de la mañana y la de la media noche, y los mueve a cantar; lo que enseña a las gallinas antes de que nadie se lo diga a temer al gavilán, y no al pato ni al pavo, que son de mayor tamaño; lo que advierte a los pollos de la naturaleza hostil del gato contra ellos, y a no temer al perro; a prevenirse contra el maullido, que es en cierto modo cariñoso, y no contra los ladridos, que son rudos y pendencieros; a los abejorros, hormigas y ratones a escoger el mejor queso y las peras mejores antes de haberlos gustado, y lo que encamina al ciervo, al elefante y a la serpiente al conocimiento de cierta hierba propia para su curación. No hay sentido cuyo influjo no sea grande y que por su mediación no procure un número infinito de conocimientos. Si nos encontráramos privados de la inteligencia de los sonidos, de la armonía y de la voz, esta circunstancia procuraríamos una confusión inimaginable en todos nuestros otros conocimientos; pues además de la misión propia de cada órgano, ¿cuántos argumentos, consecuencias y conclusiones no deducimos para otras cosas por la comparación de unos sentidos con otros? Que un hombre inteligente imagine la naturaleza humana nacida sin el sentido de la vista, y calcule el desorden e ignorancia que acompañaría a tal ausencia, y cuantas tinieblas y ceguera en nuestra alma. Por donde puede verse de cuánta trascendencia sea para el conocimiento de la verdad; la privación de un sentido, o de dos, o de tres; dado que en nosotros exista. Hemos formado una verdad con el apoyo y concurso de los cinco que tenemos, pero acaso fuese necesario el acuerdo de ocho o diez, y su concurso, para advertirla de un modo cierto y en su esencia.

Las sectas que combaten la ciencia del hombre apóyanse principalmente en la debilidad e incertidumbre de nuestros sentidos. Como todo conocimiento llega a nosotros por su mediación, si no son exactos en las nociones que nos comunican, si corrompen o alteran lo que del exterior nos transmiten, si la luz que por conducto de ellos corre a nuestra alma se obscurece durante el pasaje, nuestro conocimiento no tiene fundamento alguno. De esta duda nacieron las siguientes ideas: «Que cada objeto encierra en sí mismo cuanto en él encontramos»; «que nada es real de lo que creemos ver en él», y la opinión de los epicúreos, según la cual «el sol no es más grande de lo que nuestra vista lo juzga:


Quidquid id est, nihilo fertur majore figura,

quam, nostris oculis quam cernimus, esse videtur:


que las apariencias que hacen ver un cuerpo grande a quien está cercano a el, y más pequeño a quien está lejos, son ambas verdaderas:


Nec tamen hic oculos falli concedimus hitum...

Proinde animi vitium hoc oculis adfingere noli[841]:


afirman otros de una manera absoluta que los sentidos nos transmiten fielmente los objetos; que precisa sujetarse a lo que nos manifiestan, y alejar razones distintas para explicar la diferencia y contradicción que en ellos encontramos, y, hasta inventar cualquier patraña cuando razones no encontramos; hasta, tal extremo llegaron algunos, antes que acusar a aquéllos.» Timágoras juraba que por oprimirse o estirarse los párpados nunca vio convertirse una luz en dos; y añadía que semejante apariencia radicaba en la errónea opinión no en el órgano visual. De todos los absurdos imaginables, el mayor para los epicúreos es el rechazar la fuerza y efecto de los sentidos:


Proinde, quod in quoque est his visum tempore, verum est.

Et, si non poterit ratio dissolvere causam,

cur ea, quae fuerint juxtim quadrata. procul sint

visa rotunda; tamens praestat rationis egentem

reddere mendose causas utriusque figurae,

quam manibus manifesta suis emittere quaequam,

et violare fidem primam, et convellere tota

fundamenta, quibus nixatur vita, salusque:

non modo enim ratio ruat omnis, vita quoque ipsa

concidat extemplo, nisi credere sensibus ausis

praecipitesque locos vitare, et cetera, quae sint,

in genere hoc fugienda![842]


Semejante recomendación, tan desesperada y poco filosófica, no declara cosa distinta, sino que la ciencia humana no puede sustentarse más que por medio de razones irrazonables, locas y descabelladas; pero que sin embargo es preferible que el hombre, para acreditar su autoridad, se sirva de ellas y de cualquiera otro remedio, por quimérico que sea, antes que reconocer su torpeza irremediable, verdad que tan poco le favorece. No puede rechazar que los sentidos no sean los soberanos dueños de la ciencia que posee; pero el hecho es que son inciertos, y propenden al error en cualquier circunstancia. Contra esta aseveración evidente se levanta en contradicción, y si las fuerzas legítimas le faltan, como sucede en realidad, va derecho, a la testarudez, a la temeridad y al cinismo para encontrar en ellos armas. Si lo que los epicúreos afirman fuese cierto, a saber, «que carecemos de todo conocimiento, si son falsas las representaciones de los sentidos»; y si fuera verdad lo que los estoicos afirman, «que las representaciones de los sentidos son tan falsas que no pueden dar lugar a ciencia alguna», podemos concluir, fundamentándonos en esas dos grandes escuelas dogmáticas, que la ciencia no existe.

En punto al error e incertidumbre de las operaciones de los sentidos pueden procurarse tantos ejemplos como les plazca: tan frecuentes son los errores a que nos conducen. Cuando el eco le repercute en un valle el sonido de una trompeta que suena una legua detrás de nosotros semeja precedernos:


Exstantesque procul medio de gurgite montes,

classibus inter quos liber patet exitus: iidem

apparent, et longe divolsi licet, ingens

insula, conjunctis tamen ex his una videtur...

Et fugere ad puppim colles campique videntur,

quos agimus praeter navim, velisque volamus...

Ubi in medio nobis equias acer obhaesit

flumine, equi corpus transversum ferre videtur

vis, et in adversum flumen contrudere raptim.[843]


Cuando con el dedo índice se toca un balín de arcabuz, estando el del corazón entrelazado por la parte superior de aquél, precisa hacerse violencia para reconocer que no hay más que uno; de tal modo los sentidos nos representan dos. Que éstos sean muchas veces dueños del raciocinio y le obliguen a recibir impresiones que conoce y juzga falsas, vese a cada momento. Dejando a un lado el del tacto, cuyas funciones son más cercanas, vivas y substanciales, el cual tantas veces da en tierra, por los efectos dolorosos que comunica a nuestro cuerpo, con las más estoicas resoluciones, y obliga a exhalar alaridos a quien implantó heroicamente en su alma; «que el cólico como cualesquiera otra enfermedad y dolor es cosa indiferente que carece de fuerzas para aminorar en nada la dicha soberana y la bienandanza en que el filósofo se coloca por virtud del vigor de su espíritu», no hay ánimo por flojo que sea, a quien el redoblar de los tambores y el sonido de las trompetas deje de alentar, ni tan duro que no se sienta despertado y acariciado por los dulces acordes de la música. Ninguna alma hay tan ruda que no se sienta movida a reverencia al considerar el vasto recinto de nuestras iglesias, rodeado de misterio; la diversidad de los ornamentos y el orden de las ceremonias; al oír la santa armonía de los órganos, y el timbre religioso y tranquilo de las voces del coro; hasta los que trasponen con indiferencia los umbrales de nuestros templos experimentan como un temblor en sus pechos, algún temor que los hace desconfiar de la eficacia de sus ideas. Por lo que a mí toca, en modo alguno me siento suficientemente fuerte para escuchar con frialdad los versos de Horacio o de Catulo cantados por una garganta armoniosa y una boca joven y linda; Zenón decía bien cuando sentaba que la voz constituye la esencia de la belleza. Han querido hacerme creer que un hombre a quien todos los franceses conocemos me obligó a aceptar como buenos, recitándomelos, unos versos que había compuesto; que no eran lo mismo en el papel que en el aire, y que mis ojos juzgaron de diverso modo que mis oídos; de tal suerte la pronunciación realza y avalora las obras que de ella dependen. Por lo cual Filoxeno no montó en cólera al oír entonar malamente una de sus composiciones, sino, que pateó e hizo añicos unos ladrillos que pertenecían al recitador, diciéndole: «Rompo lo que es tuyo, como tú corrompes lo que es mío.» ¿Por qué hasta los mismos que recibieron la muerte con ánimo varonil apartaron la faz para no ver el golpe que soportaban? Los que para el cuidado de su salud desean y solicitan que se les ampute o cauterice, ¿por qué son incapaces de resistir la vista de los aprestos, utensilios y la operación del cirujano, puesto que los ojos no tienen participación ninguna en el dolor? ¿No son estos ejemplos buena prueba del predominio que los sentidos ejercen sobre la razón? Inútil es que sepamos que esas trenzas recibiéronse prestadas de la cabeza de un paje o de un lacayo, que ese carmín vino de España, y esa blancura y pulidez del mar Océano; la vista nos fuerza a encontrar a la dama más linda y apetitosa contra todo viso de razón, pues todos esos atractivos son pegados:


Auferimur cultu; gemmis, aurorque teguntur

crimina: pars minima est ipsa puella sui.

Saepe, ubi sit quod ames, inter tam multa requiras:

decipit hac oculos aegide dives amor.[844]


¡Cuánto conceden al empuje de los sentidos los poetas que representan a Narciso perdido de amor por su sombra,


Cunetaque miratur, quibus est mirabillis ipse;

se cupit imprudens; et, qui probat, ipse probatur;

dumque petit, petitur; pariterque accendit, et ardet[845];


y el cerebro de Pigmalión, tan trastornado se vio por la impresión de la vista de su estatua de marfil que le inspiró deseos, suponiéndola animada por el soplo de la vida!


Oscula dat, reddique putat: sequiturque, tenetque,

et credit tacas digitos insidere membris;

et metuit, pressos veniat ne livor in artus.[846]


Colóquese a un filósofo en una jaula de alambres delgados, y puestos a distancia, suspendida en lo alto de las torres de Nuestra Señora de París: nuestro hombre verá evidentemente que la caída es imposible; mas sin embargo no podrá evitar (caso de no estar habituado al oficio de pizarrero) que la contemplación de altura tan extraordinaria no le espante y atemorice; de resistencia sobrada damos muestras con mantenernos seguros en las galerías de los campanarios, cuando éstos tienen aberturas y antepechos; personas hay que no resisten ni siquiera que les pase por la cabeza la idea de encontrarse a una altura tan considerable. Colóquese una viga entre dos torres del mismo templo[847] de un grosor y anchura suficientes a que podamos andar sobre ella; no hay prudencia filosófica, por firme que sea, que nos aliente a recorrerla como la recorreríamos si estuviera en el suelo. Con frecuencia he experimentado hallándome en las alturas de las montañas que están más allá de mi país (soy, sin embargo, de los que se espantan poco de tales cosas), que no podía resistir la vista de la profundidad infinita que divisaba sin horror y temblor de corvas y muslos, eso que no me aproximó demasiado, ni tampoco la caída hubiera sido posible a no haberme arrojado voluntariamente. He advertido también que cualquiera que sea la elevación del precipicio ante el cual estemos colocados, siempre y cuando que en la pendiente haya un árbol o una roca para detener algún tanto nuestra vista y compartir su atención, semejante circunstancia nos alivia, y tranquiliza, cual si fuera cosa de que en la caída pudiésemos recibir socorro; pero los abismos cortados, sin prominencias, ni siquiera podemos mirarlos sin que el vértigo nos gane instantáneamente, lo cual es una evidente impostura de la vista: ut despici sine vertigine simul oculorum animique non possit[848]. Por eso el gran Demócrito se saltó los ojos para descargar su alma de los desórdenes que con ellos recibía, y poder así filosofar con libertad mayor. Mas siguiendo iguales miras debió también ponerse estopa en los oídos, los cuales al decir de Teofrasto constituyen el instrumento más peligroso de que disponemos para recibir impresiones violentas, que nos trastornan y modifican; y debió privarse de todos los demás sentidos, o lo que es lo mismo, de su ser y de su vida, pues en todos ellos reside el poderío de avasallar nuestra razón y nuestra alma. Fit etiam saepe specie quadam, saepe vocum gravitate et cantibus, ut pellantur animi vehementius; saepe etiam cura et timore[849]. Aseguran los médicos que ciertos temperamentos se agitan hasta el furor oyendo determinados sonidos musicales. He visto alguien que no podía sentir que royeran un hueso bajo su mesa sin perder al punto la paciencia, y apenas hay hombre que no se estremezca ante el ruido áspero e intenso que produce la lima al aplicarla contra el hierro; al oír mascar de cerca; el escuchar a alguien que tenga en la garganta o en la nariz algún obstáculo, muchos se incomodan hasta la cólera o el odio. El flautista templador de Graco, que ablandaba, vigorizaba y acomodaba el diapasón requerido por la voz de su amo cuando éste arengaba en Roma, ¿qué servicio prestaba si el movimiento e índole del sonido no era capaz de conmover ni alterar el juicio de los oyentes? ¡En verdad hay razón para enorgullecerse de la seguridad de nuestros lindos órganos, que se modifican y cambian merced a un viento tan sutil y ligero!

Idéntica ilusión que los sentidos llevan al entendimiento recíbenla ellos a su vez; frecuentemente nuestra alma se desquita de igual modo. Diríase que los unos y la otra se engañan a competencia. Lo que vemos y oímos cuando estamos agitados por la cólera no lo vemos ni lo oímos tal y conforme es en realidad:


Et solem geminum, et duplices se ostendere Thebas[850]:


aquello que amamos nos parece más hermoso de lo que en el fondo es:


Multimodis igitur pravas turpesque videmus

esse in deliciis, summoque in honore vigere[851];


y más feo lo que nos disgusta; para un hombre desesperado y afligido la claridad del día es obscura y tenebrosa. Nuestros sentidos no sólo se ven trastornados, sino también entorpecidos por completo a causa de las pasiones del alma; ¿cuántas cosas ven nuestros ojos que nuestro espíritu no admite cuando otras cosas le preocupan?


In rebus quoque apertis nosecre possis,

si non advortas animum, proinde esse, quasi omni

Tempore semotae fuerint, longeque remotae[852]:


Diríase que el alma, recogida interiormente, encuéntrase preocupada por las representaciones de los sentidos. De todo esto podemos concluir que el hombre, así interior como exteriormente, hállase repleto de debilidad y mentira.

Los que compararon nuestra existencia a un sueño, quizás tuvieron más razón de lo que pensaron. Cuando soñamos, nuestra alma vive, obra y ejercita todas sus facultades, ni más ni menos que cuando velamos; y si bien lo hace de una manera más blanda y borrosa, no es hasta el extremo que la diferencia sea como la que va de la noche a una claridad viva, sino más bien como la que existe entre la noche y la sombra. Cuando soñamos, el alma duerme; cuando estamos despiertos, dormita; más o menos intensas, en las tinieblas se encuentra siempre, en las tinieblas cimerianas. Velamos dormidos, y velando dormimos. Yo no veo con tanta claridad en el sueño; mas por lo que toca al velar, jamás lo contemplo puro y sin nubes. El sueño en su profundidad adormece a veces los sueños mismos, pero nuestro velar no es nunca tan despierto que disipe y purgue los ensueños, que son los sueños de los que velan, o peor aún. Reconociendo nuestra razón y nuestra alma las quimeras e ideas que engendramos en el sueño, acertándolas lo mismo que los actos que realizamos cuando despiertos, ¿por qué no ponemos en duda si nuestro pensar y nuestro obrar son otro sueño, y nuestro velar alguna manera de dormir?

Si los sentidos son nuestros primeros jueces, no son sin embargo los que exclusivamente debemos llamar a consejo, pues en tal facultad los animales tienen tanto o más derecho que nosotros. Es evidente que algunos tienen el oído más agudo que el hombre, otros la vista, otros la sensibilidad, y otros el tacto o el gusto. Decía Demócrito que los dioses y las bestias estaban dotados de facultades sensitivas mucho más perfectas que el hombre. Ahora bien, entre los efectos de los sentidos de aquéllas y los nuestros la diferencia es extrema; nuestra saliva limpia y seca nuestras llagas, pero mata a la serpiente:


Tantaque in bis rebus distantia, differitasque est,

ut quod aliis cibus est, aliis fuat acre venenum,

saepe etenim serpens, hominis contacta saliva,

disperit, ac sese mandeado conficit ipsa[853]:


¿cuál será, pues, la cualidad que aplicaremos a la saliva? ¿según las propiedades que en nosotros produce, o conforme al resultado en la serpiente? ¿por cuál de los dos casos fijaremos la verdadera esencia que buscamos? Plinio afirma que en las Indias hay ciertas liebres marinas cuya carne es para el hombre venenosa, y el hombre es a su vez veneno para ellas, pues con el solo contacto las mata; ¿quién será en este caso el verdadero veneno, el hombre o el pez?, ¿a quién habremos de dar crédito de eficacia destructora, al pez, que es veneno para hombre, o al hombre, que es veneno para pez? Ciertos miasmas dañan al hombre que no perjudican al buey; otros dañan al buey y dejan libre al hombre; ¿cuál de los dos miasmas será de naturaleza pestilente? Los que padecen de ictericia ven todas las cosas amarillentas y más pálidas que los que no sufren esta enfermedad:


Lurida preaterea fiunt, queacumque tuentur

arquati.[854]


Los que tienen el mal que los médicos llaman hyposphagma, que consiste en el esparcimiento de la sangre bajo la piel, ven todas las cosas rojas y sangrientas. Estos humores que así cambian las propiedades de nuestra vista, ¿qué sabemos si predominan en los animales y les son normales? Porque, en efecto, vemos unos que tienen los ojos amarillos, como nuestros enfermos de ictericia; otros que los tienen encarnados y sangrientos. Es verosímil que para ambos el color de los objetos difiera de como nosotros los vemos; ¿cuál será, por tanto, el verdadero? Porque no está palmariamente demostrado que la esencia de las cosas se manifieste exclusivamente al hombre: la dureza blancura, profundidad, agrior y demás cualidades de las mismas tocan al servicio y conocimiento de los animales, de la propia suerte que a los nuestros; dioles la naturaleza la facultad de advertirlas como a nosotros. Cuando estiramos hacia bajo el párpado inferior, los objetos que se muestran a nuestra vista los vemos alargados y extendidos; algunos animales tienen los ojos así conformados. ¡Quién sabe si este alargamiento es la verdadera forma de los cuerpos no la ordinaria con que ante nuestra vista se muestran! Si levantamos el mismo párpado inferior, los objetos nos aparecen dobles:


Bina lucernarum flagrantia lumina flammis...

Et duplices hominum facies, et corpora bina.[855].


Si tenemos alguna dificultad en los oídos u obstruido el conducto de ellos, advertimos los sonidos de manera distinta a la ordinaria; por lo mismo los animales que tienen las orejas peludas, o cuyo conducto auditivo es muy pequeño, no oyen como nosotros y acogen el sonido de distinto modo. En las fiestas y en los teatros vemos que colocando ante la luz de las antorchas un cristal de un color cualquiera, todo cuanto recibe la luz del mismo nos aparece verde, amarillo o violeta:


Et volgo faciunt id lutea russaque vela,

Et ferrugina, quum, magnis intenta theatris

Per malos volgata trabesque, trementia pendent:

Namque ibi consessum caveai subter, et omnem

Scenai, speciem, patrum, matrumque, deorumque

Inficiunt, coguntque suo fluitare colore.[856]


Verosímil es que los ojos de los animales, que reconocemos ser de color diferente a los nuestros, les hagan ver los cuerpos del color que aquéllos.

Para darnos cuenta exacta de la operación que nuestros sentidos ejecutan sería pues menester primeramente que estuviéramos de acuerdo con los animales y luego con nosotros mismos lo cual está muy lejos de acontecer, pues debatimos constantemente lo que otro dice, ve o gusta; e igualmente que sobre todo lo demás, de la diversidad de imágenes que por medio de los sentidos formamos. Por virtud de la regla ordinaria de la naturaleza, oye y ve y gusta de distinto modo un niño que un hombre de treinta años; y éste diversamente que un sexagenario: son los sentidos más obscuros y opacos para los unos, y más abiertos y agudos para los otros. Recibimos las cosas distintas según nuestro estado y lo que las mismas se nos antojan; así que, siendo nuestra apreciación tan incierta y controvertible, no es raro que se nos diga que podemos reconocer que la nieve nos aparece blanca, pero que el sentar que por su esencia sea así en realidad sobrepasa nuestros alcances; de suerte que, permaneciendo sin dilucidar este principio, toda la frágil ciencia humana se la lleva el viento necesariamente. ¿En qué no dejan de contradecirse unos sentidos a otros? Una pintura parece de relieve a la vista, y al tacto sin ninguna prominencia; ¿podremos decir del almizcle que es agradable, o ingrato, puesto que satisface al olfato y disgusta al paladar? Existen hierbas y ungüentos adecuados para una parte del cuerpo que aplicados a otra la hieren; la miel es grata al paladar y desagradable a la vista: en esas sortijas que están escopleadas en forma de plumas, a que llaman Pennes sans fin, no hay ojo por avizor que sea que pueda discernir la anchura verdadera, ni que acierte a librarse de la ilusión que nos las muestra ensanchándose de un lado y adelgazándose y estrechándose del otro, hasta cuando se las hace dar vueltas alrededor del dedo. Sin embargo, al tacto se nos presentan iguales en anchura por todos lados. Las personas que por aumentar su deleite se servían en lo antiguo de espejos propios para abultar y agrandar el objeto que ante ellos presentaban, a fin de que los órganos de que se iban a servir las placieran mejor merced a ese abultamiento ocular, ¿a cuál de los dos sentidos complacían, a la vista, que les representaba los órganos gruesos y grandes cuanto querían, o al tacto, que se los mostraba pequeños o insignificantes? El pan que comemos, es simplemente, pan, pero nuestro organismo lo transforma en huesos, sangre, carne, pelos y uñas:


Ut cibus in membra atque artus quum diditur omnes,

disperit, atque aliam naturam sufficit ex se[857];


la substancia, que chupa la raíz de un árbol se cambia en tronco, hojas y fruto; y el aire, siendo idéntico, truécase por la aplicación a una trompeta, diverso en mil suertes de sonidos; así que yo me pregunto: ¿son nuestros sentidos los que modifican de igual modo las cualidades diversas de los objetos? ¿o son éstos los que así las tienen? Mayormente, puesto que los accidentes de las enfermedades, de las quimeras o del sueño, nos hacen ver las cosas diferentes de como se muestran a los sanos, a los cuerdos y a los que velan, ¿no es verosímil que nuestra postura y nuestro temperamento naturales tengan también el poder de desfigurar las cosas acomodándolas a su condición, de igual suerte que las naturalezas trastornadas? ¿Por qué no ha de comunicar la templanza a los objetos alguna forma peculiar suya y lo propio la cualidad contraria? El paladar del inapetente aumenta la insipidez del vino, el del sano el sabor, el del sediento la exquisitez. Por consiguiente, acomodando nuestro estado las cosas a sí mismo y transformándolas al mismo tenor, desconocernos cómo son en esencia, pues todo llega a nosotros alterado y falsificado por los sentidos. Donde el compás, la escuadra y la regla no son exactos, todas las proporciones que de ellos se deduzcan, todos los edificios que se erijan según la medida de los mismos, serán también necesariamente imperfectos y defectuosos. La incertidumbre de nuestros sentidos trueca en dudoso todo cuanto nos reflejan:


Denique ut in fabrica, si prava est regula prima,

normaque si fallax rectis regionibus exit,

et libella aliqua si ex parti claudicat hilum;

omnia mendose fieri, atque obstipa necessum est,

prava, cubentia, prona, supina, atque absona tecta:

jam ruere ut quaedam videantur velle, ruantque

prodita judiciis fallacibus omnia primis:

sic igitur ratio tibi rerum prava necesse est,

falsaque sit, falsis quaecumque ab sensibus orta est.[858]


Y esto demostrado, ¿quién será apto para aquilatar este error? De la propia suerte que al contravertir sobre cosas de religión hemos menester de un hombre que no esté ligado al uno ni al otro bando, que esté libre de toda afección e inclinación, lo cual no acontece entre los cristianos, lo mismo sucede aquí, pues si el juez es viejo, no puede hacerse cargo de la vejez, siendo él mismo parte interesada en el debate; si es joven, acontece de igual modo; y lo mismo si es sano o enfermo, si duerme o vela. Precisaríamos uno exento de todas esas condiciones, a fin de que libre de prejuicios, juzgara de las cosas como siéndole indiferentes. Un juez cuya existencia es imposible.

Para aquilatar las apariencias fenomenales de las cosas precisaríamos un instrumento que las midiera; para comprobar las operaciones de los instrumentos hemos menester una demostración, y para convencernos de si ésta es exacta tendríamos que echar mano de otro instrumento, con lo cual hétenos ya en el límite a que nuestras invenciones pueden llegar. Puesto que nuestros sentidos no son capaces de detener nuestra disputa, encontrándose como se encuentran llenos de incertidumbre, menester es que la detenga la razón; ninguna podrá sentarse sin el concurso de otra, y hétenos de nuevo metidos en un círculo vicioso, que llegaría al infinito. Nuestra fantasía no obra sobre las cosas que le son ajenas, sino que recibe el concurso de los sentidos; éstos tampoco alcanzan las cosas que les son extrañas, sino solamente sus pasiones peculiares; de modo que la fantasía es sólo apariencia sin ser objeto y sólo contiene la pasión de los sentidos; aquella facultad y los objetos son cosa distinta, por lo cual, quien se deja llevar por las apariencias, juzga en presencia de cosa distinta. Decir que le los sentidos llevan al alma las cualidades de los objetos extraños por semejanza, no es posible, porque ni el alma ni el entendimiento pueden certificarse de tal semejanza, careciendo como carecen de todo comercio con los objetos extraños. De igual modo que quien no conoce a Sócrates no puede decir al ver su retrato si se le asemeja. Así que, quien a pesar de todo quisiera juzgar por las apariencias, si quiere hacerse cargo de todas es imposible, pues se presentan en oposición las unas a las otras por sus contrariedades y discrepancias, como la experiencia nos lo acredita; ¿tendremos motivos para conjeturar que por virtud de algunas podremos colocar otras en su verdadero lugar? Para ello habría que comprobar la elección con otra elección; la segunda por la tercera, y así nunca acabaríamos. Finalmente, ninguna hay que sea constante en nuestro ser ni en los objetos; nosotros, nuestro juicio y todas las cosas mortales van rodando y corriendo sin cesar, de suerte que nada cierto puede sentarse de lo primero ni de las otras, estando el juez la cosa juzgada en continuos mutación y movimiento[859].

Comunicación con el ser no tenemos ninguna porque toda humana naturaleza está constantemente en el punto medio, entre el nacer y el morir; y no da de sí misma sino una apariencia obscura y sombría, y una idea débil e incierta; y si por acaso fijáis vuestro pensamiento en querer que conozca su ser, haréis lo propio que si pretendierais coger un puñado de agua: a medida que la mano vaya apretando y oprimiendo lo que por naturaleza se escapa por todas partes, más irá perdiendo lo que quiere retener y asir. Así que, en vista de que todas las cosas están sujetas a pasar de un estado a otro, la razón, que en ellas busca una esencia real, se ve chasqueada constantemente, no pudiendo alcanzar nada de subsistente, porque todo o comienza a recibir forma o principia a morir antes de que sea nacido. Platón decía que los cuerpos jamás tenían existencia, y sí nacimiento, considerando que Homero hizo al Océano padre de los dioses, y a Thetis la madre, por estar en fluxión, transformación y variación perpetuos. Esta idea fue común a todos los filósofos anteriores a aquél, a excepción de Parménides, que consideraba las cosas como privadas de movimiento a la fuerza del cual da suma importancia. Pitágoras sentaba que toda materia está sujeta a modificación y es caduca; los estoicos, que el tiempo presente no existe, y que lo que llamamos presente no es sino la juntura de venidero y lo pasado, Heráclito creía que nunca un hombre había entrado dos veces en el mismo río; Epicarmes, que quien pidió dinero prestado no lo debe ya después; y que quien la víspera fue invitado a almorzar al día siguiente ya no está convidado, en atención a que no son las mismas personas; cambiaron ya[860], «y que una substancia mortal no podía hallarse dos veces en estado idéntico, pues a causa de la rapidez y ligereza del cambio, ya se disipa, ya se une, viene o va; de manera que lo que comienza a nacer no alcanza nunca la perfección del ser, en atención a que ese mismo nacer nunca acaba y nunca se detiene como habiendo llegado al fin, sino que a partir de la semilla va constantemente cambiándose y mudándose de un estado a otro; como de la semilla humana se hace primero en el vientre de la madre un fruto informe, luego un niño ya formado, luego, fuera del seno, un niño que se cría mamando, después un muchacho, luego un joven, después un hombre cumplido, más tarde un viejo y al fin un anciano decrépito; de suerte que la edad y generación subsiguientes van constantemente deshaciendo y estropeando la que precedió:


Mutat enim mundi naturam totius aetas,

ex alioque alius status excipere omnia debet;

nec manet ulla sui similis res: omnia migrant,

Omnia communat natura, et vertere cogit.[861]


Neciamente tememos una sola espacie de muerte, puesto que hemos pasado y estamos pasando por tantas otras; pues, no solamente, como Heráclito decía, la muerte del fuego engendra el aire y la del aire engendra el agua, sino que con evidencia mayor podemos ver cosa idéntica en nosotros mismos; la flor de la edad muere y pasa cuando la vejez sobreviene, y la juventud acaba en lo mejor de la edad del hombre hecho; la infancia en la juventud, y la primera edad muere en la infancia, y el día de ayer en el de hoy y el de hoy morirá en el de mañana, y nada hay que permanezca ni que sea siempre uno. Que así acontezca, en efecto, pruébalo el que si nos mantuviéramos los mismos y unos no nos regocijaríamos ahora con una cosa y luego con otra. ¿De dónde proviene que estimemos cosas contrarias o las odiemos, que las alabemos o las censuremos? ¿Cómo sentimos afecciones diversas y jamás pensamos de igual modo? Porque no es verosímil que sin mudanza adoptemos pasiones diferentes; y aquello que experimenta cambio no permanece uno mismo, y no siendo un mismo cambia nuestra esencia pasando de un estado a otro. Por consiguiente nuestros sentidos se engañan y mienten, tomando aquello que les aparece por lo que es en realidad a falta de bien conocer lo que realmente es. Todo lo cual considerado, ¿qué podremos decir que sea la verdad? Aquello que es eterno, es decir, lo que jamás tuvo nacimiento ni tendrá tampoco fin; aquello a que el tiempo no procura mutación ninguna, pues es el tiempo cosa movible y que aparece como en sombra con la materia que se agita y flota constantemente, sin permanecer nunca estable ni permanente, aquello a que pertenecen estas palabras: antes y después, ha sido y será; las cuales desde luego muestran evidentemente que no es nada que exista, pues sería solemne torpeza y falsedad palmaria decir que subsiste lo que aun está por nacer o que ya dejó de subsistir. Y en cuanto a estas palabras: presente, instante, ahora, por las cuales parece que sostenemos y fundamentamos la inteligencia del tiempo, al descubrirlo la razón destrúyelo instantáneamente, pues lo disuelve al momento, y el futuro y el pasado, como queriéndolos ver necesariamente divididos en dos. Lo propio acontece a la naturaleza, que es medida como al tiempo que la mide, pues nada hay tampoco en ella que permanezca ni subsista, sino que todas las cosas o son nacidas o nacientes, o encuéntranse ya en el acabar. Por todo lo cual sería pecado decir de Dios, que es lo único que existe, que fue o que será862, pues estos términos son declinaciones, vicisitudes o transformaciones de aquello que no puede durar ni permanecer en su ser, por donde precisa concluir que Dios sólo existe, y no conforme a ninguna medida del tiempo, sino según una eternidad inmutable o inmóvil, no medida por tiempo ni sujeta a declinación alguna; ante el cual nada existe, ni existirá después, ni será más nuevo o más reciente; sino que es un Ser naturalmente existente que por un sólo ahora llena la eternidad, y nada hay, que sea verdaderamente más que él solo, sin que pueda decirse ha sido o será; que no tiene principio ni tendrá fin».

A esta tan religiosa conclusión de un hombre pagano quiero añadir solamente las palabras siguientes de otro de igual condición863, para cerrar este largo y engorroso discurso, que me procuraría materia sin culto: «Cosa abyecta y desdicha es el hombre, dice, si no eleva su espíritu por cima de la humanidad.» Concepto hermoso y deseo laudable, mas tan absurdo como lo uno y lo otro; pues pretender hacer el puñado más grande que el puño, la brazada mayor que los brazos, y esperar dar una zancada mayor de lo que permite la longitud de nuestras piernas es imposible y monstruoso; y lo mismo que el hombre se coloque por cima de sí mismo y de la humanidad, pues no puede ver más que con sus ojos ni coger más que con sus manos. Elevarase si milagrosamente Dios le tiende las suyas, renunciando y abandonando sus propios medios, dejándose alzar y realzar por los que son puramente celestes. Incumbe sólo a nuestra fe cristiana y no a nuestra resistencia estoica el aspirar a esa divina y milagrosa metamorfosis.



Del juzgar de la muerte ajena

Cuando consideramos la firmeza que alguien mostró en la hora de su muerte, que es sin duda la más notable acción de la vida humana, preciso es tener en cuenta que difícilmente creemos encontrarnos en tan supremo momento. Pocas gentes mueren convencidas de que en verdad llegó su última hora, y no hay ocasión en que más nos engañe la halagadora esperanza, que no cesa de trompetear en nuestros oídos: «Otros estuvieron más enfermos sin que por ello muriesen; la cosa no es tan desesperada como parece, y mayores milagros hizo Dios.» Pasan por nuestra fantasía todas estas ideas, porque damos demasiada importancia a nuestra persona; diríase que la universalidad de las cosas creadas sufre en algún modo a causa de nuestra desaparición, y que se apiada de nuestro estado; porque nuestra vista trastornada se representa las imágenes de las cosas de un modo engañoso, creemos que éstas se van a medida que nosotros desaparecemos. Lo propio que acontece a los que viajan por mar, para quienes montañas, campiñas y ciudades, cielo y tierra marchan en sentido inverso a su camino:


Provehimur portu, terraeque urbesque recedunt.[864]


¿Quién vio nunca vejez que no alabara el tiempo pasado y no censurara el presente descargando sobre el mundo y las costumbres de los hombres las miserias de su tristeza?


Jamque caput quassans, grandis suspirat arator...

Et quum tempora temporibus praesentia confert

praeteritis, laudat fortunas saepe parentis,

et crepat antiquum genus ut pietate repletum.[865]


Todo lo arrastramos con nosotros, de donde resulta que consideramos nuestra muerte como un magno suceso que no se realiza sin aparato ni consultación solemne de los astros; tot circa unum caput tumultuantes deos866; y tanto más lo pensamos cuanto más importantes nos creemos y más aferrados estamos a la vida. ¿Cómo? ¿tanta ciencia, tan irreparable pérdida tendrá lugar sin que en ella intervenga para nada la diosa de los destinos? ¿Es posible que un alma tan singular, tan ejemplar y tan rara no cueste a la muerte más que otra vulgar e inútil? Esta vida que ampara tantas otras, de la cual tantas dependen, a que tantos honores rodean, que emplea tantas, gentes a su servicio, ¿desaparece ni más ni menos que si estuviese ligada a un simple nudo? Nadie piensa suficientemente no ser más que un solo hombre; de aquí aquellas palabras que dijo César a su piloto, más hinchadas que el mar que le amenazaba:


Italiam si, caelo auctore, recusas,

me, pete: sola tibi causa haec est justa timoris,

vectorem non nosse tuum; porrumpe procellas,

tutela secure mei[867];


y estas otras:


Credit jam digna pericula Caesar

fatis esse suis: Tantusque evertere, dixit,

me superis labor est, parva quem puppe sedentem

tan magno petiere mari?[868]


y la pública superstición de que el sol ostentó en su frente durante todo un año el duelo por su muerte:


Ille etiam exstineto miseratus Caesare Romam,

quum caput obscura nitidum ferrugine texit[869];


y mil semejantes por las cuales el mundo se deja en tan fácilmente, creyendo que nuestros intereses trastornan al cielo mismo y que su infinidad, se cura de nuestros actos, más insignificantes. Non tanta caelo societas nobiscum est, ut nostro fato mortalis sit ille quoque siderum fulgor[870].

No es razonable suponer resolución y firmeza en quien no cree encontrarse todavía en el momento del peligro, aunque realmente esté dentro de él; tampoco basta que un hombre muera con entereza si de antemano no se preparó para desplegarla, pues acontece a muchos que violentan su continente y sus palabras para en ello alcanzar la reputación que esperan gozar todavía en vida. Algunas he visto morir a quienes la casualidad procuró continente digno, no el designio preconcebido. Entre los antiguos mismos muchos hubo que se dieron la muerte, y en quienes habría lugar de examinar si ésta fue repentina o les llegó por sus pasos contados. Aquel cruel emperador romano[871] confesaba que quería hacérsela saborear a sus prisioneros y cuando alguno se suicidaba en la prisión: «Este se me escapó», decía. Quería prolongar la muerte y hacerla sentir por el tormento paulatinamente:


Vidimus et toto quamvis in corpore caeso

nil animae lethale datum, moremque nefandae

durum saevitiae, pereuntis parcere morti.[872]


No es cosa meritoria el determinar gozando de salud y calma cabales darse la muerte; es bien fácil fanfarronear antes del momento supremo, de tal modo que el hombre más afeminado del mundo, Heliogábalo, en medio de sus más cobardes placeres proyectó matarse sibaríticamente cuando las circunstancias a ello le obligaran; y con el fin de que su acabar no desmintiera su vida pasada, mandó construir una torre suntuosa, cuya base estaba cubierta de oro y pedrería, para precipitarse desde lo alto; ordenó también hacer cuerdas de oro seda carmesí con que estrangularse, y forjar una espada de oro para atravesarse con ella; y asimismo puso veneno en vasos de esmeralda y topacio para envenenarse, según el género de muerte que quisiera elegir:


Impiger... et fortis victute coacta.[873]


El afeminamiento de tales aprestos, hace fundadamente presumir que si se le hubiera puesto en el caso de llevar a la práctica cualquiera de esos medios sibaríticos, le hubiera acometido un síncope. Aun entre los que con mayor vigor se resolvieron a la ejecución, preciso es considerar si se valieron de un medio que no dejara tiempo para experimentar los efectos: pues al ver deslizarse la vida poco a poco, porque el dolor del cuerpo se unta con el sentimiento del alma, como hay lugar de volverse atrás no puede saberse si la firmeza y la obstinación se mantuvieron hasta los últimos momentos.

Lucio Domicio, que fue hecho prisionero en el Abruzo por Julio César, bebió una pócima para envenenarse, pero arrepintiose luego. Acontece a veces que un hombre resuelve morir, y no logrando asestarse con la fuerza suficiente el primer golpe, como el dolor detiene su brazo, hiérese dos o tres veces de nuevo, pero jamás consigue darse el golpe definitivo. Mientras se seguía el proceso de Plautio Silvano, Urgulania, su abuela, hizo llegar a sus manos un puñal, y no habiendo acertado con él a darse la muerte hízose cortar las venas por sus gentes. Albucilla, en tiempo de Tiberio, al pretender darse muerte hiriose con demasiada blandura, lo cual procuró a sus enemigos ocasión para aprisionarla y matarla como pretendían. Lo propio aconteció al capitán Demóstenes después de su derrota en Sicilia, y C. Fimbria, como se hiriera ineficazmente, rogó a su criado que acabara de rematarle. Ostorio, por el contrario, no pudiendo servirse de su brazo, tampoco quiso emplear el de su criado para otra cosa sino para que le mantuviera derecho y firme, y tomando carrera puso su garganta en el acero, y se la atravesó. En verdad es esta carne que debe tragar sin mascar quien no tenga el paladar de consistencia férrea. Sin embargo, el emperador Adriano ordenó a su médico que le marcara en una tetilla el lugar preciso en que había de herirse para que la persona que le matara supiera dónde había de señalar. Por eso cuando se preguntaba a César qué género de muerte prefería, contestaba que la menos premeditada y la más corta. Y si tal decía César no es cobardía el que yo lo crea. «Una muerte corta, decía Plinio, es el soberano bien de la vida humana.» No pueden reconocerla todos con vista serena. Tampoco puede considerarse con la resolución necesaria para sufrirla quien tiene miedo de hacerla frente y de mirarla con los ojos bien abiertos. Los que en los suplicios vemos correr a su fin y apresurar y empujar su ejecución, no lo hacen por valentía, sino porque quieren quitarse de encima la idea de su fin cercano. Lo que les atormenta no es la muerte; es el morir.


Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo.[874]


Grado de firmeza es éste que por experiencia sé que podrá alcanzar, como aquellos que se lanzan en los peligros, cual en el océano, con los ojos cerrados.

En la vida de Sócrates nada hay a mi ver más relevante ni preclaro que los treinta días enteros durante los cuales rumió la sentencia de su muerte, y el haberla digerido por espacio de tanto tiempo, estando seguro de su fin, sin conmoverse ni alterarse, realizando todas sus acciones y profiriendo todas sus palabras con tono de negligencia, más bien que con rigidez, por el peso que pudiera ocasionarle una meditación para todos cruel y aterradora.

Pomponio Ático, tan conocido por su correspondencia con Cicerón, hallándose enfermo, hizo llamar a Agripa, su yerno, y a dos o tres amigos más, y les dijo que como estuviera convencido de que nada ganaba queriendo curarse, y que cuanto hacía para prolongar su vida prolongaba también y aumentaba su dolor, había resuelto poner fin al uno y a la otra, rogándoles que aprobaran su deliberación, o cuando menos que no perdieran el tiempo oponiéndose a ella. Pero como determinara acabar dejándose morir de hambre, en vez de perecer, sanó súbita y casualmente: el remedio de que echara mano para destruirse procurole la salud. Felicitáronse por tan fausto desenlace los médicos y sus amigos, y festejaron acontecimiento tan dichoso, mas se engañaron de verdad, porque no les fue posible hacerle cambiar de decisión. Para mantenerse firme en ella alegaba Pomponio que un día u otro había de dar el mismo paso, y que puesto que ya estaba empezado quería evitarse el trabajo de comenzar nuevamente en otra ocasión. Este personaje vio de cerca la muerte, y no sólo no temió lanzarse en sus brazos, sino que se encarnizó por ganar su compañía. Como le placiera la causa que le movió a entrar en la liza, la bravura le impulsó a experimentar el fin lejos de tener miedo al morir, quiso tocarlo y saborearlo.

El ejemplo del filósofo Cleantes es muy parecido al de Pomponio. Sus encías se habían inflamado y podrido, y los médicos le aconsejaron una abstinencia completa. Dos días de ayuno le produjeron tan buen efecto que aquéllos dieron su curación por terminada, consintiéndole volver a su régimen ordinario. Cleantes se hizo el sordo, y como hubiera comenzado a gustar la dulzura del desfallecimiento en que yacía, no quiso retroceder, trasponiendo el camino a que tan adentro había llegado.

El joven romano Tulio Marcelino, queriendo anticipar la hora de su fin para libertarse de una enfermedad que le ocasionaba mayores sufrimientos de los que quería soportar, llamó a sus amigos con objeto de deliberar sobre su muerte, aun cuando los médicos le habían prometido un seguro restablecimiento, si bien no inmediato. Unos, dice Séneca, le daban el consejo que por flaqueza hubieran para sí practicado, y otros por servilismo, el que suponían que debía serle más grato. Pero tropezó con un estoico que le habló así: «No te inquietes, Marcelino, cual si de un asunto importante deliberaras; vivir no es cosa que valga la pena; viven tus criados, y los animales viven también; lo importante es permanecer en el mundo con dignidad, constancia y prudencia. Considera el tiempo que hace que vives haciendo lo mismo: comer, beber, dormir; beber, dormir y comer: ni un instante dejamos de rodar alrededor de este círculo. No sólo las desgracias y los males insoportables nos hacen desear la muerte, sino también la saciedad misma de vivir.» Marcelino no había menester de consejero. Necesitaba sólo quien le ayudara a realizar su propósito, y como sus criados temieran prestarle auxilio, el filósofo les dijo que los servidores son sospechosos solamente cuando hay duda de que la muerte del amo no fue voluntaria, y que no ayudarle sería lo mismo que matarle, porque, como dice Horacio,


Invitum qui servat, idem facit occidenti.[875]


Luego el estoico advirtió a Marcelino cuán procedente sería que, así como en las comidas se sirve el postre a los asistentes al final, así su vida acabada, debía distribuir alguna cosa entre los que le habían rodeado. Como Marcelino era hombre animoso y liberal, mandó repartir algunas cantidades entre sus servidores, y los consoló al mismo tiempo. Por lo demás no hubo necesidad de acero ni tampoco de derramar sangre; quiso salir de la vida, no huirla. No escapar a la muerte, sino experimentarla, y con el fin de procurarse medio de examinarla bien de cerca, permaneció tres días sin comer ni beber, y el cuarto ordenó que le dieran un baño de agua tibia. Luego fue poco a poco desfalleciendo, no sin sentir algún placer voluptuoso, según declaró.

Y en efecto, los que sufrieron esos desfallecimientos físicos que de la debilidad provienen, dicen que ningún dolor les ocasionan, sino más bien un placer, cual si se encaminaran al sueño y al reposo. Muertes son éstas estudiadas y digeridas.

Cual si sólo a Catón fuera dado mostrar en todo ejemplos de fortaleza quiso su bien que tuviera mala la mano con que se asestó la herida. Así pudo tener lugar para afrontar la muerte y atraparla por el pescuezo, reforzando su vigor ante el peligro en vez de debilitarlo. Si hubiera tenido yo que representarle en su actitud más soberbia, habría escogido el momento en que todo ensangrentado desgarraba sus entrañas, mejor que empuñando la espada, como lo hicieron los escultores de su tiempo, pues aquel segundo suicidio sobrepujó con mucho la furia del primero.



Cómo nuestro espíritu se embaraza a sí mismo

Es una graciosa idea la de imaginar un espíritu igualmente solicitado por dos iguales deseos, pues es indudablemente que jamás adoptará ninguna resolución, a causa de la alternativa del escoger presupone en los objetos desigualdad de valor. Y si se nos colocara entre la botella y el jamón, con apetito idéntico de comer y beber, no cabe duda que moriríamos de hambre y de sed. Para explicar los estoicos el que nuestra alma elija entre dos cosas indiferentes, cuál es la causa, por ejemplo, de que en un montón de escudos tomemos más bien unos que otros, siendo todos parecidos y no habiendo razón alguna que nos incline a la preferencia, dicen que semejante movimiento de nuestro espíritu es desordenado y anormal, y que proviene de un impulso extraño, accidental y fortuito. Paréceme que podría darse una mejor explicación, en razón a que ninguna cosa se representa nuestra mente en que no exista alguna diferencia, por ligera que sea; y que para la vista o para el tacto hay siempre algún motivo que nos tiente y atraiga aun cuando no podamos advertirlo. Análogamente, si imagináramos un bramante cuya resistencia fuera igual en toda su extensión, sería imposible de toda imposibilidad que se quebrara: ¿por dónde había de principiar la ruptura? Romperse por todas partes va contra el orden natural. Y si añadimos además a este ejemplo las preposiciones geométricas que por la evidencia de la demostración concluyen que el contenido es mayor que el continente y el centro tan grande como su circunferencia; que admiten dos líneas que acercándose constantemente una a otra no pueden jamás tocarse, la piedra filosofal y la cuadratura del círculo, en todas las cuales la razón y lo que la vista muestra están en oposición, obtendríamos sin duda algún argumento con que apoyar este atrevido principio de Plinio: solum certum nihil esse certi, et homine nihil miserius, aut superbius[876].



La privación es causa de apetito

No hay razón que no tenga su contraria, dice la más juiciosa de todas las escuelas filosóficas. Reflexionaba yo poco ha sobre aquella hermosa sentencia enunciada por un antiguo filósofo en menosprecio de la vida, según la cual, «ningún bien puede procurarnos placer si no es aquel a cuya pérdida estamos preparados»; in aequo est dolor amissae rei, et timor amittendae[877]; queriendo probar con ambos principios que las fruiciones de la villa no pueden sernos verdaderamente gratas si tememos que nos escapen. Podría, sin embargo, decirse lo contrario, esto es, que guardamos y abrazamos el bien con tanta mayor ansia y afección cuanto que lo vemos más inseguro en nuestras manos, y cuanto mayor temor tenemos de que nos sea arrebatado, pues vemos con clara evidencia que así como el fuego se aviva con el viento, nuestra voluntad ser aguza también con la privación:


Si nunquam Danaen habuisset ahenea turris,

non esset Danae de Jove facta parens[878];


y que nada hay que sea tan naturalmente contrario a nuestro gusto como la saciedad que proviene de la abundancia; ni nada que tanto lo despierte como la dificultad y la rareza: omnium rerum voluptas ipso, quo debet fugare, periculo cresci[879].


Galla, nega; satiatur amor, nisi gaudia torquent.[880]


Para mantener vivo el amor entre los lacedemonios ordenó Licurgo que los casados no pudieran ayuntarse sino a escondidas, y que sería tan deshonroso encontrarlos juntos en el lecho como si se los hallara separados en idénticas funciones con otras personas. Las dificultades que rodean a las citas amorosas, el temor de las sorpresas, la vergüenza del primer encuentro:


Et languor, el silentium,

...et latere petitus imo spiritus[881],


son las especias que dan el picante a la salsa. ¿Cuántos motivos de grata diversión no nacen al hablar de las obras del amor de una manera honesta y encubierta? La misma voluptuosidad procura irritarse con el dolor; es mucho más dulce citando desuella y hierve. La cortesana Flora confesaba no haber dormido nunca con Pompeyo sin que dejara a éste señales de sus mordeduras.


Quod petiere, premunt arete, faciuntque dolorem

corporis, et dentes inlidunt saepe labellis...

Et stimuli subsunt, qui instigat laedere id ipsum,

quodeumque est, rabies unde illae germina surgunt.[882]


Ocurre lo propio en todas las cosas: avalóralas la dificultad. Los habitantes de la Marca de Ancona hacen con placer mayor sus promesas a Santiago, y los de Galicia a Nuestra Señora de Loreto. En Lieja se celebran los baños de Luca, y en Toscana los de Spa; apenas se ven italianos en la escuela de esgrima de Reina, que está llena de franceses. Aquel gran Catón, como nosotros, se cansó de la esposa que tenía mientras fue suya, y la deseó cuando perteneció a otro. Yo envié a la yeguada un caballo viejo que en cuanto sentía las hembras se ponía hecho una furia: la abundancia le sació en seguida con las suyas, mas no así con las extrañas, pues ante la primera que cruza por su prado vuelve a sus importunos relinchos y a sus rabiosos calores, como al principio. Nuestro apetito menosprecia y pasa por alto lo que tiene en la mano para correr en pos de lo que carece:


Transvolat in medio posita, el fugientia captat.[883]


Prohibirnos una cosa es hacérnosla desear:


Nisi tu servare puellam

incipis, incipiet desinere esse mea[884]:


el otorgárnosla a nuestro albedrío hace que nuestra alma engendre al punto menosprecio hacia ella. La escasez y la abundancia ocasionan inconvenientes iguales.


Tibi quod superest, mihi quod defit, dolet.[885]


El desear y el gozar nos llevan al mismo dolor. Es desagradable el rigor de la mujer amada, pero la continua amabilidad y dulzura lo son a decir verdad todavía en mayor grado, pues el descontento y la cólera nacen de la estimación en que tenemos la cosa deseada, aguzan el amor y lo vivifican. La saciedad engendra el hastío, que es una pasión embotada, entorpecida, cansada y adormecida.


Si qua volet regnare diu, contemnat amantem.[886]


Contemnite, amantes:

sic hodi venie, si qua negavit heri.[887]


¿Por qué ideó Popea ocultar los, atractivos de su rostro sino para encarecerlos a los ojos de sus amantes? ¿Por qué se encubrieron hasta por bajo de los talones esos encantos que todas desean mostrar y que todos igualmente desean ver? ¿Por qué guardan las damas con impedimentos tantos, puestos los unos sobre los otros, las partes donde reside nuestro deseo y el suyo? ¿y cuál es el fin de esos voluminosos baluartes con que las doncellas acaban de armar sus caderas, sino engañar nuestro apetito y atraernos hacia ellos alejándonos?


Et fugit ad salices, et se cupit ante vider.[888]


Interduni tunica duxit oporta moram.[889]


¿A qué conduce el artificio de ese pudor virginal, esa frialdad tranquila, ese continente severo, esa profesión expresa de ignorar las cosas que saben ellas mejor que nosotros que somos sus instructores, sino a aumentarnos el ansia de vencer, a domar y pisotear nuestro deseo? Este es el fin de todos los melindres, ceremonias y obstáculos, pues no solamente hay placer, también hay honor juntamente en seducir y enloquecer esa blanda dulzura y ese pudor infantil, y en mostrar luego a nuestro ardor una fría y magistral gravedad. Es glorioso, dicen, triunfar de la modestia, de la castidad y de la templanza, y quien a las damas aleja de estas prendas las engaña y se engaña a sí mismo. Preciso es creer que su corazón se estremece de horror; que el sonido de nuestras palabras escandaliza la pureza de sus oídos; que transigen con nuestra importunidad a viva fuerza. La belleza omnipotente no se deja saborear sin la ayuda de estos intermedios. Ved en Italia, donde hay más belleza que vender, y de la más exquisita, cómo le es preciso echar mano de manejos y artes extraños para hacerse agradable; y a pesar de todo, cualesquiera que sus argucias sean, persiste en sernos débil y lánguida, de la propia suerte que aun en la virtud, entre dos acciones iguales, consideramos como más hermosa y relevante la que supuso mayor dificultad y riesgo.

La divina Providencia consiente que su santa iglesia se encuentre agitada como la vemos por tantas tempestades y desórdenes, para despertar así por ese contraste a las almas piadosas, arrancándolas de la ociosidad y del sueño en que las había sumergido una tranquilidad tan dilatada. Si contrapesamos las pérdidas que hemos experimentado por el número de los que se descarriaron, con la ganancia que nos resulta con habernos devuelto nuestros alientos, resucitado nuestro celo y nuestras fuerzas a causa de este combate, estoy seguro de que las ventajas sobrepujarán las pérdidas.

Hemos creído sujetar con mayor resistencia el nudo de nuestros matrimonios por haber apartado de ellos todo medio de disolución, y en igual grado se desprendió y aflojó la inclinación de la voluntad y de la afección, que la sujeción se impuso. Por el contrario, lo que hizo en Roma que los matrimonios permanecieran tanto tiempo en seguridad y honor, fue la libertad de romperlos cuando los contrayentes lo desearan; guardaban mejor sus mujeres porque podían perderlas, y hallándose en libertad completa de divorciarse transcurrieron quinientos años y aun más antes de que ningún cónyuge se desligara.


Quod ficet, ingratum est; quod non licet, acrius urit.[890]


Podría citarse a este propósito la opinión de un escritor de la antigüedad, el cual afirma «que los suplicios despiertan los vicios más bien que los amortiguan; que no engendran la inclinación al bien obrar, la cual es el resultado de la razón y la disciplina, y que solamente propongan el cuidado de no ser sorprendidos practicando el mal»:


Latius excisae pestis contagio serpunt[891]:


ignoro si esta sentencia es verdadera, mas lo que por experiencia conozco es que jamás ningún pueblo cambia de manera de ser con medidas semejantes: el orden y gobernamiento de las costumbres tiene su base en procedimientos diferentes.

Hablan los historiadores griegos de los argipos, vecinos de la Escitia, que viven sin vara ni palo con que ofender; a quienes no solamente nadie intenta ir a atacar, sino que aquel que puede internarse en su país hállase en lugar de franquicia, en razón de la virtud y santidad de vida de este pueblo, y nadie hay que se atreva a tocarle. Recúrrese a ellos para resolver las diferencias que surgen entre los hombres de otras partes. Naciones hay en que los jardines y los campos que quieran guardarse rodéanse con un hilo de algodón, y se encuentran más seguros que si estuvieran rodeados como entre nosotros de fosos y setos vivos. Furem signata sollicitant.. Aperta effractarius praeterit.[892]

Acaso entre otras causas la facilidad de franquearla contribuye a resguardar mi casa de los atropellos de nuestras guerras civiles; la defensa atrae el ataque y la desconfianza la ofensa. Debilité las intenciones de los soldados, apartando de su empresa el riesgo de todo asomo de gloria militar, lo cual les sirve siempre de pretexto y excusa: aquello que se realiza valientemente se considera siempre como honroso cuando la justicia es muerta. Hágoles la conquista de mi mansión cobarde y traidora; no está cerrada para nadie que a sus puertas llama, tiene por toda guarda un portero, conforme a la ceremonia y usanza antiguas, cuyo cometido es menos el de prohibir la entrada que el de franquearla con amabilidad y buena gracia. Ni tengo más guardia ni centinela que el que los astros me procuran. Un noble hace mal en alardear de hallarse defendido cuando no lo está perfectamente. La residencia que tiene acceso por un lado lo tiene por todas partes: nuestros padres no pensaron en edificar plazas fuertes. Los medios de sitiar sin baterías ni regimientos, y la facilidad de sorprender nuestras viviendas crecen todos los días superando los de guardarse; los espíritus se aguzan generalmente en lo tocante a estas hazañas; las invasiones nos alcanzan a todos, el defenderse sólo a los ricos. Mi casa era fuerte para la época en que fue construida; nada hice por fortalecerla, y temería que su resistencia se tornara contra mí mismo; además un tiempo bonancible requeriría desfortalecerla. Es peligroso el no contar con su confianza y difícil encontrarse seguros de ella, pues en materia de guerras intestinas vuestro criado puede ser del partido que teméis, y allí donde la religión sirve de móvil ni los parientes mismos son gente de fiar, escudados en la defensa de la justicia. El erario público sería incapaz de sostener nuestros guardadores, se agotaría: sin nuestra ruina somos impotentes para sostenerlo, o lo que es más injusto todavía, sin que el pueblo resulte esquilmado. La pérdida mía me acarreará consecuencias peores. Por lo demás acontece que, si os experimentáis perdidos, vuestros propios amigos se emplean en reconocer como causa vuestra falta de vigilancia o imprevisión, mejor que en compadeceros; afirman que es la ignorancia o la desidia en el manejo de los negocios de vuestra profesión la causa de vuestra desdicha. El que tantas casas bien guardadas se hayan perdido mientras la mía se mantiene en pie, háceme sospechar que aquéllas se desquicieron por encontrarse bien defendidas, circunstancia que provoca el deseo y da la razón al sitiador: toda centinela muestra faz de combate. Si así lo quiere Dios, un día será invadida mi morada; pero yo estoy muy lejos de atraer a nadie; es el asilo donde descanso lejos de las guerras que nos acaban. Mi intento es sustraer este rincón de la tormenta pública, como tengo guardado otro en mi alma. Es inútil que nuestra lucha cambie de cariz, que se multiplique y diversifique en nuevos partidos, o no me muevo. En medio de tantas residencias como hay en Francia de la condición en que vivo, defendidas a mano armada, sólo la mía está encomendada a la exclusiva protección del cielo: jamás alejé de ella vajilla de plata, contrato ni tapicería. No quiero yo vivir rodeado a medias de inquietudes, ni tampoco salvarme a medias. Si el favor divino llega a alcanzarme, me durará hasta el fin; si no me toca, bastante tiempo estuve en el mundo para que mi vida fuera advertida y registrada: ¿Cuánto? Hace treinta años bien cumplidos.



De la gloria

Existen el nombre y la cosa. El primero es una palabra que distingue y significa la cosa, no es una parte de la cosa misma ni de su sustancia. Es un fragmento extraño junto a la cosa y aparte de ella.

Dios, que es en sí mismo cúmulo y plenitud de toda perfección, no puede aumentarse ni crecer interiormente; mas su nombre puede aumentar y prosperar por la bendición y alabanza que aplicamos a sus obras exteriores. Como no nos es dable incorporar en la esencia divina nuestras alabanzas, tanto más cuanto que no puede existir la comunicación del bien, atribuímosla a su nombre, que fuera de él es la parte más cercana; por eso es sólo Dios el ser a quien la gloria y el honor pertenecen, y nada hay que más se aparte de la razón que el mendigarla para aplicarla a nosotros; pues siendo interiormente indigentes y miserables, cuya esencia es imperfecta, y teniendo constantemente necesidad de mejorar, a ello deben ir encaminados nuestros pasos. Estamos hueros y vacíos, y no es precisamente de viento y de palabras de lo que debemos llenarnos; precísanos una sustancia más sólida para nuestra reparación. Un hambriento sería bien simplote si prefiriera un hermoso vestido a una comida suculenta: hay que acudir a lo más urgente. Como dicen nuestras diarias oraciones: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus.893 Nos encontramos exhaustos de belleza, salud, prudencia, virtud otras esenciales cualidades; los adornos exteriores se buscarán luego que hayamos atendido a las cosas necesarias. En la teología se traían amplia y adecuadamente estas materias; yo casi desconozco por completo esta ciencia.

Crisipo y Diógenes fueron los primeros y los que con mayor firmeza menospreciaron la gloria; y entre todos los goces aseguraban que no existía ninguno más peligroso ni que más debiéramos huir que el que nos procura la aprobación ajena. Efectivamente, la experiencia nos hace sentir que nacen de ella traiciones de las más ruinosas. No hay cosa que envenene tanto a los príncipes como la adulación, ni nada tampoco por donde los perversos ganen crédito con facilidad mayor alrededor de aquéllos; ni rufianería tan propia y ordinaria para corromper la castidad de las mujeres como el regalarlas y dirigirlas piropos y alabanzas. El primer encantamiento que las sirenas emplearon para engañar a Ulises fue de esta naturaleza:


Deça vers nous, deça, ó treslonable Ulysse,

et le plus grand honneur dont la Grece fleurisset.[894]


Decían aquellos filósofos Que toda la gloria del mundo ni siquiera merecía que un hombre sensato extendiese un dedo para alcanzarla:


Gloria quantalibet quid erit, si gloria tamtum est.[895]

 

Y al expresarme así sólo hablo de la gloria a secas, pues la hay a que suelen acompañar algunas ventajas merced a las cuales puede hacerse deseable: ella nos procura la amabilidad ajena; nos hace menos propensos a ser injuriados y ofendidos, y nos suministra otras ventajas semejantes. El desdén de la gloria era una de las principales reglas de la filosofía epicúrea, pues el precepto de esta escuela que dice OCULTA TU VIDA, y que prohíbe a los hombres embarazarse con la carga de los negocios públicos, presupone necesariamente el menosprecio de la gloria, la cual es la aprobación que el mundo hace de los actos que ponemos en evidencia. Quien nos ordena el escondernos y no cuidar sino de nosotros mismos; quien no consiente que seamos conocidos de los demás, pretende todavía menos que seamos honrados y glorificados; por eso Epicuro aconseja a Idomeneo que en manera alguna gobierne sus acciones conforme a la opinión o fama de las gentes, como no sea para evitar las molestias accidentales que el menosprecio de los hombres puede acarrearle.

Estas reflexiones son absolutamente verdaderas; a mi entender están de todo en todo de acuerdo con la razón; mas acontece que nosotros somos, no sé por qué causa, dobles en nuestra naturaleza, lo cual da margen al que aquello que creemos no lo creamos realmente y que no podamos desechar lo que condenamos. Veamos las últimas palabras que Epicuro profiere al morir; en verdad son grandes y dignas de tal filósofo; pero en ellas hay algo que recomienda su nombre, lo cual está en contradicción con las ideas que encierra su doctrina. He aquí la carta que dictó antes de exhalar el último suspiro:

«EPICURO SALUDA A HERMACO.

»En tanto que transcurre el feliz y postrero día de mi vida, escribo esto, con un dolor, sin embargo, en la vejiga y en los intestinos que nada puede añadirse a su intensidad; pero el mal va compensado con el placer que procura a mi alma el recuerdo de mis ideas y reflexiones. Tú, como exige la afición que desde la infancia me profesaste, a mí y a la filosofía, favorece y hazte cargo de los hijos de Metrodoro.»


Tal es la carta. Lo que me hace imaginar que el placer que Epicuro experimenta en su alma merced a sus ideas, reconoce en algún modo como fundamento la gloria que esperaba alcanzar después de su muerte, son las disposiciones de su testamento, según el cual «Aminomaco y Timócrates, sus herederos, proveen para la celebración del día de su natalicio, todos los años en el mes de enero, a los gastos que Hermaco había de ordenar, lo mismo que a los dispendios que se habían de hacer el veinteno día de cada luna en provecho de los filósofos sus familiares, que se congregarían para honrar la memoria de Epicuro y Metrodoro».

Carneades predicó doctrina contraria, y sostuvo que la gloria era por sí misma deseable, de igual suerte que abrazamos a nuestros póstumos por sí mismos, sin ningún conocimiento ni goce. Esta opinión ha sido más comúnmente seguida, como suelen serlo las que se acomodan mejor a nuestras inclinaciones. Aristóteles concede a la gloria el primer rango entre los bienes externos, y recomienda que se eviten, como dos extremos viciosos, la inmoderación en el buscarla y el exceso en el huirla. Yo creo que si hubieran llegado a nosotros los tratados que Cicerón dejó escritos sobre este asunto tendríamos ocasión de conocer cosas singulares, pues este hombre fue de un temperamento tan furibundo por la gloria, que acaso hubiese caído en el exceso en que dieron otros al asegurar que la virtud misma no era apetecible ni deseable sino por el honor que la acompaña siempre:


Paulum sepultae distat inertiae

celata virtus[896]:


idea tan errónea, que me entristece el que haya nunca podido albergarse en entendimiento de hombre que tuviera el honor de llevar el dictado, de filósofo.

Si tal principio fuera cierto, no habría que ser virtuoso sino en público; y las operaciones del alma, donde el asiento verdadero de la virtud reside, sería inútil mantenerlas ordenadas y arregladas en tanto que los demás no tuvieran conocimiento de ello. El toque estaría en cometer delitos fina y sutilmente. «Si sabes, dice Carneades, que una serpiente permanece oculta en el lugar en que ignorándolo va a sentarse alguien que encontrará la muerte, y de la cual esperas recibir beneficio, haces mal en no advertírselo, tanto más cuanto que el acto que realizas no debe ser conocido sino de ti mismo.» Si en nosotros mismos no encontramos la ley del bien obrar, si a nuestros ojos la impunidad es justicia, ¿a cuántas suertes de maldades no nos abandonaremos todos los días? La acción que Sexto Peduceo practica devolviendo religiosamente las riquezas que C. Plotio le encomendara (nadie sino los dos lo sabían, yo hice otro tanto con frecuencia) no la tengo por tan laudable, como encontraría digno de execración el que no hubiéramos cumplido tal deber. Creo bueno y útil de recordar en nuestros días el ejemplo de P. Sextilio Rufo, a quien Cicerón acusa por haber recibido una herencia contra su conciencia, no contra las leyes, sino ayudado por ellas. M. Craso y E. Hortensio, que merced a su autoridad y poder fueron llamados por un extranjero a la sucesión de un testamento falso, a fin de recoger por este medio su parte, conformáronse con no ser cómplices de la falsedad, mas no rechazaron el sacar provecho, considerándose como a cubierto con mantenerse al abrigo de las acusaciones de los testigos y de las leyes: Meminerint Deum se habere testem, id est (ut ego arbitror), mentem suam.897

Es la virtud cosa bien vana y frívola cuando de la gloria alcanza su recomendación. Inútilmente nos obstinaríamos en aislarla y desunirla, porque, ¿qué cosa hay más casual que la nombradía? Profecto fortuna in omni re dominatur: ea res, cunctas ex libidine magis, quam ex vero, celebrat obscuratque.[898]

El procurar que nuestras acciones sean conocidas y vistas es por entero obra del acaso; es la suerte la que nos suministra la gloria, conforme a su instabilidad. Muchas veces la vi marchar delante del mérito y otras sobrepujarlo con generosa medida. Quien encontró primero semejanza entre la gloria y la sombra fue más perspicaz de lo que quiso; cosas son ambas de una vanidad perfecta: también la sombra precede al cuerpo que la proyecta, o le excede con mucho en longitud. Los que enseñan a la nobleza a no buscar en ella nada que del honor difiera, quasi non sit honestum quod nobilitalum non sit[899], ¿qué pretenden con ello sino amaestrarla en no echarse en brazos del azar cuando sus acciones no son vistas, y hacer que paren mientes en si hay testigos que puedan dar nuevas de sus proezas, allí mismo donde se presentan ocasiones mil de bien obrar sin que haya posibilidad de que la acción pueda ser advertida? ¡Cuántas hermosas proezas individuales quedan enterradas en medio de la confusión de una batalla! Quien se entretiene en considerar a los demás durante el combate no trabaja mucho por sí propio declarándolo, por el testimonio que da de las debilidades de sus compañeros. Vera et sapiens animi magnitudo, honestum illud, quod maxime natura sequitur, in factis positum, non in gloria, judicat.[900]

Toda la gloria que yo pretendo alcanzar de mi existencia consiste en haberla vivido tranquila; tranquila, no según Metrodoro, Arcesilao o Aristipo, sino según yo mismo. Puesto que la filosofía no supo encontrar ningún camino que condujera a la calma de la vida, y que fuera aplicable a todos, que cada cual lo busque de por sí.

¿A quien deben César y Alejandro esa grandeza infinita de su fama sino a la casualidad? ¿Cuántas vidas extinguió el destino en el comienzo de sus progresos, de las cuales no tenemos conocimiento alguno, y que estuvieron dotadas de la misma entereza que aquéllos, y que hubieran llevado a cabo iguales portentos si la desdicha de su suerte no las hubiese detenido de pronto en el germinar mismo de sus empresas? Al través de tantos y tan extremos peligros no sé que César fuera jamás herido; miles y miles de hombres fueron muertos arrostrando el menor riesgo entre los más chicos que él venció. Infinitas acciones hermosas deben desvanecerse, sin que haya medio que pueda testimoniarlas, antes de que una sola venga a nuestro conocimiento. No siempre se permanece en lo alto de una brecha, o a la cabeza de un ejército, o a la vista del general, como sobre un andamio: se es sorprendido entre los setos y el foso; precisa tentar fortuna contra un gallinero; es indispensable atrapar a cuatro mezquinos arcabuceros, que anidaron en una granja; es menester apartarse de las tropas y atacar solo, conforme las circunstancias lo exijan. Y a considerar las cosas detenidamente verase a mi entender lo que la experiencia nos enseña, o sea que las ocasiones menos brillantes son las más peligrosas, y que en las guerras que han tenido lugar en nuestro tiempo se perdieron más hombres valerosos en circunstancias mezquinas, en el disputarse de una bicoca, que en ocasiones dignas y honrosas.

Quien considera su muerte como mal empleada de no alcanzarla en momento señalado, en lugar de ilustrarla obscurece de intento su vida dejando escapar mientras tanto muchas ocasiones meritorias de arriesgarse. Todas aquellas que son justas, son suficientemente notables; la conciencia de cada uno trompetea de sobra sus hazañas. Gloria nostra est testimonium conscientiae nostrae.[901]

Quién no es hombre valeroso sino porque los demás lo sepan, y porque le estimarán mejor luego de haberle sabido; quien no ejecuta las buenas obras sino a condición de que su virtud vaya en derechura al conocimiento de los hombres, ése no es persona de quien pueda sacarse gran provecho.


Credo che'l resto di quel verno cose

facesse degne di tenerne conto,

ma fur sin da quel tempo si nascose,

che non e colpa mia s'or non le conto:

perché Orlando a far l'opre virtuose,

più ch'a narrarle poi, sempre era pronto,

né mai fu alcuno de'suoi fatti espresso,

se non quando ebbe i testimoni appresso.[902]


Es necesario ir a la guerra para cumplir un deber, y aguardar la recompensa que no puede faltar a todas las acciones hermosas, por ocultas que sean, ni siquiera a los virtuosos pensamientos: tal es el único contentamiento que una conciencia bien ordenada recibe en sí misma por el bien obrar. Es necesario ser valiente por sí mismo y por las ventajas que acarrea el tener el ánimo colocado en firme asiento y seguridad, contra los asaltos de la fortuna:


Virtus, repulsae nescia sordidae,

intaminatis fulget honoribus;

nec sumit aut ponit secures

arbitrio popularis aurae.[903]


No porque los demás lo vean y lo sepan debe nuestra alma desempeñar su papel, sino para nosotros, interiormente, donde no lleguen otros ojos que los nuestros. Allí el alma nos resguarda del temor de la muerte, de los dolores y de la deshonra misma; allí nos procura la calma cuando perdemos nuestros hijos, nuestros amigos o nuestros bienes y cuando las circunstancias lo exigen nos conduce a los peligros de la guerra; non emolumento aliquo, sed ipsius honestatis decore[904]. Este provecho es mucho más gran de y más digno de ser apetecido y esperado que el honor y la gloria, los cuales no son otra cosa que un juicio favorable que de nosotros se hace.

Precisa elegir de entre toda una nación una docena de hombres para juzgar de una aranzada de tierra, y el juicio de nuestras inclinaciones y de nuestros actos, que es lo más complicado e importante entre todas las cosas existentes, lo encomendamos a la voz común, a la turbamulta, madre de toda ignorancia, de toda injusticia y de toda inconstancia. ¿Es razonable hacer depender la vida de un hombre cuerdo del juicio de los locos? An quidquam stultius quam, quos singulos contemnas, eos aliquid putare esse universos?[905] Quien endereza sus miras a complacerlos jamás hizo nada señalado; es un blanco intangible y que carece de forma. Nil tam inoestimabile est quam animi multitudinis.[906] Demetrio decía graciosamente de la voz del pueblo que no hacía más mérito de la que le salía por arriba que de la que le salía por abajo. Cicerón va más allá todavía: Ego hoc judico, si quandoturpe non sit, tamen non esse non turpe, quum id a multiludine laudetur.[907] Ningún arte, ninguna flexibilidad de espíritu sería capaz de dirigir nuestros pasos en seguimiento de un guía tan extraviado y tan sin norma: en esta confusión, que salo el viento gobierna, compuesta de tantos ruidos y opiniones vulgares como nos empujan, no puede fijarse ningún camino aceptable. Desechemos un fin tan flotante y volandero; vayamos constantemente en pos de la razón; que la aprobación pública nos siga por virtud de ese principio, si es que quiere seguirnos. Como ésta depende por entero del acaso no hay para qué seguir tal o cual dirección. Aunque por su derechura no siguiera, yo el recto camino, practicaríalo porque la experiencia me enseñó que en fin de cuentas es el más dichoso y el más ventajoso: Dedit hoc providentia hominibus munus, ut honesta magis juvarent.[908] Aquel marinero de la antigüedad decía así a Neptuno, en medio de una gran tormenta: «Oh dios, tú me salvarás si lo tienes a bien y, si no, me perderás; pero yo mantendré siempre derecho mi timón.» He conocido mil hombres hábiles, mestizos y ambiguos, a quienes todo el mundo consideraba como más prudentes que yo en el manejo de las cosas del mundo, que se fueron a pique en ocasiones en que yo logré salvarme:


Risi successu posee carere dolos.[909]


Cuando Paulo Emilio se dirigió a su gloriosa expedición de Macedonia advirtió sobre todo al pueblo romano «que contuviera la lengua en el hablar de sus acciones durante su ausencia». La licencia en el juzgar acarrea una perturbación grande en el gobierno de los negocios importantes, pues no todos están dotados de la firmeza de Fabio para rechazar la voz del pueblo adversa e injuriosa, el cual prefirió que se desmembrara su autoridad para con las vanas ideas de los hombres, por cumplir mejor su misión, no haciendo ningún caso de la reputación favorable y consentimiento popular.

Existe yo no sé qué dulzura natural en ser alabado, pero nosotros la hacemos subir de punto:


Laudari haud metuam, neque enim mihi cornea fibra est;

sed recti finemque, extremumque esse recuso,

euge tuum, et belle.[910]


Yo no me cuido tanto de lo que soy para otro como me desvelo de lo que soy para mí mismo. Quiero ser rico con mis propios bienes, no con los prestados. Los extraños no ven más que los acontecimientos y las apariencias externas; cada cual puede poner cara de pascua por fuera, aunque por dentro le consuman la calentura y el espanto; los que me rodean no ven mi corazón, no ven más que mi continente. Con razón se censura la hipocresía que se ve en la guerra, pues nada hay más sencillo para un hombre experto que escapar el peligro y simular el esforzado, mientras el ánimo flaquea o cae deshecho por los suelos. Hay tantos medios de evitar individualmente las ocasiones de exponerse, que podemos engañar mil veces al mundo antes de poner el pie en un lugar donde el peligro nos amenace; y aun entonces, encontrándonos entre la espada y la pared, sabremos ocultar las emociones de nuestro rostro, expresándonos con palabra serena, aunque nuestra alma vacile interiormente. Seguro es que quien pudiera echar mano del anillo platónico, que tenía la virtud de hacer invisible al que lo llevaba volviendo la piedra del lado de la palma de la mano, ocultaríase donde le precisa hacerse más visible, y se arrepentiría de verse colocado en lugar tan honroso, en el cual la necesidad le fuerza a ser valiente.


Falsus honor juvat, et mendax infamia terret

quem, nisi mendosum et mendacem?[911]


He aquí cómo todos esos juicios que se formulan a la vista de las externas apariencias son extraordinariamente inciertos y dudosos. Ningún testimonio existe más seguro que el que cada uno encuentra dentro de su espíritu. ¿Cuántos galopines no vemos que merced a aquellas artimañas son tenidos por héroes? Quién se mantiene firme en una trinchera descubierta ¿en qué supera a cincuenta pobres cavadores que se encuentran junto a él, y que le abren el paso y le cubren con su cuerpo por cinco sueldos de jornal?


Non, quidquid turbida Roma

elevet, accedas; examenque improbum in illa

castiges trutina: nec te quaesiveris extra.[912]


Llamamos engrandecer nuestro nombre a esparcirlo y sembrarlo de boca en boca; queremos que sea recibido en buena parte y que tal crecimiento le sirva de provecho; esto es lo más excusable que pueda presentarse en el designio de perseguir la gloria. Pero el exceso de esta enfermedad llega hasta tal punto que muchos buscan que se hable de ellos de cualquier suerte que sea. Trogo Pompeyo dice de Erostrato, y Tito Livio de Manlio Capitolino, que ambos desearon más la grande que la buena reputación. Lo cual es un vicio corriente. Estamos más impacientes de que se hable de nosotros que de que se haga en bueno o en mal sentido. Nos basta con que nuestro nombre corra en boca de las gentes, de cualquiera condición que sea la fama que alcancemos. Diríase que el ser conocido fuera en algún modo tener la vida y la duración de la misma en la guarda de los demás. Yo permanezco encerrado dentro de mí mismo, y esa otra vida que habita en el conocimiento de mis amigos, si la considero al desnudo y simplemente en ella misma, bien se me alcanza que no saco fruto ni goce sino por la vanidad de una opinión quimérica; y cuando yo muera influirá sobre mí mucho menos, pues entonces perderé por entero el beneficio de la verdadera utilidad que accidentalmente suele seguirla a veces. No tendré por dónde coger la reputación ni por dónde ésta pueda tocarme ni llegar a mí, pues de aguardar que recaiga en mi nombre, en primer lugar no tengo uno que sea suficientemente mío; de los dos que llevo, el uno es común a todas mis ascendientes y también a otros que no lo son. Una familia hay en París y otra en Montpellier que se llaman Montaigne; y otras dos en Bretaña y en Saintonge, llamadas de la Montaña; la modificación de una sola sílaba unirá de tal suerte nuestras acciones que a mí me cabrá parte en sus glorias y a ellos quizás en mi deshonra. Si los míos se nombraron antaño Eyquem, este apellido corresponde todavía a una conocida casa de Inglaterra. Por lo que toca al nombre mío, pertenece a quien quiera tomarlo, de manera que puede ir a dar en manos de cualquier ganapán. Además, aun cuando yo tuviera un distintivo particular para mí solo, ¿qué puede significar cuando yo no exista? ¿Acaso puede designar y favorecer a la nada?


Nunc levior cippus non imprimit ossa

laudat posteritas; nunc non e manibus illis.

Nunc non e tumulo, fortunataque favilla,

nascuntur violae[913];


pero de esto hablé ya en otra parte. Por lo demás, en una batalla en que diez mil hombres son destrozados o muertos, ni siquiera hay quince de quienes se hable. Es preciso que se trate de alguna grandeza suprema o de algún hecho de consecuencia trascendental que el acaso junte, los cuales hagan resaltar una acción particular, no de un arcabucero solamente sino de un capitán. Porque matar un hombre, o dos, o diez; presentarse valerosamente a la muerte, si bien es para todos asunto importante, pues la vida es lo que más se estima, para el mundo es cosa ordinaria y corriente que se ve todos los días; y son necesarias tantas para llegar a producir un hecho señalado, que de ello no podemos aguardar ninguna particular recomendación.


Casus multis hic cognitus, ac jam

tritus, et e medio fortune ductus acervo.[914]


De tantas millaradas de hombres valientes que murieron en Francia de mil quinientos años acá con las armas en la mano, no hay ni ciento que hayan llegado a nuestra memoria. No ya sólo el nombre de los jefes, sino el de las batallas y victorias quedó enterrado en el olvido. Las hazañas de más de la mitad del mundo, a falta de quien las anote, bórranse sin dejar ninguna huella. Si en mi posesión tuviera los acontecimientos desconocidos, creo que sería facilísimo obscurecer con ellos los conocidos y celebrados en toda suerte de ejemplos. Entre los mismos romanos y los griegos, entre tantos escritores y testimonios, al través de tan nobles y raras empresas, ¡cuán pocos son los que llegaron a nosotros!


Ad nos vix tenuis famae periabitur aura.[915]


Milagro será si de aquí a cien años se recuerda a bulto que en nuestra época hubo en Francia guerras civiles. Los lacedemonios hacían sacrificios a las masas al entrar en batalla, a fin de que sus gestas fueran bien y dignamente relatadas, considerando como favor divino y no común el que las acciones brillantes encontraran testigos que supieran imprimirlas vida y memoria. ¿Pensamos quizás que a cada arcabuzazo que nos hiere y a cada inminente peligro que corremos haya un cronista que los registre? Cien cronistas podrían consignarlos en sus comentarios sin que por ello duraran más que tres días, sin llegar a la vista der nadie. Ni siquiera hemos alcanzado la milésima parte de los escritos de los antiguos; el acaso es lo que les dio vida más corta o más dilatada, según su capricho; y de lo que disfrutamos, lícito nos es dudar si es lo peor, puesto que no hemos visto lo demás. No se traman historias con tan poca cosa; es necesario haber sido cabeza en la conquista de un imperio o de un reino; es preciso haber ganado cincuenta y dos batallas campales, haber sido constantemente más débil en número, como César; diez mil soldados y muchos capitanes murieron hallándose a sus órdenes, valiente y valerosamente, de quienes el nombre se desvaneció, con la muerte de sus mujeres e hijos:


Quos fama obscura recondit.[916]


De entre aquellos a quienes vemos realizar actos grandes, tres años o tres meses después de curar en el desempeño de sus cargos ya nadie se acuerda, de ellos; ocurre lo propio que si no hubieran existido. Quien considere con proporción y justa medida de qué gentes y de qué hechos la gloria guarda memoria en los libros, hallará que en nuestro siglo hay muy contadas secciones y personas muy contadas que puedan tener a aquélla legítimo derecho. ¿Cuántos hombres notables no hemos visto sobrevivir a su propia reputación, que vieron extinguirse en su propia presencia el galardón que justamente adquirieran en sus verdes años? ¡Y por tres de esa vida quimérica o imaginaria, vamos perdiendo nuestra existencia esencial y transportándonos a una perpetua muerte! Los filósofos enderezan su vida a un más hermoso y más justo fin que esa empresa de importancia tan capital: Recte facit, fecisse merces est.[917] - Officii fructus, ipsum officium est. Sería quizás disculpable que un pintor u otro artista semejante, y también un retórico o un gramático, se trabajaran por adquirir nombre merced a sus obras, mas las acciones de la virtud son por sí mismas demasiado nobles para buscar otra recompensa que su valer peculiar, y mucho menos en la vanidad de los juicios humanos.

Si al menos esta falsa opinión sirve para que los hombres se mantengan dentro de su deber; si el pueblo con ella se despierta a la virtud; si los soberanos se conmueven al ver que el mundo bendice la memoria de Trajano y abomina la de Nerón; si los afecta el ver el nombre de este gran bribón en su tiempo causar horror y hoy maldecido y ultrajado a voz en grito por el primer colegial que conoce su vida, que la gloria se alimente entre nosotros cuanto sea dable. Platón al emplear todos los medios que su espíritu le sugería para convertir a la virtud a sus ciudadanos aconsejábales que no menospreciasen la buena reputación y estimación de los pueblos; y añade que merced a una divina inspiración acontece que hasta los malos mismos, así de palabra como ideológicamente, saben equitativamente distinguir a los buenos de entre los perversos. Este filósofo y su pedagogo[918] son ingeniosos y atrevidos para hacer intervenir la revelación y las leyes divinas donde quiera que faltan las fuerzas humanas; ut tragici poetae ad deum, quum explicare argumenti exitum non possunt[919]: por eso con designio injurioso le llamaba Timón gran forjador de milagros. Puesto que los hombres, a causa de su incapacidad, no pueden pagarse en buena moneda, apélese también a la falsa. Este medio ha sido practicado por todos los legisladores, y no hay república en que deje de encontrarse alguna mezcla, ya de vanidad ceremoniosa, ya de opinión mentirosa, que sirve de freno a sujetar los pueblos a la obediencia. Por eso la mayor parte, de ellos muestran los comienzos fabulosos, enriquecidos de misterios sobrenaturales; esto es lo que dio crédito a las religiones bastardas e hizo que las gentes de entendimiento no las miraran con malos ojos. Por eso Numa y Sertorio, para convertir en creyentes a sus huestes, las apacentaban con esta simpleza: el uno que la ninfa Egeria, y el otro que su cierva blanca les aconsejaban de parte de los dioses las determinaciones que tomaban. La autoridad que Numa dio a sus leyes bajo la advocación y patronato de esa diosa, Zoroastro el legislador de los bactrianos y de los persas, la dio a las suyas bajo el patronato del dios Oromazis; Trimegisto legislador de los egipcios, se sirvió de Mercurio; Zamolxis, el de los escitas, de Vesta; Carondas, el de los cálcidas, de Saturno; Minos, el de los candiotas, de Júpiter; Licurgo, el de los lacedemonios, de Apolo; Dracón y Solón, legisladores del pueblo ateniense, de Minerva. Todo gobierno, en suma, tiene un dios a su cabeza; falsos todos los demás, verdadero el que Moisés levantó al pueblo de Judea, salido de Egipto. La religión de los beduinos, como dice Joinville, predicaba entre otras cosas que el alma del que moría por su príncipe se iba a otro cuerpo más dichoso, más hermoso y más fuerte que el primero que, había ocupado. Empujados por esta creencia, exponían la vida de mejor gana.


In ferrum mens prona viris, animaeque capaces

mortis, et ignavum est rediturae parcere vitae.[920]


Fe saludable, aunque vana. Cada pueblo guarda ejemplos semejantes en sus costumbres, pero asunto es éste que merecería capítulo aparte.

Y por añadir aún una palabra más sobre lo primero de que hablé en este capítulo, diré que tampoco aconsejo a las damas que llamen su honor a lo que no es más que su deber; ut enim consuetudo loquitur, id solum dicitur honestum, quod est populari fama gloriosum[921]; éste es el jugo, aquél sólo la corteza. Tampoco las aconsejo que nos pongan por pantalla el honor como pretexto de su oposición, pues supongo que sus intenciones, deseos y voluntad, cosas que nada tienen que ver con el honor, como que nada de ello aparece al exterior, están en ellas mejor ordenados que los efectos exteriores:


Quae, quia non liceat, non facit, illa facit[922];


la ofensa a Dios y a la propia conciencia será tan grande al desearlo como al efectuarlo; y además son esas por sí mismas acciones tapadas y ocultas. Sería fácil que ocultaran alguna al conocimiento de los demás, de la cual el honor dependiese, si no tuvieran otro respeto al deber y a la afección, distinto del que tienen a la castidad por sí misma. Toda persona de honor prefiere perder éste antes que la conciencia.



De la presunción

Hay otra clase de gloria que consiste en la opinión demasiado ventajosa que formamos de nuestro valer. Es una afección inmoderada, merced a la cual nos idolatramos, y que nos representa a nuestros propios ojos distintos de lo que realmente somos, así como la pasión del amor presta gracias y bellezas al objeto amado, dando imagen a que los enamorados hallen, por tener el juicio turbio y trastornado, lo que aman diferente y más perfecto de lo que es en realidad.

No quiero yo sin embargo que por temor de pecar por este lado el hombre se desconozca, ni tampoco que piense valer menos de lo que vale. Debe el juicio en todo mantener sus derechos, y está muy puesto en razón que examine en este caso como en todos los demás aquello que la verdad le muestra; por eso vemos que César se puede considerar resueltamente como el primer capitán del mundo. No somos más que ceremonia; la ceremonia nos arrastra, y prescindimos de la esencia de las cosas; permanecemos en las ramas y abandonamos el tronco y el cuerpo del árbol. Hemos enseñado a las damas a enrojecer con sólo oír nombrar lo que en modo alguno temen practicar; no osamos nombrar a derechas nuestros miembros, pero no tememos emplearlos en toda suerte de concupiscencias. Los miramientos nos vedan el expresar por palabras las cosas lícitas y naturales, y acatamos los miramientos; la razón nos prohíbe la comisión de actos ilícitos, y nadie obedece a la razón. Y aquí me encuentro yo atascado y trabado por las leyes ceremoniosas, que no consienten ni que se hable bien de sí mismo ni tampoco que se hable mal. Por esta vez las dejaremos a un lado.

Aquellos a quienes la fortuna (llámese buena o mala) hizo pasar la vida en alguna señalada posición social pueden por sus acciones públicas dar testimonio de lo que son; pero a los que vivieron envueltos en la multitud, y de quienes nadie hablará si ellos mismos no hablan, debe excusárseles el atrevimiento de exteriorizarse en beneficio de los que tienen interés en conocerlos, como Lucilio hizo,


Ille velut fidis arcana soladibus olim

credebat libris, neque si male cesserat, usquam

decurrens alio, neque si bene: quo fit, ut omnis

votiva pateat veluti descripta tabella

vita senis[923];


quien confió al papel sus ideas y sus actos, pintándose tal cual se creía, ser: ned id Rutilio et Scauro citra fidem, aut obtrectationi fuit[924].

Recuerdo, pues, que desde mi más tierna infancia advirtiose en mí yo no sé qué porte y qué ademanes, testimonios de alguna vana y necia altivez. Entiendo que no es extraordinario ni raro el tener propensiones tan peculiares e incorpóreas en nosotros que carezcamos de medios para advertirlas y reconocerlas; y de estas inclinaciones naturales el cuerpo retiene fácilmente un resabio contra nuestra voluntad y sin que nosotros nos demos cuenta de ello. Una afectación que sentaba bien con su hermosura hacía inclinar a un lado la cabeza de Alejandro; igual circunstancia convertía en blando y pastoso el hablar de Alcibíades; Julio César se rascaba con un dedo la cabeza, lo cual significa el estado de un hombre cuyo espíritu está lleno de graves pensamientos; y creo que Cicerón acostumbraba a fruncir un poco la nariz, que es testimonio de un natural burlón; todos estos movimientos pueden ganarnos imperceptiblemente. Otros hay artificiales, de que no hablo, como las salutaciones y reverencias, con los cuales alcanzamos las más de las veces inmerecidamente, el honor de que se nos tenga por sencillos y corteses: se puede ser sencillo aparentemente. Yo soy sobrado pródigo de bonetadas, principalmente en estío, y jamás se me dirige una sin que la devuelva, cualquiera que sea la calidad del que saluda, como no sean gentes que vivan a mis expensas. Desearía yo que algunos príncipes que conozco fueran económicos y justos dispensadores de las mismas, pues así, sin discreción esparcidas, se aminora su valor y no producen efecto. Entre los talantes desordenados no olvidemos la gravedad afectada del emperador Constancio, que en público tenía siempre la cabeza derecha, sin volverla ni inclinarla a ningún lado, ni siquiera para mirara a los que le saludaban o se encontraba junto a él; mantenía el cuerpo plantado, inmóvil, sin dejarse llevar por el vaivén de su carruaje; ni osaba tampoco escupir, sonarse las narices ni limpiarse el sudor de la cara ante las gentes. Y no sé si los ademanes que en mí advertían eran como los de que hablé primero, o si dependían de alguna propensión oculta a la vanidad y altivez necias, como acaso fuera la verdad. Los movimientos del cuerpo no puedo yo justificarlos, cuanto a los del alma quiero aquí confesar lo que por virtud de ellos experimento.

Hay en la precación dos aspectos diferentes, a saber: el avalorarse demasiado, y el no avalorar suficientemente a los demás. Por lo que toca al primero paréceme que debo tener en cuenta estas consideraciones: yo me siento avasallado por un error de alma, que me atormenta como injusto y más todavía como inoportuno; procuro corregirlo, pero arrancarlo no puedo, y es que atenúo el equitativo valer de las cosas que poseo y lo realzo a medida que me son extrañas, ausentes y ajenas. Tal disposición de espíritu va en mí muy lejos De la propia suerte que la prerrogativa de autoridad hace que los maridos miren a las mujeres propias con equivocado menosprecio, y muchos padres a sus hijos, así me acontece a mí; entre dos obras semejantes iré siempre contra la que me pertenece. Y la razón no es tanto que el deseo de corregir mi obra y perfeccionarla trastorne mi juicio y me imposibilite de toda satisfacción, como el considerar que en mí, por sí misma, la posesión engendra el desdén de aquello que tengo a mi albedrío. El régimen, costumbres y lenguas de países lejanos me encantan; hecho de ver que el latín me engaña por lo majestuoso de su dignidad, algo más de lo que fuera justo, como a los niños y al vulgo; el gobierno, la casa, y el caballo de mi vecino, aun cuando sean iguales, valen más que los míos, precisamente porque no lo son; la ignorancia mía es supina; tanto más admiro la seguridad y aplomo que cada cual tiene en sí mismo, y encuentro que casi nada hay que yo crea saber, ni que tenga seguridad de hacer.

Cuando me propongo llevar a cabo tal o cual labor, carezco de nociones exactas acerca de los medios de que podré echar mano para salir airoso, y de ellos no me informo sino cuando la tarea acabó, tan desconfiado de mis fuerzas como de todo lo demás; de donde resulta que si salgo con lucimiento de un trabajo, atribúyolo mejor a la buena fortuna que a mis propias fuerzas, tanto más cuanto que nunca formo designio previo, y adrede lo dejo al azar. Análogamente me sucede que de todas las opiniones que la antigüedad profesó del hombre en general, las que abrazo de mejor gana, y a que me sujeto más, son las que nos menosprecian, envilecen y rebajan en mayor grado; jamás la filosofía me parece tan razonable como cuando combate y reconoce nuestra presunción y vanidad, cuando de buena fe confiesa la irresolución, debilidad e ignorancia humanas. Paréceme que el ama de cría de las más falsas ideas públicas y particulares es la opinión demasiado ventajosa que el hombre se forma de sí mismo. Esas gentes que cabalgan sobre el epiciclo de Mercurio y ven hasta lo más recóndito del firmamento, me producen el mismo efecto que si me arrancaran las muelas; pues descubriendo en el estudio que yo hago, cuyo asunto es el hombre, una tan extremada diversidad de juicios, un laberinto tan intrincado de dificultades que se amontonan de continuo las unas sobre las otras, tanta variedad e incertidumbre en la escuela misma de la sapiencia, y no habiendo sido capaces esos hombres de darse cuenta del conocimiento de sí mismos, ni de su peculiar condición, que constantemente tienen ante sus ojos, y que reside en ellos; no sabiendo cómo se agita lo que ellos hacen agitar, ni cómo pintarnos y descifrar los resortes que guardan y manejan ellos mismos, ¿cómo he de creerlos cuando nos explican la causa del crecer y de crecer de las aguas del Nilo? La curiosidad de inquirir las cosas fue puesta en el espíritu del hombre para su castigo, dice la divina palabra.

Volviendo a mí mismo, diré que es muy difícil, a lo que creo, que nadie se considere menos, y hasta que nadie me considere menos de lo que yo me considero. Inclúyome en la clase más común y ordinaria de los hombres, y lo que me distingue acaso es la confesión sincera que de ello hago. Sobre mí pesan los defectos más comunes y corrientes, pero ni dejo de reconocerlos, ni tampoco de buscarlos excusa, y me justiprecio sólo porque conozco lo que valgo.

Si alguna gloria hay en ello, en mí se encuentra infusa superficialmente, por lo traicionero de la complexión mía, careciendo de cuerpo para comparecer ante la vista de mi juicio. Aquélla me circunda sin penetrarme, pues a la verdad, por lo que toca a las cosas del espíritu, de cualquier modo que las considere, nunca emanó de mi nada que me halagara, y la aprobación ajena para nada me satisface. Es mi juicio delicado y difícil de contentar, muy particularmente en las cosas que conmigo se relacionan: constantemente me desapruebo; por doquiera mis sentidos flotan, y la propia debilidad los doblega; nada peculiar poseo que a mi entendimiento satisfaga. Mi vista es bastante clara y ordenada, pero al poner mano a la obra se trastorna. Esto que digo experiméntolo en la poesía con evidencia mayor: gústola infinitamente, y la juzgo por modo aceptable en las obras ajenas; mas, cuando yo intento crearla, soy incapaz de sufrirme. Puede hacerse el tonto en todas las demás cosas, pero no cuando de poesía se trata


Mediocribus esse poetis

non di, non homines, non concessere columnae.[925]


¡Pluguiera a Dios que esta sentencia se encontrara al frente de las oficinas todas de nuestros impresores para impedir la entrada en ellas a tantos versificadores hueros!


Verum

nil securius est malo poeta.[926]


¡Lástima que nosotros no poseamos un pueblo semejante al de los antiguos! Nada estimaba tanto como sus poesías Dionisio, el padre: cuando se celebraban los juegos olímpicos, a ellos enviaba poetas y músicos, montados en carros que a todos los otros excedían en magnificencia, para recitar sus versos en tiendas y pabellones dorados y regiamente tapizados. Al declamarlos, la excelencia y el favor que la pronunciación les prestara atraían instantáneamente la atención del pueblo; mas cuando después llegó el autor a medir y pesar la vacuidad de su obra, al punto la menospreció, y montando sucesivamente en ira se lanzó furioso derribando y desgarrando todos sus pabellones, loco a causa del despecho que sentía. Lo que de sus carros tampoco hicieran nada relevante en la carrera, y lo de que el navío que a sus gentes conducía tampoco pudiese abordar en Sicilia (una tormenta lo lanzó, destrozándolo contra las costas de Tarento), el mismo pueblo tuvo por cierto que fue un efecto de la cólera de los dioses irritados, como Dionisio, contra aquel poema detestable; y hasta los mismos marineros escapados del naufragio iban secundando la idea popular, a la cual el oráculo semejó también asociarse en algún modo, puesto que declaraba «que Dionisio estaría cercano de su fin cuando hubiera vencido a los que valían más que él». Lo cual interpretó de los cartagineses, quienes en poder le superaban, y teniendo que habérselas con ellos torcía con frecuencia la victoria y la templaba a fin de no incurrir en el sentido de esa predicción; pero engañábase, pues el dios señalaba la época de las ventajas que por injusticia y favor ganara en Atenas sobre los poetas trágicos superiores a él al hacer representar la suya intitulada las Lenianas. Repentinamente murió después de esta victoria siendo en buena parte la causa el exceso de alegría que experimentara.

Lo que en mí reconozco excusable no lo es porque de suyo ni verdaderamente lo sea, sino comparado con otras cosas peores, a las cuales veo que se otorga crédito. Yo envidio la dicha de los que saben regocijarse y gloriarse con su propia obra, por ser éste un medio fácil de procurarse, en atención a que se alcanza de sí mismo, principalmente habiendo alguna firmeza en la obstinación. Sé de un poeta a quien bajo y fuerte, solo y acompañado, cielo y tierra gritan que ignora lo que trae entre manos, mas no por ello rebaja un ápice de la medida que se tomó: constantemente de nuevo comienza de nuevo se consulta y persiste en su idea con fuerza igual a los improperios que oye y con igual rudeza, la cual a él solo incumbe mantener.

Tan lejos están mis obras de sonreírme que cuantas veces en ellas pongo mano, otras tantas me despecho:


Quum relego, scripsisse pudet; quia plurima cerno,

me quoque, qui feci, judice, digna lini.[927]


Guardo siempre en el alma una idea y cierta imagen indecisa, que me presentan como en sueños una forma mejor que la trabajada, mas no la puedo coger ni elaborar, y aun esa idea misma es de categoría mediana. Lo que con esto quiero significar es que las producciones de aquellas almas grandes y ricas de los pasados siglos sobrepujan un grado inmenso el extremo límite de mi fantasía y de mi deseo: no solamente sus escritos me satisfacen y me llenan, sino que también me pasman, dejándome de admiración transido; juzgo su belleza y la veo, si no hasta el fin, al menos tan adentro que me es imposible aspirar a ella. Sea cual fuere el escrito que yo emprenda, debe a las Gracias un sacrificio previo, como Plutarco dice de Jenócrates, para alcanzar así su favor:


Si quid enim placet,

i quid dulce hominum sensibus influit,

debentur lepidis omnia Grattis.[928]


Constantemente me abandonan y en mí todo es grosero; fáltanme belleza y gentileza; soy incapaz de procurara a las cosas su mayor valor; mi manera nada ayuda a la materia, por lo cual me precisa sólida, fácil de asir y que luzca por sí misma. Cuando las que manejo son más regocijadas y vulgares, es mi intento el que me sigan por no gustar de una prudencia triste y ceremoniosa como acostumbra el mundo, y para alegrarme, y no por regocijar mi estilo, el cual más bien las apetece severas y graves, si es que puedo nombrar estilo al hablar informe y sin reglas, a la jerga popular y al proceder sin definición, división ni conclusión, confuso, a la manera del que empleaban Amafanio y Ratirio. Yo no acierto a gustar, regocijar ni cosquillear; el mejor cuento del mundo se agosta entre mis manos, y se deslustra. No sé hablar distintamente sino es cuando con seriedad me expreso, y me encuentro del todo desprovisto de esa facilidad que en algunos de mis compañeros veo, la cual consiste en hablar al primero que les sale al paso, teniendo pendientes a una concurrencia entera, o en divertir sin cansarse el oído de un príncipe, instruyéndole en toda suerte de asuntos. La materia jamás les falta, merced a la gracia que poseen de saber utilizar la primera que encuentran a la mano, acomodándola al humor y alcance de aquellos a quienes hablan. Los soberanos apenas gustan de los discursos sólidos, y yo soy inhábil para forjar historias. Las razones primeras y más fáciles, que comúnmente son aquellas de las cuales mejor nos apoderamos, no acierto a emplearlas; cual predicador de aldea, sea cual fuere la cosa de que se trate, tocante a ello digo las cosas más lejanas que conozco. Considera Cicerón que en los tratados de filosofía es la parte más difícil el exordio: si así es en realidad, yo me lanzo a las conclusiones prudentemente. Precisa saber aflojar la cuerda en toda suerte de tonos, y el más agudo es con frecuencia el menos necesario. Hay por lo menos tanta perfección en levantar una cosa vacía como en sostener una pesada; ya precisa superficialmente manejarlas, otras veces profundizarlas. Sé de sobra que casi todos los hombres se mantienen en este bajo nivel, porque conciben aquéllas por esta primera apariencia; pero sé también que a los más grandes maestros, Jenofonte y Platón, por ejemplo, a veces se los ve descender a este bajo medio popular de decir y tratar las cosas, sustentándolas con gracias que jamás les faltan.

Por lo demás mi lenguaje nada tiene de fácil ni pulido; es rudo y desdeñoso, y sus formas son libres y desordenadas. Pláceme así, si no por raciocinio, por inclinación; pero bien advierto que a veces me dejo llevar con exceso, y en fuerza de huir el arte y la afectación recaigo en otros inconvenientes no menos graves.


Brevis esse laboro,

obscurus fio.[929]


Dice Platón que ni lo conciso ni lo amplio son propiedades que procuran o quitan valor al lenguaje. Aun cuando yo me propusiera ese otro estilo igual, ordenado y unido, no acertaría a lograrlo; y bien que con mi humor se acomoden los recortes y cadencias de Salustio, no por ello dejo de encontrar a César más grande y también más difícil de representar; y si mi inclinación no lleva mejor a la imitación del hablar de Séneca, tampoco dejo de estimar más el de Plutarco. Como en el hacer, también en el decir sigo simplemente mi manera natural, lo cual acaso sea la causa de mi mayor fortaleza en el hablar que en el escribir. El movimiento y la acción ayudan a las palabras, sobre todo en aquellos que, como yo, se agitan bruscamente, acalorándose: el porte, el semblante, la voz, el vestido y la situación pueden comunicar algún valor a las cosas que por sí mismas de él carecen, como la charla. Mesala se queja en Tácito de algunos trajes muy ceñidos en su tiempo usados y de la forma de los bancos en que los oradores hablaban, los cuales debilitaban la elocuencia.

Mi lenguaje francés está adulterado lo mismo en la pronunciación que en otros respectos, por la barbarie de mi terruño: nunca vi hombre nacido y educado en las regiones de por acá que con evidencia cabal no denunciara su charloteo, y que no lastimara los puros oídos franceses. Y sin embargo no es porque yo sea muy competente en mi perigordano, pues tanto como el alemán lo desconozco, y no me apena. Es éste un dialecto lánguido (como los que en torno de mi vivienda se hablan, a uno y otro lado, el poatevino, xantongés, angumosino, lemosín y alverñés), disgregado y suelto; por cima de nosotros, hacia las montañas, hay un gascón que me parece singularmente hermoso, seco, conciso, significativo; lenguaje en verdad varonil y militar, cual ninguno que yo entienda, tan nervioso, poderoso y pertinente como es el francés agraciado, delicado y rico.

En cuanto al latín, que como lengua maternal se me suministró, perdí por falta de costumbre la prontitud para poder servirme de él en el hablar y también en el escribir. Y antaño, por mi idoneidad me llamaban maestro en ella. Ved, pues, cuán poco valgo por este lado.

Es la belleza cualidad de recomendación primordial en el comercio de los humanos y el primer medio de conciliación entre unos y otros. Ningún hombre, por montaraz y bárbaro que sea, deja de sentirse en algún modo herido por su dulzura. Tiene el cuerpo una parte principalísima en nuestro ser y en él ocupa un rango señalado, por donde su estructura y composición merecen justamente considerarse. Los que quieren desprender nuestros dos componentes principales y secuestrar el uno del otro yerran grandemente: precisa, por el contrario, reacoplarlos y juntarlos; es menester ordenar al alma, no el echarse a un lado; satisfacerse aparte, menospreciar y abandonar el cuerpo (tampoco sería capaz de realizarlo si no es sirviéndose o cualquier contrahecho remedo), sino aliarse con él, abrazarle, acariciarle, asistirle, fiscalizarle, aconsejarle, enderezarle, llevándolo al buen camino cuando se extravía, casarse con él en suma, de suerte que de marido le sirva, para que de este modo los efectos no parezcan diversos y contrarios, sino concordantes y uniformes. Los cristianos tienen particular instrucción de este enlace, pues saben que la justicia divina comprende esta sociedad y juntura del cuerpo y del alma hasta procurarle capacidad para las eternas recompensas; e informados están también de que Dios mira las obras de todo el hombre, deseando que en su totalidad reciba el castigo o el premio según sus méritos o deméritos. La secta peripatética, que es a todas la más sociable, atribuye a la sabiduría el cuidado exclusivo de proveer y procurar en común el bien de esas dos partes asociadas; y las demás sectas, por no haberse suficientemente sujetado a la consideración de la mezcla, muestran su parcialidad abiertamente: una para con el cuerpo y otra para con el alma, cayendo siempre en error semejante. Echaron a un lado el objeto, que es el hombre, y su guía, que generalmente confiesan ser Naturaleza. La distinción primera que haya existido entre las criaturas, y la consideración primera que procuró la preeminencia de unas sobre otras, es verosímil que fuese debida a las ventajas de la belleza:


Agros divisere atque dedere

pro facie cujusque, et viribus, ingenioque;

nam facies multum valuit, viresque vigebant.[930]


Mi estatura está algo por bajo de la mediana: este defecto no es solamente feo, sino incómodo, principalmente a los que tienen mando o ejercen cargos, pues la autoridad que procura la presencia hermosa y la corporal majestad les faltan. C. Mario no acogía de buena gana a los soldados que no medían seis pies de altura. Tiene razón El Cortesano al querer que el gentilhombre por él dirigido tenga una talla ordinaria, prefiriéndola a cualquiera otra, y al desechar en el hombre que a la corte se destina toda singularidad que dé margen a que le señalen con el dedo. Mas no siendo de esa estatura común, tirando más bien a pequeño que a grande, quitaríale yo de la cabeza el que un hombre así fuese militar. Los hombres pequeños, dice Aristóteles, son bonitos, convenido, pero no hermosos; y el grandor envuelve la grandeza del alma, como la belleza un cuerpo grande y alto. Los etíopes y los indios, dice el filósofo, al elegir sus reyes y sus magistrados tenían muy en cuenta la hermosura, y elevada estatura de las personas en quienes ambos cargos resignaban. Razón tenían, pues implica respeto para los que los siguen o impone al enemigo miedo el ver marchar a la cabeza de un ejército a un jefe cuya talla es espléndida y hermosa.


Ipse inter primos praestanti corpore Turnus

vertitur arma tenens, et toto vertice supra est.[931]


Nuestro gran rey divino y celeste, de quien las cualidades todas deben cuidadosa, reverente y religiosamente considerarse, tampoco menospreció la corporal recomendación, speciosus forma prae filiis hominum[932]; y Platón, con la templanza y la fortaleza, desea también la belleza a los conservadores de su república. Es grandemente desconsolador el que hallándoos en medio de las gentes se dirijan a vosotros para preguntaros «¿Dónde está el señor?» y el que solamente os quede el resto de la bonetada que se propina a vuestro barbero o a vuestro secretario, como aconteció al pobre Filopómeno, el cual habiendo llegado antes que sus acompañantes al alojamiento donde le aguardaban, su hostelera, de quien era desconocido, viéndole con cara de poca cosa, ocupole en ayudar a sus criadas a sacar agua y a atizar la lumbre, para el servicio de Filopómeno; llegados los gentiles hombres de su comitiva, como le vieran, sorprendidos, atareado en tan hermosa ocupación, pues no había dejado de prestar obediencia a las órdenes que había recibido, preguntáronle lo que hacía. «Pago, les respondió, el castigo de mi fealdad.» Las demás bellezas son para las mujeres adecuadas: la de la estatura es la sola, propia de los hombres. Donde la pequeñez domina, ni la amplitud y redondez de la frente, ni la dulce blancura de los ojos, ni la mediana forma de la nariz, ni las orejas pequeñas y la boca, ni el buen orden y blancura de los dientes, ni el espesor bien unido de una barba morena tirando al color castaño, ni el cabello echado atrás, ni la justa redondez de la cabeza, ni la frescura del color, ni el aspecto agradable del semblante, ni un cuerpo sin olor, ni la legítima proporción de los miembros, pueden en nada contribuir a procurar belleza a un hombre.

Por lo demás, mi talla es robusta y rechoncha; mi semblante no grueso, sino lleno; la complexión entre jovial y melancólica, entre sanguínea y cálida:


Unde riggent setis mihi crura, et pectora villis[933];


la salud, resistente y alegre hasta bien entrado en años, por las enfermedades rara vez perturbada. Así era yo, pues nada me considero ya en los momentos actuales, en que penetró en las avenidas de la vejez, habiendo tiempo ha cumplido los cuarenta años:


Minutatim vires et robur adultum,

frangit, et in partma pejorem liquitur aetas.[934]


lo que seré de hoy en adelante, ya no será sino medio ser; ya no seré yo; todos los días me escabullo, y a mí mismo me saqueo:


Singula de nobis anni praedantur euntes.[935]


Habilidad y disposición corporales, no he tenido ningunas, y sin embargo soy hijo de un padre muy dispuesto y de una viveza que le duró hasta la vejez más caduca. Apenas encontró ningún hombre de su condición que se igualara a él en toda suerte de ejercicios corporales; por el contrario, yo apenas hallé ninguno que no me sobrepujara, salvo en la carrera, en que fui de los medianos. En punto a música y canto, no pude dar un paso ni tampoco supe jamás tocar ningún instrumento. En la danza, en el juego de pelota, en la lucha, no he podido adquirir sino una muy ligera y común capacidad; en el nadar y en el esgrimir, en el voltear y en el saltar, mi habilidad es del todo nula. Mis manos son tan torpes que no aciertan a escribir como Dios manda, ni siquiera para mi viso personal, de tal suerte que lo que emborrono prefiero volverlo a escribir mejor que tomarme el trabajo de descifrarlo. En la lectura no soy más aventajado: muy luego echo de ver la fatiga de los que me escuchan. En lo que a otros particulares toca, no sé cerrar a derechas una carta; ni supe nunca cortar la pluma, ni trinchar en la mesa, ni equipar un caballo con su arnés; ni llevar en la mano un halcón y soltarlo luego con acierto, ni hablar a los perros, a los caballos y a las aves. En suma, las disposiciones corporales mías corren parejas con las de mi alma; nada hay en ellas de vivaz; capaces son sólo de un vigor cabal y firme; resisto bien la fatiga, pero necesariamente tengo que estar de buen temple para lograrlo, y a ella me lanzo cuando el deseo me lleva,


Molliter austerum studio fallente laborem.[936]


Si acontece de otro modo, si el aliciente de algún placer no me acompaña, si me conduce otro guía, que mi voluntad pura y libre, soy hombre al agua pues mi condición es tal que, salvo la salud y la vida, nada hay por que yo me determine a romperme los cascos, ni nada quiera alcanzar a cambio del tormento del espíritu ni del esfuerzo.


Tanti mihi non sit opaci

omnis arena Tagi, quodque in mare volvitur aurum.[937]


Extremadamente ocioso, extremadamente libro por inclinación y ex profeso, para mí sería lo mismo sacrificarme a los cuidados que derramar la sangre de mis venas. Es mi alma toda propia, a sí misma se pertenece por entero y está acostumbrada a obrar a su modo: como que hasta hoy nunca tuve quien me mandara, ni quien me impusiera obligaciones forzosas, caminé siempre como quise y al paso que me plugo; todo lo cual debilitó mi resistencia, me hizo inútil para el servicio ajeno sólo apto para el propio.

Y para mí no hubo necesidad de forzar este natural pesado, perezoso y holgazán, pues habiéndome encontrado desde mi nacimiento en una situación de fortuna en que he podido detenerme (la cual quizás mil otros de mi conocimiento hubieran tomado por pretexto para meterse en investigaciones, agitaciones e inquietudes) y en tal grado de sensibilidad que, aun habiendo tenido ocasión de ello, nada he solicitado ni tomado:


Non agimur tumidis velis Aquilone secundo,

non tamen adversis aetatem ducimos Austris;

viribus, ingenio, specie, virtute, loco, re,

extremi primorum, extremis usque priores.[938]


Yo no he tenido necesidad sino de la capacidad de contentarme a mí mismo, la cual es, sin embargo, bien considerada, igualmente difícil en cualquiera condición, y generalmente vemos que se encuentra todavía más fácilmente en la escasez que en la abundancia; y la razón quizás sea que conforme al desarrollo de la otras pasiones, el hambre de riquezas se ve más aguzada por el disfrute de las mismas que en la escasez, y porque la virtud de la moderación es más rara que la de la paciencia: yo no he tenido necesidad distinta a la de gozar dulcemente de los bienes que Dios por su liberalidad puso entre mis manos. Ni he gustado ninguna suerte de trabajo ingrato; apenas he manejado otros negocios que los míos, o si los manejé fue con la condición de emplearme en ellos cuando quise y como quise, encargado por gentes que se fiaban en mí, que no me metían prisa, y que me conocían; los peritos alcanzan provecho para servirse hasta de un caballo indócil e indómito.

Mi misma infancia fue gobernada de una manera blanda y libre, exenta de toda sujeción rigorosa; todo lo cual me formó de una complexión delicada o incapaz de cuidados, a tal extremo que yo gusto de que se oculten mis pérdidas y los desórdenes que me incumben. En el capítulo de mis gastos incluyo el coste de mis descuidos para saber lo que me cuesta el alimentarlos:


Haec nempe supersunt,

quae dominum fallunt, quae prosunt furibus[939];


prefiero no saber la cuenta de lo que poseo para lamentar menos mis perjuicios, y ruego a los que en mi compañía viven que cuando no sientan afección la simulen para pagarme con buenas apariencias. Como carezco de firmeza bastante para sufrir la importunidad de los accidentes a que todos estamos sujetos; como no puedo mantener mi espíritu en la tensión de arreglar y ordenar los negocios, permanezco cuanto puedo en la postura del que se abandona a la casualidad; «tomo todas las cosas por el lado peor, lo cual me inclina a soportarlas dulce y pacientemente». Esta es la sola mira de mis vigilias y el fin único a que encamino todas mis reflexiones. Abocado a un peligro, no me preocupo tanto del modo de rehuirlo como de lo poco que importa el que lo rehuya: aunque me lo propusiera, ¿qué conseguiría? No pudiendo reglamentar los acontecimientos, me reglamento yo mismo, y me aplico a ellos si ellos no se aplican a mí. Carezco de arte para torcer lo imprevisto y para escaparlo o forzarlo, como también para acomodar y conducir con prudencia las cosas a mi modo de ser. Menor aún es mi facilidad para soportar el cuidado, rudo y penoso, que para esto es necesario: considero como la más horrible de todas las situaciones el estar suspenso de las cosas que exigen premura, y agitado entre el temor y la esperanza.

Hasta en los negocios menos importantes el deliberar me importuna, y siento mi espíritu más inhábil para sufrir el movimiento y las sacudidas diversas de la duda y la consulta que para calmarse y resolverse a tomar cualquier partido, luego que la fortuna está jugada. Pocas pasiones han turbado mi sueño, mas, entre las deliberaciones, la más insignificante lo trastorna. De igual suerte que en los caminos evito de buen grado los lugares, que son pendientes y resbaladizos y me lanzo en lo más trillado, en lo más fangoso, en lo menos resistente, donde no pueda hallar ya mayores obstáculos y me vea precisado a buscar seguridad, así gusto de los males absolutamente puros, de los que no me afanan, ya pasada la incertidumbre de que la calma vuelva, de los que del primer envite me lanzan derecho al dolor:


Dubia plus torquent mala.[940]


Condúzcome virilmente en las desdichas; en el trayecto que a ellas nos lleva, infantilmente. El horror de la caída que da más fiebre que el golpe. El aparato no corresponde a la fiesta: el avaricioso se atormenta más que el pobre, y el celoso más que el cornudo. El último peldaño es el más resistente: es el lugar de la constancia: en él ya no precisa el auxilio ajeno; la constancia se fundamenta allí y se apoya toda en sí misma. Aquel proceder de un hidalgo a quien muchos conocieron, ¿no da idea de cierto sentido filosófico? Casose ya bien entrado en años después de haberla corrido en su juventud y era gran decidor y amigo de francachelas. Recordando cuanta materia le procuraran las conversaciones de cornamenta y lo mucho que se había burlado del prójimo, para ponerse a cubierto de iguales befas se casó con una mujer que encontró en el lugar donde cada cual las encuentra por su dinero, y solicitola así como esposa: «Buenos días, puta. -Buenos días, cornudo.» Realizado el enlace, de nada habló más a gusto y sin ningún género de embajes a los que lo frecuentaban que del designio que realizara, por donde sujetaba las ocultas habladurías, y hacía que se embotaran los dardos epigramáticos que se le dirigían.

Por lo que toca a la ambición, cualidad vecina de la presunción, o más bien hija suya, hubiera precisado para que me empujara que la fortuna me tomase por la mano; pues el procurarme molestas alentado por una esperanza de resultados inciertos, y someterme a todas las dificultades que acompañan a los que buscan acreditarse en los comienzos de sus empresas no hubiera, sabido hacerlo:


Spem pretio non emo[941]:


yo me sujeto a lo que veo y poseo, y apenas me alejo del puerto:


Alter remus aquas, alter tibi radat arenas[942];


aparte de que, se llega difícilmente a situaciones prósperas de fortuna sin exponer primeramente lo que se posee; yo soy de parecer que si se tiene bastante a mantener a condición en que se nació y se fue educado, es una locura soltar la presa movido por la incertidumbre de aumentarlo. Aquel a quien la suerte niega hasta el lugar necesario para poner en tierra las plantas de sus pies y para alcanzar la tranquilidad y el reposo, es perdonable si lanza al azar lo que posee, porque la necesidad le coloca en el camino del riesgo:


Capienda rebus in malis praeceps via est[943]:


y yo excuso más bien a un menor el que coloque su legítima a merced de todos los vientos, que no que lo haga el que tiene a su cargo el honor de la casa, a quien no puede tolerarse el que se vea necesitado por su propia culpa. Encontré que era bueno el camino más corto y más cómodo, de acuerdo con mis buenos amigos del tiempo viejo; despojeme de aquel deseo y me mantuve quieto:


Cul sit conditio dulcis sini polvere palmae[944]:


juzgando también prudentemente de mis fuerzas, que no eran capaces de grandes cosas, y acordándome de estas palabras del difunto canciller Ollivier, el cual decía «que los franceses se parecen a los monos, que van trepando por los árboles de rama en rama, hasta tocar a la más alta, desde la cual enseñan el culo cuando a ella llegaron».


Turpe est, quod nequeas, capiti committere pondus

et pressum inflexo mox aro terga genu.[945]


Las cualidades mismas que poseo y que no son censurables reconozco que son inútiles en el siglo en que vivimos la dulzura de mis costumbres hubiérasela calificado de flojedad y debilidad; la conciencia y la fe hubiéranse considerado como escrupulosas y supersticiosas; la franqueza y libertad, como importunas, temerarias e inconsideradas. Sin embargo, para algo sirve la depravación: bueno es nacer en una época de perversión, pues, comparado con el prójimo, es uno considerado como varón virtuoso a poca costa; quien en nuestros días no es más que parricida y sacrílego júzgase como hombre de bien y de honor:


Nunc, si depositimi non inficiatur amicus,

si reddat veterem cum tota aerugine follem,

prodigiosa fides, et Tuscis digna libellis,

quaeque coronata lustrari debeat agna[946]:


y ningún tiempo ni lugar hubo jamás en que mejor se premiaran la bondad y la justicia de los príncipes. El primero a quien se le ocurra conquistar el favor y el crédito por ese camino, me engañaría mucho si fácilmente no lleva la delantera a sus compañeros: la fuerza y la violencia pueden algo sin duda, pero no lo pueden siempre todo. A los comerciantes, jueces de aldea y artesanos, vémosles marchar a la par con la nobleza en valor y ciencia militar; libran horrorosos combates públicos y privados, derrotan, defienden ciudades en nuestras guerras presentes: un príncipe ahoga su recomendación en medio de este tumulto. Que resplandezca por su humanidad, veracidad, lealtad y templanza, y sobre todo por su justicia; distintivos singulares, desconocidos y desterrados. Es lo que puede convenir y conformarse con el deseo de los pueblos: ninguna otra cualidad distinta es adecuada para conquistar el soberano la voluntad de sus súbditos como aquéllas, en atención a que son las más útiles: Nihil est tam populare, quam bonitas.[947]

Según aquella comparación de mis cualidades y costumbres con las del tiempo en que vivimos, hubiérame yo reconocido hombre singular y raro: como me reconozco pigmeo y bajuno a tenor de los varones de algunos siglos pasados, en los cuales era cosa indigna de consideración, si otros méritos más recomendables no concurrían, el que una persona fuera moderada en sus rencores, blanda en el sentimiento de las ofensas, religiosa en la observancia de su palabra, sin flexibilidad ni doblez, sin acomodar su fe a la voluntad ajena ni conforme a lo que exigen las ocasiones; antes consentiría que los negocios se quebraran en mil pedazos que consentir en que mi fe se torciera en provecho de ellos. Pues por lo que toca a esa nueva virtud de aparentar y disimular, que goza de tantísimo crédito en los momentos actuales, yo la odio a muerte, y entre todos los vicios no encuentro ninguno que dé testimonio de tanta cobardía y bajeza de alma. Propio es de una naturaleza villana y servil ir disfrazándose y ocultándose bajo una máscara y no osar mostrarse al natural: con esta costumbre se habitúan los hombres a la perfidia; hechos a proferir palabras falsas, la conciencia les importa un ardite. Un corazón generoso no debe jamás desmentir sus pensamientos, debe dejarse ver hasta lo más hondo; bueno es todo cuanto aparece en él, o al menos todo es humano. Aristóteles considera como prenda de magnanimidad el odiar y el amar al descubierto, el juzgar y el amar con cabal franqueza, tratándose de emitir la verdad no hacer caso de la aprobación o reprobación ajenas. Decía Apolonio «que el mentir era oficio de los siervos, y de los hombres libres el decir verdad»; ésta es la primera y la más fundamental de las virtudes; es necesario amarla por ella misma. Quien dice verdad por obligarlo a ello razones ajenas, o porque el decirla le es útil y no teme decir mentira cuando con ella a nadie perjudica, no es hombre suficientemente verídico. Mi alma, por complexión interna, rechaza la mentira y detesta hasta el pensar en ella; siento una vergüenza recóndita y un vivo remordimiento si alguna vez un embuste se me escapa, como a veces me acontece, por sorprenderme y agitarme las ocasiones para ello impremeditadamente. No precisa constantemente decirlo todo, pues esto sería torpeza, pero lo que se dice es preciso que se diga tal y como se piensa; obrar de otro modo es maldad. Yo no sé qué ventaja esperan los mentirosos al fingir y mostrarse sin cesar distintos de lo que son si no es la de no ser creídos ni aun en el instante mismo en que dicen verdad; esta conducta puede engañar una vez o dos a los hombres, pero mantenerse ex profeso constantemente embozado, como hicieron algunos de nuestros príncipes, que «arrojarían la camisa al fuego si fuera partícipe de sus intenciones verdaderas», las cuales son palabras del viejo Metelo Macedónico; y hacer público que «quien no sabe fingir no sabe reinar»[948], es advertir de antemano a los que frecuentan de que no oirán nunca sino trapazas y embustes, quo quis versutior et callidior est, hoc invisior et suspectior, detracta opinione probitatis[949]. Simplicidad solemne sería dejarse llevar por el rostro ni por las palabras de quien hace profesión de ser siempre diferente por fuera que por dentro, como acostumbraba Tiberio. No sé qué parte pueden tener esas gentes en el comercio humano al no exteriorizar nada que pueda considerarse como cierto: quien es desleal para con la verdad lo es también para con la mentira.

Aquellos que en nuestro tiempo consideraron y sostuvieron que el deber del príncipe no se extendía más allá de sus propias ventajas personales, las cuales antepusieron al cuidado de su fe y conciencia, hablarían con algún viso de razón al soberano cuyos negocios el acaso hubiera llevado a fundamentarse para siempre con faltar una sola vez a su palabra, pero las cosas no acontecen así; con semejante proceder se da pronto el batacazo; un príncipe concierta más de una paz y más de un tratado durante el transcurso de su existencia. La ventaja que los convida a realizar la primera deslealtad, y rara vez deja de presentarse alguna, como también se ofrecen las de practicar otras maldades, sacrilegios, asesinatos rebeliones y traiciones, empréndense por cualquier especie de provecho, mas al que después acompañan perjuicios innumerables que lanzan al príncipe fuera de todo comercio y de todo medio de negociación, a causa de su infidelidad. Solimán, príncipe de raza otomana, la cual se cura poco de la observancia de promesas y pactos, cuando en mi infancia hizo bajar su ejército a Otranto, habiendo tenido noticia de que Mercurio de Gratinar y los habitantes de Castro quedaban prisioneros después de haber hecho entrega de la plaza, contra lo que con aquél capitularan, mandó que fueran puestos en libertad, considerando que al tener entre manos otras grandes empresas en la misma región, tamaña deslealtad, aun cuando mostrara alguna apariencia de utilidad presente, podría acarrearle en lo porvenir el descrédito y la desconfianza, madres de perjuicios sin cuento.

Cuanto a mí, mejor prefiero ser importuno e indiscreto que adulador y disimulado. Reconozco que bien puede ir mezclada una poca altivez y testarudez en mantenerse así entero y abierto como yo soy, sin tener presente ninguna consideración ajena. Paréceme que me convierto en algo más libre, allí donde precisaría menos serlo, y que el respeto forzado me contraría; puede ocurrir también que, a falta de arte, la naturaleza me domine. Al mostrar a los grandes esta misma libertad de lenguaje y de maneras que en mi casa empleo, echo de ver cuánto declino hacia la indiscreción e incivilidad; pero, a más de que así es mi modo de ser genuino, no tengo el espíritu bastante flexible para torcerlo en un momento dado para escapar por rodeo, ni para fingir una verdad, ni suficiente memoria para retenerla; de suerte que por pura debilidad me las echo de valiente. Por todo lo cual me abandono a la ingenuidad y a decir siempre lo que pienso, por temperamento y por designio, dejando al acaso el cuidado de atender a lo que suceda. Aristipo decía «que el principal fruto que de la filosofía había sacado era el hablar libre y abiertamente a todo el mundo».

La memoria es un instrumento que nos presta servicios maravillosos, sin el cual el juicio apenas puede desempeñar sus funciones, y de que yo carezco por completo. Lo que se me quiere referir es necesario que se me cuente por partes, pues responder a un asunto en que hubiera varias ideas principales no reside en mis limitadas fuerzas. Yo no podría encargarme de comisión alguna sin anotar sus pormenores; y cuando tengo entre manos alguna cosa de importancia, si es de mucha extensión, véome reducido a la necesidad vil y miserable de aprender de memoria, palabra por palabra, lo que tengo que decir; de otro modo no podría dar un paso ni tendría seguridad alguna, temiendo que mi memoria me jugara una mala partida. Pero este procedimiento no me es menos difícil: para aprender tres versos, necesito tres horas, y además, tratándose de una obra propia, la libertad y autoridad de modificar el orden, de cambiar una palabra, variando constantemente la materia, conviértela en difícil de fijar en la memoria, del que la escribe. En suma, cuanto más desconfío de mi facultad retentiva, más ésta se trastorna; mejor me ayuda por acaso: es necesario que yo la solicito sin gran interés, pues, si la meto prisa, se aturde, y luego que comenzó a titubear, cuanto más la sondeo, más se traba y embaraza. Sírveme cuando lo tiene por conveniente, no cuando yo la llamo.

Esto que siento en lo tocante a la memoria experiméntolo también en varios otros respectos: yo huyo del mundo, la obligación y las cosas forzadas. Aquello que hago fácil y naturalmente, si me propongo realizarlo por expresa y prescrita ordenanza, ya no soy capaz de hacerlo. En el cuerpo mismo, los miembros que poseen alguna libertad y jurisdicción más particulares sobre sí mismos me niegan a veces su obediencia, cuando yo pretendo destinarlos y sujetarlos en un momento determinado al servicio necesario. Esta preordenanza obligatoria y tiránica los entibia; el despecho o el espanto los acoquinan y se quedan como yertos.

Encontrándome antaño en un lugar en que se considera como descortesía bárbara el no corresponder a los que os convidan a beber, aun cuando en la circunstancia fuera yo tratado con libertad completa, intenté echarlas de hombre alegre, capaz y fuerte, ser grato a la gentileza de las damas, que eran de la partida, según la costumbre seguida en el país; mas el caso fue gracioso, pues la amenaza de que había de esforzarme en beber más de lo que uso, acostumbro y puedo soportar, me obstruyó de tal manera la garganta no supo tragar ni una sola gota, y me vi privado de beber hasta lo que ordinariamente bebo en mis comidas. Encontrábame harto y ahíto por tanto líquido como a mi imaginación había preocupado. Este efecto es más bien propio de los que poseen una fantasía vehemente y avasalladora; es de todas suertes natural, y nadie hay que de él no se resienta en algún modo. Ofrecíase a un excelente arquero, condenado a muerte, salvarle la vida si consentía en dar alguna prueba notable de su habilidad en el arte que ejercía, y se opuso a intentarla temiendo que la extremada contención de su voluntad hiciera temblar su mano, y que en lugar de libertarse de la muerte perdiera la reputación que había adquirido como famoso tirador. Un hombre cuya imaginación está distraída, no dejará, pulgada más o menos, de hacer siempre el mismo número de pasos y de dimensión idéntica en el lugar por donde se pasea; pero si emplea su atención en medirlos y contarlos, hallará que lo que ejecutaba por casualidad no lo hará de intento con exactitud igual.

Mi biblioteca, que es de las selectas para estar en un pueblo retirado, está colocada en un rincón de mi asilo: si me pasa por las mientes algo que quiera estampar sobre el papel, temiendo que se me escape al atravesar el patio, precísame encomendárselo a otro. Cuando al hablar me enardezco, y me aparto, aunque sea poco, del hilo de la conversación, lo pierdo irremisiblemente, por eso me constriño en mis razonamientos y me mantengo recogido. A las gentes que me sirven es preciso que las llame por el nombre de sus cargos, o por el del país en que nacieron, pues me es muy difícil retener sus nombres; puedo decir de éstos, por ejemplo, que tienen tres sílabas, que su sonido es rudo, que principian o acaban con tal letra; y si yo viviera dilatados años no creo que dejara de olvidar mi propio nombre, como les ha ocurrido a algunos. Mesala Corvino estuvo dos años sin ninguna huella de memoria, y otro tanto se cuenta de Jorge Trebizonda. Por interés propio rumio yo con frecuencia qué vida pudiera ser la suya, y considero si en la cabal ausencia o la memoria, podría sostenerme con alguna facilidad. Mirándolo bien, temo que tamaña falta, si es radical, pierda todas las funciones del alma:


Plenus rimarum sum, hac atque illac perfluo.[950]


Hame acontecido más de una vez no recordar la consigna que tres horas antes había yo dado o recibido, y olvidarme del sitio donde había escondido mi bolsa, aunque Cicerón no crea posible el caso: pierdo con facilidad mayor lo que con más interés procuro conservar. Memoria certe non modo philosophum, sed omnis vitae usum, omnesque artes, una maxima continet.[951] La memoria es el receptáculo y el estuche de la ciencia; siendo la mía tan endeble que no tengo motivo para quejarme si mi ciencia es tan escasa. Conozco el nombre de las artes en general, la materia de que tratan, pero nada que a esto sobrepuje. Hojeo los libros, no los estudio; lo que se me pega es cosa que ya no reconozco como ajena, es sólo aquello de que mi juicio sacó provecho, los razonamientos y fantasías con que el mismo se impregnó. El autor, el libro, las palabras y otras circunstancias, se borran instantáneamente de mi memoria, y soy tan excelente olvidador que lo que yo escribo y compongo se me disipa con facilidad idéntica. Constantemente se me citan cosas mías de que yo no me acordaba. Quien quisiera conocer de dónde salieron los versos y ejemplos que tengo aquí amontonados me pondría en duro aprieto si tratara de decírselo: no los mendigué sino en puertas conocidas y famosas, ni me contenté con que fueran ricos, fue además necesario que vinieran de mano espléndida y magnífica: en ellos se hermana la autoridad con la razón. No es maravilla grande si mi libro sigue la fortuna de los demás, y si mi memoria desempara lo que escribo como lo que leo, lo que doy como lo que recibo.

A más de la falta de recordación adolezco de otras que contribuyen en grado sumo a mi ignorancia: mi espíritu es tardío y embotado; la nubecilla más ligera lo detiene, de tal modo, que jamás le propuse ningún problema, por sencillo que fuera, que supiese desenvolver. Ni hay tampoco vana sutileza que no me embarace; en los juegos en que el espíritu toma parte: el ajedrez, las damas, la baraja y otros análogos, no se me alcanzan sino los rasgos más groseros. Mi comprensión es lenta y embrollada, pero lo que llega a penetrar lo dilucida bien y logra abrazar lo universal, estrecha y profundamente, durante el tiempo que lo retiene. Mi vista es dilatada, sana y cabal, pero el trabajo la fatiga luego y la recarga. Por eso no puedo mantener largo comercio con los libros si no es con el ajeno auxilio. Plinio el joven enseñará a quien lo desconozca las consecuencias graves de esta tardanza, perjudicialísimas para los que se consagran a la tarea de leer.

No hay alma por mezquina y torpe que sea en la cual no reluzca alguna facultad articular; ninguna existe tan negada que no brille por algún respecto. Y de cómo acontezca que un espíritu ciego y adormecido ante todas las demás cosas se encuentre vivo, despejado y lúcido en cierto particular respecto, preciso es buscar la razón en los maestros. Pero las almas hermosas son las universales, abiertas y prestas a todo, si no instruidas, al menos capaces de instrucción, lo cual escribo para acusar la mía, pues, sea debilidad o dejadez (y menospreciar lo que está a nuestros pies, lo que tenemos entre las manos, lo que se relaciona más de cerca con la práctica de la vida, cosa es ésta muy lejana de mi designio), ninguna existe tan inepta e ignorante como la mía de muchas cosas vulgares que es vergonzoso desconocer. Enumeraré algunos ejemplos que lo acreditan.

Yo nací y me crié en los campos, en medio de las labores rurales; tengo entre manos los negocios y el gobierno de mi casa desde el día en que mis antecesores que disfrutaron los bienes de que gozo me dejaron en su lugar; pues bien, no sé contar ni con fichas ni con la pluma; desconozco la mayor parte de nuestras monedas; ignoro la diferencia que existe entre las diversas semillas, así en la planta como en el granero, si la distinción no salta a la vista; apenas distingo las coles de las lechugas de mi huerto; ni siquiera me son conocidos los nombres de los útiles más indispensables de la labranza, como tampoco los más elementales principios de la agricultura, que hasta los niños saben; mayor todavía es la ignorancia en las artes mecánicas y en el tráfico, y en el conocimiento de las mercancías, diversidad y naturaleza de los frutos, vinos, carnes; no sé cuidar a un pájaro, ni medicinar a un caballo o a un perro. Y puesto que es preciso que me muestre sin vestiduras a la pública vergüenza, diré que, no hace todavía un mes que se me sorprendió ignorante de que la levadura sirviera para hacer el pan, y de qué cosa fuese fermentar el mosto. Conjeturábase antiguamente en Atenas la aptitud para las matemáticas en aquel a quien se veía hacinar diestramente y a hacer manojos una carga de sarmientos: en verdad podría deducirse de mí una conclusión bien contraria, pues, aunque me dejaran a la mano todos los aprestos de una cocina, experimentaría fuertes apetitos. Por estos rasgos de mi confesión pueden deducirse otros que me favorecerán muy poco. De cualquiera suerte que me dé a conocer, siempre y cuando que lo cumpla tal cual soy, llevo a cabo mi propósito. Y si no se me excusa el atreverme de poner por escrito cosas tan insignificantes y frívolas como las transcritas, diré que la bajeza del asunto me obliga a ello: acúsese si se quiere mi proyecto, pero no el cumplimiento del mismo. Sin la advertencia ajena veo bastante lo poco que todo esto vale y pesa, y la locura de mi designio; basta con que mi juicio no se aturrulle; de él son estos borrones los ensayos.


Nasutus sis usque licet, sis denique nasus,

quantum noluerit ferre rogatus Atlas,

et possis ipsum tu deridere Latinum,

non potes in nugas dicere plura meas,

ipse ego quam dixi: quid denteni dente juvabit

rodere?, carne opus est, si satur esse velis.

Ne perdas operam: qui se mirantur, in illos

virus habe; nos haec novimus esse nihil.[952]


No estoy obligado a callar las torpezas con tal de que no me engañe al conocerlas: incurrir en ellas a sabiendas es en mí cosa tan ordinaria que apenas si ejecuto otra labor; casi nunca incurro en falta de una manera fortuita. No vale la pena el achacar a lo temerario de mi complexión las acciones inhábiles, puesto que yo no puedo librarme de atribuirles ordinariamente las viciosas.

Un día vi en Barleduc que para honrar la memoria de Renato, rey de Sicilia, presentaban a Francisco II un retrato que el primero había hecho de sí mismo: ¿por qué no ha de ser lícito pintarse a cada cual con la pluma como aquél lo hizo con el lápiz? No quiero, pues, olvidar también una cicatriz harto inadecuada a mostrar en público: la irresolución, que es un defecto perjudicialísimo en la negociación de los asuntos del mundo. En las empresas dudosas no soy capaz de tomar un partido:


Ne si, ne no, nei cor mi suona intero.[953]


Sé sostener una opinión, pero no elegirla. Porque en las cosas humanas, a cualquier bando que uno se incline, presentándose numerosas apariencias que nos confirman en ellas (el filósofo Crisipo decía que no deseaba aprender de Zenón y Cleantes, sus maestros, sino simplemente los dogmas, y que cuanto a las pruebas y razones en sí mismo hallaría bastantes), sea cual fuere el lado hacia que me vuelva, provéome siempre, de causas y verosimilitudes para mantenerme; así que detengo dentro de mí la duda y la libertad de escoger hasta que la ocasión no me obliga; y entonces, a confesarla verdad, lanzo, las más de las veces, la pluma al viento, como comúnmente se dice, y me echo en brazos del acaso; la inclinación y circunstancias más ligeras influyen sobre mí y salen victoriosas:


Dum in dubio est animus, paulo momento huc atque

illuc impellitur.[954]


La incertidumbre de mi juicio se encuentra tan en el fiel de la balanza en la mayor parte de los asuntos que me acaecen, que encomendaría de buena gana su decisión al juego de los dados; y advierto, considerando con ello nuestra humana debilidad, los ejemplos que la historia sagrada misma nos ha dejado de la costumbre de encomendar a la suerte o al azar la determinación en el elegir las cosas dudosas: sors cecidit super Mathiam[955]. La razón del hombre es una peligrosa cuchilla de doble filo; ¡aun en la mano misma de Sócrates su más íntimo y familiar amigo, ved cuántos extremos tiene ese báculo! De suerte que yo no soy apto sino para seguir, y me dejo fácilmente llevar hacia la multitud; no confío suficientemente en mis fuerzas para intentar dirigir ni guiar; me considero como muy a gusto viendo mis pasos trazados por los demás. Si precisa correr la aventura de una elección incierta, prefiero que sea bajo las órdenes de alguien que esté más seguro de sus opiniones y las adopte, más de lo que yo adopto y tengo seguridad en las mías, de las cuales encuentro el plan y fundamento resbaladizos.

Y sin embargo yo no soy ningún veleta, tanto menos cuanto que advierto en las opiniones contrarias una debilidad semejante; ipsa consuetudo assenttiendi periculosa esse videtur, et lubrica[956] principalmente en los negocios políticos hay abierto amplio campo a toda modificación y controversia:


Justa pari premitur veluti quum pondere libra

prona, nec hac pius parte sedet, nec surgit ab illa[957];


Los discursos de Maquiavelo por ejemplo, eran bastante sólidos por el asunto; sin embargo, ha habido facilidad grande para combatirlos, y los que lo han hecho no han dejado facilidad menor para combatir los propios. Sea cual fuere el argumento que se siente, nunca faltarán otros con que hacer objeciones, dúplices, réplicas, tríplices, cuádruples, como tampoco la intrincada contextura de los debates jurídicos que nuestro eterno cuestionar ha dilatado tanto, que va pesando ya poco en favor de los procesos:


Caedimur, el totidem plagis consumimus hostem[958],


puesto que las razones apenas tienen otro fundamento que la experiencia, y la diversidad de los acontecimientos humanos nos presenta ejemplos infinitos en número que revisten toda suerte de formas. Un personaje docto de nuestra época dice que donde nuestros almanaques anuncian el calor cualquiera podría poner el frío: en lugar de tiempo seco, húmedo, y colocar siempre lo contrario de lo que pronostican; de tener que apostar por la llegada de una u otra modificación atmosférica, añadía que no pondría reparo en el partido a que se inclinara, salvo en lo que no puede haber incertidumbre, como en prometer para Navidad calores, o fríos rigurosos hacia San Juan. Lo mismo opino yo de nuestros razonamientos políticos; cualquiera que sea el rango en que se os coloque, estáis en tan buen camino como vuestro compañero, con tal de que no vayáis a chocar contra los principios que a ciegas son evidentes; por lo cual, a mi ver, en los públicos negocios, no hay gobierno por detestable que sea, siempre que haya tenido vida y duración, que no aventaje al cambio y a la variación. Nuestras costumbres están extremadamente corrompidas y se inclinan de una manera admirable hacia el empeoramiento; entre nuestras leyes y costumbres hay muchas bárbaras y monstruosas: sin embargo, a causa de la dificultad que supone el colocarnos en mejor estado y del peligro del derrumbamiento, si yo pudiera plantar una cuña en nuestra rueda y detenerla en el punto en que se encuentra, lo haría de buena gana:


Numquam adeo foedis, adeoque pudentis

utimur exeruplis, ut non pejora supersint.[959]


Lo peor que yo veo en nuestro Estado es la instabilidad, y el que nuestras leyes y nuestros trajes no puedan adoptar ninguna forma definitiva. Muy fácil es acusar de imperfección el régimen de gobierno establecido, pues todas las cosas mortales están llenas de imperfecciones; muy fácil es engendrar en el pueblo el menosprecio de sus antiguas observancias. Jamás ningún hombre emprendió ese designio sin que se saliera con la suya, pero restablecer una situación más ventajosa en el lugar de la que se echó por tierra, ha consumido sin resultado las fuerzas de muchos que lo intentaron. En mi gobierno personal tiene mi prudencia escasa participación; de buen grado me dejo llevar por el orden general de todo el mundo. ¡Dichoso el pueblo que practica lo que le ordenan mejor que los que le reglamentan, sin atormentarse por los móviles a que las leyes obedecen; el que consiente en rodar blandamente conforme al movimiento de los cuerpos celestes jamás la obediencia puede ser pura ni sosegada en el que razona y litiga.

En conclusión, para volver a mí mismo, en lo que yo me considero algún tanto es aquello en que jamás hombre alguno se juzgó deleznable. Mi recomendación es vulgar, común, y está al alcance del pueblo; porque, ¿quién se curó nunca de estar falto de sentido? Sería ésta una proposición que implicaría contradicción con ella misma. Es una enfermedad que no reside nunca donde se ve; es bien tenaz y resistente, a pesar de lo cual el primer vislumbre de la vista del enfermo la disipa, como la mirada del sol una niebla opaca: acusarse sería excusarse en este punto, y condenarse absolverse. No se vio nunca ganapán ni mujerzuela que no creyeran estar dotados de suficiente sentido para su provisión. Reconocemos fácilmente en los demás la superioridad en el valor, en la fuerza corporal, en la experiencia, en la disposición, en la belleza, pero la superioridad del juicio a nadie la concedemos, y las razones que emanan del simple discurso natural del prójimo parécenos que no dependió sino de no mirar hacia ese lado el que nosotros dejáramos de encontrarlas. La ciencia, el estilo y otras prendas semejantes que vemos en las obras ajenas, fácilmente penetramos si sobrepujan aquellas de que nosotros somos capaces; mas en las simples producciones del entendimiento cada cual cree que de él solo depende el poseerlas análogas. Difícilmente se echa de ver el peso y la dificultad si no es a una extrema e incomparable distancia. Quien penetrara bien a las claras la grandeza del juicio de los demás lo alcanzaría y llevaría a él el propio. Así que es el mío un ejercicio del cual debo esperar escasa recomendación y alabanza. Además, ¿para quién se escribe? Los sabios, a quienes toca de cerca la jurisdicción de los libros, no conceden el premio sino a la doctrina, ni a prueban otro ejercicio de nuestros espíritus que el de la erudición y el arte. Si confundisteis los Escipiones el uno con el otro, ¿qué diréis ya que valga la pena? Según ellos, quien desconoce a Aristóteles se ignora al propio tiempo a sí mismo: las almas comunes y vulgares no aciertan a ver la delicadeza ni la profundidad de un discurso elevado o sutil. Esas dos especies son las que llenan el mundo. La tercera, en la cual creéis estar incluido, y a la que pertenecen los espíritus normalizados y fuertes por sí mismos, es tan rara que carece de nombre y categoría entre nosotros. Aspirar y esforzarse en obtener su beneplácito es malbaratar la mitad del tiempo.

Dícese comúnmente que la más justa repartición que la naturaleza haya hecho de sus dones es la del juicio; pues nadie hay que no se conforme con el que le tocó en la distribución. ¿No constituye esta circunstancia una razón fundamental? Quien viera más allá del suyo vería más lejos de lo que su vista alcanza. Yo creo que mis ideas son buenas y sanas, ¿mas quien no juzga lo propio de las suyas? Una de las mejores pruebas que para entenderlo así me asiste es la poca estima que hago de mí mismo, pues, de no haber estado bien aseguradas habríanse fácilmente dejado engañar por la afección que me profeso, singular como quien conduce casi todas las cosas a sí mismo apenas las esparce fuera de él. Cuanto los demás distribuyen a una multitud infinita de amigos y conocidos en pro de su gloria y grandeza, aplícolo yo al reposo de mi espíritu y a mi persona; aquello que toma otra ruta es porque no depende por modo cabal de la jurisdicción de mi raciocinio:


Mihi nempe valere et vivere doctus.[960]


Ahora bien, yo reconozco que mis ideas son atrevidas en extremo y constantes en condenar mi insuficiencia. Asunto es éste en el cual ejerzo mi raciocinio tanto como en cualquiera otro. El mundo mira, siempre frente a frente; ya repliego mi vista hacia dentro, y allí la fijo y la distraigo. Todos miran dentro de sí, yo dentro de mí; con nada tengo que ver: me considero constantemente, me fiscalizo y experimento. Los demás van siempre a otra parte si piensan bien en ello, siempre hacia delante se encaminan:


Nemo in sese tentat descendere[961]:


yo me recojo en el interior de mí mismo. Esta capacidad de conducir la verdad, cualquiera que sea, hacia mí, y esta complexión libre por virtud de la cual dejo de otorgar fácilmente mi fe, la debo principalmente a mis exclusivas fuerzas; pues las ideas generales y firmes que yo tengo son, por decirlo así, las que nacieron conmigo; éstas son naturales y completamente mías. Yo las exterioricé cruda y sencillamente, de una manera arrojada y segura, pero algo desordenada e imperfecta; luego las he fundamentado y fortificado con el auxilio de la autoridad ajena, ayudado por los sanos ejemplos de los antiguos, con los cuales me encontré de acuerdo en el juzgar; ellos me aseguraron la presa, y me otorgaron el goce y la posesión con claridad mayor. El galardón a que todos aspiran por la vivacidad y prontitud de espíritu, yo lo busco en el buen orden, entre una acción brillante y señalada, o alguna particular capacidad, yo prefiero el orden, correspondencia y tranquilidad de opiniones y costumbres: omnino si quidquam est decorum, nihil est profecto magis, quam aequabilitas universae citae, tum singularum actionum; quam conservare non possis, si, aliorum naturam imitans, omitas tuam[962].

He aquí pues señalado el punto hasta donde me reconozco culpable en lo tocante al vicio de presunción. Cuanto al otro de que hablé que consiste en no considerar suficientemente a los demás, no sé si podré excusarme con facilidad igual, pues por cuesta arriba que se me haga delibero consignar siempre la verdad. Acaso el continuo comercio que mantengo con el espíritu de antiguos y la idea de aquellas hermosas almas de los pagados siglos me haga encontrar repugnancia el los demás y en sí mismo; o también puede ser la causa lo que en realidad acontece: que vivimos en un tiempo que no produce sino cosas bien mediocres, de tal suerte que yo no conozco nada que sea digno de grande admiración. Tampoco tengo tan estrecha relación como precisa para juzgar de los claros varones que existen, y aquellos a quienes mi condición me une más ordinariamente son por lo común gentes que cuidan poco de la cultura del alma, de las cuales no se reclama otra beatitud que la hidalguía, ni otra perfección distinta del valor.

Lo que de hermoso veo en los demás lo alabo y justiprecio bien de mi grado; a veces hasta realzo lo que sobre ello pienso, y me permito mentir hasta este punto pues soy incapaz de inventar nada ficticio. Elogio a mis amigos en lo que de alabanza son dignos y un palmo de valer lo convierto de buena gana en palmo y medio; pero prestarles méritos de que carecen, no Puedo, ni tampoco defenderlos abiertamente de las imperfecciones que los acompañan. Hasta a mis enemigos concedo equitativamente aquello a que su honor es acreedor: mi afección se modifica, mi criterio no, y nunca confundo mi querella con otras circunstancias que le son ajenas. Tan celoso soy de la libertad de mi juicio que difícilmente la puedo echar a mi lado, sea cual fuere la pasión que me domine. Mayor es la injuria que al mentir me infiero que la que podría inferir a la persona de quien mintiera. Los persas tenían la costumbre laudable y generosa de hablar de sus enemigos, a quienes hacían la guerra sin cuartel, de una manera digna y equitativa, adecuada al mérito de su virtud.

Conozco bastantes hombres a quienes adornan algunas prendas dignas de alabanza: quién tiene un espíritu lúcido, quién un corazón generoso, quién está dotado de habilidad, otro de conciencia sana, en otro es el lenguaje lo más estimable, en algunos el dominio de una ciencia y en otros el de otra; mas hombre grande en todo, que posea juntas tan hermosas prendas, o una en tal grado de excelencia que merezca admirársele o comparársele con los que del tiempo pasado honramos la fortuna no me ha hecho ver ninguno. El más grande que haya conocido a lo vivo, hablo de las prendas naturales que lo adornaban, el mejor nacido fue Esteban de la Boëtie. Era éste, a no dudarlo, un alma cabal, que mostraba un semblante hermoso invariablemente, un alma a la vieja usanza que hubiera realizado grandes empresas si el destino lo hubiese consentido permitiéndole adicionar a su rico natural con el aditamento de la ciencia y el estudio.

Yo no sé cómo acontece, pero acontece sin duda, que en los que se consagran a las letras y a los cargos que de los libros dependen, se encuentra tanta vanidad y debilidad de entendimiento como en cualquiera otra suerte de gentes; quizás sea la causa porque se exige y espera más de ellos y porque no se les excusan los defectos comunes a todo el mundo, o acaso porque la conciencia del propio saber les comunica arrojo mayor para producirse y descubrirse demasiado hacia adelante, por donde, denunciándose, se pierden. Del propio modo que un artífice pone en evidencia mayor su torpeza cuando tiene entre manos una materia rica si la acomoda y maneja neciamente, contra las reglas de su arte, que al trabajar en un objeto ínfimo; y por lo mismo que se afean más los defectos de una estatua de oro que los de otra de yeso, así sucede a los escritores cuando tratan de cosas que por sí mismas y en su lugar serían buenas; mas sirviéndose de ellas sin discreción, honran la memoria a expensas del entendimiento y enaltecen a Cicerón, a Galeno, a Ulpiano y a san Jerónimo, para ponerse ellos en ridículo.

Vuelvo de nuevo y de buen grado a hablar de la inutilidad de nuestra educación; tiene ésta por fin el hacernos no cuerdos y buenos, sino enseñarnos cosas inútiles, y lo consigue. No nos enseña a seguir ni a abrazar la virtud y la prudencia, sino que imprime en nosotros la derivación y etimología de esas ideas. Sabemos declinar la palabra virtud si no acertamos a amarla. Si no conocemos lo que es prudencia por efecto y experiencia, tenemos de ello noticia por terminología y de una manera mnemotécnica. No nos conformamos con saber de nuestros vecinos la raza a que pertenecen, sus parentescos y alianzas, queremos tenerlos por amigos y formar con ellos unión e inteligencia. Sin embargo, la educación nos enseñó las definiciones, divisiones y particiones de la virtud como los sobrenombres y ramas de una genealogía, sin cuidar para nada de fijar entre ella y nosotros ninguna familiaridad ni parentesco. La enseñanza eligió para nuestro aprendizaje no los libros cuyas ideas son más sanas y verdaderas, sino los que hablan mejor griego y latín, y entre las mejores sentencias nos ingirió en el espíritu los más vanos humores de la antigüedad.

Una educación recta modifica el criterio y las costumbres, como aconteció a Polemón, aquel joven griego licencioso que habiendo un día por acaso ido a oír una lección de Jenócrates, no se fijó en la elocuencia y capacidad del filósofo, y no se llevó consigo el conocimiento de una hermosa disertación, sino un provecho más evidente y más sólido, que fue el repentino cambio y enmienda de su primera vida. ¿Quién sintió nunca tal efecto en nuestra disciplina?


Faciasne, quod olim

mutatus Polemon?, ponas insignia morbi,

fasciolas, cubital, focalia; potus ut ille

dicitur ex collo furtim carpisse coronas,

postquam est impransi correptus voce magistri?[963]


Las gentes menos dignas de menosprecio entiendo que son aquellas que por sencillez ocupan el último rango y nos muestran un comercio más moderado. Las costumbres y conversaciones de los labriegos encuéntrolas comúnmente más ordenadas, conforme a las prescripciones de la verdadera filosofía, que no las de los filósofos: plus sapit vulgus, quia tantum, quantum opus est, sapit[964].

Los hombres más notables que yo haya juzgado por las apariencias exteriores (para juzgarlos por las internas y a mi modo sería preciso mirar más de cerca) fueron, en lo tocante a la guerra y capacidad militar, el duque de Guisa, que murió en Orleans, y el difunto mariscal Strozzi. Entre las personas superiores y de ejemplar virtud, Olivier y L'Hospital, cancilleres de Francia. Paréceme también que la poesía ha gozado buen renombre en nuestro siglo; hemos tenido numerosos y buenos artífices en ese arte, entre otros Aurat, Bèze, Buchanan, L'Hospital, Mont-Doré y Turnébe. Creo que la poesía francesa ha subido al grado más preeminente a que jamás llegará; y en los géneros en que Ronsard y Du Bellay sobresalen, entiendo que apenas se apartan de la perfección antigua. Adriano Turnébe sabía más y sabía mejor lo que sabía que ningún hombre de su siglo ni de los tres o cuatro anteriores a éste. Las vidas del duque de Alba, que murió poco ha, y del condestable de Montmorency, llenas de nobleza estuvieron y guardan varias singulares semejanzas en sus respectivas fortunas, mas la hermosura y la gloria de la muerte del segundo a la vista de París y de su rey, para servicio de éste y de la patria, contra sus conciudadanos a la cabeza de un ejército victorioso por su propio esfuerzo, en su vejez extrema, paréceme digna de ser colocada entre los acontecimientos notables de mi tiempo, como asimismo la bondad constante, dulzura de costumbres y benignidad de conciencia del señor de la Noue en medio de una injusticia de partidos armados, escuela verdadera de traición, inhumanidad y bandidaje, donde siempre se mostró gran hombre de guerra, de experiencia consumada.

He experimentado placer sumo haciendo públicas en circunstancias diversas las esperanzas que me inspira María de Gournay le Jars, mi hija adoptiva, a quien profeso afección más que paternal, envuelta en mi soledad y retiro como una de las mejores prendas de mi propio ser. Nadie más que ella existe para mí en el mundo. Si la adolescencia puede presagiar los destinos del porvenir, esta alma será algún día capaz de las cosas más hermosas, y entre otras de la perfección de esta santísima amistad en la cual su sexo no tiene participación alguna. La sinceridad y solidez de sus costumbres alcanzan ya a la perfección. Su afección hacia mí en nada puede aumentarse; es cabal entera y nada que desear deja, si no es que el temor que mi fin la inspira por la avanzada edad de cincuenta y cinco años en que me ha conocido la trabajara menos cruelmente. El juicio que formó de los primeros Ensayos, siendo mujer y viviendo en este siglo; tan joven y por propia iniciativa; la vehemencia famosa con que me profesó afección y el largo tiempo que deseó mi trato por virtud de la sola estima que hacia mí la inclinara, son otras tantas particularidades muy dignas de tenerse en cuenta.

Las demás virtudes son harto poco frecuentes en los tiempos en que vivimos, pero el valor se hizo común a causa de nuestras guerras civiles. En este particular hay entre nosotros almas fuertes, rayanas en la perfección, y en número tan grande que el escogerlas sería imposible.

He aquí cuanto hasta el presente he conocido, por lo que toca a grandeza extraordinaria y no común.



Del desmentir

Pero acaso se me diga que este designio de servirse de sí mismo como asunto de lo que se escribe sería excusable en los hombres singulares y famosos que por su reputación hubieran inspirado curiosidad de su conocimiento. Verdad es lo reconozco y lo sé muy bien, que para ver a un hombre como los hay a millares apenas si un artesano levantará la vista de su labor, mientras que para contemplar de un personaje grande y señalado la entrada en una ciudad los obradores y las tiendas se quedarían vacíos. A todos sienta mal el exteriorizar sus acciones; menos a aquellos que tienen por qué ser imitados y de quienes la vida y opiniones pueden servir de patrón. César y Jenofonte tuvieron materia sobrada en qué fundar y fortalecer su narración con la grandeza de sus hazañas, como en una base justa y sólida. Por lo mismo son de desear los papeles diarios de Alejandro el Grande, y los comentarios que de sus gestas dejaron Augusto, Catón, Sila, Bruto y otros; de hombres así gusta estudiar las figuras aun cuando no sea más que representadas en piedra y en bronce.

Si bien es muy fundada esta reconvención, declaro que a mí me alcanza muy poco:


Non recito cuiquam, nisi amicis, idque rogatus;

non ubivis, coramve quibuslibet: in medio qui

scripta foro recitent, sunt multi, quique lavantes.[965]


Yo no fabrico aquí una estatua para que se ostente luego en la plaza de una ciudad, ni en una iglesia, ni en ningún lugar público,


Non equidem hoe studeo, bullatis ut mihi nugis

pagina turgescat.

Secreti loquimur[966],


sino para ponerla en el rincón de una biblioteca, y para distracción de un vecino, pariente o amigo que tengan el placer de familiarizarse aun con mi persona por medio de esta imagen. Los otros hablaron de sí mismos por encontrar el asunto digno y rico: yo al contrario, por haberlo reconocido tan estéril y raquítico que no puede echárseme en cara sospecha alguna de ostentación. Yo juzgo de buen grado las acciones ajenas, de las propias doy poco que juzgar a causa de su insignificancia. No encuentro tanto que alabar que no pueda declararlo sin avergonzarme. Holgaríame mucho el oír así a alguien que me relatara las costumbres, el semblante, el continente, las palabras más baladíes y las acciones todas de mis antepasados. ¡Cuán grande sería mi atención para escucharlo! Y en verdad que emanaría de una naturaleza pervertida el menospreciar los retratos mismos de nuestros amigos y antecesores la forma de sus vestidos y de sus armas. De ellos guardo yo religiosamente escritos, rúbricas, libros de piedad y una espada que les perteneció, y tampoco he apartado de mi gabinete las largas cañas que ordinariamente mi padre llevaba en la mano: Paterna vestis, et annulos, tanto carior est posteris, quanto erga parentes major affectus.[967] Si los que me sigan son de entender diferente, tendré con que desquitarme de su ingratitud, pues no podrán hacer menos caso de mí del que yo haré de ellos, cuando llegue el caso. Todo el comercio que yo mantengo aquí con el público se reduce a tomar prestados los útiles de su escritura más rápida y más fácil; en cambio impediré quizá que algún trozo de manteca se derrita en el mercado:


No toga cordyllis, ne penula desit olivis[968];


Et laxas scombris saepe dabo tunicas.[969]


Y aun cuando nadie me lea, ¿perdí mi tiempo por haber empleado tantas horas ociosas en pensamientos tan útiles y gratos? Moldeando en mí esta figura, me fue preciso con tanta frecuencia acicalarme y componerme para sacar a la superficie mi propia sustancia, que el patrón se fortaleció y en cierto modo se formó a sí mismo. Pintándome, para los demás, heme pintado en mí con colores más distintos que los míos primitivos. No hice tanto mi libro como mi libro me hizo a mí; éste es consustancial a su autor, de una ocupación propia: parte de mi vida, y no de una ocupación y fin terceros y extraños, como todos los demás libros. ¿Perdí mi tiempo por haberme dado cuenta de mí mismo de una manera tan continuada y escudriñadora? Los que se examinan solamente con la fantasía y de palabra no se analizan con exactitud igual, ni se penetran como quien de sí mismo hace su exclusivo estudio, su obra y su oficio, comprometiéndose a un largo registro, con toda la fe de que es capaz, e igualmente con todas sus fuerzas. Los placeres más intensos, si bien se dirigen al interior, propenden a no dejar traza ninguna, y escapan al análisis no solamente del vulgo, sino de las personas cultivadas. ¿Cuántas veces no me alivió esta labor de tristezas y pesadumbres? Y deben incluirse entre ellas todas las cosas frívolas. Dotonos la naturaleza de una facultad amplia para aislarnos y con frecuencia a ella nos llama para enseñarnos que nos debernos en parte a la sociedad, pero la mejor a nosotros mismos. Con el fin de llevar el orden a mi fantasía hasta en sus divagaciones para que obedezca a mi proyecto, y para impedir que se evapore inútilmente, no hay como dar cuerpo y registrar tantos y tantos pensamientos menudos como a ella se presentan; oigo mis ensueños porque mi propósito es darlos cuerpo. Entristecido a veces porque la urbanidad y la razón me imposibilitaban de poner al descubierto alguna acción, ¡cuántas veces la llamé aquí no sin designio de público provecho! Y sin embargo estos latigazos poéticos,


Zon sus l'oeil, zon sur le groin,

zon sur le dos du sagoin[970],


se imprimen todavía mejor en el papel en la carne viva. Nada de extraño hay en que mi oído ponga más atención en los libros desde que estoy al acecho para ver si puedo apropiarme de alguna cosa con que esmaltar o solidificar el mío. Yo no he estudiado para componer mi obra, pero estudié algún tanto por haberlo hecho, si puede llamarse así al desflorar y pellizcar por la cabeza o por los pies ya un autor a otro, no para formar mis opiniones, sino para fortalecerlas cuando estaban ya formadas, para secundarlas y venirlas en ayuda.

¿Mas a quién otorgaremos crédito, hablando de sí mismo, en una época tan estropeada como la nuestra, en atención a que hay pocos o ningunos a quienes hablando de los demás podamos dar fe? El signo primero en la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad, pues como decía Píndaro el ser verídico es el comienzo de toda virtud y la primera condición que Platón exige al gobernador de su república. Nuestra verdad actual no es lo que la realidad muestra, sino la persuasión que acierta a llevarla a los demás, de la propia suerte llamanos moneda no solamente a la que es de buena ley, sino también a la falsa que circula. Silviano Massiliensi, que vivió en tiempo del emperador Valentiniano, dice «que en los franceses el mentir y perjurar no es vicio, sino manera de hablar». Quien quisiera sobrepujar ese testimonio podría decir que ahora la cosa se trocó en virtud: todos se forman y acomodan a la mentira como a una justa honorífica; el disimulo es uno de los méritos más notables de nuestro siglo.

Por eso he considerado muchas veces de dónde podía provenir la costumbre que religiosamente observamos de sentirnos agriamente ofendidos cuando se nos acusa de este vicio que nos es tan ordinario, y que constituya la mayor de las injurias que de palabra pueda hacérsenos. En este punto entiendo que es natural defenderse con mayor ahínco de los defectos que nos dominan más. Diríase que al resentirnos de la censura conmoviéndonos, nos descargamos en cierto modo de la culpa; si incurrimos en ella, al menos condenámosla aparentemente. ¿No será también la causa el que esta acusación parece envolver la cobardía y flojedad de ánimo? ¿Puede existir ninguna que supere a desdecirse de la propia palabra y del propio conocimiento? Es el mentir feo vicio, que un antiguo pintó con vergonzosos colores cuando dijo «es dar testimonio de menospreciar a Dios al par que de temer a los hombres». Es imposible representar con mayor elocuencia el horror, la vileza y el desarreglo que constituyen la esencia de la mentira, pues ¿qué puede imaginarse más villano que el ser cobarde para con los hombres y bravo para con Dios? Guiándose nuestra inteligencia por el solo camino de la palabra, el que la falsea traiciona la sociedad pública. Ese es el único instrumento por cuyo concurso se comunican nuestras voluntades y pensamientos; es el intérprete de nuestra alma. Si nos falta, ya no subsistimos, ni nos conocemos los unos a los otros. Si nos engaña, rompe todo nuestro comercio y disuelve todas las uniones de nuestro pueblo. Ciertas naciones de las Indias nuevas (no hay para qué citar sus nombres, no existen ya, pues basta la cabal abolición de los mismos y hasta ignorar el antiguo conocimiento de los lugares ha llegado la desolación de esta conquista sin ejemplo) ofrecían a sus dioses sangre humana, y la sacaban de la lengua, y de los oídos para expiación del pecado de la mentira, tanto oída como proferida. Decía Lisandro que a los muchachos se divierte con las tabas y a los hombres con las palabras.

Cuanto a los usos diversos del desmentir, las leyes de nuestro honor en este punto y las modificaciones que las mismas han experimentado, remito a otra ocasión el decir lo que sé. Enseñaré al par, a serme dable, la época en que comenzó esta costumbre de pesar y medir tan exactamente las palabras y de hacer que de ellas dependiera nuestra reputación, pues fácil es convencerse de que no existía en lo antiguo, en tiempo de griegos y romanos. Por eso me ha parecido nuevo y extraño el verlos desmentirse e injuriarse sin que ninguna de las dos cosas constituyera, motivo de querella. Sin duda las leyes de su deber tomaban otro camino distinto de las nuestras. A César se le llama ya ladrón, ya borracho en sus barbas, y vemos que la libertad en las invectivas que se lanzaban los unos contra los otros, hasta los más afamados caudillos de una y otra nación, las Palabras se contestan solamente con las palabras, sin que sobrevenga consecuencia mayor.



De la libertad de conciencia

Es ordinario ver que las buenas intenciones cuando sin moderación se practican empujan a los hombres a realizar actos censurables. En este debate de guerras civiles por el cual la Francia se ve al presente trastornada, el partido mayor y más sano es sin duda el que defiende la religión y gobierno antiguos de nuestro país. Sin embargo, entre los hombres de bien que sostienen la buena causa (pues no hablo de los que con ella se sirven de pretexto para ejercer sus venganzas personales, o para saciar su avaricia, o para buscar la protección de los príncipes, sino de aquellos a quienes mueve sólo el celo por la religión y la santa afección por el mantenimiento del sosiego de su patria), entre los primeros, digo, se ven muchos a quienes la pasión arrastra fuera de los límites de la razón y los hace a veces tomar determinaciones injustas, violentas y hasta temerarias.

Verdad es que en los primeros tiempos en que nuestra religión comenzó a alcanzar autoridad para con las leyes, el celo armó a muchos contra toda suerte de libros paganos, con lo cual los escritores experimentan hoy perjuicios sin cuento. Creo que este desorden ha ocasionado mayores males a las letras que todas las hogueras de los bárbaros. Buena prueba de ello es Cornelio Tácito, pues a pesar de que el emperador del mismo nombre, su pariente, poblara por ordenanza expresa todas las bibliotecas del mundo con la obra de aquél, tan sólo un ejemplar completo, pudo escapar a la curiosa investigación de los que anhelaban aniquilarla, a causa de cinco o seis cláusulas insignificantes contrarias a nuestra creencia.

También aquéllos gratifican fácilmente con falsas alabanzas a todos los emperadores que defendieron el catolicismo, al par que condenan en absoluto todas las acciones de los que nos fueron adversos, como puede verse por el emperador Juliano, sobrenombrado el Apóstata. Era éste a la verdad hombre preeminente, de peregrino valer, como quien tuvo su alma vivamente impregnada, en los discursos de la filosofía, a los cuales procuraba, con todas sus fuerzas, sujetar sus obras. Y en efecto, apenas se encuentra virtud ninguna de que no haya dejado ejemplos nobilísimos. En punto a castidad (prenda de que el curso de su vida da claro testimonio), se lee de él un rasgo semejante a los de Alejandro y Escipión: en medio de muchas y bellísimas cautivas ni siquiera quiso nunca ver ninguna, encontrándose en la flor de su edad, pues fue muerto por los partos cuando contaba treinta y un años solamente. En lo tocante a justicia tomábase por sí mismo el trabajo de oír a las partes, y aunque por simple curiosidad se informara con los que comparecían ante él de la que profesaban, la enemistad que le movía contra la nuestra no ponía ningún contrapeso en la balanza. Él mismo hizo algunas leyes excelentes y alivió una gran parte de los impuestos y subsidios que establecieron sus predecesores.

Hay dos buenos historiadores que fueron testigos oculares de sus actos. De ellos, Marcelino censura con acritud en diversos lugares de su obra uno de sus decretos por virtud del cual prohibía la enseñanza a todos los retóricos y gramáticos cristianos, declarando de paso el cronista que esta acción de su mando hubiera deseado verla sumergida en el silencio. Es muy probable que si algo más duro hiciera contra nosotros, Marcelino no lo hubiera callado siendo tan afecto a nuestra fe. Rudo era para nosotros, es verdad, mas no cruel enemigo, porque los mismos cristianos cuentan que paseándose una vez por las cercanías de la ciudad de Calcedonia, Maris, obispo de la misma, se atrevió a llamarle perverso y traidor a Cristo, y que él no tomó venganza alguna contra el insulto, limitándose a contestar «Aparta, miserable; mejor harías en llorar la pérdida de tus ojos»; a lo cual el obispo repuso: «Yo doy gracias a Jesucristo por haberme quitado la vista para no contemplar tu cínico rostro»; palabras que Juliano oyó, según dicen los cristianos, con resignación filosófica. No se aviene este sucedido con las crueldades que contra nosotros se le atribuyen. «Era, dice Eutropio, el otro testigo a que aludí, enemigo de la cristiandad, pero sin llegar al derramamiento de sangre.»

Volviendo a su justicia, nada puede acusarse en ella si no es el rigor que desplegó en los comienzos de su imperio contra los que habían seguido el partido de Constancio, su predecesor. Cuanto a sobriedad, vivía siempre una vida de campeonato, y se alimentaba en plena paz como quien se preparaba y acostumbraba a la austeridad de la guerra. En él era tan grande la vigilancia, que dividía la noche en tres o cuatro partes, de las cuales la menor consagraba al sueño; el resto empleábalo en visitar personalmente el estado de su ejército sus guardias, y en estudiar, pues entre los demás singulares méritos que le adornaban era hombre peritísimo en toda suerte de literatura. Refiérese de Alejandro el Grande que cuando estaba acostado, temiendo que el sueño obscureciese sus reflexiones y estudios, hacía colocar un platillo junto al lecho, manteniendo uno de sus brazos fuera del mismo, y en la mano una bola de cobre, a fin de que al quedarse dormido la caída de la bola en el platillo le despertara. Juliano tenía el alma tan rígida hacia sus designios, tan limpia de vanidades por su abstinencia singular, que podía prescindir de ese artificio. Por lo que mira a capacidad militar, Juliano fue cabal en todas las prendas que deben adornar a un gran capitán. Casi toda su vida la empleó en el ejercicio de la guerra, contra nosotros, en Francia, contra los alemanes y los francones. Apenas se guarda memoria de hombre que haya corrido más azares, ni que con mayor frecuencia haya puesto a prueba su persona.

Su muerte tiene algún parecido con la de Epaminondas, pues fue herido por una flecha; intentó arrancársela, y lo hubiera conseguido, mas, como era tajante, se hizo una cortadura en la mano que contribuyó a debilitársela. Mal herido como se encontraba, no cesaba de pedir que lo llevaran a la pelea para enardecer a sus soldados, quienes valientemente hicieron frente al enemigo sin su jefe hasta que la noche separó a los combatientes. A la filosofía era deudor del singular menosprecio que le inspiraba su vida todas las cosas humanas, y creía además firmemente en eternidad de las almas.

En materia de religión, sus defectos eran grandes. Se le llamó el Apóstata por haber abandonado la nuestra; sin embargo, me parece más verosímil creer que nunca creyó en ella con fe cabal, sino que la simuló por prestar obediencia a las leyes hasta el momento en que tuvo el imperio en su mano. Fue tan supersticioso en la suya, que hasta los mismos que en su época lo fueron burlándose de él en este punto; y se decía que de haber ganado la batalla contra los partos habría agotado la raza bovina para dar abasto a sus sacrificios. Estaba tan embaucado en la ciencia de la adivinación que concedía autoridad suma a toda suerte de pronósticos. Al morir, dijo entre otras cosas que se sentía reconocido a los dioses y les daba gracias porque no le mataran por sorpresa, habiéndole de largo tiempo advertido del lugar y hora de su fin, y por no abandonar la vida ni con blandura y flojedad, que sentaban mejor en personas ociosas y delicadas, ni tampoco de una manera languidecedora, prolongada y dolorosa; glorificaba a los dioses por haber consentido morir noblemente, durante el curso de sus victorias, en medio de lo mejor de su gloria. Había tenido una visión semejante a la de Marco Bruto, primeramente en la Galia que luego se le volvió a aparecer en Persia, en el momento de su muerte. Estas palabras que se lo atribuyen cuando se sintió herido «Venciste, Nazareno», o como otros afirmaban, «Alégrate, Nazareno», apenas se habrían olvidado de haber sido creídas por los testigos de que hablé antes, quienes estando presentes en el ejército tuvieron ocasión de advertir hasta los más insignificantes movimientos y palabras de su fin, como tampoco hubieran dejado de consignar ciertos milagros que se le achacan.

Volviendo al asunto de mi tema, diré que, según afirma Marcelino, tuvo incubado largo tiempo en su corazón el paganismo, pero considerando que todos sus soldados eran cristianos no se atrevió a sacarlo a la superficie. Luego, cuando se vio suficientemente fuerte para osar hacer pública su voluntad, mandó que se abrieran los templos de los dioses y puso en juego todos los medios para implantar su idolatría. Para conseguirlo, como encontrara en Constantinopla al pueblo separado de los prelados de la Iglesia cristiana, que estaban divididos, hizo llamar a éstos a su palacio, y los amonestó para que al punto apaciguaran sus disensiones civiles, y que cada cual sin obstáculo ni temor se pusieran al servicio de su religión, idea a que le movió la esperanza de que esta libertad aumentaría los partidos y cábalas de la división, e impediría al pueblo congregarse y fortificarse contra él por acuerdo e inteligencia unánimes. Merced a la crueldad de algunos cristianos, tuvo Juliano ocasión de convencerse «de que en el mundo, no hay animal, tan temible para el hombre como el hombre mismo». Estas eran, sobre poco más o menos, sus propias palabras.

Es digno de notarse que este emperador se sirve para atizar los trastornos de la disensión civil del remedio mismo que nuestros reyes acaban de emplear para extinguirla. Por una parte puede decirse que el dar rienda suelta a los distintos partidos, permitiéndoles el mantenimiento de sus ideas, es desparramar y sembrar la división, casi echar una mano para aumentarla, no poniendo trabas ni coerciones con leyes que sujeten y pongan obstáculos a su carrera. Mas por otro lado puede también decirse que dejar en libertad completa a los partidos para que sustenten sus ideas es ablandarlas y aflojarlas por la libertad que se las concede, y por ende embotar el aguijón, que se aguza merced a la rareza, novedad y dificultad. En pro del honor y devoción de nuestros monarcas, creo yo que no habiendo logrado lo que querían, simularon querer sólo lo que pudieron.



No gustamos nada puro

Hace la debilidad de nuestra condición que las cosas en su sencillez y pureza naturales no puedan caer bajo nuestra jurisdicción ni empleo. Los elementos que gozamos están adulterados, lo mismo que los metales. El oro se empeora con alguna otra materia para acomodarlo a nuestro servicio. Ni siquiera la virtud, así en su simplicidad, del modo que Aristón, Pirro y aun los estoicos la consideraban como «fin de la vida», pudo sernos útil sin mezcla previa, como tampoco la voluptuosidad cirenaica y aristípica. Entre los bienes y placeres que hay exento de algo que no sea malo o incómodo:


Medio de fonte leporum

surgit amarit aliquid, quod in ipsis floribus angat.[971]


Nuestro extremo goce tiene algo de gemido y de queja. ¿No podría en realidad decirse que la angustia lo remata? Hasta cuando formamos la imagen del mismo en su excelencia más suprema, la rellenamos con epítetos y cualidades enfermizas dolorosas; languidez, blandura, debilidad, desfallecimiento, morbidezza, prueba evidente de la consanguineidad y consustancialidad de estos dictados con aquél. La alegría intensa tiene más de severo que de alegre. El extremo y pleno contentamiento supone mayor calma que alegría; ipsa felicitas, se nisi temerat, premit[972]. La facilidad nos destruye como dice un antiguo verso griego, cuyo sentido es «que los dioses nos venden cuantos beneficios nos otorgan», es decir, que ninguno nos conceden perfecto y puro, y que siempre los adquirimos a cambio de algún mal.

El trabajo y el placer, cosas entre sí diversas por naturaleza, se asocian, sin embargo, por medio de no sé qué juntura natural. Sócrates habla de un dios que intentó confundir y hacer un todo de la voluptuosidad y el dolor, y que no pudiendo salirse con la suya se le ocurrió cuando menos acoplarlos por la cola. Metrodoro decía que en la tristeza hay alguna acción de placer. Ignoro si querría decir otra cosa, mas yo imagino que existen el consentimiento y la complacencia en alimentar la melancolía. Y lo afirmo aparte del orgullo, que con aquella puede ir mezclado: hay como una sombra de delicadeza y sibaritismo que sonríe y nos acaricia en el regazo mismo de la melancolía. Y en efecto, ¿no existen complexiones que de la melancolía hacen su alimento ordinario?


Est quaedam flere voluptas.[973]


Atalo refiere en los escritos de Séneca que la memoria de nuestros amigos perdidos nos es grata como el amargor en el vino añejo,


Minister vetuli, puer, Falerni

ingerimi calices amariores[974],


y como las manzanas cuyo sabor es agridulce. Muéstranos a naturaleza esta confusión, y los pintores aseguran que los movimientos y arrugas que nuestro semblante adopta cuando lloramos son los mismos que cuando reímos, y en verdad antes que la risa o el llanto acaben de borrarse del rostro, consideradlos con detenimiento, y quedaréis perplejos sobre lo que va a hacer la persona afectada por uno u otro sentimiento. El exceso de risa va mezclado de lágrimas. Nullum, sine auctoramento malum est.[975]

Cuando considero al hombre cercado de todas las comodidades apetecibles (supongamos que sus miembros todos se vieran constantemente sobrecogidos por un placer semejante al de la generación en el punto más excesivo), hundirse bajo la carga de sus delicias, y le veo incapaz de soportar una voluptuosidad tan constante, tan pura y tan universal. El hombre huye del placer cuando lo posee y se apresura naturalmente a escapar de él como de un lugar en que no puede tomar pie y en el cual teme sumergirse.

Cuando me considero concienzudamente, reconozco que hasta la bondad más acabada que pueda poseer incluye algún tinte vicioso, y temo que Platón cuando habló de la virtud más esclarecida (yo que de ella, y de las que son tan relevantes, soy leal y sincero justipreciador como otro cualquiera pueda serlo), si hubiera escuchado de cerca, como sin duda escuchaba, habría advertido algún tono descarnado de mixtura humana, pero obscuro y solamente perceptible en sí mismo individualmente. Las leyes mismas que defienden la justicia no pueden subsistir sin alguna mezcla de injusticia; y Platón afirma que los que pretenden quitar a las leyes inconvenientes y rémoras, ejecutan labor idéntica a la de los que intentan cortar la cabeza a la Hidra. Omne magnum exemplum habet aliquid ex iniquo, quod contra singulos utilitate publica rependitur[976], dice Tácito.

Es igualmente, cierto que en el gobierno de la vida y para el manejo del comercio público puede haber exceso en la pureza y perspicacia de nuestro espíritu. Esta penetrante claridad encierra sutileza y perspicacia demasiadas a las cuales es preciso echar lastre y embotar para que obedezcan al ejemplo y a la práctica, esforzarlas y obscurecerlas para colocarlas al nivel de esta existencia tenebrosa y terrestre. Por eso vemos que los espíritus comunes y menos tirantes son más aptos y afortunados en el manejo de los negocios, y que las opiniones más elevadas y exquisitas de la filosofía son inútiles en la práctica. La vivacidad puntiaguda del alma y su flexible e inquieta volubilidad dan al traste con nuestras negociaciones. Precisa manejar las empresas humanas más grosera y superficialmente y dejar una buena parte de ellas encomendada a los derechos del acaso. No hay necesidad de aclarar las cosas tan profunda y sutilmente; empeñados en esta labor, nos extraviamos en la consideración de tantos aspectos contrarios y formas diversas; voluntalibus res inter se pugnantes, obtorpuerant... animi[977].

Es lo que los antiguos cuentan de Simónides; como su entendimiento le mostraba sobre la pregunta que le hiciera el rey Hierón (para contestarla había solicitado muchos días de meditación) diversas consideraciones agudas y sutiles, dudando cuál fuera la más verosímil de todas, desesperó por completo de la verdad.

Quien inquiere y abraza todas las circunstancias de una cosa hace difícil la elección. Un ingenio mediano lo conduce todo por igual, y es suficientemente apto para le ejecución de los negocios grandes y chicos. Considerad que los mejores mensajeros son los que aciertan menos a mostrarnos por qué lo son, y que los que relatan diestramente las más de las veces no hacen nada de provecho. Sé de un gran decidor, pintor excelentísimo de toda suerte de ordenadas administraciones, que dejó lastimosamente escurrirse por entre sus manos cien libras de renta, y de otro que habla y aconseja como el más cuerdo de los hombres: en apariencia, nadie hay en el mundo que muestre un alma tan capaz; sin embargo en la práctica reconocen sus servidores que es otra persona distinta, sin que el hado para nada sea culpable.



Contra la holganza

Encontrándose agobiado el emperador Vespasiano por la enfermedad de que murió, no dejaba por ello de hacerse cargo del estado de su imperio, y en su mismo lecho despachaba constantemente muchos negocios de consecuencia. Como su médico le reprendiera por seguir una conducta que tanto perjudicaba su salud: «Es preciso, contestó el paciente, que un emperador muera de pie.» Palabras hermosas a mi entender, y dignas de un gran príncipe. Adriano tuvo también ocasión de emplearlas más tarde y deberían recordarse a los reyes para hacerles sentir que la grave carga que se les encomienda con el mando de tantos hombres no es una carga ociosa, y que nada hay que pueda tan justamente repugnar a súbdito al echarse en brazos del azar para el servicio de su príncipe, como verle apoltronado en vanos y fútiles quehaceres y cuidando de su conservación cuando tan indiferente lo es la nuestra.

Si alguien pretende sostener la ventaja do que el soberano dirija sus expediciones militares por mediación ajena y no por sí mismo, la casualidad le procurará ejemplos sobrados de aquellos a quienes sus lugartenientes colocaron a la cabeza de empresas grandes, y aun de otros todavía cuya presencia hubiera sido más perjudicial que benéfica; mas ningún príncipe esforzado y valeroso puede sufrir ni siquiera que se le comuniquen instrucciones tan vergonzosas. So pretexto de conservar su cabeza, como la imagen de un santo, para la buena fortuna de su Estado, degrádanle de su oficio cuya misión es absolutamente militar, declarándolo incapaz de ella. Conozco yo uno que preferiría mejor ser derrotado que dormir mientras por él se baten, y que jamás vio sin honroso celo hacer algo grande a sus mismas gentes en su ausencia. Selim I decía, a mi entender con razón sobrada, «que las victorias ganadas sin el amo no son victorias completas». Con mayor razón hubiera dicho que este amo debiera enrojecer de vergüenza de considerar como algo de su gloria aquello en que no tomó parte sino con su voz e inteligencia, y ni esto siquiera, puesto que en empresas semejantes las órdenes y pareceres que el éxito corona son los que se emiten en el campo de batalla, en el lugar que sirve de teatro a los acontecimientos. Ningún piloto cumple su misión a pie enjuto. Los príncipes de la dinastía otomana, la primera del mundo en fortuna guerrera, abrazaron con calor esa opinión, y Bayaceto II y su hijo que de ella se apartaron para emplearse en el ejercicio de las ciencias y otras ocupaciones caseras dieron así grandes sopapos a su imperio. Amurat III, que al presente reina, a ejemplo de los otros, comienza también a experimentar los efectos de su conducta. Eduardo III, rey de Inglaterra, profirió esta frase a propósito de nuestro Carlos V: «Jamás hubo rey que menos se armara ni tampoco que tanto me diera que hacer.» Razón tenía de juzgarlo singular, cual si el hecho emanara más de la buena estrella que de la razón. Para poner otro ejemplo de la misma índole añadiré que a los que incluyen entre los belicosos y magnánimos conquistadores los reyes de Castilla y Portugal porque a mil y doscientas leguas de sus ociosas residencias, con el concurso exclusivo de sus vasallos se hicieron dueños de las Indias orientales y occidentales, podría reponérseles si dichos monarcas tendrían siquiera el heroísmo de dirigirse allá, a países tan remotos.

Más lejos iba aún el emperador Juliano, el cual decía «que un filósofo y un galán no deben ni siquiera respirar»; con lo cual significaba que no debían conceder a las necesidades corporales sino exclusivamente lo que no puede rechazárselas, y que habían menester de tener el alma y la materia ocúpalos en cosas virtuosas y grandes. Avergonzábase cuando en público le veían escupir o sudar (lo mismo refieren de la juventud lacedemonia, y Jenofonte de la persa), porque consideraba que el ejercicio, el trabajo continuo y la sobriedad debían evaporar y secar todos los humores superfluos. Lo que Séneca dice de la educación en la antigua Roma no sentará mal aquí: «Nada enseñaban a los muchachos, dice, que tuvieran necesidad de aprenderlo sentados.»

Constituye una envidia generosa el pretender que hasta la muerte sea viril y provechosa al bien de la patria. Pero el lograrlo así no depende tanto de nuestra buena resolución como de nuestra buena fortuna. Mil guerreros hubo que se propusieron vencer o morir combatiendo, que no alcanzaron ni lo uno ni lo otro. Las heridas y los calabozos se opusieron a su designio imponiéndoles existencia que no quisieran vivir: hay enfermedades que destruyen hasta nuestros deseos y facultades mentales. No secundó la fortuna la vanidad de las legiones romanas que por virtud de juramento se comprometían a morir o a alcanzar la victoria: Victor, Marce Fabi, revertar ex acie: si fallo, Jovem patrem, Gradivumque Martem, aliosque iratos invoco deos.[978] Dicen los portugueses que en cierto lugar de los que en las Indias conquistaron vieron guerrilleros que con horribles execraciones se condenaban a no admitir ningún género de tregua, queriendo sólo salir vencedores o muertos, y que como muestra de su voluntad llevaban rapadas cabeza y barba. Inútil es que nos obstinemos en el azar: parece que las heridas huyen de los que ante el peligro se presentan resueltos y contentos, y no atrapan sino a los temerosos. Hubo quien no perdiendo su villa por las fuerzas adversarias, después de haber intentado tolos los medios imaginables, se vio obligado, para cumplir su resolución de ganar honor o perder la vida, a darse a sí mismo la muerte en el calor de la refriega. Entre otros ejemplos podría citarse el de Filisto, que mandaba la flota de Dionisio el joven contra los siracusanos. Habiendo presentado batalla al enemigo, que fue muy reñida por ser iguales las fuerzas de uno y otro bando, tuvo en los comienzos la mejor parte gracias a su proeza; colocándose luego los siracusanos en torno de su galera para cercarla, Filisto llevó a cabo sobrehumanos esfuerzos para desenvolverse, y no esperando solución mejor, con su propia mano se quitó la vida, que tan liberal e inútilmente abandonara a las armas enemigas.

Muley Moluc, rey de Fez, que acaba de ganar contra Sebastián, rey de Portugal, la jornada famosa que acabó con la muerte de tres reyes y con la incorporación de aquella gran comarca a la corona de Castilla, cayó gravemente enfermo desde el momento en que los portugueses invadieron su Estado a mano armada, y fue sucesivamente empeorando hasta su muerte, que preveía. Nunca guerrero alguno se sirvió de sus propias fuerzas con mayor valentía ni bravura. Reconociéndose débil para desplegar la ceremoniosa pompa de la entrada en su campamento, el cual según las costumbres de su Estado estaba lleno de magnificencia y en él se hacían numerosas maniobras, declinó este honor en su hermano, mas fue el solo deber que resignara de los que al capitán incumben; todos los otros cumpliolos con laboriosidad y escrúpulo, manteniendo su cuerpo tendido, pero su espíritu y su vigor derechos y resistentes hasta exhalar el último suspiro, y aun después en algún modo. Podía minar a sus enemigos, que indiscretamente habían penetrado y avanzado en sus dominios, y lamentó en extremo que la falta de un poco de villa, pues no tenía a quien encomendar la dirección de la guerra ni el gobierno de un Estado en desorden, le obligara a buscar la victoria sangrienta y arriesgada, teniendo en sus manos una segura y cabal. Sin embargo le fue dable prolongar y aprovechar milagrosamente la duración de su enfermedad para aniquilar a su enemigo y llevarlo lejos de la flota y de las plazas de la costa de África, no cesando en esta empresa hasta el último día de su vida, el cual empleó y reservo para la gran jornada. Organizó la batalla en forma circular, sitiando por todas partes las huestes portuguesas; luego que el círculo se cerró, imposibilitolas, no solamente de manejarse en la lid (que fue muy reñida por el valor que desplegó el joven monarca sitiador), puesto que tenían que acudir a todas partes para hacer cara al enemigo, sino que las imposibilitó también de huir después de vencidas, porque hallaron todas las salidas cerradas y tomadas, viéndose obligados los soldados a lanzarse unos sobre otros, coacervanturque non solum caede, sed etiam fuga[979], y a amontonarse unos sobre otros, procurando así los vencedores una victoria cabal y horrenda. Ya moribundo, hízose transportar de una parte a otra, donde la necesidad le llamaba; y corriendo a lo largo de las filas, exhortaba a capitanes y soldados, distintamente; mas como viera que sus tropas en un punto reducido se dejaran acogotar, no pudieron detenerle; montó a caballo, con la espada en la mano, y esforzose por tomar parte en la refriega sin que sus gentes pudieran sujetarle, deteniéndole, quién por la brida del corcel, quién por el traje y los estribos. Este supremo esfuerzo acabó con la poca vida que la quedaba, y le acostaron de nuevo. Luego, como resucitando sobresaltado de este pasmo, hallándose imposibilitado para advertir que callaran su muerte (era la orden más imperiosa que le quedaba por dar), a fin de que la nueva no engendrara el desconcierto entre sus gentes, expiró teniendo el dedo índice apretado contra sus labios juntos, sino ordinario de guardar silencio. ¿Quién vivió jamás tan dilatado tiempo y tan sumergido en la muerte? ¿Quién murió jamás con mayor firmeza?

El grado supremo en el soportar vigorosamente la muerte y a la vez el más natural, es contemplarla no sólo sin extrañeza, sino también sin preocuparse para nada de ella, continuando el género de vida anterior hasta en el mismo sucumbir: como hizo Catón, que se ocupaba en estudiar y en dormir habiendo de soportar un fin violento y rudo cuya imagen tenía grabada en su mente y en su pecho, al alcance de su mano.



De las postas

No fuí yo de los más flojos en este ejercicio, que se adecua para personas de mi estatura, corta y resistente: pero ya lo abandoné porque nos desgasta demasiado para que pueda durar mucho tiempo. Hace un momento leía que el rey Ciro para recibir con mayor facilidad, nuevas de todos los lugares de su imperio, que era de una extensión muy dilatada, informose del camino que un caballo podía recorrer en un día, sin detenerse, y estableció hombres para que los tuvieran prestos y se los entregaran a los que a él se dirigieran. Dicen algunos que la rapidez de la marcha del caballo, con ese andar, es igual a la del vuelo de las grullas.

Refiere César que Lucio Vibulio Rufo, teniendo urgencia de comunicar una noticia a Pompeyo, encaminose hacia él marchando día y noche y cambiando de caballos para no perder un momento. El mismo César, según Suetonio, recorría cien millas por día en un vehículo de alquiler, lo cual no es de maravillar, pues era un corredor furioso; donde los ríos le cortaban el paso, franqueábalos a nado, y no se apartaba del camino más corto para buscar un puente, o el lugar en que el vado fuera más fácil. Tiberio Nerón, yendo a visitar a su hermano Druso, que se encontraba enfermo en Alemania, hizo doscientas millas en veinticuatro horas, sirviéndose de tres vehículos. En la guerra de los romanos contra el rey Antíoco, dice Tito Livio que Sempronio Graco, per dispositos equos prope incredibili celeritate ab Amphissa tertio die Pelam pervenit[980]: y del contexto del historiador se refiere que los caballos estaban de asiento en los sitios donde los tomaba, y no puestos ex profeso para este viaje.

La idea que ocurrió a Cécina de enviar nuevas a los suyos era mucho más rápida. Llevaba consigo golondrinas, las soltaba hacia sus nidos cuando quería comunicar noticias a su familia, tiñéndolas con el color propio a significar lo que quería, según concertara de antemano con sus gentes.

En los teatros de Roma los padres de familia llevaban consigo palomas, que guardaban en el pecho, a las cuales sujetaban las cartas cuando querían comunicar alguna cosa a sus gentes en el domicilio. Estaban hechas estas palomas a comunicar la respuesta. D. Bruto se sirvió de ellas en el sitio de Módena, y otros en distintas circunstancias.

En el Perú iban los correos montados en cargadores que los conducían con velocidad sobre los hombros, y sin detenerse en la carrera colocábanlos sobre otros hombres.

A los valacos, que son los correos del Gran Señor, se les encomiendan comisiones de una diligencia extraordinaria, puesto que les es lícito desmontar al primer jinete que se cruza por su camino, a quien dan su caballo ya rendido. Además, para evitar el cansancio se oprimen bien el cuerpo con una banda ancha, como también algunos otros pueblos acostumbran. Yo no he hallado alivio alguno en la práctica de esta usanza.



De los malos medios encaminados a buen fin

En este universal concierto de las obras de la naturaleza existe una relación y correspondencia maravillosas, evidente muestra de que aquél no es fortuito ni está tampoco gobernado por diversos maestros. Las enfermedades y condiciones de nuestro cuerpo vense también en las naciones y en sus leyes: los reinos y las repúblicas nacen, florecen y fenecen de vejez como nosotros. Estamos sujetos los hombres a una plétora de humores inútil y dañosa, ya sean buenos (aun éstos son temidos por los médicos), porque nada hay en nuestro organismo que sea permanente: y dicen que el perfecto estado de salud, demasiado rozagante y vigoroso, nos es preciso disminuirlo y rebajarlo por arte, porque no pudiendo nuestra naturaleza detenerse en ninguna posición, no teniendo donde subir para mejorarse, temen que no vuelva hacia atrás de pronto y tumultuariamente. Por eso a los atletas y a los gladiadores se les ordenaban las purgas y sangrías con el fin de aligerarlos de la superabundancia de salud. Existe también la plétora de malos humores, que es la causa ordinaria de las enfermedades. Lo propio acontece en los Estados, y para curarlos échase mano de diversas suertes de purgas: Ya se procura salida a una gran multitud de familias para descargar el país, las cuales van a buscar en otras partes acomodo a expensas ajenas; así nuestros antiguos francones que salieron de lo más interno de Alemania vinieron a apoderarse de la Galia, de donde desalojaron a los primitivos habitantes: así se forjó aquella infinita marca humana que invadió Italia bajo el mando de Breno y otros guerreros; así los godos y los vándalos, y los pueblos que, poseedores de la Grecia actual, abandonaron el país de su naturaleza para establecerse en otros más a sus anchas. Apenas si existen dos o tres rincones del mundo que no hayan experimentado los efectos de estas conmociones. Por este medio fundaban los romanos sus colonias, pues advirtiendo que su ciudad engrosaba más de lo conveniente, descargábanla del pueblo menos necesario, y le enviaban a habitar y cultivar las tierras que habían conquistado. A veces de intento sostuvieron guerras con algunos de sus enemigos, no sólo para mantener a la juventud vigorosa, temiendo que la ociosidad, madre de toda corrupción, la acarreara algún perjuicio más dañoso,


Et patimur longae, pacis mala; saevior armis,

luxuria incumbit[981];


sino también para que la lucha sirviera de sangría a su república y refrescara un poco el ardor demasiado vehemente de la gente moza, acortando así y aclarando el ramaje de este árbol frondoso y robusto. Con semejante fin hicieron la guerra de Cartago.

Eduardo III, rey de Inglaterra, no quiso comprender en el tratado de Bretigny, por virtud del cual ajustó paces con nuestro rey, la cuestión relativa al ducado de Bretaña, con el fin de poder descargarse de sus guerreros, y para que la multitud de ingleses de que se había servido en los negocios de Francia no se lanzara en Inglaterra. Análoga fue la causa de que nuestro rey Felipe consintiera en enviar a Juan, su hijo, a la guerra de ultramar, a fin de que llevara consigo un número considerable de jóvenes vigorosos que había entre sus tropas de a caballo.

Muchos hay en el día entre nosotros que discurren de manera semejante, deseando que este perpetuo combatir que nos circunda pudiera desviarse a alguna guerra vecina, y temiendo que estos viciosos humores que a la hora presente imperan en nuestro cuerpo social mantengan nuestra fiebre siempre fuerte, y acarreen al cabo nuestra entera ruina si no se les da otra dirección. Y en verdad que una guerra extranjera es un mal menos nocivo que la civil, mas no creo que Dios favoreciera la injusta empresa de ocasionar perjuicios a los demás en ventaja propia.


Nil mihi tam valde placeat, Rhamnusia virgo,

quod temere invitis suscipietur heris.[982]


Sin embargo, la debilidad de nuestra condición nos empuja a veces a este extremo de echar mano de medios viciosos para conseguir fines justos. Licurgo, el legislador más cumplido y virtuoso que jamás haya existido, se sirvió de este proceder injustísimo para instruir a su pueblo en la templanza al hacer que los siervos ilotas se embriagaran, a fin de que al verlo así perdidos y ahogados en el vino los espartanos tomaran horror al desbordamiento de tal vicio. Conducta peor todavía era la de aquellos que en lo antiguo consentían que los criminales, cualquiera que fuese el género de muerte a que se los condenara, fueran desgarrados vivos por los médicos para ver al natural las artes internas del cuerpo humano y alcanzar mayor ciencia en su arte, pues si en ocasiones el desbordamiento de la ley natural se impone, más excusable es infringirlo para alcanzar la salud del alma que la del cuerpo, como los romanos acostumbraban al pueblo al valor y a menospreciar los peligros y la muerte por medio de los furiosos espectáculos de gladiadores y esgrimidores hasta el acabar, los cuales luchaban, se despedazaban y se mataban en presencia de la multitud:


Quid vesani aliud sibi vult, ars impia ludi,

quid mortes juvenum, quid sanguine pasta voluptas?[983]


costumbre que duró hasta la época del emperador Teodosio:


Arripe dilatam tua, dux, in tempora famam,

quodque patris superest, successor laudis habeto...

Nullus in urbe cadat, cuius sit poena voluptas...

Jam solis contenta feris, infamis arena

nulla cruentatis homicidia ludat in armis.[984]


Era en verdad un maravilloso ejemplo y de frutos fecundísimos para la educación del pueblo el contemplar todos los días cien, doscientas y hasta mil parejas de hombres armados los unos contra los otros, cortándose en pedazos con firmeza tan suprema de ánimo que jamás se les oyó proferir una palabra que revelara flojedad o que pidiera consideración; ni se les veía volver la espalda, ni hacer siquiera un movimiento hacia atrás para esquivar el golpe del adversario, sino siempre tender el cuello al arma enemiga y presentarlo ante la recia sacudida. Aconteció a muchos, hallándose ya medio muertos, y acribillados de heridas, tener anhelo por saber si el pueblo estaba contento de su faena antes de tenderse en la tierra para exhalar el último suspiro. No bastaba sólo que con vigor combatiesen y muriesen, siempre, era además preciso que ambas cosas las hicieran con regocijo, de suerte que se les aullaba y maldecía al verlos cariacontecidos recibir la muerte; las mismas jóvenes infundíanles ardor y ánimo:


Consurgit ad ictus:

Et, quoties victor ferrum ingulo inserit, illa

delicias ait esse suas, pectusque, jacentis

virgo modesta jubet converso pollice rumpi.[985]


En los primeros tiempos sacrificábase en las luchas a los criminales, pero luego se echó mano de inocentes siervos y hasta de hombres libres que se vendían para este fin, y aun de senadores, caballeros romanos y hasta mujeres:


Nuc caput in mortem vendunt, et funus arenae,

atque hostem sibi quisque parat, quum bella quiescunt[986];


Hos inter fremitus novosque fusus...

Stat sexus rudis insciusque ferri,

et pugnas capit improbus viriles[987]:


lo cual encontraría peregrino e increíble si a diario no estuviéramos acostumbrados a ver en nuestras guerras muchos millares de gente extraña que por dinero compromete sangre y vida en querellas en que no tiene interés alguno.



De la grandeza romana

Sólo una palabra quiero apuntar aquí de pasada sobre este infinito tema para hacer patente la simplicidad de los que la ponen a la par del esplendor raquítico de estos tiempos. En el libro séptimo de las epístolas familiares de Cicerón (y que los gramáticos supriman este sobrenombre si les place, pues en verdad no les es muy adecuado; los que lo sustituyeron con ad familiares pueden encontrar algún fundamento en lo que Suetonio escribe en la vida de César, esto es, que había un volumen de cartas de aquél dirigidas a sus familiares), hay, una para César, quien a la sazón se encontraba en la Galia, en la cual el célebre orador copia las palabras siguientes, consignadas al final de otra que el primero le había enviado: «Por lo que toca a Marco Furio, a quien me recomendaste, le haré rey de la Galia; si quieres que prospere algún otro de tus amigos, envíamele.» No es cosa nueva el que un simple ciudadano romano, como era entonces, dispusiera de reinos, pues arrebató el suyo al rey Dejotaro para dárselo a un gentilhombre de la ciudad de Pérgamo, llamado Mitridates, y los que escriben su vida señalan varios reinos por él vendidos. Suetonio cuenta que de una sola vez extrajo tres millones y seiscientos mil escudos a Tolomeo, al cual faltó poco para venderle su reino:


Tot Galatae, tot l'ontus eat, tot Lydia nummis.[988]


Decía Marco Antonio que la grandeza del pueblo romano se mostraba tanto en lo que se apropiaba como en lo que daba. Cosa de un siglo antes de este emperador, Roma se hizo dueña, entre otros, de un reino por virtud de autoridad tan soberana, que toda su historia no encuentra marca que ponga más alto el nombre de su crédito. Antíoco era dueño de todo Egipto y se hallaba preparado a la conquista de Chipre y demás provincias de aquel imperio. Encontrándose así en el apogeo de sus expediciones recibió la visita de Cayo Popilio, que representaba al senado; éste se opuso a presentarle su mano hasta que leyera las instrucciones que llevaba. Tan luego como el rey las hubo leído respondió al comisionado que le diera tiempo para deliberar, a lo cual Popilio, trazando un círculo alrededor del rey con la varilla que tenía en la mano, dijo: «Contéstame, de suerte que me sea dable comunicar tus palabras al cuerpo que represento antes de que tus pies salgan de este círculo.» Sorprendido Antíoco de lo enérgico y apremiante de la orden, y después de haber reflexionado brevemente: «Haré, respondió, lo que me ordena el senado.» Sólo entonces lo saludó Popilio como a amigo del pueblo romano. ¡Renunciará a una tan extensa monarquía así como al curso de tan afortunada prosperidad merced a tres o cuatro plumazos, es en verdad caso peregrino! Tuvo Antíoco luego razón sobrada para enviar a decir al senado romano por mediación de sus embajadores que había recibido las Órdenes que aquél le comunicara con igual reverencia que si de los dioses inmortales emanaran.

Los reinos todos que a Augusto procuraron sus conquistas devolviolos a quienes los perdieron, o con ellos hizo presentes a personas extrañas. Hablando Tácito de Cogiduno, rey de Inglaterra, con motivo del proceder de Augusto, nos hace ver, valiéndose de un rasgo extraordinario, el infinito poderío de Roma. Acostumbraban los romanos, dice, desde remotísimos tiempos, a dejar a los reyes que vencieran en la posesión de sus reinos bajo su autoridad, «con el fin de hacer hasta de los monarcas mismos instrumentos de servidumbre». Ut haberent instrumenta servitutis reyes. Verosímil es que Solimán, a quien hemos visto hacer presento del reino de Hungría y, otros Estados, atendiera más a esta consideración que no a la que tenía por costumbre alegar; o sea, «que estaba ya tan cargado y saciado de tantas monarquías y, dominaciones, las cuales su valer personal o el de sus antepasados lo habían hecho adquirir».



Inconvenientes de simular las enfermedades

Hay un epigrama de Marcial, que es de los buenos (también los escribió medianos y malos), en el cual refiere con gracia suma el sucedido de Celio, quien, por no usar de cortesanías con algunos grandes de Roma, como encontrarse junto a ellos cuando abandonaban el lecho, asistir a sus reuniones y seguirles en el paseo, simuló estar enfermo de gota, y para aparentar su excusa con verosimilitud mayor hacía que le diesen unturas en las piernas, llevábalas envueltas e imitaba cabalmente el continente y porte de un gotoso; mas aconteció al fin que la enfermedad le atrapó de veras:


Tantum cura potest, et ars doloris!

Desit fingere Caelius podagram![989]


Creo haber leído en mi pasaje de Apiano la historia análoga de un individuo que, deseando escapar a las proscripciones de los triunviros de Roma, para no ser conocido de los que le perseguían, andaba oculto y disfrazado, a lo cual añadió además la ocurrencia de fingirse tuerto; mas ocurrió después, cuando logró recobrar alguna libertad mayor de la que antes había disfrutado, que queriendo retirar el emplasto que había por espacio de tanto tiempo llevado sobre el ojo pudo ver con el otro que efectivamente lo había perdido. Es posible que la fuerza de la vista se debilitara por haber permanecido tan dilatado espacio sin ejercicio, y, que la virtud visual se encaminara integra al otro ojo; pues con toda evidencia experimentamos que el que tenemos cubierto envía a su compañero alguna parte de su fuerza, de manera que el que permanece descubierto se dilata y se convierte en más abultado. De la propia suerte la ociosidad, junta con el calor de las ligaduras y los medicamentos, había podido muy bien atraer algún humor podágrico al gotoso de Marcial.

Leyendo en Froissard la promesa que hiciera una tropa de caballeros jóvenes ingleses, que consistía en llevar vendado el ojo izquierdo hasta que hubieran penetrado en Francia y a expensas nuestras ganado algún lecho de armas, hame cosquilleado a veces el deseo de que les hubiese sucedido lo que aconteció a los dos individuos de que hablé, y que se hubieran encontrado todos tuertos al ver de nuevo a sus amadas, a las cuales brindaban el resultado de su empresa.

Obran cuerdamente las madres al reprender a sus hijos cuando éstos remedan el tuerto, el cojo o el bizco y otros defectos físicos, pues sobre que el tierno cuerpo de las criaturas puede con ello viciarse, no sé cómo ocurre que la casualidad se mofa lindamente de nosotros castigándonos. He oído referir muchos casos de gentes que cayeron enfermas por fingir que lo estaban. Yo acostumbré siempre a llevar en la mano, lo mismo andando a caballo que a pie, una varilla o un bastón para darme aires de elegancia o apoyarme con afectado continente: por ello muchos me amenazaron con que la casualidad acaso cambiara un día estos melindres en necesidad obligada. Para rechazar esta amonestación alego yo que sería el primer gotoso entro todos los de mi estirpe.

Pero alarguemos todavía este capítulo y abigarrémosle con otro apunte a propósito de la ceguera. Cuenta Plinio, que un individuo, soñando una noche que estaba ciego, encontrose tal en efecto al día siguiente, sin que padeciera ninguna enfermedad que a situación tan lamentable le encaminara. La fuerza de la imaginación puede muy bien ayudar en este caso particular, como dije en otra parte[990]; Plinio semeja ser de este parecer, pero es más verosímil todavía opinar, que los movimientos que el cuerpo experimentó interiormente, de los cuales los médicos buscarán la causa si les place, fueron los que lo privaron de la vista y los que al sueño dieron margen.

Añadamos aún otro sucedido análogo al precedente, que Séneca refiere en una de sus cartas: «Ya sabes, dice, dirigiéndose a Lucilio, que Harpasta, la loca que dirigiste a mi mujer, ha permanecido entre nosotros como cosa hereditoria, pues por lo que a mí toca soy enemigo de estos monstruos, y si alguna vez me vienen ganas de reír de un bufón, no he menester buscarlo lejos: me río de mí mismo; pues bien, esta pobre mujer ha perdido súbitamente la vista. La cosa te parecerá extraña, pero es verídica de todo en todo: no advierte que está ciega, y constantemente habla al que la conduce de cambiarla de lugar, porque dice que mi casa es lóbrega. A todos se nos ocurre reírnos a sus expensas; nadie echa de ver que es avaro ni codicioso: los ciegos si quiera solicitan un guía, nosotros nos descarriamos voluntariamente. No soy ambicioso, decimos, pero en Roma no se puede vivir sino siéndolo; no soy fastuoso, mas habitar en la ciudad requiere siempre gastos grandes; cuando monto en cólera, la culpa no es mía, obedece a que aún no establezco la ordenada manera de vivir, y debe achacarse también a la inexperiencia de mis años. No busquemos fuera de nosotros la causa de nuestro mal, busquémosla dentro, pues está plantada en nuestras entrañas; y la circunstancia de no reconocer nuestra enfermedad hace nuestra curación más difícil. Si muy luego no la empezamos ¿cuándo habremos puesto remedio a tantas llagas y a tantos males como nos minan? A nuestro alcance tenemos una dulcísima medicina, que es la filosofía; con el uso de las otras el placer no se experimenta sino después de la extirpación del mal; ésta es grata y sana juntamente.» Tales son las palabras de Séneca, que si bien me apartaron de mi asunto fue en provecho del lector, que salió ganancioso en el cambio.



De los pulgares

Refiere Tácito que para sellar sus pactos algunos reyes bárbaros acostumbraban a juntar fuertemente la palma de la mano derecha, y a entrelazar después los pulgares hasta que, de puro apretar, la sangre casi salía por las yemas. Luego se los punzaban ligeramente y se los chupaban con reciprocidad mutua.

Los médicos dicen que los pulgares son los dedos maestros de la mano, y que la palabra pulgar viene de pollere[991]. Los griegos los llaman imagen, que vale tanto como decir otra mano, y entiendo que los latinos toman también a veces este vocablo en el sentido de una mano cabal:


Sed nec vocibus excitata blandis,

molli pollice nec rogata, surgit.[992]


En Roma era signo de merced el estrechar y besar los dedos pulgares:


Fautor utroque tuum laudabit pollice ludum[993],


y de disfavor, el levantarlos volviéndolos hacia fuera:


Converso pollice vulgi,

quemlibet occidunt populariter.[994]


Dispensaban los romanos del servicio militar a los que tenían esos dedos defectuosos, o sólo uno de ellos, como si por esto no pudieran manejar las armas con acierto. Augusto confiscó los bienes a un caballero que apeló a la estratagema de cortar los pulgares a sus dos hijos para librarlos de empuñar las armas. Antes de aquel emperador el senado romano, en la época de la guerra itálica, había condenado a Cavo Vatieno a prisión perpetua, y le había confiscado también todos sus intereses, por haberse cortado el dedo pulgar de la mano izquierda, con el mismo fin que perseguía el caballero para sus hijos.

Alguien, cuyo nombre no recuerdo, habiendo ganado un combate naval, hizo cortar los pulgares a los vencidos para imposibilitarlos de guerrear y de manejar los reinos. Los atenienses se los cortaron a los eginetas para que no les aventajasen en el arte de la marinería.

En Lacedemonia los maestros de escuela castigaban a los niños mordiéndoles los dedos pulgares.



Cobardía, madre de crueldad

Muchas veces oí decir que la cobardía engendra la crueldad, y en efecto, la experiencia nos muestra que el rigor y agriura del valor brutal perverso e inhumano, va generalmente unido a la femenina blandura. Yo he visto muchos hombres de la ferocidad más rabiosa sujetos a las lágrimas por fútiles causas. Alejandro, tirano de Pheres, no podía soportar en el teatro la representación de obras trágicas, temiendo que sus ciudadanos le vieran gemir a la vista de las desdichas de Andrómaca y Hécuba; y sin embargo aquel hombre sin entrañas hacía matar con crueldad refinada multitud de gentes todos los días. ¿Es la debilidad de alma la que los trueca así en sensibles hasta el extremo? El valor, cuyo efecto es ejercerse contra la resistencia,


Nec nisi bellantis gaudet cervice juvenei[995];


detiénese cuando el enemigo se encuentra ya indefenso; mas la pusilanimidad, por aparentar lo que no existe, hallándose incapacitada para ejercer la resistencia, encarnizase con la víctima cebándose en su sangre. De los asesinatos que siguen a las victorias son ordinariamente autores el pueblo y los oficiales subalternos; y lo que hace horrores increíbles en las guerras en que toman parte gentes de baja estofa es que éstas se muestran aguerridas y enfurecidas sólo para ensangrentarse y despedazar los cadáveres a sus pies, no sintiéndose capaces de valor distinto:


Et lupus, et turpes instant morientibus ursi,

et quaecumque minor nobilitate fera est[996]:


de la propia suerte que los perros miedosos muerden y desgarran en las casas las pieles de las fieras a quienes no osaron atacar en los campos. ¿Cuál es la causa de que al presente todas nuestras luchas sean mortíferas, y cuál el origen de que habiendo reconocido nuestros padres algún grado en la venganza, nosotros comencemos siempre por el último, dando principio por matar? ¿Qué significación podemos dar a esta costumbre si no es declarar que constituye la más exquisita de las cobardías?

Reconocen todos que suponen bravura y menosprecio más grande el derrotar al enemigo que el acabar con él, el hacerle morder el polvo que el hacerle morir. El apetito de venganza se sacia así mejor, y es mayor el contento que el agraviado recibe, pues éste no tiende sino a mostrar la propia superioridad; por eso no atacamos a un animal o a una piedra cuando nos molestan, porque son incapaces el uno y la otra de experimentar nuestro desquite. Matar a un hombre, es ponerle al abrigo de nuestras ofensas. De la propia suerte que Bias gritaba a un sujeto perverso: «Sé que tarde o temprano verás purgadas tus malas obras, sentiré sólo el no verlo», y que compadecía a los orcomenos porque el castigo que Licisco impuso a los autores de la traición contra ellos cometida llegó cuando ya nadie existía de los que habían sido las víctimas, los cuales debían saborear el placer de la pena, igualmente es de lamentar la venganza cuando aquel contra quien se emplea pierde la ocasión de sufrirla pues como el vengador quiere verla para alcanzar satisfacción, precisa igualmente que el vengado la vea también para recibir disgusto y arrepentimiento. «Arrepentirase», decimos; y por haberle disparado un pistoletazo en la cabeza, ¿hemos de creer que se arrepienta? Lo contrario es lo que sucede; y si nos fijamos un poco, veremos que el moribundo nos hace muecas al caer en tierra, muy lejos de arrepentirse. Prestámosle con la muerte el más preciado de todos los servicios de la vida, que consiste en hacerle acabar pronto o insensiblemente. Nosotros quedamos vivos para guarecernos como los conejos, trotar y huir ante los esbirros de la justicia que nos persiguen, mientras el muerto permanece en cabal reposo. El matar es provechoso para vengar la ofensa que se nos inferirá; supone más bien temor que bravura; más precaución que valor; defensa, mejor que ataque. Así que, matando divertimos el fin de la venganza verdadera, que es el cuidado de nuestra honra. Tememos que si el enemigo sale vivo de la lucha vuelva de nuevo a la carga. Obramos, al hacer que sucumba, en beneficio propio, no contra quien nos ofendió.

En el reino de Narsinga ese recurso está en desuso; allí no son sólo las gentes de guerra quienes dilucidan sus querellas con la espada en la mano, sino también las civiles. El rey no escatima el campo a quien quiere batirse, y asiste a la lid cuando ésta tiene lugar entre personas principales, obsequiando al vencedor con una cadena de oro; mas para conquistar el galardón puede el primero que así lo tenga a bien entrar en liza con el que lo lleva, y por haber salido con lucimiento en un encuentro queda pendiente de otro el brazo del combatiente.

Si como más fuertes estuviéramos seguros de acorralar a nuestro enemigo, domándolo a nuestro sabor, entristeceríanos el que nos escapara, y al morir no hace otra cosa. Queremos vencer, pero con mayor seguridad que honra, y para ello buscamos más el fin que la gloria en el modo como dirimimos nuestra querella.

Asinio Polio, varón digno y por lo mismo menos excusable, incurrió en desafuero análogo, pues habiendo escrito muchas injurias contra Planco, aguardó a que éste muriera para publicarlas. Fue esta acción lo mismo que hacer un corto de mangas a un ciego, o lanzar pullas a un sordo; fue ofender a un hombre sin sentimiento antes que incurrir en el riesgo de su resentimiento. Por eso se dijo refiriéndose a él «que era más bien propio de los espíritus malignos el luchar con los muertos». Quien aguarda a ver muerto al autor cuyos Aristóteles escritos quiere combatir, ¿qué declara sino su espíritu débil y pendenciero? Contaban a que alguien había maldicho de su persona: «Que haga más, repuso el filósofo, que me sacuda, siempre y cuando que yo me encuentre ausente.»

Nuestros padres se desquitaban de una injuria desmintiéndola; de una calumnia, con un golpe, y así por este orden. Eran sobrado valerosos para tener miedo a su adversario, vivo y ultrajado. Nosotros temblamos de pánico mientras le vemos en pie; y que esto sea la verdad pregónalo el hecho de nuestra bonita práctica diaria, la cual nos induce a perseguir a muerte lo mismo a quien nos ofendió que a quien ofendimos. Constituye también una especie de cobardía el acompañarnos en nuestros combates personales de una, dos o más personas para que nos presten auxilio. En lo antiguo luchaban solos los dos adversarios; sus contiendas eran duelos, hoy son encuentros y batallas. La soledad metió miedo a los primeros que idearon el llevar gente consigo, quum in se cuique minimum fiduciae esset, pues, naturalmente, cualquiera que sea la compañía que nos agregamos, siempre nos conforta y alivia ante el peligro. Echábase mano antiguamente de terceras personas para impedir el desorden y la deslealtad, y para que testimoniaran sobre el resultado de la lucha. Mas desde que esta costumbre impera, desde que el testigo mismo se lanza al combate, quienquiera que a serlo es invitado no puede, honrosamente procediendo, limitarse al papel de espectador por temor de que su conducta se atribuya ausencia de afección o a sobra de cobardía. Aparte de la injusticia y fealdad que acompañan al hecho de encomendar la protección de vuestro honor a un valor y a una fuerza que no sean los vuestros, creo ve que en ello existe desventaja para el hombre que plenamente confía en sí mismo, soldando así su ventura o desventura con las de un segundo. Cada cual por sí mismo corre riesgo sobrado y tiene bastante que hacer con asegurarse en su propia fuerza para la defensa de su vida sin encomendar a otras manos cosa tan cara, pues si expresamente no se acordó lo contrario, forman los cuatro combatientes una partida estrechamente unida, y si vuestro segundo cayó por tierra los otros dos se os echan encima y con ello, no proceden sin razón. Y si acusáis de falaz ese proceder no os engañaréis; como también lo es el cargar hallándose bien armado contra un hombre cuya mano blande un trozo de espada, o estando fuerte lanzarse sobre un hombre ya mal herido.

Pero no importa; si así alcanzasteis ventaja en el combate, podéis serviros de esos medios sin ningún escrúpulo. La disparidad y desigualdad no se pesan ni consideran sino a partir del comienzo de la lucha; en lo que después se sigue apelad a vuestra buena o mala estrella. Aun cuando tengáis que luchar solo contra tres adversarios por haberse dejado matar vuestros dos compañeros, en ello no recibís engaño, del propio modo que tampoco obraría yo falazmente en un encuentro guerrero atravesando con mi espada al enemigo a quien viese sobre uno de los nuestros, sirviéndome de una ventaja semejante. La naturaleza de la sociedad implica que allí donde la lucha tiene lugar entre ejército contra ejército, como aconteció cuando el duque de Orleans desafió al rey Enrique de Inglaterra, combaten ciento contra ciento, trescientos contra otros tantos, como los argianos contra los lacedemonios; tres contra tres, como los Horacios contra los Curiacios. La multitud de cada parte no es considerada mas que como un hombre solo: allí donde hay compañía son grandes el azar y la confusión de la lucha.

Asísteme interés personal en este razonamiento, pues mi hermano el señor de Matecoulom fue invitado en Roma a secundar a un gentil hombre a quien apenas conocía, el cual era demandado por la persona ofendida. La casualidad hizo que en este combate mi hermano tuviera enfrente a un hombre que le era más cercano y conocido: ¡quisiera yo que sensatamente se me hiciera ver lo fundamental de estas decantadas leyes del honor que con tanta frecuencia chocan y trastornan las de la razón! Luego de haberse deshecho de su cuasi amigo, viendo a los dos principales adalides de la querella en pie y con resistencia cabal, lanzose en alivio de su compañero. ¿Qué menos podía hacer? ¿Había de permanecer con los brazos cruzados contemplando cómo moría, si así la suerte lo hubiera decidido, la persona en cuya defensa había luchado? Lo que hasta entonces había hecho no había contribuido todavía a un resultado definitivo; permanecía aún indecisa la querella. La cortesía que puede y en realidad debe dispensarse al enemigo cuando se le redujo a una situación desventajosa, no veo modo de que sea dable practicarla al depender de ella el interés ajeno. Allí donde no es más que uno que coadyuva al auxilio de otro, donde no es vuestra la disputa, la voluntad está comprometida. Por eso mi hermano no podía ser justo ni cortés en perjuicio de la persona a quien prestara su concurso, razón por la cual fue muy luego libertado de las prisiones de Italia por virtud de una repentina y solemne recomendación de nuestro rey. ¡Indiscreta nación la nuestra! ¡No nos contentamos con propalar por el mundo los vicios y locuras que se nos conocen; precísanos todavía que vayamos a los países extranjeros para hacerlos ver a lo vivo! Colocad a tres franceses en los desiertos de Libia, y no estarán juntos ni siquiera un mes sin hostigarse y arañarse. Diríase que nuestra peregrinación por extrañas tierras va sólo encaminada a procurar a los habitantes de otros pueblos el placer de contemplar nuestras tragedias; y ocurre con sobrada frecuencia que se las mostramos a gentes que se gozan de nuestros males y se burlan de nosotros. En Italia aprendemos el oficio de espadachines y lo ejercemos a expensas de nuestras vidas antes de haberlo acabado de aprender. Precisaría, sin embargo, siguiendo el orden de una buena disciplina, que la teoría precediera a la práctica, de suerte que así torcemos nuestro aprendizaje:


Primitiae juvenis miserae, bellique propinqui

dura rudimenta![997]


Bien sé yo que es éste un arte útil para el fin que con él se persigue (en el duelo sostenido en España por dos príncipes primos hermanos, dice Tito Livio, el más viejo venció al más joven por su destreza y habilidad en el ejercicio de las armas, sobrepujando fácilmente las mal gobernadas fuerzas de su contrincante), y cuyo conocimiento, según he tenido ocasión de ver por, experiencia abultó el ánimo de algunos más allá de los justos límites, pero rigorosamente hablando no puede llamarse fortaleza, puesto que con la maestría alcanza su fundamento y busca distinto apoyo que el de las propias fuerzas. El honor de los combates consiste en la emulación del valor, no en la de la ciencia de manejar una espada, por eso he visto a alguno de mis amigos, conocido por su renombre en este ejercicio, elegir en sus querellas las armas que lo desposeyeran por completo de toda ventaja, echando mano de aquellas en que la fortuna pende sólo de la casualidad y serenidad de ánimo, a fin de que su victoria no se achacase a su esgrima, sino a su valor. En mi infancia la nobleza rechazaba el dictado de esgrimidora excelente, considerándolo como injurioso, y para aprenderlo se escondía como de sutil oficio que contradice la fortaleza verdadera e ingenua:


Non sehivar, non parar, non ritirarsi

voglion costor, né quí destrezza ha parte;

non danno i colpi or finti, or pieni, or searsi:

toglie l'ira e l'furor l'uso dell'arte.

Odi le spade orribilmente urtarsi

a mezzo il ferro; il piè d'orma non parte:

sempre è il piè fermo, e la man sempre in moto;

ne scende taglio in van, né punta a voto.[998]


El tiro al blanco, los torneos, los combates en cercado, la imagen de las luchas guerreras, eran los ejercicios a que nuestros padres se consagraban. El otro es tanto menos noble cuanto no va encaminado sino a un fin puramente personal que nos enseña a realizar nuestra propia ruina contraviniendo las leyes de la justicia, y que de todas suertes ocasiona siempre perjuicios indudables. Es mucho más digno y conveniente ejercitarse en aquello que consolida, no en lo que trastorna la disciplina de los pueblos; en lo que se relaciona con la pública seguridad y gloria colectivas. El cónsul Publio Rutilio fue el primero que instruyó al soldado en el manejo de las armas por ciencia y destreza, el que hermanó el arte con el vigor, mas no para aplicarlo al servicio de privada contienda, sino para la guerra y engrandecimiento del pueblo romano; ejercicio beneficioso al pueblo y a la ciudad. A más del ejemplo de César, que en la batalla de Farsalia ordenó a sus tropas que disparasen principalmente sobre el rostro de los jinetes de Pompeyo, mil otros caudillos idearon estratagemas diversas, nuevas formas de atacar y defenderse conforme fue exigiéndolo la naturaleza de la situación en que se vieron. Así como Filopómeno renegó de la lucha en que personalmente sobresalía porque los preparativos que en ella se empleaban eran distintos a los que son propios de la disciplina militar, en la cual sólo consideraba digno que las gentes de honor se ejercitaran, así también creo yo que esa maestría a que los miembros se amoldan, esos ejercicios y movimientos a que se habitúa la juventud en esta nueva escuela, no son solamente inútiles, sino más bien contrarios y perjudiciales en el combate de la guerra; por eso se emplea comúnmente en éste a los que reciben instrucción distinta y están peculiarmente destinados a ella. Y he observado además que apenas se reconocía lícito que un caballero hecho al manejo de la espada y el puñal pudiera formar parte de la caballería, ni que otro ofreciera llevar puesta la coraza en vez de blandir el acero. Digno es también de considerarse que Láchez, en el diálogo de Platón así nombrado, hablando de un aprendizaje en el manejo de las armas conforme el nuestro, dice que nunca vio que de tal escuela saliera ningún gran hombre de guerra, y menos todavía entre los más aventajados en aquélla. Entre nuestros esgrimidores la experiencia nos muestra que no se ve ni uno distinguido. Por lo demás, todo bien medido y aquilatado, podemos sentar que lo que exigen una y otra son talentos que no guardan entre sí correspondencia ni relación. Cuando Platón discurre sobre la educación de los jóvenes de su ciudad prohíbelos ejercitarse en el arte del manejo de los puños, que Amyco y Epeio habían introducido en Grecia, así como el de luchar, que establecieron Anteo y Cercyo, porque el fin de ambos difiere de lo que a la juventud adiestra en el combate bélico, y en nada contribuyen a él. Pero veo que voy desviándome un poco de mi tema.

El emperador Mauricio soñó que uno de sus soldados llamado Focas, había formado el designio de matarlo, y de lo mismo fue advertido además por varios pronósticos. Informado por su yerno Filipo sobre la naturaleza, condiciones y costumbres de su futuro asesino, supo entre otras cosas que era hombre cobarde y pusilánime; en vista de lo cual el emperador concluyó al instante, que efectivamente debía ser hombre sangriento y cruel. Lo que a los tiranos convierte en sanguinarios es el cuidado de su seguridad. Su corazón cobarde no les suministra otro medio de asegurarse que no sea la exterminación de los que pueden ofenderlos. Acaban hasta con las mujeres, temiendo ser arañados:


Cuncta ferit, dum cuneta timet.[999]


Ejecútanse las primeras crueldades por el gozo que procuran. Muy luego engendran el temor de una venganza justa que da margen a una serie de crueldades nuevas, para ahogar las unas con las otras. Filipo, rey de Macedonia, el que tantas cuestiones tuvo que solventar con el pueblo romano, agitado por el horror de las muertes cometidas bajo su mandato, no pudiendo deshacerse de todas las familias que en diversas épocas había ofendido, determinó apoderarse de todos los hijos de aquellos a quienes había dado muerte para de día en día ir aniquilándolos unos tras otros, consolidando así su reposo.

Sienta bien hablar de hermosas acciones, sea cual fuere el lugar donde se las coloque. Yo, que pongo mayor interés en el peso y utilidad de las cosas que en el orden y enlace de las mismas, no debo reparar en citar aquí, aunque parezca un poco descarriada, una bellísima historia. Cuando éstas son tan ricas por su peculiar hermosura que aisladas pueden suficientemente mantenerse al extremo de un cabello, esto me basta para sujetarlas a mi relación.

Entre las personas sacrificadas por Filipo hubo un hombre llamado Heródico, príncipe de los tesalios. Después de él hizo morir a sus des yernos cada uno de los cuales había dejado un hijo de corta edad: Teoxena y Arco se llamaban sus viudas. Teoxena no pudo contraer segundas nupcias a causa de las persecuciones continuas de que era objeto. Arco casó con Poris, el primero por su rango entre todos los enianos, con quien tuvo muchos hijos a los cuales dejó huérfanos y en la infancia. Movida Téoxena por maternal caridad hacia sus sobrinos, con el fin de protegerlos y educarlos, contrajo con Poris segundas nupcias; mas como llegara la proclamación del edicto real, desconfiando de la crueldad de Filipo al par que de la barbarie de sus satélites para con la hermosa y tierna juventud que acogiera bajo su manto, declaró que la daría muerte con sus propias manos antes que hacer de ella entrega a los esbirros de Filipo. Asustado Poris con esta protesta terminante, le prometió ocultarlos trasladándolos a Atenas bajo la custodia de unos amigos fieles. Así las cosas, al matrimonio sirvió de pretexto para alejarse una fiesta anual que se celebraba en Enia en honor de Eneas. Luego que hubieron presenciado las ceremonias y asistido al banquete público, por la noche deslizáronse en un navío preparado de antemano para ganar país por mar; pero como sucediera que el viento les fue contrario encontráronse al día siguiente a la vista de la tierra de donde partieron y fueron seguidos de cerca por los guardianes de los puertos; al ver los fugitivos que les daban ya casi alcance, Poris se esforzaba para aligerar la marcha para alcanzar la libertad, mientras Teoxena, furiosa de amor y venganza, lanzose en la determinación primera, hizo provisión de armas y veneno, y presentando ambas cosas a la vista de las criaturas, díjolas: «¡Ea, hijos míos, la muerte es ya el único remedio de que logréis vuestra defensa y vuestra libertad; los dioses nos favorecen con su justicia santa; esas espadas desnudas y esas copas rebosantes os franquean la entrada del sucumbir; valor! Y tú, hijo mío, que eres el más crecido, empuña este acero para morir de muerte más noble.» Teniendo de un lado una tan vigorosa consejera y del otro los enemigos prestos ya a lanzarse sobre ellos, cada cual corrió furioso hacia el arma que encontraba más cercana, y todos medio muertos fueron arrojados al mar. Altiva Teoxena de haber tan gloriosamente trabajado en aras de la seguridad de todos sus hijos y estrechando ardientemente a su marido entre sus brazos: «Síganlos a esos muchachos, amigo mío, le dijo, y gocemos con ellos de la misma sepultura»; y manteniéndose así enlazados se precipitaron en las ondas, de suerte que el barco fue conducido a la orilla vacío de sus dueños.

Los tiranos, para lograr las dos cosas juntas: matar y hacer sentir su cólera, emplearon todos los recursos de que fueron capaces a fin de prolongar la muerte. Quieren que sus enemigos se vayan, mas no tan presto que no les quede espacio para saborear su venganza: a lo cual su poderío no alcanza, porque, si los tormentos son violentos, necesariamente han de ser cortos; si se prolongan, no los consideran bastante rudos, y hétemelos obligados a buscar nuevas y crueles torturas. La antigüedad nos muestra mil ejemplos de ello, casi estoy por creer que sin pensarlo retenemos nosotros alguna traza de barbarie semejante.

Todo cuanto va más allá de la simple muerte téngolo por crueldad refinada. Nuestra justicia no puede prometerse que aquel a quien el temor de morir y de ser decapitado o ahorcado no preserva de cometer el crimen, deje de realizarlo por la idea del fuego lento, de las tenazas o de la rueda. Merced a lo horroroso de las penas, los lanzamos en la desesperación, porque ¿en qué estado puede hallarse el alma de un hombre que durante veinticuatro horas aguarda su fin magullado por una rueda o, a la usanza antigua, clavado en una cruz? Refiere Josefo que durante las guerras de los romanos en Judea, pasando por el sitio en que habían crucificado a algunos judíos tres días antes, reconoció a tres de sus amigos y obtuvo licencia para trasladarlos de lugar. Dos de, ellos murieron, según cuenta, y el otro vivió todavía después.

Chalcondile, hombre digno de crédito, en las memorias que dejó de las cosas acontecidas en su tiempo y cerca de él, refiere como suplicio extremo el que con frecuencia ejecutaba el emperador Mahomet, que consistía en cortar a los hombres en dos partes por la mitad del cuerpo, en el lugar del diafragma, de un solo golpe de cimitarra, por donde acontecía que muriesen como de dos muertes a un tiempo. Veíase, dice a un testigo, una y otra porción del organismo llenas de vida, agitarse largo tiempo después de separadas, acosadas por el tormento. No creo yo que haya sufrimiento grande en este movimiento. Los suplicios más horribles de contemplar no son siempre los más duros de sufrir. Como más atroz considero el tormento que otros historiadores refieren, realizado por el mismo Mahomet contra unos señores epirotas: hízolos desollar con lentitud tan sibaríticamente inhumana que la vida de las víctimas prolongose quince días en esa angustia.

También estos dos otros suplicios fueron crueles: Creso, habiendo logrado apoderarse de un noble, favorito de Pantaleón, su hermano, llevole a la casa de un batanero donde le hizo raspar, y cardar por medio de cardos y peines de los que no se usan en aquel oficio hasta que le vio morir. Jorge Sechel, capitán de los campesinos de Polonia, que so pretexto de la cruzada ocasionaron tantos males, vencido en batalla por el príncipe do Transilvania y hecho prisionero, fue durante tres días amarrado a un caballete, completamente desnudo y expuesto a los tormentos todos, que cada cual podía aplicarle a voluntad. Durante ese tiempo obligose a ayunar a algunos otros prisioneros, hasta que por fin, hallándose vivos todavía y viendo lo que en derredor suyo sucedía, diose a beber su propia sangre a su amado hermano Lucat, por la salvación del cual el martirizado rogaba que a él solo se atribuyeran los males que juntos habían realizado: luego su cuerpo sirvió de alimento a veinte de entre sus más favoritos capitanes, que lo desgarraron a dentelladas y se tragaron los pedazos. Lo que quedó, así como las partes interiores, cuando estaba ya muerto, fue puesto a hervir y de ello se obligó a comer a otras personas de su séquito.



Cada cosa quiere su tiempo

Los que igualan con el Censor a Catón el joven, matado de sí mismo, colocan en el mismo rango dos naturalezas hermosas y de carácter análogo. El primero dio a la suya diversidad mayor de ocupaciones y sobresalió en las empresas militares y en el desempeño de los cargos públicos, mas cuanto a la virtud del joven, sobre ser blasfemia ponerla frente a ninguna otra en punto a vigor, es más pura que la del antiguo. Y en efecto, ¿quién osaría aligerar a éste de ambición y envidia, habiéndose atrevido a atacar el honor de Escipión, el cual sobrepuja en bondad y en todo género de excelencias no ya al viejo Catón, sino a todos los demás hombres de su siglo?

Cuéntase entre otras cosas del primer Catón, que hallándose ya en la vejez extrema se puso a estudiar la lengua griega con deseo ardiente, como para aplacar una sed atrasada. Este rasgo no me parece muy laudable; es lo que con razón llamamos «caer de nuevo en la infancia». Todas las cosas tienen su época adecuada, hasta las más óptimas, y no puedo rezar el padre nuestro sin venir a cuento. Quintilio Flaminio fue destituido del mando, ejerciendo el cargo de general, porque le vieron separado de las tropas en el momento del conflicto dando gracias a Dios en una batalla que ganara.


Imponit finem sapiens et rebus honestis.[1000]


Como Eudemónides viera a Jenócrates, ya caduco, asistir puntualmente a las lecciones de su escuela: «¿Cuándo llegará éste, dijo, a saber algo si a estas horas aprende todavía?» Encomiaban algunos al rey Tolomeo porque endurecía su persona todos los días en el ejercicio de las armas, pero Filopómeno decía: «No es cosa digna de alabanza que un monarca de su edad se ejercite en ellas; fuera mejor que supiera ya alcanzar partido para lo venidero.» Debe el joven hacer sus preparativos, el anciano disfrutarlos, dicen los filósofos, y el vicio mayor que éstos advierten en el hombre es que nuestros deseos rejuvenecen sin cesar. Constantemente comenzamos a vivir de nuevo.

Nuestro estudio y nuestro anhelo debieran sentir algunas veces la vejez. Tenemos ya un pie en la sepultura, y nuestros apetitos y perseguimientos no hacen sino renacer:


Tu secanda marmora

locas sub ipsum funus, et, sepulcri

immemor, struis domos.[1001]


El más delicado de mis designios cuenta sólo un año de duración: pienso sólo desde ahora en acabar, me desentiendo de toda esperanza nueva y de toda empresa; digo adiós a todos los lugares que abandono, y a diario de lo que tengo me desposeo. Olim jam nec perit quidquam  mihi, nec acquiritur... plus super est vialici quani viae.[1002]


Vixi, et quem dederat cursura fortuna peregi.[1003]


Y en conclusión, todo el alivio que en mi vejez encuentro consiste en que me amortigua varios deseos y cuidados, los cuales apartan el sosiego de la vida: el cuidado del trato social, el de las riquezas, el de la grandeza, el de la ciencia y el de la salud de mi individuo. Aprende aquél[1004] a hablar: cuando lo precisa enseñarse a callarse para siempre. Puede el estudio continuarse en todo tiempo, pero no el aprendizaje: ¡en verdad que es cosa triste un anciano deletreando el a b c!


Diversos diversa juvant; non omnibus annis

omnia conveniunt.[1005]


Si hace falta estudiar, ocupémonos en un estudio adecuado con nuestra condición, a fin de que nos sea dable contestar como aquel a quien preguntaron a que fin se quebraba la cabeza, ya decrépito: «Para partir mejor y más a mi gusto», respondió. Tal fue la labor de Catón, el joven, quien al sentir su fin próximo echó mano del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma; y no hay que creer que no estuviera de antemano provisto de toda suerte de municiones para una mudanza semejante: seguridad, voluntad firme e instrucción, tenía más que Platón mismo haya podido almacenar en sus escritos. Estaban su ciencia y su vigor, en este particular, por cima de la filosofía; empleose en aquella lectura no para el servicio de su muerte, sino que, como quien no interrumpe ni siquiera las horas de su sueño con la importancia de tamaña deliberación, continuó también sus estudios sin modificación ninguna lo mismo que las demás acostumbradas acciones de su vida. La noche en que fue rechazado de la pretura, la pasó jugando; la en que debía morir, la pasó leyendo: así la pérdida de la vida como la del cargo eran para él cosas indiferentes.



De la virtud

Por experiencia reconozco que entre los arranques e ímpetus del alma y el hábito permanente y constante media un abismo; y creo que nada hay de que no seamos capaces, hasta de sobrepujar a la Divinidad, dice alguien, por cuanto es más meritorio llegar por sí mismo a la impasibilidad, que ser impasible por original esencia. Puede alcanzar la debilidad humana la resolución y la seguridad de un Dios, pero sólo merced a sacudidas violentas. En las preclaras vidas de algunos antiguos héroes se ven a veces rasgos milagrosos, que parecen superar de muy lejos nuestras fuerzas naturales, pero a decir verdad no son más que rasgos, y es duro creer que con estados tan supremos y esclarecidos puédase abrevar el alma de tal suerte que lleguen a serla ordinarios y como naturales. A nosotros mismos, que no somos sino abortos de hombre, acontécenos sentir la nuestra abalanzarse, cuando ejemplos ajenos la despiertan, bien lejos de su situación normal; pero es ésta, una especie de pasión que la empuja y agita, y que la arrebata en algún modo fuera de sí misma, pues pasado el torbellino vemos que sin saber cómo se desarma y detiene por sí misma, si no hasta el último límite, al menos hasta abandonar el estado en que se encontraba, de suerte que entonces, en todo momento, por un pájaro que se nos escapa o por un vaso que se nos quiebra, nos afligimos sobre poco más o menos como el más vulgar de los hombres. Aparte del orden, la moderación y la constancia, creo que todas las cosas sean hacederas por un individuo imperfecto y en general falto de vigor. Por eso dicen los filósofos que para juzgar con acierto a un hombre precisa sobre todo fiscalizar sus acciones ordinarias y sorprenderle en su traje de todos los días.

Pirro, aquel que edificó con la ignorancia una tan divertida filosofía, intentó, como todos los demás hombres verdaderamente filósofos, que su vida concordara con su doctrina. Y porque sostenía que la debilidad del juicio humano era extremada hasta el punto de no poder tomar partido ni a ningún lado inclinarse, queriendo sorprenderlo perpetuamente indeciso, considerando y mirando como indiferentes todas las cosas, cuéntase que se mantenía siempre de manera y semblante idénticos: cuando había comenzado una conversación, nunca dejaba de terminarla, bien que la persona a quien hablara hubiera desaparecido; cuando andaba, jamás interrumpía su camino, por recios obstáculos que le salieran al paso, teniendo necesidad de ser advertido por sus amigos de los precipicios, del choque de las carretas y de otros accidentes: el evitar o temer alguna cosa, hubiera ido en contra de sus proposiciones, que aun a los sentidos mismos rechazaban toda elección y certidumbre. Soportaba a veces el cauterio y la incisión con una firmeza tal que ni siquiera pestañear se le veía. Conducir el alma a fantasías semejantes es, sin duda, peregrino, pero lo es más el juntar a ellas los efectos, lo cual no es imposible, sin embargo; mas el unirlos con perseverancia y constancia tales, hasta el extremo de fundamentar en ellos la vida diaria, es casi increíble que sea dable. Por lo cual, como el filósofo fuera alguna vez sorprendido en su casa cuestionando muy acaloradamente con su hermana y ésta le reprendiera de no seguir en este punto su regla de indiferencia: «¡Cómo! reponía, ¿será también preciso que esta mujercilla sirva de testimonio a mi doctrina?» En otra ocasión en que se le vio defenderse contra las acometidas de un can «Dificilísimo es, dijo, despojar por completo al hombre; hay que esforzarse o imponerse el deber de combatir las cosas primeramente por los efectos, o, cuando menos, por la razón y el discurso.»

Hace unos siete u ocho años que a dos leguas de aquí un aldeano, vivo hoy todavía, como se encontrara de antiguo trastornado por los celos de su mujer, volviendo un día del trabajo recibiole ella con sus chillidos habituales; esta vez el hombre se enfureció de tal modo que, al instante, con la hoz que tenía segose de raíz las partes que a los celos contribuían por tan calenturiento modo, y se las arrojó a las narices. Cuéntase que un joven gentilhombre de los nuestros, enamorado y gallardo, habiendo por su perseverancia ablandado al fin el corazón de una hermosa amada, desesperado porque en el momento de la carga se encontrara flojo y falto de empuje,


Non viriliter

iners senile penis extuterat caput[1006],


cuando volvió a su casa se privó de repente de sus órganos, enviándoselos, cual víctima sanguinaria y cruel, para purgar su ofensa. Si a esta acción le hubiera encaminado un religioso razonamiento, como a los sacerdotes de Cibeles, ¿qué no diríamos de una empresa tan relevante?

Pocos días ha que en Bergerac, a cinco leguas de mi casa, siguiendo contra la corriente del río Dordoña, una mujer que había sido atormentada y apaleada por su marido la noche anterior, contrariado y malhumorado por su complexión, determinó libertarse de tal rudeza a expensas de la propia vida. Habiéndose, como de costumbre, reunido con sus vecinas al levantarse por la mañana al día siguiente, dejando escapar ante ellas algunas palabras de recomendación para sus cosas, cogió de la mano a una hermana que tenía, fueron así hasta el puente, y luego que con el mayor sosiego se hubo despedido de ella, sin mostrar cambio ni sobresalto, precipitose al agua, donde se perdió. Lo más notable de este sucedido es que la determinación maduró toda una noche en su cabeza.

Más valeroso es el proceder de las mujeres indias, pues siendo habitual a sus maridos el tener varias, y a la más cara de entre ellas el matarse cuando él muere, todas, por designio de la vida entera, enderezan sus miras a lograr esa ventaja sobre sus compañeras; y los buenos servicios que a sus maridos procuran no tienen distinta mira ni buscan otra recompensa que la de ser preferidas en la compañía de su muerte:


...Ubi mortifero jacta est fax ultimo lecto,

uxorum fusis stat pia turba comis:

et certamen habent lethi, quae viva sequntur

conjugium: pudor est non licuisse mori.

Ardent vitrices, et flammae pectora praebent,

imponuntque suis ora perusta viris.[1007]


Aun en el día, escribe un hombre haber visto en esas naciones orientales semejante costumbre gozar crédito; y añade que no solamente las mujeres se entierran con sus maridos, sino también las esclavas de que gozara en vida, lo cual se practica en la siguiente forma: muerto el esposo, puede la viuda, si lo desea (pero son contadas las que transigen con ello), solicitar dos o tres meses para poner en buen orden sus negocios. Llegado el día de la muerte, la viuda monta a caballo adornada como si a casarse fuera, y con alegre continente se dispone (así lo dice) a dormir con su esposo, teniendo en la mano derecha un espejo y una flecha en la izquierda; habiéndose así triunfalmente aseado, acompañada por sus amigos y parientes y también por el pueblo en son de fiesta, se la traslada luego al sitio público destinado al espectáculo, que es una plaza grande, en medio de la cual hay un foso lleno de leña; junto a ella se ve una altitud, donde se sube por cuatro o cinco escalones, al cual se la conduce, sirviéndola allí una comida espléndida; luego se pone a bailar y a cantar, y cuando bien lo juzga, ordena que enciendan la hoguera. Tan pronto como esta arde, baja del sitial y cogiendo de la mano al más próximo de entre los parientes de su marido, van juntos al vecino río, donde la víctima se despoja completamente de sus vestiduras, distribuye entre sus amigos sus joyas y sus ropas, y se sumerja en el agua como para lavar sus pecados; en el momento en que sale a tierra, se envuelve en un lienzo amarillo de catorce brazas de largo, da de nuevo la mano al pariente de su marido y se encaminan juntos al montículo, desde el cual habla al pueblo, recomendando el cuidado de sus hijos si los tiene. En el foso y en el montículo colocan a veces una cortina para ocultar la vista de la ardiente hornaza, lo cual algunas prohíben para dar prueba de mayor vigor. Luego que acaba de hablar, una mujer la presenta un vaso lleno de aceite para untarse la cabeza y todo el cuerpo, luego le arroja al fuego cuando la operación acaba, y al instante se lanza ella misma. El pueblo al punto deja caer sobre la víctima gran cantidad de leños para que la muerte sea más pronta y el sufrimiento menor, y toda la alegría se trueca en tristeza dolorida. Cuando se trata de personas de categoría mediana, el cadáver, se conduce al lugar donde ha de recibir sepultura, y allí se sienta; la viuda, arrodillada junto a él, lo abraza estrechamente, permaneciendo así mientras alrededor de ambos levantan un circuito, el cual, cuando llega a los hombros de la mujer, uno de sus parientes, cogiéndola el cuello por la espalda, se lo retuerce, y cuando ya está muerta, se cierra el circuito, dentro del cual quedan enterrados.

En este mismo país practicaban algo semejante los gimnosofistas, pues no por ajena obligación ni por impetuosidad de su humor repentino, sino por expresa profesión de su secta, era su costumbre, conforme alcanzaban cierta edad, o cuando se veían amenazados por alguna dolencia grave, el hacerse preparar una hoguera sobre la cual había un lecho muy suntuoso; y luego de haber festejado alegremente a sus amigos y conocidos, plantábanse en ese lecho con resolución tan grande que, aun cuando el fuego ardía, nunca se vio a ninguno mover los pies ni las manos. Así murió uno de aquéllos, Calano, en presencia de todo el ejército de Alejandro el Grande. Y a nadie se consideraba santo ni bienaventurado, si no acababa así, enviando su alma purgada y purificada por el fuego, después de haber consumido cuanto poseía de mortal y terrestre. Esta constante premeditación de toda la vida es lo que hace considerar el hecho como milagroso.

Entre las demás disputas filosóficas se ha interpuesto la del Fatum, y para sujetar las cosas venideras y nuestra voluntad misma a cierta necesidad inevitable nos aferramos a este argumento de antaño: «Puesto que Dios prevé que todas las cosas deben así suceder, lo cual sin duda acontece, preciso es que así sucedan.» A lo cual nuestros maestros reponen «que el ver que alguna cosa se verifique como nosotros acostumbramos y Dios lo mismo (pues siendo para él todo presente, ve más bien que no prevé), no es forzarla a que tenga lugar: y hasta dicen que nosotros vemos a causa de que las cosas se realizan, y las cosas no acontecen a causa de que nosotros las veamos: el advenimiento forma la ciencia, y no la ciencia el advenimiento. Aquello que vemos suceder sucede, pero muy bien pudiera ocurrir de otro modo. En el registro de las causas de los acontecimientos que Dios, merced a su paciencia, guarda también, figuran las llamadas fortuitas, lo mismo que las voluntarias que procuró a nuestro arbitrio, y sabe que incurriremos en falta porque así lo habrá querido nuestra voluntad.»

Ahora bien, yo he visto a bastantes gentes alentar a sus soldados a expensas de esta necesidad fatal; pues, si nuestra última hora se encuentra a cierto punto sujeta, ni los arcabuzazos enemigos, ni nuestro arrojo ni nuestra huida o cobardía la pueden adelantar o retroceder. Bueno es esto para dicho, pero buscad quien lo practique. Si realmente sucediera que a una creencia resistente y viva acompañaran acciones de la misma suerte, esta fe con que tanto llenamos nuestra boca es en nuestro tiempo de una vaporosidad maravillosa, como no sea que el menosprecio que sus obras la inspiran haga que desdeñe su compañía. Y así debe de ser en verdad, pues hablando de estas cosas el señor de Joinville, testigo digno de tanto crédito como el que más, refiérenos de los beduinos (pueblo mezclado con los sarracenos, con quienes el rey san Luis tuvo que habérselas en Tierra Santa), que según su religión creían tan firmemente los días de cada uno fijados y contados de toda eternidad con preordenanza inevitable, que, salvo una espada turca que llevaban, iban desnudos a la guerra, cubierto tan sólo el cuerpo con un lienzo blanco. El más grande juramento que sus labios proferían, citando entre ellos, se encolerizaban, era éste: «¡Maldito seas, como quien se arma por temor de la muerte!» ¡Cuán diferente de las nuestras esa creencia y esa fe! Pertenece también a este rango el ejemplo que dieron dos religiosos de Florencia, en tiempos de nuestros padres: Controvertiendo un punto religioso determinaron meterse en el fuego juntos, en presencia de todo el pueblo y en la plaza pública, en prueba de la evidencia de principios que cada uno sentaba; listos estaban ya los aprestos y el acto en el preciso momento de la ejecución, cuando fue interrumpido por un accidente imprevisto.

Habiendo realizado un señor turco[1008], mozo todavía, un relevante hecho de armas a la vista de los dos ejércitos de Amurat, y de Hugnyada, presta a librarse la batalla, quiso el segundo informarse de quién en tan temprana edad le había llenado de tan generoso vigor de ánimo, pues era la primera tierra que había visto; el joven respondió que su preceptor soberano de valentía había sido una liebre: «En cierta ocasión estando de caza, dijo, divisé una liebre en su madriguera, y aunque tenía junto a mi dos lebreles excelentes, pareciome, sin embargo, para no dejar de ganarla, que valía más emplear mi arco, que me era más eficaz. Comencé a disparar mis flechas, lanzando hasta las cuarenta que había en mi carcax, sin acertar a tocarla ni siquiera a despertarla. En seguida la solté mis perros, que tampoco lograron atraparla. De lo cual deduje que el animal había sido puesto a cubierto par su destino, y que ni los dardos ni las espadas alcanzan si no es por la mediación de la fatalidad, la cual no está en nuestra mano apartar o anticipar.» Este cuento debe servir de pasada a mostrarnos cuán flexible es nuestra razón a toda suerte de fantasías. Un personaje grande en años, nombradía, dignidad y doctrina, se me alababa de haber sido llevado a cierta modificación importantísima de su fe por una circunstancia extraña, tan rara como la que inculcó el valor al joven dicho; él la llamaba milagro, y también yo, aunque por razón distinta. Cuentan sus historiadores que hallándose entre los turcos sembrada la idea del acabamiento fatal e implacable de sus días, aparentemente ayuda a procurarles serenidad ante los peligros. Un gran príncipe conozco que aprovechó dichosamente la misma idea, sea que en ella crea realmente o que la tome por excusa para arriesgarse de un modo extraordinario: bien le irá mientras la fortuna le conserve su buena estrella sin cansarse de sustentarlo.

No recuerda mi memoria un efecto de resolución más admirable que mostrado por dos hombres que conspiraron contra el príncipe de Orange[1009]. Maravilloso es cómo pudo alentarse al segundo (que lo ejecutó) a realizar una empresa en la cual tan mal le había ido a su compañero, quien llevó a ella todo cuanto ingenio pudo. Siguiendo las huellas de éste y con las mismas armas, atentó contra un señor armado de una instrucción tan fresca, poderoso en punto al concurso de sus amigos lo mismo que en fuerza corporal, en su sala, rodeado de sus guardianes, en una ciudad donde todo el mundo le era devoto. En verdad se sirvió de una mano bien determinada y de un vigor conmovido por una pasión vigorosa. Un puñal es arma más segura para herir, pero como precisa mayor movimiento y vigor de brazo que una pistola, su efecto está más expuesto a ser desviado o trastornado. No dudo, en modo alguno, que este matador dejara de correr a una muerte segura, pues las esperanzas con que hubiera podido alentárselo no podían caber en entendimiento equilibrado, y la dirección de su empresa muestra que así era el suyo, y animoso juntamente. Los motivos de una convicción tan avasalladora pueden ser diversos, pues nuestra fantasía hace de si propia y de nosotros lo que la place. La ejecución realizada cerca de Orleans[1010] no fue en nada semejante; hubo en ella más casualidad que vigor; el golpe no era de muerte si la fatalidad no lo hubiera querido así, y la obra de tirar a un jinete de lejos, moviéndose al tenor de su caballo, fue la empresa de un hombre que prefería más bien fallar a su cometido que salvar la propia vida. Lo que aconteció después lo prueba de sobra, pues el delincuente se transió y perturbó con la idea de una ejecución tan elevada, de tal suerte, que perdió por completo el ejercicio de sus facultades, sin acertar a huir, ni a hablar a derechas en sus respuestas. ¿Qué otra cosa le precisaba sino recurrir a sus amigos, luego de atravesar un río? Este es un medio al cual yo me lancé para evitar menores males y que juzgo de poco riesgo, sea cual fuere la anchura del vado, siempre y cuando que vuestro caballo encuentre, la entrada fácil y que en el lado opuesto preveáis un lugar cómodo para salir a tierra, según el curso del agua. El matador del príncipe de Orange, cuando oyó su horrible sentencia: «A ella estaba preparado, dijo; quiero con mi tranquilidad dejaros atónitos.»

Los asesinos, nación dependiente de Fenicia, son considerados entre los mahometanos como gentes de soberana devoción y de costumbres puras. Tienen por cosa cierta que el camino más breve para ganar el paraíso es matar a alguien que profesa religión contraria a la suya, por lo cual frecuentemente se ha visto a uno o dos, con un coleto por todas armas, atacar a enemigos poderosos a riesgo de una muerte segura y sin cuidado alguno del propio peligro. Así fue asesinado (esta palabra se tomó del nombre que llevan) nuestro conde Raimundo de Tripoli en medio su ciudad[1011] durante nuestras expediciones de la guerra santa, y también Conrado, marqués de Montferrat[1012]: conducidos al suplicio los matadores mostráronse envanecidos y altivos por una tan hermosa obra maestra.



De una criatura monstruosa

Este capítulo va sin comentarios, pues dejo a los médicos la tarea de discurrir sobre el caso. Anteayer vi una criatura, a quien llevaban dos hombres y una mujer que la servía de nodriza, los cuales dijeron ser su padre, su tío y su tía. Mostrábanla, por su rareza, para ganarse la vida, y era en todo lo demás de forma ordinaria (a diferencia de lo que diré luego): se sostenía, sobre ambos pies, andaba y hacía gorgoritos casi como las demás criaturas, de su edad. No se había nutrido aún de otro alimento que la leche de su nodriza, y lo que la pusieron en la boca en mi presencia lo mascó un poco y lo arrojó, sin tragarlo; sus gritos parecían tener algo de característico y su edad era de catorce meses justos. Por bajo de las tetillas estaba cogida y pegada a otro muchacho, sin cabeza, que tenía cerrado el conducto trasero; el resto del cuerpo era perfecto, pues si bien un brazo era más corto que el otro, fue la causa que se le había roto por accidente cuando nació. Los dos estaban unidos frente a frente, como si un niño pequeño quisiera abrazar a otro un poco más grandecito. El espacio y juntura por donde se sostenían era sólo de cuatro dedos próximamente, de suerte que, levantando la criatura imperfecta, se hubiera visto el ombligo de la otra; la soldadura acababa en éste principiando en las tetillas. El ombligo de imperfecto no se podía ver, pero si todo el resto de su vientre. Lo que no estaba pegado, como los brazos, los muslos, el trasero y las piscinas, pendía y colgaba del otro y le llegaba como a media pierna. La nodriza nos dijo que orinaba por los dos conductos, de suerte que los miembros de la criatura imperfecta se nutrían y vivían lo mismo que los de la otra, salvo que era algo más pequeños y menudos. Este cuerpo doble y estos miembros diversos relacionados con una sola cabeza podrían procurar al rey favorable pronóstico para mantener bajo la unión de sus leyes las diversas partes de nuestro Estado; pero temiendo lo que pudiera sobrevenir vale más no parar mientes en él, pues no hay posibilidad de adivinar sino en circunstancias ya consumadas, ut quum facta sunt, tum ad cojecturam aliqua interpretatione revocentur[1013]; como se dice de Epiménides, que adivinaba las cosas pasadas.

En Medoc acabo de ver un pastor de treinta años próximamente, que no presenta ninguna huella de órganos genitales: tiene sólo tres agujeros por donde segrega la orina continuamente; es bien barbado, siente el deseo genésico y busca el contacto femenino.

Lo que nosotros llamamos monstruos no lo son a los ojos de Dios, quien ve en la inmensidad de su obra la infinidad de formas que comprendió en ella. Es do presumir que esta figura que nos sorprende se relacione y fundamente en alguna otra del mismo género desconocida para el hombre. De la infinita sabiduría divina nada emana que no sea bueno, natural y conforme al orden, pero nosotros no vemos la correspondencia y relación. Quod crebro videt; non miratur, ettamsi, cur fiat, nescit. Quod ante non vidit, id, si evenerii, ostentum esse censet.[1014] Llamamos contra naturaleza lo que ya contra la costumbre; nada subiste si con aquélla no está en armonía cualquiera que lo existente sea. Que esta universal y natural razón desaloje de nosotros el error y la sorpresa que la novedad nos procura.



De la cólera

Plutarco siempre admirable, pero principalmente, cuando juzga las acciones humanas. En el paralelo entre Licurgo y Numa pueden verse las cosas notables que escribe sobre el grave error en que incurrimos al abandonar los hijos al cargo y gobierno de los padres. La mayor parte de los pueblos, como dice Aristóteles, dejan a cada cual a la manera de los cíclopes, la educación de sus mujeres e hijos, conforme a su loca e indiscreta fantasía. Sólo Lacedemonia y Creta encomendaron a las leyes la disciplina de la infancia. ¿Quién no ve que en un Estado todo depende de esta educación y crianza? Sin embargo, haciendo gala de indiscreción cabal, se la deja a la merced de los padres, por locos y perversos que sean.

¡Cuántas veces he sentido deseos, al pasar por nuestras calles, de echar mano de alguna broma pesada para vengar a los muchachillos que veía desollar aporrear y medio matar a padres y madres furiosos e iracundos, ciegos por la cólera, y vomitando fuego y rabia:


Rabie jecur incendente, feruntur

praecipites; ut saxa jugis abrupta, quibus mons

subtrahitur, clivoque latus pendente recedit[1015]


(y según Hipócrates las enfermedades más peligrosas son las que desfiguran el semblante), que con voz chillona e imperiosa acoquinan a criaturas que acaban de salir de los brazos de la nodriza! Así vemos tantas inutilizadas y aturdidas por los golpes; y nuestra justicia no para mientes en ello como si estos seres dislocados no fueran miembros de nuestra república:


Gratum est, quod patriae civem populoque dedisti

si facis, ni patriae sit idoneus, utilis agris,

utilis et bellorum et pacis rebus agendis.[1016]


No hay pasión que más dé al traste que la cólera con la sinceridad del juicio. Nadie pondría en duda que debiera condenarse a muerte al magistrado que movido por la ira hubiese sentenciado a su criminal; ¿por qué se consiente, pues, a los padres y a los maestros de escuela, cuando están dominados por la ira, castigar a los niños? Tal proceder no puede llamarse corrección debe, nombrarse venganza. Aquella es la medicina de los muchachos, y estoy bien seguro de que no consentiríamos que ejerciera su oficio un médico prevenido y encolerizado contra su paciente.

Nosotros mismos, para obrar como Dios manda, tampoco deberíamos poner la mano en nuestros criados mientras la ira nos domina. Mientras el pulso nos late más deprisa que de ordinario, mientras sentimos nuestra propia emoción, aplacemos la partida; las cosas nos parecerán distintas cuando hayamos, ganado la tranquilidad y la calma. La pasión es quien gobierna entonces, la pasión quien habla y no nosotros: ayudados por su impulso, los defectos nos aparecen abultados, como los cuerpos al través de la neblina. Quien tiene hambre coma carne en buen hora, pero quien al castigo quiere apelar no debe padecer de él sed ni apetito. Además, las correcciones practicadas con medida y discreción se acogen mejor y con mayor fruto por quien las soporta: si así no acontece, el delincuente no cree haber sido con justicia condenado por un hombre a quien trastornan la furia y la rabia a un mismo tiempo, alegando como justificación de su proceder las extraordinarias agitaciones de su señor, el sobresalto de su semblante, los inusitados juramentos y la inquietud y precipitación temerarias:


Ora tument ira, nigrescunt sanguine venae,

lumina Gorgoneo saevius igne micant.[1017]

 

Cuenta Suetonio que, habiendo sido Cayo Rabirio condenado a muerte por César, lo que más contribuyó a justificar a aquél ante los ojos del pueblo, a quien apeló en defensa de su causa, fue la animosidad y rudeza que el emperador había en su juicio mostrado.

El decir es distinto del hacer; es preciso considerar separadamente el predicador y lo que predica. Fácil tarea fue la que eligieron en nuestro tiempo los que combatieron la verdad de nuestra Iglesia echando mano de los vicios de sus ministros; arrancan de otra parte los testimonios de ella; torpe es la manera como esas gentes argumentan y muy adecuada a sembrar la confusión en todas las cosas. Un hombre de costumbres excelentes puede albergar opiniones falsas; un malvado predicar la verdad, hasta aquel que no cree en ella. Sin duda concurre una hermosa armonía cuando las palabras y las obras caminan en buen acuerdo, y no pretendo negar que el decir, cuando las acciones lo acompañan, no sea de mayor autoridad y eficacia, como decía Eudamidas oyendo a un filósofo discurrir sobre la guerra: «Esas palabras son hermosas, mas quien las sienta no merece crédito, pues sus oídos no están habituados al son de las trompetas.» Escuchando Cleomenes a un retórico que hablaba del valor, se desternilló de risa, y como el platicante se escandalizara, dijo el filósofo: «Haría lo propio si fuera una golondrina quien del valor hablara, pero si fuera un águila la oiría de buen grado.» Advierto, si no me engaño, en los escritos de los antiguos, que quien dice lo que piensa lo incrusta con viveza mucho mayor en el alma que quien se disfraza. Oíd hablar a Cicerón del amor de la libertad y oíd a Bruto discurrir sobre el mismo tema: los escritos mismos os muestran que éste era hombre para adquirirla a costa de su vida. Que Cicerón, padre de la elocuencia, trate del menosprecio de la muerte, Séneca trate igual tema; aquél se arrastra lánguido haciéndoos sentir que quiere convenceros de cosas en las cuales no tiene gran resolución; ningún vigor os comunica, puesto que él mismo se encuentra falto; mientras que el otro os anima y os inflama. No cojo nunca un autor en mi mano, principalmente si es de los que tratan de la virtud y de las humanas acciones, sin que busque curiosamente cuál ha sido su vida, pues los eforos de Esparta viendo a un hombre disoluto aconsejar útilmente al pueblo le ordenaron que se callara, rogando a otro de buena índole que se atribuyera la idea proponiéndola.

Los escritos de Plutarco, cuando bien los saboreamos, nos le descubren bastante, y yo creo conocer hasta lo hondo de su alma; quisiera, sin embargo, que tuviéramos algunas memorias de su vida. Descarrieme con esta apreciación con motivo del agradecimiento que Aulo Gelio inspira por habernos dejado escrito este cuento de las costumbres de aquél, que cuadra bien a mi asunto de la cólera: Un esclavo, hombre malo y vicioso, pero cuyos oídos estaban un tanto abrevados en las lecciones de la filosofía habiendo sido dado por algún delito que cometiera, conforme a la voluntad de Plutarco, comenzó a gruñir mientras le azotaban «que sin razón era maltratado y que nada había hecho»; poniéndose luego a gritar y a injuriar con buenas razones a su amo, echábale en cara «que no era filósofo como se creía; que él habíale con frecuencia oído predicar la fealdad del encolerizarse, y que hasta sobre el asunto había compuesto un libro; lo de que sumergido en la rabia, concluía, le hiciera tan cruelmente sacudir, desmentía por completo sus escritos». A lo cual Plutarco repone con calma y seguridad cabales: «¡Cómo se entiende, zafio! ¿En qué conoces que en este instante me encuentre dominado por la cólera? Mi semblante, mi voz, mis palabras, ¿te procuran algún testimonio de que me halle fuera de mí? No creo tener ni la vista inyectada, ni demudado el rostro, ni lanzo tampoco espantosos gritos: ¿acaso enrojezco? ¿echo espuma por la boca? ¿se me escapa alguna palabra de la cual tenga que arrepentirme? ¿me estremezco? ¿tiemblo de cólera? Pues para decirlo todo, ésos son los verdaderos signos del arrebato.» Luego volviéndose hacia quien le azotaba: «Continuad, le dijo, vuestra tarea, mientras éste y yo cuestionamos.» Tal es la relación de Aulo Gelio.

Volviendo Archytas Tarentino de una guerra en la cual había sido capitán general, encontró su casa envuelta en el más horrible desorden, y sus tierras en barbecho a causa del mal gobierno de su administrador, a quien hizo llamar diciéndole: «Apártate de mi presencia, pues si no estuviera arrebatado te estrellaría de buena gana.» También Platón sintiendo ira contra uno de sus esclavos encargó a Speusipo de castigarle, excusándole de ponerle la mano encima por dominarle la cólera en aquel momento. El lacedemonio Carilo dijo a un ilota que con él se conducía insolente y audazmente: «¡Por los dioses te juro que, si la cólera no me embargara, ahora mismo te mataría!»

Pasión es ésta que consigo misma se complace y regodea. ¡Cuántas veces impelidos a ella por alguna causa injustificada, al mostrársenos una buena defensa o alguna excusa razonable, nos despechamos contra la verdad misma y contra la inocencia! A este propósito retuve de la antigüedad un maravilloso ejemplo: Piso, personaje de virtud relevante en todos los demás respectos, hallándose prevenido contra uno de sus soldados porque al volver solo del forraje no acertaba a darle cuenta del lugar en que dejara a un compañero suyo, decidió repentinamente condenarle a muerte. Mas he aquí que cuando estaba ya en la horca se ve llegar al extraviado: todo el ejército se regocija grandemente de tan fausto suceso, después de muchas caricias y abrazos mutuos entre ambos amigos, condúceles el verdugo en presencia de Piso, esperando todos, que del hecho recibiría placer sumo; pero sucedió todo lo contrario, pues movido por la vergüenza y el despecho de su ardor, el cual se mantenía aún en el período de fortaleza, redoblose, y mediante una sutileza que su pasión le sugirió al instante, al punto vio tres culpables, y a los tres hizo matar: al primero, porque de ello la orden había sido dada; al segundo, por haberse descarriado, habiendo sido la causa de la muerte de su compañero, y el verdugo por no haber obedecido la prescripción que recibiera.

Los que se las han con mujeres testarudas habrán experimentado a cuán tremenda rabia se las lanza cuando a su agitación se oponen el silencio y la frialdad, cuando se menosprecia el alimentar su cólera. Celio el orador era por naturaleza maravillosamente colérico; en una ocasión encontrándose, cenando con un hombre de conversación apacible que por no contrariarlo tomaba la determinación de aprobar cuanto decía, consintiendo a todo, no pudo soportar el que su mal humor se deslizara así sin alimento; y encarándose con su comensal: «¡Por los dioses, le dijo, niégame alguna cosa a fin de que seamos dos!» Las mujeres hacen lo propio, no se encolerizan si no es para comunicar su pasión a los demás, a la manera de las leyes del amor. Ante un hombre que perturbaba su discurso, injuriándole rudamente, Foción permaneció callado, procurándole todo el espacio necesario para agotar su rabia; pasada ésta, sin parar mientes en el incidente, comenzó de nuevo su plática en el punto en que la dejara. Ninguna réplica tan picante cual tamaño menosprecio.

Del hombre más colérico de Francia (cualidad que implica siempre imperfección, más excusable en quien las armas ejerce, pues en esta profesión hay cosas que no pueden menos de engendrarla), digo yo a veces que es la persona más paciente que conozco para sujetarla. Con tal violencia y furor le agita,


Magno veluti quimi flamma sonore

virgea suggeritur costis undantis abeni,

exsultantque aestu latices, furit intus aquai

fumidus, atque alte spumis exuberat amnis;

nec jam se capit unda; volat vapor ater ad auras[1018],


que ha menester reprimirse cruelmente para moderarla. Por lo que a mí respecta, desconozco la pasión con la cual cubrir y sostener pudiera semejante esfuerzo; no quisiera colocar la prudencia a tan alto precio. No considero tanto lo que hace como lo mucho que le cuesta el no realizar actos peores.

Otro hombre se me alababa del buen orden y dulzura de sus costumbres (y en verdad que en él eran singulares ambas cualidades en este respecto); a lo cual yo reponía que la cosa era de importancia, principalmente en aquellos que como él pertenecían a la calidad eminente, y hacia los cuales todos convierten la mirada; que era bueno presentarse ante el mundo constantemente de buen temple, pero que lo primordial consistía en proveer interiormente y a sí mismo, y que a mi ver no es gobernar bien sus negocios el atormentarse por dentro, lo cual yo temía que le aconteciera por mantener el semblante apacible y aquella regla aparente exterior.

La cólera se irrita ocultándola, y lo acredita así el dicho de Diógenes a Demóstenes, quien recelando ser visto en una taberna iba moviéndose hacia dentro: «Cuanto más te ocultes, dijo el primero, otro tanto al interior te diriges.» Yo aconsejo que sacudamos más bien un sopapo en la mejilla de nuestro criado, aun cuando sea algo injusto, mejor que el atormentar nuestra fantasía para mantenernos dentro de la más prudente continencia; y mejor preferiría exteriorizar mis pasiones que incubarlas a mis propias expensas, pues languidecen y se evaporan al expresarlas; preferible es que sus punzadas obren exteriormente a que contra nosotros las pleguemos. Omnia vilia in aperlo leviora sunt: et tunc perniciosissima, quum, simulata subsidunt.[1019]

Yo advierto a quienes legítimamente pueden encolerizarse en mi familia, primeramente que economicen el hacerlo y que no lo extiendan a todo ruedo, porque así desaparecen su efecto y su peso: el alboroto temerario y ordinario pasa a la categoría de costumbre y es causa de que todos lo menosprecien. La cólera que gastáis contra un servidor por su latrocinio no ocasiona efecto alguno, puesto que es la mima de que os vio cien veces echar mano contra él por haber enjuagado mal un vaso o por no haber colocado diestramente un taburete. En segundo lugar les recomiendo que no se me enfurezcan inútilmente, procurando que su reprensión llegue a quien la merece, pues ordinariamente gritan antes de que el acusado se encuentre en su presencia y, gritando permanecen un siglo después de que se fue,


Et secum petulans amentia certat[1020]:


pegan contra su propia sombra y desencajan la tormenta en lugar donde nadie, es castigado ni tiene nada que ver, como no sea con el estrépito de su voz, tan horrible que más no puede serlo. Análogamente, censuro en las disputas a los que brabuquean y se insubordinan en la ausencia del adversario; preciso es guardar tales balandronadas para cuando puedan producir efecto:


Mugitus veluti qum prima in praelia taurus

territicos ciet atque irasci in cornua tentat,

arboris obnixus trunco, ventosque lacessit

letibus, et sparsa ad pugnam proludit arena.[1021]


Dominado por la cólera, no es nada tenue la mía, pero en cambio es tan rápida y secreta cuanto puedo hacer que así sea: bien que me pierda en rapidez y violencia con el trastorno no me extravío hasta el punto de lanzar abandonadamente y sin escogerlas toda suerte de palabras injuriosas, y que no procure colocar pertinentemente mis punzadas donde considero que hieren más, pues comúnmente no empleo sino la lengua. A mis criados les va mejor en las grandes ocasiones que en las pequeñas: como éstas me causan sorpresa, quiere la desdicha que tan luego como en el principio os colocáis, nada importa lo que en movimiento os puso, vais a dar constantemente al fondo: la caída se empuja, se pone en movimiento y por sí misma se acelera. En las ocasiones importantes me satisface el que sean tan justas que todos aguardan ver nacer con ellas una cólera razonable; yo me glorifico haciendo que no llegue lo que se espera, me contraigo y preparo contra ellas. Se me incrustan en los sesos, amenazando llevarme bien lejos si las sigo, mas fácilmente me guardo de penetrarlas, y cuando las espero me mantengo suficientemente fuerte para rechazar el impulso de esa pasión, por imperiosa que la causa sea; pero si una vez siquiera me preocupa y agarra, arrástrame, por baladí que sea el motivo. Yo hago el siguiente pacto con los que pueden cuestionar conmigo: «Cuando advirtáis que el primero me sobresalto, dejadme seguir así con razón o sin ella: yo a mi vez haré lo propio cuando os llegue el turno.» La tempestad no se engendra sino con la concurrencia de las cóleras, que fácilmente una de otra se producen, y no nacen en el mismo punto: dejemos a cada una libre curso, y siempre en sosiego permaneceremos. Receta útil, pero de ejecución difícil. A veces me acontece echarlas de contrariado, para coadyuvar así al buen orden de mi casa, sin que por dentro deje de reinar la calma. A medida que la edad va mis humores avinagrando voy oponiéndome al camino cuanto me es dable, y si en mi mano estuviera haría que en adelante me sintiese tanto menos malhumorado y difícil de contentar cuanto más excusable o inclinado a ello pudiera serlo, aunque antaño haya figurado entre los que lo son menos.

Una palabra más para cerrar este pasaje. Dice Aristóteles que alguna vez la cólera procura armas a la virtud y al valor. Verosímil es que sea así; mas de todas suertes los que contradicen este principio afirman con agudeza que son armas de nuevo uso, pues así como las otras las manejamos, éstas a nosotros nos manejan; y nuestra mano no las guía; ellas son las que gobiernan nuestra mano, nos empuñan sin que nosotros las empuñemos.



Defensa de Séneca y de Plutarco

La familiaridad que mantengo con estos dos personajes y la asistencia que procuran a mi vejez y mi libro, edificado del principio al fin con sus despojos, me obligan a defender el honor de ambos.

Cuanto a Séneca, entre los centenares de librejos que propagan los partidarios de la pretendida religión reformada en defensa de su causa, que a veces proceden de buena mano, y es gran lástima que no tengan mejor asunto, vi hace tiempo uno que por aparejar y mostrar palmaria la semejanza del reinado de nuestro, Carlos IX con el de Nerón, coloca en el mismo rango que Séneca al cardenal de Lorena, considerando igual la fortuna de ambos. Como es sabido, los dos fueron los primeros personajes en el gobierno de sus príncipes respectivos y tuvieron iguales costumbres, idénticas condiciones y los mismos desaciertos. A mi entender, con estos juicios se honra demasiado a dicho señor cardenal, pues aunque yo sea de los que estiman grandemente su espíritu, elocuencia, celo, religión y servicio de su rey, al par que su buena estrella de haber nacido en un siglo en que le fue dado ser hombre singular, y juntamente, necesario a la vez para el bien público, que pudo contar con un eclesiástico de tanta nobleza y dignidad, sin embargo, a juzgar sin ambages la verdad, yo no juzgo su capacidad, ni con mucho, al nivel do la de Séneca ni su virtud tan pura, tan cabal y tan constante.

Este libro de que hablo para llegar a su designio, traza de Séneca un injuriosísimo retrato y encuentra los vituperios en el historiador Dión, de quien yo rechazo el testimonio. A más de que este autor es inconstante, pues después de haber llamado al preceptor de Nerón varón prudentísimo y enemigo mortal de los vicios de su discípulo, le califica de avaricioso, usurero, ambicioso, cobarde y voluptuoso, y añade que encubría todas estas perversas cualidades bajo el manto de la filosofía. A mi ver, la virtud de Séneca aparece en sus escritos resplandeciente y vigorosa, y su defensa contra algunas de aquellas imputaciones es tan clara y evidente como el cargo que su riqueza y fausto excesivos; yo no creo, pues, ningún testimonio en contrario. Con mayor razón debe aprobarse en tales asertos a los historiadores romanos que a los griegos y extranjeros: Tácito y los otros autores latinos hablan muy honrosamente de su vida y de su muerte, pintándonosle en todos sus actos como personaje excelentísimo y virtuosísimo; no quiero alegar otra réplica, contra el juicio de Dión más que ésta de incontestable peso: tan desacertadamente juzga las cosas romanas, que se atreve a sostener la causa de Julio César contra Pompeyo y la de Marco Antonio contra Cicerón.

Volvamos a Plutarco. Juan Bodin es un buen autor de nuestro tiempo, cuyos escritos encierran mucho más juicio que los de la turba de escribidores de su siglo; merece, pues, que se le estudie y considere. Yo lo encuentro algo atrevido en el pasaje de su Método de la Historia en que acusa a aquél, no solamente de ignorancia (en lo cual nada tendría yo que reponerle, por no ser asunto de mi competencia), sino también de escribir a veces «cosas increíbles y completamente fabulosas»; tales son las palabras que, Bodin emplea. Si hubiera dicho sólo «que relataba los hechos distintamente de como son», la censura no habría sido grande, pues aquello que no vimos lo tomamos de ajenas manos y así le prestamos crédito. Yo veo que adrede refiere diversamente la misma historia, como el juicio de los tres mejores capitanes que hayan jamás existido, formulado por Aníbal, es diferente en la vida de Flaminio y en la de Pirro. Mas acusarle de haber considerado como moneda contante y sonante cosas increíbles e imposibles, es suponer falta de ponderación al más juicioso autor del mundo. He aquí lo que Bodin señala: «cuando refiere que un muchacho de Lacedemonia se dejó desgarrar el vientre por un zorro que había robado y guardaba oculto bajo su túnica, prefiriendo morir mejor que mostrar su latrocinio». En primer lugar creo mal escogido este ejemplo; puesto que es muy difícil limitar los esfuerzos de las facultades del alma mientras que las fuerzas corporales tenemos más medios de conocerlas y medirlas; por esta razón sino me hubiera impuesto la tarea de buscar contrasentidos a nuestro autor hubiera más bien escogido un ejemplo de esa segunda categoría. De la cual los hay en Plutarco mucho menos creíbles, como el que de Pirro cuenta, diciendo «que encontrándose herido sacudió un tan tremendo sablazo a un enemigo armado de todas armas, que lo partió de arriba abajo, de tal suerte que el cuerpo quedó en dos partes dividido». En el ejemplo que Bodin elige nada encuentro de milagroso, ni admito tampoco la excusa con que a Plutarco disculpa, de haber añadido estas palabras: «según cuentan», para advertirnos mantener en guardia nuestro crédito, pues a no tratarse de las cosas recibidas por autoridad y reverencia de autoridad o de religión, no hubiera pretendido ni acoger él mismo, ni proponernos para que las creyéramos cosas de suyo increíbles. Y lo de que esta frase, «según cuentan», no la empleo en ese pasaje para tal efecto, fácil es penetrarse de ello, por lo que en otro lugar nos refiere sobre el mismo tema de la paciencia de los muchachos lacedemonios, con ocasión de sucesos acaecidos en su tiempo más difíciles a persuadirnos, como el que Cicerón, testimonió antes que él «por haberse encontrado (a lo que dice) en el lugar donde aconteció», o sea que hasta su época veíanse criaturas aptas para soportar esa prueba de paciencia, a la cual se las experimentaba ante el altar de Diana, que sufrían el ser azotadas basta que la sangre las corría por todo el cuerpo, no solamente sin gritar sino también sin gemir, y que algunas allí dejaban voluntariamente la vida. Y lo que Plutarco también refiere, juntamente con cien otros testimonios, de que en el sacrificio un carbón encendido se deslizó en la manga de un niño lacedemonio cuando estaba incensando el ara, dejandose abrasar todo el brazo hasta que el olor de la carne chamuscada llegó a las narices de los asistentes. Tan imbuido estoy yo en la grandeza de aquellos hombres que no solamente no me parece, como a Bodin, increíble el relato de Plutarco, sino que ni siquiera ni a raro ni a singular me sabe. Llena está la historia espartana de mil ejemplos más rudos y más peregrinos; extrañamente considerada, toda ella es un puro milagro.

Con ocasión del robo, Marcelino refiere que en su época no se había logrado encontrar ninguna suerte de tormento que forzase a los egipcios a declararlo cuando se los sorprendía en ese delito, entre ellos muy común, como su nombre lo declara.

Conducido al suplicio un campesino español a quien se consideraba como cómplice en el homicidio del pretor Lucio Piso, gritaba, en medio del tormento, «que sus amigos no se movieran, asistiéndole con seguridad cabal, y que del dolor no dependía el arrancarle una palabra de confesión»; no dijo otra cosa durante el primer día. Al siguiente, cuando le llevaban para comenzar de nuevo su tormento, arrancándose de entre las manos de sus guardianes se magulló la cabeza contra un muro, y se mató.

Como Epicaris cansara y hartara la crueldad de los satélites de Nerón resistiendo el fuego los azotes o instrumentos de suplicio durante todo un día sin que ninguna palabra pronunciaran sus labios de la conjuración en que había tomado parte, llevado al siguiente a soportar las mismas crueldades, con todos los miembros quebrados, formó una lazada con un girón de su túnica en el brazo de la silla dolido estaba, a manera de nudo corredizo, y metiendo por él la cabeza se estranguló con el peso de su cuerpo. Teniendo el valor de morir así y hallando tan a la mano el escapar a los primeros tormentos, ¿no parece haber de intento prestado su vida a semejante prueba de paciencia el precedente día para burlarse del tirano, animando a otros a semejante empresa contra él?

Quien se informe de nuestros soldados en punto a los sufrimientos que en nuestras guerras civiles soportaron hallará efectos de paciencia, obstinación y tenacidad en nuestros siglos miserables, en medio de esa turba más que la egipcia blanda y afeminada, dignos de ser comparada con los que acabamos de referir de la virtud espartana.

Yo sé que se vio a simples campesinos dejarse abrasar las plantas de los pies, aplastar el extremo de los dedos con el gatillo de una pistola, y sacar los ensangrentados ojos fuera de la cabeza a fuerza de oprimirles la frente, con una cuerda, antes de pretender siquiera ponerse a salvo. A uno vi dejado como muerto, completamente desnudo en un foso, con el cuello magullado e inflado por una soga que de su cuerpo aun pendía, con la cual le habían sujetado toda la noche a la cola de un caballo; su cuerpo estaba atravesado en cien sitios diferentes con heridas de arma blanca, que le asestaron no para matarle, sino pala hacerle sufrir e infundirle miedo. Todo lo había soportado, hasta la pérdida del uso de la palabra y de las sensaciones, resuelto, a lo que me dijo, a morir mejor de mil muertes (y en verdad que en lo tocante a sufrimiento había soportado una bien cabal), antes que ninguna promesa se le escapara; este hombre era, sin embargo, uno de los más ricos labradores de la comarca. ¿A cuántos no se vio dejarse pacientemente quemar y asar por sustentar ajenas opiniones, ignoradas y desconocidas? Cien y cien mujeres conocí (pues dicen que las cabezas de Gascuña gozan de alguna prerrogativa en este respecto), a quienes hubieseis más bien hecho morder hierro candente que abandonar una idea concebida en un momento de cólera; la violencia y los golpes las exasperan, y quien forjó el cuento de la que por ninguna corrección ni amenazas ni palos cesaba de llamar piojoso a su marido, la cual, precipitada en el agua, alzaba todavía las manos (ahogándose ya) por cima de su cabeza para hacer el signo de aplastar piojos, imaginó un cuento del que se ve todos los días señal y expresa imagen en la testarudez de las mujeres. Testarudez hermana de la constancia, a lo menos en vigor y firmeza.

No hay que juzgar de lo posible y de lo imposible según lo creíble y lo increíble para nuestros sentidos, como en otra parte dije; y es defecto grave, en el cual, sin embargo, casi todos los hombres incurren (y esto no va con Bodin), el oponerse a creer del prójimo lo que ellos no querrían, o no serían capaces de llevar a cabo. Piensa cada cual que la soberana forma de la humana naturaleza reside dentro de él mismo, y que según ella precisa reglamentar a todos los otros: las maneras que con las propias no se relacionan son simuladas o falsas. ¡Bestial estupidez si las hay! ¿Proponen a un hombre alguna calidad de las acciones o facultades de otro? lo primero que de su juicio consulta es su propio ejemplo, y conforme a él debe andar el orden del mundo. ¡Borricada perjudicial e insoportable! Por lo que a mi toca, considero a algunos hombres muy por cima de mi medida, principalmente entre los antiguos; y aun cuando reconozca claramente mi impotencia para seguirlos ni a mil pasos, mi vista no deja de contemplarlos ni de juzgar los resortes que así los elevan, de los cuales advierto en mí la semilla en cierto modo: hago lo propio con la extrema bajeza de los espíritus, que no me espanta, y en la cual tampoco dejo de creer. Penetre bien la fortaleza que para remontarse emplean, admiro su grandeza y sus ímpetus, que encuentro hermosísimos, abrazándolos. Si mis ánimos no llegan a tan encumbradas cimas, mis fuerzas se aplican a ellas gustosísimas.

El otro ejemplo que Bodin alega entre las cosas increíbles y enteramente fabulosas, dichas por Plutarco, es lo de «que Agesilao fuera multado por los eforos por haber sabido ganar el corazón y la voluntad de sus conciudadanos». No me explico la marca de falsía que en ello encuentra, mas lo que si diré es que Plutarco en este punto habla de cosas que debían serle mucho mejor conocidas que a nosotros; y no era en Grecia cosa nueva el ver a algunos castigados y desterrados por el delito de agradar de sobra a sus paisanos, como lo prueban el ostracismo y el petalismo.

Hay aún otra acusación en el mismo pasaje que me sienta mal por Plutarco: donde Bodin escribe que aquel acomodó, de buena fe, los romanos con los romanos y los griegos entre sí, pero no los griegos con los romanos; pruébanlo, dice, Demóstenes y Cicerón, Catón y Aristides, Sila y Lisandro, Marcelo y Pelópidas, Pompeyo y Agesilao, considerando que favoreció a los griegos procurándoles compañeros tan desemejantes. Este cargo va contra lo que Plutarco tiene de más excelente y laudable, pues en sus comparaciones (que constituyen la parte más admirable de sus obras, en la cual, a mi ver, tanto a sí mismo se plugo), la fidelidad y sinceridad de sus juicios igualan su profundidad y su peso: Plutarco es un filósofo que nos enseña la virtud. Veamos si nos es dable libertarle de ese reproche de prevaricación y falsía. Lo que se me antoja haber motivado tal juicio, es el brillo resplandeciente y grande de los nombres romanos que nuestra cabeza alberga; no admitimos que Demóstenes pueda igualar la gloria de un cónsul, procónsul y pretor de esa gran república; mas quien considere la verdad de la cosa y los hombres por sí mismos (a lo cual Plutarco enderezó sus miras), y quien logre equilibrar las costumbres de unos y otros, la naturaleza y la capacidad de su fortuna, creerá conmigo, al revés de Bodin, que Cicerón y Catón el antiguo son deudores a sus compañeros. Para sustentar el designio de nuestro escritor hubiera yo más bien elegido el ejemplo de Catón el joven puesto al lado del Foción, pues en esta pareja podía encontrarse más verosímil disparidad en provecho del romano. En cuanto a Marcelo, Sila y Pompeyo, bien se me alcanza que sus expediciones militares son de mayor relieve, más gloriosas y más pomposas que las de los griegos que Plutarco colocó frente a ellos; pero las acciones más hermosas y virtuosas, así en la guerra como en la paz, no son siempre las más sonadas. Con frecuencia veo muchos nombres de capitanes ahogados bajo el esplendor de otros cuyos merecimientos son más chicos: así lo acreditan Labiano, Ventidio, Telesino y algunos más. Tratándose de censurar a Plutarco por este lado, si tuviera que quejarme por los griegos, ¿no podría decir que mucho menos es Camilo comparable a Temístocles, los Gracos a Agis y Cleomenes y Numa a Licurgo? Pero es locura el pretender juzgar de las cosas que tan distintos aspectos muestran.

Cuando Plutarco los compara, no por ello los iguala: ¿quién podría advertir sus diferencias con competencia y conciencia mayores? ¿Quiero parangonar, por ejemplo, las victorias, los hechos de armas, el poderío de los ejércitos conducidos por Pompeyo, y sus triunfos, con los de Agesilao? «Yo no creo, dice, que el mismo Jenofonte, si hubiera vivido, a pesar de haberle dejado escribir cual cuanto quiso en ventaja de Agesilao, osara establecer una comparación.» ¿Coloca a Lisandro frente a Sila? «No hay comparación posible, escribe, ni en número de victorias, ni en arriesgadas batallas, pues Lisandro ganó tan sólo dos combates navales.» No es esto aminorar a los romanos. Por haberlos simplemente presentado ante los griegos, ninguna injuria pudo haberlos inferido, cualquiera que sea la disparidad que pueda haber entre unos y otros. Plutarco no los contrapesa por entero; en conjunto, en él no se descubre ninguna preferencia; compara las partes y circunstancias unas tras otras y las juzga separadamente. Por donde, si acusarle quisiera de favoritismo, sería preciso analizar algún juicio particular, o decir en general que incurrió en tal falta no comparando tal griego con tal romano, en atención a que había otros más apropiados para aparejarlos y cuyas vidas mejor se relacionaban.



La historia de Espurina

No juzga la filosofía haber empleado las armas de que dispone cuando conduce a la razón el soberano gobierno de nuestra alma y cuando alcanza la autoridad de sujetar nuestros apetitos, entre los cuales, los que creen que no los hay más violentos que aquellos que el amor engendra, tienen en su abono que son los que dependen a la vez del cuerpo y del espíritu, y que todo el hombre es por ellos poseído, de tal suerte que la salud misma depende del alivio, así es que a veces la medicina se ve obligada a prestarles sus buenos oficios. Pero en cambio podría también decirse que la unión de los cuerpos va acompañada de descanso y flojedad, pues estos deseos están sujetos a hartura y son susceptibles de remedios materiales.

Habiendo querido algunos libertar su alma de las alarmas continuas que su apetito les procuraba, se sirvieron de incisiones y cortaduras de las partes conmovidas y alteradas; otros abatieron por completo la fuerza y el ardor con la frecuente aplicación de cosas frías, como la nieve y el vinagre: los cilicios que nuestros abuelos usaban destinábanse a este uso. Eran un tejido de crines de caballo con el cual unos hacían camisas, y cintos otros, a fin de torturar sus riñones. Un príncipe me contaba no ha mucho que durante su juventud, en un día de fiesta solemne que se celebraba en la corte del rey Francisco I, donde todo el mundo iba vestido de punta en blanco, le entraron ganas de ponerse el cilicio que tenía en su casa y que su padre ya había usado, pero por mucha devoción que tuvo no le fue posible desplegar la paciencia de aguardar a la noche para despojarse de él, permaneciendo luego enfermo de resultas durante mucho tiempo. Decíame además dicho príncipe que no pensaba que hubiera calor juvenil tan fuerte que amortiguar no pudiera la práctica de esta receta. Quizás él no lo experimentaba de los más ardientes, pues la experiencia nos acredita que tal emoción se mantiene viva muchas veces bajo los tormentos más rudos y que más laceran la materia, y los cilicios no encaminan siempre, a la penitencia a los que los llevan.

Jenócrates procedió con más rigor que mi príncipe, pues sus discípulos, para poner a prueba su continencia, metieron en su cama a Laís, aquella hermosa y célebre cortesana, del todo desnuda, salvo de las armas de su belleza, filtros y encantos locos. Sintiendo Jenócrates que a pesar de sus razonamientos y de sus preceptos el cuerpo rebelde comenzaba a insubordinarse se abrasó los miembros que habían prestado oído a la rebelión. Las pasiones que tienen su asiento cabal en el alma, como la ambición, la avaricia y otras, atarean mucho más la razón, pues ésta no puede ser auxiliada sino por sus recursos propios, ni tampoco estos apetitos son capaces de saciedad; a veces se aumentan y aguzan al experimentarlos.

El solo ejemplo de Julio César puede bastar a mostrarnos la disparidad de esos anhelos, pues nunca se vio hombre más amante de los placeres del amor. El meticuloso cuidado que de su persona mostraba lo testimonia, hasta el extremo de servirse para él de los medios más lascivos que en su época se emplearan, como el hacerse arrancar el pelo de todo el cuerpo con pinzas y el adobarse con perfumes de una delicadeza extrema. Era de suyo hombre hermoso; blanco, de elevada y grata estatura, lleno el semblante y los ojos obscuros y vivos, si otorgamos crédito a Suetonio, pues las estatuas que de él se ven en Roma no concuerdan del todo con ese retrato. A más de sus mujeres, que cambió cuatro veces, y sin contar los amores de su infancia con Nicomedes, rey de Bitinia, disfrutó la doncellez de aquella tan renombrada reina de Egipto, Cleopatra, como lo testifica el pequeño Cesarión fruto de estos amores: enamoró también a Eunoe, reina de Mauritania, y en Roma a Postumia, mujer de Servio Sulpicio; a Lollia, de Gabino; a Tertulla, de Craso, y también a Mutia, esposa del gran Pompeyo, lo cual, según los historiadores romanos, fue la causa de que él la repudiara, cosa que Plutarco confiesa haber ignorado; y los dos Curianos, el padre y el hijo, echaron en cara luego a Pompeyo, cuando se casó con la hija de César, el hacerse yerno de un hombre que lo había hecho cornudo, y a quien él mismo acostumbraba a llamar Egisto. Además mantuvo relaciones con Servilia, hermana de Catón y madre de Marco Bruto, de donde todos infieren aquella gran afección que profesaba a Bruto por haber nacido en el tiempo y sazón en que verosímilmente pudo haberle engendrado. Paréceme, pues, que la razón me asiste al considerarle como hombre extremadamente lanzado en el desenfreno y de complexión amorosísima[1022]; pero la otra pasión de la ambición, en él no menos abrasadora, llegó a combatir la del amor, haciéndola perder lugar repentinamente.

Esta particularidad me recuerda a Mahomet, el que subyugó a Constantinopla, acarreando la final exterminación del nombre griego; ningún caso conozco en que esas dos pasiones se encontraran con equidad mayor equilibradas. Fue an infatigable rufián como soldado incansable; mas cuando en su vida se empujan y concurren una y otra cualidad, el ardor guerrero avasalla siempre al amoroso, y éste, bien que fuera de su natural sazón, no ganó de nuevo plenamente la autoridad suprema sino cuando el soberano tocó a la vejez caduca, incapacitado ya de soportar el peso de las guerras.

Lo que se cuenta como un ejemplo contrario de Ladislao, rey de Nápoles, es digno de memoria. Siendo buen capitán, valeroso y ambicioso, era el fin de sus empresas la ejecución de sus deseos voluptuosos y el goce de alguna singular belleza. Su muerte aconteció del propio modo. Había reducido, cercándola, la villa de Florencia a estrechez tanta, que sus habitantes iban ya a procurarle una lucida victoria; pero abandonó el resultado de sus hazañas con la sola condición de que le entregaran a una joven de la ciudad, de la cual había oído hablar por su belleza peregrina, siendo forzoso concedérsela, para libertarse de la pública miseria con una privada injuria. Era la joven hija de un médico famoso en aquel tiempo, el cual, viéndose comprometido en una necesidad tan repugnante, se resolvió a ejecutar una empresa memorable. Adornaba como todos a su hija, colocándole joyas y ornatos que pudieran hacerla grata al nuevo amante, y entre otras cosas puso en su ajuar un pañuelo, exquisito en aroma y labor, del cual la doncella había de servirse en las primeras aproximaciones del sitiador: nunca olvidan las damas ese utensilio en circunstancias semejantes. Este pañuelo estaba envenenado conforme a las prescripciones del arte médico, de tal suerte que al frotarlo con las carnes emocionadas y los abiertos poros les comunicó su tóxico, cambiando repentinamente el sudor ardoroso en sudor helado, y haciendo expirar juntos a la doncella en los brazos del amador.

Y vuelvo a Julio César. Nunca sus placeres le quitaron un solo minuto ni le desviaron un paso de las ocasiones que para su engrandecimiento se le presentaban: esta pasión avasalló en él tan soberanamente todas las demás y poseyó su alma con autoridad tan plena, que le llevó donde quiso. En verdad me desespero al considerar la grandeza de un tal personaje y los maravillosos dones que en él residían: tanta capacidad en toda suerte de saber, que apenas hay ciencia sobre la cual no haya escrito: era tan orador que muchos prefirieron su elocuencia a la de Cicerón; y aun él mismo, a mi ver, no juzgaba deberle gran cosa en este respecto. Sus dos Anticatones fueron principalmente compuestos para contrapesar el bien decir que aquél empleara en su Catón. Por otra parte, ¿hubo nunca un alma tan vigilante, tan activa ni tan paciente en la labor como la suya? Y evidentemente estaba además embellecida con algunas semillas de virtud, de las vivas y naturales, en modo alguno simuladas: era singularmente sobrio y tan poco delicado en su comer que, un día (así lo refiere Opio) habiéndole presentado en la mesa para condimento de alguna salsa aceite medicinado en lugar de aceite común, comió de ella abundantemente sólo por complacer a su huésped. En otra ocasión mandó que azotaran a su panadero por haberle servido pan diferente del ordinario. Catón mismo acostumbraba a decir de él que era el primer hombre sobrio que se hubiese encaminado a la ruina de su país; y bien que el mismo Catón le llamara una vez borracho, la cosa aconteció de este modo: hallándose ambos en el Senado, donde se hablaba de la conjuración de Catilina, en la cual suponían a César metido, entregáronle una carta a escondidas; suponiendo Catón que el papel era un aviso de los conjurados, le obligó a que se lo mostrara, lo cual hizo César para evitar una mayor sospecha. Quiso el acaso que fuera una carta amorosa que, Servilia, hermana de Catón, le escribía, y habiéndola leído se la tiró diciéndole: «¡Toma, borracho!» Este apelativo fue mejor una palabra de menosprecio sugerida por la cólera, que la censura de ese vicio, de la propia suerte que a veces injuriamos a los que nos contrarían con las primeras expresiones que se nos ocurren, aunque en modo alguno las merezcan aquellos a quienes se las aplicamos; además el vicio que Catón le echaba en cara se avecina maravillosamente con el en que a César sorprendiera, pues Venus y Baco concuerdan de todo en todo, a lo que el proverbio asegura. Venus en mí es mucho más regocijada cuando la sobriedad la acompaña.

Los ejemplos de su dulzura y su elocuencia para con los que le ofendieron son infinitos (no hablo de los que mostró cuando la guerra civil se desarrollaba, de los cuales, él mismo lo sienta en sus escritos, se sirvió para halagar a sus enemigos y para hacerlos sentir menos su futura dominación y su victoria). Mas precisa decir, sin embargo, que si esa clemencia no basta para darnos testimonio de su bondad ingenua, nos hacen patente al menos una maravillosa confianza y una grandeza de ánimo relevante en este personaje. Sucediole a veces devolver ejércitos enteros a su enemigo después de haberlos derrotado, sin dignarse siquiera obligarlos por juramento si no a favorecer al menos a contenerse, sin que le hicieran la guerra. En tres o cuatro ocasiones hizo prisioneros a ciertos capitanes de Pompeyo, y otras tantas los puso en libertad. Consideraba éste como enemigos a cuantos en la guerra dejaban de seguirle; César hizo proclamar que por amigos tenía a los que no se movían ni se armaban contra él. A aquellos de entre sus capitanes que le abandonaban para militar en otras filas, no por eso dejaba de entregarles armas, caballos y bagajes. A las ciudades que por la fuerza se le rindieron, otorgábales la libertad de seguir el partido que querían, sin dejarles más guarnición que la memoria de su dulzura y su clemencia. El día de la gran batalla de Farsalia, prohibió que se pusiera mano sobre los romanos, como no fuera en un caso extremo. A mi entender, son todos éstos rasgos bien peligrosos, y no es maravilla si en las guerras civiles que soportamos los que combaten, como él, contra el estado antiguo de su país dejen de imitar su ejemplo; son los de César medios extraordinarios, pertinentes sólo a su fortuna, y a su admirable previsión incumbe sólo dichosamente conducirlos. Cuando considero de su alma la grandeza incomparable, excuso a la victoria el que jamás le abandonara, ni siquiera en esta última injustísima y muy inicua causa.

Volviendo a su clemencia, diré que nos quedan de ella muchos ejemplos ingenuos de la época de su dominación, cuando de su mano dependían todas las cosas y no tenía para qué simularla. Cayo Memmio había compuesto contra él vigorosísimas oraciones, a las cuales César había duramente contestado, y no por ello dejó de contribuir a hacerle cónsul. Cayo Calvo, que le había lanzado algunos epigramas injuriosos, como intentara servirse de sus amigos para reconciliarse, César tomó la iniciativa y fue el primero en escribirle; y como nuestro buen Catulo que tan duramente le zurrara disfrazándole con el nombre de Mamurra, se le excusara un día de su proceder, le sentó al instante a su mesa. Como fuera advertido de que algunos hablaban mal de su persona, limitose a declarar, en una arenga pública, que de ello estaba advertido. Mayor odio que temor le inspiraban sus enemigos: habiendo sido descubiertas algunas cábalas y conjuraciones contra su vida, contentose con hacer público por edicto que le eran conocidas, sin intentar ningún género de persecución contra los conspiradores. Por lo que toca al amor que a sus amigos profesaba, bastará decir que viajando con él un día Cavo Opio y sintiéndose de pronto enfermo, le cedió el único alojamiento de que disponía, permaneciendo acostado toda la noche al raso. Manifiéstanse sus principios de justicia considerando que hizo morir a un servidor a quien profesaba singular cariño, por haber dormido con la mujer de un caballero romano, aun cuando nadie del hecho se hubiera percatado. Ningún hombre mostró tanta moderación en la victoria, ni fortaleza mayor en la fortuna adversa.

Per todas estas hermosas inclinaciones fueron ahogadas y adulteradas por esa furiosa pasión ambiciosa, merced a la cual se dejó arrastrar con impetuosidad tanta, que puede asegurarse que ella sola llevaba el limón y las riendas de sus acciones todas: convirtió a un hombre liberal en ladrón público, para proveer a sus profusiones y larguezas, haciéndole proferir aquellas palabras, feas e injustísimas, de que si los más perversos y perdidos de entre todos los hombres que en el mundo fueran hubiesen sido fieles al servicio de su engrandecimiento, los estimaría, contribuyendo con su poder a su medro, lo mismo que si de hombres de bien se tratara: procurole la ambición una vanidad tan sin límites, que en presencia de sus conciudadanos se alababa de «haber trocado la gran república romana en nombre sin forma ni cuerpo»; hízole decir además «que en lo sucesivo sus respuestas debían servir de leyes»; recibir sin moverse de su sitial a lo mejor del Senado, que había ido a verle, y soportar, en fin, que la adoraran consintiendo que en su presencia le tributasen honores divinos. En suma, ese solo vicio, a mi entender, perdió en él al más hermoso y rico natural que jamás se viera, convirtiendo en abominable su memoria para todas las gentes de bien, por haber querido sacar el lauro de la ruina de su país y de la destrucción del más poderoso y floreciente Estado que el mundo jamás haya visto. Podrían, por el contrario, encontrarse algunos ejemplos de personales relevantes a quienes la voluptuosidad hizo olvidar el manejo de sus negocios, como Marco Antonio y algunos más, pero tratándose de hombres en quienes el amor y la ambición permanecieran tan en el fiel de la balanza, en que ambas pasiones se entrechocaran con fuerza tan igual, no duda que César ganara el premio de la maestría.

Y volviendo a mi camino, diré que es meritorio el que podamos sujetar nuestros apetitos, ayudados por el discurso de la razón, o forzar nuestros órganos por la violencia a que se mantengan en su deber estricto; mas el azotarnos a causa del interés del vecino; el procurar no solamente libertarnos de esa dulce pasión que nos cosquillea por el placer que sentimos al experimentar que a los demás somos gratos, de los demás queridos y buscados, y hasta el odiar y malhumorarnos por nuestras gracias que de ello son la causa, condenando nuestra belleza porque sobre otro ejerce influjo, apenas he visto ningún ejemplo. Uno es el de Espurina, mancebo de la Toscana,


Qualis gemma micat, fulvum quae dividit aurum,

aut collo decus, aut capiti; vel quale per artem.

Inclusum buxo, aut Oricia terebintho

lucet ebur[1023],


el cual, hallándose dotado de singular hermosura, tan excesiva que ni aun los más serenos ojos podían resistir la mirada de los suyos, no solamente dejó de contentarse con no acudir al socorro de fiebre y fuego tan intensos que atizando iba por todas partes, sino que entró en furioso despecho contra sí mismo y contra aquellos ricos presentes que la naturaleza le había hecho, cual si de la ajena culpa fueran responsables, y cortó y desfiguró a fuerza de heridas y cicatrices la perfecta proporción y simetría que la naturaleza había tan raramente observado en su semblante.

Para anotar mi sentir sobre estas acciones, diré que las admiro más que las honro: esos excesos enemigos son de mis preceptos. El designio de Espurina fue hermoso y por la conciencia dictado, mas a mi ver un poco falto de prudencia. ¿Qué pensar si su fealdad sirvió luego a lanzar a otros al pecado de menosprecio y de odio, o al de la envidia, merced a una rara recomendación, o al de la calumnia, creyendo que ese humor obedeció a una ambición avasalladora? ¿hay alguna cosa, de la cual el vicio no alcance, si así lo quiere, ocasión para ejercerse en algún modo? Fuera más justo, y también más gloriosa, el haber hecho de aquellos divinos dones un motivo de virtud ordenada y ejemplar.

Los que se apartan de los comunes deberes y del infinito número de reglas espinosas, circundadas de interpretaciones tantas, como ligan a un hombre de cabal hombría de bien en la vida civil, hacen a mi ver un bonito ahorro, sea cual fuere la rudeza peculiar que desplieguen: es esto en algún modo morir por escapar al trabajo de bien vivir. Pueden los tales tener otro premio, mas el de la lucha nunca pensé que lo gozaran; ni tampoco creo que en punto a contrariedad haya nada por cima del mantenerse firme en medio del oleaje tumultuoso del mundo, ejerciendo lealmente y satisfaciendo a todos los deberes de su cargo. Acaso sea más fácil privarse radicalmente de todo sexo que mantenerse dentro del estricto deber en compañía de una esposa; y más descuidadamente puede vivirse en medio de la pobreza que sumergido en la abundancia justamente dispensada: el uso lleva, según razón, a mayor rudeza que la abstinencia; la moderación es virtud más atareada que la privación. En el bien vivir de Escipión, el joven, hállanse mil maneras distintas; el buen vivir de Diógenes no comprende más que una: éste excede tanto en simplicidad las vidas ordinarias, como las exquisitas y cumplidas le sobrepujan en utilidad y en fuerza.



Observaciones sobre los medios de hacer la guerra de Julio César

Cuéntase que algunos guerreros tuvieron determinados libros en particular predicamento: Alejandro Magno, Homero; Escipión Africano, Jenofonte; Marco Bruto, Polibio, y Carlos V Felipe de Comines; de la época actual se dice que Maquiavelo goza todavía de autoridad en algunos lugares; pero el difunto mariscal de Strozzi, que eligió a César como consejero, mostró mucho mejor acierto, pues a la verdad éste debería ser el breviario de todo militar, como patrón único y soberano en el arte de la guerra. Y Dios sabe, además, con cuántas gracias y bellezas rellenó un asunto de suyo tan rico, y la manera de decir tan pura, tan delicada y tan perfecta, que para mi gusto no hay escritos en el mundo que con los suyos puedan compararse en este respecto.

Como en cierta ocasión su ejército anduviera algo amedrentado porque entre los soldados corría el rumor de las grandes fuerzas que llevaba contra él el rey Juba en lugar de echar por tierra tal idea aminorando los recursos del adversario, hizo que todos se congregasen para tranquilizarlos e infundirles ánimo, siguiendo la senda contraria a lo que nosotros acostumbramos. Díjoles que no se apenaran por conocer las fuerzas que el enemigo formaban, y que de ellas tenía ciertos indicios, tomando de ello pie para abultar con mucho la verdad y la fama que corrían entre sus soldados, según aconseja Cipo en Jenofonte, en atención a que el engaño no es tan perjudicial al encontrar efectivamente los adversarios más débiles de lo que se había esperado, que al reconocerlos en realidad muy resistentes después de haberlos prejuzgado débiles.

Acostumbraba sobre todo a sus soldados a obedecer sencillamente, sin que se mezclaran a fiscalizar o a hablar de los designios que a los jefes animaban; éstos recibían las órdenes sólo en el punto y hora de la ejecución, y experimentaba placer, cuando habían descubierto alguna cosa, cambiando al instante de mira para engañarlos. A veces, para este efecto, habiendo determinado detenerse en algún lugar, pasaba adelante y dilataba la jornada, principalmente si el tiempo era malo o lluvioso.

En los comienzos de la guerra de las Galias enviáronle los suizos un aviso para facilitarle pasaje al través de la tierra romana, aun cuando realmente hubieran deliberado oponerle resistencia. César, sin embargo, mostró buen semblante ante la nueva, escogiendo algunos días de plazo para comunicar su respuesta, empleándolos en organizar su ejército. No sabían aquellas pobres gentes lo bien que aprovechaba el tiempo, pues muchas veces repitió que la más soberana prenda que a un capitán puede adornar es la ciencia de servirse de las ocasiones con la mayor diligencia, la cual es en sus empresas todas increíble y sorprendente.

Si en lo de ganar ventaja previa sobre su enemigo no era muy meticuloso, so color de tener pactado un acuerdo, éralo tan poco en lo de no exigir de sus soldados virtud distinta a la del valor; y apenas castigaba otras culpas que la desobediencia y la indisciplina. A veces, después de sus victorias, consentíales una libertad licenciosa, dispensándolos durante algún tiempo de las reglas de la disciplina militar. Hay que añadir que sus soldalos eran tan irreprochables, que estando algunos acicalados y perfumados no por ello dejaban de lanzarse al combate furiosamente. Gustaba en verdad de verlos ricamente ataviados, haciendo que llevaran arneses cincelados, dorados y plateados, a fin de que el cuidado de la conservación de sus armas los hiciera más terribles en la defensa. Al arengarlos los llamaba compañeros, como nosotros actualmente: Augusto, su sucesor modificó esta costumbre considerando que César la adoptó por las exigencias de sus empresas y para agradar a los que sólo por voluntad propia lo seguían:


Rheni mihi Caesar in undis

dux erat: hic socius; facinus quos inquinat, aequat[1024];


creyó aquel que semejante nombramiento rebajaba demasiado la dignidad de un emperador y general de ejército, y los llamó simplemente soldados.

Con tan grande cortesía mezclaba César, sin embargo, una severidad no menor en las represiones; habiéndosele insubordinado la novena legión cerca de Plasencia, la deshizo ignominiosamente, aun cuando Pompeyo se mantuviera contra él en pie do guerra, y no la otorgó su gracia sino después de algunas súplicas. Apaciguaba a sus gentes más bien con la autoridad y con la audacia que echando mano de la dulzura.

En el lugar en que habla del paso del Rin, para dirigirse a Alemania, dice que consideraba indigno del honor del pueblo romano que el ejército atravesara el río en un barco, o hizo construir un puente a fin de cruzarlo a pie enjuto. Allí edificó uno admirable, del cual explica detalladamente la fábrica, pues de entre todos sus hechos en ningún punto se detiene de mejor gana que en el representarnos la sutileza de sus invenciones en tal suerte de obras de ingeniería.

He advertido también que concede grande importancia a las exhortaciones que dirige a sus soldados antes del combate, pues cuando quiere mostrar que fue sorprendido o se vio en grave aprieto, alega que ni siquiera tuvo lugar suficiente para arengar a su ejército. Antes de aquella renombrada batalla contra los de Tournay, «César, dice, luego que hubo bien dispuesto todo lo demás, corrió inmediatamente donde la fortuna le llevó para exhortar a sus gentes, y como tropezara con las tropas de la décima legión no tuvo espacio para decirlas sino que recordaran su virtud acostumbrada, que no se atemorizaran e hicieran frente vigorosamente al empuje de sus adversarios; y como el enemigo estaba ya cercano, hizo signo de que la batalla comenzara. De allí pasó al instante a otros lugares para infundir alientos a otras tropas, teniendo ocasión de ver que ya habían venido a las manos.» Así se expresa en el pasaje relativo a esa batalla. A la verdad su lengua le prestó en muchas ocasiones servicios relevantes. En su tiempo mismo su elocuencia militar gozaba de tan gran predicamento que muchos hombres de su ejército recogían de sus labios sus arengas, y por este medio llegaron a reunirse volúmenes que duraron largo tiempo después de su muerte. En su hablar había características delicadezas, de tal suerte que sus familiares, Augusto entre otros, oyendo recitar las oraciones recogidas de sus labios, echaban de ver hasta en las frases y palabras lo que su mente no había producido.

La primera vez no salió de Roma para ejercer un cargo público tocó en ocho días las aguas del Ródano, llevando en el vehículo, junto a él, uno o dos secretarios que escribían sin cesar; detrás iba el portador de su espada. Y en verdad puede decirse que aun cuando no hiciera sino recorrer sus itinerarios, apenas puede concebirse la prontitud con la cual, siempre victorioso, abandonando la Galia y siguiendo a Pompeyo a Brindis, subyugó la Italia en diez y ocho días; de Brindis volvió a Roma; de Roma al centro de España, donde venció dificultades peliagudas en la guerra contra Afranio y Petreyo como asimismo en el dilatado cerco de Marsella. Dirigiose de esta ciudad a Macedonia; derrotó al ejército romano en Farsalia; pasó de este punto, persiguiendo a Pompeyo, a Egipto, subyugándole; de Egipto se encaminó a Siria y a las regiones del Ponto, donde combatió a Farnaces, luego al África, deshaciendo a Escipión y a Juba; y retrocediendo nuevamente por Italia a España, derrotó allí a los hijos de Pompeyo:


Ocyor et caeli flammis, et tigride foeta.[1025]


Ac veluti montis saxum de vertice praeceps

quum ruit avulsum vento, seu turbidus imber

proluit, aut annis solvit sublapsa vetustas,

fertur in abruptum magno mons improbus actu,

exsultalque solo, silvas, armenta,virosque

involvens secum.[1026]


Hablando del sitio de Avarico cuenta que era su costumbre mantenerse noche y día junto a los obreros, a quienes había encomendado algún trabajo. En todas las empresas de consecuencia él era quien primero las preparaba; nunca pasó su ejército por lugar que no hubiera previamente reconocido, y cuando concibió la empresa de pasar a Inglaterra fue el primero en practicar el sondeo, si otorgamos crédito a Suetonio.

Acostumbraba decir que prefería mejor las victorias que se gobernaban por persuasión a las que la fuerza sola contribuía; y en la guerra contra Petreyo y Afranio, como la fortuna le mostrara una evidente ocasión ventajosa, la rechazó, dice, por aguardar con un poco más de tiempo y menos riesgo el acabar con sus enemigos. En esta lucha tuvo un maravilloso rasgo al ordenar a todo su ejército que pasara el río a nado, sin que hubiese necesidad de ello:


Rapuitque ruens in proelia miles,

quod fugiens timuisset, iter: mox uda receptis

membra fovent armis, gelidosque a gurgite, cursu

restituunt artus.[1027]


Júzgole en sus empresas un poco más moderado y juicioso que a Alejandro, el cual parece buscar y lanzarse a los peligros a viva fuerza como impetuoso torrente que choca y se precipita sin discreción ni tino contra todo cuanto a su paso encuentra;


Sic tauriformis volvitur Aufidus,

qui regna Dauni perfluit Appuli,

dum saevit, horrendamque cultis

diluviem meditatur agris[1028];


verdad es que éste luchaba en la flor y calor primeros de su edad; mientras que César empuñó las armas ya maduro y adelantado en años. Además, Alejandro era de un temperamento más sanguíneo, colérico y ardiente, y enardecía su naturaleza, con el vino, del cual César siempre se mostró abstinentísimo.

Mas allí donde, las ocasiones se presentaban, cuando las circunstancias lo requerían, nunca hubo hombre que expusiera su vida de mejor grado. Paréceme leer en algunas de sus expediciones cierta resolución de buscar la muerte a fin de huir la deshonra de ser vencido. En aquella gran batalla que libró contra los de Tournay, corrió para salir al encuentro de sus enemigos, sin escudo, tal y como se encontraba, al ver que la cabeza de su ejército se descomponía, lo cual le aconteció algunas otras veces. Oyendo decir que sus gentes se encontraban sitiadas, pasó disfrazado al través de las tropas enemigas para fortificar a los suyos con su presencia. Como atravesara Durazzo con muy escasas fuerzas, y viera que el resto de su ejército, cuya conducción había encomendado a Antonio, tardara en seguirle decidió él solo pasar de nuevo la mar durante una fuerte tormenta, y desapareció para volver a encargarse del resto de sus fuerzas, porque de los puertos más lejanos y de todo el mar se había Pompeyo enseñoreado. En punto a sus expediciones ejecutadas a mano armada, algunas hay cuyo riesgo sobrepuja todo discurso de razón militar, pues con debilísimos medios acertó a subyugar el Egipto, yendo luego a atacar las fuerzas de Escipión y Juba, diez veces mayores que las suyas propias. Tuvieron los hombres como él no sé que sobrehumana confianza en su fortuna, y César decía que era preciso ejecutar, y, no deliberar, las empresas elevadas. Después de la batalla de Farsalia, como hubiese enviado sus tropas al Asia precediéndole, pasando con un solo navío el estrecho del Helesponto, encontró en el mar a Lucio Casio con diez grandes buques de guerra, y tuvo valor no solamente para esperarle, sino para ir derecho a él, invitándole a rendirse y realizando su voluntad.

Cuando inició el famoso cerco de Alesia, contaba la plaza ochenta mil defensores; la Galia toda se alzó en su perseguimiento para hacerle levantar el sitio, formando un ejército de ciento nueve mil caballos y doscientos cuarenta mil infantes; ¿qué arrojo y qué loca confianza no precisaban para mantenerse firme en su propósito, resolviéndose a afrontar reunidas dos tan grandes dificultades? A las que sin embargo hizo frente; y después de ganar aquella gran batalla contra los de fuera, dispuso como quiso de los que tenía encerrados. Otro tanto aconteció a Luculo en el sitio de Tigranocerta peleando contra el rey Tigranes, mas en condiciones desemejantes, a causa de la blandura de los enemigos con quienes se las hubo.

Quiero notar aquí dos acontecimientos peregrinos y extraordinarios relativos al cerco de Alesia: uno es que, habiéndose reunido los galos para dirigirse allí al encuentro de César, luego que hubieron contado todas sus fuerzas resolvieron separar una buena parte de tan gran multitud, temiendo que esta los lanzara en confusión. Nuevo es este ejemplo de inspirar temor el ser muchos, pero si bien se mira no es inverosímil que el cuerpo de un ejército deba componerse de un guarismo moderado y sometido a ciertos límites, ya por la dificultad de alimentarlo, ya por la de conducirlo ordenadamente. A lo menos sería fácil demostrar que aquellos ejércitos de los antiguos, monstruosos en número, apenas hicieron nada que valiera la pena. Al decir de Ciro en Jenofonte, no es el número de hombres, sino el número de buenos hombres lo que constituye la superioridad de las tropas; todo lo demás sirve mejor de trastorno que de socorro. Bayaceto se apoyó principalmente para resolverse a librar batalla a Tamerlán, contra el parecer de todos sus capitanes, en que el infinito número de hombres de su enemigo le procuraba cierta esperanza de confusión. Scanderberg, juez excelente y expertísimo en estas cosas, acostumbraba decir que a un guerrero suficientemente capaz deben bastarle diez o doce mil combatientes para guarecer su reputación en toda suerte de lides militares. El otro punto, contrario al parecer al empleo y razón de la guerra, es que Vercingetorix, que mandaba como general en jefe todas las regiones de las Galias sublevadas contra César, tomó la determinación de encerrarse en Alesia; quien manda todo un país no debe estancarse en un sitio determinado, sino en el caso extremo en que de otro lugar no disponga, y nada tenga que esperar sino la defensa del mismo. Si su situación no es ésta, debe mantenerse libre para socorrer en general todos los puntos que su gobierno abarca.

Volviendo a César, diré que el tiempo le trocó en más tardío y reposado, como testimonia su familiar Opio, considerando que no debía exponer fácilmente el honor de tantas victorias con el advenimiento de un solo infortunio. Es lo que dicen los italianos cuando en los jóvenes quieren censurar el arrojo temerario, llamándolos «menesterosos de honor», bisognosi d'onore. Hallándose aún dominados por esa necesidad y hambre grande de reputación, obran bien buscándola a cualquier precio, lo cual no deben hacer los que alcanzaron ya la suficiente. Alguna justa medida puede haber en este deseo de gloria, o sea saciedad de apetito semejante, al igual de todos los otros, y muchas gentes lo entienden así.

Estaba muy lejos de aquella religión de los antiguos romanos, quienes en sus guerras no querían prevalerse sino de la virtud simple e ingenua; pero llevaba a aquéllas mayor suma de conciencia de la que nosotros empleamos en nuestro tiempo, y no aprobaba toda suerte de medios para llegar a la victoria. En la lucha con Ariovisto sobrevino un movimiento entre los dos ejércitos mientras con él parlamentaba, promovido por los jinetes de su adversario ayudado por el tumulto alcanzaba ventaja grande sobre sus enemigos, pero no quiso sacar ningún provecho, temiendo que pudiera echársele en cara el haber procedido de mala fe.

En el combate iba cubierto con ricas vestiduras de color brillante para que fuera advertida su presencia.

Disponía de sus soldados con muy estrecha disciplina, la cual aumentaba con la proximidad del enemigo.

Cuando los primitivos griegos querían acusar a alguien de incapacidad extrema era común entre ellos decir «que no sabía leer ni nadar»: César también creía que la ciencia de nadar era en las guerras utilísima, y de ella alcanzó provecho grande. Cuando había menester despachar con urgencia algún negocio, franqueaba ordinariamente a nado los ríos que en su camino le salían al paso, pues era amigo de viajar a pie, lo mismo que Alejandro el Grande. Como en Egipto se viera obligado para salvar su vida a guarecerse en un barco pequeño, en el cual tanta gente buscó albergue que todos temían ahogarse de un momento a otro, prefirió lanzarse al mar, ganando su flota a nado, la cual estaba unos doscientos pasos más allá, y guardó en su mano izquierda sus tablillas fuera del agua, mientras que con los dientes sujetaba la cota de armas a fin de que el enemigo no se la arrebatara. Realizó esta proeza siendo ya casi viejo.

Ningún guerrero gozó nunca de tanto crédito para con sus soldados. En los comienzos de sus guerras civiles los centuriones le ofrecieron costear de su bolsillo un soldado cada uno, y los de a pie servirle a sus propias expensas (los que se hallaban en situación más holgada), comprometiéndose además al sostén de los más necesitados. El difunto señor almirante de Castillón nos mostró no ha mucho un ejemplo parecido en nuestras guerras civiles, pues los franceses de su séquito proveían con su bolsa al pago de los extranjeros que le acompañaban. Apenas se hallarán ejemplos de afección tan ardiente ni tan presta entre los que caminan a la vieja usanza, bajo la antigua dirección de las leyes. En la guerra contra Aníbal aconteció, sin embargo, que a imitación de la liberalidad del pueblo romano en la ciudad, las gentes de a caballo y los capitanes desecharon sus haberes; y en el campo de Marcelo se llamaba mercenarios a los que los aceptaban. Habiendo llevado la peor parte en Durazzo, sus soldados se presentaron por sí mismos para ser reprendidos y castigados, de suerte que César tuvo más bien que echar mano del consuelo que no de la cólera: una sola cohorte de entre las suyas hizo frente a cuatro legiones de Pompeyo por espacio de cuatro horas consecutivas, hasta que se vio completamente destrozada por las flechas enemigas, encontrándose en la trinchera hasta ciento treinta mil de ellas: un soldado llamado Séneca, que mandaba una de las entradas, se mantuvo invencible teniendo saltado un ojo, un hombro y un muslo atravesados, y su escudo abollado en doscientos treinta sitios diferentes. Sucedió que muchos de sus hombres, cuando caían prisioneros, acogían mejor la muerte que adoptaban otro partido: habiéndose apoderado Escipión de Granio Petronio, luego de dar aquél la muerte a todos los compañeros del segundo, enviole a decir que le perdonaba la vida, como hombre de rango y cuestor que era: Petronio respondió «que los soldados de César tenían por costumbre dar la vida a los demás, y no recibirla», matándose al instante con su propia mano.

Innumerables ejemplos llegaron a nosotros de la fidelidad de sus gentes; no hay que olvidar el rasgo de los que fueron sitiados en Salona, ciudad partidaria de César contra Pompeyo, al cual dio lugar un raro incidente que aconteció. Marco Octavio los había cercado, y hallándose los de la plaza reducidos a la necesidad más extrema en todas las cosas, tanto que para suplir la falta de hombres (la mayor parte habían muerto o estaban heridos), pusieron en libertad a todos los esclavos, y para el manejo de sus máquinas de guerra viéronse obligados a cortar los cabellos de las mujeres para con ellos hacer cuerdas, sin contar con la extraordinaria escasez de víveres, más a pesar de todo estaban resueltos a no rendirse. Octavio, con la prolongación del sitio trocose en más descuidado, prestando menos atención a su empresa; entonces los soldados de César en el promediar de un día luego, de haber colocado a las mujeres y a los niños en las murallas, a fin de que al mal tiempo mostrasen buen semblante, salieron con rabiosa furia para lanzarse contra los sitiadores, y habiendo atravesado el primero, segundo y tercer cuerpo de guardia, y también el cuarto y después los otros, luego de haber hecho abandonar por completo las trincheras lanzaron al enemigo hacia los navíos; el propio Octavio escapó a Durazzo, donde Pompeyo se encontraba. No guardo memoria en este instante de haber visto ningún otro ejemplo parecido, en que los sitiados derrotan por completo a los sitiadores, haciéndose dueños del campo, ni de que una salida haya procurado una tan pura y cabal victoria.



De tres virtuosas mujeres

De esta índole no se encuentran a docenas como todos sabemos, y todavía menos en lo tocante a los deberes matrimoniales. El matrimonio es una aventura llena de circunstancias tan espinosas, que es muy raro que la voluntad de una mujer se mantenga cabal en él durante largo tiempo. Y aun cuando los hombres procedan en esta unión de manera más cumplida que ellas, les es costoso sin embargo conseguirlo. El toque de un buen matrimonio y la verdadera prueba del mismo miran al tiempo que la unión dura, y a si ésta fue constantemente dulce, leal y tranquila. En nuestro tiempo las mujeres guardan más comúnmente el hacer gala de sus buenos oficios, así como de la vehemencia afectiva, para cuando los maridos ya no existen, buscando entonces la manera de dar testimonio de su buena voluntad. ¡Tardío o inoportuno testimonio, con el cual acreditan que no los aman sino muertos! La vida estuvo preñada de querellas y a la muerte siguieron el amor y la cortesía. Del propio modo que los padres esconden la afección que a sus hijos profesan, así las mujeres ocultan de buen grado la suya a sus esposos para el mantenimiento de un respeto lleno de honestidad. No es de mi grado este misterio; inútil es que se arranquen los cabellos y que se arañen, siempre me queda la duda de como pasaron las cosas en vida, y deslizo al oído de la doncella o del secretario: «¿Cómo procedieron antaño?¿De qué condición fue la sociedad que mantuvieron?» Siempre vienen estas palabras a mi memoria: jactancius maerent, quae minus dolent[1029]; su rechinar de dientes es odioso a los vivos e inútil a los muertos. Consentiríamos de buena gana que rieran después con tal de que hubieran reído durante nuestra vida. ¿No es para resucitar de despecho el ver que quien me escupió a la cara cuando me tenía delante venga a cosquillearme los pies cuando ya no existo? Si algún mérito encierra el llorar a los maridos, éste no pertenece sino a las que en vida les rieron; las que deshonraron que se rían luego por fuera y por dentro. Así que, no paréis mientes en esos ojos húmedos, ni en esa voz lastimera. Considerad más bien el porte, el tinte y las mejillas gordas bajo los velos enlutados. Por ahí sólo hablan con elocuencia y claridad, y son contadas aquellas cuya salud no va mejorando, circunstancia que no miente jamás. Ese continente ceremonioso no mira tanto a lo que pasó como a lo que pueda venir; más que pago, es adquisición. Recuerdo que siendo niño vi a una dama honesta y muy hermosa, viuda de un príncipe, la cual vive todavía, que llevaba más adornos de los que las leyes de nuestra viudez consienten. A los que la censuraban contestaba diciendo que no frecuentaba nuevas amistades y que no pensaba en volver a casarse.

Para no ponernos en abierta contradicción con nuestras costumbres hablaré aquí de tres mujeres que emplearon también el efecto de su afección y bondad hacia sus maridos cuando éstos se encontraban próximos a morir. Son, sin embargo, casos algo distintos de lo que vemos, y de una convicción tan palmaria que costaron la vida a quienes los pusieron en práctica.

Tenía Plinio el joven un vecino que se hallaba horriblemente atormentado por algunas úlceras que le habían salido en las partes vergonzosas. La mujer de éste, viéndole en perfecto estado de languidecimiento, rogole que consintiera en que ella examinara con todo detenimiento y de cerca el estado de su mal para luego decirle francamente el desenlace que de la enfermedad podía esperarse. Luego de obtenida licencia de su marido y de haberle curiosamente reconocido, convenciose la mujer de que la curación era imposible, y de que todo cuanto podía esperarse era arrastrar penosamente y por tiempo dilatado una existencia dolorosa y lánguida. En consecuencia, aconsejole como remedio soberano que se diera la muerte; mas como le viera algo reacio para realizar tan dura empresa, díjole: «No creas, ¡oh amigo mío! que los dolores que te veo sufrir no me hacen penar tanto como a ti, y que por librarme quisiera servirme de la medicina que te ordeno; quiero acompañarte en la curación como te acompañé en la enfermedad; aleja ese temor de tu alma, y está seguro de que solo placer hallaremos en el tránsito que debe libertarnos de tantos tormentos; contentos y juntos partiremos.» Dicho esto y reanimando el vigor de su marido resolvió la esposa que se lanzarían al mar por una ventana de la casa, y para llevar hasta el fin la afección vehemente y leal con que en vida lo había amado quiso que muriera entre sus brazos a este fin, no teniendo en ellos seguridad cabal, y temiendo que después de enlazados se soltaran por la caída y el pavor, se hizo ligar estrechísamente con él, abandonando así la vida por el reposo de la de su marido. Esta mujer era de extracción baja, y sabido es que entre tales gentes no es peregrino el tropezar con algún rasgo de singular bondad y fortaleza:


Extrema per illos

justitia excedens terris vestigia fecit.[1030]


Las otras dos de que voy a hablar eran nobles y ricas; entre éstas los ejemplos virtuosos se encuentran difícilmente.

Arria, esposa de Cécina Peto, personaje que ejercía la dignidad consular, fue madre de otra Arria, casada con Trasea Peto, aquel cuya virtud fue tan renombrada en tiempo de Nerón, y por medio de este yerno abuela de Fannia. Necesario es consignar estos detalles, porque la semejanza de los nombres y fortuna de estos personajes hizo a muchos incurrir en error. Como Cécina Peto fuera reducido a prisión por las gentes del emperador Claudio después e la derrota de Escriboniano, cuyo partido había seguido, su esposa suplicó a los que le conducían a Roma que la recibieran en el navío, donde su presencia evitaría el número considerable de personas que había de serles necesario para su servicio, al par que los gastos consiguientes, pues ella se encargaba de servir de camarera y cocinera y a llenar todos los demás oficios. Rechazada su proposición, se lanzó en una barquilla pescadora que alquiló al instante y siguió a su esposo de esta suerte desde Esclavonia a Roma. Llegados a la ciudad, un día, encontrándose el emperador presente, Junia, viuda de Escriboniano, dirigiéndose familiarmente a Arria, como dama que pertenecía al mismo rango, fue rudamente repelida con estas palabras: «¡Hablar yo contigo ni escuchar siquiera, tú en cuyo regazo Escriboniano recibió la muerte y tienes todavía la desfachatez de vivir!» Esta expresión, con algunos otros indicios, hicieron presumir a su familia que Arria trataba de darse la muerte no pudiendo soportar las desdichas de su marido. Entonces Trasea, su yerno, suplicándola que no se perdiera, hablola así: «¡Pues qué! ¿si mi situación fuera un día la misma que la de Cécina anhelaríais que mi esposa, vuestra hija, imitara vuestra conducta?» «¡Ya lo creo que lo anhelaría, si mi hija había vivido tanto tiempo y en tan buena armonía contigo como yo he vivido con mi marido!» Esta respuesta aumentó el cuidado que les inspiraba, e hizo que su vida se vigilara más de cerca. Un día, después de haber dicho a los que la custodiaban: «¡Es inútil que tengáis constantemente los ojos puestos en mí; podéis conseguir que fenezca de más dura muerte de la que seréis capaces de imposibilitar mi fin», lanzándose furiosamente del sitial donde se encontraba, su cabeza chocó con todas sus fuerzas contra la pared vecina; siguió a esta tentativa un largo desvanecimiento, y muchas heridas, y luego que a duras penas la hicieron volver en sí, prefirió estas palabras: «¡Bien os decía que si poníais obstáculos a algún medio fácil de matarme elegiría otro por penoso que fuera!» El desenlace de tan admirable fortaleza femenina tuvo lugar del modo siguiente: careciendo su marido por sí mismo de valor suficiente pasa darse la muerte a que la crueldad del emperador le condenara, un día, entre otros, Arria, después de haber primeramente empleado las razones y exhortaciones adecuadas a su intento, que era el instigar al suicidio a su esposo, cogió el puñal que éste llevaba, y blandiéndolo desnudo, concluyó su exhortación diciendo: «¡Haz así, Peto!» Y en el mismo instante se asestó en el pecho una herida mortal. Luego, arrancándola de sus carnes, presentole el arma a su marido, acabando su vida con esta frase noble, generosa e inmortal: Paete, non dolet. No la quedó espacio sino para proferir esas tres palabras de una tan hermosa trascendencia: ¡Toma, Peto, a mí no me ha hecho ningún daño!


Casta suo gladium quum traderet Arria Praeto,

quem de visceribus traxerat ipsa suis:

si qua fides, vuinos quod feci non dolet, inquit,

sed quod tuo facies, id mihi, Paete, dolet.[1031]


La realidad es mucho más viva y de más rico alcance que como el poeta la interpretó, pues así las heridas del marido como las propia, la muerte del mismo como la suya, nada pesaban a Arria, habiendo sido de ambas cosas consejera y promovedora. Mas luego de realizada la empresa tan alta y valerosa sólo por la ventaja de su esposo, nada más que a él tuvo presente en el último trance de su vida para alejar de su ánimo el temor de seguirle, muriendo también. Peto se clavó el mismo puñal, vergonzoso sin duda de haber necesitado una tan cara y preciosa enseñanza.

Pompeya Paulina, nobilísima y joven dama romana, casó con Séneca cuando éste se encontraba ya en la vejez extrema. Nerón, su lindo discípulo, enviole sus satélites para que le comunicaran la orden de su muerte, la cual era costumbre notificarla del siguiente modo: cuando los emperadores romanos de esta época condenaban a algún hombre de calidad preguntábanle por medio de sus oficiales cuál era el género de muerte que deseaba escoger, y hacíanle saber el plazo que le prescribían con arreglo al temple de su cólera, el cual era corto o largo pero casi siempre disponía la víctima del tiempo necesario para poner en orden sus negocios aun cuando alguna vez le faltara por la brevedad del plazo. Cuando dudaba el condenado en cumplir las imperiales órdenes, enviábanle gentes propias a su ejecución, quienes o le cortaban las venas de los pies y las de los brazos, o le hacían a la fuerza tomar veneno. Las personas de honor no aguardaban este desenlace, y para tales operaciones servíanse de sus propios médicos y cirujanos. Séneca oyó la orden que le comunicaban con apacible y sereno semblante, y pidió que le llevaran papel para hacer su testamento; como le rechazara el capitán este servicio, volviose del lado de sus amigos y les dijo: «Puesto que no puedo dejaros otra cosa en reconocimiento de lo que os debo; os otorgo lo mejor que poseo, o sea la imagen de mis costumbres y de mi vida, las cuales os ruego conservéis en vuestra memoria, a fin de que practicándolas así adquiráis la gloria de sinceros y verdaderos amigos.» Al mismo tiempo el filósofo, ya dulcificaba sus palabras para contrarrestar la amargura del dolor que los veía sufrir; ya las hacia graves para reprenderlos: «¿Dónde se fueron, decía, los hermosos preceptos filosóficos? ¿Qué se hicieron las provisiones que durante tantos años hicimos contra las desventuras de la vida humana? ¿Por ventura era para nosotros cosa nueva la crueldad de Nerón? ¿Qué podíamos esperar de quien matara a su madre y a su hermano, sino que diera también muerte a quien le gobernara, encaminara y educara?» Luego de haber dirigido a todos estas palabras, volviose hacia su mujer, que agobiada por el dolor desfallecía de ánimo y de fuerzas; estrechola entre sus brazos, rogola que soportara con calma su desventura por el amor, que le profesaba, y la dijo además que había llegado la llora de mostrar, no por discursos ni disputas, sino por efectos, el fruto que de sus estudios había sacado, y que creía abrazar la muerte no ya sólo sin dolor, sino con regocijo. «Por lo cual amiga mía, decía Séneca, te ruego que no la empañes con tus lágrimas a fin de que no parezca que tú misma te prefieres a mi buen nombre; apacigua tu dolor; sírvate de consuelo el conocimiento que tuviste de mi vida y de mis acciones, gobernando el resto de la tuya con las honestas ocupaciones a las cuales estás habituada.» A esto Paulina, algo más animada, alentando la magnanimidad de su alma por una afección nobilísima: «No, Séneca, respondió, no puedo privaros de mi compañía en trance semejante; no quiero que penséis que los virtuosos ejemplos de vuestra vida no me hayan todavía enseñado a saber morir bien; ¿y cuándo podría acabar mejor, ni más dignamente, ni mas a mi gusto que con vosotros? Estad, pues, seguro de que nos vamos juntos.» Entonces el filósofo, considerando como buena la deliberación de su mujer, y al mismo tiempo por libertarse del temor de dejarla después de su muerte a la merced de la crueldad de sus enemigos, habló así: «Te había dado consejos que servían a gobernar felizmente tu vida, pero puesto que prefieres mejor el honor de la muerte, en nada te lo envidiaré; que la firmeza y la resolución sean iguales en nuestro común fin, pero que la hermosura y la gloria del mismo sea más grande de tu parte.» Esto dicho, se les cortaron al mismo tiempo las venas de los brazos, pero como, las de Séneca estuvieran oprimidas a causa de sus muchos años, y también por su abstinencia, manaban poco sangre y muy despacio, por lo cual ordenó que le abrieran las de los muslos. Temiendo que el tormento que sufría enterneciera el corazón de su mujer, al par que para libertarse del mismo de la aflicción que le causaba verla en tan lastimoso estado, luego de haberse despedido de ella amantísimamente, rogó que se permitiera que le trasladaran a la habitación vecina, como se hizo. Mas como todas las incisiones que en su cuerpo se habían practicado eran insuficientes para hacerle morir, ordenó a Estacio Anneo, su médico, que le suministrara un brebaje venenoso, que apenas hizo tampoco efecto, pues a causa de la frialdad y debilidad de sus miembros no pudo llegar al corazón; de suerte que preparó además un baño muy caliente, y entonces, sintiendo su fin cercano, mientras le duró el aliento continuó sus excelentísimos razonamientos sobre el estado en que se encontraba, que sus secretarios recogieron mientras les fue dable oír su voz. Las últimas palabras que pronunció permanecieron durante largo tiempo en crédito y honor en los labios de todos (y es bien de lamentar que no hayan llegado a nosotros). Como advirtiera los últimos síntomas de la muerte, tomó agua del baño, ensangrentada como estaba, y la derramó por su cabeza, diciendo: «Consagro esta agua a Júpiter el libertador.» Advertido Nerón de todo lo acontecido, temiendo que la muerte de Paulina, que pertenecía a las damas mejor emparentadas de la nobleza romana, y a quien no profesaba rencor ninguno, se le achacara también, mandó con toda diligencia que se la ligaran las venas como así se hizo, mas sin que ella lo advirtiera, puesto que se encontraba medio muerta e insensible. El tiempo que contra su designio estuvo en el mundo viviolo honestísimamente, como a su virtud pertenecía, mostrando por la palidez de su semblante cuánta vida dejara escapar por sus heridas.

Estas son mis tres verídicas relaciones, que a mi entender son tan interesantes y tan trágicas como las que aderezamos a nuestro albedrío para procurar placer al pueblo. Me admira que a los que se dedican a forjarlas no se les ocurra elegir más bien diez mil lindas historias que se encuentran en los libros, donde con menos molestia procurarían mayor regocijo y provecho. Quien quisiere edificar un cuerpo entero en que las unas fueran unidas a las otras no habría menester poner de propio más que el enlace, como la soldadura de otro metal. Por este medio podría amontonar numerosos acontecimientos verídicos de todas suertes, disponiéndolos y diversificándolos según que la belleza de la obra lo exigiera, sobre poco más o menos como Ovidio ha cosido y remendado sus Metamorfosis con un gran número de diversos mitos.

Digno es de reflexión en la última pareja considerar que Paulina sacrifica gustosa su vida en aras del amor de su marido, y que éste había en otra ocasión escapado a la muerte sólo por el amor que a su mujer profesaba. A juicio nuestro no hay gran compensación en este cambio; mas según el criterio estoico, entiendo que Séneca pensaría haber hecho tanto por su esposa al alargar la propia existencia en su favor, como si por ella hubiera muerto. En una de las cartas que escribe a Lucilio, después de contarte cómo las calenturas habiéndole asaltado en Roma montó de repente en un vehículo para trasladarse a una de sus casas de campo, contra el parecer de su mujer, que quería detenerle, y a quien él había repuesto que la calentura que tenía no emanaba del cuerpo sino del lugar donde vivía, concluye así: «Dejome partir recomendándome que me cuidara mucho, y yo que pongo su vida en la mía empiezo a remediar mis males por aliviar los suyos. El privilegio que mi vejez me había otorgado al convertirme en más firme y resuelto para muchas cosas, lo pierdo cuando a mi memoria viene la idea de que en este anciano hay una joven a quien aquél rinde servicios. Puesto que no la puedo obligar a amarme con mayor firmeza, ella me fuerza a mí mismo a quererme con mayor celo. Preciso es condescender con nuestras legítimas afecciones; y a veces, aun cuando todo nos llevara a la muerte, retener en sí, aun a costa de sufrimientos, el soplo vital que nos escapa. El hombre, probo debe permanecer aquí bajo no solamente mientras no se encuentre mal hallado, sino mientras su permanencia sea necesaria. Aquél a quien el cariño de su mujer o el de un amigo no mueven a prolongar sus días; aquél que se obstina en morir, es demasiado delicado y demasiado blando. Preciso es que el alma se amarre a la vida cuando el provecho de los nuestros lo requiere. Necesario es a veces que nos sacrifiquemos a nuestros amigos, y que aun cuando quisiéramos morir interrumpamos nuestro designio por ellos. Es un testimonio de grandeza de ánimo el volver a la vida por interés ajeno, y muchos hombres notables así lo hicieron. Es un rasgo de bondad singular el conservarse en la vejez (cuya ventaja mayor es la negligencia de su duración y un más valeroso menosprecio de la existencia), cuando se ve que es dulce, agradable y, provechosa a alguna persona querida. Con ello se recibe una placentera recompensa; porque, ¿qué puede haber más grato que ser tan caro a su esposa que por ello sea uno más caro para sí mismo? Así mi Paulina impúsome no solamente sus cuidados, sino también los míos. No me bastó considerar, con cuánta resolución podría yo morir, consideré además la flaqueza con que ella soportaría mi muerte. Obligueme a vivir y alguna vez vivir es magnánimo.» Tales son las palabras de Séneca, excelentes como todas las suyas.



De los hombres más relevantes

Si se me pidiera que escogiese entre todos los hombres que vinieron a mi conocimiento, paréceme que me quedaría con tres excelentes, que están por cima de todos los demás.

Uno es Homero, y no es que Aristóteles y Varrón no fueran quizás tan sabios como él, ni que en su arte, Virgilio no pueda serle comparable: dejo estos extremos al inicio de aquellos que los conocen a ambos. Yo que no conozco más que a uno puedo decir solamente que a mi entender ni las musas mismas sobrepujaron al romano:


Tale facit carmen docta testudine, quale

Cynthius impositis temperat articulis.[1032]


En esta apreciación, sin embargo, no hay que olvidar que a Homero principalmente debe Virgilio gran parte de su mérito; que es su maestro y su guía, y que un solo pasaje de la Iliada proveyó de cuerpo y argumento a la grande y divina Eneida. Yo no fundamento en esto mi opinión, sino que tengo presentes muchas circunstancias que para mí hacen a Homero admirable; considérolo casi por cima de la humana condición, y verdad me extraña a veces que quien creó y dio crédito en el mundo merced a su exclusiva autoridad a tantas deidades no haya también ganado divino rango. Siendo ciego o indigente; habiendo vivido antes de que las ciencias florecieran y merecieran asenso, conociolas tanto, que cuantos después gobernaron pueblos o mandaron ejércitos escribieron, idearon cultos o filosofaron en cualquier secta, o trataron de las artes, sacaron provecho de él como de un maestro perfectísimo en todas las cosas, y de sus libros como de un semillero donde se guarda toda suerte de saber:


Qui, quid sit pulchrum quid turpe, quid utile, quid non,

plenius ac melius Chrysippo et Crantore dicit[1033]:


y como dice Ovidio,


A quo, ceu fonte perenni,

vatum Pieriis ora rigantur aquis[1034];


y Lucrecio,


Adde Heliconiadum comites, quorum unus Homerus

sceptra potitus[1035];


y Manilio,


Cujusque ex ore profuso

omnis posteritas lacites in carmina duxit.

Amnemque in tenues ausa est deducere rivos,

unius foecunda bonis.[1036]


Contra lo que conforme al orden natural acontece, produjo la obra más excelente que pueda imaginarse, pues cuando las cosas nacen son imperfectas, luego van puliéndose y fortificándose a medida de su crecimiento. Homero llevó a cabal sazón la infancia de la poesía y de las otras artes dejándolas cumplidas y perfectas. Por eso puede llamársele el primero y el último poeta, conforme al testimonio que de él nos dejó la antigüedad, o sea «que no habiendo tenido nadie a quien poder seguir, tampoco encontró ninguno que imitarle pudiera después». Sus palabras, según Aritóteles, son las únicas que tengan movimiento y vida, las únicas sustanciales. Como Alejandro el Grande encontrara entre los despojos de Darío una suntuosa arquilla, ordenó que se la reservaran para guardar su Homero, diciendo que era el mejor y el más fiel de sus consejeros que le guiara en las cosas militares. Por la misma razón decía Cleomenes, hijo de Anaxandridas, «que era el poeta favorito de los lacedemonios, como ejemplar maestro en la disciplina guerrera». A juicio de Plutarco merece Homero esta singular y particularísima alabanza: ¡Es el único autor del mundo que no haya jamás causado ni hastiado a los hombres, mostrándose al lector siempre distinto, y constantemente floreciente en nuevos encantos.» Aquel calavera de Alcibíades pidió en una ocasión a un individuo que ejercía las letras un ejemplar de Homero, y sacudiole un sopapo porque no lo tenía. La cosa le produjo impresión igual como si alguien hubiera encontrado hoy a un clérigo sin breviario. Jenófanes quejábase un día a Hierón, tirano de Siracusa, de que estaba tan pobre que ni siquiera podía sustentar a dos criados, a lo cual, aquél repuso: «Homero, que era mucho más pobre que tú, alimenta más de diez mil, muerto y todo como está.» Elogio grande hacía Panecio de Platón cuando le nombraba «el Homero de los filósofo». Aparte de todo esto, ¿qué gloria puede, equipararse, a la suya? Nada hay tan vivo en los labios de los hombres como su nombre y sus obras; nada tan conocido y tan recibido como Troya, Helena y sus guerras, que acaso jamás hayan existido: designamos todavía a nuestros a nuestros hijos con los nombres que él forjó hace tres mil años; ¿quién no conoce a Héctor y a Aquiles? No ya sólo algunos pueblos particulares, sino la mayor parte de las naciones buscan su origen en las invenciones del poeta. Mahomet, segundo de este nombre, emperador de los turcos, escribió a nuestro pontífice Pio II, diciéndole: «Me sorprende que los italianos se levanten en armas contra mí, en atención a que somos de un origen común; los dos pueblos descendemos de los troyanos, y yo, como ellos, tengo empeño en vengar la sangre de Héctor contra los griegos, a los cuales los italianos están favoreciendo contra mí.» ¿No constituye esto una noble comedia que los reyes, los emperadores y las repúblicas vienen tantos siglos ha representando, y a la cual este inmenso universo sirve de teatro? Siete ciudades griegas entraron en debate sobre el lugar de su nacimiento: ¡hasta tal punto su obscuro origen procurole honor!


Smirna, Rhodas, Colophon, Salamis, Quios, Argos, Athenaes.


Otro de mis hombres relevantes es Alejandro Magno, pues considerando la edad en que comenzó sus expediciones guerreras; los pocos medios con que contó para realizar un designio tan glorioso; la autoridad que supo ganar en su infancia entre los más grandes y experimentados capitanes de todo el mundo, de los cuales iba seguido; el extraordinario favor con que la fortuna abrazó y favoreció tantas y tantas expediciones arriesgadas y casi temerarias:


Impellens quidquid sibi summa petenti

obstaret, gaudensque viam fecisse ruina[1037];


aquella grandeza de haber, a la edad de treinta y tres años, paseado sus armas victoriosas por toda la tierra habitable, y en media vida haber desarrollado todo el esfuerzo de que la humana naturaleza sea capaz, de tal suerte que no es dable imaginar la legítima duración de su existencia con la continuación de su existencia con la continuación de su crecimiento en fortaleza y fortuna hasta un razonable término de años, sin imaginar algo por cima del hombre; que dio origen entre sus soldados a tantas dinastías reales, dejando después de su muerte el mundo dividido entre cuatro sucesores, simples capitanes de su ejército, cuyos descendientes gobernaron después, tan dilatados años, manteniéndose en posesión de reinos tan amplios; tantas eximias virtudes como se guardaban en su alma: justicia, templanza, liberalidad, cumplimiento de las palabras, amor a los suyos y humanidad para con los vencidos, pues en sus costumbres no se encuentra ningún punto débil, como no sea en alguna de sus acciones, particulares, raras y extraordinarias; mas preciso es considerar la imposibilidad de concluir tan imponente movimiento conforme a los preceptos comunes de la justicia. Tales hombres deben ser juzgados en conjunto, con arreglo al fin principal de sus miras. Entre aquellas que pudieran engendrar algún cargo figuran la ruina de Tebas y de Persópolis, la muerte de Menandro, la del médico de Efestión o tantos prisioneros persas y soldados indios con quien acabó de súbito, contraviniendo a la palabra dada, y el asesinato de los coscianos, de quienes aniquiló hasta los niños de corta edad. Todos éstos son arranques difíciles de justificar; y por lo que toca a la muerte de Clito, la culpa fue enmendada con demasía. Esta, como todas sus demás acciones, testimonian lo bondadoso de su complexión, por sí misma inclinada a lo justo excelentemente y hecha a la bondad; por lo cual se dijo de él con sumo acierto «que de la naturaleza recibió sus virtudes y los vicios de las circunstancias de su vida». Cuanto a lo de ser un poco amigo de alabarse y algo impaciente en punto a oír hablar mal de su persona, como por lo que toca a los pesebres de sus caballos, arneses y frenos que esparció en las Indias, todas estas cosas, a mi ver, son atribuibles a su edad y a la extraña bienandanza de su fortuna. Quien consideró al propio tiempo tantas virtudes militares: diligencia, previsión, paciencia, disciplina, sutileza, magnanimidad, resolución y acierto, en todo lo cual, aun cuando la autoridad de Aníbal no nos lo hubiera enseñado, fue el primero entre todos los hombres; la singular belleza y raras condiciones de su persona hasta rayar en lo milagroso; aquel porte y aquel ademán venerables bajo un semblante tan joven, sonrosado y resplandeciente:


Qualis, ubi Oceani perfusus Lucifer unda,

quem Venus ante alios astrorum diligit ignes,

extulit os sacrum caelo, tenebrasque resolvit[1038];


la excelencia de su saber y capacidad; la duración y grandeza de su gloria, pura, nítida y exenta de mancha y envidia, y el que todavía largo tiempo después de su muerte se tuviese por religioso artículo el creer que sus medallas fueran presagio de felicidad para los que las llevaban; el hecho de que tantos reyes y príncipes hayan escrito sus gestas con profusión mayor de la que los historiadores trazaran los de todos los reyes y de todos los príncipes; y hasta la circunstancia misma de que aún hoy los mahometanos, que menosprecian todos los demás libros, reciban y honren sólo el de su vida por especial privilegio, confesará que tuve razón de preferirlo al mismo César, el cual únicamente le es comparable. No puede sin embargo negarse que haya más labor propia en las expediciones de éste y mayor influjo de la buena estrella en las de Alejandro. En muchas cosas son los dos héroes idénticos, y acaso César le aventaja en algunas: fueron dos rayos, dos raudales capaces de desolar el mundo por motivos diversos:


Et velut immissi diversis partibus ignes

aremtem in silvam, et virgulta sonantia lauro;

aut ubi decursu rapido de montibus altis.

Dant sonitum spumosi amnes et in aequora corrunt

quisque suum populatus iter.[1039]


Aun cuando la ambición del romano fuese más moderada, la acompaña tanta desdicha, puesto que acabó con la entera ruina de su país y el universal empeoramiento del mundo, que, todo bien pesado y medido, no puedo menos de inclinarme del lado de Alejandro.

El tercero, y a mi ver el más excelente, es Epaminondas. No es como otros tan glorioso (tampoco la gloria es ingrediente indispensable para la esencia de la cosa), mas en cuanto a resolución y valentía (y no de aquellas que la ambición aguza, sino las que la prudencia, y la razón pueden implantar en un alma bien gobernada), era dueño de todas cuantas pueden concebirse. Dio tantas pruebas de esas sus virtudes peculiares, cual el propio Alejandro y como César, pues aun cuando sus expediciones guerreras no sean tan frecuentes ni tan ruidosas, consideradas detenidamente en todas sus circunstancias, no dejan de ser tan importantes y vigorosas como las de aquellos, al par que suponen igual suma de arrojo y capacidad militar. Concediéronle los griegos, el honor de nombrarle, sin contradicción, el primero de entre todos ellos; y ser el primero en Grecia viene a ser lo mismo que ser el primero del mundo. Por lo que toca a su entendimiento y sabiduría, este parecer antiguo llegó a nosotros: «que jamás ningún hombre supo tanto ni habló tan poco como él», pues pertenecía a la escuela de Pitágoras; y en lo que habló, nadie le llevó ventaja: era orador excelente, incomparable en la persuasión de sus oyentes. En punto a costumbres y conciencia, sobrepujó con mucho a cuantos al manejo de los negocios se hayan consagrado esta parte, de preferencia a las otras, debe ser examinada, como que designa realmente quiénes somos; con ella contrapeso yo todas las demás reunidas, y en ella ningún otro filósofo lo aventaja, ni siquiera el propio Sócrates. El candor en Epaminondas es una cualidad propia, dominadora, constante, uniforme e incorruptible. El de Alejandro, comparado con él, se nos muestra subalterno, incierto, adulterado, blando y fortuito.

Juzgó la antigüedad que al examinar por lo menudo todas las acciones de los otros grandes capitanes, en cada uno de ellos se encuentra alguna especial cualidad que lo ilustra: en éste solamente se reconoce una virtud y una capacidad, a las cuales nada falta, mostrándose de un modo permanente; nada deja que apetecer en todos los deberes de la vida humana, ya se trate de ocupación pública y privada, pacífica o guerrera; lo mismo en el vivir que en el morir grande y gloriosamente: no conozco ninguna categoría, ni ninguna fortuna humanas que yo considere con tanto honor y contemple con tan amorosa mirada.

Cierto que su obstinación por permanecer en la pobreza la encuentro en algún modo escrupulosa, tal y como sus mejores amigos nos la pintan. Esta sola acción, que a pesar de todo es altísima y muy digna de ser admirada, se me antojó agrilla para deseármela conforme él la practicaba.

Tan sólo Escipión Emiliano, por su fin altivo y magnífico y por su conocimiento de las ciencias, tan profundo y universal, podría colocarse en contraposición en el otro platillo de la balanza. ¡Cuán enorme contrariedad me ocasionaron los siglos apartando precisamente de nuestros ojos, de las primeras, la más noble pareja de vidas que Plutarco encierre, las de esos dos personajes que, conforme al común consentimiento del mundo, fueron el primero de los griegos uno, y el otro el primero de los romanos! ¡Qué asunto el de sus existencias! ¡qué artífice el biógrafo que las describiera!

Para un hombre que no sea santo, sino lo que nosotros llamamos varón cumplido, de costumbres urbanas y corrientes, y de una moderada elevación, la más rica vida, digna de ser vivida que yo conozca entre los vivos, como generalmente se dice, adornada de mejores y más apetecibles prendas, es a mi ver la de Alcibíades, todo bien considerado.

Mas como Epaminondas dio siempre muestras de una bondad excesiva, quiero apuntar aquí algunas de sus opiniones. El más dulce contentamiento que en toda su vida experimentara, según él mismo testimonia, dice que fue el placer que procuró a su padre y a su madre con su victoria de Leuctres; relegábase de buen grado, prefiriendo el placer de ellos al propio contentamiento, tan justo y tan pleno en una tan gloriosa acción: no creía «que fuera lícito, ni siquiera para recobrar la libertad de su país, el dar la muerte a un hombre sin conocimiento de causa»; por eso desplegó tan poco ardor en la expedición de Pelópidas, su compañero de armas en la liberación de Tebas. Decía también «que en una batalla había que huir el encuentro de un amigo que militara en el partido contrario, sin sacrificar su vida». Y como su humanidad para con sus mismos enemigos le hiciera sospechoso a los ojos de los beocios, porque luego de haber forzado milagrosamente a los lacedemonios a abrirle el paso que pretendían obstruir a la entrada de Morea, cerca de Corinto, se conformó solamente con vencerlos sin perseguirlos tenazmente, fue honrosísimamente desposeído del cargo de capitán general por semejante causa. Avergonzados sus conciudadanos, tuvieron por necesidad que reponerle pronto en su grado, reconociendo cuánto dependían de él la gloria y la salvación de todos: la victoria le seguía como su sombra por los sitios todos donde guiaba, y, cuando murió, acabó también con él la prosperidad de su país, como con él había nacido.



De la semejanza entre padres e hijos

En este hacinamiento de tantas piezas diversas sólo pongo mano cuando un vagar demasiado ocioso me empuja, y nunca en otro lugar que no sea mi propia casa; por eso fue formándose en ocasiones distintas y con largos intervalos, por haberme ausentado de mi vivienda a veces durante meses enteros. Tampoco enmiendo mis primeras fantasías con las segundas; si alguna vez me ocurre cambiar alguna palabra, lo hago para modificar, no para suprimir. Quiero representar el camino de mis humores para que cada parcela sea vista en el instante de su nacimiento, y me sería muy grato hoy haber comenzado más temprano la labor para así reconocer la marcha de mis mutaciones. Un criado que me servía a escribirlas bajo mi dictado creyó procurarse rico botín sustrayéndome algunas que escogió a su gusto, pero me consuela que no hallará más ganancia que pérdida yo he experimentado. Desde que comencé he envejecido siete u ocho primaveras, lo cual no aconteció sin que yo ganara alguna adquisición nueva: la liberalidad de los años hízome experimentar el cólico; que el comercio de ellos y su conversación dilatada nunca transcurren sin algún fruto semejante. Hubiera querido que entre los varios presentes que procuran a los que durante largo tiempo los frecuentan, eligieran alguno para mi más aceptable, pues ni adrede hubiesen acertado a ofrecerme otro que desde mi infancia mayor horror me infundiera; era de todos los accidentes de la vejez precisamente el que más yo temía. Muchas veces pensé conmigo mismo que iba metiéndome demasiado adentro, y que de recorrer un tan dilatado camino no dejaría de hablar a mi paso algún desagradable obstáculo; sentía que la hora de partir era llegada y que precisaba cortar en lo vivo y en lo no dañado, siguiendo a regla de los cirujanos cuando tienen que amputar algún miembro; y que a aquel que no devuelve a tiempo la vida naturaleza acostumbra a hacerle pagar usuras bien caras. Pero tan lejos me hallaba entonces de encontrarme presto a entregarla, que después de diez y ocho meses, o poco menos, que me veo en esta ingrata situación, aprendí ya a acomodarme a ella; me encuentro bien hallado con este vivir colicoso y doy con que consolarme y esperar. ¡Tan acoquinados están los hombres con su ser miserable que no hay condición, por ruda que sea, que no acepten para conservarse! Oíd a Mecenas:


Debilem facito manu,

debilem pede, coxa;

lubricos quate dentes:

vita dum superest, bene est[1040]:


y Tamerlán encubría con visos de torpe humanidad la increíble que ejerciera contra los leprosos haciendo matar a cuantos venían a su conocimiento para de este modo, decía, «libertarlos de la existencia penosa que vivían»: pues todos ellos hubieran mejor preferido ser tres veces leprosos que dejar de ser; y Antistenos el estoico, hallándose enfermo de gravedad, exclamaba: «¿Quién me librará de estos males?» Diógenes, que lo había ido a ver, le dijo presentándole un cuchillo: «Éste, si tú quieres, y en un instante. -No digo de la vida, replicó aquél, sino de los dolores.» Los sufrimientos de que simplemente el alma padece me afligen mucho menos que a la mayor parte de los hombres, ya por reflexión, pues el mundo juzga horribles algunas cosas, o evitables a expensas de la vida, que para mí son casi indiferentes, merced a una complexión estúpida e insensible para con los accidentes que me acometen en derechura, la cual considero como uno de los mejores componentes de mi natural; mas los quebrantos verdaderamente esenciales y corporales los experimento con harta viveza. Por eso, como antaño los preveía con vista débil, delicada y blanda, a causa de haber gozado la prolongada salud y el reposo que Dios me prestara durante la mejor parte de mis años, mi mente los había concebido tan insoportables, que, a la verdad, más miedo albergaba con la idea que mal experimenté con la realidad; por donde creo cada día con mayor firmeza que la mayor parte de las facultades de nuestra alma, conforme nosotros las ejercitamos, trastornan más que contribuyen al reposo de la vida.

Yo me encuentro en lucha con la peor de las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más mortal y la más irremediable; me ha hecho ya experimentar cinco o deis dilatadísimos y penosos accesos, mas sin embargo, yo no vanaglorio o entiendo que aun en ese estado encuentra todavía modo de sustraerse quien tiene el espíritu aligerado del temor de la muerte y descargado de las amenazas, conclusiones y consecuencias con que la medicina nos llena la cabeza; ni siquiera al efecto mismo del dolor circunda tina agriura tan áspera y prepotente para que un hombre tranquilo se encolerice y desespere. Este provecho he sacado del cólico que no había logrado con mis solas fuerzas alcanzar: que me concilia de todo en todo con la muerte y me arrima a ella, pues cuanto más aquél me oprima o importune, tanto menos el sucumbir me será temible. Había ya ganado el no amar la vida sino por la vida misma; aquel dolor servirá aún para desatar esta inteligencia; ¡y quiera Dios que al fin (si la rudeza del acabar viene a sobrepujar mis fuerzas) el mal no me lance a la opuesta extremidad, no menos viciosa, de amar y desear el morir!


Summum nec metuas diem, nec optes[1041]:


son dos pasiones igualmente merecedoras de temor; mas el remedio de la una se alcanza con mayor presteza que el de la otra.

Por lo demás siempre consideré como cosa de ceremonia el precepto que tan rigorosa y exactamente ordena el mantener buen semblante junto con un ademán desdeñoso ante el sufrimiento de los males ¿Por qué la filosofía, cuya misión mira solamente a lo vivo y a los efectos, se detiene en estas apariencias externas? Que abandone ese cuidado a los farsantes y a los maestros de retórica, quienes con tantos aspavientos encarecen nuestros gestos; que conceda valientemente al dolor la flojedad vocal, siempre y cuando que ésta no sea ni cordial ni del pecho emane, y preste de buen grado esas quejas al género de suspiros, sollozos, palpitaciones y palideces que la naturaleza puso por cima de nuestro poder: mientras el ánimo se mantenga libre de horror y las palabras surjan sin desesperación, que la filosofía se dé por satisfecha; ¿qué importa que retorzamos nuestros brazos mientras no hagamos lo propio con nuestros pensamientos? Debe enderezarnos para nosotros, no para los demás; para ser, no para parecer; que la filosofía se detenga a gobernar nuestro entendimiento, que es la misión que se impuso; que en medio de los esfuerzos del cólico mantenga el alma capaz de reconocerse, de seguir su camino acostumbrado, combatiendo el dolor y haciéndole frente, no prosternándose vergonzosamente a sus pies; conmovida y ardorosa por el combate, no abatida y derribada; capaz de comercio, susceptible de conversar y de otra ocupación cualquiera, hasta llegar a cierto límite. En accidentes tan extremos es crueldad el requerir de nosotros una compostura tan ordenada; si con ello experimentamos mejoría, poco importa que adoptemos mal semblante; si el cuerpo se alivia con los lamentos, que los exhale; si la agitación le place, que se eche a rodar de un lado a otro como mejor cuadre a su albedrío; si le parece que el mal se evapora en algún modo (algunos médicos dicen que esto ayuda a parir a las mujeres preñadas) expulsando la voz afuera, con violencia grande, o si así entretiene su tormento, que grite hasta desgañitarse. No ordenemos a esa voz que camine, dejémosla marchar. Epicuro, no solamente perdona a sus discípulos el gritar ante los tormentos, sino que se lo aconseja: Pugiles etiam, quum feriunt, in jactandis caestibus ingemiscunt, quia profundenda voce omne corpus intenditur, venitque plaga vehementior[1042]. Sobrado trabajo nos procura el mal sin que vayamos a sobrecargarnos con estas reglas superfluas.

Todo lo cual va dicho para excusar a los que ordinariamente vemos armar estrépito ante los asaltos y sacudidas de esta enfermedad, pues por lo que a mí toca hasta la hora actual la he pasado con algún mejor continente, y me conformo con gemir, sin bramar; y no porque me violente a fin de mantener esta decencia exterior, pues no doy importancia alguna a semejante ventaja (en este punto otorgo al mal rienda suelta), sino porque mis dolores o no son tan excesivos o muestro ante sus acometidas firmeza, mayor que el común de las gentes. Yo me quejo y me despecho cuando las agrias punzadas me oprimen pero no llego a la desesperación como aquél,


Ejulatu, questu, gemitu, fremitibus

resonando, multum flebiles voces refert[1043]:


me sondeo en lo más duro del dolor, y siempre me he reconocido capaz de decir, pensar y responder tan sanamente como en cualquiera otra hora, mas no con igual firmeza, merced al mal, perturbador y desquiciador. Cuando más me aterra y los que me rodean no economizan ninguna suerte de cuidados, ensayo yo muchas veces mil fuerzas hablándoles de las cosas más lejanas de mi estado. Todo me es factible a cambio de un repentino esfuerzo, mas la duración es brevísima. ¡Qué no dispusiera yo de la facultad de aquel soñador de Cicerón, que soñando gozar una muchacha se encontró con que se había aligerado de su piedra en medio de las sábanas! Los míos me descargan extrañamente. En los intervalos de este dolor excesivo, cuando mi uretra languidece sin mortificame, encamínome de pronto a mi estado ordinario con tanta mayor facilidad cuanto que mi alma no estaba ganada anteriormente por otra alarma distinta de la sensible y corporal, de lo cual soy deudor al cuidado que siempre tuve de prepararme por reflexión a semejantes accidentes:


Laborum

nulla mihi nova nunc facies inopinave surgit:

omnia praecepi, atque animo mecum ante peregi[1044]:


Por eso estoy habituado con bastante resistencia para un aprendiz a los cambios repentinos y rudos, habiendo ido a dar de pronto de una dichosísima y muy dulce condición de vida a la más lamentable y penosa que pueda imaginarse; pues a más de ser la mía una enfermedad por sí misma muy de temer, hizo en mí sus comienzos con mucha mayor aspereza y dificultad de lo que tiene por costumbre: los accesos se apoderan de mí con frecuencia tanta, que casi nunca me siento en cabal salud. De todas suertes hasta el presente me mantengo en tal situación que si a ella puedo llevar la constancia, reconózcome en mejor condición de vida que mil otros desprovistos de fiebre ni enfermedad diferentes de las que se procuran a sí mismos por defecto de raciocinio.

Existe cierta manera de humildad sutil que emana de presunción, como la que hace que reconozcamos nuestra ignorancia en muchas cosas y seamos tan corteses que declaremos la existencia en las obras de la naturaleza de algunas cualidades y condiciones que nos son imperceptibles, y de las cuales nuestra insuficiencia no alcanza a decir los medios y las causas. Con esta honrada declaración de conciencia esperamos ganar la ventaja de que se nos crea igualmente en aquello que decimos comprender. Inútil es que vayamos escogiendo milagros y casos singulares extraños; paréceme que entre las cosas que ordinariamente vemos hay singularidades incomprensibles que superan la dificultad de los milagros. ¿Qué cosa más estupenda que esa gota de semilla, de la cual somos producto, incluya en ella las impresiones no ya sólo de la forma corporal, sino de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres? Esa gota de agua, ¿dónde acomoda un número tan infinito de formas, y cómo incluye las semejanzas por virtud de mi progreso tan temerario y desordenado que el biznieto responderá a su bisabuelo, y el sobrino al tío? En la familia de Lépido, en Roma, hubo tres individuos que nacieron (no los unos a continuación de los otros, sino por intervalos) con el ojo del mismo lado cubierto con un cartílago. En Tebas había una familia cuyos miembros llevaban estampado desde el vientre de la madre la forma de un hierro de lanza, y quien no lo tenía era considerado como ilegítimo. Aristóteles dice que en cierta nación en que las mujeres eran comunes, los hijos asignábanse por la semejanza a sus padres respectivos.

Puede creerse que yo debo al mío mi mal de piedra, pues murió afligidísimo por una muy gruesa que tenía en la vejiga, y sólo advirtió su mal a los sesenta y siete tiros de su edad; antes de este tiempo nunca sintió amenaza o resentimiento en los riñones, ni en los costados, ni en ningún otro lugar, y había vivido hasta entonces con salud próspera, muy poco sujeto a enfermedad. Siete años duró después del reconocimiento del mal, arrastrando un muy doloroso fin de vida. Yo nací veinticinco años, o más temprano, antes de su enfermedad, cuando se deslizaba su existencia en su mejor estado, y fui el tercero de sus hijos en el orden de nacimiento. ¿Dónde se incubó por espacio de tanto tiempo la propensión a este mal? Y cuando mi padre estaba tan lejos de él, esa ligerísima sustancia con que me edificó, ¿cómo fue capaz de producir una impresión tan grande? ¿y cómo permaneció luego tan encubierta que únicamente cuarenta y cinco años después he comenzado a resentirme, y yo sólo hasta el presente entre tantos hermanos y hermanas nacidos todos de la misma madre? A quien me aclare este problema, creeré cuantos milagros quiera, siempre y cuando que (como suele hacerse) no me muestre en pago de mi curiosidad una doctrina mucho más difícil y abstrusa que no es la cosa misma.

Que los médicos excusen algún tanto mi libertad si digo que merced a esa misma infusión e insinuación fatales he asentado en mi alma el menosprecio y el odio hacia sus doctrinas. Esa antipatía que yo profeso al arte de sanar es en mí hereditaria. Mi padre vivió setenta y cuatro años; mi abuelo sesenta y nueve, y mi bisabuelo cerca de ochenta, sin que llegaran a gustar ninguna suerte de suerte de medicina; y entre todos ellos, cuanto no pertenecía al uso ordinario de la vida era considerado como droga. La medicina se fundamenta en los ejemplos y en la experiencia; así también se engendran mis opiniones. ¿No es el que ofrecen mis abuelos un caso peregrino, prueba de experiencia y de los más ventajosos? Ignoro si los médicos acertarían a señalarme consignado en sus registros otro parecido de personas nacidas, educadas y muertas en el mismo hogar, bajo el mismo techo, que hayan pasado por la tierra bajo un régimen de vida hijo del propio dictamen. Necesario es que confiesen en este punto que si no la razón, al menos la fortuna recae en provecho mío, y téngase en cuenta que entre los médicos acaso vale tanto fortuna como la razón. Que en los momentos presentes no me tomen como argumento de sus miras, y que no me amenacen, aterrado como me encuentro, que esto sería cosa de superchería. De suerte que, a decir la verdad, yo he ganado bastante sobre los médicos con los ejemplos de mi casa, aun cuando en lo dicho se detengan. Las cosas humanas no muestran tanta constancia: doscientos años ha (ocho solamente faltan para que se cumplan) que aquel largo vivir nos dura pues el primero nació en mil cuatrocientos dos; así que, razón es ya que la experiencia comience a escaparnos. Que no me echen encara nuestros Galenos los males que a la hora presente me tienen agarrado por el pescuezo, pues haber vivido libre de ellos cuarenta y siete años, ¿no es ya suficiente? Aunque éstos sean el fin de mi carrera, considérola ya como de las más dilatadas.

Mis antepasados tenían tirria a la medicina a causa de una inclinación oculta y natural; hasta la sola vista de las drogas horrorizaba a mi padre. El señor de Gaviac, mi tío paternal, hombre de iglesia, enfermo desde su nacimiento, y que sin embargo hizo durar su débil vida hasta los sesenta y siete años, como cayera enfermo de una fuerte y vehemente fiebre crónica, ordenaron los médicos que se le advirtiera que de no ayudarse con eficacia (socorro llaman a lo que casi siempre es impedimento), moriría infaliblemente. Asustado como estaba con tal terrible sentencia, respondió: «Pues entonces me doy por muerto.» Mas Dios trocó muy luego en vano semejante pronóstico. El último de sus hermanos (eran cuatro), el señor de Bussaguet, que era el más joven, sometiose sólo a este arte, acaso por el comercio, así lo creo yo al menos, que sostenía con las otras artes, pues era consejero en la Cámara del Parlamento, y le fue tan mal que, siendo en apariencia de complexión más resistente murió, sin embargo, mucho antes que los otros hermanos, a excepción de uno de ellos, el señor de Saint-Michel.

Posible es que yo haya recibido de ellos esta aversión natural a la medicina, pero si no tuviera en mi favor otras consideraciones, hubiese intentado vencer aquélla, por cuanto todas las convicciones que nacen en nosotros son viciosas y constituyen una especie de enfermedad que es preciso combatir. Pudo, como digo, ocurrir que yo me inclinara a semejante propensión, pero lo seguro es que la apoyé y fortifiqué con el raciocinio, el cual arraigó en mí la opinión que profeso, pues, yo odio también la consideración que rechaza la medicina por el amargor de su gusto. No sería éste mi sentir encontrando la salud merecedora de ser rescatada aun a costa de todos los cauterios e incisiones más penosos que se practiquen. Y siguiendo a Epicuro, me parece que deben evitarse los goces si traen luego como consecuencia dolores más grandes, y buscarse los quebrantos que acarrean goces mayores.

Cosa preciosa es la salud, y la sola, en verdad, merecedora de que se empleen en su inquirimiento no ya el tiempo solamente, los sudores, los dolores y los bienes, sino hasta la misma vida, tanto más cuanto que sin ella la existencia nos es carga penosa y horrenda. Sin ella los goces, la prudencia, la ciencia y la virtud se empañan y desvanecen, y a los más firmes y rígidos discursos que la filosofía quiera imprimirnos en prueba de lo contrario, no tenemos sino oponer la imagen de Platón, herido de enfermedad aguda o por el mal apoplético, y admitida ya presuposición semejante, desafiarle a que llamara en su socorro las espléndidas facultades de su alma. Todo camino que nos conduzca a la salud no puede en mi sentir considerarse como áspero ni costoso. Mas yo albergo otras razones que me hacen desconfiar extrañamente de esta mercancía. Y no digo que no pueda haber algún arte, ni que no existan entre tantas producciones de la naturaleza, algunas cosas propias a la conservación de nuestra salud; esto es evidente. Yo bien sé que hay simples que humedecen y otros que secan; por experiencia conozco que los rábanos ocasionan flatos, y que las hojas de sen libertan el vientre; familiares me son estos remedios como igualmente que el carnero me sirve de alimento y que el vino me caldea; y decía Solón que el comer era como las otras drogas, una medicina contra la enfermedad del hambre. No desapruebo el uso que del mundo sacamos, ni pongo en duda la fecundidad y el poder de la naturaleza y la aplicación de ésta a nuestras necesidades; bien advierto que los sollos y las golondrinas se encuentran con ella bien hallados. Yo desconfío de las invenciones de nuestro espíritu, de nuestra ciencia y de nuestro arte, en favor del cual abandonamos aquella sabia maestra y sus preceptos, y por el cual gobernados no acertamos a mantenernos en la moderación ni en el justo límite. Como llamamos justicia a la modelación de las primeras leyes que caen bajo nuestra mano, a su aplicación y práctica ineptísisima y frecuentemente escandalosísima; y como aquellos que de ella se burlan y la acusan no entienden sin embargo injuriar virtud tan noble, sino exclusivamente condenar el abuso y profanación de tan sagrado título, así en la medicina venero yo su glorioso epípeto, su proposición y sus promesas de utilidad indudable al género humano; mas lo que entre nosotros designa, ni lo honro ni lo estimo.

En primer lugar, la experiencia me la hace temer, pues allí donde mis conocimientos alcanzan no veo ninguna clase de gentes que más enferme ni que más tarde cure que la que vive bajo la jurisdicción de la medicina; la salud de aquéllas se adultera y corrompe con la sujeción del régimen.

Los médicos no se contentan con gobernar la enfermedad, sino que además truecan la salud en mal para asegurar en toda ocasión el ejercicio de su autoridad; y efectivamente, de una salud constante y plena ¿no sacan como consecuencia una enfermedad futura? Yo he estado enfermo con sobrada frecuencia, y sin socorro extraño hallé mis males (y los experimenté de todas suertes) tan dulces de soportar y tan cortos cual ninguna otra persona, no habiendo recurrido a la amargura de sus prescripciones. Mi sanidad es libre y cabal sin más regla ni disciplina que mi costumbre y ni deleite; cualquier lugar me es adecuado para fijarme, pues no me precisan comodidades distintas en la enfermedad a las que he menester estando bueno. Carecer de facultativo no me intranquiliza ni tampoco de boticario y otros auxilios cuya privación aflige a la mayor parte de las gentes más que el mal mismo. ¡Cómo! ¿Acaso ellos nos muestran con su vida bienandante y duradera que podamos abrigar en su ciencia alguna racional seguridad?

No hay nación que no haya vivido muchos siglos sin medicina, entre ellas las primeras, es decir, las mejores y las más dichosas; y en todo el mundo la décima parte no se sirve de ella ni aun actualmente. Infinitos pueblos la desconocen, en los cuales se vive más sana y dilatadamente que entre nosotros. En nuestro país el vulgo prescinde de ella felizmente; entre los romanos transcurrieron seiscientos años antes de recibirla, y luego de haberla puesto a prueba lanzáronla de su ciudad por mediación de Catón el censor, el cual mostró con cuantísima facilidad se subsistía sin ella, habiendo vivido ochenta y cinco años y hecho durar a su mujer hasta la vejez más extrema, no precisamente sin medicina, sino sin médico, pues todo lo saludable a nuestra vida puede llamarse medicina. Catón mantenía, así lo dice Plutarco, a su familia en salud cabal sustentándola con liebre; como los árcades, dice Plinio, curaban todas las enfermedades con leche de vaca: y los libios, según Herodoto, gozaban popularmente de singular salud gracias a la costumbre que adoptaran: cuando los muchachos habían cumplido cuatro años los cauterizaban y quemaban las venas de la cabeza y de las sienes, por donde para toda la vida cortaban el camino a toda fluxión y constipado; los aldeanos de ese pueblo, en todos los accidentes que les sobrevenían, no empleaban sino el vino más fuerte que tenían, mezclado con azafrán y especias, y siempre con fortuna prospera.

Y a decir la verdad, entre toda esa diversidad y confusión de ordenanzas, ¿qué otro efecto se persigue sino vaciar el vientre? Lo cual pueden ejecutar mil simples domésticos; y no sé yo si la operación es tan útil como dicen, y si nuestra naturaleza no tiene necesidad de guardar sus excrementos hasta cierta medida, como el vino ha menester de las heces para su conservación; frecuentemente vemos a personas sanas acometidas por los vómitos o por los flujos de vientre; por algún accidente extraño se procuran una limpia general sin necesidad alguna precedente ni utilidad consiguiente, y a veces hasta con empeoramiento y menoscabo.

Antaño aprendí en el gran Platón que de las tres suertes de movimientos que nos son inherentes, el último y el peor de todos es el de la purgación; y que ningún hombre, como no sea loco de remate, debe echar mano de ella si no se reconoce empujado por la necesidad más extrema. Con ella se va revolviendo y despertando el mal por oposiciones contrarias; precisa que sea la manera de vivir lo que dulcemente ponga en vías de languidecimiento y reconduzca a su fin; los violentos arponazos entre la droga que se aplica y el mal que se combate redundan siempre en nuestro daño, puesto que la querella se dilucida dentro de nosotros y la medicina es un socorro de poco fiar, por naturaleza enemigo de nuestra salud, y que en nuestra economía no encuentra acceso sino merced al trastorno. Dejemos marchar las cosas sin violentarlas; el orden que auxilia a las pulgas y a los topos, ayuda también a los hombres que tienen paciencia semejante en el dejarse gobernar a la de los topos y las pulgas; inútil es que gritemos; así no hacemos más que enronquecernos sin avanzar un paso, puesto que nos las habemos con un orden indomable y soberbio. Nuestro temor y nuestra desesperación le contrarían, retardando nuestro alivio en vez de convidarlo; al mal debe su curso como a la salud; dejarse corromper en provecho del uno y perjudicando los derechos de la otra, el orden no lo consentirá sin lanzarse derecho al desorden. ¡Sigámosle por lo más santo! Vayamos con él de la mano: él conduce a los que lo acompañan, y a los que le abandonan los arrastra y trueca en hidrófobos y a su medicina con ellos. Purgad mejor vuestro cerebro; así ganaréis más que purgando vuestro vientre.

Preguntado un lacedemonio por la causa de su larga y saludable vida respondió que obedecía a «la ignorancia de la medicina»; y Adriano el emperador, ya moribundo, gritaba sin cesar «que la tiranía de los médicos le había matado». Un luchador detestable se hizo médico, y Diógenes le dijo: «Ánimo, amigo, hiciste bien, ahora echarás por tierra a los que antaño te derribaron.» Pero los galenos, según Nicocles, tienen la buena estrella «de que el sol alumbra sus bienandanzas y la tierra oculta sus delitos». Y a más de esto hallan a la mano una ventajosísima manera de que en su provecho recaigan los acontecimientos todos, pues aquello que, merced el acaso, a la naturaleza o a cualquiera otra causa extraña (y todas consideradas son infinitas), ocasiona en nosotros efecto saludable y bueno, lo achacan a privilegio de la medicina y a ella se lo atribuyen. Todos los resultados felices que llegan al paciente permaneciendo bajo su régimen, de la medicina los alcanza. Las ocasiones en que yo me vi curado y en que mil otros se vieron sanados sin recurrir a los médicos ni a sus socorros las usurpan éstos en su provecho; y en cuanto a los desdichados accidentes, ¿rechazan la responsabilidad por completo echando la culpa al paciente con el arrimo de razones tan vanas como éstas, que jamás dejan de encontrar en buen número: «Sacó los brazos de la cama; oyó el ruido de un coche,


Rhedarum transitus areto

vicorum in flexu[1045];


entreabrieron la ventana, se acostó del lado izquierdo, o sin duda pasó por su cabeza alguna penosa idea.» (En, suma, una palabra, una soñación, una ojeada les bastan como excusa para descargo de sus culpas.) O si les viene en ganas, se sirven del empeoramiento para salir ilesos por otro procedimiento que jamás les falla, y es el convencernos, cuando la enfermedad se encuentra aguzada por los remedios que aplican, de la seguridad de que nuestra estado sería aun más desastroso sin sus remedios: aquel a quien lanzaron del escalofrío a las tercianas hubiera, según ellos, padecido la fiebre crónica. En verdad obran cuerdamente al requerir del enfermo una creencia que les sea enteramente favorable; preciso es que sea de esa índole, y bien elástica además, para aplicarla a las especies tan difíciles de tragar. Platón decía, con razón sobrada, que sólo a los médicos pertenecía el mentir con libertad completa, puesto que nuestra salud depende de la vanidad y falsedad de sus promesas. Esopo, autor de excelencia rarísima, de quien pocas gentes descubren todas las gracias, nos representa ingeniosamente la autoridad tiránica que los médicos usurpan sobre esas pobres almas débiles y abatidas por el temor y el mal, pues refiere que un enfermo, interrogado por el que le asistía acerca del efecto que experimentaba con los medicamentos que le suministrara, contestó: «He sudado mucho. -Eso es bueno», repuso el médico. Otra vez preguntole cómo lo había ido después: «He sentido un frío intenso, respondió el paciente, y he rehilado mucho. -Eso es bueno», añadió el médico. Y como uno de sus domésticos se inquiriera de su situación; «En verdad, amigo, respondió, a fuerza de bienestar me voy muriendo.»

En Egipto había una ley equitativa según la cual el facultativo tomaba al paciente a su cargo durante los tres días primeros del mal a riesgo y fortuna del segundo, mas pasado ese tiempo la cosa corría a cargo del médico; y en verdad que el proceder era justo, pues ¿qué razón hay para que Esculapio, patrón de nuestros hombres, fuera castigado por haber convertido a Hipólito de la muerte a la vida:


Nam Pater omnipotens, aliquem indignatus ab umbris

mortalem infernis ad lumina surgere vitae,

ipse repertorem medicinae talis, et artis,

fulmine Phaebigenam Stygias detrusit ad undas[1046];


y sus sucesores sean absueltos enviando a tantas almas de la vida a la muerte? Un médico alababa a Nicocles el arte que ejercía como cosa de autoridad preeminente: «En verdad opino como tú, repuso Nicocles, puesto que con impunidad completa puede matar a tantas gentes.»

Por lo demás, si yo hubiera pertenecido a esa camada habría convertido mi disciplina en más sagrada y misteriosa; si bien empezaron a maravilla, no siguieron luego el mismo camino. Excelente comenzar era el hacer a los dioses y a los demonios autores de su ciencia, y el haber adoptado un lenguaje aparte y una escritura aparte, a pesar de que la filosofía declara locura el adoctrinar a un hombre para su provecho por manera ininteligible. Ut si quis medicus imperet, ut sumat


Terrigenam, herbigradam, domiportam, sanguine cassam.[1047]


Buen precepto de la ciencia de curar es el que acompaña a todas las artes fantásticas, vanas y sobrenaturales; reza ésta la necesidad de que la fe del paciente aguarde con esperanza dichosa y seguridad cabal el efecto de la operación. Esta regla la llevan a una extremidad tal, que para ellos el médico más ignorante y grosero es más adecuado para quien confía en él que el más experimentado y diestro. La elección misma de sus drogas es en algún modo misteriosa y como divina; ya prescriben la pata izquierda de una tortuga, la orina del lagarto, el excremento del elefante o el hígado de un topo; ya la sangre extraída del ala derecha de un pichón blanco; y a los que propendemos al cólico (a tal punto abusan en menosprecio de nuestra miseria) nos preceptúan las cagarrutas de ratón pulverizadas y otras ridiculeces, que mas parecen cosas de magia y encantamiento que de ciencia sólida. Dejo a un lado el número impar de sus píldoras; el señalamiento de ciertos días y fiestas del año; la distinción de horas para recoger las hierbas de sus ingredientes, y ese gesto de urañería y prudencia que revisten en porte y continente, el cual ya Plinio ridiculiza. Pero, como dije, no continuaron este hermoso comenzar al no convertir en más religiosas y secretas sus asambleas y consultaciones: ningún profano debía tener en ellas acceso, como no lo alcanza en las reservadas ceremonias de Esculapio; porque acontece con tamaña falta que la irresolución médica, la debilidad de sus argumentos, adivinaciones y fundamentos, la rudeza de sus discusiones impregnadas de odio, envidia y egoísmo, viniendo de todo el mundo a ser descubiertas, es preciso ser ciego de remate para no reconocerse en peligro entre sus manos. ¿Quién vio nunca a un médico servirse de la receta de su compañero sin añadir o quitar alguna cosa? Con esto denuncian de sobre su arte, haciéndonos ver que atienden más a la propia reputación, y por consiguiente a su provecho, que al interés de sus pacientes. Aquel de sus doctores fue más prudente que en lo antiguo les prescribiera que tan sólo uno se las hubiese con un enfermo; pues en este caso, de no hacer nada de provecho, la acusación al arte de la medicina no podrá ser muy grande por la culpa de un hombre solo; por el contrario, la gloria será mayor si la bienandanza corona la obra; mientras que siendo muchos desacreditan constantemente la profesión, con tanta más razón cuanto que mayor es la frecuencia con que practican el mal que con que ejecutan el bien. Debieran resignarse con el perpetuo desacuerdo que se descubre en las opiniones de los principales maestros y autores antiguos que trataron de esta ciencia, el cual sólo es conocido de los hombres versados en los libros, guardándose de hacer patente al vulgo las controversias y veleidades de juicio que perpetuamente encienden y alimentan entre ellos.

¿Queremos mostrar un ejemplo del remoto debate de la medicina? Herófilo coloca en los humores la causa generadora de las enfermedades, Herasistrato en la sangre de las arterias, Asclepiades en los átomos invisibles que penetran en nuestros poros, Alamón en la exuberancia o defecto de fuerzas corporales, Diocles en el desequilibrio de los elementos del cuerpo y en la calidad del aire no respiramos, Estrato en la abundancia, crudeza y corrupción del alimento que nos sustenta, e Hipócrates supone que los espíritus son la causa de los males. Hay uno de sus colegas, a quien los médicos conocen mejor que yo, que clama a propósito de tamaña disparidad: «La ciencia más importante que existe para nuestro provecho, o sea aquella cuya misión es nuestra conservación y salud, es por desdicha la más incierta, la más turbia y a la que agitan cambios más grandes.» No corremos grave riesgo al engañarnos en punto a la altura del sol, o en echar una fracción de más o de menos en las medidas astronómicas; pero aquí donde todo nuestro ser se pone en juego no es prudente que nos abandonemos a merced de la agitación de tantos vientos contrarios.

Antes de la guerra peloponesiaca no hubo grandes nuevas de esta ciencia. Hipócrates la acreditó, y, cuantos principios éste había sentado, vino Crisipo y los derribó; luego, Erasistrato, nieto de Aristóteles, desmenuzó cuanto Crisipo había escrito; después de ellos sobrevinieron los empíricos, quienes siguieron un camino enteramente opuesto al seguido por los antiguos en el cultivo de este arte; y citando el crédito de estos últimos empezó a envejecer, Herófilo puso de moda otra suerte de medicina que Asclepiades vino a combatir y a aniquilar a su vez. En su época alcanzaron autoridad las opiniones de Temison, y después las de Musa, y todavía posteriormente las de Victio Valens, médico famoso por el trato íntimo que mantuvo con Mesalina. El cetro de la medicina fue a parar en tiempo de Nerón a manos de Tesalo, el cual abolió y condenó cuanto había hasta él estado vigente; la doctrina de éste fue abatida por Crinas de Marsella, quien nos trajo como novedades el apañar todas las operaciones médicas conforme a las efemérides y movimientos de los astros; comer, beber y dormir a la hora que pluguiera a la luna y a Mercurio. Su autoridad fue muy poco tiempo después suplantada por Carino, médico de la misma ciudad de Marsella, quien combatió no sólo la antigua medicina sino también el uso público de los baños calientes, de tantos siglos antes acostumbrado. Este galeno hacía bañar a los hombres en agua fría hasta en invierno, zambullía a los enfermos en la corriente de los arroyos. Hasta la época de Plinio ningún romano se había dignado ejercer la medicina; practicábanla los griegos y los extranjeros, como entre nosotros la ejercen los latinajistas; pues, como dice un médico competentísimo, no aceptamos de buen grado el remedio que entendemos, como tampoco la droga que cogemos con nuestras manos. Si los países que nos procuran el guayacán, la zarzaparrilla y el árbol de la quina tienen sus médicos correspondientes, merced al crédito que entre éstos goza lo extraño, lo singular y lo caro, ¿cuánto no encomiarán nuestras coles y nuestro perejil? En efecto, ¿quién osara menospreciar las cosas tan lejos buscadas, al través de los azares de una peregrinación tan dilatada y peligrosa? Después de estas antiguas mutaciones de la medicina, hubo infinitas otras hasta nuestros días, y ordinariamente transformaciones completas y universales, como son las acontecidas en nuestro tiempo con Paracelso, Fioravanti y Argenterio: pues no solamente cambian un principio, sino que, según me informan, vuelven del revés todo el contexto y ensambladura de la medicina, acusando de ignorancia y engaño a los que la profesaron hasta ellos. Con lo cual puede formarse idea de la suerte que corre el desdichado paciente.

Si a lo menos estuviéramos seguros de que al engañarse no perdemos si no salimos gananciosos, obtendríamos con ello una compensación muy razonable exponiéndonos a alcanzar el bien sin abocarnos a las pérdidas. Esopo relata el cuento siguiente de un individuo que compró un esclavo: como supusiera que el color le había sobrevenido por accidente y perversos tratamientos de su primer amo, hízole medicinar con muchos baños y brebajes, con exquisito esmero, y aconteció que el esclavo no cambió en modo alguno su color obscuro, perdiendo por completo la salud de que antes disfrutara. ¿Cuántas veces no nos ocurre ver a los médicos imputarse los unos a los otros la muerte de sus pacientes? Me acuerdo ahora de una enfermedad epidémica que reinó en los pueblos de mi vecindad hace algunos años, mortal y peligrosísima; una vez la avalancha pasada (había arrastrado tras sí infinito número de vidas), uno de los médicos más renombrados de la localidad publicó un libro tocante a la materia, en el cual se consignaba que para combatir el mal se había empleado la sangría, y que esto había sido una de las causas principales del daño sobrevenido. Con fundamento mayor los autores sostienen que no hay medicina que no tenga alguna parte dañosa; y si aun aquellas mismas que nos benefician nos perjudican en algún modo, ¿qué no harán las que se nos aplican de todo en todo fuera de propósito? Por mi parte, y ya que no otra cosa, considero que para aquellos que detestan el sabor de las drogas debe constituir un esfuerzo peligroso y perjudicial el tragarlas a una hora tan incómoda y con tanta repugnancia; y creo que esto expone inminentemente al enfermo en los momentos en que tanto ha menester de reposo; de considerar además las ocasiones en que ordinariamente fundan las causas de nuestras dolencias, se ve que aquéllas son tan ligeras y delicadas, que de ello puede argumentarse que un error baladí en la suministración de sus potingues puede acarrearnos un mal incalculable.

Ahora bien; si el error del médico es dañoso, nos irá rematadamente mal, pues es muy difícil que no caiga en él de nuevo frecuentemente. Tiene éste necesidad de desmontar demasiadas piezas, consideraciones y circunstancias para marcar justamente sus designios; le precisa conocer la complexión del enfermo, su temperatura, sus humores e inclinaciones, sus actos, sus pensamientos mismos y fantasías; es necesario, además, que sepa darse cuenta de las circunstancias externas, de la naturaleza del lugar, condición del aire y del tiempo, posición de los planetas y su influencia; que conozca, en la enfermedad que tiene entre manos, las causas, signos, afecciones y días críticos; de la droga: el peso, la fuerza, el país de donde procede, la figura, el tiempo y la manera de suministrarla. Menester es que todos estos puntos sepa proporcionarlos y referirlos unos a otros, para de este modo engendrar una cabal simetría, la cual no alcanza, por escasa que sea la falta; si entre tantos resortes uno solo se desvía, basta y sobra para perdernos. Dios sabe de cuánta dificultad sea la penetración de casi todas estas partes, pues, por ejemplo, ¿cómo echará de ver la señal propia de la enfermedad, cada una de éstas siendo capaz de un número tan grande de signos? ¿Cuántos debates y dudas no sostienen y albergan los médicos en punto a la interpretación de la orina? Si así no fuera, ¿cuál sería el origen de ese continuo altercado que vemos entre ellos sobre el conocimiento del mal? ¿Cómo excusaríamos ese error en que caen con tanta frecuencia, de confundir la marta con el zorro? En los males que yo he sufrido, por pequeña que haya sido su aplicación, nunca encontré tres que estuvieran de acuerdo, y señalo más particularmente los ejemplos que me incumben. Últimamente en París, un caballero sufrió la operación de la talla aconsejado por los médicos, al cual no se encontró piedra ninguna ni en la vejiga ni en la mano: en París también un obispo, a quien yo tenía por grande amigo, fue solicitado por la mayor parte de los médicos, a quienes pidió consejo para que se prestase a la misma operación; yo también, por impulso ajeno, ayudé a ello con mis persuasiones, y cuando murió y le abrieron encontrose que su mal residía en los riñones. Menos disculpables son al engañarse en esta enfermedad, por cuanto que es palpable hasta cierto punto. Por donde la cirugía me parece de certeza mucho mayor, en atención a que maneja y ve lo que ejecuta; hay en ella menos que conjeturar y menos que adivinar: en la medicina, los médicos carecían de speculum matricis que les descubra nuestro cerebro, nuestro pulmón y nuestro hígado.

Las promesas mismas de la medicina son increíbles, pues habiendo de proveer a accidentes diversos y contrarios, que frecuentemente nos acosan juntos y que guardan una relación casi necesaria, como el calor del hígado y la frialdad del estómago, los médicos tratan de persuadirnos de que con sus menjurjes uno calentará el estómago, mientras el otro refrescará el hígado; uno tiene a su cargo ir derecho a los riñones, o a la vejiga, sin extenderse por otra parte, y conservando su fuerza y su virtud en este largo camino lleno de sinuosidades hasta el lugar a cuyo servicio se destina, por su propiedad oculta; el otro secará el cerebro, éste humedecerá el pulmón. De todo ese montón elaborados una mixtura y un brebaje, ¿no es una especie de ensueño el confiar que estas virtudes vayan dividiéndose y seleccionándose en medio de semejante confusión y mezcla, para proveer a cargas tan diversa? Yo temería infinitamente que perdieran o cambiaran sus direcciones, y que alborotaran el barrio. ¿Y por qué no imaginar en medio de tal confusión de elementos que las propiedades de estos no se corrompan, confundan y alteren los unos a los otros? ¿Y qué decir si la ejecución de esta ordenanza depende de otro encargado, a cuya fe y merced abandonamos una vez más nuestra vida?

Así como tenemos coleteros y calzoneros para vestirnos, y somos tanto mejor servidos cuanto que cada cual se ocupa solamente de su oficio, y su ciencia es más restringida y limitada que la del sastre, el cual todas las prendas abraza; y como en materia de alimentos los grandes para comodidad mayor tienen despensas, y en unas ponen las verduras y los asados en otras, de los cuales un cocinero que se ocupara de todo no podría delicadamente salir del paso, así los egipcios en punto al arte de curar tuvieron razón al desechar el general oficio de médico y al cortar esta profesión: a cada enfermedad, a cada parte del cuerpo asignaron en su obrero correspondiente, pues así cada una de ellas se veía más propia y menos confusamente tratada por no considerarse sino ella sola especialmente. Los nuestros no echan de ver que quien provee a todo no provee a nada, que la total organización de este mundo les es indigesta. Por temor de detener el curso de una disentería, a causa de la fiebre que hubiera sobrevenido, no mataron a un amigo que valía más que todos juntos, tantos como son. Amontonan sus adivinaciones en oposición con los males presentes, y por no curar el cerebro a expensas del estómago perjudican el estómago y empeoran el cerebro con sus drogas tumultuorias y contradictorias.

En cuanto a la variedad y debilidad de las razones de este arte, las de ningún otro son más palmarias; veamos, si no, una muestra. Las cosas aperitivas son útiles a un hombre sujeto al cólico porque abren los conductos y los dilatan, y encaminan la materia viscosa de que se forman la grava y la piedra conduciendo hacia bajo lo que comienza a amasarse y a endurecerse en los riñones: las cosas aperitivas son nocivas a un hombre sujeto al cólico porque abriendo los conductos y dilatándolos encaminan hacia los riñones las materias propias a formar la piedra, las cuales juntándose fácilmente por serles habitual esta propensión, es difícil que no amontonen mucho de lo que se haya acarreado; mayormente, si por casualidad se encuentra algún cuerpo algo más grueso de lo necesario para atravesar todos los estrechos que quedan por franquear para salir al exterior, este cuerpo puesto en movimiento por las substancias aperitivas y lanzado en conductos estrechos, si llega a taparlos encaminará al enfermo a una muerte dolorosísima. Es conveniente hacer aguas con frecuencia, puesto que la experiencia nos muestra que dejándolas estancar procurámoslas el tiempo preciso para que se descarguen de la parte sólida disuelta y demás sedimentos que servirán de materiales para formar la piedra en la vejiga: es bueno no hacer aguas con frecuencia, porque los pesados sedimentos que éstas arrastran consigo no los llevarán si no hay violencia en la operación, como la experiencia nos enseña: así un torrente que rueda con impetuosidad barre con mayor limpieza el lugar por donde pasa que no el curso de un arroyuelo blando y tardo. Análogamente, es bueno tener comercio frecuente con mujeres, porque así abren los conductos, dando suelta a la grava y a la arena; es también nocivo, porque irrita los riñones, los cansa y debilita. Es bueno bañarse en agua caliente, porque así se aflojan y reblandecen los lugares en que se estancan la arena y la piedra; malo también es, porque esta aplicación del calor externo cuece los riñones, endureciendo y fortificando la materia, que para ello interiormente está dispuesta. A los que están en balnearios es saludable comer poco por la noche a fin de que el brebaje de las aguas que tienen que tomar al siguiente día por la mañana haga mejor su operación encontrando el estómago vacío y no imposibilitado; por el contrario, es mejor comer poco a medio día a fin de no trastornar los efectos del agua, que no llegaron todavía a ser perfectos, no cargando el estómago tan de repente con otra labor que efectuar, y dejando así la tarea de digerir para la noche, que la práctica mejor que no el día, en que el cuerpo y el espíritu están en perpetuo movimiento y acción. He aquí cómo van burlándose y divirtiéndose a nuestras expensas en todos sus discursos, y no acertarían a presentarme una proposición la cual yo no rebatiera con otra contraria de fuerza parecida. Que no lo alboroten, pues, en medio de barahúnda semejante contra los que mansamente se dejan guiar por el propio instinto y consejo de la naturaleza, echándose en brazos de la común fortuna.

Con ocasión de mis viajes he visitado casi todos los balnearios famosos de la cristiandad, y hace algunos años comencé de ellos a servirme, pues en general considero el remojarse como saludable, y creo que corremos incomodidades no ligeras en nuestra salud por haber perdido esta costumbre, que fue generalmente observada en los tiempos pasados en casi todas las naciones, y lo es todavía en muchas de lavarse el cuerpo todos los días; no puedo yo imaginar que no valgamos mucho menos teniendo así nuestros miembros como los crustáceos y nuestros poros cubiertos de grasa. Por lo que toca a tomar aguas, la casualidad hizo que esto no fuera en modo alguno enemigo de mi gusto; en segundo lugar es cosa sencilla y natural, que a lo menos no perjudica si no ocasiona buenos resultados, de lo cual es prueba la multitud de pueblos de todas suertes y complexiones que en los baños se congregan; aunque yo no haya advertido con el agua ningún efecto extraordinario y milagroso, informándome con mayor atención de la que comúnmente se pone en estas cosas, he reconocido como mal fundados y falsos todos los rumores de tales operaciones como se esparcen por estos lugares y a que se da crédito (así el mundo va engañándose fácilmente con lo que desea); apenas si he visto ninguna persona a quien las aguas hayan empeorado, y sin malicia no puede negarse que despiertan el apetito, facilitan la digestión y nos prestan algún nuevo contentamiento, si a ellas no se va con las fuerzas demasiado abatidas, lo cual yo a nadie aconsejo; las aguas son impotentes para enderezar una pesada ruina; pueden sí servir de apoyo a una inclinación ligera o remediar la amenaza de algún trastorno. Quien no lleva suficientes ánimos para poder gozar el placer de las compañías que allí se encuentran y de los paseos y ejercicios a que nos convida la hermosura de los lugares en que comúnmente están situadas, pierde sin duda la mejor parte y la más segura del efecto de las mismas. Por esta causa yo procuré hasta hoy detenerme y servirme de aquellas en que la amenidad del lugar es mayor, la comodidad de alojamiento, la diversidad de víveres y la excelencia de compañía, como son en Francia los baños de Bañeras, en la frontera de Alemania y de Lorena los de Plombiers, en Suiza los de Baden, en Toscana los de Luca, especialmente los llamados della Villa, que son los que yo he visitado con mayor frecuencia en diversas épocas.

Cada nación profesa opiniones particulares en punto a su uso y tiene modos y formas de servirse de ellos completamente diversos; a lo que yo entiendo, los efectos son casi idénticos: el beber no es en manera alguna recibido en Alemania; allí se bañan para curar todas las enfermedades y permanecen en el agua como las ranas, de sol a sol; en Italia, cuando beben nueve días se remojan treinta por lo menos, y comúnmente toman el agua mezclada con otras drogas para que ayuden mejor a la operación. En unos sitios se nos ordena, el paseo para dirigirla, en otros el permanecer en el lecho donde la tomamos hasta desalojarla, teniendo bien abrigados el vientre y los pies. Como los alemanes tienen por costumbre peculiar, el aplicarse ventosas en el baño, así los italianos usan las doccie, que son ciertas goteras de agua caliente conducida por caños, y se riegan una hora por la mañana y otro tanto a medio, día, por espacio de un mes, el pecho, la cabeza o la parte del cuerpo que de ello ha menester. En cada localidad hay multitud de particularidades en la manera de servirse del mejor decir, casi ninguna semejanza existe de unos a otros lugares. He aquí con o esta parte de la medicina, la única con que haya yo transigido, aun cuando sea la menos artificial, incluyo también una parte no pequeña de la incertidumbre y confusión que por doquiera se ven en el arte de curar.

Los poetas expresan cuanto les pasa por las mientes con gracia y énfasis mayores que los demás mortales; ejemplo este epigrama:


Alcon hesterno signum Jovis attigit: ille,

quamvis marmoreus, vim patitur medici.

Ecce bodic, jussus transferri ex aede vetusta,

effertur, quamvis sit deus atque lapis[1048]:


y este otro:


Lotus nobiscum est, hilaris coenavit, et idem

invertus mane est mortuus Andragoras.

Tam subitae mortis causam,Faustine, requiris?

in somnis rnedicum viderat Hermecratem[1049]:


a propósito de los cuales quiero ingerir aquí dos cuentos.

El barón de Caupene de Chalosse y yo tenemos en común el derecho de patronato sobre un beneficio de extensión dilatada, al pie de nuestras montañas, que se llama Lahontan. Ocurrió con los habitantes de este rincón lo que se refiere de los del valle de Angrougne: llevaban una vida aparte; sus maneras, vestidos y costumbres les eran peculiares; vivían regidos y gobernados por ciertas leyes y reglamentos particulares, recibidos de padres a hijos, a los cuales se sometían sin más sujeción que la reverencia emanada del uso. Este pequeño Estado vivió una existencia tan dichosa, desde tiempos remotísimos que ningún juez vecino había tenido jamás necesidad de inmiscuirse en sus negocios; ningún abogado se empleó en iluminarlos con sus consejos, ni extranjero fue llamado para nunca extinguir sus querellas, y tampoco se vio vecino que para subsistir tuviera que pedir limosna: todos huían la alianza y comercio con el resto del mundo, a fin de no adulterar la pureza de su gobierno, hasta que un día aconteció, como refieren por el testimonio de sus padres, que uno de ellos sintiéndose con el alma espoleada por una noble ambición, ideó, para que su nombre alcanzara reputación y crédito, hacer de uno de sus hijos el señor Juan o el señor Pedro; y como le enviara para que se instruyese y aprendiera a escribir a una ciudad vecina, convirtiole al fin en un cumplido notario de aldea. Este joven, llegado a su mayoría de edad, comenzó a menospreciar los antiguos usos y costumbres de su pueblo y a ingerir en la cabeza de sus vecinos la pompa reinante en las regiones de por acá; al primero de sus compadres a quien descornaran una cara, aconsejole pedir razón del desmán a los jueces reales de alrededor, y de ése a otro, hasta que acabó por bastardearlo todo. Como consecuencia de tanta corrupción cuentan que al punto sobrevino otra de peores consecuencias, ocasionada por un médico a quien se le ocurrió la idea de casarse con una joven del lugar y avecindarse en él. Este físico comenzó por enseñarles primeramente el nombre de las diversas fiebres, el de los reumas y el de las apostemas; la situación del corazón, la del hígado y la de los intestinos, que era una ciencia hasta entonces para ellos desconocida hasta en lo más remoto; y en lugar de los ajos, con lo cual estaban enseñados a expulsar toda suerte de males, por extremos y rudos que fueran, acostumbroles, para una tos o un constipado, a tomar mixturas extrañas, empezando con esto a hacer tráfico no sólo de la salud de sus vecinos, sino también de su vida misma. Juran éstos que sólo desde entonces advierten que el sereno les ataca a la cabeza; que el beber acalorados es nocivo; que los vientos de otoño son más perjudiciales que los de primavera; que después del empleo de la medicina se encuentran molestados por una legión de males desacostumbrados, y que advierten un general decaimiento de su antiguo vigor, al par que sus vidas se redujeron a la mitad en punto a duración. Tal es el primero de mis cuentos.

He aquí el otro. Antes de mi sujeción al mal de piedra, como llegara a mi conocimiento por intermedio de muchas personas que la sangre del cabrón era un remedio infalible y como celestial que se nos enviara en estos últimos siglos para la tutela y conservación de la vida humana, y como oyera hablar en este sentido a personas de mucho seso considerando aquélla como una droga admirable de milagrosos resultados, yo que siempre tuve fija en ni mente la exposición de todos los accidentes a que cualquier hombre puede estar abocado, tuve gusto en plena salud de procurarme este milagro, y ordené que en mi casa nutrieran un macho cabrio conforme a un régimen particular, pues es preciso recoger el animal en los meses más calurosos del estío y no darle de comer sino hierbas apetitosas y de beber sólo vino blanco. Por casualidad me dirigí a mi casa el día en que el animal debía ser matado, y me vinieron a decir que, el cocinero encontró en la panza de aquél dos o tres bolas gruesas que se entrechocaban unas con otras entre el condumio; hice por curiosidad que trajeran todo el bandullo en mi presencia y mandé que abrieran la piel del animal, gruesa y ancha, del interior de la cual salieron tres abultados cuerpos, ligeros como esponjas, de tal suerte que parecían huecos, duros, sin embargo, en la superficie, de contextura resistente y abigarrados de varios colores poco intensos; uno de ellos, perfecto en redondez, tenía, el tamaño de una bola pequeña; los otros dos, un poco más chicos, eran de redondez imperfecta, pero semejaban ir camino de ella. Informándome de personas acostumbradas a destripar estos animales tuve noticia de que se trataba de un caso inusitado y singular, y es muy verosímil que esas piedras fueran hermanas de las que en nosotros se forman. Caso de que así sea en efecto, considérese la vanidad de la esperanza de los sujetos al mal de piedra al pretender alcanzar la curación con la sangre de esos animales no menos sujetos a concluir de un modo parecido, pues sostener que la sangre no participa del contagio y que no se adultera su virtud acostumbrada es de todo punto inverosímil; más bien debemos creer que no se engendra nada en un cuerpo sino por la conspiración y comunicación de todas las partes del mismo: obra la masa toda entera aun cuando una parte contribuya más que otra según la diversidad de las operaciones, por donde habría verosimilitud grande de que en todas las partes de ese cabrón existiese alguna cualidad petrificante. No tanto por temor de lo venidero ni por mi propia persona tenía yo interés en esta experiencia, sino porque ordinariamente ocurre en mi casa y en muchas otras que las mujeres amontonan tales menudas drogas para socorrer al pueblo, empleando remedios que ellas no adoptan para sí; sin embargo, suelen a veces obtener buenos resultados.

Por lo demás yo honro a los médicos, no conforme al sentir común, o sea por la necesidad (pues a este pasaje se opone otro del profeta que reprende al rey Asa por haberse puesto en manos de un médico), sino por el amor que les profeso en atención a que entre ellos conocí muchos dignos varones merecedores de ser amados. Ellos no me inspiran mala voluntad, sino su arte; y no los censuro grandemente porque conviertan en provecho nuestra torpeza, pues casi todo el mundo hace lo propio; muchas profesiones menores y otras más dignas que la de ellos no tienen otro fundamento ni apoyo que los públicos abusos. Cuando estoy enfermo los llamo a mi compañía; si los encuentro cerca de mí les hablo de mis males, y como los demás los pago. Autorízolos para que me ordenen abrigarme continuamente, si así lo deseo, mejor que de otra suerte; pueden también escoger entre los puerros y las lechugas para preparar el caldo que haya de tomar, u ordenarme el vino blanco o el clarete; y así por el estilo entre todas las demás cosas que son indiferentes a mi apetito y hábitos. Bien se me alcanza que concesiones tales nada significan para ellos, puesto que la agriura y la extrañeza son los accidentes que constituyen la esencia de la medicina. ¿Por qué Licurgo ordenaba el vino a los esparciatas enfermos? Porque detestaban su uso cuando estaban sanos. Hacía lo propio que un gentilhombre, vecino mío, el cual se sirve del vino para remedio de sus liebres como de droga muy salutífera, porque por naturaleza odia mortalmente sentirla en su paladar. ¿Cuantísimos médicos no vemos de humor idéntico al mío, que menosprecian la medicina para su servicio y adoptan una forma libre de vida, contraria en todo a la que recomiendan a los demás? ¿Y qué significa esto si no es un escandaloso abuso de nuestra simplicidad? Pues no profesan a su vida y salud menos afección que los demás mortales, y acomodarían los efectos a su doctrina si ellos mismos no conocieran la falsedad de ésta.

El temor de la muerte y del dolor, la impaciencia con que éste se soporta y la sed indiscreta de curación son las cosas que así nos ciegan; en suma, la cobardía es lo que convierte nuestra creencia en tan blanda y maleable. La mayor parte de los enfermos, sin embargo, no creen tanto como sufren y se ponen a la merced del médico, pues yo los oigo lamentarse y hablar como nosotros, y a la postre sin poder contenerse, exclaman: «¿Qué haré yo pues?» Como si la impaciencia fuera de suyo un remedio mejor que la paciencia. ¿Hay alguno entre los que se entregan a esa miserable esclavitud que no se rinda igualmente ante toda suerte de imposturas y no se ponga a la merced de quienquiera que tenga el descaro de prometerle segura curación? Los babilonios llevaban sus enfermos a la plaza pública; el médico era el pueblo: todos los pasajeros, por humanidad y civilidad se informaban del estado de aquéllos, y según la experiencia de cada uno dábanlos algún aviso saludable. Apenas si nosotros hacemos cosa distinta, no hay mujerzuela de quien no empleemos la charla y ordenanzas, y, a mi ver, si yo hubiera de aceptar algunas, de mejor grado acogería esta medicina que ninguna otra, puesto que al menos con ella no hay ningún mal que temer. Lo que Homero y Platón decían de los egipcios, o sea que entre ellos todos eran médicos, debe decirse igualmente de todos los pueblos: no hay persona que no se alabe de poseer el secreto de alguna receta y que no la experimente en su vecino, si éste quiere creerla. Hallándome días pasados en una reunión donde no sé quién llevó la nueva de una suerte de píldoras elaboradas con la friolera de ciento y tantos ingredientes, panacea maravillosa, la cosa dio lugar ir una fiesta y consolación singulares, pues en verdad, ¿qué parapeto bastaría a sostener el esfuerzo de una tan nutrida batería? Después oí de los mismos que la ensayaron que ni las más insignificante piedrecilla se dignó moverse de su lugar.

No puedo desprenderme de este papel sin escribir todavía una palabra de lo que los médicos nos dan como seguridad en la certeza de sus tropas, que es la experiencia del mayor número; yo creo que más de las dos terceras partes de las virtudes medicinales radican en la quinta esencia o propiedad oculta de los simples, de la cual no podemos alcanzar instrucción distinta a la que el uso nos procura, pues quinta esencia no es, otra cosa que una cualidad, de la cual mediante nuestra razón no podemos hallar la causa. En semejantes pruebas, cuando se me dice haber sido adquiridas por inspiración de algún espíritu acójolas con contentamiento (pues, en cuanto a los milagros se refiere, ni a tocarlos siquiera me determino jamás); e igualmente las que se sacan de las cosas que por consideraciones de otro orden caen frecuentemente en nuestro uso, como si en la lana con que nos guardamos del frío se encontró por casualidad alguna oculta propiedad desecativa que curara los sabañones de los pies, o si en el rábano picante que comemos se halló algún efecto aperitivo. Cirenta Galeno que aconteció a un leproso recibir la salud mediante el vino que bebía, porque el acaso hizo que una culebra se deslizara en la vasija. En este ejemplo encontramos el medio de un procedimiento adecuado a aquella experiencia, como también en aquellos otros a que los médicos dicen haber sido encaminados por la observación de algunos animales; mas casi todas las otras a que el acaso los condujo, y en que confiesan no haber tenido otro guía que el azar, encuentro inaceptable semejante procedimiento. Yo imagino al hombre mirando en su derredor el número infinito de las cosas creadas: animales, plantas y metales, y no se por dónde hacerle comenzar su ensayo; y en caso de que su inclinación primera le lance desde luego sobre el cuerno de ciervo1050, para lo cual necesario es presuponer una facilidad en el creer llena de blandura, encuéntrase aún imposibilitado en su segunda operación; tantas enfermedades acometen al hombre, y tantos circunstancias precisan para la acertada aplicación de los remedios que, antes de que el médico sea llegado al punto de la certitud en su experiencia, el juicio humano pierde los estribos: antes de que haya descubierto entre la infinidad de cosas lo que es un cuerno, y entre la variedad de enfermedades, complexiones, naciones, edades, mutaciones celestes, partes de nuestro organismo, a todo esto no siendo guiado por argumentaciones ni conjeturas, por ejemplo, ni por inspiración divina, sino exclusivamente por fortuito movimiento, cuando precisaría que fuese una operación perfectamente medida, ordenada y metódica. Además, aun cuando la curación en estas circunstancias fuese realizada, ¿cómo puede asegurarse el médico de que la causa no fue debida a que el mal era ya llegado a su período de saneamiento, o también a un efecto del acaso, o al efecto de alguna otra cosa que el enfermo hubiera comido o bebido, o tocado el día de su medicación, o al fruto de los rezos de su abuela? A mayor abundamiento, aun suponiendo que esa prueba haya sido perfectamente demostrada, ¿cuántas veces se ve repetida? Y esa larga hilera de casualidades y casos ¿es bastante para dejar sentada una regla general? y aun cuando por la regla se concluya ¿quién es el que la fundamenta? Entre tantos y tantos millones, sólo tres hombres hay que se ocupen de registrar sus experiencias: ¿acaso la suerte habrá hecho que se encuentre precisamente uno de ellos? ¿Pero y si otro y cien otros hicieron experiencias opuestas? Acaso nos fuera dable ver alguna luz si nos fuesen conocidos todos los juicios y razonamientos de los hombres; pero eso de que tres testigos y tres doctores regenten el género humano, es locura singular; precisaría para ello que el universo mundo los hubiera elegido, y que fueran declarados nuestros síndicos por poder expreso.

A LA SEÑORA DE DURAS[1051]

«Señora: en vuestra última visita me encontrasteis en este lugar de mis devaneos. Porque puede suceder que estas bagatelas caigan algún día en esas manos, quiero que ellas, testimonien que su autor se siente muy honrado del favor que las dispensaréis. Hallaréis en ellas el mismo porte que habéis visto en la conversación del nombre que las trazó. Aun cuando me hubiera sido dable adoptar alguna otra manera distinta de la mía habitual y alguna otra forma más elevada y mejor, yo no la hubiese acogido, pues a ningún otro fin van encaminados mis escritos sino a que vuestra memoria pueda al natural representarse mi imagen. Esas mismas condiciones y facultades que practicasteis y acogisteis, señora, con mucho mayor honor y cortesía del que merecen, quiero acomodarlas, mas sin alteraciones ni cambios, en un cuerpo sólido que pueda durar algunos años, o algunos días, después de mi muerte, donde, podáis encontrarlas cuando os plazca refrescar vuestra memoria, sin que os molestéis buscando recuerdos, pues no valen éstos la pena de tal trabajo; mi deseo es que prolonguéis en mí el favor de vuestra amistad por las cualidades que la originaron.

»Yo no busco en manera alguna que se me ame ni se me estime mejor, cuando muerto que en vida. El humor de Tiberio es ridículo, y común, sin embargo, porque cuidaba más de extender su nombradía en lo venidero de lo que procuraba hacerse estimable y grato a los hombres de su tiempo. Si fuera yo de aquellos a quienes el mundo puede, andando los años, deber alabanza, perdonaríale la mitad con tal que me la pagara por anticipado; que aquélla se apresurase y amontonase en torno mío, más espesa que dilatada, más plena que perdurable, y que con mi conocimiento se disipara de raíz cuando su dulce son mis oídos ya no adviertan. Torpe cosa sería el ir, a la edad en que yo me encuentro, presto ya a abandonar el comercio de los hombres, mostrándome a ellos para buscar una recomendación nueva. Yo no hago mérito alguno de los beneficios que no haya podido emplear al servicio de mi vida. Como quiera que yo sea, quiero serlo en otra parte y no en el papel; mi arte y mi industria fueron empleados en hacerme valer a mí mismo; mis estudios, a enseñarme a obrar, no a escribir. Mis esfuerzos todos fueron encaminados a formar mi vida, éste es mi oficio y ésta es mi obra; yo soy menos hacedor de libros que de ninguna otra labor. He deseado capacidad para provecho de mis comodidades presentes y esenciales, no para hacer almacenaje y reserva para mis herederos. A quien el valer adorna que lo muestre en sus costumbres, en su conversación habitual, en sus relaciones amorosas o en sus querellas, en el juego, en el lecho, en la mesa, en el manejo de sus negocios o en la manera de gobernarse. Esos a quienes yo veo componer buenos libros bajo malos gregüescos, debieran haberse provisto de gregüescos antes de seguir mi dictamen: preguntad a un esparciata si prefiere mejor ser buen retórico que buen soldado, no a mí que me inclinaría más a ser cocinero diestro, si no tuviera quien como tal me sirviese. ¡Bien sabe Dios, Señora, que yo detestaría semejante recomendación, de ser hombre hábil por escrito, y hombre baladí o tonto en otros respectos! Prefiero ser ambas cosas aquí y acullá a haber tan mal elegido el empleo de mi valer. Así que, podéis considerar lo distante que me encuentro de buscar un honor nuevo por medio de estas simplezas, si os digo que me daré por contento con no perder el escaso que haber pueda alcanzado, pues aparte de lo que esta pintura muerta y muda arrebate de mi ser natural, no tiene que ver nada con mi mejor estado, sino con el ya muy decaído de mi primer vigor y lozanía, inclinado ya a lo ajado y rancio: estoy en lo hondo del navío, donde huelen la profundidad y las heces.

»Por lo demás, señora, no hubiera yo osado remover tan sin escrúpulos los misterios de la medicina, en vista del crédito que vos y tantos otros la otorgan, si a ello no me hubiesen empujado los autores mismos que de ella escriben. Creo que entre éstos no hay más que dos latinos: si los leyerais algún día, vierais que hablan con mayor rudeza de la que yo empleo; yo no hago más que pincharla, y ellos la degüellan. Plinio se burla, entre otras cosas, de que al verse los médicos en la extremidad última de sus remedios, recurren a la hermosa derrota de enviar a sus enfermos, a quienes inútilmente agitaron y atormentaron con sus drogas y regímenes, a los unos al cumplimiento de algún milagro y a las aguas calientes a los otros. (No os encolericéis, señora, pues no habla de las de por acá, que pertenecen a los dominios de vuestra casa y son todas gramontesas.) Todavía tienen una tercera suerte de deshacerse de nosotros para alejarnos de su contacto y aligerarse de las censuras que pudiéramos lanzarles por la escasa enmienda que procuraron a nuestros males (que tanto tiempo estuvieron bajo su jurisdicción), cuando ya no les queda artificio ninguno con que conseguir nuestro entretenimiento, y es el enviarnos a buscar la salubridad del aire en alguna otra región. Entiendo que lo dicho es ya bastante, y voy con vuestro consentimiento a seguir el hilo de mi discurso, del cual me había separado para hablar con vosotros.»

Me parece que fue Pericles quien preguntado cómo iba de salud: «Ya podéis verlo», contestó, mostrando los amuletos que llevaba sujetos al cuello y al brazo. Quería con tal respuesta significar que su situación era muy grave, puesto que al extremo era llegado de recurrir a cosas tan inútiles y de haberse dejado equipar de utensilios semejantes. No digo yo que no pudiera algún día ser impelido a la determinación ridícula de poner mi vida y mi salud a la merced y gobierno de los médicos; podré caer en esta flaqueza, no puedo asegurarme de mi firmeza venidera, mas también entonces, si alguien se inquiere de mi estado, podré como Pericles contestar: «Podéis juzgar por esto», mostrando mi mano cargada de seis dragmas de opiata. Signo evidentísimo será mi aspecto de enfermedad violenta; tendré mi juicio soberanamente trastornado: si la intranquilidad y el horror ganan la dicha sobre mi individuo, de ello podrá concluirse la fiebre en que mi alma yacerá sumida.

Me tomé el trabajo de pleitear esta causa, que entiendo bastante mal, para apoyar algún tanto y, fortalecer la propensión natural contra las drogas y la práctica de nuestra medicina, que en mí deriva de mis antepasados, a fin de que mi antipatía no fuera solamente ocasionada por una inclinación estúpida y temeraria; para que tuviese algún viso de razonamiento. Así que los que me ven tan firme frente a las exhortaciones y amenazas que se me lanzan cuando las enfermedades me postran no crean que se trata de simple testarudez; que ninguno sea tampoco tan estrafalario que imagine ser el aguijón de gloria lo que me haya impulsado a hilvanar este discurso: ¡torpe sería el deseo de querer alcanzar honra de una acción que me es común con mi muletero y mi mozo de mulas! Declaro que no tengo el corazón tan inflamado ni hinchado de viento para que un placer sólido y carnudo como es la salud fuera yo a trocarlo por un placer imaginario, espiritual y aéreo; la gloria, hasta la misma que cupo a los cuatro hijos de Aymon se compra sobrado cara para un hombre si va a costarle tres fuertes accesos de cólico. ¡La salud, por Dios, primero y antes que todo! Los que aman nuestra medicina pueden tener en apoyo de su idea sus consideraciones excelentes, grandes y sólidas; yo no odio las fantasías contrarias a las mías: tan lejos estoy de molestarme por la discordancia de mis juicios con los ajenos, ni de incompatibilizar con la sociedad humana por ser de otro sentir y partido distinto del mío, que muy por el contrario (y es a la vez la más común tendencia que la naturaleza haya seguido: la variedad, más en los espíritus que en los cuerpos, porque aquéllos son de substancia más flexible y capaz de formas), hallo mucho más raro ver convenir nuestros humores y designios. Jamás en el mundo existieron dos opiniones iguales como tampoco dos cabellos, ni dos granos iguales. La cualidad más universal de aquéllas es la diversidad.



  


436

No es un plan excelente el que no puede modificarse. Ex Publii Mimis, apud A. GELL., XVII, 14. (N. del T.)


437

Abandona lo que quería poseer; de nuevo vuelve a lo que ha dejado; siempre flotante, él mismo se contradice sin cesar. HORACIO, Epíst., I, 198. (N. del T.)


438

Nos dejamos llevar como el autómata sigue a la cuerda que lo conduce. HORACIO, Sat., 7, 82. (N. del T.)


439

¿Acaso no vemos que el hombre busca siempre algo, sin saber lo que desea, y que cambia sin cesar de lugar como sí así pudiera verse libre de la carga que lo abruma? LUCRECIO, III, 1070. (N. del T.)


440

Los pensamientos de los mortales, sus duelos y alegrías, cambian con los días que Júpiter les envía. Odisea, XVIII, 135. (N. del T.)


441

En términos capaces de animar al más tímido. HORACIO, Epíst., II, 2, 36. (N. del T.)


442

Grosero y todo como era, respondió: «Irá allí quien haya perdido su caudal.» HORACIO, Epíst., II, 2,39. (N. del T.)


443

Para seguir una conducta uniforme es necesario tomar como punto de partida un principio invariable. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 27. (N. del T.)


444

De modo que siga sin desviarse jamás el camino que se ha trazado. CICERÓN, Parad., V, I. (N. del T.)


445

Vivid persuadido de que es bien difícil ser constantemente el mismo hombre. SÉNECA, Epíst., 120. (N. del T.)


446

Instigada por Venus la joven pasa furtivamente junto a los que la vigilan, y sola, durante la noche, se dirige en busca de su amante. TIBULO, II, 1, 75. (N. del T.)


447

Así, pues, es imposible desviarse en ningún sentido sin perder el camino verdadero. HORACIO, Sat., I, 1 107. (N. del T.)


448

Nunca se probará con buenas razones que robar coles en una heredad sea un crimen tan grande como saquear un templo. HORACIO, Sat., I, 3, 115. (N. del T.)


449

Cuando al hombre doma la fuerza del vino, sus miembros pierden la ligereza; su andar es incierto, su paso inseguro, su lengua se traba, su alma parece ahogada y sus ojos extraviados. El hombre borracho lanza impuros eructos y tartamudea injurias. LUCRECIO, III, 475. (N. del T.)


450

En medio de tus alegres transportes, ¡oh Baco!, el sabio se deja arrancar su secreto. HORACIO, Od., III, 21, 14. (N. del T.)


451

Las venas todavía inflamadas a causa del vino que bebiera la víspera. JUVENAL, XV, 41. (N. del T.)

  

452

Aunque ahogados en el vino, tartamudeando y dando traspiés, es difícil vencerlos. JUVENAL, XV, 47. (N. del T.)

  

453

Dícese que en esta noble justa ganó la palma el gran Sócrates. PSEUDO GALLUS, I, 47. (N. del T.)

  

454

Refiérese también del viejo Catón que el vino enardecía su virtud. HORACIO, Od., III, 21, 11. (N. del T.)

  

455

Reloj de Príncipes, O vida de Marco Aurelio y de su mujer Faustina Bayle en su Diccionario Histórico-crítico, consagra un artículo a Guevara. (N. del T.)

  

456

Si el vino puede dar al traste con la prudencia más firme. HORACIO, Od., III, 28, 4. (N. del T.)

  

457

Así cuando el alma se aterroriza, todo el cuerpo palidece y se cubre de sudor, tartamudea la lengua, la voz se extingue, la vista se enturbia, los oídos chillan y el organismo todo se trastorna. LUCRECIO, III, 155. (N. del T.)

  

458

Que no se crea, pues, al abrigo de ningún accidente humano. TERENCIO, Heautontim., act. I, esc. I, v. 25.-Montaigne modifica el sentido de este verso para adaptarlo a la idea del texto. (N. del T.)

  

459

Así hablaba Eneas, con los ojos bañados en lágrimas y su flota vagaba a toda vela. VIRGILIO, En., VI, 1. (N. del T.)

  

460

¡Oh fortuna!, te preví, logré domarte y fortifiqué todas las avenidas por donde pudieras llegar hasta mí, CICERÓN, Tusc. quaest., V, 9. (N. del T.)


461

AULIO GELIO, IX, 5; DIÓGENES LAERCIO, VI, 3 -Montaigne traduce estas palabras antes de citarlas. (N. del T.)

  

462

[imagen en el original (N. del E.)]

  

463

Desdeñando esos inofensivos animales, quisiera que se presentara ante él un jabalí con la boca cubierta de espuma, o que un león descendiera de la montaña. VIRGILIO, En., IV, 158. (N. del T.)

  

464

Por un decreto de la divina sabiduría, la muerte se extiende por todas partes. Todos pueden quitar la vida al hombre, nadie apartarle de la muerte, mil caminos espaciosos a ella nos conducen. SÉNECA, Thebaida, acto I, esc. I, v. 151. (N. del T.)

  

465

Más allá se ven agobiados de tristeza los infelices que acabaron dándose la muerte, los días hasta entonces inocentes, y que detestando la luz se desprendieron de la carga de la vida. VIRGILIO. En., VI, 434. (N. del T.)

  

466

Así el roble en las negras selvas de la Álgida se fortifica bajo los redoblados golpes del hacha, y hasta alcanza nuevo vigor merced al hierro que le hiere. HORAC. Od., IV, 1, 4, 57. (N. del T.)

  

467

La virtud, padre mía, no consiste como creéis en tener la vida, sino en no huirla vergonzosamente; en mostrar el resto a la adversidad. SÉNECA, Thebaida, acto I, v. 190. (N. del T.)

  

468

Fácil es en la desdicha despreciar la muerte; pero es más valeroso quien soporta la desgracia. MARCIAL, XI, 56, 15. (N. del T.)

  

469

Si el universo desquiciado se tumba, contemplará las ruinas con entera calma, sin aterrorizarse. HORACIO, Od., III, 3, 7. (N. del T.)

  

470

Decidme, os lo ruego, ¿morir de miedo a morir, no es la mayor de las locuras? MARCIAL, II, 80, 2. (N. del T.)


471

El temor mismo del peligro hace a veces que nos precipitemos en él. El hombre valeroso es el que desafía los males cuando es preciso, o los evita cuando está en su mano. LUCANO, VII, 104. (N. del T.)

  

472

El miedo de la muerte inspira con frecuencia a los hombres tal repulsión la vida que los humanos vuelven contra al sí mismos sus manos crispadas, olvidando que el temor de la muerte era el único origen de sus males. LUCRECIO, III, 79. (N. del T.)

  

473

Nada hay que temer de la desgracia cuando no se existe en el tiempo en que puede sobrevenir. LUCRECIO, III, 874. (N. del T.)

  

474

[imagen en el original (N. del E.)]

  

475

Salida razonable, que decían los estoicos. (N. del T.)

 

475.1

[imagen en el original (N. del E.)]

  

476

Tendido en la arena el vencido gladiador espera todavía, aunque por la señal acostumbrada el pueblo ordena que muera. PENTADIO, de Spe. Virg. Catalecta, ed. Scaligero, p. 223. (C.)

  

477

Tal ha habido que sobrevivió a su verdugo. SÉNECA, Epíst., 13. (N. del T.)

  

478

El tiempo, los sucesos encontrados trajeron consigo cambios favorables; caprichosa en sus juegos, la fortuna hunde a veces a los hombres para levantarlos luego con mayor esplendor. VIRGILIO, En., XI, 425. (N. del T.)

  

479

Libro segundo de los Macabeos, XIV. (N. del T.)

  

480

Estepa la Vieja, en la provincia de Sevilla. (N. del T.)


481

Ella misma nos sirve de verdugo y nos agota sin cesar con su látigo invisible. JUVENAL, XIII, 195. (N. del T.)

  

482

El mal recae sobre quien lo meditó. AULO GELIO, IV, 5. (N. del T.)

  

483

Y deja su vida en la herida que ella misma hizo. VIRGILIO, Geórg., IV 238. (N. del T.)

  

484

A veces los culpables se acusaron en sueños o en el delirio de la fiebre, y revelaron los crímenes que guardaban ocultos. LUCRECIO, V, 1157. (N. del T.)

  

485

El primer castigo del culpable consiste en que ni él mismo se absolvería juzgándose ante su propio tribunal. JUVENAL, Sát. XIII, 2. (N. del T.)

  

486

Según el testimonio que el hombre se da a sí mismo, así a su alma acompañan la esperanza o el temor. OVIDIO, Fast., I, 485. (N. del T.)

  

487

El dolor obliga a mentir hasta a los mismos inocentes. Sentencias de PUBLIO SIRO. (N. del T.)

  

488

En este capítulo habla Montaigne de la manera más viable de prepararse a acoger la muerte, que fue la preocupación suprema de su vida, al par que una de las ideas capitales de los Ensayos. (N. del T.)

  

489

Jamás llega la hora del despertar cuando se sintió el frío reposo de la muerte. LUCRECIO, III, 942. (N. del T.)

  

490

Tanto imperio ejercía sobre su alma hasta en la hora de la muerte. LUCANO, VIII, 636. (N. del T.)


491

Porque abatida el alma e incierta de recobrar sus fuerzas, no puede fortalecerse. TORC. TASSO, Jerusalemme liberata, canto XII, estancia 74. (N. del T.)

  

492

Como un hombre que, mitad dormido y mitad despierto, ya abre los ojos, ya los cierra. TORC. TASSO, Jerus. liberata, canto VIII, estancia 26. (N. del T.)

  

493

A veces un desdichado acometido de un mal súbito cae redondo a vuestros, pies como herido por el rayo; su boca arroja espuma, su pecho gime, sus miembros se estremecen. Fuera de sí, la rigidez le gana, apenas respira; da vueltas y se agita en todos sentidos. LUCRECIO, III, 485. (N. del T.)

  

494

Vive, mas sin saber si goza de la vida. OVIDIO, Trist., I, 3, 12. (N. del T.)

  

495

Cumplo, dice Iris, la orden que recibí; arranco esta alma consagrada al dios de los infiernos y rompo sus cadenas mortales. VIRGILIO, Eneida, IV, 702. (N. del T.)

  

496

Los dedos medio muertos se agitan y recogen de nuevo la espada que les escapa. VIRGILIO, Eneida, X, 396. (N. del T.)

  

497

Cuéntase que en lo más recio del combate, los carros armados de guadaña cortan los miembros con rapidez tal que se les ve palpitantes por tierra antes que el dolor de un golpe tan repentino haya podido llegar al alma. LUCRECIO, III, 642. (N. del T.)

  

498

Cuando por fin mis sentidos recobraron algún vigor. OVIDIO, Trist., III, 314. (N. del T.)

  

499

De todos modos yo pongo mi nombre al frente de esta obra, a fin de mejor obligarme a no abultar en ningún respecto la verdad. La falsa gloria y la modestia simulada son los dos escollos que no pudieron salvar la mayor parte de los que escribieron su propia vida. CARDENAL DE RETZ, Memorias, ed. de Amsterdam 1718, pág. 2. (N. del T.)

  

500

Con frecuencia el temor de un mal nos conduce a otro peor. HORACIO, Arte poética, v. 31. (N. del T.)


501

Quien no jugará a nadie malo tampoco creería a ninguno justo. MARCIAL, XII, 82. (N. del T.)

  

502

Porque los talentos del soldado y los del general son diferentes. TITO LIVIO, XXV, 19. (N. del T.)

  

503

La orden del Espíritu Santo, instituida por Enrique III, en 1578. (N. del T.)

  

504

El hijo de esta dama acompañó a Montaigne en su viaje a Roma. «El Papa, dice nuestro autor, amonestó con cortés semblante al señor de Estissac al estudio y a la virtud.» Viajes, t. I. p. 87, ed. de 1774. (L.)

  

505

Es un error grave, a mi manera de ver, el pensar que la autoridad es fundamental más por la fuerza que por la afección. TERENCIO, Adelfi, acto I. esc. I, v. 40. (N. del T.)

  

506

Ningún crimen puede ser justificado por la razón. TITO LIVIO, XXVIII, 28. (N. del T.)

  

507

Unido a una esposa joven, gustaba la dicha de ser padre, y estos dulces sentimientos ablandaron su valor. TASSO, Gerusal. liberata, canto X, estancia 39. (N. del T.)

  

508

¡Desdichado! Deja tranquilo tu caballo cuando su vejez sea llegada: fácilmente podría tropezar y dejarte tendido en la arena. HORACIO, Epíst., I, 1, 8. (N. del T.)

  

509

Sólo él ignora todo cuanto en su casa ocurre. TERENCIO, Adelfi, acto IV, esc. II, vers. 9. (N. del T.)

  

510

Montaigne alude en este pasaje a Esteban de Laboëtie. (N. del T.)


511

Montaigne alude a su historia amorosa de Theágenes y Cariclea. Bayle rechaza esta tradición. (N. del T.)

  

512

Toca el marfil, y el marfil abandonando su dureza natural se ablanda y cede bajo la presión de sus dedos. OVIDIO, Metamorfosis, X, 283. (N. del T.)

  

513

Incapaces de resistir la fatiga, costábales trabajo soportar el peso de las armas. TITO LIVIO, X, 28. (N. del T.)

  

514

Hacían sus casco con la blanda corteza del alcornoque. VIRGILIO, Eneida, VII, 742. (N. del T.)

  

515

Dos de los guerreros que aquí canto llevaban la coraza en el pecho y el casco en la cabeza; desde que entraron en el castillo no abandonaron noche ni día esa misma armadura que soportaban con la misma facilidad que vestidos;. tan acostumbrados estaban a resistir su peso. ARIOSTO, canto XIII, estancia 30. (N. del T.)

  

516

Dicen que las armas del soldado son los miembros de su cuerpo. CICERÓN, Tusc. quaest., II,16. (N. del T.)

  

517

Su flexible coraza parece recibir la vida del cuerpo que encierra; la vista admirada contempla estatuas de hierro que andan; diríase que el metal se incrustó en el guerrero que lo lleva. Los corceles tienen también su armadura: el hierro cubre sus soberbias frentes, y sus flancos, bajo una defensa férrea, desafían los impotentes dardos. CLAUDIANO, in Rufin, II, 358. (N. del T.)

  

518

Hacia este fin deben tender mis corceles. PROPERCIO, IV, 1, 70. (N. del T.)

  

519

Juan Segundo Everardi; poeta latino moderno nació en La Haya en 1511 y murió en Tournai en 1536; antes de haber cumplido, veinticinco años. (N. del T.)

  

520

Este diálogo no es de Platón, como lo reconoció ya Diógenes Laercio. (C.)


521

¡Oh siglos sin gusto ni discernimiento! CATULO, XLIII, 8. (N. del T.)

  

522

Con tanta facilidad y pureza brota. HORACIO, Epíst. II, 2, 120. (N. del T.)

  

523

No había menester de grandes esfuerzos; el asunto mismo suplía a la gracia. MARCIAL. Prefacio del libro VIII. (N. del T.)

  

524

Sólo intenta excursiones breves. VIRGILIO, Geórg., IV, 191. (N. del T.)

  

525

Por lo que a mí toca, preferiría ser durante menos tiempo viejo que decaer antes de que la ancianidad sea llegada. CICERÓN, de Senectute, c. 10. (N. del T.)

  

526

Jurisconsulto francés del siglo XVI, autor del libro titulado Methodus ad facilem historiarum cognitionem, 1566. (N. del T.)

  

527

Estas Memorias son menos conocidas que las obras precedentes; contienen diez libros, de los cuales los cuatro primeros y los tres últimos fueron escritos por Guillaume Du Bellay, y los restantes por su hermano, Guillermo de Langeay; por eso Montaigne escribe en plural señores del Bellay después de haber hablado de un solo autor. (C.)

  

528

[imagen en el original (N. del E.)]

  

529

Aquellos a quienes llamamos amigos del placer aman igualmente la honradez y la justicia, y respetan y practican todas las virtudes. CICERÓN, Epíst. fam., XV, 19. (N. del T.)

  

530

La virtud se acrisola con la lucha. SÉNECA, Epíst. 13. (N. del T.)


531

Abandonó la vida contento de haber hallado un motivo para darse la muerte. CICERÓN, Tusc. quaest., I, 30. (N. del T.)

  

532

Más altiva porque había resuelto morir. HORACIO, Od., I, 37, 29. Lo que el poeta dice de Cleopatra, Montaigne lo aplica al alma de Catón. (N. del T.)

  

533

Catón, a quien la naturaleza dotó de una severidad inflexible, fue siempre constante en sus principios y en sus deberes, y fortificó por la costumbre la firmeza de su carácter. Por eso prefirió la muerte antes que soportar la presencia de un tirano. CICERÓN, de Oficiis, I, 31. (N. del T.)

  

534

Sabida es la fuerza que comunica a un guerrero mozo la sed de gloria y la dulce esperanza del primer triunfo. VIRGILIO, Eneida, XI, 154. (N. del T.)

  

535

Mis defectos son insignificantes y en escaso número; podrían compararse con las pecas esparcidas en un semblante hermoso. HORACIO, Sat., I, 6, 65. (N. del T.)

  

536

Sea que yo haya visto la luz bajo el signo de Libra o el de Escorpión, cuya mirada es tan terrible en el momento del nacimiento, o bien bajo el de Capricornio, que reina en los mares de Occidente. HORACIO, Od., II, 17. (N. del T.)

  

537

Aparte de eso, no soy de índole viciosa. JUVENAL, Sat., VIII, 164. (N. del T.)

  

538

En la proximidad del placer, en el instante en que Venus fecunda su dominio. LUCRECIO, IV, 1099. (N. del T.)

  

539

¿Es posible, en medio de estas diversiones, dejar de olvidar los cuidados del cruel amor? HORACIO, Epod., II, 37. (N. del T.)

  

540

SUETONIO, César, c.74. (N. del T.)


541

Matan el cuerpo y después de muerto nada más pueden hacer. S. LUC., c. XII, v.4. (N. del T.)

  

542

¡Ah!, no dejéis que se arrastren por estos campos desoladores los sangrientos restos medio abrasados y desear nados hasta los huesos de un rey víctima del infortunio. CICERÓN, Tusc. quaest., I, 44. (N. del T.)

  

543

Que el hombre mate a su semejante sin que a ello le impelan la cólera ni el temor, sino tan sólo por el placer de ver morir. SÉNECA, Epíst. 90. (N. del T.)

  

544

Y cubierto de sangre, parece solicitar gracia con sus lágrimas. VIRGILIO, Eneid., VII, 501. (N. del T.)

  

545

Yo creo que el primer acero que se forjó fue manchado con la sangre de los animales. OVIDIO, Metam., XV, 106. (N. del T.)

  

546

Las almas no mueren; cuando abandonan su primera vivienda pasan a habitar residencias nuevas. OVIDIO, Metam., XV, 158. (N. del T.)

  

547

Él aprisiona las almas en el cuerpo de los animales; la que es cruel habita en las entrañas de un oso; la del ladrón el cuerpo de un lobo; el zorro alberga la de un bellaco... Sometidas por espacio de un prolongado cielo de años a mil metamorfosis diversas, llegan por fin a purificarse en el río del olvido, y Dios hace que recobren su forma primitiva. CLAUDIANO, in Rufin., II, 482-491. (N. del T.)

  

548

Yo mismo, todavía me acuerdo, era Euforbe, hijo de Panteo, en la época de la guerra de Troya. -Ovidio hace hablar así a Pitágoras en las Metamorfosis, XV, 160. (N. del T.)

  

549

Los bárbaros divinizaron a los animales porque de ellos recibieron beneficios. CIC., de Nat. deor., I, 36. (N. del T.)

  

550

Unos adoran el cocodrilo; otros contemplan con horror religioso el pájaro Ibis, que se alimenta de serpientes: aquí, en los altares resplandece la estatua de oro de un mono de larga cola; allá adoran a un pez del Nilo; pueblos enteros se prosternan ante un perro. JUVENAL, XV, 2-7. (N. del T.)


551

Llamado también Sebón, Sebeide, Sabonde o de Sabonde; se ignora el año de su nacimiento; murió en Tolosa, en 1432, donde profesó la medicina y la teología, V. en La Ciencia Española, del señor Menéndez y Pelayo, el capítulo sobre «la patria de Raimundo Sabunde». (N. del T.)

  

552

Porque es grato pisotear aquello que más se temió y reverenció. LUCRECIO, I, 5, v. 1139. (N. del T.)

  

553

En París, en la imprenta de Gabriel Buon, 1569. (N. del T.)

  

554

Tal, inalterable en su profunda base, la dilatada roca rechaza las olas que braman en su derredor y desmenuza su impotente rabia. (Versos imitados de VIRGILIO, Eneid., VII, 587, compuestos por un anónimo en loor de Ronsard.) (N. del T.)

  

555

Evangelio de SAN MATEO, XVII, 19. (N. del T.)

  

556

Cree, y conocerás muy luego el camino de la virtud y de la dicha. QUINTILIANO, XII, 11. -Montaigne interpreta a su manera el texto de Quintiliano. (J. V. L.)556.1

 

556.1

[«J. V. S.» en el original (N. del E.)]

  

557

En vez de lamentar nuestra disolución dejaríamos gozosos la vida; abandonaríamos nuestra envoltura como la culebra deja la piel que la cubre, como el ciervo se deshace de su inútil cornamenta. LUCRECIO, III, 612. (N. del T.)

  

558

SAN PABLO, Epístola de los Filipenses. (N. del T.)

  

559

Epístola de los Romanos. (N. del T.)

  

560

Dios no envidia a las criaturas la dicha de contemplar el firmamento; al ordenar que éste puede sin cesar sobre nuestras cabezas, él mismo se expone ante nuestra vista al descubierto; muéstrasenos para ser claramente conocido, y nos enseña a contemplar su marcha y a conocer y a meditar detenidamente sus leyes. MANILIO, IV, 907. (N. del T.)


561

Si tenéis en vuestra mano algo mejor, mostrádnoslo; y si no, someteos. HORACIO, Epíst.. I, 5, 6. (N. del T.)

  

562

[imagen en el original (N. del E.)]

  

563

Porque Dios no quiere que nadie se enorgullezca si no es él. Así habla Artaban a Jerjes en la historia de HERODOTO, VII, 10. (N. del T.)

  

564

Dios hace frente a los soberbios y perdona a los humildes. 1ª Epíst. S. PETRI, c. V, v. 5. (N. del T.)

  

565

SAN PABLO, a lo Colosenses. (N. del T.)

  

566

SAN PABLO, a los Corintios. (N. del T.)

  

567

El estoico Balbo, que en la obra de CICERÓN, de Nat. deor., habla así: Quorum igitur, etc. «¿Para quién diremos, pues, que el mundo fue criado? Sin duda para los seres animados dotados de razón: para los dioses y los hombres, que son las más perfectas entre todas las criaturas.» (N. del T.)

  

568

Cuando contemplamos sobre nuestras cabezas esas inmensas bóvedas del mundo y los astros que las esmaltan; cuando reflexionamos en el ordenado curso de la luna y del sol. LUCRECIO, V, 1203. (N. del T.)

  

569

Porque la vida y las acciones de los hombres están sujetas a la influencia de los astros. MANILIO, III, 58. (N. del T.)

  

570

La razón reconoce que esos astros que tan lejos vemos de nosotros ejercen sobre el hombre un secreto imperio; que los movimientos del universo están sujetos a leyes periódicas, y que el encadenamiento de los destinos está determinado por signos ciertos. MANILIO, I, 60. (N. del T.)


571

Los cambios y trastornos mayores reconocen por origen esos movimientos insensibles, cuyo imperio supremo alcanza hasta a los mismos reyes. MANILIO, I, 55; IV, 93. (N. del T.)

  

572

El uno, loco de amor, desafía al mar tempestuoso para ocasionar la ruina de Troya, su patria. Otro es destinado por la suerte a dictar leyes. Aquí los hijos asesinan a sus padres; allá los padres degüellan a sus hijos, hermanos contra hermano luchan con mano sacrílega. No acusemos a los hombres de sus crímenes: el destino los arrastra y los fuerza a desgarrarse, a castigarse con sus propias manos... Y si yo hablo así del destino, es porque el destino mismo lo ha querido. MANILIO, IV, 79, 118. (N. del T.)

  

573

¿Qué instrumentos, qué palancas, qué máquinas, qué obreros elevaron un edificio tan vasto? CICERÓN, de Nat. deor., I, 8. (N. del T.)

  

574

¡Ah!, cuán reducidos son los límites de nuestro espíritu. CICERÓN, de Nat. deor., I, 31. (N. del T.)

  

575

Entre otros males a que está sujeta la humana naturaleza uno de ellos es la ceguedad del alma, que obliga al hombre a errar y le hace todavía amar sus errores. SÉNECA, de Ira, II, 9. (N. del T.)

  

576

El cuerpo, sujeto a la corrupción entorpece el alma del hombre; y esa grosera envoltura rebaja su pensamiento y lo sujeta a la tierra. Libro de la Sabiduría, IX, 15, citado por san Agustín, de Civit. Dei, XII, 15. (N. del T.)

  

577

Los animales domésticos, lo mismo que las fieras, producen sonidos diversos según obran en ellos el temor, el dolor o la alegría. LUCRECIO, V, 1058. (N. del T.)

  

578

Así, la imposibilidad de hacerse entender por medio del balbuceo obliga a las criaturas a recurrir a los gestas. LUCRECIO, V, 1020. (N. del T.)

  

579

El silencio mismo tiene también su lenguaje; sabe rogar y hacerse entender. Aminta de TASO, acto II, coro, v. 34. (N. del T.)

  

580

Admirados de estas maravillas, los sabios creyeron que había en las abejas una partícula de la divina inteligencia. VIRGILIO, Geórg., IV, 210. (N. del T.)


581

Semejante al marino a quien horrorosa tempestad arrojó a la playa, el niño viene a la tierra desnudo, sin palabra, desprovisto de todo auxilio para la vida desde el instante en que la naturaleza lo arrancó violentamente del seno maternal para que diera la luz. Llena con sus quejumbrosos gritos el lugar donde nace, ¿y cómo no ha de llorar el infortunado a quien esperan tantos males? Por el contrario, las fieras y los animales domésticos crecen sin dolor; no necesitan sonajeras ni tampoco el lenguaje infantil de nodriza cariñosa; la diferencia de temperatura no las obliga a mudar de vestido; tampoco han menester de armas para defender sus bienes ni de fortaleza para guardarlos, puesto que de su seno fecundo la naturaleza les prodiga sus inagotables beneficios. LUCRECIO, V, 253. (N. del T.)

  

582

Porque cada animal tiene conciencia de sus fuerzas lo mismo que de sus necesidades. LUCRECIO, V, 1032. (N. del T.)

  

583

Al principio la tierra produjo espontáneamente y brindó a los mortales sus verdes campiñas, sus cosechas doradas y sus viñedos risueños. Hoy apenas logramos arrancar los tesoros de su seno al cabo de prolongadas fatigas, después de agotar las fuerzas de los labradores y de los bueyes. LUCRECIO, II, 1157. (N. del T.)

  

584

Así, en el obscuro enjambre de un hormiguero se ven algunas que parecen abordarse y hablarse quizás para espiar los designios y fortuna recíprocas. DANTE, Purg., c. XXVI, v. 34. (N. del T.)

  

585

Los pájaros mudan de canto según el estado del tiempo... Algunos hay a quienes una estación nueva inspira nuevos acentos. LUCRECIO, V, 1077, 1080, 1082, 1083. (N. del T.)

  

586

Todo está encadenado por los lazos del destino. LUCRECIO, V, 874. (N. del T.)

  

587

Todos los seres tienen su carácter peculiar; todos guardan las diferencias que las leyes de la naturaleza establecieron entre ellos. LUCRECIO, V, 921. (N. del T.)

  

588

Quémame, consiento en ello; abrásame la cabeza, atraviésame el cuerpo de parte a parte con la espada y desgarra mis espaldas a latigazos. TIBULO, I, 9,21. (N. del T.)

  

589

La cigüeña alimenta a su cría con las serpientes y los lagartos que encuentra lejos de los caminos transitados... el águila, favorita de Júpiter, caza en los bosques la liebre y el cabrito. JUVENAL, XIV, 74, 81. (N. del T.)

  

590

Alusión a la enfermedad pedicular de que murió Sila a la edad de sesenta años. (N. del T.)


591

Erudito griego que vivió en el siglo XV. (N. del T.)

  

592

Antiguamente los elefantes combatían en los ejércitos de Aníbal, en los del rey del Epiro y al lado de los generales romanos; sobre sus lomos llevaban cohortes y torres, que se veían avanzar en medio de los combatientes. JUVENAL, XII, 107. (N. del T.)

  

593

Tienen un nombre, y cada uno de ellos acude a la voz del amo cuando los llama. MARCIAL, IV, 29, 6. (N. del T.)

  

594

Comúnmente se cree que para que sea fecunda la unión de los esposos debe practicarse en la actitud de los cuadrúpedos; pues de este modo la situación horizontal del pecho y la elevación de los riñones favorecen la dirección del líquido generador. LUCRECIO, IV, 1261. (N. del T.)

  

595

Los movimientos lascivos con que la mujer excita el amor del hombre son un obstáculo para la fecundación, porque apartan el arado del surco y desvían los gérmenes del lugar donde deben dirigirse. LUCRECIO, IV, 1266. (N. del T.)

  

596

La voluptuosidad no le parece más viva en los brazos de la hija de un cónsul. HORACIO, Sat., I, 2, 69. (N. del T.)

  

597

La ternera se entrega sin escrúpulo a su padre; la yegua sacia los deseos del caballo que la engendró; el macho cabrio se une a las cabras que de él nacieron; el pájaro fecunda al ave a quien dio el ser. OVIDIO, Metam., X, 326. (N. del T.)

  

598

Y entre las mismas fieras, por crudelísimas que sean, hay común paz. La fiereza de los leones cesa con los de su género; el puerco montés no acomete a otro puerco; un lince no pelea con otro lince; un dragón no se ensaña con otro dragón... Solamente los hombres, a quien más convenía la humanidad y la paz, y a quien fuera más necesaria, tienen entre sí entrañables odios y discordias. FR. LUIS DE GRANADA, Guía de Pecadores, lib. II, cap. IX. (N. del T.)

  

599

¿Viose alguna vez que un león desgarrara a otro menos fuerte? ¿En qué selva feneció un jabalí bajo el diente de otro más vigoroso? JUVENAL, XV, 160. (N. del T.)

  

600

Muchas veces la discordia surge violenta entre dos reyes, y entonces se puede comprender que los bandos se hallan agitados por el deseo de guerrear, VIRGILIO, Geórg., IV, 67. (N. del T.)


601

Hasta el cielo llega el brillo del acero bajo el cual como bajo una inmensa coraza, la tierra retiembla oprimida por el peso de las falanges guerreras puestas en marcha; y los montes elevan hasta los astros sus clamores de guerra. LUCRECIO, II, 325. (N. del T.)

  

602

Cuéntase que el amor de Paris impulsó a Grecia a entrar en guerra contra los bárbaros. HORACIO, Epíst., I, 2, 6. (N. del T.)

  

603

Porque Antonio se prendó de Glafira, Fulvia se empeña ahora en que yo la he de amar. ¡Que yo ame a Fulvia! ¿cómo? Si Manio me pide que cometa una necedad, ¿he de acceder al punto a sus deseos? no creo que supiera. Me brindan con amor o guerra, ¿qué es esto? Mejor será pensar en algo más agradable. Que suenen las trompetas, que siga la fiesta. (Epigrama de Augusto conservado por Marcial.) (N. del T.)

  

604

Créese que este largo capítulo lo dedicó Montaigne a la reina Margarita de Francia, esposa del rey de Navarra (más tarde Enrique IV), conocida por sus poesías y sus Memorias. (N. del T.)

  

605

Como el mar de Libia agitado por las tempestades cuando el implacable Orión se sumerge en él a la llegada del invierno; o bien como los campos fecundos del Hermo o de Licia, cubiertos de espigas tostadas por el sol estival, así resuenan las armas y la tierra retiembla bajo el peso de los ejércitos. VIRGILIO, Eneida, VII, 718. (N. del T.)

  

606

El obscuro enjambre marcha por la llanura. VIRGILIO, Eneida, IV, 404. (N. del T.)

  

607

Todas estas agitaciones, todas estas luchas cesarían arrojando sobre los combatientes un puñado de polvo. VIRGILIO, Geórg., IV, 86. (N. del T.)

  

608

AULO GELIO, V, 14. -Séneca (de Benef., II, 19) parece recordar el mismo proceso. (J. V. L.)

  

609

Detrás marcha soberbiamente enjaezado su corcel de guerra Aethon dando relinchos lastimeros, con la cara bañada en lágrimas. VIRGILIO, Eneida, XI, 39. (N. del T.)

  

610

Primeramente, considera que aun los animales brutos, por la mayor parte viven en paz con los de su misma especie. Los elefantes andan juntos con los elefantes y las ovejas con sus rebaños; los pájaros vuelan en bandos; las grullas se revezan para vela de noche y andan en compañía: lo mismo hacen las cigüeñas, los ciervos, los delfines y otros muchos animales. FR. LUIS DE GRANADA, Guía de Pecadores, lib. II, cap. IX. (N. del T.)


611

PLUTARCO, Qué animales son los más avisados (c.XXXIV); al mismo libro pertenecen igualmente muchas de las relaciones que Montaigne trae a cuento en estas páginas en alabanza de la inteligencia y virtudes de los irracionales. Véase también PLINIO, Historia de los animales, IX, 16. (N. del T.)

  

612

Así suele observarse que los caballos corredores se cubren de sudor y dan fuertes resoplidos durante el sueño, cual si creyeran hallarse luchando con todas sus fuerzas por obtener la victoria. LUCRECIO, IV, 988. (N. del T.)

  

613

También los perros cazadores se agitan muchas veces durante el sueño y de repente se ponen a escarbar, a ladrar o a olfatear inquietos, como si hubiesen encontrado rastros de caza, y aun llegan, movidos por la ilusión, a perseguir ciervos imaginarios que creen ver huir delante de ellos, hasta que desvanecido el fantasma comprenden que todo fue engaño y vuelven en sí. LUCRECIO, IV, 992. (N. del T.)

  

614

A veces el guardián fiel y cariñoso que vive bajo nuestro techo disipa de pronto el sueño ligero que cubría sus párpados y se pone en guardia creyendo ver una cara extraña cuyos rasgos desconoce. LUCRECIO, IV 999. (N. del T.)

  

615

El tinte de Bélgica desluce el rostro romano. PROPERCIO, II, 17, 26. (N. del T.)

  

616

Son muchos los animales que nos aventajan en hermosura. SÉNECA, Epíst. 124. (N. del T.)

  

617

En tanto que los demás animales se ven forzados a mirar hacia la tierra, el hambre fue dotado por Dios de una frente elevada para que pudiera. contemplar el firmamento y alzar hacia las estrellas su rostro sereno. OVIDIO, Metam., I, 84. (N. del T.)

  

618

A pesar de todas sus deformidades el mono se nos asemeja. ENNIO, apud CIC., de Nat. deor., I, 25. (N. del T.)

  

619

¡Cuántas veces el que descubrió los secretos velados por el pudor de la mujer amada sintió desvanecerse el amor junto con el misterio! OVIDIO, de Remed. amor., v. 429. (N. del T.)

  

620

No corre en esto peligro nuestra pasión, puesto que la mujer sabe ocultar los secretos de su vida que pudieran destruir la ilusión del hombre, particularmente a aquellos a quienes desea sujetar y retener fieles a su amor. LUCRECIO, IX, 1182. (N. del T.)


621

Del mismo modo que es preferible no dar vino a los enfermos porque, siéntoles ordinariamente nocivo, rara vez provechoso, se corre el riesgo de dañarles a cambio de la esperanza demasiado problemática de devolverles la salud, así creo también que sería preferible que no se hubiera otorgado al hombre la facultad de pensar, la comprensión, la perspicacia, en suma, lo que llamamos razón, la cual a todos nos fue liberalmente concedida y aprovecha a muy pocos siendo en cambio altamente nociva para los más. CICERÓN, de Nat. deor., III, 27. (N. del T.)

  

622

¿Resiste el ignorante con menos ímpetu las embestidas del amor? HORACIO, Epod., 8, v. 17. (N. del T.)

  

623

Así estarás exento de enfermedades y flaquezas; así te librarás de preocupaciones y de sufrimientos, y el destino bienhechor te concederá una vida más dilatada y feliz. JUVENAL, XIV, 156. (N. del T.)

  

624

Os asemejaréis a los dioses, que conocen la ciencia del bien y el mal. Génes., III, 5. (N. del T.)

  

625

Cuidad de que nadie os seduzca con las argucias de la filosofía, ni con sutilezas vanas y engañadoras según las mundanales doctrinas. SAN PABLO, ad Colors., II, 8. (N. del T.)

  

626

Superior a los demás mortales el sabio se considera poco menos que un Júpiter; es rico, libre y hermoso, y todos le rinden homenaje; es rey de los reyes, y para colmo de dicha goza de excelente salud, a no ser que la pituitaria le moleste con una secreción demasiado abundante. HORACIO, Epíst., I, 1, 606. (N. del T.)

  

627

Sin duda fue un dios, ¡oh noble Memnio!, quien habló el primero de esa comprensión admirable de la vida que nosotros llamamos sabiduría; quien con arte prodigioso sacó la vida de los mares agitados y de las impenetrables tinieblas la luz serena y clara. LUCRECIO, V, 8. (N. del T.)

  

628

Lucrecio, que en los versos precedentes habla tan pomposamente de Epicuro y su doctrina: Un brebaje que le suministró su mujer, o su amada, trastornó tan fuertemente su razón que la violencia del mal no le dejó sino algunos intervalos de lucidez, que aprovechó para componer su poema, llevándole por fin al suicidio (Crónica de EUSEBIO.) (C.)

  

629

Con razón nos enorgullecemos de nuestra virtud, lo que no sucedería si la hubiéramos recibido de un dios y no de nosotros mismos. CICERÓN, de Nat. deor., III, 36. (N. del T.)

  

630

Haciendo el bravucón con palabras altivas, no debía sufrir de hecho. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 13. (N. del T.)


631

Montaigne vio en esta ciudad, en noviembre de 1580, a Torcuato Tasso, autor de Jerusalén libertada, que fue encerrado en el manicomio de Santa Ana en marzo de 1579, y no salió hasta el mes de julio de 1586. (J. V. L.)

  

632

Los hombres son menos sensibles al placer que al dolor. TITO LIVIO. XXX, 21. (N. del T.)

  

633

Nos impresiona un ligero arañazo que apenas se marca en la epidermis, somos insensibles a los goces de la buena salud; hay quien se alegra de que no lo atormente la pleuresía o la gota, mas de ordinario vivimos indiferentes al placer de estar sanos, de sentirnos fuertes y vigorosos. Seephani Botetiani poemata. (N. del T.)

  

634

ENNIUS ap. CIC., de Finib., II, 13. (N. del T.)

  

635

CIC., Tusc. quaest., III, 7. (N. del T.)

  

636

Esta calma producida por el abuso de los placeres no puede alcanzarse sino a costa de grandes estragos: del embrutecimiento del espíritu y del abatimiento del cuerpo. CICERÓN, Tusc. quaest., III, 6. (N. del T.)

  

637

Para levantar el ánimo de los enfermos hay que hacerles desechar los pensamientos tristes y distraerlos con ideas placenteras. CICERÓN, Tusc., III, 15. (N. del T.)

  

638

El recuerdo de la dicha pasada duplica la desdicha presente. (N. del T.)

  

639

Dulce es traer a la memoria el recuerdo de los males pasados. EURÍPID., apud CIC., de Finibus, II, 32. (N. del T.)

  

640

De nosotros depende dar al olvido las ideas cuyo recuerdo nos aflige y recordar las que nos regocijan. CICERÓN, de Finibus, I, 11. (N. del T.)


641

Recuerdo muchas cosas que quisiera olvidar y no olvido otras muchas que quisiera no recordar. CICERÓN, de Finibus, II, 32. (N. del T.)

  

642

El único entre todos se atrevió a llamarse a sí mismo sabio (Epicuro). CICERÓN, de Finibus, II, 3. (N. del T.)

  

643

Superior a todos los demás hombres, a todos los eclipsó con la luz de su genio, radiante como el sol, que oculta a nuestra vista los demás astros. LUCRECIO, III, 1056. (N. del T.)

  

644

La ignorancia no es para nuestros males sino un débil remedio. SÉNECA. Edipo, acto III, v. 7. (N. del T.)

  

645

Quiero beber, quiero esparcir flores a mi alrededor aunque me acusen de haber perdido la cabeza. HORACIO, Epíst. I, 5, 14. (N. del T.)

  

646

¡Oh amigos!, exclamó, por favorecerme me habéis dado la muerte; me habéis arrebatado la dicha, apartando de mi mente y contra mi deseo el error dulcísimo en que yo vivía. HORACIO, Epíst., II, 2, 138. (N. del T.)

  

647

[imagen en el original (N. del E.)]

  

648

Si la existencia te es grata todavía, sopórtala; si de ella estás cansado, sal por donde quieras. El dolor te molesta, te desgarra acaso, sucumbe ante él si te encuentras indefenso; mas al te hallas cubierto con las armas de Vulcano, es decir, provisto de fuerza y animoso, resiste. Las primeras palabras modificadas, son de un pasaje de Séneca (Epíst. 70) Las restantes son de Cicerón. (Tusc. quaest., II, 14). (C.)

  

649

Que beba o que se vaya. CICERÓN, Tusc. quaest., V, 4. (N. del T.)

  

650

Si no sabes conducirte como es debido cede el puesto a los que saben; ya comiste, ya bebiste, ya te divertiste bastante; más vale que te retires a tiempo antes de que tus flaquezas te lleven a ser la irrisión de la gente moza en quien es más natural la vida alegre. HORACIO, Epíst., II, 2, 213. (N. del T.)


651

Cuando la vejez anunció a Demócrito que comenzaban a languidecer las fuerzas de su mente, él mismo, por movimiento espontáneo, entregó su cabeza a la muerte. LUCRECIO, III, 1052. (N. del T.)

  

652

Montaigne escribe Valentian, mas como no hubo emperador de Roma que llevara este nombre creo que se trata aquí de Valiente, el cual vivía en la segunda mitad del siglo IV, y como Licinio fue en efecto enemigo jurado de las ciencias y de la filosofía. (A. D.)

  

653

Tienen el seno y las manos llenos de emplazamientos, peticiones, informaciones y cartas de procuración; marchan, cargados de sacos llenos de glosas, consultaciones y procesos. Gracias a ellos el desdichado pueblo nunca está tranquilo en sus hogares, viéndose circundado por una turba de notarios, abogados y procuradores. Orlando furioso, canto 14, estancia 84. (N. del T.)

  

654

[El término  imagen significa «humo» o «cosa vana», y no «orgullo». Probablemente la confusión proceda de su traducción al francés como vanité, que, al igual que el castellano vanidad, tiene un doble significado. (N. del E.)]

  

655

Ignorando es cómo mejor se llega a conocer a Dios. SAN AGUSTÍN, de Ordine, II 16. (N. del T.)

  

656

Por lo que hace a las cosas que vienen de la divinidad, es más noble y más reverente creer que saber. TÁCITO, de Mor. German. c 34. (N. del T.)

  

657

Es difícil que un hombre descubra quién es el creador del universo, mas aunque lo descubriese no podría darlo a conocer a los demás hombres. CICERÓN, trad. del Timeo de Platón, c. 2. (N. del T.)

  

658

Expresando cosas divinas con palabras humanas. LUCRECIO, V, 122. (N. del T.)

  

659

Él está libre de movimientos de debilidad y de violencia, porque estas cosas son propias de naturalezas frágiles. CICERÓN, de Nat. deor., I, 17. (N. del T.)

  

660

SAN PABLO, Epístola a los Corintios, I, I, 19. (N. del T.)


661

Casi todos los antiguos dijeron que no podía conocerse nada, comprenderse nada, ni saberse nada; que nuestros sentidos eran limitados, nuestra inteligencia débil y nuestra existencia efímera. CICERÓN, Acad., I, 12. (N. del T.)

  

662

Yo no daré como seguro nada de lo que he de decir, investigaré cuanto pueda, mas dudando siempre y desconfiando de mí mismo. CICERÓN, de Divinat., II, 3. (N. del T.)

  

663

Que duerme aunque parece despierto; que está a dos pasos de la muerte, aunque parece vivir y ver. LUCRECIO, III, 1061, 1059. (N. del T.)

  

664

Si alguien cree que nada se sabe, no sabe si puede saberse algo por donde se pueda afirmar que nada se sabe. LUCRECIO, IV, 470. (N. del T.)

  

665

Se adhieren a cualquier escuela (secta, doctrina o sistema), como los náufragos se agarran a la primera roca que les depara el azar. CICERÓN, Academ., II, 3. (N. del T.)

  

666

Tanto más libres e independientes cuanto que tienen pleno poder de juzgar. CICERÓN, Academ., II, 3. (N. del T.)

  

667

Para que al presentarse en una cuestión argumentos contradictorios de igual fuerza sea más fácil que cada una de las partes contendientes se quede con su parte de razón. CICERÓN, Acad., I, 12. (N. del T.)

  

668

Porque Dios no nos concedió el conocimiento de estas cosas, y sí el disfrute de las mismas. CICERÓN, de Divinat., I, 18. (N. del T.)

  

669

Dios conoce el fondo del pensamiento humano, que es pura vanidad. Salmo XCII, v. 11. (N. del T.)

  

670

Mejor, o más bien que conocer la verdad, lo que los sabios hacen es imaginarla. (N. del T.)


671

Me explicaré como mejor pueda, mas no creáis que lo que yo diga es cierto e inmutable como si lo pensara Apolo Pitheo; yo no soy más que un pobre mortal que se deja conducir por conjeturas probables. CICERÓN. Tuscul., I, 9. (N. del T.)

  

672

Si por acaso al disertar sobre la naturaleza de los dioses y el origen del mundo el resultado fuera inferior a nuestro deseo, no hay razón para que nos maravillemos, pues justo es tener presente que yo, que ahora hablo, soy hombre, y vosotros que me juzgáis hombres también; de suerte si yo expongo suposiciones probables, no debéis exigirme más. CICERÓN, del Timeo, de Platón, c. 3. (N. del T.)

  

673

Los que desean conocer nuestra opinión sobre todas y cada una de las cosas, llevan su curiosidad demasiado lejos... El sistema que en filosofía viene rigiendo hasta nuestra época es el fundado por Sócrates, renovado por Arcesilao, confirmado por Carneades; discutirlo todo y no afirmar nada de una manera terminante, he aquí el principio fundamental de estos sistemas... Nosotros decimos que hay siempre algunos errores interpuestos entre las verdades, y que la semejanza entre unos y otros es tal que no hay criterio seguro para reconocer ni para afirmar dónde está la verdad con absoluta certeza. CICERÓN, de Nat. deor., I, 5. (N. del T.)

  

674

Heráclito adquirió fama entre la gente necia a causa de la obscuridad de su lenguaje, pues los ignorantes admiran más las ideas cuando las ven ocultas entre otras palabras incomprensibles. LUCRECIO, I, 60. (N. del T.)

  

675

En poco estimo yo ese saber que no hace más virtuosos a los sabios. SALUSTIO, Discurso de Mario, Bell. Jug., c. 85. (N. del T.)

  

676

Los pensamientos del hombre son tímidos, e inciertas nuestras invenciones y nuestras previsiones. Lib. de la Sabiduría, IX, 14. (N. del T.)

  

677

Plutarco, de quien la presente anécdota está sacada, dice que lo que supo a miel a Demócrito fue un pepino y no unos higos. Montaigne sigue la versión, francesa de Amyot, o la latina de Xylanter. (C.)

  

678

Mejor es aprender cosas superfluas que no aprender nada. SÉNECA, Epíst. 88. (N. del T.)

  

679

Los sistemas filosóficos no son sino invenciones del genio de cada filósofo. M. SÉNECA., Suasor., 4. (N. del T.)

  

680

Se diría que al escribir no les movía tanto el sentimiento de la verdad como el deseo de ejercitar sus facultades con un tema difícil. (N. del T.)


681

Júpiter todopoderoso, padre y madre del mundo, de los dioses y de los reyes. VALERIO SORANO, ap. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, VII, 9 y 11 (N. del T.)

  

682

El universal resplandor, la antorcha del mundo. Si del Hacedor Supremo el semblante majestuoso tiene ojos, sus ojos son los rayos del sol radiantes que comunican la vida a todo lo existente, que nos guardan y sustentan, y contemplan todos nuestros actos. Ese sol hermoso o inmenso que engendra nuestras estaciones según entra o sale de sus doce viviendas; que llena el universo con sus virtudes; que con un rayo de sus ojos disipa las nubes; espíritu y alma del mundo, que brilla y resplandece, que en el espacio de un día recorre el círculo del firmamento, lleno de inmensa grandeza, redondo, vagabundo y firme; el que tiene bajo su esfera la tierra toda por término; que está en reposo y en movimiento, ocioso y sin fija residencia; primogénito de la naturaleza, padre del día. (N. del T.)

  

683

Dije siempre y diré que los dioses son de naturaleza supraterrena, pero creo también que estos dioses no se preocupan de la suerte del linaje humano, ENIO, apud CIC., de Divinat., II, 50. (N. del T.)

  

684

Las cosas que por su naturaleza están apartadas de la mente divina y que a las claras se ve que son indignas de la divinidad. LUCRECIO, V, 123. (N. del T.)

  

685

Conocidos son estos dioses con sus figuras, edad, trajes, adornos; ascendencia, matrimonios, parentesco; todo ideado a imagen de la mísera especie humana, atribuyéndoles las mismas pasiones, deseos, enfermedades y odios. CICERÓN, de Nat. deor., II, 28. (N. del T.)

  

686

¿Para qué santificar en los templos nuestros vicios? ¡Oh almas esclavizadas por la materia, incapaces de levantar los ojos al cielo! PERSIO, Sat., II, 61 y 62. (N. del T.)

  

687

Se ocultan en apartados parajes a cuyo alrededor crecen bosques de mirtos; la muerte misma no pudo librarlos de cuidados. VIRGILIO, Eneida, VI, 413. (N. del T.)

  

688

Héctor era el que luchaba en combate singular, pero el que fue arrastrado por el caballo de Emonio (o de Aquiles) no era Héctor. OVIDIO, III, 756. (N. del T.)

  

689

Lo que cambia se disuelve, y la disolución es la destrucción, pues las partes se disgregan y desaparece su organización. LUCRECIO, III, 756. (N. del T.)

  

690

Si después de nuestra muerte toda la materia que ahora constituye nuestro cuerpo se reuniera y volviera a recobrar con el tiempo la misma organización que antes tuvo, y de nuevo se iluminara con la luz de la vida, esta segunda organización no sería nada para nosotros, una vez que nuestra existencia fue interrumpida. LUCRECIO, III, 859. (N. del T.)


691

De igual suerte que un ojo arrancado de raíz y separado del cuerpo no puede ver ningún objeto. LUCRECIO, III 562. (N. del T.)

  

692

Pues al interrumpirse la vida, el movimiento abandona todos los sentidos y se extingue por completo. LUCRECIO, III, 872. (N. del T.)

  

693

Esto en nada nos afecta ya, porque nuestro ser existe sólo en tanto que se mantiene uno por el íntimo enlace del alma con el cuerpo. LUCRECIO, III, 857. (N. del T.)

  

694

Arrebató Eneas cuatro guerreros hijos de Sulmona, y otros cuatro criados en las orillas del Ufens para inmolarlos vivos en honor de Palas. VIRGILIO, Eneida, X, 517. (N. del T.)

  

695

Mujer, y no madre de Jerjes. (N. del T.)

  

696

¡Cuántos horrores inspirados por la superstición! LUCRECIO, I, 102. (N. del T.)

  

697

Y la infortunada doncella, cercano el momento de sus desposorios, muere en las manos despiadadas de su propio padre. LUCRECIO, I, 99. (N. del T.)

  

698

¿Cómo los dioses estaban tan irritados contra el pueblo romano que no podían verse satisfechos sino con el derramamiento de una sangre tan generosa? CICERÓN, de Nat. deor., III, 6. (N. del T.)

  

699

A tal extremo llega la perturbación de su inteligencia y la exaltación de sus pasiones que para ser gratos a los dioses cometen crueldades que nuestra mente apenas puedo concebir. SAN AGUSTÍN, de Civit Dei, VI, 10. (N. del T.)

  

700

¿Qué idea tienen de la cólera divina los que así pretenden aplacarla?... Hay hombres convertidos en eunucos por el capricho y por la liviandad de un rey; ¿pero quién accedió a mutilarse a sí mismo por obedecer al mandato de su Señor? SAN AGUSTÍN, Civit. de Dei, VI, 10, según Séneca. (N. del T.)


701

En lo antiguo la religión inspira con frecuencia actos impíos y criminales. LUCRECIO, I, 83. (N. del T.)

  

702

La debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres; la locura de Dios más cuerda que la prudencia de los hombres. SAN PABLO, Corint., I, 1, 25. (N. del T.)

  

703

Todo cuanto existe, el cielo, la tierra y los mares, no es nada comparado con la inmensidad de la creación. LUCRECIO, VI, 679. (N. del T.)

  

704

La tierra, el sol, la luna, el mar y las demás cosas que existen no son únicas, sino que son en número infinito. LUCRECIO, II, 1085. (N. del T.)

  

705

No hay en la naturaleza un ser que sea único en su género, que exista y se desenvuelva solo y aislado de los demás. LUCRECIO, II, 1077. (N. del T.)

  

706

Por fuerza hay que reconocer asimismo que en otros puntos del espacio existen cuerpos análogos a éstos que pueblan la inmensa extensión del éter. LUCRECIO, II, 1064. (N. del T.)

  

707

Los ejemplos siguientes están sacados del tercero y cuarto libros de Herodoto y del sexto, séptimo y octavo de Plinio; pero semejantes tradiciones considéranlas ambos autores como fabulosas. (J. V. L.)

  

708

[imagen en el original (N. del E.)]

  

709

[imagen en el original (N. del E.)]

  

710

Montaigne alude aquí a las controversias sobre la transubstanciación mantenidas entre católicos y protestantes. (A. D.)


711

Dios podrá cubrir el cielo con obscuras nubes e iluminarlo con un sol radiante; mas no podrá destruir ni alterar lo pasado, ni devolvernos lo que el tiempo fugaz nos arrebató. HORACIO, Od., III, 29, 43. (N. del T.)

  

712

Montaigne contradice en este pasaje al autor a quien interpreta y defiende. (N. del T.)

  

713

Admira ver basta dónde llega la arrogancia del corazón humano en cuanto se siente estimulada por el más pequeño éxito. PLINIO, Nat. Hist., II, 23. (N. del T.)

  

714

Los dioses se cuidan de las cosas grandes y desdeñan las pequeñas. CICERÓN, de Nat. deor., II, 66. (N. del T.)

  

715

Los reyes mismos tampoco reparan en los detalles nimios de la administración. CICERÓN, ibid., III, 35. (N. del T.)

  

716

Dios, que es magno artífice en las grandes cosas, no lo es menos en las pequeñas. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, XI, 22. (N. del T.)

  

717

Un ser dichoso y eterno carece de pesares y tampoco a nadie se los procura. CICERÓN, de Nat. deor., I, 17. (N. del T.)

  

718

Honrada, por antífrasis. (N. del T.)

  

719

Temen sus propias invenciones. LUCANO, I, 486. (N. del T.)

  

720

Pascal transcribió estas palabras en sus Pensamientos. (N. del T.)


721

¿Hay algún ser más desdichado que el hombre, que se deja esclavizar por sus propias ficciones? (N. del T.)

  

722

Sólo al hombre es dado conocer a los dioses y númenes celestiales o saber al menos que son incognoscibles. LUCANO, I, 452. (N. del T.)

  

723

No podrás aproximarte aunque revientes. HORACIO, Sal., II, 8. 19. (N. del T.)

  

724

Como los hombres no son capaces de conocer a Dios, al pretender adivinarle piensan realmente en sí mismos creyendo pensar en él, y se lo imaginan no como él es, sino como ellos son. SAN AGUSTÍN, de Civil. Dei, XII, 15. (N. del T.)

  

725

Del encantador Merlín, cuyo padre, según la leyenda, fue un espíritu. (N. del T.)

  

726

La inteligencia del hombre está conformada de tal suerte, sujeta a tales prejuicios, que fatalmente tiene que representarse a Dios en forma humana. CICERÓN, de Nat.deor., I, 27. (N. del T.)

  

727

Montaigne sienta aquí principios contrarios a los del autor cuya apología escribe. En muchas páginas de este capítulo parece refutar más bien que defender los argumentos de Raimundo Sabunde. (N. del T.)

  

728

¡De tal suerte es la naturaleza, hábil, conciliadora y amante de la paz entre los hombres! CICERÓN, de Nat. deor., I. 27. (N. del T.)

  

729

El palacio del viejo Saturno retembló con gran estrépito y los hijos de la tierra fueron dominados por el poderoso brazo de Hércules. HORACIO, Od., II, 12, 6. (N. del T.)

  

730

Neptuno, armado de su tridente formidable, echa abajo los muros de Troya y arrasa la ciudad hasta los cimientos; en tanto la implacable Juno se apodera de las puertas Scaeas. VIRGILIO, Eneida, II, 610. (N. del T.)


731

Hasta tal punto se complace la superstición en mezclar la divinidad en las cosas más insignificantes. TITO LIVIO, XXVII, 23. (N. del T.)

  

732

Allí se velan las armas y el carro de Juno. VIRGILIO, Eneida, I, 16. (N. del T.)

  

733

Venerable Apolo, que habitas el centro del mundo. CICERÓN, de Divin., II, 56. (N. del T.)

  

734

Atenas, la ciudad de Cecrops, venera a Palas; A Diana, la Isla de Minos; a Vulcano, el país de Lemnos; Esparta y Micenas de Pelops, a Juno; Menala a. Pan, y el Lacio a Marte. OVIDIO, Fastos, III, 81. (N. del T.)

  

735

Unidos están el empleo del nieto y el de su ilustre abuelo. OVIDIO, Ibid., I, 294. (N. del T.)

  

736

HESÍODO, Opera et Dies; pero este autor no cuenta sino treinta mil, por lo cual Máximo de Tyro observa que aminoró el número de los dioses, en atención a que existe una multitud innumerable. (Dert. I). (N.)

  

737

Puesto que no los juzgamos dignos de habitar en nuestra celestial morada, permitámosles al menos vivir en las tierras que les concedimos. OVIDIO, Metam., 194. (N. del T.)

  

738

La isla de Creta, cuna de Júpiter. OVIDIO, Metam., VIII, 33. (N. del T.)

  

739

Montesquieu (Política de los romanos en materia de religión), cita la opinión de Scévola casi en los mismos términos que Montaigne, y añade luego: «San Agustín dice que Varrón infirió de aquí los secretos todos de la política y de los ministros del Estado.» (J. V. L.)

  

740

Puesto que el hombre busca la verdad con el exclusivo fin de sacudir el yugo, preferible es que no salga del error. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, IV, 31. (N. del T.)


741

El timón de oro, el anillo de las ruedas de oro también, y los radios de plata. Metam., II, 107. (N. del T.)

  

742

El mundo es una mansión inmensa ceñida de cinco zonas y cruzadas oblicuamente por una franja guarnecida de doce radiantes constelaciones, en la que figura también el carro de la luna. VARRÓN. (N. del T.)

  

743

Montaigne ha interpretado mal el sentido de Platón, el cual escribe: «Toda poesía es por naturaleza enigmática.» (N. del T.)

  

744

Todas estas cosas están ocultas, rodeadas de tinieblas densas; para que la penetración del hombre, por muy profunda que sea, no alcance a descubrir los misterios del cielo ni los de la tierra. CICERÓN, Acad., II 39. (N. del T.)

  

745

Por observar las cosas del cielo hay quien no ve las que tiene delante de los pies. DEMÓCRITO. (N. del T.)

  

746

¿Cuáles son las causas de que el mar no rebase sus límites? ¿Cuáles las de la sucesión de las estaciones? ¿Cambian de posición las estrellas por movimientos espontáneos, u obedeciendo a una fuerza superior? ¿Cómo se explica que la luna pierda su luz y que luego se vuelva a iluminar su disco? ¿Cómo la discordia busca y establece la armonía del universo? HORACIO, Epíst., I, 12, 16. (N. del T.)

  

747

¿Quién dejaría de creer, al vernos componer todas las cosas de espíritu y cuerpo, que esta unión no nos fuera cabalmente comprensible? Sin embargo es la cosa que se comprende menos. El hombre es para sí mismo el objeto más prodigioso de la naturaleza, pues no puede concebir lo que sea espíritu, y menos que ninguna cosa cómo un cuerpo puede estar unido con un espíritu. PASCAL. (N. del T.)

  

748

Todo esto es obscuro para nuestra razón, todo permanece envuelto en la majestad de la naturaleza. PLINIO, II, 37. (N. del T.)

  

749

El modo como el espíritu se enlaza con el cuerpo es profundamente admirable e incomprensible para el hombre; y ese enlace es el hombre mismo. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, XXI, 10. (N. del T.)

  

750

Gentes que almacenan en su espíritu opiniones cuyo fundamento desconocen; que se obstinan en las palabras y no gustan ni ven sino las apariencias de las cosas. Así los define Platón, que los ha caracterizado muy detenidamente al fin del libro IV de la República. (N. del T.)


751

Ignoramos qué cosa sea nuestra alma; si nace por sí misma, o si por el contrarío, comienza a existir en el momento en que nosotros nacemos; si se disuelve y perece cuando morimos; si penetra en las vastas lagunas del Oreo tenebroso, o si es destinada por los dioses a tomar cuerpo en otros animales. LUCRECIO, I, 113. (N. del T.)

  

752

Él vomitó su alma sanguínea. VIRGILIO, Eneida, IV, 349. (N. del T.)

  

753

Su energía es como la del fuego, y su origen celestial. VIRGILIO, Eneida, VI 73. (N. del T.)

  

754

Cierta forma habitual de la vida corpórea, o sea lo que los griegos llaman armonía. LUCRECIO, III, 100. (N. del T.)

  

755

Cuál de estas opiniones sea la verdadera, sólo un dios podría decirlo. CICERÓN, Tusc., I, 11. (N. del T.)

  

756

Así se dice que la buena salud está en el cuerpo, y sin embargo no es uno. parte del hombre que de ella dispone. LUCRECIO, III, 103. (N. del T.)

  

757

En él se nota la depresión producida por el miedo y el terror; en torno de él se advierte el deleite suave y engendrado por las plácidas sensaciones. LUCRECIO, III, 152. (N. del T.)

  

758

Cuál sea la figura del alma y en qué parte del cuerpo reside, cuestiones son éstas que es inútil investigar. CICERÓN, Tusc., I, 28. (N. del T.)

  

759

No es posible decir nada por absurdo que sea, que no se encuentre ya dicho por algún filósofo. CICERÓN, de Divinat., II, 58. (N. del T.)

  

760

Febo no abandona jamás su camino marcado en medio del cielo, y sin embargo todo lo alumbra con sus rayos. CLAUDIANO, de Sexto consul. Honorii, V, 411. (N. del T.)


761

La otra parte del alma, extendida por todo el cuerpo, está sometida a la inteligencia y se mueve a tenor de esta potencia suprema. LUCRECIO, III, 144. (N. del T.)

  

762

Pues que Dios se halla en toda la tierra, en el amplio mar y en el inmenso cielo, e infunde el soplo de la vida a todo ser que nace; así al hombre como a todas las especies animales. Estos seres sufren después transformaciones hasta que vuelven al punto de origen: la muerte no existe. VIRGILIO, Geórg., IV. (N. del T.)

  

763

La virtud de tu padre se ha transmitido a ti. (N. del T.)

  

764

Un hombre esforzado nace de otro hombre esforzado. HORACIO, Od., IV, 4, 29. (N. del T.)

  

765

¿Por qué, en fin, trasmite el león su ferocidad a sus cachorros, la zorra su astucia y el ciervo su timidez y su ligereza? Proviene esto sin duda de que justamente con el cuerpo el alma desarrolla las cualidades y energías que recibidas por herencia permanecen en ella en germen. LUCRECIO, III, 741, 746. (N. del T.)

  

766

Si el alma se une con el cuerpo cuando éste nace, ¿por qué no recordamos esta vida precorpórea ni conservamos ningún vestigio de los hechos que en ella tuvieron lugar? LUCRECIO, III, 671. (N. del T.)

  

767

Puesto que si las facultades del alma se transforman hasta el punto de perder en absoluto el recuerdo de su anterior existencia, esta transformación difiere muy poco de la muerte. LUCRECIO, III, 674. (N. del T.)

  

768

Percibimos que nuestro espíritu nace simultáneamente con nuestro cuerpo, que se desarrolla juntamente con él y que decae al mismo tiempo que él. LUCRECIO, III, 446. (N. del T.)

  

769

Vemos que el espíritu puede curarse, como un cuerpo enfermo, con el socorro de la medicina. LUCRECIO, III, 509. (N. del T.)

  

770

El alma es sin duda alguna de naturaleza corpórea, puesto que es sensible a la impresión de los objetos corporales. LUCRECIO, III, 176. (N. del T.)


771

Todas las energías del alma se debilitan y disgregan bajo la acción de aquella ponzoña. LUCRECIO, III, 498. (N. del T.)

  

772

Aquel virus, al extenderse por todo el cuerpo, agita y conturba el alma, como las olas espumosas revueltas por los huracanes hierven en el mar tempestuoso. LUCRECIO, III, 491. (N. del T.)

  

773

Con frecuencia durante una enfermedad el alma está perturbada, presa del delirio o de los accesos de la locura; muchas veces la invade un letargo intenso; los ojos se cierran, la cabeza se hunde, y sobreviene el profundo y eterno sueño. LUCRECIO, III, 461. (N. del T.)

  

774

Insensato es creer que lo mortal esté unido a lo eterno, formando un todo acorde, funcionando armónicamente. Porque, ¿puede darse algo más diverso, o si se quiere más opuesto y discorde entre sí que lo que es mortal y lo que es inmortal y perenne, para que ambas cosas se avengan estar juntas y expuestas a los combates crueles de la vida? LUCRECIO, III, 801. (N. del T.)

  

775

Sucumbe con él agobiada bajo el peso de los años. LUCRECIO, III, 459. (N. del T.)

  

776

Cic. de Divinat., II, 58. Montaigne explica las palabras de Cicerón antes de citarla. (N. del T.)

  

777

Así, como prueba de esta falta de enlace, nótase que a veces se padece una enfermedad dolorosa en los pies sin que la cabeza sufra la más leve alteración. LUCRECIO, III, 111. (N. del T.)

  

778

Nos halagan con promesas agradables, cuya verdad no nos prueban. SÉNECA, Epíst., 102. (N. del T.)

  

779

La inmortalidad del alma es una cosa que nos importa tanto, y que nos toca tan profundamente que precisa haber perdido todo sentimiento para permanecer en la indiferencia en punto a saber lo que es. PASCAL. (N. del T.)

  

780

No son verdades probadas, son ficciones de nuestro deseo. CICERÓN, Academ., II, 38. (N. del T.)


781

Confondré la sapienta de los sabios, y reprobaré la prudencia de los prudentes. SAN PABLO, a los Corint., I, 1, 19. (N. del T.)

  

782

El misterio en que se oculta la verdad es útil para despertar en nosotros el sentimiento de nuestra pequeñez y para corregir nuestra presunción. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, XI, 22. (N. del T.)

  

783

Al discurrir acerca de la inmortalidad del alma, hallamos un punto de apoyo nada frágil en el consentimiento universal de los hombres, para temer o venerar a los dioses infernales. Yo pienso aprovecharme de este común asentimiento. SÉNECA, Epíst., 117. (N. del T.)

  

784

Nos conceden una vida como la de las cornejas; dicen que el alma existe largo tiempo, pero no eternamente. CICERÓN, Tusc., I, 31. (N. del T.)

  

785

Dime, ¡oh padre!, ¿es cierto que algunas almas, dejando la mansión celestial, descienden otra vez a. la tierra y vuelven a tomar forma corpórea? ¿Por qué este violento deseo de salir a la luz miserable de la vida? VIRGILIO, Eneida, VI, 719. (N. del T.)

  

786

Ridícula, parece, la suposición de que en el momento que los animales se unen para procrear o bien en el del parto, haya multitud de almas que se precipiten alrededor de los gérmenes corpóreos y que combatan tenazmente entre sí para ver cuál es más fuerte y logra penetrar la primera. LUCRECIO, III, 777. (N. del T.)

  

787

Según este pasaje, es verosímil creer que la madre de Montaigne estuvo o creyó estar en cinta once meses antes del parto. (A. D.)

  

788

El alma es un mundo pequeño en que las ideas distintas son una representación de Dios, y las confusas una representación del universo. LEIBNIZ. (N. del T.)

  

789

Como si pudiera darnos la medida de alguna cosa quien desconoce la suya propia. PLINIO, Nat. dist., II, 1. (N. del T.)

  

790

Créese, como queda dicho más atrás, que Montaigne dedicó la Apología de Sabunde a la reina Margarita de Francia, mujer del rey de Navarra. (N. del T.)


791

El mucho sutilizar ocasiona extravíos. (N. del T.)

  

792

Los protestantes. (N. del T.)

  

793

Que por haber admitido y proclamado ciertos principios fundamentales se ven luego forzados a defender conclusiones que ellos mismos no aprueban CICERÓN, Tusc., II, 2. (N. del T.)

  

794

Como la cera del Himeto se ablanda con el sol y bajo la presión de los dedos va tomando formas diferentes y haciéndose más dúctil a medida que se la usa más. OVIDIO, Metam., X, 248. (N. del T.)

  

795

No es posible comprender una cosa más o menos que otra, puesto que el medio de comprensión de todas las cosas es uno solo. CICERÓN, Acad., II, 41. (N. del T.)

  

796

El dios de las herrerías luchaba en contra, Apelo en pro de Troya. OVIDIO, Trist., I, 2, 5. (N. del T.)

  

797

Ninguna diferencia hay entre las apariencias verdaderas o falsas que solicitan el asentimiento de nuestro espíritu. CICERÓN, Acad., II, 28. (N. del T.)

  

798

La última cosa que impresiona nuestro espíritu la aparta de las primeras. LUCRECIO, V, 1413. (N. del T.)

  

799

Los pensamientos de los hombres cambian a veces porque el sol alumbre con más o menos intensidad. Cicerón tradujo estos versos de la Odisea, XVIII, 135. (N. del T.)

  

800

Otra causa inducente a error nos domina: las enfermedades, que trastornan el juicio y los sentidos. Y si las grandes lo alteran sensiblemente, no dudo que las pequeñas dejen de producir impresión, proporcionalmente. PASCAL. (N. del T.)


801

Le tiene sin cuidado saber qué rey es objeto de temor bajo la Osa helada, o qué es lo que a Tiridate amedrenta. HORACIO, Od., I, 26, 3. (N. del T.)

  

802

Como barquilla retenida en alta mar por un viento contrario. CATULO, Epíg., XXV, 12. (N. del T.)

  

803

Ajax siempre valiente, pero valentísimo cuando el furor le mueve. CICERÓN. Tusc., IV, 23. (N. del T.)

  

804

Así como comprobamos la calma del mar cuando ni el más leve soplo mueve sus ondas, así también juzgamos que el alma está serena y tranquila cuando no hay en ella ninguna pasión que pueda agitarla. CICERÓN, Tusc., V, 6. (N. del T.)

  

805

Como el mar impulsado por alternativas fuerzas, primero avanza tierra adentro, cubre de espuma las rocas y se extiende por extensos arenales, y luego retrocede rápido arrastrando consigo las piedras que antes trajera y deja la playa descubierta. VIRGILIO. Eneida, XI. 624. (N. del T.)

  

806

Conforme el tiempo transcurre va cambiando el valor de las cosas; la que era antes apreciado no merece ahora ninguna estimación; ha venido a ocupar su puesto algo distinto que antes era menospreciado a su vez, y ahora cada día con vehemencia mayor es de todos apetecido, y goza de gran predicamento e inagotables alabanzas. LUCRECIO, V, 12, 75. (N. del T.)

  

807

Porque Paracelso trató de echar por tierra las obras de Galeno y Avicena e intentó sustituir con la filosofía hermética las tradiciones de la ciencia antigua. (N. del T.)

  

808

Santiago Peletier, matemático, poeta y gramático; nació en el Mans, en 1517 y murió en París en 1582. (N. del T.)

  

809

Pues lo que tenemos presente nos agrada y nos parece más estimable que todo lo demás. LUCRECIO, V, 1411. (N. del T.)

  

810

Aunque lo que sigue a esta frase parece indicar que por mundo Montaigne entiende el universo, y no la tierra, vese sin embargo que aquí habla de la tierra, cuyos límites cree que no se han encontrado todavía, y que Pascal tuvo razón de censurarle este escepticismo como ignorancia. ERNESTO HAVET. (N. del T.)


811

Separadamente son mortales; la especie es la eterna. APULEYO, de Deo Socratis. (N. del T.)

  

812

Esta carta de Alejandro, que no ha llegado a nosotros, era probablemente apócrifa, como las que conocemos de este héroe en que describe sus expediciones de la India. (N. del T.)

  

813

Montaigne amontona aquí todos estos relatos tal y como los encontró en algunas relaciones sin cuidarse de examinar si son reales o ficticios. Pueden leerse detallados, casi de igual modo que en estas páginas se transcriben, en la Historia de la Conquista de Méjico, de Solís, y en el Comentario Real del Inca Garcilaso de la Vega. (C.)

  

814

La naturaleza del clima influye en el desarrollo corporal, así como en la conformación del espíritu. VEGECIO, I, 2. (N. del T.)

  

815

El ambiente de Atenas es tenue, sutil, por lo cual los atenienses se distinguen por su perspicacia; el de Tebas, denso, de donde viene que los tebanos sean rudos y vigorosos. CICERÓN, de Falo. (N. del T.)

  

816

¿Cuál es la razón de nuestros temores o de nuestros deseos? ¿Tuviste acaso la fortuna de concebir algo de que más tarde no te arrepientas, aun siéndote el éxito favorable? JUVENAL, Sat., X, 4. (N. del T.)

  

817

Pedimos mujer y deseamos descendencia, mas sólo los dioses saben quién será nuestra esposa, quiénes nuestros hijos. JUVENAL, Sat., X, 352. (N. del T.)

  

818

Atormentado por tan extraño suplicio, desea librarse de estas riquezas que le reducen a la indigencia más extremada y odia lo que antes apeteciera, OVIDIO, Metam., XI, 128. (N. del T.)

  

819

Tu vara y tu báculo han sido mi consuelo. Salmo XXII, 4. (N. del T.)

  

820

He aquí mi consejo: deja que los dioses nos den lo que nos convenga, lo que ellos saben que es para nosotros provechoso... Los dioses aman al hombre más que él se ama a sí mismo. JUVENAL, Sat., X, 316. (N. del T.)


821

Disintiendo acerca de lo que sea el sumo bien del hombre se cae en forzoso desacuerdo sobre la totalidad de la doctrina filosófica. CICERÓN de Finibus, V, 5. (N. del T.)

  

822

Tengo a mi mesa tres convidados, cada cual con gusto diferente, cada cual deseoso de comer cosas distintas. ¿Qué les daré?, ¿qué no les daré? Tú rechazas lo que otro apetece; lo que tú deseas es desagradable para los otros dos. HORACIO, Epís., II, 2, 61. (N. del T.)

  

823

No admiramos de nada, amigo Numicio, es acaso el medio único y solo que puede darnos y conservarnos la felicidad. HORACIO, Epís., I, 6, 1. (N. del T.)

  

824

Justo Lipsio, que sostuvo con Montaigne relaciones por correspondencia, ha cumplido, a lo menos en parte, este deseo en su obra sobre el estoicismo, titulada Manuductio ad stoicam philosophiam. Este trabajo no vio la luz hasta 1601, doce años después de muerto Montaigne, y es probable que no hubiera dejado a éste muy satisfecho. (J. V. L.)

  

825

En efecto, de 1534 a 1558 Montaigne pudo ver a los ingleses, o más bien a la corte de Inglaterra, cambiar cuatro veces de religión. (N. del T.)

  

826

Apolo. (N. del T.)

  

827

En verdad si el hombre la conociera (la justicia), no habría sentado esta máxima, la más general de todas las existentes entre los mortales, de que cada cual siga las costumbres de su país; el resplandor de la verdadera equidad habría sujetado a todos los miembros, y los legisladores no hubieran tomado por modelo en lugar de esta justicia constante, las fantasías y caprichos de los persas y de los alemanes. Veríamosla asentada en todos los Estados del mundo y en todos los tiempos, mientras no vemos casi nada justo o injusto que no cambie de calidad al mudar de clima. Tres grados de elevación sobre el polo echan por tierra toda la jurisprudencia. Un meridiano decide de la verdad; en contados años de vigor las leyes fundamentales cambian; el derecho tiene sus épocas. La entrada de Saturno en el signo del león nos señala el origen de tal crimen. ¡Singular justicia la que el curso de un río limita! verdad aquende los Pirineos, error allende. PASCAL. (N. del T.)

  

828

Pueblos hay en que las madres se unen con sus hijos y las hijas con sus padres; en ellos el amor familiar se acrecienta con estos nuevos vínculos. OVIDIO, Metam., X, 331. (N. del T.)

  

829

Nada es nuestro de un modo absoluto; lo que yo digo que es nuestro es una pertenencia del arte. (N. del T.)

  

830

¡Oh tierra hospitalaria! ¿Acaso te preparas para la guerra? Equipados están tus corceles, y estos fogosos animales son como el presagio de próximos combates. Mas a veces los caballos que uncidos a un carro lo arrastran obedientes al blando yugo son esperanza de paz. VIRGILIO, Eneida, III 539. (N. del T.)


831

De aquí el furor con que las gentes de cada país odian las divinidades de los países vecinos, creyendo sin duda que no debe haber más dioses que los que ellos solos veneran. JUVENAL, XV, 37. (N. del T.)

  

832

Bartolo, uno de los mas célebres jurisconsultos de los tiempos modernos; nació en Sasso-Ferrato, ciudad de la Umbría, hacia el año 1313 y murió en Perusa en 1356. -Baldo (Bernardino), abad de Guastala, nació en Urbino en 1553, murió en 1617 y fue uno de los hombres más sabios de su tiempo. (N. del T.)

  

833

En cuanto a los placeres obscenos, supuesto que nuestra naturaleza los reclama, cree Epicuro que no se debe atender al nacimiento, a la posición, o al rango social, sino a la forma, a la edad o a la figura. CICERÓN, Tusc. quaest., V, 33. -Los estoicos opinan que no debe privarse al sabio de los placeres honestos del amor. CICERÓN, de Finibus bonorum et malorum, III, 90. -Investiguemos, dicen los estoicos, hasta qué edad es lícito amar a las jóvenes. SÉNECA, Epíst. 123. (N. del T.)

  

834

Tú que fuiste esposo de Aufidia, Scevino, eres ahora su cortejo; el que antes fue tu rival es ahora su esposo. ¿Por qué te agrada como mujer de otro la misma que no te agradaba cuando era tu propia mujer? ¿Es que al estar seguro de su posesión no te inspiraba ningún deseo? MARCIAL, III, 70. (N. del T.)

  

835

Cuando todo el mundo podía acercarse libremente a tu mujer, Ceciliano, en toda la ciudad no se hallaba un hombre que la quisiera ni gratis; pero ahora que has llenado tu casa de guardianes acuden los pretendientes en tropel. MARCIAL, I, 74. (N. del T.)

  

836

SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, XIV, 20. (N. del T.)

  

837

Son los caminos por los que la luz del conocimiento penetra en el alma del hombre, en el santuario de su inteligencia. LUCRECIO, V, 103. (N. del T.)

  

838

El conocimiento de la verdad nos es suministrado en primer término por los sentidos a los cuales no es posible negar eficacia. ¿Hay algo que sea más digno que ellos de inspirarnos confianza absoluta? LUCRECIO, IV, 479,483. (N. del T.)

  

839

¿Podrá el oído corregir las sensaciones de la vista, o el tacto las del oído? ¿el gusto, preservar de las ilusiones del tacto, o ser éste contradicho por el olfato o por la vista? LUCRECIO, IV, 487. (N. del T.)

  

840

Cada sentido tiene su poder peculiar, su propia esfera de acción, Ibid., v. 490. (N. del T.)


841

Mas en este caso no deberemos decir que los ojos se engañan, ni achacarles un defecto que realmente tiene su asiento en nuestro espíritu. LUCRECIO, IV, 380, 387. (N. del T.)

  

842

Así pues, lo que los sentidos nos enseñan es verdad ahora y siempre. Si la razón no puede descubrir la causa de que los objetos que de cerca son cuadrados de lejos parezcan redondos, preferible es explicar esta doble apariencia mediante un razonamiento falaz que supla la falta de positivas razones a dejar que se escape de nuestras manos la verdad revelada por los sentidos, que pierda el conocimiento su apoyo más firme y que se destruyan los cimientos sobre que descansa nuestra vida y nuestra conservación; porque no es sólo la razón la que se hunde, es la vida entera, que descansa también sobre el testimonio de los sentidos, pues que sin ellos no podría el hombre librarse de caer en los precipicios que halla a su paso ni evitar otros muchos peligros que le rodean. LUCRECIO, IV, 500. (N. del T.)

  

843

Montañas que surgen en medio del mar, por entre las cuales podrían cruzar grandes navíos, parecen vistas de lejos una masa compacta; como si las diversas prominencias aproximándose y confundiéndose formasen una gran isla. Asimismo, al navegar con velas desplegadas, sin apartarnos de la costa, nos parece que las llanuras y los valles corren en dirección opuesta... Si nuestro caballo se detiene en medio de un río, se nos figura que una fuerza extraña se apodera de su cuerpo y le hace marchar contra la corriente. LUCRECIO, IV, 398 399, 421. (N. del T.)

  

844

Nos seduce la apariencia; los defectos se ocultan con el oro y las piedras preciosas; lo que menos importa en una doncella es la doncella misma. Con frecuencia ocurre preguntar viendo tan extraordinario artificio dónde está el objeto amado; el amor nos deslumbra vistiéndose con galas espléndidas. Ovidio, de Remed. amor., I, 343. (N. del T.)

  

845

Se embelesa en la contemplación de su bella figura y su insensatez le lleva hasta apasionarse de sí mismo; a echarse requiebros y a solicitar sus propios favores, a abrazarse en las llamas que él mismo se inspira. OVIDIO, Metam., III 424. (N. del T.)

  

846

La besa y cree que la estatua le devuelve los besos; se acerca más, y la abraza, y se imagina que sus dedos se hunden cual si tocaran un cuerpo vivo no se atreve a estrecharla por temor de ahogarla entre sus brazos. OVIDIO, X, 256. (N. del T.)

  

847

Colocad al filósofo mayor del mundo sobre una tabla más ancha y resistente de lo que haya menester para que le soporte, y si tiene bajo sus plantas un precipicio, aun cuando su razón le convenza de que está seguro, la imaginación prevalecerá. Muchos no podrían pensar en tal situación sin trasudar y palidecer. PASCAL. (N. del T.)

  

848

No es posible asomarse a ellos sin que el vértigo se apodere de todo nuestro ser. TITO LIVIO, XLIV, 6. (N. del T.)

  

849

Sucede también que el espíritu es impresionado con más viveza unas veces por ciertos espectáculos, otras por la vibración de una voz extraña o por la melodía de ciertas canciones; otras, en fin, por la inquietud o por el temor. CICERÓN, de Divinat., I, 37. (N. del T.)

  

850

Entonces se ven (como aconteció a Penteo) dos soles y dos Tebas. VIRGILIO, Eneida, IV, 470. (N. del T.)


851

No es raro ver la maldad y la bajeza atraerse todas las voluntades y reinar con imperio absoluto en los corazones. LUCRECIO, IV, 1152. (N. del T.)

  

852

Aun las cosas que tienes delante de los ojos, si no fijas en ellas la atención, serán para ti tan desconocidas como aquellas otras que siempre estuvieron ocultas y colocadas a inmensa distancia. LUCRECIO, IV, 812. (N. del T.)

  

853

La diversidad y aun la oposición en este punto es tal, que a veces lo que para unos sirve de alimento obra en los otros como activa ponzoña; la serpiente, por ejemplo, al contacto de la saliva del hombre muere destrozándose ella misma. LUCRECIO, IV, 633. (N. del T.)

  

854

Los enfermos de ictericia todo lo ven pajizo. LUCRECIO, IV, 333. (N. del T.)

  

855

Nos parece ver en una lámpara dos focos de luz y en un hombre dos rostros y dos cuerpos. LUCRECIO, IV, 451. (N. del T.)

  

856

Este mismo efecto producen los toldos amarillos, rojos y grises que para cubrir los grandes circos es costumbre colocar entre travesaños de madera, formando como un techo flotante: nótase que cuanto queda debajo, las figuras que aparecen en escena, hombres, mujeres y dioses, todo cambia de aspecto y parece teñido del color mismo de la tela. LUCRECIO, IV, 73 (N. del T.)

  

857

Como el alimento que se distribuye por todas las partes del cuerpo desaparece transformándose en una nueva sustancia. LUCRECIO, III, 728. (N. del T.)

  

858

Si al construir un edificio nos ajustamos a un plano mal trazado y nos servimos de una escuadra irregular que no marca a dirección perpendicular que deben seguir los muros; y de un nivel que tampoco señala tal línea horizontal, toda la construcción será viciosa y por necesidad insegura; todo estará inclinado, torcido y en desorden, desde los cimientos hasta el tejado; algunas partes del edificio parecerá que se están cayendo y otras se derrumbarán a causa de su mala construcción; así el conocimiento de las cosas necesariamente falso, si son falsas las sensaciones que le sirven de fundamento. LUCRECIO, IV, 514. (N. del T.)

  

859

Bogamos en un vasto elemento, siempre inciertos y flotantes, empujados de un extremo al opuesto. Cualesquiera que sea el término donde pensemos asirnos y afirmarnos, al punto se tambalea y nos abandona; y si le seguimos, escapa a nuestras acometidas, se nos desliza y huye eternamente. Nada se detiene para nosotros. Este es nuestro estado natural, y sin embargo el más contrario a nuestra inclinación: ardemos en deseos por encontrar una postura firme y una última base constante, para sobre ella edificar una torre que se eleve al Infinito; pero todo nuestro fundamento cruje, y la tierra se abre hasta los abismos. PASCAL. (N. del T.)

  

860

Todo este pasaje, a excepción de los versos de Lucrecio, lo transcribe Montaigne al pie de la letra de la traducción de Plutarco, de Amyot. (Sobre la palabra El, c. 12.) (N. del T.)


861

Todo en el universo cambia en la sucesión del tiempo; todas las cosas deben pasar por estados diferentes; nada se conserva perpetuamente idéntico a sí mismo. Todo pasa, todo cambia de constitución, todo está sujeto a metamorfosis. LUCRECIO, V, 826. (N. del T.)

  

862

Aquí Plutarco no hace sino transcribir y desarrollar estas palabras del Timeo: «Nos engañamos al decir, hablando de la eterna esencia, Fue o Será; estas formas del tiempo no convienen a la eternidad. Es: he aquí su atributo. Nuestro pasado y nuestro porvenir son dos movimientos, y lo inmutable no puede ser de la víspera ni del día siguiente; no puede decirse que fue ni que será. Los accidentes de las criaturas sensibles no se hicieron para lo que no cambia y los instantes que se calculan no son sino un vano simulacro de lo que es siempre.» (J. V. L.)

  

863

De SÉNECA, Natur, quaest., I, in Praefatione. (N. del T.)

  

864

Al salir del puerto nos parece que la tierra y la ciudad son las que se alejan. VIRGILIO, Eneid., III, 72. (N. del T.)

  

865

Ya comienza a quejarse el campesino viendo la vejez cercana... y al comparar los tiempos presentes con los que pasaron, no osa de ponderar la ventura de sus padres ni de celebrar la piedad de la gente antigua. LUCRECIO, II, 1165. (N. del T.)

  

866

Tantos dioses agitándose en torno de mi solo individuo. SÉNECA, Suasor., I, 4. (N. del T.)

  

867

Si desconfías del auxilio del cielo, acude al mío; la causa única de tu temor está en que no sabes a quién conduces; desafía, pues, las olas sin reparo, que yo te aseguro mi protección. LUCANO, V, 579. (N. del T.)

  

868

Al fin creyó César verse rodeado de peligros dignos de su persona. ¿Tan ardua empresa es la de aniquilarme, dijo, que contra la frágil barquilla en que me siento o se agita tan furiosa tempestad? LUCANO, V, 653. (N. del T.)

  

869

También el sol, muerto César, se asoció al duelo de Roma, cubriendo de espeso velo su claro disco. VIRGILIO, Geórg., I, 466. (N. del T.)

  

870

No es tan grande la relación entre los hombres y el cielo, que por nuestra muerte pueda modificarse el brillo de los astros. PLINIO, Nat. Hist., II, 8. (N. del T.)


871

Calígula. (N. del T.)

  

872

Y aquel cuerpo tan cruelmente lacerado no acababa de recibir el golpe de gracia, sino que con crueldad infame se le procuraba alargar la vida para prolongar más el martirio. LUCANO, IV, 178. (N. del T.)

  

873

Animoso por las circunstancias. LUCANO, IV, 798. (N. del T.)

  

874

Morir no quiero, mas estar muerto ya no me importa. CICERÓN, Tusc. quaest., I, 8. (Trad. de un verso de Epicarmes.) (N. del T.)

  

875

Salvar a quien no lo desea es lo mismo que matarle. HORACIO, de Arte poét., 467. (N. del T.)

  

876

Lo único cierto es que nada hay cierto, y nada más mísero y soberbio que el hombre. PLINIO, Nat. Hist., II, 7. (N. del T.)

  

877

El pesar de haber perdido una cosa y el temor de que nos escape impresionan igualmente al espíritu. SÉNECA, Epíst., 98. (N. del T.)

  

878

Si Danae no hubiera estado encerrada en una torre de bronce, no hubiera engendrado un hijo de Júpiter. OVID., Amor., II, 19, 27. (N. del T.)

  

879

El atractivo de todas las cosas aumenta con el peligro, que debería producir hastío cuando no nos trae sufrimientos. SÉNECA, de Benefic., VII, 9. (N. del T.)

  

880

Repéleme, Gala; el amor se sacia pronto cuando sus alegrías no van mezcladas con un poco de dolor. MARCIAL, IV, 37. (N. del T.)


881

La languidez y el silencio y los suspiros ahogados dentro del pecho. HORACIO, Epod., XI, 9. (N. del T.)

  

882

Cogen violentamente el objeto de sus ansias, le golpean y le muerden en los labios, subyúgales el deseo de hacer daño a aquello mismo que tan rabiosamente les excita. LUCRECIO, IV, 1076. (N. del T.)

  

883

Deja lo que está a su alcance y se esfuerza por atrapar lo que se lo escapa. HORACIO, Sat., I, 2, 108. (N. del T.)

  

884

Si dejas de vigilar a tu amada no tardará en olvidarse de mí. OVIDIO Amor, II, 19, 47. (N. del T.)

  

885

A ti te molesta lo que te sobra, y a mí lo que me falta. TERENCIO, Fornito, act. 1, esc. III, v. 9. (N. del T.)

  

886

Si quieres ser amado largo tiempo no hagas caso de la amante. OVID., Amor. II, 19, 33. (N. del T.)

  

887

Desdeñad, amantes, que así oy conseguiréis lo que os negaron ayer. PROPERCIO, II 14 19. (N. del T.)

  

888

Se esconde presurosa entre los sauces, procurando antes ser vista. VIRGILIO, Églog., III, 65. (N. del T.)

  

889

A veces hizo de un traje una fortaleza contra mis designios. PROPERCIO, II, 15, 6. (N. del T.)

  

890

Lo que nos está permitido nos es poco agradable; lo prohibido es lo que con más fuerza nos atrae. OVIDIO, Amor, II, 19, 3. (N. del T.)


891

Los gérmenes de la infección, que parecen extirpados, siguen ocultos propagándose. RUTILIO, Itiberar., I, 397. (El poeta habla de los judíos y de su religión.) (N. del T.)

  

892

Los candados atraen al ladrón; éste pasa de largo por las puertas abiertas. SÉNECA, Epíst. 68. (N. del T.)

  

893

Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres en la tierra. SAN LUCAS, Evang. II, 14. (N. del T.)

  

894

Ven hacia acá, Ulises laudabilísimo, el honor más relevante que en la Grecia florezca. -Versos traducidos de la Odisea, XII 184. (N. del T.)

  

895

¿Qué será la gloria mayor si es solamente gloria? JUVENAL, Sat. VIII, v. 81. (N. del T.)

  

896

La virtud oculta difiere poco de la mortal inercia. HORACIO, Od., IV, 9, 29. (N. del T.)

  

897

Es necesario recordar que tenemos a Dios por testigo, y este testigo, a mi ver, es vuestra propia conciencia. CICERÓN, de Offic., III, 10. (N. del T.)

  

898

Todo lo domina la fortuna con su imperio; mientras a unos los lleva al pináculo deja a otros en la oscuridad; muévela menos el mérito que el capricho. SALUSTIO, Bell. Catilin., c. 8. (N. del T.)

  

899

Como si una acción no fuera virtuosa más que cuando ha sido celebrada. CICERÓN, de Offic., I, 4. (N. del T.)

  

900

En los actos virtuosos y no en la gloria fundamenta su honor el alma verdaderamente grande. El honor es el fin principal de la humana naturaleza. CICERÓN, de Offic., I, 19. (N. del T.)


901

Nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia. SAN PABLO, Epíst. ad Corinth., II, 1, 12. (N. del T.)

  

902

Yo creo que en lo restante de aquel invierno hizo Rolando cosas muy dignas de memoria; mas hasta ahora se guardaron todas tan secretas que ninguna culpa me cabe al no relatarlas, pues mi héroe estuvo siempre más presto a realizar acciones hermosas que a divulgarlas; y nunca sus empresas fueron pregonadas sino cuando tuvo testigos que las presenciasen. ARIOSTO, Orlando, canto XI, estancia 81. (N. del T.)

  

903

La virtud, libre de flaquezas, resplandece con luz inextinguible empuñando su cetro con mano firme, sin escuchar las voces de la plebe. HORACIO, Od. III, 2, 17. (N. del T.)

  

904

No por interés, sino por rendir homenaje a la virtud. CICERÓN, de Finibus, I, 10. (N. del T.)

  

905

¿Hay mayor necedad que creer que juntos son algo los que uno a uno nos inspiran menosprecio? CICERÓN, Tusc. quaest., V, 36. (N. del T.)

  

906

Nada menos estimable que los juicios de la multitud. TITO LIVIO, XXXI. 34. (N. del T.)

  

907

Cuando el vulgo alaba una cosa, aun suponiendo que no sea mala, a mi comienza a parecérmelo. CICERÓN, de Finibus, II, 15. (N. del T.)

  

908

La providencia nos ha otorgado el don valioso de que lo honesto sea lo que más nos favorece. QUINTILIANO, Inst. orat., I, 12. (N. del T.)

  

909

Reí de que el éxito pudiera ser contrario al dolor. OVIDIO, Heroíd., I, 18. (N. del T.)

  

910

No me disgusta que me alaben, porque mi complexión es falsa, pero rechazo la idea de que el fin y última mira de nuestras acciones sea conseguir que nos digan: ¡Oh, qué bella es tu obra! PERSIO, Sat., I, 47. (N. del T.)


911

¿A quién halaga el honor falso, y a quién asusta la calumnia infundada sino al que es indigno y falaz? HORACIO, Epíst., I, 16, 39. (N. del T.)

  

912

No aceptes las decisiones de la veleidosa Roma, ni gastes en contrariarlas tus ímprobos esfuerzos. No debes buscar fuera de ti tu propio juicio. PERSIO, Sat. I, 5. (N. del T.)

  

913

No me será más leve la tierra porque la posteridad me alabe, ni por ello ha de cubrirse de violetas mi sepulcro. PERSIO, Sat., I, 37. (N. del T.)

  

914

Un suceso que a muchos ocurrió ya, uno de esos casos que el acaso origina diariamente. JUVENAL, Sat., XIII, 9. (N. del T.)

  

915

La voz de la fama, perceptible apenas, apenas nos transmitió su nombre. VIRGILIO, Eneid., VII, 646. (N. del T.)

  

916

A los que la fama dejó en la obscuridad. VIRGILIO, Eneid., V, 302. (N. del T.)

  

917

La recompensa de una buena acción es haberla practicado. SÉNECA, Epíst., 81. -El beneficio de un favor es el favor mismo. (N. del T.)

  

918

Sócrates. (N. del T.)

  

919

Como los poetas trágicos recurren a los dioses cuando no aciertan con el desenlace de sus obras. CICERÓN, de Nat. deor., I, 20. (N. del T.)

  

920

Con las armas en la mano el valor se exalta y los ánimos se sienten capaces de morir, pues sería necio querer salvar una vida que aunque se pierda renace luego. LUCANO, I, 461. (N. del T.)


921

De la propia suerte que en el lenguaje corriente se llama honrado lo que juzga glorioso la voz de la fama. CICERÓN, de Finib., II. 15. (N. del T.)

  

922

La que por no ser lícita una cosa deja de hacerla obra lo mismo que si la hiciera. OVIDIO, Amor, III, 4, 4. (N. del T.)

  

923

Se mostraba en sus memorias cual si hablara a un fidelísimo confidente, sin omitir jamás nada de lo bueno ni de lo malo que pudiera sucederle, con lo cual consiguió que toda su vida apareciera allí claramente expuesta, como en unas tablas votivas. HORACIO, Sat., II, 1, 3. (N. del T.)

  

924

Ni Rutilio ni Scauro fueron por ello menos creídos ni menos estimados. TÁCITO, Agricola, c. 1. (N. del T.)

  

925

Ni los dioses, ni los hombres, ni las columnas de los pórticos consienten que un poeta sea mediano. HORACIO, de Arte poét., v. 372. (N. del T.)

  

926

En verdad, no hay nadie tan seguro de sí como un mal poeta. MARCIAL, XII, 63, 13. (N. del T.)

  

927

Cuando vuelvo a leer mis escritos me avergüenzo de haberlos compuesto, porque aun yo mismo que soy el autor creo que deberían suprimirse. OVIDIO de Ponto, I, 5, 15. (N. del T.)

  

928

Cuanto nos complace y contribuye a dulcificar la vida del hombre, todo se lo debemos a las Gracias. (Estos versos latinos son probablemente obra de un autor moderno.) (N. del T.)

  

929

Me esfuerzo por ser conciso y caigo en la obscuridad. HORACIO, de Art. poetic., V. 25. (N. del T.)

  

930

Dividieron y repartieron las tierras según la belleza, la fuerza y el ingenio de cada cual; la hermosura del rostro valía mucho e imperaba la fuerza. LUCRECIO, V, 109. (N. del T.)


931

Entre los primeros, por su estatura imponente, marcha Turno con las armas en la mano; su cabeza sobresale por encima de todos cuantos le rodean. VIRGILIO, Eneid., VII, 783. (N. del T.)

  

932

Era el más hermoso de entre todos los hombres. Ps., XLV, 3. (N. del T.)

  

933

Con el pecho y las piernas cubiertos de vello. MARCIAL, II 36, 5. (N. del T.)

  

934

Poco a poco las fuerzas y el vigor juvenil se pierden y comenzamos el penoso descenso de nuestra vida. LUCRECIO, II, 11, 31. (N. del T.)

  

935

Los años, al pasar, nos van robando parte de nuestro ser. HORACIO, Epíst., II, 55. (N. del T.)

  

936

Suavemente, con la distracción del estudio se cubre la aspereza de nuestros trabajos. HORACIO, Sat., II, 2, 12. (N. del T.)

  

937

No aceptaría yo a ese precio todas las arenas del Tajo con el oro que llevan hacia el mar. JUVENAL, Sat., III, 51. (N. del T.)

  

938

No van impulsadas nuestras velas por el favorable Aquilón ni tampoco las combate el austro adverso: por nuestras fuerzas, ingenio, figura, virtud, condición y fortuna somos de los últimos entre los primeros, mas de los primeros entre los últimos. HORACIO, II, 21 201. (N. del T.)

  

939

Hay que contar con lo que al señor se le va de las manos para caer en las de los pícaros que le rodean. HORACIO, Epíst., I, 6, 45. (N. del T.)

  

940

Lo dudoso atormenta más que lo malo. SÉNECA, Agamemnón, acto III, esc., I, v. 29. (N. del T.)


941

Yo no compro la esperanza con dinero. TERENCIO, Adel., acto I, escena III, v. 11. (N. del T.)

  

942

Hay que remar con un remo en el agua y el otro en las arenas de la orilla. PROPERCIO, III, 3, 23. (N. del T.)

  

943

En la mala fortuna seamos audaces para elegir un nuevo camino. SÉNECA, Agamemnón, acto II, esc. I, v 47. (N. del T.)

  

944

Sea su dulce destino alcanzar la palma de la victoria sin recurrir al estruendo de la lucha. HORACIO, Epíst. I, 1, 51. (N. del T.)

  

945

Es vergonzoso echarnos encima un peso superior a nuestras fuerzas para caer de rodillas antes de dar un paso. PROPERCIO, III, 3, 5. (N. del T.)

  

946

En nuestro tiempo si un amigo no os niega el depósito que le confiasteis, si os devuelve la vieja bolsa con las monedas cubiertas de herrumbre, hay que proclamar su rasgo admirable de honradez, inscribirlo en mármoles y bronces e inmolar una oveja en celebración de tan glorioso suceso. JUVENAL, III, 60. (N. del T.)

  

947

Nada es tan popular como la bondad. CICERÓN, pro Ligario, c. 12. (N. del T.)

  

948

Máxima favorita de Luis XI. (N. del T.)

  

949

Cuanto más grandes son la habilidad y la destreza de un hombre, es mayor el odio y la sospecha que le siguen al perder su nombradía de probidad. CICERÓN, de Offic., II, 9. (N. del T.)

  

950

Estoy tan lleno de grietas que por todas partes me salgo. TERENCIO, Eunuch. acto I, esc. II, v. 25. (N. del T.)


951

La memoria contiene en sí no sólo la filosofía, sino también el conocimiento práctico de la vida y el de las artes todas. CICERÓN. Acad., II, 7. (N. del T.)

  

952

Aguza la nariz cuanto quieras; sé tan narigón que no pueda cargar contigo el mismo Atlas; llegarás a hacer reír al propio Latino, pero no conseguirás decir de mis flaquezas más de lo que yo mismo he dicho. ¿Qué adelantaría un diente mordiendo en otro diente? Más justo es morder en carne. No pierdas el tiempo: fustiga a los vanidosos, poseídos de sus personas. En cuanto a mí, sé de sobra que todo es pura farándula. MARCIAL, II, 13. (N. del T.)

  

953

El corazón no me dice ni sí, ni no. PETRARCA, edición de Gab. Giolito. Venecia, 1557. (N. del T.)

  

954

Cuando el espíritu está en la duda, muy poco esfuerzo basta para impulsarle en las más opuestas direcciones. TERENCIO, Andr., acto 1, esc. VI, v. 32. (N. del T.)

  

955

La suerte cupo a Matías. Act. Apost., I, 26. (N. del T.)

  

956

La costumbre de prestar asentimiento parece engendrar muchos errores y peligros. CICERÓN, Acad., II, 21. (N. del T.)

  

957

Como cuando se consigue que la balanza esté en el fiel, que ni un brazo descienda ni el otro se levante. TIBULO IV, 41. (N. del T.)

  

958

Somos derrotados, pero causando poco daño al enemigo. HORACIO, Epíst., II, 2, 97. (N. del T.)

  

959

Por grandes que sean los vicios y los crímenes que nos son conocidos, quedan aún otros peores por conocer. JUVENAL, VIII. 183. (N. del T.)

  

960

Vivir y gozar de buena salud, ésta es para mí la ciencia. LUCRECIO, V, 959. (N. del T.)


961

Nadie quiere desmerecer para consigo mismo. PERSIO, IV, 23. (N. del T.)

  

962

Si en algo consiste propiamente el honor, es más que en nada en la ecuanimidad de toda nuestra vida, no como en la rectitud de cada uno de nuestros actos; y esto no lo conseguirá nunca quien olvidándose de sí mismo viva imitando la conducta de los demás. CICERÓN, de Offic., I, 31. (N. del T.)

  

963

¿No serás capaz de ejecutar lo que hizo en otro tiempo Polemón? Arrojar de ti tantos adornos ridículos y afeminados como él hizo, de quien se cuenta que se quitó a escondidas las gargantillas que llevaba, luego que oyó avergonzado, la palabra austera del maestro. HORACIO, Sat., I, 253. (N. del T.)

  

964

El vulgo es más prudente porque lo es sólo cuanto precisa serlo. LACTANCIO, Div. Instit., III, 5. (N. del T.)

  

965

Yo no recito mis versos a cualquiera, sino a mis amigos, y cuando me lo ruegan; no en todas partes y ante todo el mundo, como muchos que no tienen reparo en leer sus escritos en el foro o en los baños públicos. HORACIO, Sat., I, 4, 73. (N. del T.)

  

966

No es mi propósito llenar estas páginas de frases aparatosas. Escribe cual si hablara con alguien en secreto. PERSIO, V, 19. (N. del T.)

  

967

El vestido y el anillo de un padre son tanto más caros a sus hijos cuanta mayor afección les inspira su memoria, SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, I, 12. (N. del T.)

  

968

Que no le falta al pez escama ni pellejo a la aceituna. MARCIAL, XIII, 1, 1. (N. del T.)

  

969

Muchas veces me permitiré vestir a los escombros con amplia túnica, CATULO, XCIV, 8. (N. del T.)

  

970

¡Pim! en el ojo; ¡pam! en el hocico,

¡Pum! en las costillas del mico.

(MAROT, es su epístola titulada Fripelippes, criado de Marot, a Sagon.) (N. del T.)


971

Del seno del placer nace algo amargo; esto aun en las mismas flores se observa. LUCRECIO, IV, 1130. (N. del T.)

  

972

La dicha que no se modera a sí misma se destruye. SÉNECA, Epíst. 74. (N. del T.)

  

973

El llanto envuelve cierta dulzura. OVIDIO, Trist., IV. 3, 27. (N. del T.)

  

974

Muchacho que me escancias vino viejo de Falerno, lléname el vaso del más amargo. CATULO, XXVII, 1. (N. del T.)

  

975

No hay mal sin compensación. SÉNECA, Epíst. 69. (N. del T.)

  

976

En todo castigo ejemplar hay algo inicuo que daría a los particulares, pero que favorece al bien común. TÁCITO, Annal., XIV, 41. (N. del T.)

  

977

Viendo en sí mismos cosas tan contradictorias, permanecían confundidos. TITO LIVIO, XXXII, 20. (N. del T.)

  

978

Yo volveré vencedor, ¡oh Marco Fabio! Pongo a Júpiter padre, al dios Marte y a todos los demás dioses por testigos de mi juramento. TITO LIVIO, II, 45. (N. del T.)

  

979

Se amontonaban los unos sabre los otros, así los que caían muertos como los que huían. TITO LIVIO, II, 47. (N. del T.)

  

980

Dirigiose en tres días de Amphissa a Pella en caballos de relevo con celeridad casi increíble TITO LIVIO, XVXVIII, 7. (N. del T.)


981

Sufrimos los males de una larga paz porque los vicios son más crueles que el estruendo de las armas. JUVENAL, VI, 291. (N. del T.)

  

982

No consientas jamás, ¡oh diosa! que me domine tan violentamente el deseo de algo hasta el punto de lanzarme en su posesión atropellando la justicia. CATULO, LXVIII, 77. (N. del T.)

  

983

¿Qué otra cosa se proponen ese arte cruel de los gladiadores y demás placeres sangrientos del circo? (N. del T.)

  

984

Busca, ¡oh príncipe!, para tu mando un renombre glorioso, a fin de que el legado del padre se acrezca con la fama alcanzada por el hijo. Haz que ningún hombre perezca en nuestra ciudad en esas luchas con que el pueblo se divierte. Conténtese la arena cruel con las luchas entre fieras, pero que no se sigan cometiendo homicidios en juegos brutales. PRUDENCIO, contra Simaco, II, 643. (N. del T.)

  

985

Levántase para ver mejor el combate, y cuando el vencedor clava el hierro en la garganta del vencido dice que se halla en sus delicias; entonces con gesto imperioso pide que rematen al infeliz atravesándole de parte a parte. PRUDENCIO, contra Simaco, II, 617. (N. del T.)

  

986

Ponen su vida a precio para jugarla en el circo, y aun cuando no haya guerra cada cual se dispone a luchar con el enemigo. MANILIO, Astronomia, IV, 225. (N. del T.)

  

987

Es tal el entusiasmo que despiertan estas nuevas diversiones, que aun el sexo débil, inhábil para manejar las armas, desciende a la arena y toma parte en las luchas temibles de los hombres. ESTACIO, Sylv., I, 6, 51. (N. del T.)

  

988

Tanto la Galacia, tanto el Ponto, tanto la Lidia. CLAUDIANO, in Eutop., I, 203. (N. del T.)

  

989

Tanto pueden el cuidado y el arte de estar enfermo que Celio no necesita ya fingir la gota. MARCIAL, VII, 39, 8. (N. del T.)

  

990

En el capítulo XX del libro I. (N. del T.)


991

Poder, valer mucho. (N. del T.)

  

992

Aplaudirá tu juego bajando los dos pulgares. HORACIO, Epíst. I, 18. (N. del T.)

  

993

Aplaudirá tu juego bajando los dos pulgares. HORACIO, Epíst., I, 18. (N. del T.)

  

994

Cuando el público alza los pulgares hay que morir para congraciarse con él. JUVENAL, III, 36. (N. del T.)

  

995

Le agrada sacrificar una víctima que opone resistencia. CLAUDIANO, Epíst., ad Hadrianum. (N. del T.)

  

996

El lobo y el oso infame y otras tierras de las menos nobles son las que se ensañan con la presa moribunda. OVIDIO, III, 5, 35. (N. del T.)

  

997

Tristes primicias de la juventud, rudos preparativos para la guerra que se avecina, VIRGILIO, Eneid., XI, 155. (N. del T.)

  

998

No quieren esquivar, parar, ni huir; la destreza está ausente de su combatir; sus heridas no son simuladas, directas; ni oblicuas: el furor y la cólera les arrancan las lecciones del arte. Oíd el sonido terrible de sus espadas, que se entrechocan; sus pies permanecen siempre fijos, siempre inmóviles, mientras sus manos no cesan de agitarse: unas veces con el corte y con la punta otras siempre sus acometidas son certeras. TORCUATO TASSO, Gerusal. liberata, c. XII estancia 55. (N. del T.)

  

999

Castiga a todo el mundo porque a todo el mundo le teme. CLAUDIANO, in Eutrop., I, 182. (N. del T.)

  

1000

El hombre, prudente es dueño de sus acciones aun para hacer el bien. JUVENAL, VI, 444. (N. del T.)


1001

Haces tallar mármoles cuando la muerte te amenaza, y piensas sólo en edificar casas sin acordarte de construir un sepulcro. HORACIO, Od., II, 18, 17. (N. del T.)

  

1002

Hace mucho tiempo que mis bienes ni crecen ni menguan; para lo que me queda por vivir tengo de sobra. SÉNECA, Epíst. 77. (N. del T.)

  

1003

Viví y cumplí la misión que el destino me tenía mandada. VIRGILIO, Eneida, IV, 653. (N. del T.)

  

1004

Catón el Censor. (N. del T.)

  

1005

A diferentes personas convienen cosas distintas, y cada cosa sirve en su sazón. PSEUDO-GALLUS, I, 104. (N. del T.)

  

1006

La parte de que aguardaba mayor socorro no dio ninguna muestra de vigor. TIBULO, Priap., carm. 84. (N. del T.)

  

1007

Hasta que en aquel lecho funerario ha sido arrojado el último leño, la piadosa comitiva do las esposas, sueltas las cabelleras, está presenciando la escena; luego comienza entre ellas la lucha para ver cuál ha de seguir viva al consorte, porque es vergonzoso no haber afrontado la muerte: la que vence se lanza a la hoguera, y al sentirse rodeada por las llamas, estampa en la carbonizada boca de su esposo un postrero beso con sus abrasados labios. PROPERCIO, III, 13, 17. (N. del T.)

  

1008

Juan Corvino, vaivoide de Transilvania y regente de Hungría, nació a principios del siglo XV. (N. del T.)

  

1009

Fundador de la República de Holanda. El 18 de marzo de 1582 fue herido con arma de fuego en Amberes, por el vizcaíno Juan de Jáuregui, curando de la herida. Dos años después, el día 10 de julio, fue muerto en su casa de Delf, (Holanda), de un pistoletazo por Baltasar Gerard, natural del Franco Condado. (C.)

  

1010

Por Poltrot, asesino del duque de Guisa. (N. del T.)


1011

En 1151, cerca de la puerta de Tripoli. (N. del T.)

  

1012

En Tiro, el 24 de abril de 1192. (N. del T.)

  

1013

Para que cuando los hechos acontecieron puedan armonizarse con la profecía, mediante la interpretación que mejor convenga. CICERÓN, de Divinat., II, 22. (N. del T.)

  

1014

Lo que vemos a diario no nos admira aun cuando ignoremos por qué acontece; lo que nunca se ha visto, cuando por primera vez ocurre, parece maravilloso. CICERÓN, de Divinat., II, 22. (N. del T.)

  

1015

Se dejan arrastrar por la cólera que los inflama, como rocas abruptas que, desprendidas de la montaña, bajan rodando por la inclinada pendiente. JUVENAL, VI 647. (N. del T.)

  

1016

Digno es de gratitud que hayas dado al pueblo y a tu patria un ciudadano si procuras a ella un ser útil en las faenas agrícolas y en los trabajos que atañen a la guerra y a la paz. JUVENAL, XIV, 70. (N. del T.)

  

1017

El rostro está dilatado por el furor; las venas hinchadas se ennegrecen y los ojos brillan con fuego más cruel que los de las Furias. OVIDIO, de Arte amandi, III, 503. (N. del T.)

  

1018

De igual modo cuando la fuerte llama de un hogar sube envolviendo el casco de la vasija de bronce puesta al fuego, el agua que contiene se dilata con el calor, hierve humeante desprendiéndose en capas espumosas, y al fin no puede contenerse dentro y el vapor vuela a los aires. VIRGILIO, Eneida, VII, 462. (N. del T.)

  

1019

Los vicios son más leves al ser conocidos, y son muy perniciosos cuando están ocultos bajo apariencias de salud. SÉNECA, Epíst. 56. (N. del T.)

  

1020

Y la propia insensatez hace luchar consigo mismo al iracundo. CLAUDIANO, in Eutrop., I, 239. (N. del T.)


1021

Bramando como un toro que al comenzar la lucha esparce por doquiera el terror y pretende destruirlo todo con sus cuernos, hiere los vientos con sus miradas furiosas, arremete contra los troncos de los árboles, y escarbando en la arena se prepara para el combate. VIRGILIO, Eneida, XII, 103. (N. del T.)

  

1022

Cuando en su carro triunfal entró en Roma, exclamaban los soldados:


Urbani, servate uxores: maechum calvum adducimus

aurum in, Galia essutusti: heic sumplisti mutum.


Véase SUETONIO, César, c. 51. Tales son las palabras vulgarizadas en esta forma: «Aquí viene César, el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos.» (N. del T.)

  

1023

Como brilla la piedra preciosa engarzada en joya de oro adornando el cuello o la cabeza, o como merced al ingenio del artificio el marfil luce encerrado en marco de boj o de terebinto. VIRGILIO, Eneid., X, 131. (N. del T.)

  

1024

En las márgenes del Rin era César mi jefe; aquí es mi camarada: por el crimen iguala a los que compromete. LUCANO, V, 289. (N. del T.)

  

1025

Más veloz que las llamas del cielo, o que el tigre junto a sus cachorros. LUCANO, V, 405. (N. del T.)

  

1026

Como roca suspendida en lo alto de la montaña, cuando rueda arrancada por el viento, o bien porque el torrente invernal la arrastre o porque los años la van minando secretamente, al desprenderse de la cúspide con gran violencia arrastra consigo árboles, rebaños, pastores y gentes. VIRGILIO, Eneid., XII, 684. (N. del T.)

  

1027

El soldado que se precipita en el campo de batalla sigue el camino que le atemorizaría si huyese; y apenas recogidas las armas para cubrir el cuerpo desnudo, emprende nueva carrera con la cual reconstituye los miembros helados al cruzar el río, recobrando su cuerpo el vigor perdido. LUCANO, IV, 151. (N. del T.)

  

1028

Así se precipita el Aufido, de forma de toro, que atraviesa los reinos de Dauno, en la Apulla; cuando se desborda arrasa los campos cultivados con su torrente impetuoso. HORACIO, Od., IV, 14, 25. (N. del T.)

  

1029

Los que menos sufren muestran mayor aflicción. TÁCITO, Annal., II, 77. (N. del T.)

  

1030

La justicia al abandonar estas tierras deja en ellas sus últimos vestigios. VIRGILIO, Geórg., II, 473. (N. del T.)


1031

Cuando la casta Arria, arrancándose de sus entrañas la espada con que acababa de herirse, la ofrece a su amado Peto, le dice así: «La herida que me hice no me duele, créeme; pero la que tú te harás, Peto, ésa si me duele.» MARCIAL, I, 14. (N. del T.)

  

1032

Compone versos en su docta lira como el mismo Cintio modula sus armoniosos cánticos. PROPERCIO, II, 34, 79. (N. del T.)

  

1033

Mejor y más sabiamente que Crisipo y Crantor nos declara lo que es honesto y lo que es inmoral, lo útil y lo inútil. HORACIO, Epíst., I, 2, 3. (N. del T.)

  

1034

En cuyas fuentes perennes las bocas de los vates beben las aguas del Permeso. OVIDIO, Amor, III, 9, 25. (N. del T.)

  

1035

Agrega los compañeros del Helicón, entre los cuales Homero es el único soberano. LUCRECIO, III, 1030. (N. del T.)

  

1036

Del cual, como de fuente inagotable, la posteridad sacó raudales de poesía, y de él sólo nacen bienes fecundos, como un manantial da origen a numerosos arroyuelos. MANILIO, II, 8. (N. del T.)

  

1037

Derribando cuanto se oponía a su afán de gloria, y alegre abriéndose camino por entre las ruinas. LUCANO, I, 149. (N. del T.)

  

1038

Cual bañado en las ondas del océano el rey de la luz, cuyo fuego ama Venus más que el de los otros astros, muestra al cielo su rostro sagrado y disipa las tinieblas. VIRGILIO, Eneida, VIII, 539. (N. del T.)

  

1039

Y como fuegos encendidos en diversas partes de la espesa selva y en las ramas crujientes del laurel, o cual en veloz carrera desde los altos montes los torrentes espumosos corren al mar asolando cuanto en su camino encuentran. VIRGILIO, Eneida, XII, 521. (N. del T.)

  

1040

Dejando cojo y manco y desdentado: bien está si me queda la vida. Verso de Mecenas, en la Epíst. 101 de SÉNECA. (N. del T.)


1041

No temas ni desees el fin de la vida. MARCIAL, X, 47. (N. del T.)

  

1042

También los gladiadores cuando van a herir, al agitar sus cestos, lanzan gemidos, porque al escuchar este clamor todo el cuerpo se distiende y así nace el arranque más vehemente. CICERÓN, Tusc. Quaest., II, 23. (N. del T.)

  

1043

Haciendo resonar sus lamentos, súplicas, gemidos y sollozos, con apagadas voces expresa su dolor cruento. Versos de Atio citados en dos pasajes CICERÓN, de Finibus, II, 29; Tusc. Quaest., II, 14. (N. del T.)

  

1044

De entre todos los sufrimientos ya ningún nuevo aspecto me sorprenderá inopinadamente; todo lo preví y a todo adiestré mi ánimo. VIRGILIO, Eneida, VI, 193. (N. del T.)

  

1045

El tránsito de las carreteras detenidas en las sinuosidades de las calles estrechas y tortuosas. JUVENAL, III, 236. (N. del T.)

  

1046

Indignado Júpiter porque un mortal, huyendo de las tinieblas infernales, reapareció en la mansión de la luz, fulminó uno de sus rayos contra el inventor de este arte audaz y precipitó en las aguas del Estigio al hijo de apolo. VIRGILIO, Ened., VII, 770. (N. del T.)

  

1047

Como si un médico recetara a un enfermo que tomara «un hijo de la tierra arrastrándose por el césped, desposeído do huesos y de sangre, con la casa a cuestas». El verso latino es de CICERÓN, de Divinat., II, 61. (N. del T.)

  

1048

El médico Alcón tocó ayer la estatua de Júpiter, y ésta, a pesar de ser de mármol, experimentó el influjo consiguiente; hoy le sacan de su antiguo templo (dios y de piedra como es), para enterrarle. AUSONIO, Epigr., 74. (N. del T.)

  

1049

Ayer Andrágoras se bañó con nosotros; cenó alegremente, y le encontraron muerto esta mañana. ¿Quieres saber, Faustino, cuál fue la causa de una definición tan súbita? Había visto en sueños al médico Hermócrates. MARCIAL, VI, 53. (N. del T.)

  

1050

Panacea muy acreditada en lo antiguo. (N. del T.)


1051

Margarita de Gramont, hija de Antonio, vizconde de Aster y de Elena de Clermont; viuda de Juan Dufort, señor de Duras. (N. del T.)


 



De lo útil y de lo honroso

Nadie está exento de decir vaciedades; lo desdichado es proferirlas presuntuosamente:


Nae iste magno conatu magnas nugas dixerit.[1052]


Esto no va contigo: las mías se me escapan tan al desaire como insignificantes son donde bien las acomoda. Abandonarlas a poca costa, y no las compro ni las vendo sino por lo que pesan y miden. Yo hablo al papel como al primero con quien tropiezo.

¿Para quién no será abominable la perfidia, puesto que Tiberio la rechaza costándole tan caro? Anunciáronle de Alemania que si lo creía bueno le aligerarían de Arminio por medio del veneno; era este guerrero el más poderoso enemigo que los romanos tuvieran, el que tan malamente los tratara bajo Varo, quien solo impedía el crecimiento de la dominación romana en aquellas regiones. El emperador respondió «que su pueblo acostumbraba a vengarse de sus enemigos frente a frente, con las armas en la mano, no por fraude y a escondidas», abandonando así lo útil por lo honroso. Cosa de milagro es ésta en personas de su oficio, mas la confesión de la virtud no dice menos bien en labios del que la odia, puesto que la verdad se la arrancan forzosamente, y, si no quiere recibirla en sí, al menos se cubre con ella.

Llena está de imperfecciones nuestra contextura pública y privada, mas en la naturaleza no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno. Nuestro ser está cimentado por cualidades enfermizas: la ambición, los celos, la envidia, la venganza, la superstición y la desesperanza viven tan naturalmente dentro de nosotros que la imagen de tales dolencias se reconoce también en los animales; hasta la crueldad reside en nosotros, pues dominados por la compasión experimentamos interiormente como una punzada agridulce de voluptuosidad maligna ante los sufrimientos de nuestros semejantes. Los niños también la sienten:


Suave mari magno, turbantibus aequora ventis,

e terra magnum alterius spectare laborem[1053]:


Quien de aquellas cualidades arrancara las semillas en el hombre acabaría con las condiciones fundamentales de nuestra vida. De igual suerte hay en toda policía oficios necesarios que son no solamente abyectos sino también viciosos; los vicios ocupan su rango en nuestra naturaleza, y su papel es el enlace de nuestra contextura, como los venenos sirven a la conservación de nuestra salud. Pero si se truecan en excusables, puesto que nos son necesarios y el menester común borra su cualidad genuina, necesario es también abandonar este papel a los ciudadanos más vigorosos y menos pusilánimes, a los que sacrifican su tranquilidad y conciencia a la salvación de su país, como los antiguos sacrificaban su vida. Nosotros, más débiles, desempeñamos un papel más sencillo y menos arriesgado. El bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se degüelle: resignemos esta comisión a gentes más obedientes y flexibles.

A la verdad, yo experimenté frecuentes desconsuelos al ver que los jueces atraen al criminal ayudados por el fraude y falsas esperanzas de favor o de perdón para descubrir su delito, empleando el engaño y la impudicia. Bien serviría a la justicia y a Platón también quien favoreciera la costumbre de procurar otros medios más en armonía con mi naturaleza; es aquélla una justicia maliciosa, y no la considero menos nociva para sí misma que para los que sus efectos experimentan. Confesé no ha mucho que apenas si osaría traicionar al príncipe por el interés de un particular, yo me entristecería de vender a un particular en provecho del príncipe, pues no solamente odio el engañar, sino el que a mí me engañen; ni siquiera me resigno a procurar ocasión para que la farsa se realice.

En las escasas negociaciones en que con nuestros príncipes intervine con ocasión de estas divisiones y subdivisiones que actualmente nos desgarran, evité cuidadosamente infringirles perjuicio, y que se engañaran con las apariencias de mi semblante. Las gentes del oficio se mantienen encubiertas, mostrándose contrahechas cuanto con mayor tino pueden; yo me ofrezco conforme a mis ideas más vivas y conforme a la manera que me es más peculiar, negociador flojo y novicio que prefiere mejor faltar a lo negociado que a su persona. Y sin embargo hasta ahora las desempeñé con tal fortuna (pues en verdad esta diosa tuvo la parte principal) que pocas pasaron de una mano a otra con menos sospecha, ni con mayor favor y privanza. Mis maneras son abiertas, fáciles a la insinuación, y alcanzan crédito con el primer contacto. En cualquier siglo son oportunas y dignas de ser mostradas la ingenuidad y la verdad puras y sin disfraz. Además la libertad es poco sospechosa y todavía menos odiosa en boca de aquellos que trabajan desinteresadamente, los cuales pueden en verdad servirse de la respuesta que Hypérides dio a los atenienses que se quejaban de la rudeza de su hablar, el cual se expresó así: «No consideréis que yo sea demasiado libre, reparad sólo si soy así para mi particular provecho o para el mejoramiento de mis intereses.» Descargome también mi libertad de toda sospecha de fingimientos, por el cabal vigor de aquélla, que de nada jamás hizo gracia por duro y, amargo que fuese (peor no hubiera podido hablar en la ausencia), y por mostrarse simplemente y al desgaire. Con el obrar no persigo otro fruto ulterior, ni cuelgo a él consecuencias prolongadas; cada acción cumple particularmente su juego; que el golpe produzca efecto si lo tiene a bien.

Tampoco, por otra parte, me siento dominado por pasión alguna de amor ni de odio hacia los grandes, ni mi voluntad se siente agarrotada por obligación u ofensa particular. Yo miro a nuestros reyes con afección simplemente legítima y urbana, sin frialdad excesiva ni extremo celo hijo de interés privado, lo cual me sirve de congratulación. Tampoco me ata la causa común y justa sino por manera moderada, exenta de fiebre, que no estoy sujeto a esas hipocresías y compromisos íntimos y penetrantes. La cólera y el odio trasponen los límites a que la justicia debe mantenerse sujeta, y son pasiones privativas de aquellos que no se mantienen firmes dentro de los límites de la simple razón: Utatur motu animi,qui uti ratione non potest.[1054] Todas las intenciones legítimas y justas son por sí mismas equitativas y templadas, convirtiéndose de lo contrario en sediciosas e ilegítimas: este principio es el que hace en toda ocasión que yo marche con la cabeza erguida, la mirada y el corazón serenos. A la verdad, y no me embaraza el confesarlo, en caso necesario yo encendería una vela a san Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja; seguiré el buen partido hasta el último límite, más exclusivamente, si la cosa está en mi mano: que Montaigne quede con la ruina pública sumido en el abismo, si de ello hay necesidad, pero, si no la hay, quedaré reconocido a la fortuna por mi salvación; y tanto como la cuerda durar pueda la emplearé en la conservación de mi individuo. ¿No fue Ático quien manteniéndose en el partido de la justicia, en el partido que perdió, logró salvarse por su moderación en aquel naufragio universal del mundo entre tantas mutaciones diversas? A los hombres privados, como él lo era, es más fácil hallar la barca; y en tal suerte de tempestades creo que puede uno a justo título no dejarse empujar por la ambición en el ingerirse ni invitarse a sí mismo.

El mantenerse oscilante y mestizo o guardar la afección inmóvil sin inclinarse a uno ni a otro lado en las revueltas de su país y en las públicas divisiones no lo creo bueno ni honrado: Ea non media, sed nulla via est, velut eventum exspectantium, quo fortunae consilia sua applicent.[1055] Puede tal conducta consentirse en lo relativo a los negocios del vecino; así Gelón, tirano de Siracusa, guardó queda su inclinación en la guerra de los bárbaros contra los griegos manteniendo un embajador en Delfos para así permanecer cual vigilante centinela, ver de qué lado la fortuna se inclinaba y tomar de ello ocasión puntual para conciliarse con los vencedores. Pero constituiría una traición declarada seguir conducta análoga en los domésticos negocios, en los cuales necesariamente hay que adoptar un partido por designio y de hecho. Mas el no imponerse esta carga quien carezca de deber expreso que a ello le obligue lo encuentro más excusable (aunque en lo que a mí respecta no practique esta excusa) que en las guerras extranjeras, por lo cual nuestras leyes no eximen a quien se opone a tomar parte en ellas. Sin embargo aun los que en absoluto se lanzan en la pelea pueden hacerlo con tal orden y templanza que la tormenta se cierna sin ofensa por cima de sus cabezas. ¡Razón tuvimos al esperarlo así del difunto obispo de Orleáns, señor de Morvilliers! Y yo conozco entre los que valerosamente trabajan a la hora actual muchos hombres de costumbres tan dulces y mesuradas que se hallan dispuestos a permanecer de pie, cualquiera que sea la mutación y caída que el cielo nos prepare. Yo creo que incumbe propiamente a los reyes el esforzarse contra los reyes, y me burlo de los espíritus espontáneamente se brindan a ser instrumentos de querellas tan desproporcionadas. El hecho de marchar contra un príncipe abierta y valerosamente por honor individual y conforme al deber de cada uno no constituye una querella particular con el mismo príncipe; mas si el soldado no ama a éste, hace más todavía: tiene por él estimación. Señaladamente, la causa de las leyes y la defensa del antiguo Estado tienen de ventajoso que aquellos mismos que por designio particular lo trastornan excusan a los que lo defienden, si no los honran.

Pero no hay que llamar deber, como nosotros hacemos todos los días, al agrior e intestina rudeza que nacen del interés y la pasión privados, ni valor a la conducta maliciosa y traidora; sólo nombran su propensión hacia la malignidad y la violencia; y no es la causa lo que les acalora, es el interés particular, atizando la guerra no porque sea justa, sino porque es guerra.

Nada se opone a que puedan sostenerse relaciones armónicas y leales entre dos hombres enemigos el uno del otro; conducíos con una afección, si no igual en todo (pues ésta puede soportar medidas diferentes), al menos templada, y que no os comprometa tanto a uno que todo lo pueda exigir de vosotros; contentaos igualmente con media medida de su gracia y con agitaros en el agua turbia sin echar la caña.

La otra manera, o sea el brindarse con todas sus fuerzas a los unos y a los otros, depende todavía menos de la prudencia que de la conciencia. Aquel a quien servís de instrumento para traicionar a una persona y de quien sois igualmente bien conocido ¿no sabe de sobra que con él haréis lo propio cuando le llegue el turno? Reconoceos como hombre perverso, y sin embargo os oye, obtiene y alcanza de vosotros el provecho merced a vuestra deslealtad; los hombres dobles son inútiles en lo que procuran, pero es preciso guardarse de que, sólo arranquen lo menos posible.

Nada digo yo a uno que a otro confesar no pueda, la ocasión llegada; el acento exclusivamente cambiará un poco; yo no comunico de las cosas sino las que son indiferentes o conocidas, o las que delante de todos pueden formularse; ni hay utilidad humana que a mentirlas pueda empujarme. Lo que a mi silencio se confiara guárdolo religiosamente, pero me encargo de custodiar lo menos posible por ser de un reservar importuno los secretos de los príncipes a quien de ellos nada tiene que hacer. Yo me atendría de buen grado a esta condición: que me encomienden poco, pero que confíen resueltamente en lo que les muestro. Siempre he sabido más de lo que he querido. Un hablar abierto y franco descubre otro hablar y lo saca afuera, como hacen el vino y el amor. Filipides, a mi ver, contestó prudentemente al rey Lisímaco, que le decía: «¿Qué quieres que de mis bienes te comunique?» «Lo que te parezca, con tal de que no me encomiendes ningún secreto.» Yo veo que todos se sublevan cuando se les oculta el fondo de los negocios en que se les emplea, y cuando se aparta de sus miradas el sentido más remoto. Por lo que a mí toca, me contento con que no se me diga más de lo que se quiere que manifieste, y, no quiero que mi ciencia sobrepuje y contraiga mis palabras. Si yo debo servir de instrumento al engaño, que al menos sea dejando mi conciencia a salvo; no quiero ser tenido por servidor tan afecto ni tan leal que se me reconozca apto para vender a nadie; quien es infiel para consigo mismo lo es también fácilmente para su dueño. Pero son príncipes que no aceptan a los hombres a medias y que menosprecian los servicios limitados y acondicionados. Así pues, no hay remedio posible, y yo les declaro francamente mis linderos, pues sólo de mi razón debo ser esclavo, y aun a esto no me resigno fácilmente. También los soberanos se engañan al exigir de un hombre libre una sujeción y una obligación tales para su servicio que aquel a quien elevaron y compraron tiene su fortuna particularmente comprometida con la de ellos. Las leyes quitáronme de encima un gran peso considerándome como de un partido y habiéndonle dado un señor; toda superioridad y obligación distintas deben con ésta relacionarse y resolverla. Lo cual no significa que, si mis afecciones me hicieran conducir de diferente modo, ya cortara incontinenti por lo sano; la voluntad y los deseos se procuran leyes por sí mismos; las acciones las reciben de la pública ordenanza.

Este proceder mío se encuentra algo alejado de nuestras usanzas, pero no serviría para producir grandes efectos ni persistiría tampoco. La inocencia misma, no podría en los momentos actuales ni negociar entre nosotros sin disimulo, ni comerciar sin mentira, de suerte que en manera alguna son de mi cuerda las ocupaciones públicas; lo que mi estado requiere de éstas provéolo de la manera más privada que me es dable. Cuando niño me zambulleron en ellas hasta las orejas, y así aconteció que me desprendí tan a los comienzos. Después evité frecuentemente el inmiscuirme; rara vez las acepté y no los solicité jamás; viví con la espalda vuelta a la ambición, si no como los remeros que avanzan de ese modo a reculones, de tal suerte que de no haberme embarcado estoy menos reconocido a mi resolución que a mi buena estrella, pues hay caminos menos enemigos de mi gusto y más en armonía con mis facultades, merced a los cuales si el destino me hubiera llamado antaño al servicio público y a mi avanzamiento para con el crédito del mundo, sé que hubiera traspuesto la razón de mis discursos para seguirlos. Los que comúnmente aseguran, contra mi dictamen, que lo que yo llamo franqueza, simplicidad e ingenuidad en mis costumbres es arte y refinamiento, y más bien prudencia que bondad, industria que naturaleza, y buen sentido que sino dichoso, suminístranme más honor del que me quitan; mas por descontado llevan mi fineza a un gran extremo. A quien de cerca me hubiera seguido y espiado daríale la razón, a menos que no confesara serle imposible con todos los artificios de la escuela a que pertenece, simular el movimiento natural que distingue mi proceder, y mantener una apariencia de licencia y libertad tan igual e inflexible por caminos tan torcidos y diversos, por donde toda su atención y artificios no acertaría a conducirle. La vía de la verdad es una y simple; la del provecho particular y la de la comodidad de los negocios que a cargo se tienen, doble desigual y fortuita. No son nuevas para mi esas licencias artificiales y contrahechas que casi nunca el éxito corona, las cuales muestran a las claras la imagen del asno de Esopo, quien, por emulación del perro, se lanzó alegremente con las patas delanteras sobre los hombros de su amo; pero en vez de las prodigadas caricias del can, el asno recibió paliza doble: id maxime queinque decet, quod est cujusque suum maxime1056. Yo no quiero, sin embargo, apartar a las malas artes del rango que les pertenece; esto sería mal comprender el mundo; yo sé que el engaño sirvió frecuentemente de provecho y que mantiene y alimenta la mayor parte de los oficios de los hombres. Vicios hay legítimos, como acciones buenas y excusables ilegítimas.

La justicia en sí, la natural y universal, está de otra manera ordenada, más noblemente que la otra especial, nacional y sujeta a las necesidades de nuestras policías: Veri juris germanaeque justitiae solidam et expressam effigiem nullam tenemus; umbra et imaginibus utimur[1057]: de tal suerte que el sabio Dandamys, oyendo relatar las vidas de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, juzgolos como a grandes personajes en todo otro respecto, pero demasiado apegados a la obediencia de las leyes, para autorizar y secundar las cuales la virtud verdadera tiene mucho que aflojar su vigor original; y no sólo las leyes consienten numerosas acciones viciosas, sino que también las aprueban: ex senatus consultis plebisquescitis scelera exercentur[1058].Yo sigo el lenguaje corriente, que establece diferencia entre las cosas útiles y las honradas, de tal suerte que algunos actos naturales, no solamente útiles sino necesarios, los nombra deshonestos y puercos.

Pero continuemos nuestro ejemplo de la traición. Dos pretendientes a la corona de Tracia sostenían rudo debate sobre sus derechos respectivos, y el emperador Tiberio pudo evitar que llegaran a las manos; mas uno de ellos, so pretexto de pactar un convenio, propuso una entrevista a su contrincante para festejarle en su casa, y le aprisionó y mató. Requería la justicia que los romanos pidieran cuenta estrecha de este crimen, mas la dificultad impedía para ello las vías ordinarias; lo que no podían llevar a cabo sin resolución ni riesgos, hiciéronlo empleando la traición; ya que no honrada obraron útilmente; para esta empresa se encontró propicio un tal Pomponio Flaco, quien bajo fingidas palabras y seguridades simuladas, atrajo al matador a sus redes, y en vez del honor y favor que le prometía le envió a Roma atado de pies y manos. Un traidor traicionó a otro, contra lo que ordinariamente acontece, pues los tales viven llenos de desconfianza y es difícil sorprenderlos echando mano de sus propias artes, como prueba la dura experiencia de que acabamos de ser testigos[1059].

Ejerza de Pomonio Flaco quien lo tenga a bien; muchos habrá que no lo rechacen; por lo que a mí toca, mi palabra y mi fe son, como todo lo demás, piezas de este común cuerpo; el mejor papel que pueden desempeñar es el bien público; para mí en esto no hay duda posible. Mas como al ordenarme que tomara a mi cargo el gobierno de los tribunales y litigios respondería: «Soy lego en la materia», si se me encargara el de capataz de peones diría: «Me corresponde otro papel más honorífico.» De la propia suerte, a quien quisiera emplearme en mentir, traicionar y perjudicar en pro de algún servicio señalado, y no digo ya asesinar y envenenar, le respondería: «Si yo he rogado o hurtado a alguien, que me envíen mejor a galeras»; pues es lícito a un hombre de honor hablar como los lacedemonios cuando vencidos por Antipáter repusieron a las medidas de este: «Podéis echar sobre nuestros hombros cuantas cargas aflictivas y perjudiciales os vengan en ganas; mas en cuanto a la comisión de acciones vergonzosas y deshonrosas perderéis vuestro tiempo ordenándonoslas.» Cada cual debe jurarse a sí mismo lo que los reyes de Egipto hacían jurar solemnemente a sus jueces, o sea «que no se desviarían de su conciencia frente a ninguna orden de aquéllos recibida». Semejantes comisiones suponen signos evidentes de ignominia y condenación; quien os las encomienda os acusa y os las procura, si no sois ciegos para vuestra carga y delito. Cuanto los negocios públicos mejoran por vuestra acción, empeoran los vuestros; obráis tanto peor cuanto con destreza mayor trabajáis, y no será sorprendente, pero si algún tanto justiciero que ocasione vuestra ruina el mismo que la traición os encomendó.

Si ésta puede ser en algún caso excusable, lo es exclusivamente cuando se emplea en castigar y vender la traición misma. Constantemente se realizan perfidias no solamente rechazadas, sino también castigadas por aquellos mismos en favor de quienes fueron emprendidas. ¿Quién ignora la sentencia de Fabricio contra el médico de Pirro[1060]?

Acontece más todavía en este sentido. Tal hubo que ordenó una traición que luego la vengó vigorosamente sobre el mismo que en ella empleara, rechazando un crédito y un poder tan desenfrenados y desaprobando una servidumbre y una obediencia tan abandonada y tan cobarde. Jaropelc, duque ruso, ganó a un gentilhombre de Hungría para vender al rey de Polonia Boleslao haciéndolo morir o procurando a los rusos el medio de inferirle algún grave daño. Condújose el traidor en hombre hábil, consagrándose, con todas sus fuerzas al servicio del rey y logrando figurar en su consejo entre los más leales. Con semejantes ventajas y aprovechando la ausencia del soberano, entregó a los rusos a Vislieza, ciudad grande y rica, que fue enteramente, saqueada y quenada con degollina general no sólo de sus habitantes, de uno y otro sexo y edad, sino también de casi toda la nobleza a quien había cerca congregado para este fin Jaropolc. Aplacadas ya su cólera y venganza (que no carecían de fundamento, pues Boleslao le había duramente ofendido con una acción semejante), harto ya con el fruto de la traición, como se pusiera a considerarla en toda su fealdad desnuda y monda y a mirarla con vista sana y por la pasión no perturbada, se dejó ganar tanto por los remordimientos y el asco para quien la realizó, que le hizo saltar los ojos y cortar la lengua y las partes vergonzosas.

Antígono sobornó a los soldados argiráspides para que le hicieran entrega de Eumenes, general de aquéllos, mas apenas le hubo dado muerte, al punto de comparecer ante su presencia deseó ser él mismo ejecutor de la justicia divina para castigo de un crimen tan odioso, y puso a los hacedores del mismo en manos del gobernador de la provincia, con expresa orden de hacerlos perecer de cualquier modo que fuese. Así aconteció en efecto, pues de tan gran número como eran, ninguno respiró después el aire de Macedonia. Cuanto mejor había sido servido, con mayor maldad encontró que lo fue y de modo más digno de expiación.

El esclavo que descubrió el escondrijo de Publio Sulpicio fue puesto en libertad conforme a la promesa de la prescripción de Sila, pero según el parecer del público, libre y todo como ya se encontraba, se le precipitó de lo alto de la roca Tarpeya.

Los que compran a los traidores los ahorcan luego con la bolsa colgada al cuello; satisfechos ya sus instintos secundarios, cumplen los primeros que la conciencia dicta, que son los más sagrados.

Queriendo Mahomed II deshacerse de su hermano por envidia de su poder, echó mano para ello, según la costumbre de la raza, de uno de sus oficiales, el cual sofocó a aquel y le ahogó haciéndole tragar de golpe gran cantidad de agua. Muerto ya, el fratricida puso al matador en manos de la madre del muerto, para expiación del crimen, -pues no eran hermanos sino de padre-, quien le abrió el pecho, y revolviendo con sus manos le arrancó el corazón para pasto de los perros. Y nuestro rey Clodoveo, en lugar de las doradas armas que les prometiera, mandó ahorcar a los tres servidores de Canacre en cuanto de él le hubieron hecho entrega, como se lo había ordenado. Y aún a los mismos cuya conciencia no peca de escrupulosa, les es dulce después de haber recogido el fruto de una acción criminal poder realizar algún rasgo de bondad y de justicia, como por compensación y corrección de conciencia. Consideran además a los ministros de tan horribles fechorías como agentes que se las echan en cara, y con la muerte de ellos buscan el medio de ahogar el conocimiento y testimonio de acciones tan horrendas. Y si por acaso un malvado alcanza recompensa para no frustrar la necesidad pública de este último desesperado remedio, quien de él echa mano no deja de consideraros, si no lo es él mismo, como un hombre maldito y execrable, más traidor que aquel contra quien obrasteis, pues tocará la malignidad de vuestro valor que vuestras manos realizaron sin rechazarlo ni oponerse; y de la propia suerte os emplea que a los hombres perdidos se encomiendan las ejecuciones de la justicia, que es carga tan necesaria como poco honrosa. A más de la vileza propia de tales comisiones, suponen éstas la prostitución de la conciencia. No pudiendo ser condenada a muerte la hija de Sejano, por ser virgen, conforme a ciertas formalidades jurídicas de Roma, fue, para aplicar la ley, forzada por el verdugo antes de ser estrangulada. No ya sólo la mano del traidor, también su alma es esclava de la comodidad pública.

Cuando Amurat I para agravar el castigo contra sus súbditos, que habían ayudado a la parricida rebelión de su hijo contra él, ordenó que sus parientes más cercanos coadyuvaran a su designio, encuentro honradísimo que algunos de ellos prefirieran mejor ser injustamente considerados como culpables del parricidio ajeno, que no desempeñar la justicia con el parricida auténtico; y cuando en mi tiempo, por algunas bicocas asaltadas, he visto a ciertos cobardes para resguardar su pellejo consentir buenamente en ahorcar a sus amigos y consortes, los he considerado como de peor condición que a los ahorcados mismos. Dícese que Witolde, príncipe de Lituania, introdujo en su nación la costumbre de que un condenado a muerte pudiera quitarse la vida, encontrando extraño que un tercero, inocente de la falta, echara sobre sus hombros la realización de un homicidio.

Cuando una circunstancia urgente o algún accidente impetuoso e inopinado de las necesidades públicas obligan al soberano a faltar a su palabra y a violar su fe, o de cualquier otro modo le lanzan fuera de su deber ordinario, debe atribuir esta necesidad a cosa de la voluntad divina. Y en ello no puede haber vicio, pues abandonó su razón por otra más universal y poderosa; pero con todo no deja de ser desdicha. De tal suerte así lo miro, que a cualquiera que me preguntara: «¿Qué remedio?» «Ninguno, respondería yo; si se vio realmente atormentado entre aquellos dos extremos, sed videat, ne quaeratur latebra perjurio1061, érale preciso obrar; mas si lo hizo sin duelo, si no se siente apesadumbrado, si no es de que su conciencia está enferma.» Aun cuando se encontrase alguien de conciencia tan meticulosa y tierna, a quien ninguna curación pareciera digna de tan penoso remedio, no por ello le tendría yo en menor estima; de ningún modo acertaría a perderse que fuera más excusable y decoroso. Nosotros no lo podemos todo. Así como así, precisamos frecuentemente como áncora de salvación encomendar la última protección de nuestra nave a la sola dirección del cielo. ¿Y para qué necesidad más justa se reservaría este recurso? ¿Ni qué le es menos posible cumplir que lo que realizar no puede sino a expensas de su fe y honor, cosas que a las veces deben serle más caras que su propia salvación y la de su pueblo? Cuando con los brazos quedos llame a Dios simplemente en su ayuda, ¿por qué no ha de aguardar que la bondad divina no rechace el favor sobrenatural de su mano a una mano pura y justiciera? Son éstos peligrosos ejemplos, enfermizas y raras excepciones en nuestras reglas naturales; preciso es ceder ante ellos, mas con moderación y circunspección grandes: ninguna utilidad privada puede haber tan digna para que infrinjamos este esfuerzo a nuestra conciencia; la pública lo merece cuando el caso es justo o importante la magnitud de lo que se salva.

Timoleón se resguardó oportunamente de su acción peregrina con las lágrimas que derramó recordando que su mano fratricida había acabado con el tirano. Espoleó justamente su conciencia la necesidad de comprar el bienestar público a expensas de la honradez de sus costumbres. El senado mismo, desligado de la servidumbre por ese medio, no se atrevió redondamente a decidir de un hecho tan capital y tan magno, desgarrado como se sentía por los dos rudos y encontrados aspectos; mas como los siracusanos solicitaran precisamente en aquel momento la protección de los corintios y un jefe capaz de convertir su ciudad a su dignidad primera limpiando a Sicilia de algunos tiranuelos que la oprimían, eligieron a Timoleón declarándole de una manera terminante «que según se condujera bien o mal en su empresa, sería absuelto o condenado como libertador de su país o como asesino de su hermano». Esta singular conclusión encuentra alguna excusa en el ejemplo e importancia de un hecho tan extraño; y obraron con cordura los jueces descargándole de la sentencia, o apoyándole, no en la propia conciencia sino en consideraciones secundarias. Las hazañas de Timoleón en este viaje hicieron muy luego su causa más clara, ¡con tanta dignidad y esfuerzo se condujo en todo! La dicha que le acompañó en las contrariedades que tuvo que allanar en tan noble liza, pareció serle enviada por los dioses, conspiradores favorables de su justificación.

El fin de éste es perdonable si hay alguno que de semejante índole pueda serlo, mas el beneficio del aumento de las rentas públicas que sirvió de pretexto al senado romano para realizar la asquerosa acción que voy a recitar, no es suficientemente poderoso para llevar a cabo semejante injusticia. Algunas ciudades se habían rescatado por dinero y alcanzado la libertad con orden y consentimiento del senado, del poder de Sila; mas como luego la cosa cayera de nuevo en disquisición, el mismo senado condenolas de nuevo a pagar impuestos como antaño los habían pagado y el dinero que destinaran a rescatarse quedó perdido para ellas. Las guerras civiles dan frecuentemente lugar a feos ejemplos: castigamos a los particulares porque nos prestaron crédito cuando éramos otros; un mismo magistrado hace cargar la pena de su propia mutación a quien ya no puede más; el maestro azota a su discípulo en castigo a su docilidad, y lo mismo el clarividente al ciego. ¡Monstruosa imagen de la justicia!

La filosofía encierra preceptos falsos y maleables. El ejemplo que se nos propone para que hagamos prevalecer la autoridad privada y la fe prometida no recibe suficiente peso por la circunstancia que algunos alegan; por ejemplo: los ladrones os han atrapado, y al punto puesto en libertad mediante el juramento del pago de cierta suma; pues bien, es error el declarar que un hombre de bien cumplirá con su fe escapando sin ajustar cuentas en cuanto se vea libre de los malhechores. Lo que el temor me hizo querer una vez estoy obligado a quererlo despojado de temor; y aun cuando el miedo no hubiera forzado más que mi lengua, dejando libre la voluntad, todavía estoy obligado a mantenerme firmemente en mi palabra. Cuando ésta sobrepujó en mí alguna vez inconsideradamente mi pensamiento, como caso de conciencia consideré por lo mismo desaprobarla. A proceder de otra suerte, paulatinamente iríamos aboliendo todo derecho que un tercero fundamentara en nuestras promesas y juramentos. Quasi vero forti viro vis possit adhiberi.[1062] Sólo en el siguiente caso tiene fundamento el interés privado para excusarnos de faltar a la promesa: si ésta consiste en algo detestable e inicuo de suyo, pues los fueros de la virtud deben prevalecer siempre sobre los de nuestra obligación.

En otra ocasión acomodé a Epaminondas en el primer rango entre los hombres relevantes[1063], y de mi aserto no me desdigo. ¿Hasta dónde no elevó la consideración de su particular deber? Jamás quitó la vida a ningún hombre a quien venciera, y aun por el inestimable bien de procurar la libertad a su país hacía caso de conciencia de asesinar al tirano o a sus cómplices, sin emplear las formalidades de la justicia; juzgaba perverso a un hombre, por eximio ciudadano que fuera, si en la batalla no era humano con su amigo y con su huésped. Alma de rica composición, casaba con las acciones humanas más rudas y violentas la humanidad y la bondad, hasta las más exquisitas que hallarse puedan en la escuela de la filosofía. En medio de aquel vigor tan magno, tan extremo y obstinado contra el dolor, la muerte y la pobreza, ¿fueron la naturaleza o la reflexión lo que le enternecieron hasta arrastrarle a una dulzura increíble y a una bondad de complexión sin límites? Sintiendo horror por el acero y la sangre, va rompiendo y despedazando una nación invencible para todos menos para él, y sumergido en tan tremenda liza evita el encuentro de su amigo y de su huésped. En verdad él solo dominaba bien la guerra, puesto que la hacía soportar el freno de la benignidad en lo más ardiente e inflamado de la refriega, toda espumante de matanzas y furor. Milagro es juntar a tales acciones alguna imagen de justicia, mas sólo a Epaminondas pertenece la rigidez de poder llevar a ellas la dulzura y benignidad de las más blandas costumbres, y hasta la pura inocencia: y donde el uno dice a los mamertinos «que los estatutos no rezan con los hombres armados», el otro al tribuno del pueblo «que el tiempo de la justicia y de la guerra eran distintos», y el tercero «que el ruido de las armas le imposibilitaba oír la voz de las leyes», Epaminondas escuchaba hasta los acentos de la civilidad y los de la pura cortesía. ¿Había adoptado de sus enemigos[1064] la costumbre de hacer ofrendas a las musas, camino de la guerra, para templar con su dulzura y regocijo la furia ruda y marcial? En presencia de las enseñanzas de un tal preceptor no temamos el creer que hay algo de ilícito al obrar contra nuestros mismos enemigos, y que el interés común no debe requirirlo todo de todos contra el interés privado; manente memoria, etiam in dissidio publicorum foederum, privati juris[1065];


Et nulla potentia vires

praestandi, ne quid peccet amicus, habet[1066];


y que ni todas las cosas son laudables a un hombre de bien por el servicio de su rey ni por la causa general de las leyes; non enim patria proestat omnibus officiis... et ipsi conducit pios habere cives in parentes[1067]. Instrucción es ésta propia al tiempo en que vivimos: no tenemos necesidad de endurecer nuestros ánimos con las hojas de las espadas; basta que nuestros hombros sean resistentes; basta mojar nuestras plumas en la tinta sin sumergirlas en la sangre. Si es grandeza de alientos y efecto de una virtud rara y singular el menospreciar la amistad, las obligaciones privadas, la palabra y el parentesco en pro del bien común y obediencia del magistrado, basta y sobra para que de ello nos excusemos considerando que es una grandeza que no pudo tener cabida en la magnitud de ánimo de un Epaminondas.

Yo abomino las rabiosas exhortaciones de esta alma turbulenta:


...Deum tela micant, non vos pietatis imago

ulla, nec adversa conspecti fronti parentes

commoveant; vultus gladio turbate verendos.[1068]


Despojemos a los perversos, a los sanguinarios y a los traidores de este pretexto de razón. Abandonemos esa justicia atroz o insensata, y atengámonos a la conducta humana. ¡Cuantísimo pueden para lograrlo el tiempo y el ejemplo! En un encuentro de la guerra civil contra Cina un soldado de Pompeyo mató a su hermano sin pensarlo, el cual pertenecía al partido contrario, y el dolor junto con la vergüenza le hicieron morir a su vez; años después, en otra guerra civil de ese mismo pueblo, otro soldado, por haber matado también a su hermano, pidió una recompensa a sus capitanes.

Mal se argumenta el honor y la hermosura de una acción pregonando su utilidad; y se concluye mal estimando que todos a ella permanecen obligados, suponiendo que es honrada en particular porque es útil en general:


Omnia non pariter rerum sum omnibus apta.[1069]


Elijamos la más necesaria y provechosa a la humana sociedad; ésta será sin duda el matrimonio; sin embargo, el parecer de los santos reconoce más conveniente el partido contrario, excluyendo de aquel el vivir más venerable de los hombres, como nosotros destinamos a las yeguadas a los caballos de menor valía.



Del arrepentimiento

Los demás forman al hombre: yo lo recito como representante de uno particular con tanta imperfección formado que si tuviera que modelarle de nuevo le trocaría en bien distinto de lo que es: pero al presente ya está hecho. Los trazos de mi pintura no se contradicen, aun cuando cambien y se diversifiquen. El mundo no es más que un balanceo perenne, todo en él se agita sin cesar, así las rocas del Cáucaso como las pirámides de Egipto, con el movimiento general y con el suyo propio; el reposo mismo no es sino un movimiento más lánguido. Yo puedo asegurar mi objeto, el cual va alterándose y haciendo eses merced a su natural claridad; tómolo en este punto, conforme es en el instante que con él converso. Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; y no lo transitorio de una edad a otra, o como el pueblo dice, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto: precisa que acomode mi historia a la hora misma en que la refiero, pues podría cambiar un momento después; y no por acaso, también intencionadamente. Es la mía una fiscalización de diversos y movibles accidentes, de fantasías irresueltas, y contradictorias, cuando viene al caso, bien porque me convierta en otro yo mismo, bien porque acoja los objetos por virtud de otras circunstancias y consideraciones, es el echo que me contradigo fácilmente, pero la verdad, como decía Demades, jamás la adultero. Si mi alma pudiera tomar pie, no me sentaría, me resolvería; mas constantemente se mantiene en prueba y aprendizaje.

Yo propongo una vida baja y sin brillo, mas para el caso es indiferente que fuera relevante. Igualmente se aplica toda la filosofía moral a una existencia ordinaria y privada que a una vida de más rica contextura; cada hombre lleva en sí la forma cabal de la humana condición. Los autores se comunican con el mundo merced a un distintivo especial y extraño; yo, principalmente, merced a mi ser general, como Miguel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja porque yo hablé de mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera piensa en sí mismo. ¿Pero es razonable que siendo yo tan particular en uso, pretenda mostrarme al conocimiento público? ¿Lo es tampoco el que produzca ante la sociedad, donde las maneras y artificios gozan de tanto crédito, los efectos de naturaleza, crudos y mondos, y de una naturaleza enteca, por añadidura? ¿No es constituir una muralla sin piedra, o cosa semejante, el fabricar libros sin ciencia ni arte? Las fantasías de la música el arte las acomoda, las mías el acaso. Pero al menos voy de acuerdo con la disciplina, en que jamás ningún hombre trató asunto que mejor conociera ni entendiera que yo entiendo y conozco el que he emprendido; en él soy el hombre más sabio que existir pueda; en segundo lugar, ningún mortal penetró nunca en su tema más adentro, ni más distintamente examinó los miembros y consecuencias del mismo, ni llegó con más exactitud y plenitud al fin que propusiera a su tarea. Expuse la verdad, no hasta el hartazgo, sino hasta el límite en que me atrevo a exteriorizarla, y me atrevo algo más envejeciendo, pues parece que la costumbre concede a esta edad mayor libertad de charla, y mayor indiscreción en el hablarse de sí mismo. Aquí no puede acontecer lo que veo que sucede frecuentemente, o sea que el artesano y su labor se contradicen: ¿cómo un hombre, oímos, de tan sabrosa conversación ha podido componer un libro tan insulso? O al revés: ¿cómo escritos tan relevantes han emanado de un espíritu cuyo hablar es tan flojo? Quien conversa vulgarmente y escribe de modo diestro declara que su capacidad reside en mi lugar de donde la toma, no en él mismo. Un personaje, sabio no lo es en todas las cosas; mas la suficiencia en todo se basta, hasta en el ignorar vamos conformes y en igual sentido, mi libro y yo. Acullá puede recomendarse, o acusarse la obra independientemente del obrero; aquí no; pues quien se las ha con el uno se las ha igualmente con el otro. Quien le juzgare sin conocerle se perjudicará más de lo que a mí me perjudique; quien le haya conocido me procura satisfacción cabal. Por contento me daré y por cima de mis merecimientos me consideraré, si logro solamente alcanzar de la aprobación pública el hacer sentir a las gentes de entendimiento que he sido capaz de la ciencia en mi provecho, caso de que la haya tenido, y que merecía que la memoria me prestara mayor ayuda.

Pasemos aquí por alto lo que acostumbro a decir frecuentemente o sea que yo me arrepiento rara vez, y que mi conciencia se satisface consigo misma; no como la de mi ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre, añadiendo constantemente este refrán, y no ceremoniosamente sino con sumisión esencial e ingeniosa: «que yo hablo como quien ignora e investiga, remitiéndome para la resolución pura y simplemente a las creencias comunes legítimas». Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena igualmente. El vicio deja como una úlcera en la carne y un arrepentimiento en el alma que constantemente a ésta, araña y ensangrienta, pues la razón borra las demás tristezas y dolores engendrando el del arrepentimiento, que es más duro, como nacido interiormente, a la manera que el frío y el calor de las fiebres emanados son más rudos que los que vienen de fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su medida) no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y cuando que el uso y las leyes las autoricen.

Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé qué congratulación en el bien obrar que nos alegra interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y satisfacción no puede proveerse. No es un plan baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan dañado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de ningún hombre de mi nación, ni viví sino a expensas de la mía, así en la guerra como en la paz, ni del trabajo de nadie me serví sin recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría natural, la sola remuneración que jamás nos falte.

Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y turbio fundamento, señaladamente en un siglo corrompido e ignorante como éste; la buena estima del pueblo es injuriosa. ¿A quién confiáis el ver lo que es laudable? ¡Dios me guarde de ser hombre cumplido conforme a la descripción que para dignificarse oigo hacer todos los días a cada cual de sí mismo!Quae fuerant vitia, mores sunt.[1070] Tales de entre mis amigos me censuraron y reprimendaron abiertamente, ya movidos por su propia voluntad, ya instigados por mí, cosa que para cualquier alma bien nacida sobrepuja no ya sólo en utilidad sino también en dulzura los oficios todos de la amistad; yo acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos, reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en conciencia, encontré a veces en reproches y alabanzas tanta escasez de medida, que más bien hubiera incurrido en falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos. Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada, sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un patrón interior para acomodar a él todas nuestras acciones, y según el cual acariciamos unas veces y castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte; yo restrinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia, sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum... Virtutis et vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent omnia[1071]. Mas lo que comúnmente se dice de que el arrepentimiento sigue de cerca al mal obrar, me parece que no puede aplicarse al pecado que llegó ya a su límite más alto, al que dentro de nosotros habita como en su propio domicilio; podemos desaprobar y desdecirnos de los vicios que nos sorprenden y hacia los cuales las pasiones nos arrastran, pero aquellos que por dilatado hábito permanecen anclados y arraigados en una voluntad fuerte y vigorosa no están ya sujetos a contradicción. El arrepentimiento no es más que el desdecir de nuestra voluntad y la oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y continencia pasadas:


Quae mens est hodie, cur cadem non puero fuit?

Vel cur his animis incolumes non redeunt genae?[1072]


Es una vida relevante la que se mantiene dentro del orden hasta en su privado. Cada cual puede tomar parte en la mundanal barahúnda y representar en la escena el papel de un hombre honrado; mas interiormente y en su pecho, donde todo nos es factible y donde todo permanece oculto, que el orden persista es la meta. El cercano grado de esta bienandanza es practicarla en la propia casa, en las acciones ordinarias, de las cuales a nadie tenemos que dar cuenta, y donde no hay estudio ni artificio; por eso Bías, pintando un estado perfecto en la familia, dijo «que el jefe de ella debe ser tal interiormente por sí mismo como lo es afuera por el temor de la ley y el decir de los hombres». Y Julio Druso respondió dignamente a los obreros que mediante tres mil escudos le ofrecían disponer su casa de tal suerte que sus vecinos no vieran nada de lo que pasara en ella, cuando dijo: «Os daré seis mil si hacéis que todo el mundo pueda mirar por todas partes.» Advierten en honor de Agesilao que tenía la costumbre de elegir en sus viajes los templos por vivienda, a fin de que así el pueblo como los dioses mismos pudieran contemplarle en sus acciones privadas. Tal fue para el mundo hombre prodigioso en quien su mujer y su lacayo ni siquiera vieron nada de notable; pocos hombres fueron admirados por sus domésticos; nadie fue profeta no ya sólo en su casa, sino tampoco en su país, dice la experiencia de las historias; lo mismo sucede en las cosas insignificantes, y en este bajo ejemplo se ve la imagen de las grandes. En mi terruño de Gascuña consideran como suceso extraordinario el verme en letras de molde, en la misma proporción que el conocimiento de mi individuo se aleja de mi vivienda, y así valgo más a los ojos de mis paisanos; en Guiena compro los impresores, y en otros lugares soy yo el comprado. En esta particularidad se escudan los que se esconden vivos y presentes para acreditarse muertos y ausentes. Yo mejor prefiero gozar menos honores; lánzome al mundo simplemente por la parte que de ellos alcanzo, y llegado a este punto los abandono. El pueblo acompaña a un hombre hasta su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y el favorecido con su vestidura abandona el papel que desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto más alto había subido, y dentro de su alojamiento todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones de relumbrón; amonestar, reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara, más difícil y menos aparatosa. Por donde las existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera, deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades mayores y de modo más relevante que las públicas. Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria que por conciencia. El más breve camino de la gloria sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos por la gloria. La virtud de Alejandro me parece que representa mucho menos vigor en su teatro que la de Sócrates en aquella su ejercitación ordinaria y obscura. Concibo fácilmente al filósofo en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates no lo imagino. Quien preguntara a aquél qué sabía hacer obtendría por respuesta. «Subyugar el mundo»; quien interrogara a éste, oiría: «Conducir la vida humana conforme a su natural condición», que es ciencia más universal, legítima y penosa.

No consiste el valer del alma en encaramarse a las alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos que nos juzgan por dentro nos sondean, reparan poco en el resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que éstas no son más que hilillos finísimos y chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con las otras que los pasman y alejan de su perspectiva. Por eso suponemos a los demonios formados como los salvajes. ¿Y quién no imaginará a Tamerlán con el entrecejo erguido, dilatadas las ventanas de la nariz, el rostro horrendo y la estatura desmesurada, como lo sería la fantasía que lo concibiere gracias al estruendo de sus acciones? Si antaño me hubieran presentado a Erasmo, difícil habría sido que yo no hubiese tomado por apotegmas y adagios cuanto hubiera dicho a su criado y a su hostelera. Imaginamos con facilidad mayor a un artesano haciendo sus menesteres o encima de su mujer, que en la misma disposición a un presidente, venerable por su apostura y capacidad; parécenos que éstos desde los sitiales preeminentes que ocupan no descienden a las modestas labores de la vida. Como las almas viciosas son frecuentemente incitadas al bien obrar movidas por algún extraño impulso, así acontece a las virtuosas en la práctica del mal; precisa, pues, que las juzguemos en su estado de tranquilidad, cuando son dueñas de sí mismas, si alguna vez lo son, o al menos cuando más con el reposo están avecinadas en su situación ingenua.

Las inclinaciones naturales se ayudan y fortifican con el concurso de la educación; mas apenas se modifican ni se vencen: mil naturalezas de mi tiempo escaparon hacia la virtud o hacia el vicio al través de opuestas disciplinas,


Sic ubi desuetae silvis in carcere clausae,

mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,

atque hominem didicere pati, si torrida parvus;

venit in ora cruor, redeunt rabiesque furorque,

admonitaeque tument gustato sanguine fances;

fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro[1073] :


las cualidades originales no se extirpan, se cubren y ocultan. La lengua latina es en mí como natural e ingénita (mejor la entiendo que la francesa); sin embargo, hace cuarenta años que de ella no me he servido para hablarla y apenas para escribirla, a pesar de lo cual, en dos extremas y repentinas emociones en que vino a dar dos o tres veces en mi vida, una de ellas viendo a mi padre en perfecto estado de salud caer sobre mí desfallecido, lancé siempre del fondo de mis entrañas las primeras palabras en latín; mi naturaleza se exhaló y expresó fatalmente en oposición de un uso tan dilatado. Este ejemplo podría con muchos otros corroborarse.

Los que en mi tiempo intentaron corregir las costumbres públicas con el apoyo de nuevas opiniones, reforman sólo los vicios aparentes, los esenciales los dejan quedos si es que no los aumentan, y este aumento es muy de tener en aquella labor. Repósase fácilmente de todo otro bien hacer con estas enmiendas externas, arbitrarias, de menor coste y de mayor mérito, satisfaciéndose así con poco gasto los otros vicios naturales, consustanciales o intestinos. Deteneos un poco a considerar lo que acontece dentro de vosotros: no hay persona, si se escucha, que no descubra en sí una forma suya, una forma que domina contra todas las otras, que lucha contra la educación y contra la tempestad de las pasiones que la son contrarias. Por lo que a mi respecta, apenas me siento agitado por ninguna sacudida; encuéntrome casi siempre en mi lugar natural, como los cuerpos pesados y macizos; si no soy siempre yo mismo, estoy muy cerca de serlo. Mis desórdenes no me arrastran muy lejos; nada hay en mí de extremo ni de extraño, y sin embargo vuelvo sobre mis acuerdos por modo sano y vigoroso.

La verdadera condenación, que arrastra a la común manera de ser de los hombres, consiste en que el retiro mismo de éstos está preñado de corrupción y encenagado; la idea de su enmienda emporcada, la penitencia enferma y empecatada, tanto aproximadamente como la culpa. Algunos, o por estar colados al vicio con soldadura natural, o por hábito dilatado, no reconocen la fealdad del mismo; para otros (entre los cuales yo me encuentro), el vicio pesa, pero lo contrabalancean con el placer o cualquiera otra circunstancia, y lo sufren y a él se prestan, a cierto coste, por lo mismo viciosa y cobardemente. Sin embargo, acaso pudiera imaginarse una desproporción tan lejana, en que el vicio fuera ligero y grande el placer que recabara, por donde justamente el pecado podría excusarse, como decimos de lo útil; y no sólo hablo aquí de los placeres accidentales de que no se goza sino después del pecado cometido, como los que el latrocinio procura, sino del ejercicio mismo del placer, como el que ayuntándonos con las mujeres experimentamos, en que la incitación es violenta, y dicen que a veces invencible. Hallándome días pasados en las tierras que uno de mis parientes posee en Armaignac conocí a un campesino a quien todos sus vecinos llaman el Ladrón, el cual relataba su vida por el tenor siguiente: como hubiera nacido mendigo y cayera en la cuenta de que con el trabajo de sus manos no llegaría jamás a fortificarse contra la indigencia, determinó hacerse ladrón, y en este oficio empleó toda su juventud, con seguridad cabal, merced a sus fuerzas robustas, pues recolectaba y vendimiaba las tierras ajenas con esplendidez tanta que parecía inimaginable que un hombre hubiera acarreado en una noche tal cantidad sobre sus costillas; cuidaba además de igualar y dispersar los perjuicios ocasionados, de suerte que las pérdidas importaran menos a cada particular de los robados. En los momentos actuales vive su vejez, rico, para un hombre de su condición, gracias a ese tráfico que abiertamente confiesa; y, para acomodarse con Dios, a pesar de sus adquisiciones, dice que todos los días remunera a los sucesores de los robados y añade que si no acaba con su tarea (pues proveerlos a un tiempo no le es dable), encargará de ello a sus herederos en razón a la ciencia, que el solo posee, del mal que a cada uno ocasionara. Conforme a esta descripción, verdadera o falsa, este hombre considera el latrocinio como una acción deshonrosa, y lo detesta, si bien menos que la indigencia; su arrepentimiento no deja lugar a duda; mas considerando el robo, según su escuela, contrabalanceado y compensado, no se arrepiente en modo alguno. Este proceder no constituye la costumbre que nos incorpora al vicio y con él conforma nuestro entendimiento mismo, ni es tampoco ese viento impetuoso que va enturbiando y cegando a sacudidas nuestra alma y nos precipita, como asimismo a nuestro juicio, en las garras del vicio. 

Ordinariamente realizo yo por entero mis acciones y camino como un cuerpo de una sola pieza; apenas tengo movimiento que se oculte y aleje de mi corazón y que sobre poco más o menos no se conduzca por consentimiento de todas mis facultades, sin división ni sedición intestinas: mi juicio posee íntegras la culpa o la alabanza, y si de aquélla me di cuenta una vez, en lo sucesivo lo propio me aconteció, pues casi desde que vine al mundo es uno, con idéntica inclinación, con igual dirección y fuerza; y en punto a opiniones universales, desde mi infancia que coloqué en el lugar donde había de mantenerme en lo sucesivo. Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos (dejémoslos a un lado), mas en esos de reincidencia, deliberados y consultados, pecados de complexión o de profesión y oficio, no puedo concebir que permanezcan plantados tan dilatado tiempo en un mismo ánimo sin que la razón y la conciencia de quien los posee los quiera constantemente y lo mismo el entendimiento; y el arrepentimiento de que el pecador empedernido se vanagloria hallarse dominado en cierto instante prescrito, es para mí algo duro de imaginar y de representar. Yo no sigo la secta de Pitágoras, quien decía «que los hombres toman un alma nueva cuando se acercan a los simulacros de los dioses para recoger sus oráculos», a menos que con esto no quisiera significar la necesidad de que sea extraña, nueva y prestada para el caso, puesto que la nuestra tan pocos signos ofrece de purificación condignos con ese oficio.

Hacen los pecadores todo lo contrario de lo que pregonan los preceptos estoicos, los cuales nos ordenan corregir las imperfecciones y los vicios que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben alterar el reposo de nuestra alma. Aquéllos nos hacen creer que sienten disgustos y remordimiento internos, mas de enmienda, corrección, ni interrupción nada dejan aparecer. La curación no existe si la carga del mal no se ceba a un lado; si el arrepentimiento pesara sobre el platillo de la balanza, arrastraría consigo la culpa. No conozco ninguna cosa tan fácil de simular como la devoción, si con ella no se conforman las costumbres y la vida; su esencia es abstrusa y oculta, fáciles y engañadoras sus apariencias.

Por lo que a mí incumbe, puedo en general ser distinto de como soy; puedo condenar mi forma universal y desplacerme de ella; suplicar a Dios por mi cabal enmienda y por el perdón de mi flaqueza natural, pero entiendo que a esto no debo llamar arrepentimiento, como tampoco a la contrariedad de no ser arcángel ni Catón. Mis acciones son ordenadas y conformes a lo que soy y a mi condición; yo no puedo conducirme mejor, y el arrepentimiento no reza con las cosas que superan nuestras fuerzas, sólo el sentimiento. Yo imagino un número infinito de naturalezas elevadas y mejor gobernadas que la mía, y sin embargo no enmiendo mis facultades, del propio modo que ni mi brazo ni mi espíritu alcanzaron vigor mayor por concebir otra naturaleza que los posea. Si la imaginación y el deseo de un obrar más noble que el nuestro acarreara el arrepentimiento de nuestras culpas, tendríamos que arrepentirnos hasta de las acciones más inocentes, a tenor de la excelencia que encontráramos en las naturalezas más dignas y perfectas, y querríamos hacer otro tanto. Cuando reflexiono, hoy que ya soy viejo, sobre la manera como me conduje cuando joven, reconozco que ordinariamente fue de un modo ordenado, según la medida de las fuerzas que el cielo me otorgó; es todo cuanto mi resistencia alcanza. Yo no me alabo ni dignifico; en circunstancias semejantes sería siempre el mismo: la mía no es una mancha, es más bien una tintura general que me ennegrece. Yo no conozco el arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia; es preciso que me sacuda universalmente para que así lo nombre; que pellizque mis entrañas y las aflija hasta lo más recóndito cuanto necesario sea para comparecer ante el Dios que me ve, y tan íntegramente.

Por lo que a los negocios respecta yo dejé escapar muchas ocasiones excelentes a falta de dirección adecuada; mis apreciaciones, sin embargo, fueron bien encaminadas, según el cariz que los acontecimientos presentaron; lo mejor de todo es tomar siempre el partido más fácil y seguro. Reconozco que en mis deliberaciones pasadas, conforme a mi regla procedí cuerdamente, conforme a la cosa que se me proponía, y haría lo mismo de aquí a mil años en ocasiones semejantes. Yo no miro en este particular el estado actual de las cosas, sino el que mostraban éstas cuando sobre ellas deliberaba: la fuerza de toda determinación radica en el tiempo; las ocasiones y los negocios ruedan y se modifican sin cesar. Yo incurrí en algunos groseros y trascendentales errores durante el transcurso de mi vida, no por falta de buen dictamen sino por escasez de dicha. Existen lados secretos en los objetos que traemos entre manos, e inadivinables, principalmente en la naturaleza de los hombres; condiciones mudas y que por ningún punto se muestran, a veces desconocidas para el mismo que las posee, que se producen y despiertan cuando las ocasiones sobrevienen; si mi prudencia no las pudo penetrar ni profetizar, no por ello quiero mal a mi prudencia; la misión de ésta se mantiene dentro de sus límites: si el acontecimiento me derrota, si favorece el partido que había yo rechazado, el suceso es irremediable, no me culpo a mi, culpo a mi mala fortuna y no a mi obra. Esto no se llama arrepentimiento.

Foción dio a los atenienses cierto consejo que no fue puesto en práctica, y como la cuestión que lo motivara aconteciese prósperamente contra lo que él previera, alguien le dijo: «Que tal, Foción, ¿estás contento de que los sucesos vayan tan a maravilla? -Contentísimo estoy, contestó, de que haya ocurrido lo que hemos visto, pero no me arrepiento de mi consejo.» Cuando mis amigos se dirigen a mí para ser encaminados, les hablo libre y claramente sin detenerme, como casi todo el mundo acostumbra, puesto que siendo la cosa aventurada puede ocurrir lo contrario de mis previsiones, por donde aquéllos puedan censurar mis luces. Lo cual no me importa, pues errarán si tal camino siguen, y yo no debí negarles el servicio que me pedían.

Yo no achaco mis descalabros e infortunios a otro, sino a mí mismo, pues rara vez me sirvo del consejo ajeno si no es por ceremonia, y bien parecer, salvo en el caso en que me son necesarios ciencia, instrucción o conocimiento de la cosa. Mas en aquellas en que sólo mi buen o mal entender precisa, las razones extrañas pueden servirme de apoyo pero poco a desviarme de mi camino: todas las oigo favorable y decorosamente, pero que yo recuerde no he creído hasta hoy más que las mías. A mi juicio, no son éstas sino moscas y átomos que pasean mi voluntad. Poco mérito hago yo de mis apreciaciones, mas tampoco estimo grandemente las ajenas. Con ello el acaso me paga dignamente, pues si no recibo consejos, doy tan pocos como recibo. Si bien soy muy poco requerido, todavía soy menos creído, y no tengo nuevas de ninguna empresa pública o privada que mi parecer haya dirigido y encaminado. Aun aquellos mismos a quienes la casualidad había a ello en algún modo dirigido, se dejaron con mejor gana gobernar por otro cerebro con preferencia al mío. Como quien es tan celoso de los derechos de su tranquilidad como de los de su autoridad, prefiérolo mejor así. Dejándome de tal suerte, se procede conforme a mi albedrío, que consiste en establecerme y contenerme dentro de mí mismo. Me es agradable mantenerme desinteresado en los negocios ajenos y desligado de la salvaguardia de los mismos.

En toda suerte de negocios, cuando ya son pasados, de cualquier modo que hayan acontecido, tengo poco pesar, pues la consideración de que así debieron suceder aparta de mí el resentimiento. Helos ya formando parte del torrente del universo, en el encadenamiento de las causas según las doctrinas estoicas; vuestra fantasía no puede por deseo e imaginación remover un punto sin que todo el orden de las cosas se derribe, así el pasado como el porvenir.

Detesto además el accidental arrepentimiento a que la edad nos encamina. Aquel que en lo antiguo decía estar obligado a los años porque le habían despojado de los placeres voluptuosos, profesaba opiniones diferentes a las mías. Jamás estaré yo reconocido a la debilidad, por mucha calma que me procure: nec tam aversa unquam videbitur ab opere suo Providentia ut debilitas inter optima inventa sit1074. Los apetitos son raros en la vejez; una saciedad intensa se apodera de nosotros cuando en ella ponemos nuestra planta, en la cual nada veo en que la conciencia tenga que ver: el dolor moral y la debilidad física nos imprimen una virtud cobarde y catarral. No debemos tanto y tan por completo dejarnos llevar por las alteraciones naturales que abastardeemos nuestro juicio. El placer y la juventud no hicieron antaño que yo desconociera el semblante del vicio en la voluptuosidad, ni en el momento actual el hastío con que los años me obsequiaron hace que desconozca el de la voluptuosidad en el vicio: ahora que ya no estoy en mis verdes años, me es dable juzgar como si lo estuviera. Yo que la sacudo viva y atentamente encuentro que mi razón es la misma que gozaba en la edad más licenciosa de mi vida, si es que con la vejez no se ha debilitado y empeorado; y reconozco que oponerse a internarme en ese placer por interés de mi salud corporal, no lo hará como antaño no lo hizo por el cuidado de la salud espiritual. Por verla fuera de combate no la juzgo más valerosa: mis tentaciones son tan derrengadas y mortecinas, que no vale la pena que la razón las combata; con extender las manos las conjuro. Que se la coloque frente a la concupiscencia antigua y creo que tendrá menos fuerza que antaño para rechazarla de las que entonces desplegaba. No veo que mi discernimiento juzgue de la voluptuosidad diferentemente de como antaño juzgaba; tampoco encuentro en ella ninguna claridad nueva, por donde caigo en la cuenta de que si hay convalecencia, es una convalecencia maleada. ¡Miserable suerte de remedio el de deber la salud a la enfermedad! No incumbe a nuestra desdicha cumplir este oficio sino a la bienandanza de nuestro juicio. Nada se me obliga a hacer por las ofensas y las aflicciones si no es maldecirlas; éstas sólo mueven a las gentes que no se despiertan sino a latigazos. Mi razón camina más libremente en la prosperidad, al par que está mucho más distraída y ocupada en digerir los males que los bienes: yo veo con claridad mayor en tiempo sereno; la salud me gobierna más alegre y útilmente que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi reparación y reglamento cuando de ellos tenía que gozar: me avergonzaría el que la miseria e infortunio de mi vejez hubiera de ser preferida a mis buenos años, sanos, despiertos y vigorosos, y que hubiera de estimárseme no por lo que fui, sino por lo que dejó de ser.

A mi entender es el «vivir dichosamente», y no como Antístenes decía «el morir dichosamente», lo que constituye la humana felicidad. Yo no aguardé a sujetar monstruosamente la cola de un filósofo a la cabeza de un hombre ya perdido, ni quise tampoco que este raquítico fin hubiera de desaprobar y desmentir la más hermosa, cabal y dilatada parte de mi vida: quiero presentarme y dejarme ver en todo uniformemente. Si tuviera que recorrer lo andado, viviría como hasta ahora he vivido; ni lamento el pasado, ni temo lo venidero, y, si no me engaño, mi existir anduvo por dentro como por fuera. Uno de los primordiales beneficios que yo deba a mi buena estrella, consiste en que en el curso de mi estado corporal cada cosa haya acontecido en su tiempo: vi las horas, las flores y el fruto, y ahora tengo la sequía delante de mis ojos, dichosamente, puesto que es natural que así suceda. Soporto los males con dulzura, porque en la época vivo de sufrirlos, y además porque traen halagüeñamente a mi memoria el recuerdo de mi larga y dichosa vida pasada. Análogamente, mi cordura puede muy bien haber sido de la misma índole en el tiempo pasado y en el presente, pero entonces era más fuerte, y mostraba un continente más gracioso, fresco, alegre e ingenuo; ahora la veo baldada, gruñona y trabajosa. Renuncio, por consiguiente, a estas enmiendas casuales y dolorosas. Necesario es que Dios toque nuestro ánimo; preciso es que nuestra conciencia se enmiende por sí misma, mediante, el refuerzo de nuestra razón y no con el ayuda de la debilidad de nuestros apetitos: la voluptuosidad no es en esencia pálida ni descolorida porque la adviertan ojos engañosos y turbios.

Debe amarse la templanza por ella misma y por respeto al Dios que nos la ordenó, como asimismo la castidad; la que los catarros nos prestan, y que yo debo al beneficio de mi cólico, ni es castidad ni templanza. No puede vanagloriarse de menospreciar y combatir el goce voluptuoso, quien no lo ve, quien lo ignora, quien desconoce sus gracias y sus ímpetus y sus bellezas más imantadas; yo que conozco uno y otro puedo decirlo con fundamento. Pero me parece que en la vejez nuestras almas están sujetas a imperfecciones más importunas que en la juventud; así lo decía yo cuando mozo, y entonces mi apreciación no era entendida a causa de mis pocos años; y lo repito ahora que mis cabellos grises me otorgan crédito. Llamamos cordura a la dificultad de nuestros humores, a la repugnancia que las cosas presentes nos ocasionan; mas en verdad acontece que no abandonamos tanto los vicios cuanto por otros los cambiamos, a mi entender de peor catadura: a más de una altivez torpe y caduca, un charlar congojoso, los humores espinosos e insociables, la superstición y un cuidado ridículo en atesorar riquezas cuando no tenemos en qué emplearlas, descubro yo más envidia, injusticia y malignidad; suministran los años más arrugas al espíritu que al semblante y apenas se ven almas, o por lo menos raramente, que envejeciendo dejen de mostrar agrior y olor a moho. El hombre camina íntegramente hacia su crecimiento lo mismo que hacia su decrecimiento. En presencia de la sabiduría de Sócrates, considerando algunas circunstancias de su condena, osaría yo creer que a ella se prestó hasta cierto punto por prevaricación y de propia intento, tocando tan de cerca, a los setenta años que ya contaba, el embotamiento de las ricas prendas de su espíritu y el obscurecer de su acostumbrada clarividencia. ¡Qué metamorfosis la veo yo hacer a diario en muchas de mis relaciones! Es una enfermedad vigorosa que se desliza natural o imperceptiblemente; provisión grande de estudio y precaución no menor hanse menester para evitar las imperfecciones que nos acarrea, o al menos para debilitar el progreso de las mismas. Yo siento que a pesar de todos mis esfuerzos va ganando en mí terreno palmo a palmo; cuanto puedo me sostengo, pero ignoro dónde me llevará. De todas suertes, me congratula que se sepa el lugar de donde caeré.



De tres comercios

No es cosa cuerda clavarse indeleblemente a los peculiares humores y complexiones: nuestra capacidad principal consiste en saber aplicarse a diversos usos. Es ser, mas no es vivir el mantenerse atado y por necesidad obligado en una sola dirección. Las más hermosas almas son aquellas en que se encuentran variedad y flexibilidad mayores. He aquí un honroso testimonio relativo a Catón el antiguo: Huic versatile ingenium sic pariter ad omnia fuit, ut natum ad id unum diceres, quodcumque ageret.[1075]

Si de mí dependiera formarme a mi albedrío, creo que no hallaría ningún modo de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni torcerlas. Yo lo declaro en este punto por no poder fácilmente libertarme de la importunidad de mi alma, que comúnmente no acierta a solazarse sino allí donde encuentra impedimentos, ni a emplearse más que en tensión e íntegramente. Por insignificante cosa que se la procure, la abulta y alarga fácilmente hasta un punto en que halla labor para todas sus fuerzas; por esta causa la ociosidad del alma es para mí una ocupación penosa que quebranta mi salud. La mayor parte de los espíritus han menester de materia extraña para desadormecerse y ejercitarse, el mío siente igual necesidad para calmarse y detenerse: vitia otii negotio discutienda sunt[1076], pues su más laborioso y principal quehacer es conocerse a sí mismo. Los libros pertenecen para él al género de ocupaciones que le apartan de su estudio; ante los primeros pensamientos que le asaltan, agítase y da muestras de su vigor en todos sentidos, ejercitando sus facultades ya hacia el orden y la gracia, ya encontrando su natural asiento, moderándose y fortificándose. Tiene por sí mismo recursos con que despertar sus facultades, pues la naturaleza le otorgó, como a todos, suficientes medios para su utilidad a la vez que asuntos propios para inventar y discernir.

El meditar es un estudio poderoso y pleno para quien sabe tantearse y emplearse vigorosamente: yo mejor prefiero forjar mi alma que amueblarla. Ninguna ocupación existe ni más débil ni más fuerte que la de conversar con las propias fantasías, según sea el temple de espíritu que se posee, y con ello hacen su oficio las mayores: quibus vivere est cogitare[1077]; por eso la naturaleza la favoreció con este privilegio, consistente en que nada hay que podamos hacer tan continuamente ni acción a la cual nos sea dable consagrarnos más ordinaria y fácilmente. Es la labor de los dioses, dice Aristóteles, de la cual germinan su beatitud y la nuestra.

La lectura me sirve particularmente a despertar mi razón por diversos objetivos, y contribuye a atarear mi discernimiento, no mi memoria. Pocas son, pues, las conversaciones que me detienen sin vigor ni esfuerzo. Verdad es que la belleza y la gentileza ocupan y llenan otro tanto mi espíritu o acaso más que la profundidad; y lo mismo que en otra ocupación me adormezco, no prestándola sino la corteza de mi atención, acontéceme frecuentemente en las conversaciones alicaídas y deshilvanadas, de puro formulismo, emitir y responder ensueños y torpezas ridículos e indignos de una criatura, o bien mantenerme silencioso con obstinación verdadera, inhábil e incivilmente. Mi manera natural de ser es soñadora, y contribuye a que dentro de mí mismo me recoja, caracterizándome además la ignorancia supina de algunas cosas de las más pueriles. A estas dos cualidades debo el que a mis expensas se hayan forjado fundadamente cinco o seis cuentos, tan simples los unos como los otros.

Siguiendo con mis razonamientos diré que esta mi complexión dificultuosa hace que sea yo delicado en punto a la frecuentación y práctica de los hombres y que me precise escogerlos del montón, convirtiéndome en inhábil para las cosas comunes. Nosotros vivimos con el pueblo y con el pueblo negociamos; si su conversación nos importuna, si menospreciamos el aplicarnos a las almas ínfimas y vulgares (que a veces son tan ordenadas como la más desenvueltas, y es insípida toda sapiencia que a la insapiencia común no se acomoda), no tenemos para que entremeternos ni siquiera en nuestros propios negocios ni tampoco en los ajenos. Así los privados como los públicos se resuelven con la mediación de aquellas gentes. Las menos violentas y más naturales disposiciones de nuestra alma son las más hermosas; las ocupaciones preferibles, las menos esforzadas. ¡Qué oficio tan relevante presta la cordura a aquellos cuyos deseos acomoda al poder de su fuerza! Esta es la ciencia más útil entre las útiles. «Según tus fuerzas», era el refrán y la frase favorita de Sócrates; principio grandemente substancial. Es preciso encaminar y detener nuestros deseos en las cosas más fáciles y vecinas. ¿No es un humor lleno de torpeza el discrepar con mil personas a quienes mi fortuna me une y de quienes no puedo prescindir para detenerme en una o dos alejadas de mi comercio, o más bien en un deseo fantástico de algo que no puedo alcanzar? Mis costumbres blandas, enemigas de toda agriura y rudeza, pueden fácilmente haberme despojado de envidias y enemistades; amado, no digo que lo sea, mas para no ser odiado ningún hombre dio nunca mayores motivos. La frialdad de mi conversación me robó, y con razón, la benevolencia de algunos, los cuales son excusables de interpretar aquélla en distinto y peor sentido del que la informa.

Yo soy capacísimo de conquistar y mantener amistades raras y exquisitas. Cuando me adhiero con voraz deseo a las frecuentaciones que a mi manera de ser se acomodan, con igual avidez me produzco y me lanzo, y es difícil que deje de ganar e impresionar allí donde me dirijo; de ello hice experiencia frecuente y dichosa. En las amistades comunes soy algún tanto estéril y frío, pues mi caminar no es natural cuando no va a toda vela; a más de lo cual, habiéndome la fortuna habituado y hecho exigente desde mi juventud, merced a una amistad exclusiva y perfecta, en cierto modo me hastió de las otras imprimiendo en mi espíritu la idea de que es animal de compañía y no de séquito, como decía aquel antiguo[1078]. Yo experimento un quebranto natural al comunicarme a medias y con subterfugios; y soy enemigo de la servil y sospechosa prudencia que se nos ordena en la conversación de esa caterva de amistades numerosas e imperfectas. Más que nunca principalmente se nos aconseja hoy en que no es posible hablar del mundo si no es perjudicial o falsamente.

Por eso veo bien que quien como yo tiene como mira las comodidades de la existencia (hablo de las esenciales) debe huir como de la peste de esas dificultades y delicadezas del humor. Yo alabo las excelencias de un alma de compartimientos diversos, que sea capaz de tenderse y desmontarse; que se encuentre bien hallada allí donde la fortuna la transporte; que pueda departir con el vecino de su fábrica, de sus cazas y querellas, y placenteramente conversar con el carpintero y el jardinero. Yo envidio a los que saben habituarse al ser más ínfimo de su comitiva, y entablar conversación con él en su peculiar espíritu. Enemigo soy del consejo de Platón, quien recomendaba hablar siempre en lenguaje magistral a los servidores, desprovisto de familiaridad y gracia, lo mismo a los varones que a las hembras, pues a más de la razón alegada, es injusto e inhumano prevalerse de tal o cual prerrogativa de la fortuna; y las policías en que hay menor disparidad entre los criados y los amos, parécenme las más equitables. Los demás se cuidan de mantener su espíritu erguido; yo pongo todo mi conato en bajarlo y tenderlo: el mío sólo es vicioso en extensión.


Narras, et genus Aeaci,

et pugnata sacro bella sub Ilio:

quo Chium pretio cadum

mercemur, quis aquam temperet ignibus,

Quo praebente domum, et quota,

pelignis caream frigoribus, taces.[1079]


Así como el valor lacedemonio había menester de moderación y de los dulces y graciosos sones de las flautas para que lo acariciasen en la guerra, por temor de que se lanzara en la temeridad y en la furia, y como todas las demás naciones ordinariamente emplean sonidos y voces agudos y fuertes que sacudan y abrasen hasta el último límite el vigor de los soldados paréceme, contra el opinar ordinario, que en las operaciones de nuestro espíritu, tenemos en general más necesidad de plomo que de alas; más necesitamos frialdad y reposo que agitación y ardor. Sobre todo, a mi juicio, es hacer el tonto echárselas de entendido entre los que no lo son; hablar siempre con rigidez, favellar in punta di forchetta[1080]. Es preciso acomodarse al nivel de las personas que nos rodean y a las veces afectar ignorancia; colocad a un lado la fuerza y la sutileza en las conversaciones comunes de la vida; basta con que pongáis orden; arrastraos por tierra, si los que junto a vosotros están lo quieren así.

Los sabios tocan fácilmente con este obstáculo; constantemente hacen alarde de su magisterio, y en todos los lugares de sus libros esparcen de él la semilla. Han vertido en el tiempo en que vivimos tal cantidad en los gabinetes y en los oídos de las damas, que si éstas no retuvieron la substancia, al menos aparentaron retenerla; en toda suerte de conversaciones, por ínfimas y vulgares que sean, echan mano de un modo de hablar y escribir archiculto e inusitado:


Hoc sermone pavent, hoc iram, gaudia, curas,

hoc cuncta effundunt animi secreta, quid ultra?

Concumbunt docte[1081];


y alegan el testimonio de Platón y el de santo Tomás para cosas en que el primero que les viniera a las mientes les prestaría igual servicio; la doctrina que no pudo llegar a sus almas se detuvo en la lengua. Si las más distinguidas quieren seguir mi consejo, conténtense con hacer valer sus propias y naturales riquezas, pues entiendo que esconden y cubren con los extraños los propios atractivos. Torpeza superlativa la de ahogar la claridad ingénita para lucir con resplandor prestado; nuestras damas se entierran bajo el arte, de capsula totae[1082]. Si tan estrafalario proceder siguen, es porque no se conocen bastante; el mundo nada tiene más hermoso; a ellas incumbe procurar honor a las artes y acicalar lo acicalado. ¿Qué precisa, sino vivir honradas y dignificadas? Sóbralas ciencia para lograrlo y sólo han menester despertar y animar las facultades que en ellas nacen. Cuando yo las veo pegadas a la retórica, a la judiciaria, a la lógica y a otras drogas semejantes, vanas e inútiles para sus necesidades, se me ocurre pensar que los hombres que se las aconsejaron hiciéronlo para con esas enseñanzas tener ocasión de gobernarlas, ¿pues qué otra explicación puedo hallar? Basta y sobra con que puedan, sin nuestro concurso, acomodar a la alegría la gracia de sus ojos, a la severidad y a la dulzura; sazonar un no de despego, duda o favor, y no que busquen intérprete a las razones que se alegan en su alabanza. Con esa ciencia mandan a baquetazos y gobiernan a los regentes más doctos. Si a pesar de todo las molesta que en alguna cosa las aventajemos y quieren por curiosidad de espíritu tomar su ración de letras, la poesía es una distracción adecuada a sus menesteres, un arte sutil y juguetón, artificial y parlero, todo placer y aparato como ellas; podrán alcanzar también ventajas varias de la historia; en punto a filosofía, de la parte que puede adaptarse a la vida, tomarán los discursos que las habitúen a juzgar de nuestras condiciones y humores, a defenderse contra nuestras traiciones, a moderar el avasallamiento de sus propios deseos y su propia libertad, a dilatar los placeres de la vida y a soportar humanamente la inconstancia de un servidor, la rudeza de un marido, la importunidad y los destrozos de los años y otras cosas semejantes. Esta es la parte principal que yo les asignaría en punto a ciencia.

Existen naturales particulares, retirados e internos; mi carácter esencial es propio a la comunicación y a la exteriorización; yo me echo fuera y me pongo en evidencia, como nacido para la sociedad y la amistad. La soledad que amo y predico consiste principalmente en acarrear hacia mí interior, mis afecciones y pensamientos; consiste en abreviar y concertar, no mis pasos, sino mis deseos y cuidados, resignando la solicitud extraña y huyendo mortalmente toda obligación y servidumbre, y no tanto la multitud de hombres como la de los negocios. A decir verdad, la soledad local más bien que extiende y amplifica al exterior; yo me lanzo a los negocios de Estado al universo entero con facilidad mayor cuando me encuentro solo; en el Louvre y en el tropel de la sociedad cortesana, me reconcentro y contraigo en mi pellejo; la multitud me empuja hacia dentro, y jamás converso conmigo mismo tan loca, licenciosa y particularmente como cuando me hallo en los lugares de respeto y de prudencia ceremoniosa: no son nuestras locuras las que a risa me provocan, sino nuestras sapiencias. No soy por complexión enemigo de la agitación cortesana; en ella he pasado una parte de mi vida y habituado estoy a conducirme desenvueltamente en las selectas compañías, mas ha de ser por intervalos y cuando a ello me sienta predispuesto. Pero acontece que la blandura de juicio de que voy hablando, forzosamente me sujeta a la soledad. Hasta en mi casa, que es de las más frecuentadas, en medio de una familia numerosa y donde tengo ocasión de ver toda suerte de gentes, rara vez tropiezo con aquellos que gustaría comunicarme, y eso que en ella es mi norma, para mí y para los demás, el disfrute de una libertad inusitada; allí a toda ceremonia se da tregua: a las asistencias, acompañamientos y tales otros preceptos de nuestra cortesanía, cuyo uso es por demás servil e importuno. Cada cual gobierna a su manera y a quien le place sus fantasías comunica: yo me mantengo mudo, soñador y cerrado con cuatro llaves, sin ofensa de mis huéspedes.

Los hombres cuya sociedad y familiaridad ansío son aquellos que se conocen con los dictados de hábiles y fuertes; la imagen de éstos hace que los otros no me plazcan. La índole de ellos es entre todas la más rara, y reconoce la naturaleza principalmente por causa. Es el fin de este comercio preferentemente la frecuentación y conferencia particulares, el ejercitamiento de las almas, sin otro ajeno fruto ni provecho. En nuestras conversaciones, todos los asuntos son para mí iguales; poco me importa que en ellas haya o no haya profundidad ni solidez; la pertinencia y la gracia resplandecen constantemente; todo en ellas va impregnado de un juicio maduro y permanente, justo, entreverado de bondad, franqueza, alegría y amistad. No es solamente en las cuestiones de resolución complicada, ni en los negocios de los soberanos donde nuestro espíritu muestra su fuerza y su hermosa; manifiéstalas igualmente en los discursos familiares. En el silencio mismo y en las sonrisas conozco yo a mis gentes, y a veces mejor descubro sus interiores cualidades en la mesa que en el consejo. Hipómaco decía bien cuando aseguraba distinguir a maravilla a los buenos atletas con verlos simplemente andar por la calle. Si a la doctrina place inmiscuirse en nuestro departir, no será rechazada, mas tampoco magistral, imperiosa ni importuna cual comúnmente se acostumbra, sino sufragánea y dócil por sí misma. Pasar el tiempo es nuestra mira; cuando suene la hora de la instrucción y la predicación, a buscarla iremos en su trono; que lo sentencioso y lo doctrinal se coloquen por esta vez a nuestro nivel, si les place, pues, tan útiles y deseables como son, creo yo que en última instancia sin ellos podemos salir adelante. Mi alma fuerte, práctica y ejercitada en el comercio humano, por sí misma se muestra grata: el arte no es otra cosa que la fiscalización y el registro de las producciones de tales almas.

Es también para mi un comercio ameno el de las mujeres bellas y de grande gentileza: nam nos quoque oculos eruditos habemus[1083]. Si el alma no encuentra en él tanto deleite como en el primero, los sentidos corporales, que tienen en éste participación más grande, condúcenla a una proporción vecina del otro, aunque a mi juicio no igual. Mas es un comercio en que el dominio de sí mismo es indispensable, señaladamente para aquellos en que, como yo, la sangre es muy pudiente. Yo con él me ponía ardoroso en mi infancia y experimentaba toda la rabia que los poetas dicen sobrevenir a los que se dejan llevar sin orden ni discernimiento. Verdad es que estos latigazos me sirvieron luego de instrucción prudente.


Quicumque Argolica de classe Capharea fugit,

semper ab Euboicis vela retorquet aquis.[1084]


Es locura amarrar a él todos nuestros pensamientos zambulléndose con afección furiosa e inmoderada. Mas, por otra parte, el cultivarlo sin amor, con una afección huérfana de voluntad, al modo de los comediantes para representar un papel conforme a la edad y a la costumbre, y no poner de sí sino las palabras, es sin duda proveer a su seguridad, pero cobardemente, como quien abandonara su honor, su provecho o su placer por temor del peligro, pues es seguro que los que tal conducta siguen están incapacitados de alcanzar ningún fruto que toque o satisfaga a un alma de buen temple. De buena fe es preciso haber deseado lo que se quiere poseer, y de buena fe hallar placer en el disfrute, aun cuando injustamente la fortuna favorezca el semblante de las damas, lo cual acontece con frecuencia, a causa de que ninguna hay, por desdichada que sea, que no entienda ser amabilísima, o que no se recomiende por su edad, o por cabellera o por sus andares (a decir verdad, feas en absoluto no las hay, como tampoco hermosas en igual medida, y las hijas de los bracmanes, incapaces de mostrar recomendación más ventajosa, se encaminan a la plaza hallándose en ella el pueblo congregado por pregón, mostrando sus partes matrimoniales para ver si así al menos, pueden adquirir marido), por consiguiente no hay una siquiera que no se deje persuadir ante el primer juramento que sus ojos ven y que sus oídos oyen. Ahora bien, de esta traición común y ordinaria a los hombres de hoy, preciso es que sobrevenga lo que nos muestra la experiencia, o sea que las mujeres se unen, y entre ellas buscan arrimo para huirnos; o bien con el ejemplo que las ofrecemos se conforman, representando su papel en la farsa y prestándose a esta negociación, desnudas de cuidados, pasiones y amor, neque affectui suo, aut alieno, obnoxiae[1085]; estimando, según los principios que emite Lysias en Platón, que más ventajosa y útilmente pueden entregársenos cuanto menor sea para con ellas nuestro amor; acontecerá a la postre lo que en las comedias en las cuales el disfrute del pueblo es igual o mayor que el de los comediantes. Como no concibo a Venus sin Cupido, tampoco imagino la maternidad sin progenitura; cosas son ambas que se deben y prestan la una a la otra en sus esencias respectivas. De suerte que esa especie de engaño va de rechazo contra quien lo ejecutó, y, si bien nada le cuesta practicarlo, tampoco con él adquiere nada que valga la pena. Los que de Venus hicieron a una diosa, consideraron que su principal encanto era espiritual e incorpóreo, mas el que aquellas gentes buscan no sólo no es humano, ni siquiera es animal. Los animales no apetecen belleza tan pesada y terrestre, y vemos que la fantasía y el deseo frecuentemente los impulsan y solicitan, antes de ser arrastrados por el cuerpo; ocasión tenemos de advertir que al hallarse juntos machos y hembras, eligen y excogitan en sus afecciones, al par que mantienen largas uniones en armonía perfecta. Cuando la vejez acaba con su fuerza corporal, algunos se estremecen de amor, relinchan y se agitan. Vémoslos antes del acto amoroso repletos de esperanza y de ardor, y cuando ya el cuerpo hizo su juego, relamerse todavía por la dulzura del recuerdo; otros y que se inflan de altivez luego que su necesidad satisfacen, entonando cánticos de fiesta y de triunfo cansados ya y hartos. Quien no busca sino descargar el cuerpo de una necesidad natural, tampoco tiene para qué intrigar al prójimo por intermedio de interesantes aprestos; la carne que busca no es adecuada para un hambre tan ordinaria y grosera.

Como el que no quiere que le tengan por mejor de lo que es, apuntaré aquí los errores de mi juventud. No solamente por la conservación de la salud (sin embargo no acertó a proceder con cordura tanta que no dejara de experimentar dos rasguños, aunque fueron ligeros y sin consecuencias), sino también por menosprecio, nunca me arrastraron los venales y públicos juntamientos; quise aguzar este placer por medio de la dificultad, el deseo y el amor propio, gustando la manera del emperador Tiberio, el cual se prendaba en sus amores lo mismo de la modestia y de la nobleza que de otros méritos distintos; y la de Flora la cortesana, que no se prestaba a menos que el beneficiado no fuera dictador, censor o cónsul, alcanzando la mayor suma de agrado de la dignidad de sus amadores. En verdad, las perlas y el brocado contribuyen a aquél, como los títulos y el aparato. Por otra parte, concedía yo importancia grande al espíritu, con tal de que el cuerpo le hiciera compañía, pues hablando en conciencia, si a una o la otra de las dos bellezas había de faltar, necesariamente hubiera mejor prescindido de la espiritual, que tiene más digno empleo en mejores cosas; mas en punto a amor, el cual mira principalmente a la vista y al tacto, algo puede hacerse sin las gracias corporales. Es la belleza la ventaja verdadera de las damas; tan propia les es que la nuestra, aunque exige rasgos algo distintos, no es con la suya confundida sino en la infancia desbarbada. Cuéntase que en la casa del Gran Señor, los que le sirven a título de belleza, que son en número infinito, son, cuando más tarde, despedidos a los veintidós años. La razón, la prudencia y los oficios de amistad aviénense mejor con los hombres, por lo cual gobiernan éstos los negocios del mundo.

Estos dos comercios son fortuitos y dependientes del prójimo: el uno por su rareza es difícil de procurar; el otro se agosta con los años; de suerte que solos no hubieran bastado a proveer las necesidades de mi vida. El de los libros, que es el tercero, nos ofrece mayor seguridad; es más nuestro, y si bien cede a los primeros en algunas ventajas, supéralos en la constancia y facilidad de su servicio. Este es el que costea todo el curso de mi vida y el que me asiste en todo momento; consuela mi vejez y mi soledad, descárgame del peso de una ociosidad pesada, me liberta a toda hora de las compañías que me fastidian, y debilita las acometidas del dolor cuando no es extremo y por entero no me domina. Para distraerme de una fantasía importuna, no hallo medio comparable al de echar mano de los libros, que me sumergen fácilmente en ellos y me la arrebatan; y no se me insubordinan por ver que solo de ellos sirvo cuando las otras comodidades me faltan, las cuales son más reales, naturales y vivas; me acogen siempre con igual semblante. Dícese que bien camina «quien conduce el caballo de la brida»; y nuestro Jaime, rey de Nápoles y de Sicilia, que hermoso, joven y sano hacía que le llevaran en parihuelas, tendido en un mal colchoncillo de plumas, vestido con un traje de paño gris y cubierta la cabeza con un gorro de lo mismo, iba seguid sin embargo, con pompa majestuosa de literas, caballos a la mano de todas suertes, gentilhombres y oficiales, representando a pesar del séquito una austeridad ligera e insegura: el enfermo cuya curación está a su alcance no merece que se le tenga lástima. En la experiencia y uso de esta sentencia, que es veracísima, consiste todo el fruto que yo saco de los libros; de ellos me sirvo, en efecto, casi como aquellos que los desconocen; disfruto como los avaros de un tesoro, para estar seguro de que gozan cuando me plazca; mi alma halla el contento y la calma con ese derecho de posesión. Ni en tiempo de paz, ni en épocas de guerra dejan los libros de acompañarme, a pesar de lo cual se pasarán muchos días y hasta meses sin que yo de ellos eche mano; los leeré dentro de un momento, me digo, o mañana, o cuando se me antoje: mientras tanto el tiempo corre y se va sin serme oneroso, pues es indecible cuánto me tranquilizo y apaciguo considerando que están junto a mí para procurarme placer cuando lo quiera y reconociendo cuán grande es el alivio que facilitan a mi vida. Son la mejor munición que haya yo encontrado en este humano viaje, y compadezco extremadamente a los hombres de entendimiento que no la echan de menos. Mejor que éste acojo cualquiera otro entretenimiento, por ligero que sea, en razón a que el de los libros no puede nunca faltarme.

En mi vivienda me recojo con mayor frecuencia, en mi biblioteca, donde, teniéndolo todo a la mira, doy órdenes a mis gentes. Me coloco a la entrada y veo por bajo mi jardín, el patio, el corral así como a la mayor parte de las personas de mi casa. Allí hojeo unas veces un libro, otras otro, sin orden ni designio, al desgaire: unas veces fantaseo, otras registro y otras dicto paseándome los que aquí veis. Está instalada en el piso tercero de una torre: el primero es mi capilla; el segundo, un dormitorio con sus accesorios, donde me acuesto con frecuencia para encontrarme solo, que tiene por encima un espacioso guardarropa; antaño era el lugar más inútil de mi casa. Allí paso la mayor parte de los días de mi vida y casi todas las horas del día, pero nunca por la noche permanezco. Contiguo al dormitorio hay un pulido gabinete, donde en invierno puede encenderse luego, con pintorescas vistas. Si yo no temiera más que los gastos los cuidados que todo trabajo acarrea, podría fácilmente instalar a cada lado una galería de cien pasos de largo y doce de ancho, a nivel, habiendo encontrado todos los muros montados para otro uso, a la altura que me precisa. Todo lugar retirado requiere un paseo; mis pensamientos duermen cuando los siento; mi espíritu no va solo como al ser agitado por las piernas: todos los que sin libros estudian experimentan impresión idéntica. La figura de mi biblioteca es circular, y la pared no tiene de plano sino el lugar preciso para la mesa; el sitial; al ondularse, me ofrece de una ojeada todos mis libros, colocados en estantes de cinco peldaños, todo alrededor. Tiene tres vistas que de frente se extienden a lo lejos, y hasta diez y seis pasos de diámetro completamente libres. En invierno me instalo en ella más raramente, pues mi casa está colgada en un cerro, como su nombre reza, y ninguna habitación mas que ésta está expuesta a los elementos; y me place por eso para mantenerme apartado, tanto por el provecho que a la ejercitación acompaña, como para alejar de mi a las gentes. Allí está mi residencia; allí intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil; en todo otro aposento mi autoridad es sólo verbal, confusa y teórica. ¡Miserable a mi ver quien en su agujero no tiene donde meterse; donde hacer particularmente su corte, donde ocultarse! La ambición recompensa bien a sus esclavos teniéndolos constantemente a la vista de los espectadores, como la estatua de una plaza: magna servitus est magna fortuna[1086]: ni siquiera su recogimiento tienen por retiro. Nada he juzgado tan rudo en la austeridad de la vida de nuestros religiosos como lo que veo en las órdenes que tienen por regla la perpetua sociedad y compañía y la numerosa asistencia entre ellos, sea cual fuere la acción que ejecuten. En cierto modo encuentro más soportable estar siempre solo que no poder jamás estarlo.

Si alguien me dice que es envilecer las musas servirse solamente de ellas como de juguete y pasatiempo, es porque no sabe como yo cuánto valen el placer, el juego y la distracción; casi me atrevería a decir que todo otro fin es ridículo. Yo vivo al día, y, con respeto sea dicho, no vivo sino para mí: mis designios todos en ello finalizan. Cuando joven, estudié para la ostentación; luego, un poco para templa mi juicio, ahora para distraerme, y jamás para el material provecho. Un humor vano y dispendioso que antaño me encaminara a mi biblioteca, no sólo para proveer a las necesidades de mi espíritu, sino para algo que se le acerca, para tapizarlo y adornarlo, ha ya tiempo que lo abandoné.

Muestran los libros muchas gratas cualidades a los que los saben elegir mas ningún goce sin dolor: son un placer que, como los otros, no es nítido ni puro; tiene sus incomodidades, que son bien pesadas; el alma con ellos se ejercita, pero el cuerpo, cuyo cuidado nunca olvidé, permanece mientras tanto sin acción, cae por tierra y se entristece. Ningún exceso conozco para mí más perjudicial ni que en la declinación de la edad deba más evitarse.

Estas son mis tres ocupaciones favoritas y particulares, sin hablar de las que por obligación civil al mundo soy deudor.



De la diversión

Antaño me empleé en consolar a una dama verdaderamente afligida; la mayor parte de los duelos femeninos son artificiales y de ceremonia


Uberibus semper lacrymis, semperque paratis

in statione sua, atque exspectantibus illam,

que jubeat manare modo.[1087]


Mal proceder es oponerse a esta pasión, pues la contrariedad las incita e interna más en la tristeza; exaspérase el mal por el celo del debate. En las conversaciones indiferentes vemos que lo que uno dice sin interés, cuando la réplica se interpone truécase en cosa formal, y de ello se hace adopción entera; con mayor motivo el tesón se sostiene al poner empeño en lo que se dice. Además, procediendo de aquel modo obráis en vuestra operación con entrada, cuando la primera labor del médico para con su paciente debe ser graciosa, agradable y servicial; y nunca facultativo feo y desdeñoso hizo cosa que valiera a la pena. Al revés, pues; es preciso ayudar desde los comienzos y favorecer sus quejas, testimoniándolas alguna aprobación y excusa. Por virtud de esta inteligencia alcanzáis crédito para caminar más adentro, y con inclinación fácil o insensible os vais deslizando, empleando discursos más resistentes y propios para la curación. Yo que principalmente deseaba engañar a la concurrencia que en mí tenía puesto los ojos, procuré paliar el mal; de suerte que, por experiencia, reconozco tener mala e infructuosa mano para persuadir, pues me ocurre o que presento mis razones en exceso puntiagudas o demasiado secas, o bien con brusquedad y al desgaire. Luego que me hube aplicado algún tiempo al mal que a la dama atormentaba, ya no intenté curarla por razones fuertes y vivas, bien por falta de ellas, bien porque de otro modo pensaba cumplir mejor mi cometido; ni fui tampoco eligiendo las diversas maneras que la filosofía para consolar prescribe: Que lo que se lamenta no es un mal, como Cleantes; que es un mal ligero, como los peripatéticos; que el quejarse no es acción justa ni laudable, como Crisipo; tampoco eché mano de las máximas de Epicuro, que se acercan más a mi modo de ser, o sea convertir el pensamiento de las cosas molestas a las agradables; ni empleé de una vez todo ese montón de remedios, como Cicerón, sino que declinando blandamente nuestra conversación y desviándola poco a poco hacia las cosas más vecinas luego hacia las un poco más apartadas, conforme la dama a ellas se prestaba, apartela imperceptiblemente de la idea dolorosa, la calmé y conduje por completo a adoptar buen continente, igual al que yo mostraba. Todo lo cual conseguí ayudado con la diversión. Los que me siguieron en este mismo propósito no hallaron enmienda alguna, pues yo no había extirpado con el hacha la raíz.

El acaso me hizo tropezar en otras partes con algunas especies de diversiones públicas; el empleo de las militares de que Pericles se sirvió en la guerra peloponesiaca y mil otros en distintas circunstancias para alejar de su país las fuerzas contrarias, es muy frecuente en las historias. Ingenioso fue el procedimiento con que el señor de Himbercourt, se salvó a sí propio y a sus gentes en la ciudad de Lieja, donde el duque de Borgoña, que le tenía sitiado, le había hecho entrar para poner en práctica el convenio de la acordada rendición. Reunido el pueblo durante la noche para deliberar, empezó por revolverse contra las determinaciones pasadas, y acordaron varios atacar a los negociadores, a quienes tenían en su poder; tan luego como el primero hubo sentido el viento de la primera ondeada de esas gentes que iban a lanzarse en sus viviendas, les soltó dos habitantes de la ciudad (pues tenía algunos en su compañía), encargados de comunicar más suaves nuevas para que las expusieran en el consejo, las cuales por salir del apuro habían forjado. Los dos emisarios dichos detuvieron la primera tormenta conduciendo a la casa de la villa las alborotadas turbas para que oyeran su comisión y siguieran luego deliberando sobre ella. Esta tarea fue corta y al punto se desbordó una segunda tormenta tan animada como la otra; cuatro emisarios salieron de nuevo enviados por el mismo jefe, los cuales hicieron protesta de tener que presentarles más ventajosas proposiciones, encaminadas todas a su contentamiento y satisfacción, por donde el amotinado pueblo fue de nuevo rechazado en el cónclave. En conclusión, con divertimientos semejantes, distrayendo su furia y disipándola en consultaciones vanas, logró al fin adormecer al pueblo, ganando el día, que era su mira principal.

Este otro cuento pertenece a la misma categoría: Atalante, joven de belleza sin par y de maravillosa disposición, para deshacerse de los mil perseguidores que la solicitaban en matrimonio, presentó a sus enamorados la siguiente condición: «que aceptaría la mano del que en la carrera la igualara, siempre y cuando que aquellos que a su nivel no estuviesen perdieran la vida». Hubo bastantes que estimaron el premio digno de afrontar el peligro y que sufrieron la pena de condición tan cruel. Como Hipomenes tuviera que hacer su ensayo después de algunos otros, dirigiose a la diosa tutelar de tan amoroso ardor, llamándola a su socorro, la cual, oyendo su plegaria, le proveyó de tres manzanas de oro, instruyéndole del uso que de ellas había de hacer. Puestos ya a correr los contrincantes, a medida que Hipomenes iba sintiendo a su amada cerca de sus talones, dejó escapar, como por inadvertencia, una de las manzanas; la joven, atraída por su belleza, no dejó de volverse para recogerla:


Obstupuit virgo, nitidique cupidine pomi

declinat cursus, aurumque volubile tollit.[1088]


Lo mismo hizo Hipomenes con la segunda y tercera manzana, y merced al extravío y distracción consiguientes, la ventaja en la carrera quedó de su parte. Cuando los médicos no pueden limpiarnos del catarro, lo distraen y desvían a otra parte menos peligrosa; y advierto también que ésta es la más ordinaria receta para las enfermedades del alma: abducendus etiam nonnunquam animus est ad alia studia, sollicitudines, curas, negotia; loci denique mutatione, tanquam aegroti non convalescentes, saepe curandus est[1089]. Poco es su poder contra los males que vienen derechos; imposible es que haga frente o eche por tierra la acometida; todo lo más a que se alcanza es a que declinen y se desvíen.

Demasiado elevado y difícil es el proceder que consiste en detener en la cosa a los primeros de que hablé, y hacer que puramente la consideren y la juzguen. Sólo a un Sócrates pertenece el asomarse a la muerte con su semblante ordinario, familiarizarse con ella y trocarla en cosa de distracción; fuera de la cosa no busca consolación; el morir le parece un accidente natural e indiferente; precisamente a él lanza su mirada, y al acto se resuelve sin desviar sus ojos. Los discípulos de Hegesias, que se dejaron morir de hambre, exaltados por los lacrimosos razonamientos de las lecciones del filósofo, y en tan gran número que el rey Tolomeo lo prohibió que en su escuela pronunciara tan homicidas discursos, no consideraron la muerte en sí misma, ni tampoco la juzgaron, ni en ella detuvieron su pensamiento; entrevieron y corrieron hacia un ser nuevo.

Esas pobres gentes que vemos en el cadalso llenas de una devoción ardiente y empleando sus sentidos todos hasta donde sus fuerzas alcanzan: los oídos a las instrucciones que se les ordenan, los ojos y las manos elevados al cielo, la voz entonando oraciones elevadas con emoción ruda y no interrumpida, practican en verdad cosa laudable y en armonía con la situación en que se encuentran; debemos ensalzar su religiosidad, mas no propiamente su firmeza, pues lo que en realidad hacen es huir de la lucha, desviar de la muerte su atención, como a los niños se distrae cuando quiere dárseles el lancetazo. He visto algunos cuya mirada, si alguna vez descendía a considerar los horribles aprestos de la muerte que los circundaban, se transían, y lanzaban con furia a otras consideraciones su pensamiento. A los que experimentan horror profundo, se les ordena que cierren los ojos o que miren a otro lado.

Debiendo ser ejecutado Sobrio Flavio por orden de Nerón y por las manos de Níger (ambos eran caudillos de guerra), cuando llevaron al primero al campo donde la ejecución había de tener lugar, como viera la fosa que Níger había hecho cavar para sepulcro de sus despojos: «Ni esto mismo, dijo convirtiendo los ojos a los soldados que tenía delante, está conforme con la disciplina militar»; y a Níger, que le exhortaba para que mantuviese firme la cabeza: «¡Hirierais con fuerza igual a mi resistencia!» Y dijo bien, pues el tembloroso brazo del ejecutor no fue capaz de amputar la cabeza de un solo golpe. Éste semeja haber mantenido su mente derecha y fija en su suplicio y en su muerte.

El que acaba en los campos de batalla, con las armas en la mano, no estudia entonces la muerte, ni la siente ni la considera; el ardor del combate le arrebata. Un hombre valiente a quien conozco, batiéndose en campo cerrado, dio en tierra, y como su enemigo le suministrase nueve o diez heridas con la daga, todos los que estaban presentes gritábanle que pensara en su conciencia; mas el vencido me contó que, aunque las voces llegaban a sus oídos, no le hicieren efecto alguno, y que no pensó más que en desquitarse y vengarse, logrando matar a su adversario en este mismo combate. Mucho hizo por L. Silano, quien al comunicarle la nueva de su condena, habiendo oído esta respuesta: «que estaba dispuesto a morir, pero no de manos criminales», se lanzó con sus soldados sobre aquél y su comitiva; Silano, desarmado, se defendió obstinadamente con pies y puños y murió en la pendencia, disipando en cojera pronta y tumultuaria el sentimiento penoso de una muerte larga y preparada a la cual estaba destinado.

Nuestro pensamiento se mantiene en perpetua ausencia, el anhelo de una mejor vida nos detiene o apoya; o la esperanza en el valer de nuestros hijos, o la gloria futura de nuestro nombre, o el huir de los males de esta vida, o la venganza que amenaza a los que nos ocasionan la muerte.


Spero equidem mediis, si quid pia numina possunt,

supplicia hausurum scopulis, et nomine Dido

saepe vocaturum...

Audiam; et haec manes veniet mihi fama sub imos.[1090]


Con la corona en la frente, Jenofonte sacrificaba cuando le anunciaron la muerte de su hijo Grillo en la batalla de Mantinea; ante la impresión que la nueva le produjo lanzó la corona al suelo, mas por los detalles que al punto supo, viendo que se trataba de un fin valeroso, recogió la corona y de nuevo la ciñó sobre sus sienes; Epicuro mismo halla consuelo en su fin con la eternidad y utilidad de sus escritos: omnes clari et nobilitati labores fiunt tolerabiles[1091]; las mismas heridas y fatigas iguales no pesan tanto a un general como a un soldado, dice Jenofonte; Epaminondas soportó su muerte con menos pesar en cuanto le informaron que la victoria estaba de su parte: haec sunt solatia, haec fomenta summorum dolorum[1092]. Tales otras circunstancias nos entretienen, distraen y apartan de la consideración de la cosa en sí misma. Hasta los argumentos mismos de la filosofía van constantemente costeando y rehuyendo la materia y apenas si llegan a tocarla: el primer hombre de la primera esencia filosófica, subintendente de las otras, el gran Zenón, dijo de la muerte: «Ningún mal es digno; la muerte sí lo es, luego no es un mal»; de la embriaguez. «Nadie confía su secreto al borracho; todos lo ponen en manos del continente; éste, pues, no será borracho.» ¡He aquí lo que se llama dar en el blanco! Me place ver que todas esas almas altísimas no pueden desprenderse de nuestro comercio; sea cual fuere su perfeccionamiento, hombres son con todas las máculas que al hombre acompañan.

La venganza es una pasión dulcísima que nos arrastra, y a la cual naturalmente propendemos; aunque de ello no tenga yo experiencia alguna, véolo clara y distintamente. Para apartarla poco ha de un príncipe mozo, no le prediqué la necesidad de mostrar la mejilla izquierda a quien había golpeado la derecha, merced al deber que la humildad impone; ni le representé los trágicos acontecimientos que la poesía atribuye a esta pasión, sino que se la dejé quieta, entreteniéndome en hacerle gustar la hermosura de una imagen contraria: el honor, favor y benevolencia que alcanzaría mediante la clemencia y la bondad, por donde le encaminé hacia la ambición. Este es el camino que debe seguirse.

Si vuestra afección amorosa es prepotente, disipadla, dicen algunos, y dicen bien, pues yo provechosamente he aplicado este remedio; rompedla en deseos diversos, de los cuales haya uno, si queréis, que regente y gobierne; mas para que no os sofreno y tiranice, debilitadla y detenedla dividiéndola y distrayéndola:


Quum morosa vago singultiet inguine vena[1093],


Conjicito humorem collectum in corpora quaeque[1094]:


y proveed temprano, no sea que luego os apene una vez que os haya atrapado fuertemente:


Si non prima novis conturbes vulnera plagis,

volgivagaque vagus venere ante recentia cures.[1095]


Antaño fui acometido por un disgusto poderoso para mi complexión y todavía mas justo que avasallador; de haber confiado en mis débiles fuerzas para desposeerme de él acaso me hubiera perdido. Habiendo menester de una vehemente diversión de espíritu para con ella distraerme, encomendeme al amor por arte y estudio, a lo cual la edad me ayudaba, y esta pasión me alivió y retiró del mal que la amistad me había ocasionado. Con todos los demás pesares me acontece lo propio: cuando se apodera de ninguna fantasía desagradable, hallo más breve que domarla modificarla; y la sustituyo, si no me es dable con una contraria, al menos con otra diferente, pues siempre la variación alivia, disuelve y disipa. Cuando no puedo combatirla, la huyo, y al huir la engaño y la burlo; mudando de lugar, de ocupación y compañía, me salvo en la sociedad merced a otras ideas y pensamientos, con los cuales el mal pierde mis trazas y se extravía.

Así obra Naturaleza en provecho de la inconstancia, pues el tiempo que nos diera como remedio soberano de nuestras pasiones, logra su efecto principalmente proveyendo constantemente de asuntos diversos a nuestra mente, y disuelve y corrompe la aprensión primera por resistente que sea. Un filósofo no ve menos a su amigo moribundo el primer año que al cabo de veinticinco y según Epicuro así debe acontecer, pues éste no atribuye ningún lenitivo a los pesares por su previsión, como tampoco por su antigüedad; lo que ocurre es que tantas otras cogitaciones atraviesan nuestro espíritu, que los dolores así languidecen y se fatigan.

Para desviar la inclinación de los vulgares rumores Alcibíades cortó las orejas y la cola a un hermoso perro que tenía, y le lanzó a la plaza, a fin de que suministrando este pasto a la charla del pueblo, dejara en paz sus demás acciones. He visto también, para lograr este efecto de divertir las opiniones y conjeturas de las masas y desviar a los parlanchines, que algunas mujeres ocultaron sus verdaderas afecciones con otras contrahechas. Y he visto tal, que contrahaciéndose dejose amar de verdad, y abandonó la afección original y verdadera por la fingida; aprendiendo por ello que los que se encuentran bien asegurados, son muy torpes al consentir en tal disfraz. Estando los acogimientos y públicas conversaciones reservados a este servidor postizo, creed que necesita ser muy romo si no se coloca en vuestro lugar y os envía al que ocupaba. Esto se llama cortar y coser un zapato para que otro se lo calce.

Poca cosa basta a divertirnos y extraviarnos. Apenas si consideramos los objetos en general en sí mismos: son las circunstancias y las imágenes menudas y superficiales lo que nuestra atención solicita y las vanas apariencias que de las cosas surgen:


Volliculos ut nunc teretes aestate cicadae

linquunt[1096]:


Plutarco mismo lamenta la pérdida de su hija a causa de las monerías que en la infancia ejecutaba. El recuerdo de un adiós, el de una acción, el de una gracia particular, el de una postrera recomendación nos afligen. Las vestiduras de César trastornaron toda Roma, e hicieron lo que su muerte no había logrado: el timbre mismo de las palabras que resuena en nuestros oídos: «¡Mi pobre maestro! o ¡Mi grande amigo! o ¡Mi querido padre! o ¡Mi buena hija!» Cuando me pellizcan estas exclamaciones y de cerca las considero, reconozco que son quejas gramaticales y vocales; el tono y las palabras me hieren, de la propia suerte que, las exclamaciones de los predicadores conmueven al auditorio frecuentemente más que las razones, y como nos hiere la plañidera voz de un animal que para nuestro servicio se sacrifica, sin que pesemos ni penetremos la verdadera esencia maciza y sólida de nuestro duelo:


His se stimulis dolor ipse lacessit.[1097]


Estos son los verdaderos fundamentos de nuestro llanto.

La rudeza de mi mal de piedra me ha lanzado a veces en dilatadas supresiones de orina de tres y cuatro días, y tan adentro de la muerte, que hubiera sido locura pretender evitarla, ni siquiera desear evitarla, en presencia de los crueles tormentos que ese mal acarrea. Aquel dulce emperador[1098] que hacía ligar las partes a los criminales para que muriesen a falta de orinar, era maestro grande en la ciencia de los verdugos. Encontrándome en situación semejante, tuve ocasión de ver por cuán ligeras causas y objetos la fantasía alimentaba en mí el sentimiento de la vida, merced a qué átomos se edificaba en mi alma la dificultad y el peso del desalojamiento, a cuántos pensamientos frívolos dejamos lugar al dilucidarse un negocio tan importante: un perro, un caballo, un libro, un vaso y cuantísimos otros objetos de igual tenor, eran cosas importantes en mi acabar. En el de los otros sus ambiciones, sus ambiciosas esperanzas, su bolsa y su ciencia, no menos estúpidamente, a mi entender. Yo contemplo indiferentemente, la muerte cuando generalmente la considero como fin de la vida. La desafío en general; individualmente me aflige; las lágrimas de un criado, la distribución de mis bienes, el contacto de una mano amiga, una consolación común me desconsuelan y enternecen. Así perturban nuestra alma los lamentos de las fábulas, y los pesares de Dido y Ariadne apasionan hasta a los mismos que no creen en ellos, en Virgilio y en Catulo. Muestra es de un natural duro y obstinado el no experimentar emoción alguna, cual de Polemón milagrosamente se refiere, mas tampoco palideció ante la mordedura de un perro hidrófobo que le arrancó una pantorrilla. Ninguna cordura va tan allá que considerando la causa de una tristeza, viva e íntegra por discernimiento, deje de sufrir algún acceso por la presencia, cuando los ojos y los oídos tienen en ella parte, los cuales no pueden ser agitados sino por vanos accidentes.

¿Es razonable que las artes mismas se sirvan y conviertan en su provecho nuestra debilidad y torpeza naturales? El orador, dice la retórica, en ese artificio de su peroración conmoverá merced al timbre de su voz y ficticias agitaciones, y se dejará engañar por la pasión que simula; imprimirá un duelo verdadero y esencial valiéndose de la mojiganga que representa para transmitirla a los jueces, a quienes todavía es más indiferente. Así ocurre con las personas a quienes en los funerales se alquila, para venir en ayuda de la ceremonia del duelo; gentes que venden sus lágrimas a peso y medida, y lo mismo su tristeza, pues aun cuando se conmueven por manera prestada, acomodando, sin embargo, su continente, cierto es que se dejan arrastrar en toda su integridad, recibiendo en sí mismos una melancolía verdadera. Entre otros varios de sus amigos asistí a la traslación a Soissons del cadáver del señor Gramont desde el sitio de La Fère en que fue muerto, y reparé que por todos los sitios donde pasamos llenábamos al pueblo de lamentaciones y lloros, con los cuales tropezábamos, con la sola muestra y aparato de nuestro convoy, pues ni siquiera el nombre del difunto era conocido. Quintiliano refiere haber visto comediantes tan fuertemente identificados con sus papeles de duelo, que lloraban hasta en su propio domicilio; y de sí mismo, que habiendo tenido empeño en comunicar ciertos sentimientos a un amigo, se halló por ellos ganado hasta el punto de sorprenderse no sólo llorando, sino pálido el semblante y con todas las muestras de un hombre desolado por el dolor.

En una región cercana de nuestras montañas las mujeres hacen el papel de Juan Palomo, pues a la vez que engrandecen el sentimiento del esposo perdido, por el recuerdo de las buenas y gratas cualidades que poseyera, recopilan y publican sus imperfecciones, como para encontrar en sí mismas alguna compensación, y pasar así de la piedad al menosprecio. Más cuerdamente que nosotros proceden, pues ante la pérdida del primer conocido, le prestamos alabanzas nuevas y falsas y le trocamos en distinto de lo que era tan luego como de vista le perdimos, y se nos antoja diferente de cuando le veíamos, cual si fuera el sentimiento algo de suyo instructivo, o como si las lágrimas, al lavar nuestro entendimiento lo aclarasen. Yo renuncio desde ahora a los favorables testimonios que quieran procurárseme, no porque de ellos sea digno, sino porque estaré ya muerto.

Quien preguntare a alguien: «¿Qué interés os mueve a ocupar ese lugar?» «El interés del ejemplo, le responderá, y la común obediencia al príncipe; yo no aspiro a beneficio alguno, y en cuanto a la gloria, bien se me alcanza la parte ínfima que puede corresponder a un hombre de mi categoría: en mi situación, no me mueven la pasión ni la querella.» Vedle, sin embargo, al día siguiente, todo cambiado, todo hirviente y encendido de cólera, acomodado en su rango para acometer el asalto: es el resplandor de tanto acero, y el fuego y el estrépito de los cañones y los tambores lo que infundió vigor nuevo y odio nuevo en sus venas. ¿Y cuál fue la causa? Para agitar nuestra alma ninguna precisa; un ensueño sin cuerpo ni fundamento la regenta y tambalea. Que yo me lance a levantar castillos en el aire, mi fantasía me forjará comodidades y placeres, con los cuales mi alma se reconoce realmente cosquilleada y regocijada. ¡Cuántas veces embrollamos nuestro espíritu con la cólera o la tristeza merced a tales sombras y nos, sumergimos en pasiones fantásticas que trastornan nuestra alma y nuestro cuerpo! ¡Qué gestos de espasmo, de risa o confusión suscitan las soñaciones en nuestros semblantes! ¡Qué sorpresas y agitaciones de miembros y de voz! ¿No se diría de ese hombre solo que experimenta falsas visiones ocasionadas por una multitud de otros hombres con quienes negocia, o que algún demonio interno le persigue? Inquirid dentro de vosotros mismos el origen de semejante mutación: a excepción nuestra ¿hay algo en la naturaleza a quien la nada sustente ni empuje? Cambises, por haber soñado que su hermano iba a sentarse en el trono de Persia, le hizo morir; era un hermano a quien amaba y de quien siempre se había fiado; Aristodemo, rey de los mesenios, se mató, impelido por una fantasía que consideró como de mal agüero y por no sé qué aullidos de sus lebreles; el rey Midas hizo lo mismo, molestado y trastornado por un sueño ingrato que le asaltara. Es avalorar la vida en su justo precio abandonarla por un dueño. Oíd, sin embargo, a nuestra alma triunfar del cuerpo mísero y de su flaqueza por estar siempre expuesto a toda suerte de ofensas y alteraciones. En verdad la razón la acompaña al expresarse así:


O prima infelix fingenti terra Prometheo!

Ille parum cauti pectoris egit opus.

Corpora disponens, mentem non vidi t in arte;

recta animi primun debuit esse via.[1099]



Sobre unos versos de Virgilio

A medida, que los pensamientos provechosos son más plenos y fundamentales, van imposibilitándonos y siéndonos onerosos. El vicio, la muerte, la pobreza, las enfermedades, son cosas graves y que agravan. Es preciso mantener el alma fortificada con los medios que la ayuden a combatir los males, instruida con las reglas del bien vivir y del bien creer, y frecuentemente despertarla y ejercitarla en este hermoso estudio. Mas en una de contextura ordinaria menester es que la lucha no sea ruda ni inmoderada, pues la tensión continuada la enloquecería. Cuando joven, tenía yo necesidad de advertirme y solicitarme para guardar el equilibrio; el regocijo y la salud no van muy de acuerdo, a lo que dicen, con esos discursos de cordura y seriedad: hoy mi situación ha cambiado, y las condiciones de la vejez me amonestan de sobra, formalizan y predican. Del exceso de alegría vine a dar en la severidad superabundante, que es un estado más desagradable, por lo cual ahora me dejo llevar adrede algún tanto por el desorden, y deslizo alguna vez mi alma hacia las ideas de juventud y regocijo, en las cuales se detiene placentera. Al presente me siento dominado por el sosiego excesivo y por la pesantez y la madurez en igual grado: la vejez me alecciona todos los días de frialdad y de templanza. Este débil cuerpo huye el desarreglo y lo teme; tócale ahora encaminar el espíritu a la enmienda, gobernar a su vez con mayor imperiosidad y rudeza, y no me deja vagar ni siquiera a una hora, ni cuando duermo, ni cuando velo, sin adoctrinarme con ideas de muerte, paciencia y penitencia. Me defiendo contra la templanza como antaño me defendía contra los goces, aquélla me echa muy hacia atrás, hasta hacerme lindar con la estupidez. Y como yo pongo todo mi conato en ser dueño de mí mismo en todos sentidos, reconozco que la cordura tiene sus excesos y que no ha menester menos que la locura de represión; de suerte que, temeroso de mortificarme, agotarme y agravarme a fuerza de prudencia, en los intervalos que mis males me lo permiten,


Mens intenta suis ne siet usque malis[1100];


extravío con toda suavidad y aparto mi mirada de ese cielo tempestuoso y nubloso que ante mí se extiende, el cual, Dios sea loado, considero sin horror, mas no sin contención ni estudio, y me voy distrayendo con la recordación de la juventud pasada:


Animus quod perdidit, optat

atque in praeterita se totus imagine versat.[1101]


Que la infancia mire adelante y la vejez detrás, tal era la significación de los dos semblantes de Jano. Que los años me arrastren si a bien lo tienen, yo procuraré que no lo logren sino a reculones; y en tanto que mis ojos puedan reconocer aquella hermosa primavera fenecida, a ella lo convierto a sacudidas: si de mis venas y de mi sangre escapa, al menos no quiero desarraigar su imagen de la memoria:


Hoc est

vivere bis, vita posse priore frui.[1102]


Platón ordena a los ancianos la asistencia a los ejercicios, danzas y juegos de la juventud para regocijarse en los demás con la flexibilidad y belleza del cuerpo, que en ellos se desvaneció, y para llamar a su recuerdo la gracia y beneficios de esa edad llena de verdor; y quiere el filósofo que en las diversiones el honor de la victoria sea otorgado al joven que más haya sorprendido y alegrado a mayor número de ancianos. En el tiempo que fue marcaba yo con piedra negra los días pesados y tenebrosos como cosa extraordinaria y singular; ahora éstos son mi ordinario alimento, los extraordinarios son los hermosos y serenos, regocijándome como de un gran beneficio cuando algún dolor no me aqueja. Sin violentarme no soy ya capaz de arrancar una pobre sonrisa de este mezquino cuerpo; sólo por fantasía y por soñación me divierto para engañar así las amarguras de la edad, cuando en realidad precisaría otro remedio diferente de un sueño. ¡Débil lucha del arte contra la naturaleza! Simpleza grande es dilatar y anticipar, como todos hacen las incomodidades humanas. Yo prefiero ser viejo menos tiempo a serlo con anticipación, y hasta las más íntimas ocasiones de placer con que puedo tropezar las amarro. Bien conozco de oídas algunas especies de voluptuosidad, prudentes, fuertes y gloriosas, mas la opinión común no tiene tanto imperio sobre mí que lleguen a excitar mi apetito: no las ansío tan magnánimas, magníficas y fastuosas como las anhelo azucaradas, fáciles y prestas: A natura discedimus; populo nos damus, nullius rei bono auctori.[1103] Mi filosofía es toda acción, se aplica al uso natural y presente, y deja estrecho campo a la fantasía. ¡Pluguiera a Dios que me regocijara jugando a las avellanas y al trompo!


Non ponebat enim rumores ante salutem.[1104]


Es el placer cosa modesta que por sí misma se considera sobrado espléndida sin el aditamento del premio que a la reputación acompaña y que a la sombra se encuentra muy a su gusto. Debiera tratarse a latigazos al mozo que yo entretuviese en hacer una selección de los distintos placeres que al paladar suministran los vinos y las salsas; nada hubo para mi menos reconocido ni apreciado: ahora es cuando lo aprendo, y de ello me avergüenzo grandemente. ¿Pero qué remedio? Mayor despecho y desconsuelo me producen las causas que a ello me empujan. A los ancianos pertenece soñar y tontear; a los jóvenes, mantenerse en la buena reputación y en el mejor designio: ellos marchan hacia el crédito, camino del mundo, y nosotros volvemos: Sibi arma, sibi equos, sibi hastas, sibi clavam, sibi pilam, sibi natationes et cursus habeant; nobis senibus, ex lusionibus multis, talos relinquant et tesseras1105: Las leyes mismas nos envían a nuestro retiro. Yo no puedo hacer menos en beneficio de esta mezquina condición, donde mi edad me arrastra, que proveerla de juguetes y niñerías como a la infancia se provee; por algo recaemos en ella. La prudencia y la locura tendrán ocupación sobrada con apuntalarme y socorrerme con sus oficios alternados en esta edad calamitosa:


Misce stultitiam consiliis brevem.[1106]


Huyo de la propia suerte los más ligeros pinchazos, y los que antaño no me hubieran ocasionado ni el arañazo más débil, actualmente me atraviesan de parte a parte; ¡tan fácilmente mis hábitos van con el mal plegándose! In fragili corpore, odiosa omnis offensio est[1107];


Mensque pati durum sustinet aegra nihil.[1108]


Siempre fui quisquilloso y delicado ante las ofensas; ahora todavía soy menos tolerante, y abierto estoy a ellas por todas partes:


Et minimae vires frangere quassa valent.[1109]


Mi discernimiento me impide rebelarme y gruñir contra los inconvenientes cuyo sufrimiento naturaleza me ordena; mas, en cambio, me consiente experimentarlos: yo atravesaría el mundo de un extremo al otro buscando un buen año de tranquilidad y plácido contento, puesto que no persigo distinto fin que el de vivir y regocijarme. La tranquilidad sombría y entorpecedora se encuentra de sobra para mí, pero me adormece, haciendo que en ella me obstine, de suerte que en nada me satisface. Si es que hay alguna persona, o alguna buena compañía, en el campo o en la ciudad, en Francia o en otra parte, que viva de asiento o que sea amiga de los viajes, para quien mis humores sean gratos y de quien los humores sean buenos para mí, no tiene más que silbar en la palma de la mano: yo iré personalmente a proveerla de Ensayos de carne y hueso.

Puesto que al espíritu pertenece el privilegio de libertarse de la vejez, yo aconsejo al mío en cuanto está en mi mano que así lo haga; que reverdezca y que florezca, si puede, como el muérdago reverdece sobre el árbol muerto. Temo mucho su traición: tan estrechamente se ligó al cuerpo, que me abandona siempre para seguir a éste en sus necesidades; yo le acaricio aparte y le ejercito inútilmente; vanamente intento apartarle de esa ligadura, presentándole a Séneca y Catulo, las damas y danzas reales: cuando su compañero padece el cólico, diríase que él también lo sufre; las potencias mismas que le son propias y peculiares no se pueden entonces levantar; denuncian evidentemente la frialdad, y ningún regocijo muestran sus manifestaciones cuando al cuerpo domina la modorra.

Los filósofos se engañan al buscar las causas de los impulsos extraordinarios de nuestro espíritu (aparte de los que atribuyen al arrobamiento divino, al amor, al fuego bélico, a la poesía o al vino) allí donde la salud no impera; una salud hirviente, vigorosa, plena, desbordante, tal como en los pasados tiempos me la procuraban a intervalos el verdor de los años y el sosiego, ese ardor de regocijo suscita en el espíritu vivos relámpagos y resplandores, muy por cima de nuestra claridad natural y entre nuestros entusiasmos, los más gallardos, si no los más locos. Por consiguiente, no es cosa peregrina el que un estado contrario amortigüe mi espíritu, clavándolo en tierra, alcanzando un efecto cabalmente antitético.


Ad nullum consurgit opus, cum corpore languet[1110];


y, sin embargo, quiero todavía que de mí dependa el que preste en mi persona mucho medios a ese consentimiento, de lo que conforme al uso ayuda ordinariamente a los demás hombres. Al menos, mientras nos quede tregua para ello, expulsemos los males y los embarazos de nuestro comercio:


Dum ficet, obducta solvatur fronte senecti[1111];


tetrica sum amaenanda jocularibus[1112]. Gusto yo de una prudencia alegre y urbana, y huyo la rudeza de las costumbres austeras, considerando como sospechoso todo semblante avinagrado.


Tristemque vultus tetrici arrogantiam[1113];


Et habet tristis quoque turba cinaedos.[1114]


Creo a Platón de buena gana cuando dice que los humores dóciles o ariscos están en armonía cabal con la bondad o maldad del alma, del semblante de Sócrates era invariable, pero sereno y riente, no constante en la tristeza, como el del viejo Craso, a quien nunca se vio reír. La virtud es cualidad alegre y grata. Bien se me alcanza que muy pocas gentes pondrán el rostro ceñudo ante la licencia de mis escritos que no tengan que ponerlo más todavía ante la licencia de su pensamiento: yo me conformo a maravilla con el ánimo de ellas, pero ofendo sus castos ojos. ¡Humor bien ordenado es el de pellizcar los escritos de Platón, y el deslizar luego sus pretendidas negociaciones con Phedon, Dion, Stella y Arqueanasa! Non pudeat dicere quod non pudet sentire.[1115] Yo detesto los espíritus refunfuñones y tristes que se deslizan por la superficie de los placeres de la vida y empuñan los males nutriéndose con ellos, como las moscas, que no pueden sostenerse contra un cuerpo bien pulimentado y alisado y se agarran y reposan en los sitios escabrosos y escarpados, y de la propia suerte que las ventosas, que no absorben ni apetecen sino la sangre viciada y corrompida.

En conclusión, yo me impuse el osar decir todo cuanto me atrevo a hacer; y me disgustan hasta los pensamientos mismos cuando son impublicables. La peor de mis acciones y condiciones no me parece tan fea como encuentro horrible y cobarde el no determinarme a revelarla. Todos son discretos en la confesión, cuando debieran serlo en la acción: el arrojo de pecar se ve en algún modo compensado y embarazado por el atrevimiento de la confesión: quien se obligara a decirlo todo, obligaríase igualmente a no hacer nada de aquello que estuviera obligado a callar.

Quiera Dios que este exceso de mi licencia ponga a los hombres camino de la libertad, haciéndoles atropellar las virtudes cobardes y de aparato que de nuestras imperfecciones emanan. Es necesario que cada cual vea su vicio y lo estudie para recitarlo; los que al prójimo lo ocultan, ocúltanlo ordinariamente a sí mismos, y no lo consideran bastante a cubierto si lo ven; precísales además aminorarlo y disfrazarlo conforme a su propia conciencia: quare vitia sua nemo confitetur? quia etiam nunc in illis est: somnium narrare, vigilantis est[1116]. Los males del cuerpo se esclarecen en aumentando; así hallamos que era gota lo que llamábamos reuma o torcedura: los males del alma se obscurecen al afianzarse, cuanto más nos aquejan, menos los sentimos; por eso hay necesidad de manosearlos, de sacarlos a la superficie con dureza y sin miramientos, de abrirlos y arrancarlos de la cavidad de nuestro pecho. Como en materia de buena, acciones acontece con las malas, a veces satisface la sola confesión de las unas y de las otras. ¿Existe en el pecado tal error que nos dispense confesarlo? Yo sufro dolor grande simulándome, tanto que evito almacenar los secretos ajenos por carecer del valor necesario para negar mi ciencia; puedo callarla mas no negarla sin esfuerzo y contrariedad: para ser hombre de secretos, la naturaleza debe ayudarnos, no la obligación de retenerlos. Y para ser apto al servicio de los príncipes no basta ser excelente guardador, hay que saber mentir además. Aquel que preguntaba a Thales si debía negar solemnemente haber pecado contra el sexto mandamiento, si de mí se hubiera informado, habríale respondido que no debía hacer tal, pues el mentir me parece peor todavía que abusar de la lujuria. Thales fue de opinión contraria y le dijo que jurara para fortalecer lo mayor con lo menor; este consejo, sin embargo no era tanto elección como multiplicación de vicio; a propósito de lo cual digamos de pasada que se allana el camino a un hombre de conciencia cuando se le propone alguna dificultad a cambio de algún delito; pero cuando entre dos vicios se le contrae, colócasele en situación dura, como sucedió a Orígenes, puesto en la alternativa de practicar la idolatría o gozar carnalmente a un horrible etíope que le presentaron; aquél apencó con la primera condición, obrando mal, dicen algunos. Sin embargo no carecerían de gusto, según su error, las que en nuestro tiempo hacen protestas de preferir mejor cargar su conciencia con diez hombres que con una sola misa.

Si es indiscreción publicar así sus errores, al menos no hay grave riesgo de que la cosa se convierta en ejemplo y uso, pues Alistón decía que los vientos más temidos de los hombres son aquellos que los descubren. Es preciso levantar ese torpe pingajo que tapa nuestras costumbres: los hombres envían su conciencia al lupanar mientras mantienen su continente en regla; hasta los asesinos y los traidores adoptan las leyes de la ceremonia y a ellas sujetan su deber. Así no es lícito a la injusticia quejarse de la incivilidad, ni a la malicia de indiscreción. Lástima que el hombre perverso no sea también estúpido y que la decencia oculte su vicio: tales incrustaciones no pertenecen sino a un muro sano y resistente, que merezca ser conservado y jalbegado.

Siguiendo el proceder de los hugonotes, que censuran nuestra confesión auricular y privada, yo me confieso en público religiosa y abiertamente: san Agustín, Orígenes e Hipócrates publicaron los errores de sus opiniones; yo echo fuera los de mis costumbres. Me siento hambriento de exteriorizarme, y nada me importa a qué precio, siempre y cuando que me sea dado hacerlo por manera real y verdadera; o por mejor decir, no tengo hambre de nada, pero huyo mortalmente de ser tomado por quien no soy, de parte de aquellos a quienes acontece conocer mi nombre. Quien todo lo hace por el honor y por la gloria, ¿qué se propone ganar presentándose ante el mundo enmascarado, y robando su verdadero ser al conocimiento de las gentes? Alabad a un jorobado por su hermosa estatura, y tomará el elogio como injuria; si sois cobarde y como valiente os honran, ¿por ventura hablan de vosotros? Es que os toman por quien no sois. Tanto valdría que un hombre que formaba parte de una comitiva creyera que a él iban encaminados los saludos dirigidos al cabeza.

Como pasara por la calle Arquelao, rey de Macedonia, alguien vertió agua sobre él, y los que lo vieron dijéronle que debía castigarle: «Está bien, dijo, pero no ha echado el agua sobre mí, sino sobre el que pensaba que yo fuese.» Advirtiendo a Sócrates que hablaban mal de él: «No hay tal, repuso, nada hay en mí de lo que me achacan.» En cuanto a mí, a quien me ensalzara como buen piloto o como hombre honestísimo y castísimo, ningún agradecimiento le debería; y análogamente quien me llamara traidor, ladrón o borracho, en nada me ofendería. Los que se desconocen pueden apacentarse con falsas aprobaciones; no yo, que me veo y me investigo hasta el fondo de las entrañas, y que sé bien lo que me pertenece. Pláceme no ser alabado con tal de ser mejor conocido: podría considerárseme como cuerdísimo en tal condición de cordura, que yo como torpeza considerara. Me apesadumbra que mis ENSAYOS sirvan a las damas como de adorno y mueble de sala: este capítulo me trasladará al gabinete. Yo gusto de su comercio un poco en privado; el público carece de favor y sabor. En los adioses y despedidas nos llenamos de ardor trasponiendo los límites acostumbrados en la afección a las cosas que abandonamos: yo me despido definitivamente de los juegos de la tierra; éstos son nuestros abrazos postreros.

Pero vengamos a mi tema. ¿Qué hizo la acción genital a los hombres, tan natural, necesaria y justa, para no osar hablar de ella sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones serias y morigeradas? Resueltamente pronunciamos: matar, robar, traicionar, y aquello no nos atreveríamos a proferirlo sino entre dientes. ¿No es declarar que, cuanto menos nos exhalamos en palabras, abultamos más nuestro pensamiento? Porque acontece que las menos usuales, menos escritas y mejor calladas son las mejor sabidas, y más generalmente conocidas. Ninguna edad ni ningún genero de vida las ignoran, como no ignoran lo que pan significa: en todos se imprimen sin ser expresadas, oídas ni pintadas, y el sexo que mejor las sabe está en el deber de callarlas más. Bueno es también que siendo una acción que colocamos bajo la franquicia del silencio, de donde constituye un crimen arrancarla, ni siquiera para acusarla y juzgarla, ni siquiera osamos flagelarla sino es con perífrasis y en imágenes. Gran favor sería para un criminal el considerarlo tan execrable que la justicia estimara injusto el tocarle y el verle, dejándole en salvo por virtud de la enorme condena que merecería. ¿No ocurre en este punto como en materia de libros, los cuales se truecan tanto más venales y públicos cuanto más son suprimidos? Por lo que a mí toca, seguiré a la letra la opinión de Aristóteles, el cual afirma que «el ser vergonzoso sirve de ornamento a la juventud y a la vejez de defecto». Estos versos se predican en la escuela antigua, a la cual me atengo mucho más que a la moderna: las virtudes de aquélla me parecen más grandes y sus vicios menores:


Ceulx qui par trop fuyant Venus estrivent,

faillent autant que ceulx qui trop la suyvent.[1117]


Tu, dea, tu rerum naturam sola gubernas,

nec sine te quidquam dias in luminis oras

exoritur, neque fit laetum, nec amabile quidquam.[1118]


Yo no sé quién pudo indisponer con Venus a Palas y a las Musas enfriándolas con el amor; mas yo no veo otras deidades que mejor se avengan ni que más se deban. Quien de las Musas apartara las amorosas fantasías, robaríalas el más hermoso encanto de que disponer puedan y la parte más noble de su obra; y, quien al amor hiciera perder la comunicación y servicio de la poesía, debilitaríalo en sus mejores armas: procediendo así se carga al dios de unión y benevolencia y a las diosas protectoras de humanidad y de justicia, de ingratitud, vicio y desconocimiento. No hace tanto tiempo que me veo inutilizado para seguir a ese dios para que mi memoria haya echado en olvido sus fuerzas y valores:


Agnosco veteris vertigia flammae[1119];


algún resto de emoción y calor queda cuando la fiebre pasa:


Nec mihi deficiat calor hic, hiemantibus annis![1120]


Por seco y aplomado que me sienta, experimento aún algunos tibios restos de aquel ardor pasado:


Qual l'alto Egeo, pèrche Aquilone o Noto

cessi, che tutto prima il volse e scosse,

non s'accheta egli però: ma'l suono e'l moto

ritien dell'onde anco agitate osse[1121]:

  

pero a lo que se me alcanza, el valor y las fuerzas de ese dios se reconocen más vivos y animados en la pintura de la poesía que en su propia esencia:


Et versus digitos habet[1122]:


aquélla representa no sé qué aspecto más amoroso que el amor mismo. Venus no es tan hermosa por entero despojada de vestiduras, viva y palpitante, como lo es aquí en Virgilio:


Dixerat; et niveis hinc atque hinc diva lacertis

cunctantem amplexu molli fovet. Ille repente

accepit solitam flammam, notusque medullas

intravit calor, et labefacta per essa cucurrit:

non secus atque olim tonitru quum rupta corusco

Ignea rima micans percurrit lumine nimbos.

. . . . . . . . . . . . . . . . .Ea verba locutus,

optatos dedit amplexus, placidumque petivit

conjugis infusus gremio per membra soporem.[1123]


Me parece que la pinta algún tanto conmovida tratándose de una Venus marital. En este prudente comercio los apetitos no se muestran tan juguetones; son más bien sombríos y mortecinos. El amor detesta el mantenerse por otras causas diferentes de las que en él mismo encuentra, y se mezcla flojamente en las uniones que bajo otro título son enderezadas y alimentadas, como la de matrimonio: la alianza y los medios pesan por razón tanto o más que las gracias y la belleza. Dígase lo que se quiera, no se casa uno por sí mismo; en igual grado ejecuta por la posteridad y la familia; la costumbre y el interés del matrimonio tocan a nuestro linaje bien lejos por cima de nosotros; por eso me place el que sea gobernado mejor por tercera mano que con el apoyo de las propias, y por el sentido ajeno mejor que por el suyo. ¿Cuán distinto no es todo esto de los tratos amorosos? De suerte que constituye una especie de incesto el ir empleando en ese parentesco venerable y consagrado los esfuerzos y extravagancias de la licencia amorosa, como me parece haber dicho en otra parte[1124]. «Es preciso, dice Aristóteles, tocar a la mujer propia con severidad y prudencia, no sea que cosquilleándola con lascivia extremada el placer la eche fuera de los linderos de la razón.» Lo que el filósofo dice tocante a la conciencia, emítenlo los médicos en beneficio de la salud corporal, sentando, que un placer excesivamente caluroso, voluptuoso y asiduo, adultera la semilla e imposibilita la concepción». Dicen, además, «que en un enlace languidecedor, como el del matrimonio lo es por naturaleza, para llenarlo de un calor fértil y cabal, precisa practicarlo raramente y al cabo de largos intervalos».


Quo rapiat sitiens Venerem, interiusque recondat.[1125]


Yo no veo otros matrimonios que más temprano se trastornen que los encaminados por la belleza y deseos amorosos. Han menester, para su sostenimiento, de fundamentos más sólidos y constantes y marchar con circunspección suma: el entusiasmo hirviente los disgrega.

Los que creen honrar el matrimonio juntando a él el amor, hacen a mi ver cosa parecida a la de aquellos que para favorecer la virtud sostienen que la nobleza no es diferente a la virtud. Cosas son que algún tanto se avecinan, pero entre ellas hay diversidad grande, y a nada conduce el trastornar sus nombres y sus títulos; confundiéndolas, se perjudican una y otra. Es la nobleza una bella cualidad con razón considerada como tal, mas como quiera que su descendencia es ajena y puede además caer en un hombre vicioso e insignificante, sus méritos quedan muy por bajo de los que en la virtud se suponen. Si virtud es, un artificio visible la preside, puesto que depende del tiempo y la fortuna; según las regiones varía su forma, es viviente y mortal; como el río Nilo carece de nacimiento; es genealógica y común; de consecuencias y símiles; de consecuencia sacada y de consecuencia bien débil. La ciencia, la fuerza, la bondad, la riqueza, la hermosura todas las demás buenas prendas están sujetas a comunicación y comercio; ésta se consume en sí misma y de ningún uso sirve el servicio ajeno. Proponíase a uno de nuestros reyes la elección entre dos competidores al mismo cargo, de los cuales uno era gentilhombre y el otro no: el rey ordenó que sin consideración de esa calidad se optara por el que tuviese mayores méritos; pero que allí donde el valor fuera idéntico, la nobleza se respetase. Con este proceder se la colocaba en su verdadero rango. Antígono contestó a un joven desconocido que le pedía el cargo que su padre, hombre de valer, acababa por la muerte de abandonar: «Amigo mío, repuso Antígono, en estos beneficios no miro tanto la nobleza de mis soldados como pongo a prueba sus merecimientos.» Y en verdad no debe acontecer lo que con los oficiales de los reyes de Esparta (trompetas, músicos, cocineros), a quienes sus hijos sucedían en sus cargos, por ignorantes que fueran, atropellando a los mejor experimentados en el oficio. Los habitantes de Calcuta hacen de los nobles una especie por cima de la humana: el matrimonio les está prohibido y toda otra profesión que no sea la de las armas; pueden tener cuantas concubinas apetezcan y lo mismo rufianes las mujeres, sin que los contrincantes sientan celos los unos de los otros, pero constituye un crimen capital e irremisible el acoplarse con persona de distinta condición que la propia; y se consideran ensuciados con ser solamente tocados al pasar por la calle, y como su nobleza se sienta injuriada y mancillada hasta el último límite, matan a los que un poco se les acercan. De suerte que los villanos están obligados a gritar andando, como los gondoleros de Venecia, al recorrer las calles, para no entrechocarse con los nobles, los cuales les ordenan recogerse en el barrio que quieren, con lo que aquéllos evitan la ignominia que consideran como perpetua, y éstos una muerte irremisible. Ni el transcurso de los lustros, ni el favor del príncipe, ni ningún género de profesión, virtud o riqueza, puede convertir en noble a un plebeyo, lo cual contribuye la costumbre de que los matrimonios están prohibidos entre gentes de distinta profesión; un joven descendiente de zapateros no puede casarse con la hija de un carpintero, y los padres están obligados a encaminar a sus hijos a sus oficios respectivos y no a otros, por donde todos mantienen la distinción y conservación de su fortuna.

Un cumplido matrimonio, de existir, rechaza la compañía y condiciones del amor y trata de representar las de la amistad. Constituye una dulce sociedad de vida, llena do constancia, de confianza y de un número infinito de oficios, útiles y sólidos y de obligaciones mutuas. Ninguna mujer que de semejante unión saborea las delicias,


Optato quam junxit lumine taeda[1126],


quisiera ocupar el lugar de concubina para con su marido. Aun en la afección de éste como mujer está acomodada, lo está más honrosa y seguramente. Aun cuando en otra parte se enternezca y debilite, que se le pregunte entonces mismo «a quién preferiría mejor que aconteciera una deshonra, de entre su mujer o su amada, y de quien el infortunio más lo afligiría, y para quién mayores bienandanzas apetece». La respuesta de estas cuestiones no deja ninguna duda en los matrimonios sanos.

El que tan pocos se vean buenos es signo de su valer y elevado precio. Bien acondicionado y considerado, nada hay más hermoso en la sociedad humana: de él no podemos prescindir, pero sucesivamente vamos envileciéndolo. Ocurre con el matrimonio lo que con los pájaros enjaulados: a los que están por fuera aflige la idea de meterse dentro, y los que están encerrados arden en deseos de escapar. Preguntado Sócrates por lo que ofrecía mayor ventaja, si tomar mujer o no tomarla: «Cualquiera de los dos partidos, dijo, es causa de arrepentimiento.» Es un convenio al que a maravilla cuadra la sentencia de Homo homini, o deus o lupus[1127]; precisa el concurso de cualidades múltiples para edificarlo. Y ocurre en los tiempos en que vivimos que mejor se aviene con las almas sensibles y vulgares, las cuales los deleites, la curiosidad y ociosidad no trastornan tanto como a las otras. Los humores que cual el mío son desordenados, los que detestan toda suerte de lazos y de obligación no se acomodan tan bien;


Et mihi dulce magis resoluto vivere collo.[1128]


Por inclinación natural hubiera huido de elegir ni aun la Cordura misma por esposa, si la cordura lo hubiera deseado; mas es inútil cuanto digamos: la costumbre y los usos de la vida ordinaria nos arrastran. La mayor parte de mis acciones se gobiernan por el ejemplo, no por deliberación; francamente hablando yo no me convidé propiamente, me invitaron, y fui empujado por ocasiones extrañas, pues no ya las cosas incómodas, sino ninguna hay por fea, viciosa y evitable que convertirse no pueda en normal, merced a alguna condición y accidente: ¡hasta tal punto la humana condición es endeble! Fui, como digo, llevado y peor preparado entonces y de peor gana que al presente, después de haberlo experimentado. Licencioso y todo como se me juzga, he observado, sin embargo, con mayor severidad las leyes del matrimonio, de lo que me había prometido y esperaba. No es ya tiempo de cocear cuando uno se dejó uncir voluntariamente: es preciso con toda prudencia gobernar su libertad, y luego de sometidos a la obligación es preciso mantenerse bajo las leyes del deber común, o esforzarse al menos para cumplirlas. Los que contraen matrimonio para menospreciar y odiar, proceden con injusticia e incómodamente; este hermoso precepto que entre ellas veo correr de boca en boca, a la manera o oráculo sagrado:


Sers ton mary comme ton maistre,

et t'en garde comme d'un traistre,


que significa: «Condúcete con él con reverencia forzada, enemiga y desconfiada», grito de guerra y provocación, es semejantemente injurioso y difícil. Yo soy demasiado blando para cumplir un designio tan espinoso. A decir verdad, no he llegado a ese grado de perfecta habilidad y de galantería de espíritu necesarios para confundir la razón con la injusticia, y para poner en ridículo todo orden y toda regla que no concuerde con mis deseos: por odiar la superstición no me lanzo incontinente en la irreligión. Si constantemente no se cumple con los deberes, al meno precisa siempre amarlos y acatarlos. Constituye una traición el casarse sin compenetrarse. Pasemos adelante.

Representa nuestro poeta un matrimonio henchido de armonía y bien avenido en el cual, sin embargo la lealtad no abunda. ¿Quiso decir que no es imposible, entregarse en brazos del amor y reservar al mismo tiempo algún deber para con el matrimonio, y que puede herírsele sin llegar a romperlo por completo? Tal criado estafa a su amo a quien por ello no detesta. La belleza, la oportunidad, la fatalidad, pues también aquí pone la mano,


Fatum est in partibus illis

quas sinus abscondit: nam, si tibi sidera cessent,

nil faciet longi mensura incognita nervi[1129],


lanzáronla en brazos de un extraño, mas acaso no tan enteramente que no pueda guardar algún lazo por donde mantenerse unida a su marido. Son dos designios, que tienen caminos distintos imposibles de confusión: una mujer puede entregarse a un individuo de quien en modo alguno hubiera querido ser esposa, y no ya por las condiciones de fortuna, sino por la índole personal. Pocos se casaron con amigas que no se hayan arrepentido luego; y hasta en el otro mundo, ¡qué malas migas hicieron Júpiter y su mujer, a quien aquél había practicado y disfrutado de antemano por amores pasajeros! Esto es lo que se llama ensuciarse en el cesto para después encasquetárselo. En mi tiempo me he visto, y en algún lugar privilegiado, curar vergonzosa y deshonestamente el amor con el matrimonio: los procedimientos son muy otros. Podemos amar sin ligarnos dos cosas diversas y que se contrarían. Decía Isócrates que la ciudad de Atenas gustaba a la manera de las damas a quienes se sirve por amor; todos apetecían pasearse por ella para distraerse, pero nadie la amaba para casarse, es decir, para habituarse y domiciliarse. He visto con desconsuelo maridos que odiaban a sus mujeres. Por el solo hecho de engañarlas; al menos no es necesario quererlas menos por razón de nuestras culpas; siquiera el arrepentimiento y la compasión deben en más caras convertímoslas.

Fines son diferentes y sin embargo compatibles en algún modo, dice el poeta: El matrimonio tiene de su parte la utilidad, la justicia, el honor y la constancia es un placer llano pero general: El amor se fundamenta únicamente en el placer y en verdad lo posee más cosquilloso, vivo y agudo; es un placer que la dificultad atiza; el amor ha menester de abrasamientos picaduras, y ya no es tal si carece de flechas y de fuego. La liberalidad de las damas es demasiado pródiga en el matrimonio y embota el filo de la afección y el del deseo: para huir este inconveniente ved el remedio que adoptaron en sus leyes Platón y Licurgo.

Las mujeres no obran mal cuando rechazan las reglas de la vida en la sociedad corrientes, puesto que son los hombres quienes sin el concurso de ellas las forjaron. Entre ellas y nosotros existen naturalmente querellas y dificultades: y hasta la más íntima unión que con ellas nos sea dable mantener es de índole tempestuosa y tumultuaria. Según el parecer de nuestro autor, tratámoslas inconsideradamente en este particular. Luego que venimos en conocimiento de que son, sin comparación, más capaces y ardientes que nosotros en los efectos del amor, como lo testimonió aquel sacerdote de la antigüedad, que fue unas veces mujer y hombre otras,


Venus huic erat utraque nota[1130];


y luego que supimos por propia confesión la prueba que hicieron en lo antiguo, en diversos siglos, un emperador y una emperatriz romanos, maestros consumados y famosos en esta labor (él[1131] desdoncelló en una noche a diez vírgenes sármatas, sus cautivas, pero ella[1132], proveyó cumplidamente, también en una noche, a veinticinco sitiadores, cambiando de compañía según sus necesidades y apetitos),


Adhuc ardens rigidae tentigine vulvae,

et lassata viris, nondum satiata, recessit[1133];


y que sobre la querella sobrevenida en Cataluña entre una mujer que se quejaba de los empujes demasiado asiduos de su marido, no tanto a mi ver por sentir desaliento (pues de dos milagros sólo creo en los que la fe nos impone), como por coartar con este pretexto y reprimir la libertad, en aquello mismo que constituye la acción fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos hacia sus mujeres, y para mostrarnos que sus ojerizas y malignidades van más allá del echo nupcial pisoteando las gracias y dulzuras de la misma Venus; a la cual queja el marido, hombre verdaderamente brutal y desnaturalizado, repuso que hasta en los días de ayuno no era capaz de pasarse sin diez arremetidas. Intervino con motivo del litigio el notable decreto de la reina de Aragón según el cual, después de madura reflexión del Consejo, esa buena soberana ordenó, como límites razonables y necesarios, el número de seis por día para dar así regla y ejemplo en todo tiempo de la moderación y modestia requeridas en un cabal matrimonio aflojando y descontando mucho de la necesidad y deseo, de su sexo, «para dejar sentada, decía, una solución fácil, y por consiguiente permanente e inmutable»; por lo cual los doctores observaron: «¡Cuáles no serán el apetito y la concupiscencia femeninas, puesto que su razón, enmienda y virtud se tasan en ese precio!» considerando la diversa apreciación que nuestros apetitos les merecían. Solón, patrón de la escuela legista, no admite más que tres desahogos mensuales para no llegar al hartazgo en la frecuentación conyugal. Después de haber prestado crédito a todo esto y de haberlo igualmente predicado, fuimos a aplicar a las mujeres la continencia como patrimonio, y a castigar la falta de ella con las últimas y extremas penas.

Ninguna pasión tan avasalladora como ésta, a la cual queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un vicio de su medida, sino como a la abominación y a la execración, más todavía que a la irreligión y al parricidio, mientras los hombres nos entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Aquellos de entre nosotros que intentaron calmarla confesaron de sobra la dificultad, o más bien la imposibilidad que para ello encontraron, usando de remedios materiales con que sofrenar, debilitar y refrescar el cuerpo: nosotros, por el contrario, las queremos sanas, vigorosas y en buen punto; bien nutridas y castas juntamente, es decir, ardorosas y frías, pues el matrimonio, que a nuestro dictamen tiene a cargo impedirlas arder, las procura escaso refrescamiento dadas nuestras costumbres; y si aciertan a dar con un hombre en quien el vigor de la edad bulle todavía, ese mismo se gloriará de esparcirlo por otra parte:


Sit tamdem pudor; aut eamus in jus;

multis rnentula millibus redempta,

non est haec tua, Basse; vendidisti[1134];


Polemón el filósofo fue equitativamente llevado ante la justicia por su esposa, por el motivo de ir sembrando en terreno estéril el fruto debido al campo genital; y no hablemos de los vejestorios que se unen con mujeres jóvenes pues éstas en pleno matrimonio son de condición peor que las vírgenes y las viudas. Considerámoslas como bien provistas porque tienen un hombre junto a ellas, como los romanos tuvieron por violada a la vestal Clodia Laeta a quien Calígula se acercara, aun cuando luego se probase que ni siquiera la había tocado. Ocurre precisamente todo lo contrario, pues por aquel medio se recarga su necesidad, por cuanto el rozamiento y compañía del macho hacen despertar el calor que en la soledad permanecería más sosegado; y verosímilmente, por esta causa de que su castidad recíproca fuera más meritoria, Boleslao, y Kinye, su esposa, reyes de Polonia, hicieron de ella voto de común acuerdo estando juntos en el lecho el día mismo de sus bodas, manteniéndola en las barbas mismas de los goces maritales.

Educámoslas desde la infancia para el juego del amor: sus gracias, sus adornos, su ciencia, sus palabras, toda su instrucción miran únicamente a ese fin. Sus gobernantas no las imprimen cosa distinta del semblante amoroso con sólo representárselo constantemente para que lo odien. Mi hija (es todo cuanto poseo en punto a criaturas) se encuentra en la edad en que las leyes consienten casarse a las más ardientes; es de complexión tardía, fina y delicada, y ha sido educada por su madre por el mismo tenor, conforme a los principios de una vida retirada y encajonada, tanto que apenas comienza ahora a desembobarse de la simpleza infantil. Como leyera un día en mi presencia un libro francés, tropezó con la palabra fouteau[1135], nombre de un árbol conocido, y la señora a cuyo cargo está encomendada la detuvo de pronto con alguna brusquedad, haciéndola deslizar por encima de este mal paso. Yo no me hice cargo de la cosa por no trastornar sus disciplinas, pues en manera alguna me inmiscuyo en esa receptiva: el gobernamiento femenino sigue una marcha misteriosa que precisa dejar a las mujeres encomendadas; pero si no me engaño, diré que ni siquiera el comercio de seis meses consecutivos con veinte lacayos juntos hubiera sabido imprimir en su fantasía la inteligencia, el uso y todas las consecuencias del sonido de esas sílabas criminales, como lo hizo la buena anciana con su reprimenda y prohibición.


Motus doceri gaudet Ionicos

matura virgo, et frangitur artubus

jam nunc, et incestos amores

de tenero meditatur ungui.[1136]


Que las damas prescindan algún tanto de la ceremonia; que sean libres en el hablar; nosotros somos unas pobres criaturas comparadas con ellas en esta ciencia. Oídlas representar nuestros perseguimientos y nuestras conversaciones, y os harán creer, a no caber la menor duda, que nosotros no las enseñamos nada que ya no supieran y hubieran digerido sin nuestro concurso. ¿Será verdad lo que Platón afirma, o sea que antes que mujeres fueron jóvenes desenfrenados? Mi oído se encontró un día en lugar donde pudo atrapar un poco de la charla que entre ellas sostienen cuando creen que nadie las oye. ¡Que no pueda yo decir lo que oí! ¡Santo Dios! (exclamé yo), vamos ahora a estudiar las frases de Amadís y las de mis registros de Bocaccio y el Aretino, para no quedar deslucidos. ¡Bonito modo tenemos de emplear nuestro tiempo! No hay palabra, ni ejemplo, ni acción que no conozcan mejor que nuestros libros: es esta una ciencia que germina en sus venas,


Et mentem Venus ipsa dedit[1137],


y que esos buenos preceptores que se llaman naturaleza, juventud y salud soplan constantemente en su alma; no tienen necesidad de aprenderla, porque la engendran


Nec tantum niveo gavisea est ulla columbo

compar, vel si quid dicitur improbius,

osenta mordenti semper decerpere rostro,

quantum praecipue multivola est mulier.[1138]


Si no se detuviera algo sujeta esta natural violencia de sus deseos por el temor y honor de que se las ha provisto, nos difamarían. Todo el movimiento del universo se resuelve y encamina a este acoplamiento; es una materia infusa por doquiera, y un centro al cual todas las cosas convergen. Todavía se ven ordenanzas de la antigua y prudente Roma, cuya misión era reglamentar el amor; y los preceptos de Sócrates para instrucción de las cortesanas:


Necnon libelli stoici inter sericos

jacera pulvillos anant[1139]:


Zenón entre sus leyes reglamentaba también los esparrancamientos y sacudidas del desdoncellar. ¿Qué espíritu informaba el libro de la conjunción carnal, del filósofo Estrato? ¿De qué trataba Teotrasto en los que intituló, uno el Amoroso y otro del Amor? ¿De qué Aristipo en el suyo de las Antiguas Delicias? ¿Adónde van a parar las descripciones tan amplias y vivientes que hace Platón de los amores más arriesgados de su tiempo? ¿Y el libro el Amoroso de Demetrio Falereo? ¿Y Clinias, o el Amoroso forzado, de Heráclito Póntico? ¿Y Antístenes en el procrear hijos o de las Bodas, y en otro que llamó del Maestro, o del Amante? ¿Y el que Aristo nombró de los Ejercicios amorosos? ¿Y, en fin, los de Cleanto, uno del Amor y otro del Arte de amar; los Decálogos amorosos, de Sfereo; la fábula de Júpiter y Juno, de Crisipo, que llega al colmo de la desvergüenza, y sus cinco epístolas impregnadas de lascivia? Y todo esto, dejando a un lado los escritos de los filósofos que siguieron la secta epicúrea, protectora de los placeres. Cincuenta deidades fueron en lo antiguo protectoras del oficio de desdoncellar, y nación hubo donde para adormecer la concupiscencia de los devotos, había prestas en las iglesias doncellas y muchachos para ser disfrutados, siendo una parte de la ceremonia el servirse de ellos antes de comenzar los oficios: nimirum propter continentiam incontinentia necessaria est; incendium ignibus exstinguitur[1140].

Esta parte de nuestro cuerpo fue deidificada en casi todo el mundo. En una misma provincia los unos se la desollaban para ofrecer y consagrar un fragmento de ella; los otros consagraban y ofrecían su semilla. En algunos sitios los jóvenes se la atravesaban en público, oradaban diversos puntos entre cuero y carne, y por estas aberturas hacían asar palillos, los más gruesos y largos que podían sufrir; luego encendían lumbre con ellos para ofrenda a sus dioses, y eran considerados como flojos e impuros si la fuerza de ese dolor cruento los transía. En algunas regiones el magistrado más reverendo alcanzaba dignidad sagrada por sus órganos, y en algunas ceremonias la efigie era llevada pomposamente en honor de diversas divinidades. Las damas egipcias en la fiesta de las Bacanales llevaban colgado al cuello un falo de madera minuciosamente trabajado, pesado y grande, cada una según su resistencia; además la imagen de su dios ostentaba uno que sobrepujaba en longitud el resto del cuerpo. Las mujeres casadas, no lejos de mi comarca, forjan con su cofia una figura que cae sobre su frente para gloriarse del placer que las procura, y en llegando a la viudez a echan atrás enterrándola bajo su peinado. En Roma las matronas más prudentes se honraban ofreciendo flores y coronas a Priapo, y sobre las partes menos honestas de este dios hacían sentar a las vírgenes en la época de sus bodas. No estoy seguro, pero se me figura haber visto en mi tiempo una ceremonia parecida. ¿Qué significaba esa ridícula pieza en los calzones de nuestros padres, que todavía se ve en los suizos de la guardia real? ¿Y la nuestra que aun en el día presentamos con todos sus contornos, bajo nuestros gregüescos, y lo que aún es más de lamentar, que abultamos más allá de sus medidas por impostura y falsedad? Ganas me dan de creer que esta suerte de vestidura fue ideada en los mejores y más honrados siglos para no engañar a las gentes; para que cada cual mostrase en público lo que particularmente presentaba, y los pueblos más sencillos en sus usos lo ostentan, todavía sin aumentos. Entonces se enseñaba la ciencia de medir y vestir este órgano, como hoy, miden, visten y calzan el brazo y el pie. Aquel buen hombre que en mi juventud castró tantas hermosas y antiguas estatuas en la gran ciudad donde vivía para no corromper la vista de las gentes, siguiendo el parecer de este otro antiguo hombre bueno,


Flagitii principium est, nudare inter cives corpora[1141],


debió tener en cuenta que en los misterios de la buena diosa toda apariencia masculina permanecía oculta, e igualmente que con su cruenta medida nada conseguía si no castraba igualmente a los caballos, a los asnos y, en fin, a la naturaleza toda:


Omme adeo genus in terris, hominumque, ferarumque,

et genus aequoreum, pecudes, pictaeque volucres,

in furias ignemque ruunt.[1142]


Los dioses, dice Platón, nos proveyeron de un órgano desobediente y tiránico que, como animal furioso, se obstina por la violencia de sus apetitos en someterlo todo a su imperio; lo propio acontece a las mujeres con el suyo: cual animal glotón y ávido, si se le niegan los alimentos en el momento en que los ha menester, se encoleriza por no admitir espera, y exhalando su rabia espumante en el cuerpo de aquélla, obstruye los conductos y detiene la respiración, causando mil suertes de males, hasta que habiendo absorbido el fruto de la sed común, fue regado copiosamente y sembrado el fondo de su matriz.

De suerte que debió advertir también el castrador de estatuas que acaso sea una más honesta y fructuosa costumbre hacer a las mujeres tempranamente conocer el natural a lo vivo, que dejarlas adivinarlo según la libertad y el calor de su fantasía; en lugar de las partes auténticas sustituyen ellas por deseo y esperanza otras que son tres veces mayores; uno a quien yo conocí se perdió por haber hecho el descubrimiento de las suyas cuando no estaba todavía en posesión de ponerlas en su uso más serio y conveniente. ¿Qué trastornos no ocasionan esas enormes pinturas que los muchachos van esparciendo por los pasillos y escaleras de las casas reales? De aquí nace el cruel menosprecio con que miran nuestra medida natural. ¿Quién sabe si Platón al ordenar, siguiendo el ejemplo de otras repúblicas bien instituidas, que hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se presentaran desnudos los unos delante de los otros en sus gimnasios, tuvo presente lo que al principio dije? Las indias, que ven a los hombres en pelota, refrescaron al menos el sentido de la vista; y digan lo que quieran las mujeres del dilatado reino del Pegu, las cuales por bajo de la cintura no tienen para cubrirse sino una banda de lienzo hendida por delante, tan estrecha, que por mucho decoro que quieran guardar a cada paso muestran sus partes al descubierto, en punto a afirmar que esto es una invención ideada con el fin de atraer los hombres y acercarlas los machos, a los cuales ese país está por completo abandonado, podría decirse que con semejante vestidura pierden más que ganan, y que un hambre entera es más ruda que la que se calmó al menos con los ojos. Por eso Livia decía «que para una mujer de bien un hombre desnudo en nada difiere de una imagen». Las lacedemonias, más vírgenes que nuestras hijas, veían a diario a los jóvenes de su ciudad despojados de ropas en sus ejercicios; ellas mismas eran poco minuciosas para cubrir sus muslos al andar, considerándolos, como Platón dice, sobrado ocultos con su virtud, sin cota ni malla. Pero aquellos otros, de quienes habla san Agustín, que pusieron en duda si las mujeres el día del juicio final resucitarán en su propio sexo o más bien en el nuestro, para no tentarnos todavía en aquel solemne momento, concedieron un maravilloso influjo de tentación a la desnudez. Se las adiestra, en suma, y encarniza por todos los medios imaginables; nosotros escaldamos e incitamos su imaginación sin tregua ni reposo y luego culpamos al vientre. Confesemos abiertamente la verdad; apenas hay ninguno de entre nosotros que no temiera más la deshonra que los vicios de su mujer le acarrean de lo que teme a los suyos propios; que no cuide más (¡extraordinario ejemplo de caridad!) de la conciencia de su buena esposa que de la suya propia; que mejor no prefiera ser, ladrón y sacrílego, y su mujer criminal y hereje, que el que ella ni fuera más casta que su marido: ¡inicuo modo de juzgar los vicio! Así ellas como nosotros somos capaces de mil corrupciones más perversas y desnaturalizadas que la lascivia; lo que ocurre es que cometemos y pesamos los vicios, no según su naturaleza, sino conforme a nuestro interés: por eso adoptan tantas formas desiguales.

El ansia de nuestros deseos convierte la aplicación de las mujeres a este vicio en más áspera y enfermiza de lo que es realmente la naturaleza misma de él, procurándole al par consecuencias peores de las que nacen de su causa. Mejor ofrecerán las damas ir a palacio a buscar fortuna y a la guerra nombradía, que conservar en medio de la ociosidad y de las delicias una cosa de tan difícil guardar. ¿No ven ellas que no hay comerciante, ni procurador, ni soldado que no abandonen su tarea para correr a esta otra, y al mozo de cordel y al zapatero remendón, rendidos de fatiga y aliquebrados por el trabajo y el hambre


Num tu, quae tenuit dives Achremenes,

aut pinguis Phrygiae Mygdonias opes,

permutare velis crine Licymniae,

plenas aut Arabum domos,

dum fragantia detorquet ad oscula

cervicem, aut facili saevitia negat,

quae poscente magis gaudeat eripi,

interdum napere occupet?[1143]


Yo no sé si las hazañas de César y Alejandro sobrepujan en rudeza la resolución de una joven hermosa educada a nuestro modo, a la luz y comercio del mundo, formada con el concurso de tantos ejemplos contrarios, y que se mantiene entera en medio de mil continuos y vigorosos perseguimientos. No hay quehacer tan espinoso como este no hacer, ni tampoco más activo; creo más fácil llevar coraza toda la vida que guardar la doncellez: y el voto de castidad lo considero como el más noble de todos, por ser el más penoso: Diaboli virtus in lumbis est[1144], dice san Jerónimo.

Efectivamente, el más arduo y vigoroso de los humanos deberes encomendámoslo a las damas, sustrayéndolas la gloria. Esto debe servirlas de singular aguijón para obstinarse, y de magnífico punto de apoyo para desafiarnos y pisotear la preeminencia vana de valer y virtud que sobre ellas pretendernos poseer: siempre encontrarán, si así lo quieren, la manera de ser, no sólo más estimadas, sino también más amadas. Un galán no abandona su empresa por ser repelido, siempre y cuando que se trate, de un repelimiento de castidad, no de elección. Inútil es que juremos, que amenacemos y que nos quejemos: no hay golosina semejante a la cordura cuando no es ruda ni huraña. Es estúpido y cobarde el obstinarse contra el odio y el menosprecio, pero ponerse frente a una resolución virtuosa y firme que va mezclada con una, voluntad reconocida, es el ejercicio de un alma noble y generosa. Pueden las damas reconocer nuestros servicios hasta cierto límite y hacernos experimentar honestamente que no nos menosprecian, pues esa ley que las ordena abominarnos porque las adoramos y odiarnos porque las amamos es cruel, aun cuando no sea más que por su dificultad. ¿Por qué no han de oír nuestras ofertas y peticiones en tanto que se mantengan dentro del deber y la modestia? ¿Qué importa el que se adivine que en su interior experimentan algún sentido más libre? Una reina de nuestro tiempo decía ingeniosamente «que rechazar esos asedios es testimonio de flaqueza, y acusación de la propia facilidad; y que una mujer no sitiada carecía de derecho para encomiar su castidad». Los límites del honor no son tan encajonados ni reducidos; pueden ensancharse y procurarse alguna libertad sin incurrir en culpa: más allá de sus fronteras se descubre una extensión libre, indiferente y neutra. Quien pudo franquearla y sujetar con la violencia hasta en su rincón y su fuerte, es un hombre desmañado cuando no se satisface de su andanza: el valor de la victoria se mide por la dificultad. Queréis saber el efecto que en su corazón produjeron vuestra servidumbre y vuestros méritos: tal puede más otorgar que se queda corto. La obligación del beneficio se relaciona por entero con la voluntad del que da; las otras circunstancias que acompañan al bien obrar son mudas, muertas y casuales: ese poco le cuesta más otorgarlo no todo a su compañera. Si en algún caso la rareza sirve de estimación, debe ser en el presente; no miréis lo poco que es, sino lo poco que hay: el valor de la moneda cambia según los sitios y lugares. Aunque el despecho y la indignación de algunos puedan hacerlos murmurar movidos por el exceso de su descontento, siempre la virtud y la verdad ganan de nuevo el lugar merecido. Yo he visto algunas cuya reputación fue largamente injuriada, colocarse en la estimación general de los hombres por virtud de su propia constancia, sin cuidados ni artificios; cada cual se arrepiente y se desmiente de lo que creyera; damas que fueron un tanto sospechosas ocupan luego el primer rango entre las de honor más acrisolado. Como alguien dijera a Platón: «Todo el mundo dice mal de vosotros.» «Dejadlos decir, repuso, viviré de suerte que los haga cambiar de manera de ver.» A pesar del temor de Dios y el premio de una gloria tan rara, la corrupción secula las fuerza, y si yo estuviera en su lugar nada haría menos que poner mi reputación en manos tan peligrosas. En mi tiempo, el placer de referir hazañas (cuya dulzura equivale al realizarlas) sólo era consentido a aquellos que tenían algún amigo fiel y único: al presente las conversaciones ordinarias de las asambleas y las de sobremesa constitúyenlas las jactancias de los favores recibidos y la secreta cualidad de las damas. En verdad es abyecto y declara bajeza de corazón el dejar así con altivez perseguir, encenagar y destrozar esas ingratas, tan indiscretas y tan sin seso.

Esta nuestra exasperación inmoderada e ilegítima contra el vicio de que hablo, nace de la más vana y tormentosa enfermedad que aflige a las humanas almas, que son los celos.


Quis vetat apposit lumen do lumine sumi?

Dent licet assidue, nil tamen inde perit.[1145]


Los celos y la envidia, hermana de ellos, se me antojan las más absurdas de la comitiva. De la segunda apenas si yo puedo decir nada: esa pasión que se pinta tan poderosa y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea loado, influencia alguna sobre mí. En cuanto a la otra, de vista la conozco al menos. Los animales la experimentan. Enamorado de una cabra el pastor Cratis, el cabrón le sorprendió dormido, y movido por los celos hizo chocar su cabeza contra la de su rival, despachurrándosela. Nosotros hemos llegado al último límite de esa fiebre, a imitación de algunas naciones bárbaras: las mejor disciplinadas fueron por los celos afectadas, lo cual es razonable, mas no transportadas:


Ense maritali nemo confossus adulter

purpereo Stygias sanguine tinxit aquas.[1146]


Luculo, César, Pompeyo, Catón, Marco Antonio y otros hombres honrados fueron cornudos, y lo supieron, sin que por ello excitasen ningún tumulto. Hacia la época en que esos varones vivieron, sólo hubo un individuo insulso, llamado Lépido, que sucumbió de celosa angustia:


Ah!, tum te miserum maliqui fati,

quem attractis pedibus, patente porta,

pecurrent raphanique mugilesque.[1147]


Y el dios de nuestro poeta, cuando sorprendió con su mujer a uno de sus compañeros, se contentó con avergonzarle por su hazaña,


Atque aliquis de dis non tristibus optat

sic fieri turpis[1148];


sin dejar, sin embargo, de encenderse por las blandas caricias con que la dama al galán brindaba, quejándose de que ella hubiera entrado en desconfianza de su afección:


Quid causas petis ex alto?, fiducia cessit

quo tibi, diva, mei?[1149]


y hasta llega la dama a solicitar licencia para engendrar un bastardo,


Arma rogo genitrix nato.[1150]


que le es liberalmente concedida. Vulcano habla con honor de Eneas,


Arma acri facienda viro[1151],


de una humanidad a la verdad más que humana, exceso de bondad que yo consiento el que a los dioses se arrebate:


Nec divis homines componier aequum est.[1152]


Por lo que toca a la confusión de hijo si aparte de que los legisladores más graves la aprueban y ordenan en todas sus constituciones, es cosa que a las mujeres no incumbe, en las cuales la pasión celosa es no sé cómo más sosegada:


Saepe etiam Juno, maxima caelicorum,

cunjugis in culpa flagravit quotidiana.[1153]


Cuando los celos se apoderan de las almas pobres, débiles y sin resistencia, compasión inspira el ver cómo las atormentan y tiranizan, y cuán cruelmente. Insinúanse so color de amistad, mas luego que en aquéllas prenden, las mismas causas que a la benevolencia servían de fundamento forman la raíz del odio capital. Entre todas las enfermedades del espíritu, es ésta a la que más cosas alimentan y nutren y la que menos remedios encuentra: la salud, la virtud, el mérito y la reputación del marido son la incendiaria tea de su mal talante y de su rabia:


Nullae sunt inimicitiae, nisi amoris, acerbae.[1154]


Esta fiebre corrompe y afea cuanto las damas tienen de hermoso y bueno; y de una mujer a quien los celos matan, por casta y hacendosa que sea, no hay acción que no respire el agrior y la importunidad; es una revolución rabiosa que las lanza a una extremidad en todo contraria a la causa que reconoce por origen; lo cual vemos bien comprobado por Octavio en Roma, quien habiendo pernoctado con Poncia Postumia, aumentó por el goce el amor que la profesaba y frenéticamente abrazó la idea de casarse con él; pero como no llegara a persuadirle ese amor extremo precipitó al amante a la más cruel y mortal de las enemistades, concluyendo por matarla. Análogamente los síntomas ordinarios de esa otra enfermedad amorosa son los odios intestinos, las cábalas y las conjuras:


Notumque furens quid femina possit[1155],


y una rabia que se corroe tanto más cuanto que se ve sujeta a encubrirse con pretextos de benevolencia.

Ahora bien; el deber que la castidad impone es por naturaleza amplísimo. ¿Es la voluntad lo que queremos que contraigan?. Ésta es de nuestro mecanismo una de las partes más flexibles y activas, poseedora de una prontitud demasiado rápida para que sea dable contenerla. ¡Cómo poder embridarla si los sueños las llevan a veces tan adentro que son ya incapaces de pararse? No reside en ellas ni acaso tampoco en la castidad misma, puesto que ésta es hembra, el defenderse contra las concupiscencias del deseo. Si su voluntad sólo es lo que nos interesa, ¿adónde vamos a parar? Imaginad la cosecha enorme que se procuraría quien tuviera el privilegio de ser conducido resistentemente armado, sin ojos y sin lengua en las manos de cada una que por amante le aceptara. Las mujeres de Escitia saltaban los ojos a todos sus esclavos y prisioneros de guerra para disfrutarlos, de una manera más libre y encubierta. En este punto la oportunidad es una ventaja inconmensurable. A quien me preguntara cuál es la primera condición del amor, yo le respondería que el saber acudir en tiempo oportuno; y lo mismo la segunda y la tercera: ésta es una circunstancia que lo puede todo. Frecuentemente, la fortuna dejó de serme favorable, mas otras mi iniciativa fue escasa: Dios preserve de mal a quien de ello es capaz de mofarse. En este siglo en que vivimos hay escasez de arrojo, lo cual nuestras jóvenes excusan so pretexto de calor ardiente, pero si de cerca lo consideraran, encontrarían que proviene más bien de menosprecio. Supersticiosamente temía yo inferir ofensa, pues respeto de buen grado lo que amo; y por otra parte quien de este comercio aleja la reverencia, borra a la par su lustre principal: yo gusto que niñeemos un poco; que nos mostremos temerosos y servidores rendidos. Si no por entero en este particular, por respectos distintos me dominan algunos resquicios de la vergüenza torpe de que habló Plutarco y por ella fui herido y manchado durante el curso de mi vida, lo cual constituye una cualidad que mal se aviene con mi común manera de ser. Así nos hallamos formados de cualidades que se contradicen y discrepan. Mis ojos son tan débiles para resistir un feo como para planificarlo, y me cuesta tanto solicitar del prójimo, que en las ocasiones en que el deber me forzó a experimentar la voluntad de alguien en cosa dudosa y de coste lo hice débilmente y de mala gana. Pero si a mí particularmente toca la comisión, aunque con verdad diga Homero «que para el indigente es torpe virtud la vergüenza», ordinariamente encomiendo a un tercero que enrojezca en mi lugar; y lo propio hago cuando alguno no emplea en dificultad semejante, de tal suerte que a veces me aconteció tener la voluntad de negar, mas la fuerza estuvo ausente.

Es, pues, locura intentar la sujeción en las mujeres de un deseo que las es tan hirviente y natural. Cuando las oigo enaltecerse de tener su voluntad tan virgen y tan fría, sonrío; ellas retroceden demasiado. Si se trata de una vieja decrépita y desdentada, o de una joven seca y ética, aunque del todo no sea creíble, al menos motivos tienen para declararlo. Mas aquellas que se mueven y todavía respiran empeoran la causa que defienden, por cuanto las inconsideradas excusas sirven de acusación; como sucedió a un gentilhombre de mi vecindad a quien de impotencia se sospechaba,


Languidior tenera cui pendens sicula beta

nunquam se mediam sustulit ad tunicam[1156],


tres o cuatro días después de sus bodas andaba jurando resueltamente que había efectuado veinte viajes la noche precedente, por donde procuró armas para que le convencieran de ignorancia supina, y para que le descasaran. Debe además tenerse presente que con aquellas bravatas nada se dice de consecuencia, pues no hay continencia ni virtud sin la lucha que a ellas nos encaminan. Verdad es, preciso es decirlo, mas yo no estoy presto a rendirme; los santos mismos hablan del mismo modo. Entiéndase de las que se alaban a ciencia cierta de frialdad e insensibilidad y quieren ser creídas mostrando serio el semblante; pues cuando éste es afectado, cuando los ojos desmienten las palabras y la jerga profesional produce un efecto contrario al que se apetece, la encuentro buena. Yo me inclino de buen grado ante la ingenuidad y la libertad; mas no hay término medio posible: cuando aquélla no es de todo en todo simplona e infantil, es inepta y sienta mala a las damas en este comercio, torciendo muy luego hacia la desvergüenza. Sus disfraces y sus gestos no engañan sino a los tontos. El mentir reside en lugar de honor: una vuelta es lo que nos conduce a la verdad por la puerta falsa. Si ni siquiera nos es dable contener su imaginación, ¿qué pretendemos de ella? Bastantes hay que escapan a toda comunicación extraña, por los cuales la castidad puede ser corrompida;


Illud saepe facit, quod sine teste facit[1157]:


y los que tememos menos son quizás los más temibles; sus pecados mudos son de entre todos los peores:


Offendor moecha simpliciere minus.[1158]


Efectos hay que pueden hacer perder el pudor sin impudor y, lo que es más singular todavía, sin que ellas mismas lo conozcan: obstetrix, virginis cujusdam integritatem manu cvelut explorans, sive malevolentia, sive inscitia, sive casu, dum inspicit perdidit[1159]: tal extravió su virginidad por haberla buscado; tal otra divirtiéndose la mató. No podríamos puntualmente circunscribirlas los actos que las prohibimos; es preciso que reciban nuestra ley envuelta en palabras generales e inciertas: la idea misma que nos forjamos de su castidad es ridícula, pues entre los ejemplos más relevantes que conozco figura Fatua, mujer de Fauno, quien no se dejó ver después de sus bodas de ningún macho, y la de Hierón, que no echaba de ver que a su marido le apestaba el aliento, considerando que ésa era una circunstancia común a todos los hombres: solicitamos que se conviertan en insensibles o invisibles para satisfacernos.

Ahora bien, confesemos que el nudo del juzgar en lo que con este deber toma reside principalmente en la voluntad. Maridos hubo que sufrieron este percance, no sólo sin censurar ni castigar a sus mujeres, sino con singular obligación y recomendación de la virtud de ellas. Tal que anteponía el honor a la vida prostituyó aquél al apetito desenfrenado de un mortal enemigo por salvar la existencia de su esposo, realizando por él lo que en modo alguno por sí misma hubiera hecho. No es esto lugar adecuado para esparcir ejemplos análogos; son sobrado elevados, y ricos en demasía para representarlos en el tenor como aquí escribo; guardémoslos para un sitial más noble. Mas por lo que toca a casos de significación menos grande, ¿no vemos a diario entre nosotros que por la sola utilidad de sus maridos se entregan? ¿y por orden y expresa intervención de ellos? En la antigüedad Faulio, el argiense, ofreció la suya al rey Filipo para saciar su ambición; y por cortesanía Galba puso la propia en brazos de Mecenas a quien éste había convidado a un festín: viendo que su mujer y él comenzaban a conspirar mediante ojeadas y señas, se dejó caer en el sofá como un hombre ganado por el sueño para volver la espalda a estos amores, lo cual confesó buenamente, pues habiendo en el instante mismo un criado tenido el arrojo de poner la mano en los vasos que en la mesa había, gritolo como si tal cosa: «¿Cómo se entiende, bribón? ¿no ves que sólo para Mecenas duermo?» Tal hay de costumbres desbordadas cuya voluntad es más enmendada que la de otra que se conduce bajo ordenada apariencia. Como vemos quienes se quejan de haber sido consagradas a la castidad antes de la edad en que penetrar pudieran el alcance de tal voto, encontramos también otras que se lamentan de haber sido lanzadas a la prostitución antes de comprender sus consecuencias. El vicio paternal puede ser la causa, o el empuje de la necesidad, que es dura consejera. En las Indias orientales la castidad era considerada como particularmente recomendable; la costumbre, sin embargo, consentía que una mujer casada pudiera abandonarse a quien la presentaba un elefante, y a más se añadía a ello alguna gloria por haber sido en tan alto precio estimada. Fedón, el filósofo, hombre honrado, después de la toma de su país de Elida, prostituyó y comerció con la belleza de su juventud mientras se mantuvo verde, con quien quiso, por dinero contante para procurarse medios de vivir. Y Solón, dícese que fue el primero en Grecia que por virtud de sus leyes concedió a las mujeres libertad a expensas del pudor, para socorrer las necesidades de su vida, costumbre que Herodoto dice haber sido recibida en algunas otras naciones. Y después de todo, ¿qué fruto se alcanza de la solicitud penosa que los celos nos acarrean? Por justicia que en esta pasión haya, precisa sabor además si útilmente nos conduce. ¿Hay alguien, que merced a los esfuerzos de su industria se crea capaz de tapiarlas?


Pone seram; cohibe: sed quis custodiet ipsos

custodes?, cauta est, et ab illis incipit uxori[1160]:


¿qué artimaña no las basta en un siglo tan competente?

La curiosidad es en todas las cosas instrumento vicioso, mas en este particular es pernicioso por añadidura: es locura querer darse cuenta de un mal para el cual remediar no hay medicina que no lo empeore y reagrave, del cual la vergüenza, se aumenta y publica principalmente por los celos, cuya venganza hiere más a nuestros hijos de lo que a nosotros nos alivia. Os secáis y morís en el inquirimiento de una comprobación tan tenebrosa. ¡Cuán lastimosamente llegaron a ella aquellos de mis conocidos que lograron tocarla! Si el advertidor no procura al par que la noticia su remedio y su socorro, el advertimiento es injurioso y merece mejor una puñalada que la negación del delito. No es objeto de burlas menores quien se encuentra apenado buscando la cansa de su deshonra que aquel que de todo la ignora. El carácter de la cornamenta es indeleble; a quien una vez le crecieron no se le caen jamás: el castigo más que los efectos lo declara. ¡Bueno es eso de querer arrancar de la sombra y de la duda nuestras desdichas privadas para trompetearlas en andamios trágicos! Errado proceder si los hay, puesto que estos males no punzan sino por la divulgación: buena esposa y matrimonio bueno se dice, no de quienes realmente lo son, sino de quienes las cualidades se callan. Es preciso ingeniárselas de suerte que se evite este molesto e inútil conocimiento; por eso los romanos acostumbraban al volver de viaje a enviar un emisario a sus casas a fin de anunciar su llegada a las mujeres para no sorprenderlas infraganti, y por eso en cierta nación se ha introducido el uso de que el sacerdote abra la senda a la desposada el día de sus bodas para apartar del recién casado la duda y la curiosidad de investigar este primer ensayo si la mujer viene virgen a sus manos o encentada de un amor extraño.

Mas de ello el mundo hace su comidilla. Conozco cien cornudos que son honradas gentes con indecencia escasa; un hombre cabal es por ello compadecido, mas no desestimado. Haced que vuestra virtud ahogue vuestra desdicha; que las gentes buenas la maldigan; que el que os ofendió se estremezca solamente de pensar en su delito. Y en último término, ¿de quién no se habla en este sentido, desde el más chico al más grande?


Tot qui legionibus imperitavit,

et melior quam tu multis fui, improbe, rebus.[1161]


¿No ves cómo se zambulle en este coronamiento en tu presencia a tantas gentes irreprochables? Piensa, y harás cuerdamente, que tú no eres excepción en otra parte. Pero, ¿qué más? Hasta las damas se burlarán. ¿Y de qué se mofan con más regocijo que de un hogar tranquilo y bien avenido? Cada uno de vosotros hizo cornudo a alguien, y sabido es que la naturaleza obra en todo de modo semejante, así en sus compensaciones como en sus vicisitudes. La frecuencia de este accidente debe desde ahora modificar su agriura: pronto lo veremos cambiado en costumbre.

¡Miserable pasión a cuyo amargor se junta todavía el dolor de ser incomunicable!


Fors etiam nostris invidit questibus aures[1162]:


pues ¿cuál será el amigo a quien osaréis comunicar vuestro duelo que si de él no se ríe no se sirva con palabras de encaminamiento e instrucción para tomar él mismo su parte en el botín? Así las dulzuras como los agriores del atrimonio, las gentes prudentes los guardan secretos; y entre las demás circunstancias importunas que le circundan, ésta, para un hombre lenguaraz como yo soy, es de las principales que la costumbre hizo indecorosa y de comunicar a nadie; lo que de ella se sabe como lo que con ella se siente.

Aconsejarías a ellas de igual modo para apartarlas de los celos sería tiempo perdido: su esencia nativa está tan impregnada de sospecha, de vanidad y de curiosidad que no hay que esperar el curarlas por vía legítima. Frecuentemente se enmiendan de este inconveniente por medio de una curación mucho más de temer que la enfermedad misma; pues así como hay encantamientos que no aciertan a desarraigar el mal sino echándolo sobre el prójimo, ellas lanzan fácilmente de la propia suerte esta liebre sobre sus maridos cuando la pierden. De todos modos, y a decir verdad, ignoro si de ellas puede sufrirse dolencia peor que el mal de celos: ésta es la más dañina de sus condiciones como de sus miembros la cabeza. Decía Pitaco «que cada cual tenía su motivo de trastorno; que la causa del suyo residía en la mala cabeza de su mujer: y que aparte de este mal se consideraría dichoso de todo en todo». Este es un inconveniente bien pesado merced al cual un personaje tan justo, prudente y valeroso sentía toda su vida enturbiada: ¿cómo no ha de agravarnos a nosotros, hombrecillos insignificantes como somos? El senado de Marsella obró cuerdamente al aplazar la aprobación a un individuo que solicitaba permiso de matarse para eximirse de las tormentas de su mujer, pues es un mal que jamás se desaloja sin arrancar el pedazo, y para el cual no hay otro remedio eficaz que la huida o la resinación aunque ambos sean difíciles. Aquél hablaba sabiamente que decía «que ni buen matrimonio se aderezará con la unión de una mujer ciega y un marido sordo».

Consideremos, además, que esta grande y violenta rudeza de obligación que las exigimos puede producir dos efectos contrarios a nuestro fin, a saber: el aguzar a los perseguidores y el trocar a las mujeres en más fáciles de entregarse; pues por lo que toca al primer punto, elevando el valor de la plaza ensalzamos igualmente el valor y el deseo de la conquista. ¿No será Venus misma quien haya así finalmente subido el precio de su mercancía por virtud del rufianismo de las leyes, conociendo cuán torpe diversión sería el amor si no se le hiciera valer por fantasía y carestía? En resumidas cuentas todo es carne de puerco que la salsa diversifica, como decía el huésped de Flaminio. Cupido es un dios traidor; su juego consiste en luchar contra la devoción y la justicia: su gloria estriba en que su poder vaya contra toda otra potencia y en que todas las demás reglas cedan el paso a las suyas;


Materiam culpae prosequiturque suae.[1163]


Y por lo que toca al segundo punto, ¿seríamos menos cornudos si temiéramos menos el serlo? según la complexión de las mujeres, pues la prohibición las incita y convida:


Ubi velis, nolunt: ubi nolis, volunt ultro[1164]:


Concessa pudet ire via.[1165]


¿Qué mejor interpretación encontraremos del caso de Mesalina? En los comienzos hizo cornudo a su marido de tapadillo, como se acostumbra ordinariamente; mas como manejara sus intrigas con facilidad sobrada por la estupidez ingénita de su esposo, menospreció de pronto su táctica; vedla entregarse al descubierto, confesar sus servidores, conversar con ellos y favorecerlos ante los ojos de todos: quería de este modo que su esposo lo advirtiera. Este animal, no acertando a despertarse con semejante estrépito, y convirtiéndola sus placeres en insípidos y blandos, merced a esa floja facilidad por la cual parecía autorizarlos y legitimarlos, ¿qué hizo ella? Mujer de un emperador vivo y rozagante, residiendo en Roma, teatro del mundo, en pleno medio día, mientras se celebraba una suntuosa fiesta pública, hallándose en compañía de Silio, de quien había disfrutado largo tiempo antes los favores, se casó un día que su marido se encontraba ausente de la ciudad. ¿No parece que se encaminaba hacia la castidad a causa de la indiferencia de su esposo? ¿O también que buscara otro marido que aguzara su apetito con sus celos y que resistiéndola le incitara? Mas la primera dificultad que encontró fue también la postrera: aquella bestia se despertó sobresaltada. Frecuentemente son más de temer estos sordos adormecidos: yo he visto por experiencia que este extremo sufrimiento, cuando viene a desatarse, ocasiona venganzas más rudas, pues incendiándose, de repente, la cólera y el furor se amontonan y confunden y todos sus esfuerzos estallan a la primera descarga,


Irarumque omnes effundit habenas[1166]:


hízola morir y a gran número de los que con ella habían vivido en inteligencia, hasta a alguno que no pudiendo más ella había convidado a visitar su lecho a correazos.

Lo que Virgilio dice de Venus y de Vulcano, Lucrecio lo había escrito mas adecuadamente de un goce a hurtadillas entre, aquella y el dios Marte:


Belli fera maenera Mavors

armipotens regit, in gremium qui saepe tuum se

rejici, aeterno devictus vulnere amoris;

***

pascit amore avidos inhians in te, dea, visus,

eque tuo pendet resupini spiritus ore:

hunc tu, diva, tuo recubantem corpore sancto

circumfusa super, suaveis ex ore loquelas

funde.[1167]


Cuando yo rumio estos vocablos: rejicit, pascit, inhians, molli, fovet, medullas, labefacta, pendet, percurrit[1168], y esta noble circumfusa, madre del gallardo infusus, menosprecio los menudos picotazos y alusiones verbales que nacieron luego. Aquellas buenas gentes no habían menester de quid pro quos agudos y sutiles: su lenguaje es todo lleno y robusto, de un vigor natural y constante: todos enteros son epigrama: no la cola solamente, sino la cabeza, el pecho y los pies. Nada hay en ellos de forzado, nada de lánguido; todo camina con tenor homogéneo: contextus virilis est; non sunt circa flosculos occupati[1169]. No es la suya una elocuencia blanda, solamente dulce y afluente, sino nerviosa y sólida. No place tanto como llena y arrebata más los espíritus más fuertes. Cuando yo veo esas valientes formas de explicarse, tan vivas y profundas no digo que eso sea bien decir, digo que es bien pensar. Es la gallardía de imaginación la que eleva y abulta las palabras: pectos est, quod disertum facit[1170]: nuestras gentes llaman juicio al lenguaje y expresiones hermosas a las concepciones plenas. Esa pintura es querida no tanto por la destreza de la mano, como por estar el objeto más vivamente grabado en el alma. Galo habla sencillamente porque concibe sencillamente; Horacio no se contenta con una expresión superficial, que le traicionaría: ve con claridad mayor y se interna más en las cosas; su espíritu abre y huronea todo el almacén de palabras y de figuras para representarse, y le precisan diferentes de lo ordinario, de la propia suerte que su concepción es distinta de lo ordinario. Plutarco dice que vio la lengua latina por las cosas: aquí acontece lo mismo: el sentido aclara y produce las palabras, no ahuecadas por el viento, sino formadas de carne y hueso, de manera que significan más de lo que dicen. Hasta los flacos de espíritu reconocen algún asomo de lo que digo, pues en Italia acertaba yo a expresar lo que me venía en ganas en términos comunes, mas en las conversaciones tendidas no hubiera osado fiarme en un idioma que yo era incapaz de plegar y perfilar de manera distinta a la ordinaria: quiero que en mis palabras haya algo que me pertenezca.

El manejo y el empleo de los buenos escritores avalora la lengua, no tanto innovándola como proveyéndola de más vigorosos y varios servicios, estirándola y plegándola. Si bien no traen palabras nuevas, enriquecen las propias, macizando y ahondando su significación, uso, enseñándole giros desacostumbrados, mas siempre de manera prudente e ingeniosa. Y cuan poco este ejercicio sea dado a todos, vese considerando tantos y tantos escritores franceses del Siglo en que vivimos, los cuales son suficientemente arrojados y desdeñosos para apartarse del camino hollado, pero la falta de invención y de discreción los pierde, y no vemos sino una miserable afectación de singularidad, disfraces fríos y absurdos que en lugar de elevar echan por tierra el asunto: siempre y cuando que acierten a poner el pie en la novedad, poco les importa o que con ella van ganando; por agarrar una palabra nueva, sueltan la ordinaria, más fuerte y más nerviosa.

En nuestra habla francesa encuentro material bastante, pero una poca escasez de giros, pues nada hay que no pudiera hacerse con la jerga de nuestras cazas, de nuestra guerra, fértil terreno y generoso del cual podrían obtenerse, cosechas excelentes. Las maneras de hablar, como las plantas, se enmiendan y fortifican mudándolas de lugar. Yo tengo nuestro idioma por suficientemente abundante, no por suficientemente vigoroso y manejable. Ordinariamente sucumbo ante una concepción poderosa: si camináis en una disposición tendida, sentís siempre que languidece bajo vosotros y se doblega. En su defecto, el latín se presenta a vuestro socorro, el griego a otros. De algunas de las palabras que acabo de escoger, advertimos más difícilmente la energía porque el uso y la frecuencia de las mismas las envilecieron en algún modo y trocaron en vulgar su gracia; de la propia suerte que en nuestro uso común tropezamos con frases y metáforas excelentes, cuya belleza se empaña y envejece y cuyo color se deslustra por el demasiado ordinario manejo. Pero esta circunstancia no hace que su exquisitez se pierda para los que tienen buen olfato, ni tampoco quita nada a la gloria de los antiguos autores que, como es verosímil, acreditaron los primeros esas frases.

Las ciencias tratan de las cosas con fineza demasiada, por modo artificial y diferente al común y natural. Mi paje se siente enamorado y se da cuenta de su pasión. Leedle a León Hebreo y a Ficin; de él se habla en esos libros, de sus pensamientos y acciones y, sin embargo, no entiende jota. Yo no encuentro en Aristóteles la mayor parte de mis anímicos movimientos ordinarios; allí se los cubrió y revistió con otro traje para el uso de la escuela: ¡quiera Dios que así hayan obrado cuerdamente los filósofos! Si yo perteneciera al oficio, naturalizaría el arte tanto como ellos artificializaron la naturaleza. Dejemos en calma a Bembo y Equícola.

Cuando yo escribo dejo a un lado la compañía y el recuerdo de los libros, temiendo que interrumpan mis ideas, pues me acontece que los buenos autores abaten demasiado mis fuerzas, quebrantando el vigor de que dispongo: imito gustoso el proceder de aquel pintor que, habiendo miserablemente representado unos gallos, prohibía a sus muchachos que dejaran acercarse a su taller ningún gallo natural. Mas bien habría yo menester, para entonarme un poco, echar mano de la invención del músico Antigénides, el cual, cuando ejecutaba, daba orden para que ante él o a sus espaldas, el auditorio fuera abrevado con la faena de cantores detestables. Mas de Plutarco me deshago difícilmente: es tan universal, tan cabal y tan cumplido, que en cualquiera ocasión, sea cual fuere el asunto extravagante que traigáis entre las manos, se ingiere en vuestra labor tendiéndoos una liberal e inagotable de riquezas y embellecimientos. Me contraría el que se vea tan expuesto al saqueo de los que le frecuentan, y, por poco que yo me acerque, no le dejo sin arrancarle muslo o ala.

Para realizar el cumplimiento de mi designio escribo en mi casa, en país salvaje, donde nadie me ayuda ni enmienda mis yerros, donde comúnmente no frecuento ningún hombre que entienda el latín de su paternóster y del francés algo menos. Mejor lo habría hecho en otra parte, pero entonces la labor hubiera sido menos mía, y el fin de ésta y su perfección principal consisten en que puntualmente mee pertenezca. Corregiría, sí, un error accidental, de los cuales estoy lleno, como quien escribe corriendo e inadvertidamente; mas las imperfecciones que son en mí ordinarias y constantes, sería traición el extirparlas. Cuando se me dice, o cuando yo mismo me digo: «Eres sobrado espeso en figuras; he aquí una palabra del terruño gascón; he aquí otra arriesgada (yo no huyo ninguna de las que se emplean en medio de las calles francesas; los que con las armas de la gramática quieren combatir su uso, se equivocan); he aquí un ignorante razonamiento, u otro paradojal, u otro sin pies ni cabeza, tú te burlas con frecuencia demasiada: se creerá que dices a derechas lo que simuladamente expresas.» En efecto, repongo, pero yo corrijo los defectos de inadvertencia, no los que me son habituales. ¿No es así como hablo generalmente? ¿Acierto de este modo a representarme con viveza? Esto me basta. Hice lo que me propuse: todo el mundo que reconoce en mi libro y a mi libro en mí.

Ahora bien; mi condición nativa es remedadora e imitatriz. Cuando yo me empleaba en componer versos (siempre los hice latinos), acusaban evidentemente el poeta a quien acababa últimamente de leer, y entre mis primeros Ensayos, algunos apestan un poco a lo extraño: en París hablo un lenguaje en algún modo distinto del que en Montaigne me sirvo. Quienquiera, a quien con atención considere, me imprime fácilmente algo suyo; aquello sobre lo que reflexiono lo usurpo: un continente torpe, un gesto desagradable, una manera de hablar inoportuna y ridícula. Los vicios más me trastornan; cuanto más me circundan, más se cuelgan en mí y no se alejan sin sacudida. Con mayor frecuencia se me ha visto jurar por similitud que por complexión: imitación mortal comparable a la de los horribles monazos, en grandeza y en fuerzas, que el rey Alejandro encontró en cierta región de las Indias, con los cuales hubiera sido difícil de otro modo acabar: mas ellos mismos procuraron el medio merced a esta inclinación de remedar cuanto veían hacer, por donde los cazadores determinaron calzarse con zapatos a su vista, con muchos nudos que los sujetaban, y cubrirse de pies a la cabeza con lazos corredizos y hacer con lo que untaban sus ojos con liga. Así perdió imprudentemente a estos pobres animales su condición remedadora, y todos fueron enyeseándose, enredándose y agarrotándose. Esa otra facultad de representar ingeniosamente los ajenos gestos y palabras, por propio designio, que a las veces procura placer y admiración, no reside en mí, que en esta habilidad soy comparable a un cepo. Cuando yo juro de mío, digo solamente ¡por Dios! que es el más derecho de todos los juramentos. Cuentan que Sócrates juraba por el perro; Zenón, con la interjección misma que emplean ahora los italianos que es cáppari; Pitágoras por el agua y el aire. Yo soy tan propenso a recibir sin pensarlo aquellas impresiones superficiales, que cuando tres días seguidos tengo en los labios la palabra Sire o Alteza, ocho días después se me escapan por las de Excelencia o Señoría; y lo que el día anterior dije por broma o divertimiento, lo repetiré al día siguiente con toda la seriedad posible. Por lo cual al escribir acojo de peor gana los argumentos trillados, temiendo tratarlos a expensa ajena. Toda razón es para mí igualmente fecunda; a acogerlas me impulsa el vuelo de una mosca, ¡y quiera Dios que ésta que aquí traigo entre manos no haya sido por mí adoptada por el ordenamiento de una voluntad tan inconsistente y volandera! Que yo comience por lo que me plazca, pues las materias se sostienen todas encadenadas las unas a las otras.

Pero mi alma me contraría porque ordinariamente engendra sus ensueños más profundos, más locos y que son más de mi agrado de una manera imprevista y cuando yo menos los busco; luego se desvanecen de repente, como no tengo donde sujetarlos. Asáltanme a caballo, en la mesa, en el lecho, pero con mayor frecuencia a caballo, pues en esta postura son más dilatados mis soliloquios. Mi hablar es un tanto delicadamente celoso de atención y de silencio cuando tengo necesidad de decir algo; quien me interrumpe me detiene. Cuando viajo, la necesidad misma de los caminos interrumpe la conversación; aparte de que en mis expediciones casi nunca voy con compañía adecuada a un hablar continuado, por donde me queda el vagar necesario para conversar conmigo mismo. Con estos soliloquios me sucede lo con los sueños: soñando los encomiendo a mi memoria (pues frecuentemente sueño que estoy soñando), mas al día siguiente, si bien me represento el color que mostraban como realmente era, alegre, triste o singular, no acierto a recordar cómo eran en lo demás, y cuanto más ahondo para descubrirlo, más lo incrusto en olvido. Lo propio me ocurre con las ideas fortuitas que me vienen a las mientes; de ellas no me queda en la memoria sino una vaporosa imagen: lo indispensablemente necesario para roerme y despecharme inútilmente en su perseguimiento.

Así, pues, dejando los libros a un lado, y hablando material y sencillamente, reconozco, después de todo, que el amor no es otra cosa sino la sed de ese goce en un objeto deseado; ni Venus cosa distinta que el placer de descargar los propios vasos, como el placer que la naturaleza nos procura en el desalojar los otros conductos, que se trueca en vicioso por inmoderación e indiscreción. Para Sócrates el amor es el apetito de generación por el intermedio de la belleza. Y muchas veces considerando la ridícula titilación de este placer; los absurdos movimientos locos y aturdidos con que agita a Zenón y a Cratipo; la rabia sin medida, el rostro inflamado de furor y crueldad ante el más dulce efecto del amor, y luego la tiesura grave, severa y estática en una acción tan loca; el que se hayan en el mismo lugar colocado confundidas nuestras delicias nuestras basuras, y el que la voluptuosidad suprema tenga, como el dolor, algo de transido y quejumbroso; al reflexionar sobre todo esto, creo que es verdad lo que Platón dice, o sea que el hombre por los dioses creado para servirles de juguete,


Quaenam ista jocandi

saevitia![1171]


y que para mofarse de nosotros naturaleza nos ha dejado la más alborotada de nuestras acciones, la más común, para igualarnos a las bestias y aparejarnos locos y cuerdos, hombres y animales. El más contemplativo y prudente de los hombres, cuando lo imagino en esta postura, considérolo como un farsante al alardear de prudente y contemplativo: las patas del pavo real son las que abaten su orgullo.


Ridentem dicere verum,

quid vetat?[1172]


Los que en medio de los juicos rechazan las opiniones serias, hacen al decir de alguien, como quien teme adorar la imagen desnuda de un santo. Nosotros, comemos y bebemos como los animales, pero ésas no son acciones que imposibilitan los oficios de nuestra alma; en ellas guardamos nuestra supremacía sobre los demás seres. Aquella coloca todo otro pensamiento bajo el yugo; embrutece y bestializa por su autoridad imperiosa toda la teología y filosofía que residen en Platón, y sin embargo éste no se queja por ello. En todo lo demás posible es guardar algún decoro; todas las otras operaciones capaces son de someterse a los preceptos de honestidad; ésta no se puede ni siquiera imaginar sino envuelta en el vicio o en la ridiculez: buscad para verlo un proceder discreto y prudente. Alejandro decía reconocerse, principalmente como mortal, por la necesidad de este acto y por el de dormir. El sueño sofoca y suprime las facultades de nuestra alma: la tarea las absorbe y disipa del propio modo. En verdad que la de que hablo es una marca no sólo de nuestra corrupción original, sino también de nuestra vanidad y disconformidad.

Por una parte naturaleza a ella nos empuja, habiendo juntado con este deseo la más noble, útil y grata de todas sus funciones, mientras nos consiente, por otra parte, acusarla y huirla como insolente y deshonesta, avergonzarnos de ella y recomendar el abstenernos. ¿No somos brutos en grado superlativo al llamar brutal a la operación que nos engendra? Los diversos pueblos, en lo tocante a religiones, coincidieron en diferentes prácticas como sacrificios, iluminaciones, incensamientos, ayunos, ofrendas y, entre otras ideas, en la condenación del acto amoroso: todas las opiniones coinciden en este particular, sin contar con el extendido uso de las circuncisiones, que es su castigo. Acaso seamos razonables al acusarnos de engendrar una cosa tan torpe como el hombre, al llamar acción vergonzosa y vergonzosas a las partes que a ello sirven (y en verdad que las mías son ahora vergonzosas y penosas). Los esenios (de los cuales habla Plinio) se mantuvieron sin nodriza ni mantillas durante algunos siglos gracias a los extranjeros, quienes, admirando su felicidad, acudían continuamente junto a ellos: todo un pueblo se expuso así a desaparecer mejor que frecuentar a las mujeres, y a perder la semilla humana antes que forjar un solo hombre.

Cuentan que Zenón no tuvo tratos con mujeres más que una sola vez en su vida y que fue sólo por pura cortesía, a fin de no dar a entender que menospreciaba el sexo con obstinación empeñada. Todos huyen la vista del nacimiento del hombre; todos corren para verle morir; para destruirle se busca un campo espacioso, en plena luz; para construirle un rincón, en un hueco tenebroso, lo más recogido que es dable hallarlo: es un deber ocultarse y avergonzarse para procrearle; es una gloria, y de ella emanan virtudes varias, exterminarle; lo uno es injuria, favor lo otro. Aristóteles afirma que bonificar a alguno vale tanto como matarle en cierto hablar de su país. Los atenienses, para colocar a igual nivel la desventaja de esas dos naciones, teniendo que purificar la isla de Delos y a la vez justificarse con Apolo, prohibieron que en el recinto de ella juntamente se enterrara y procreara. Nostri nosmet poenitet.[1173]

Hay naciones que se tapan al comer. Yo sé de una dama, de las de condición más relevante, también de esta manera de ser: opina que el mascar muestra un aspecto ingrato que rebaja mucho la gracia y belleza femeninas, y de buen grado no se presenta en público con ganas de comer. Sé de un hombre que no puede soportar el ver comer ni el que lo vean, y que huye de mejor gana toda compañía cuando se llena que cuando se vacía. En el imperio del turco se ven muchas gentes que para sobresalir sobre los demás no se dejan ver nunca en sus comidas. Los hay que no hacen más que una a la semana: que se rajan y cortan la faz y los miembros; que no hablan jamás a nadie; gentes fanáticas que creen rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose, que se enamoran de su menosprecio y se enmiendan empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus placeres son dura carga! Hay quien oculta su vida,


Exsilioque domos et dulcia limina mutant[1174],


apartándola de la vista de los demás hombres; quien evita el contento y la salud, como cosas perjudiciales y enemigas. No ya sólo muchas sectas, sino también muchos pueblos maldicen la hora de su nacimiento y bendicen la de su muerte: los hay que abominan la luz solar y adoran las tinieblas. No somos ingeniosos sino para maltratarnos. ¡Este es el verdadero fuerte de nuestro espíritu: instrumento útil para toda suerte de desórdenes y desarreglos!


O miseri!, quorum gaudia crimen habent.[1175]


¡Ah, pobre hombre! ¿No te basta con las incomodidades necesarias sin aumentarlas con el auxilio de tu propia invención? ¿Tu condición no es de sobra miserable por sí misma sin aumentarla con el apoyo del arte? Tienes sobradas fealdades reales y esenciales sin necesidad de forjarlas imaginarias. ¿Acaso te encuentras demasiado a gusto, puesto que la mitad de tu bienestar te incomoda? ¿Acaso consideras cumplidos todos los oficios necesarios a que naturaleza te obliga reconociendo que ésta permanece en ti falta y ociosa si no te lanzas a compromisos nuevos? Nada temes ofender sus leyes, universales e indudables, amarrándote a las tuyas, estrambóticas y falsas. Y cuanto éstas son inciertas y particulares y más contradichas, tú mantienes para con ellas tu esfuerzo. Las ordenanzas positivas de tu parroquia te ocupan y sujetan; la de Dios y la del mundo no te importan nada. Medita un poco sobre los ejemplos de esta consideración; tu vida está dentro de ellos comprendida.

Los versos de esos dos poetas[1176] tratan así, reservada y discretamente, de la lascivia, y tal como la tratan me parece que la descubren y aclaran más de cerca. Las damas cubren sus senos con una redecilla, los sacerdotes muchas cosas sagradas, los pintores solubrean su obra para comunicarla más lustre. Y dícese que el rayo de sol y la ráfaga de viento son de mayor efecto por reflexión que cuando sobre los objetos obran en derechura. El egipcio respondió prudentemente a quien le preguntaba: «¿Qué llevas ahí oculto bajo tu túnica?» «Lo llevo así a fin de que no sepas lo que es.» Pero hay ciertas cosas que se guardan para mejor mostrarlas. Oíd a éste, que es más abierto,


Et nudam pressi corpus ad usque meum[1177]:


paréceme que me castra. Que Marcial realce a Venus cuando guste, y no alcanzará a mostrarla tan cabal: quien todo lo dice nos sacia y nos asquea. Quien se expresa con cautela nos encamina a pensar en más de lo que dice; hay traición en esta especie de modestia, principalmente cuando, como éstos hacen, entreabren a la imaginación una hermosa senda. La acción y la pintura deben denunciar el resto.

El amor de los españoles y el de los italianos, más respetuoso y temeroso, más mirado y encubierto, es de mi gusto. Yo no sé quien, en lo antiguo, deseaba la garganta alargada como el cuello de las grullas, para saborear lo que tragaba más dilatadamente. Este deseo está más en su lugar en esta voluptuosidad apresurada y precipitada, hasta para las naturalezas como la mía, que no se distinguen por la prontitud. Para detener su huida y extenderla en preámbulos entre ellos, todo sirve de favor y recompensa: una ojeada, una inclinación, una sílaba, un signo. Quien pudiera cenar con el humo del asado, ¿no haría una preciosa economía? Es ésta una pasión que mezcla a bien poca cosa de esencia sólida una cantidad mucho mayor de vanidad y ensueño febriles: preciso es servirla y pagarla en la misma moneda. Enseñemos a las damas a hacerse valer, a estimarse, a que nos entretengan y a que nos engañen. Echamos el resto a las primeras de cambio, y en ello siempre va envuelta la franca impetuosidad. Haciendo hilas por lo menudo sus favores y esparciéndolos en detalle, cada cual, hasta la vejez más enteca, puede encontrar algo positivo conforme a su valor y a sus méritos. A quien no experimenta goce sino en el goce mismo, quien no gana, sino con el fin, quien sólo gusta de la caza cuando algo apresa, en nada le incumbe internarse en nuestra escuela: cuantas más gradas hay y más escalones, mayor alteza y honor mayor se encuentran al llegar al último peldaño. Deberíamos complacernos en ser conducidos como en los palacios magníficos se acostumbra, por diversos pórticos y pasajes, gratos y prolongados, por galerías y recodos. Esta economía en nuestros placeres trocaríase en ventaja propia; así nos detendríamos y nos amaríamos durante más largo tiempo: sin esperanza ni deseo caminamos y presto tocamos con la indiferencia. Nuestro señorío y posesión cabal las es temible a más no poder; en cuanto por completo se rinden a merced de nuestra fe y constancia, vienen a dar en una situación peligrosa. Son estas virtudes raras y difíciles: desde el instante en que nos pertenecen, nosotros ya no las pertenecemos;


Postquam cupidae mentis satiata libido est,

verba nihil metuere, nihil perjuria curant[1178];


y Trasónidas, joven griego, se mostró tan enamorado de su amor, que rechazó, habiendo ganado el corazón de una amiga, el gozar de sus favores para no amortiguar, saciar ni languidecer con el ejercicio del placer, el ardor inquieto con que se glorificaba y complacía. La carestía procura gusto a la carne: ved cuánto la usanza de las salutaciones, particular en nuestro país, bastardea por su facilidad la gracia de los besos, que Sócrates consideraba tan poderosa y peligrosa para robar nuestros corazones. Es una costumbre ingrata e injuriosa además para las damas, la de tener que verse obligadas a prestar sus labios a quienquiera que lleve tres criados en su séquito, por desagradable que sea,


Cujus livida naribus caninis

dependet glaces, rigetque barba...

Centum ocurrere malo culilingis[1179]:


y con ello nosotros mismos nada ganamos, pues conforme el mundo se ve repartido, por cada tres hermosas nos precisa, besar cincuenta feas, y para un estómago delicado, como los de mi edad suelen serlo, cada mal beso paga con usuras uno bueno.

Los italianos ofician de perseguidores y se muestran transidos hasta con aquellas mismas que se encuentran en venta, y defienden su manera de obrar diciendo: «Que hay grados en el placer, y que a cambio de servicios quieren para ellos alcanzar el más entero: ellas no venden sino el cuerpo; la voluntad no puede ser a subasta tasada, por ser demasiado libre al par que demasiado suya.» Así éstos dicen ser la voluntad lo que sitian, y tienen razón: la voluntad es lo que precisa servir y ganar mediante prácticas hábiles. Me horroriza el considerar como mío un cuerpo privado de afección, y me represento este furor avecinando al de aquel mozo que asaltó por amor la hermosa imagen de Venus que Praxíteles hizo; o bien al de aquel furioso egipcio, ardoroso de los restos de una muerta que embalsamaba y cubría con el sudario, el cual dio ocasión a la ley, que luego estuvo en vigor en Egipto, que ordenaba que los cuerpos de las mujeres hermosas y jóvenes, así como las de buena casa, serían guardados tres días, antes de ponerlos en manos de los que tenían a su cargo enterrarlos. Periandro fue más allá todavía, llevando la afección conyugal (más ordenada y legítima) a disfrutar de Melisa, su esposa, hallándose muerta. ¿No semeja un amor lunático el de la luna, que no pudiendo gozar de Endimión, su mimado, le adormeció por espacio de algunos meses y se satisfizo disfrutando a un mozo que sólo en sueños se agitaba? Yo digo semejantemente, que se ama un cuerpo sin alma o sin sentimiento, cuando se ama un cuerpo y el consentimiento y el deseo están lejanos. No todos los goces son unos; los hay éticos y languidecedores: mil otras causas diferentes de la benevolencia pueden hacernos conquistar este beneficio de las damas; aquella no es testimonio suficiente de afección, y puede, como en otras, con ella ir la traición envuelta. A las veces no coadyuvan más que con una sola asentadera:


Tanquam thura merumque parent...

Absentem, marmoreamve putes.[1180]


Sé de algunas que prefieren mejor prestarse que prestar su coche, y que sólo por ahí se comunican. Es preciso considerar si vuestra compañía las es grata por algún otro fin ajeno, o exclusivamente por el del acto, como las placería igualmente la de un robusto mozo de cuadra; en qué rango y a qué precio estáis acomodados.


Tibi si datur uni;

quo lapide illa diem candidiore notet.[1181]


¿Y qué decir si la dama come vuestro pan aliñado con la salsa de una más agradable fantasía?


Te tenet, absentes alios suspirat amores.[1182]


¡Pues qué! ¿acaso no hemos visto en nuestros días alguien que se sirvió de esta acción para alcanzar una horrible venganza, para envenenar y matar, como lo hizo a una mujer honrada?

Los que conocen Italia no se sorprenderán si hablando de este asunto no busco ejemplos en otra parte, pues esta nación puede nombrarse regente del mundo en la materia. Se cuentan allí más comúnmente las mujeres hermosas que las feas, mejor que entre nosotros; pero en lo tocante a bellezas raras y excelentes, considero que vamos a la par. Otro tanto juzgo de los espíritus: de los ordinarios tienen muchos más, evidentemente; la brutalidad es, sin comparación, más rara: en almas singulares, del rango más preeminente, nada tenemos que envidiarles. Si tuviera que simplificar este símil pareceríame poder decir del valor lo contrario, esto es, que comparado con el de ellos, es entre nosotros cualidad popular y natural. Mas a las veces vese en sus manos tan pleno y tan vigoroso, que sobrepuja los más rígidos ejemplos que conozcamos. Los matrimonios de aquel país cojean en este punto: las costumbres hacen comúnmente a ley tan dura para las mujeres y tan sierva, que el más remoto arrimo con extraño las es tan capital como el más vecino. Esta ley hace no todos los contactos se truequen necesariamente en substanciales; y puesto que todo las trae la misma cuenta, la elección es facilísima: en cuanto rompen los cerrojos, hacen fuego inmediatamente. Luxuria ipsi s vinculis, sicut fera bestia, irritata, deinde emissa.[1183] Precisa soltarlas un poco las riendas:


Vidi ego nuper equum, contra sua frena tenacem,

ore reluctanti fulminis ire modo[1184] :


languidécese el deseo de la compañía procurándole alguna libertad. Nosotros corremos, sobre poco más o menos, igual fortuna; ellos son extremados en la sujeción; nosotros en la licencia. Es una buena usanza de nuestra nación el que en las buenas casas nuestros hijos sean recibidos para ser en ellas educados y habituados como pajes en noble escuela; y es descortesía, dicen, o injuria, censurar por ello a un gentilhombre. He advertido (pues tantos hogares y otros tantos estilos y formas diversas) que las damas que pretendieron comunicar a las jóvenes de su séquito las reglas más austeras, no tuvieron mejor ventura. Precisa la moderación y dejar una buena parte de su conducta a su discreción exclusiva, pues, así como así, no hay disciplina que baste en todos los respectos a contenerlas. Y es muy cierto que a la que escapó de las procelosas ondas de un aprendizaje libre, acompaña más confianza en sí misma que a la que sale sana y salva de una escuela severa y esclava.

Nuestros padres enderezaban el continente de sus hijas hacia la vergüenza y el temor (y no por ello las damas tenían menos alientos ni deseos menores); nosotros a la seguridad las encaminamos, en lo cual nos equivocamos de medio a medio. Cuadra bien este proceder a las sármatas, quienes no pueden acostarse con varón sin que con sus propias manos hayan muerto a otro en la guerra. A mí, que no tengo más derecho que el que sus oídos quieran concederme, basta que me retengan por su consejo, según el privilegio de mi edad. Así, pues, yo las aconsejaría, y a nosotros también, la abstinencia; pero si este siglo es de ella enemigo, al menos la discreción y la modestia, pues como reza el cuento de Aristipo, hablando a unos jóvenes que se avergonzaban de verlo entrar en la vivienda de una cortesana: «El vicio consiste en no salir de ella, y no en entrar»: quien no quiere libertar su conciencia, que exente siquiera su nombre; si el fondo nada vale, que la apariencia se muestre buena.

Alabo la gradación y la dilatación en el dispensarnos sus favores. Platón muestra que en toda suerte de amor la facilidad y prontitud está prohibida a los mantenedores del mismo. Es éste un rasgo de glotonería que las damas deben encubrir con todo el arte de que sean capaces, el entregarse así de una manera temeraria, en gordo y tumultuariamente: conduciéndose en la dispensación de sus favores ordenada y mesuradamente, engañan mucho mejor nuestro deseo y ocultan el suyo. Huyan siempre ante nosotros, hasta aquellas mismas que han de dejarse atrapar, pues nos derrotan mejor huyendo, como los escitas. Y en verdad, conforme a la ley que naturaleza las otorga, no es propiamente a ellas a quienes incumbe querer y desear; su papel es sufrir, obedecer, consentir. Por lo cual aquella sabia maestra procurolas una capacidad perpetua; a nosotros nos la concedió rara e incierta: ellas tienen siempre su hora propicia, a fin de encontrarse prestas cuando la nuestra llega, pati natae[1185]: y donde quiso que nuestros apetitos ejercieran muestra y declaración prominentes, hizo que los suyos fuesen ocultos e intestinos provoyéndolas de piezas impropias a la ostentación; simplemente las tienen para la defensiva. Menester es dejar a la licencia amazoniana los rasgos parecidos a éste: Pasando Alejandro por la Hircania, Talestris, reina de las amazonas, le salió al encuentro en compañía de trescientos soldados de su sexo, caballeros y bien armados, habiendo dejado el resto del numeroso ejército que la seguía del otro lado de las vecinas montañas, y le dirigió en alta voz y públicamente las siguientes palabras: «Que el estruendo de sus victorias y el de su valor la había llevado allí, para verle y ofrecerle sus propios medios y poderío para socorrer sus empresas; y que encontrándole tan hermoso, joven y vigoroso, ella, que se reconocía perfecta en todas sus cualidades, le aconsejaba que se acostaran juntos a fin de que naciera de la más valiente mujer del mundo y del hombre más valeroso que en aquel tiempo vivía algo de grande y de raro para el porvenir.» Alejandro la dio gracias por lo primero, mas para dejar lugar al cumplimiento de su última petición, se detuvo trece días en aquel reino, los cuales festejó lo más alegremente que pudo en beneficio de una princesa tan animosa.

Nosotros somos, casi en todo, injustos jueces de sus acciones, como ellas lo son de las nuestras: yo confieso siempre la verdad, lo mismo cuando me perjudico, que cuando me sirve de provecho. Es un desorden censurable y feo lo que las empuja a cambiar con frecuencia tanta, impidiéndolas detener y afirmar su afección en un hombre determinado, como se ve en aquella diosa en quien se suponen tantas variaciones y amigos. Mas hay que reconocer que va contra la naturaleza del autor el que no sea violento, y, contra la naturaleza de la violencia si es constante. Los que de aquella enfermedad se pasman, se admiran, gritan y buscan las causas, considerándola como desnaturalizada e increíble, ¿por qué no ven cuán frecuentemente la albergan y reciben en ellos sin espanto ni milagro? Acaso fuera más extraño ver la afección estancada; no es una pasión simplemente corporal cuando no busca la necesidad de la ambición y la avaricia, y entonces tampoco hay deseos punzantes; vive todavía después de la saciedad y no pueden prescribirsela ni satisfacción constante, ni fin: camina siempre más allá de su posesión. Y si la inconstancia las es acaso en cierto modo más perdonable que a nosotros, como nosotros pueden ellas alegar la inclinación, que nos es común, hacia la variedad y novedad, y en segundo lugar, pueden alegar sobre nosotros lo de comprar el gato en el saco. Juana, reina de Nápoles, hizo estrangular a Andreaso, su primer marido, en la reja de su ventana, con un lazo de oro y seda trenzado por su propia mano, porque en las faenas matrimoniales encontró que ni las partes ni los esfuerzos correspondían suficientemente a la esperanza que ella concibiera al ver la estatura, belleza, juventud y gallardía por donde se vio prendada y engañada; pueden también las damas decir en su abono que la acción es más fuerte que la pasión; y así por lo que a ellas toca, siempre están en disposición óptima, mientras que a nosotros pueden ocurrirnos accidentes de otra suerte. Por eso Platón establece en sus leyes prudentemente que antes de efectuarse el matrimonio, para decidir de su oportunidad, los jueces vean a los mozos que pretenden contraerlo completamente desnudo, y a las jóvenes descubiertas hasta la cintura solamente. Examinándonos así, pudiera suceder que acaso no nos encontraran dignos de elección:


Experta latus, madidoque simillima loro

inguina, nec lassa stare coacta mano,

deserit imbelles thalamos.[1186]


No todo consiste en que la voluntad ruede a derechas; la debilidad e incapacidad rompen legítimamente los lazos de un matrimonio,


Et quaerendum aliunde foret nervosius illud,

quod posset zonam solvere virgineam[1187]:


¿por qué no? y con arreglo a su medida, una inteligencia amorosa, más licenciosa y más activa,


Si blando nequeat superesse labori.[1188]


¿Y no es imprudencia grande el llevar nuestras imperfecciones y debilidades al lugar que deseamos complacer y en él dejar buena estima y recomendación propia? Por lo poco que en la hora actual me precisa,


Ad unum

mollis opus[1189],


no quisiera yo importunar a una persona a quien reverencie y tema:


Fuge suspicari

cujus undenum trepidavit aetas

claudere lustrum.[1190]


Naturaleza debiera conformarse, con haber trocado miserable esta edad sin convertirla al par en ridícula. Detesto el verlo, por una pulgada de vigor raquítico que le acalora tres veces a la semana, aprestarse y armarse con rudeza igual, cual si en el vientre albergara alguna jornada grande y legítima; verdadero fuego de estopa, cuyo aparato admiro tan vivo y tan bullicioso, y en un momento tan pesadamente congelado y extinto. Este apetito no debiera pertenecer sino a la flor de una juventud hermosa: confiad en él para ver; tratad de secundar ese ardor infatigable, pleno, constante y magnánimo que en vosotros reside, y en verdad que os dejará en hermoso camino. Enviadlo mejor, resueltamente, hacia una infancia tierna, admirada o ignorante, que todavía tiembla bajo la vara y enrojece;


Indum sanguineo veluti violaverit ostro

si quis ebur, vel mixta rubent ubi lilia multa

alba rosa.[1191]


Quien puede esperar al día siguiente, sin morir de vergüenza, el menosprecio de unos hermosos ojos testigos de su cobardía e impertinencia,


Et taciti fecere tamen convicia vultus[1192],


no sintió jamás el contentamiento ni la altivez de haberlos vencido y empañado por el vigoroso ejercicio de una noche activa y oficiosa. Cuando vi a alguna hastiarse de mí no acusé al punto su ligereza, sino que puse en duda si la razón residía más bien en mi naturaleza: y en verdad que ésta me trató de ilegítima e incivilmente,


Si non tenga satis, si non bene mentula crassa:

Nimirum sapiunt, videntque parvam

matrone quoque mentulam illibenter[1193];


infiriéndome una lesión enormísima. Cada una de las piezas que me forman es igualmente mía como cualesquiera otras, y ninguna mejor que ésta que hace más propiamente hombre.

Yo debo al público mi retrato general. La prudencia de mi lección lo es en verdad en libertad y en esencia cabales; menosprecia colocar en el número de sus deberes esas insignificantes reglas; simuladas, casuales y locales; natural toda ella, constante y universal, de quien son hijas, aunque bastardas, la civilidad y la ceremonia. Nos despojaremos fácilmente de los vicios, que no lo son sino en apariencia, cuando tengamos vicios reales y esenciales. Cuando de éstos nos libramos, corremos a los otros si reconocemos que correr es preciso pues hay peligros que nosotros fantaseamos y deberes nuevos para excusar nuestra negligencia hacia los naturales y para confundir los unos con los otros. Que así sea en realidad se ve considerando que allí donde las culpas son crímenes, los crímenes no son más que culpas; que en las naciones donde las leyes del bien producirse son raras y liberales, las primitivas de la razón común se ven mejor observadas: la multitud innumerable de tantos deberes sofoca nuestro cuidado, languideciéndolo y disipándolo. La aplicación a las cosas ligeras nos aparta de las justas. ¡Cuán fácil y plausible es la ruta que eligen esos hombres superficiales (cuya virtud sólo lo es en apariencia), comparada con la nuestra! Las nuestras son veredas sombrías con que nos cubrimos y entregamos, pero no pagamos en realidad sino que recargamos nuestra deuda ante ese gran juez que levanta nuestras vestiduras y pingajos de en derredor de nuestras partes vergonzosas, y no se oculta para vernos por todas partes, hasta en nuestras íntimas y más secretas basuras; útil decencia sería la de nuestro virginal pudor si fuera capaz de impedir este descubrimiento. En fin, quien desasnara al hombre de una tan escrupulosa superstición verbal, no procuraría gran pérdida al mundo. Nuestra vida se compone de locura y prudencia; quien de ella no escribe sino con reverencia y regularidad, se deja atrás más de la mitad. Yo no me excuso para conmigo, y si lo hiciera sería más bien de mis excusas de lo que me disculparía, mejor que de otra cualquiera falta; me excuso para con ciertos humores que juzgo más fuertes en número que los que militan a mi lado. En beneficio suyo diré todavía esto (pues deseo contentar a todos, cosa, sin embargo, dificilísima, esse unum hominem accommodatum ad tantam morum ac sermonum et voluntatum varietatem[1194]): que no deben habérselas conmigo propiamente por lo que hago decir a las autoridades recibidas y aprobadas de muchos siglos, y que no es razonable el que por falta de ritmo me nieguen la dispensa que hasta los eclesiásticos entre nosotros, y de los más encopetados, gozan en nuestros días: he aquí dos:


Rimula, dispeream, ni monogramma tua est.[1195]


Un vit d'amy la contente et bien traicte.


¿Y qué decir de tantos otros? Yo gusto de la modestia, y no por discernimiento elegí esta suerte de hablar escandaloso: naturaleza es la que lo escogió por mí. No lo alabo como tampoco ensalzo todas las formas contrarias al uso recibido; pero le dejo el paso franco, y por circunstancias generales y particulares aligero la acusación.

Sigamos. Análogamente, ¿de dónde puede provenir esa usurpación de autoridad soberana que os permitís sobre las que a sus expensas os favorecen,


Si furtiva dedit nigra munuscula nocte[1196],


que usurpéis al punto el interés y la frialdad de una autoridad marital? La cosa es sólo una convención libre: ¿para qué no observáis una conducta recíproca? Sobre las cosas voluntarias la prescripción no puede existir. A pesar de ir contra la costumbre, es lo cierto, sin embargo, que en mi tiempo mantuve este comercio, como su naturaleza puede consentirlo, con tanta conciencia como otro cualquiera y también con cierto aire de justicia, testimoniándolas de afección sólo la que hacia ellas sentía, y representando de manera ingenua la decadencia, vigor y nacimiento, los accesos y las intermitencias, pues no siempre camina con intensidad igual. Con tanta economía en el prometer obré, que creo haber más cumplido que prometido ni debido. Encontraron ellas la fidelidad hasta el servicio de su inconstancia, y hablo de inconstancia reconocida a veces multiplicada. Nunca rompí mientras algo a ellas me inclinaba, siquiera fuese tenerse como de un cabello; y cualesquiera que fuesen las ocasiones que me procurarán, jamás corté por lo sano hasta el menosprecio y el odio, pues tales privanzas, hasta cuando se adquieren mediante las más vergonzosas convenciones, todavía obligan a alguna benevolencia. En punto a cólera e impaciencia algo indiscreta en el momento de sus arterías y evasivas, y en el de nuestros altercados, se las hice ver a veces, pues me reconozco por complexión sujeto a emociones bruscas que frecuentemente perjudican a mis contratos, aun cuando sean ligeras y cortas. Si ellas quisieron experimentar la libertad de mi manera de ser, nunca me opuse a darlas consejos paternales y mordaces, y a pellizcarlas donde les dolía. Si las dejé motivo de queja, fue más bien por haber profesado un amor, comparado con la moderna usanza, torpemente concienzudo: observé mi palabra en las cosas en que fácilmente se me hubiera dispensado; entonces se rendían a veces con reputación y bajo capitulaciones, las cuales soportaban ver luego falseadas por el vencedor: instigado por el interés de su honor, prescindí del placer en todo su apogeo: más de una vez, y allí donde la razón me oprimía, las armé contra mí, de tal suerte que se conducían con mayor severidad y seguridad con el auxilio de mis reglas, cuando estaban ya francamente remisas, de lo que lo hubieran hecho por sus propios medios. Cuanto estuvo en mi mano eché sobre mis hombros el azar de las asignaciones para de él descargarlas, y encaminé siempre nuestras partidas por el camino más áspero e inopinado, por ser al que menos sigue la sospecha y, además, a mi entender el más accesible: están abiertos principalmente por los lugares que comúnmente se tienen por cubiertos; las cosas menos temidas son menos prohibidas y observadas; puede osarse con facilidad mayor lo que nadie piensa que pondréis en práctica, lo cual se trueca en fácil por su misma dificultad. Jamás hombre alguno tuvo más que yo los contactos más impertinentemente genitales. Esta manera de amar de que voy hablando se aproxima más a la disciplina, pero en cambio cuán ridícula aparece a los ojos de nuestras gentes, y cuán poco practicable: ¿quién lo sabe mejor que yo? Sin embargo, de mi bien obrar nunca me arrepentiré: no tengo ya nada que perder:


Me tabula sacer

votiva paries indicat uvida

suspendisse potenti

vestimenta maris deu.[1197]


Hora es ya de hablar abiertamente. Mas de la propia suerte, que a cualquiera otro, me digo a mí mismo: «Amigo mio, tú sueñas; el amor en el tiempo en que vives tiene escaso comercio con la buena fe y con la hombría de bien.»


Haec si tu postules

ratione certa facere, nihilo plus agas,

quam si des operam, ut cum ratione insanias[1198]:


así que, por el contrario, si en mi mano estuviera el comenzar de nuevo, seguiría de fijo el mismo camino y por gradaciones idénticas, por infructuoso que pudiera serme. La insuficiencia y la torpeza son laudables en una acción indigna de alabanza: cuanto me aparto en aquello del parecer de los que viven en mi época, otro tanto me acerco del mío. Por lo demás, en este comercio yo no me dejaba llevar por completo; si bien en él me complacía, no por ello me olvidaba: reservaba en su totalidad este poco de sentido y discreción que la naturaleza me dio para su servicio y para el mío; sentía un asomo de emoción, pero ningún ensueño me ganaba. Mi conciencia se honraba también hasta el desorden y la disolución, mas no hasta la ingratitud, la traición, la malignidad y la crueldad. No compraba yo a su precio más alto el placer que este vicio procura; contentábame con pagar su propio y simple coste: Nullum intra se vitium est.[1199] Odio casi en igual grado una ociosidad estancada y adormecida y un atareamiento espinoso y penoso; el uno me pellizca, y el otro me aturde; pero tanto montan las heridas como los golpes, y los pinchazos como los magullamientos. Encontré en este comercio, cuando era más apto para ejercitarlo, una moderación justa entre esas dos extremidades. El amor es una agitación despierta, viva y alegre; yo no me reconocía ni trastornado ni afligido, sino acalorado y un poco alterado: preciso es detenerse en este punto; esta pasión no daña más que a los locos. Preguntaba un joven al filósofo Panecio si sería prudente sentirse enamorado: «Dejemos queda la prudencia, respondió; para ti y para mí que carecemos de esa cualidad, no nos lancemos en cosa que acarrea tanta conmoción y violencia, que nos esclaviza a otro y nos trueca en satisfechos de nosotros mismos.» Y decía verdad, que no hay que fiar cosa de suyo tan peligrosa a un alma que no tenga con qué hacer frente a las avenidas, ni con qué echar por tierra el dicho de Agesilao, el cual reza, que la prudencia y el amor no se albergan bajo igual techumbre. Es una ocupación vana, es verdad, inadecuada, vergonzosa e ilegítima; pero gobernándola como yo expongo, considérola saludable, propia a despejar un espíritu y un cuerpo adormecidos; y si yo fuera médico, se la ordenaría a un hombre de mi carácter y condición, de tan buena gana como cualquiera otra receta, para despertar cuando nos internamos en los años, y retardar el influjo de las fuerzas de la vejez. Cuando solamente nos encontramos en los contornos y el pulso late todavía,


Dum nova canities, dum prima et recta senectus,

dum superest Lachesi quod torqueat, et pedibus me

porto meis, nullo dextrann subeunte bacillo[1200];


tenemos necesidad de ser solicitados y cosquilleados por alguna agitación mordedora como ésta. Ved cuánta juventud comunicó, vigor y alegría, al prudente Anacreonte: y Sócrates, más viejo que yo, hablando de un objeto amoroso, se expresa así: «Habiéndome apoyado en su hombro y acercado mi cabeza a la suya, como recorriéramos juntos la página de un libro, sentí de pronto, sin mentir, una picadura en el lugar del contacto, cual la de una mordedura de animal; y cinco días eran pasados y me hormigueaba todavía, y hacia mi corazón se escurría una comezón continua.» ¡Un simple tocamiento, casual y con un hombre efectuado, acaloró y trastornó un alma fría ya y enervada por la edad, y la primera entre todas las humanas en perfeccionamientos! ¿Y por qué no? Sócrates era hombre y no quería parecer cosa distinta. La filosofía no lucha contra los goces naturales, siempre y cuando que el justo medio vaya unido; predica la moderación, no la huía; el esfuerzo de su resistencia se emplea contra los que son extraños y bastardos; declara que los apetitos corporales no deben ser aumentados por el espíritu, y nos enseña ingeniosamente a no despertar nuestra hambre por la saciedad; a no querer embutir, en vez de llenar el vientre; a evitar todo placer que nos aboca a la penuria y toda comida y bebida que nos procuran hambre y sed: como en el ejercicio del amor nos ordena el tomar un objeto que satisfaga simplemente las necesidades del cuerpo y que no conmueva el alma, la cual no debe coadyuvar, sino sólo seguir y asistir a aquél. ¿Pero no me asiste la razón al considerar que estos preceptos, que por otra parte, a mi entender, son un tanto vigorosos, miran a un organismo que desempeña bien sus funciones, y que al ya abatido, como al estómago postrado, es excusable calentarlo y por arte sostenerlo por el intermedio de la fantasía, haciéndole ganar el apetito y el contento, puesto que por sí mismo los perdió

¿No podemos decir que nada hay en nosotros durante esta prisión terrena que sea puramente corporal o espiritual; y que injuriosamente desmembramos un hombre vivo; y que razonablemente, podría sentarse que nos conducimos en punto al uso del placer tan favorablemente a lo menos como en lo tocante al del dolor? Este era (por ejemplo) vehemente hasta la perfección en el alma de los santos, mediante la penitencia. El cuerpo tenía naturalmente parte, en razón a la unión íntima de ambos y sin embargo, podía tomar una parte escasa en la causa, por lo cual no se contentaban aquéllos con que desnudamente siguiera y asistiera al alma afligida, sino que lo atormentaban con penas atroces y adecuadas, a fin de que a competencia el uno de la otra, el espíritu y la materia, sumergieran al hombre en el dolor más saludable cuanto más rudo. En semejante caso, tratándose de los placeres corporales, ¿no es injusto enfriar el alma y asegurar que es preciso arrastrarla como a una obligación y necesidad forzada y servil? Corresponde más bien al alma incubarlos y fomentarlos, mostrarse e invitar a ellos, puesto que el cargo de regirlos la pertenece; como también a ella incumbe, a mi entender, y a los placeres que la son propios, el inspirar e infundir al cuerpo el resentimiento cabal que lleva su condición, y estudiarse para que le sean dulces y saludables. Bien razonable es, como dicen, que el cuerpo no siga sus apetitos en perjuicio del espíritu; mas ¿por qué no ha de serlo igualmente que el espíritu no siga los suyos en daño de la materia?

Yo no tengo otra pasión que me mantenga en vigor: el papel que la avaricia, la ambición, las querellas y los procesos desempeñan para los que como yo carecen de profesión determinada, el amor los representaría más cómodamente; procuraríame la vigilancia, la sobriedad, la gracia y el cuidado de mi persona; calmaría mi continencia a fin de que las muecas de la vejez, esas muecas deformes y lastimosas no vinieran a corromperla; me echaría de nuevo en brazos de los estudios sanos y prudentes por donde pudiera trocarme en más estimado y amado, arrancando de mi espíritu la desesperanza de sí mismo y de su empleo, y uniéndolo consigo mismo; me apartaría de mil pensamientos dolorosos, de mil pesares melancólicos con que la ociosidad nos favorece en tal edad, junta con el mal estado de nuestra salud; templaría, al menos en sueños, esta sangre que naturaleza abandona; sostendría erguida la barba y dilataría un poco los nervios y el vigor y contento de la vida a este pobre hombre que camina derechamente a su ruina. Mas bien se me alcanza que es ésta una ventaja dificilísima de recobrar: por debilidad y experiencia dilatada nuestro gusto se convirtió en más tierno y delicado; solicitamos más cuando con menos contribuimos; queremos elegir lo más cuando menos merecemos ser aceptados, como tales reconociéndonos, somos menos atrevidos y más desconfiados; nada puede asegurarnos de ser amados, vista nuestra condición y la suya. Me avergüenzo de encontrarme entre esa verde y bulliciosa juventud,


Cujus in indomito constantior inguine nervus,

quam nova collibus arbor inhaeret.[1201]


¿A qué viene presentar nuestra miseria en medio de ese regocijo,


Possint ut juvenes visere fervidi,

multo non sine risu,

dilapsam in cineres facem?[1202]


La fuerza y la razón los acompañan; hagámosles lugar, nada tenemos ya que hacer: ese germen de belleza naciente no se deja zarandear por manos yertas, ni practicar por medios puramente materiales, pues como respondió aquel antiguo filósofo[1203] quien de él se burlaba porque no había sabido conquistar las gracias de un pimpollito a quien perseguía: «Amigo mío, el anzuelo no prende en un queso tan fresco.» En suma, es éste un comercio que ha menester de relación y correspondencia; los demás placeres que recibimos pueden reconocerse por recompensas de naturaleza diversa; pero éste no se paga con la misma suerte de moneda. En verdad, en este negocio las delicias que yo procuro cosquillean más dulcemente mi imaginación que las que experimento, y nada tiene de generoso quien puede recibir placer donde no lo da; es por el contrario un alma vil que pretende deberlo todo y que se place en mantener comercio con personas a quienes es dura carga: no hay belleza, ni gracia, ni privanza, por delicadas que sean, que un hombre cumplido deba desear a ese precio. Si ellas no pueden procurarnos bien más que por piedad, yo prefiero mejor no vivir, que vivir de limosna. Quisiera yo tener derecho de pedirlas en estos términos, conforme al estilo en que la caridad se implora en Italia. Fate ben per voi[1204]; o a la manera como Ciro exhortaba a sus soldados, cuando les decía: «Quien se quiera, bien que no siga.» Uníos, se me dirá, a las de vuestra condición, y así el concurso de fortuna idéntica os colocará al gusto de uno y otro ¡mezcla insípida y torpe si las hay!


Nolo

barbam vellere mortuo leoni[1205]:


Jenofonte emplea como argumento de objeción y censura para reprender a Menón, el que en sus amores echara, mano de objetos ya agostados. Mayor goce me procura solamente el ver la mezcla dulce y justa de dos bellezas, jóvenes o el imaginarla simplemente, que hacer yo el papel de segundo en una coyunda informe y triste: resigno este apetito fantástico al emperador Galba, que no se consagraba sino a las carnes duras y rancias, y a ese otro pobre miserable[1206],


O ego di faciant talem te cernere possim,

caraque mutatis oscula ferre comis,

amplectique meis corpus non pingue lacertis!


Y entre las primordiales fealdades incluyo las bellezas artificiales y forzadas. Emonez, muchacho joven de Chio, ideando con los adornos alcanzar la belleza que naturaleza la llegaba, presentose al filósofo Arcesilao preguntándole si un varón fuerte podía sentirse enamorado: «¡Ya lo creo! contestó el otro, mas siempre y cuando que no sea de una belleza acicalada y sofística como la tuya.» La fealdad de una vejez reconocida es menos vieja y menos fea a mi ver, que otra pintada y pulimentada. ¿Osaré decirlo? (y no vaya a atrapárseme por el pescuezo el amor para mí nunca está en época más natural y cabal que en la edad vecina de la infancia:


Quem si puellarum insereres choro,

mire sagaces falleret hospites

discrimen obscurum, solutis

crinibus, ambiguoque vultu[1207]:


y lo mismo la belleza; pues lo de que Homero la dilate hasta que la barba comienza a sombrear, el mismo Platón lo señaló como peregrino. Notoria es además la causa por la cual tan ingeniosamente el sofista Bión llamaba a los cabellos locuelos de la adolescencia Aristogitones y Harmodiones: en la edad viril encuéntrolo ya algún tanto fuera de su lugar y con mayor razón en la vejez;


Importunus enim transvolat aridas

quercus.[1208]


Margarita, reina de Navarra, prolonga como mujer demasiado lejos la ventaja de las damas, considerando que es todavía tiempo a los treinta años para que cambien el dictado de hermosas en el de buenas. Cuanto más corta es la dominación que sobre nuestra vida otorgamos al amor, mayor es nuestro valer. Considerad su porte: es un semblante pueril. ¿Quién no sabe que en su escuela se procede a la inversa de todo orden y disciplina? El estudio, la ejercitación y el uso en él, a la insuficiencia nos encaminan; los novicios son regentes: Amor ordinem nescit.[1209] En verdad su conducta tiene más garbo cuando la forman la inadvertencia y el desorden; las faltas y los reveses comunican la salsa y la gracia. Con que el amor sea hambriento y rudo, poco importa que la prudencia no parezca: ved cómo marcha con paso incierto, chocando y loqueando; se le mete en el cepo cuando se le guía por arte y prudencia; se ponen trabas a su divina libertad cuando se lo somete a estas manos peludas y callosas.

Yo veo frecuentemente pintar esta inteligencia como cosa puramente espiritual, y menospreciar el papel que los sentidos desempeñan: todo a ella coadyuva y contribuye, y puedo decir haber visto muchas veces que excusamos en las mujeres la debilidad de sus espíritus en favor de sus bellezas corporales; pero en cambio nunca vi que en beneficio de las bellezas de un espíritu, por sesudo y maduro que fuera, se resignaran ellas a prestar la mano a un cuerpo que cae en decadencia por poco que caiga. ¡Lástima grande que alguna no entre en ganas de llevar a cabo este noble trueque socrático, adquiriendo a cambio de sus muslos una inteligencia generadora, filosófica y espiritual del valor más relevante que conseguirse pudiera! Ordena Platón en sus leyes que el que haya realizado alguna acción notable y útil en la guerra, no pueda durante sus expediciones ser rechazado, sin que nada importen si fealdad o senectud, si pretende besar o alcanzar cualquiera otro favor amoroso de la persona que guste. Lo que el filósofo encuentra tan equitativo en recomendación del valor militar, ¿por qué no habría de reconocerlo igualmente en alabanza de otra virtud cualquiera? ¿Por qué no había de ocurrírsele a una dama el apoderarse antes que sus compañeras de la gloria de este casto amor? Casto digo, y no digo mal:


Nam si quando ad praelia ventum est,

ut quondam in stipulis magnus sine viribus ignis

incassum furit[1210]:


los vicios que se ahogan en el pensamiento no son los peores que albergamos.

Para acabar este copioso comentario, que se me escapó de un flujo palabrístico, impetuoso a veces y dañino,


Ut missum sponsi furtivo munere malum

procurrit casto virginis e gremio,

quod miserae oblitae molli sub veste loratum,

dum adventu matris prosilit, excutitur,

atque illud prono praeceps agitur decursu:

Huic manat tristi conscius ore rubor[1211],


diré que los machos y las hembras están vaciados en el mismo molde; salvo la educación y costumbres, la diferencia es exigua. Platón llama indistintamente a los unos y a las otras a la frecuentación de idénticos estudios, ejercicios, cargos y profesiones guerreras y pacíficas, en su República; y el filósofo Antístenes prescindía de toda distinción entre la virtud de ellas y la nuestra[1212]. Es mucho más fácil acusar a un sexo que excusar al otro: es lo que dice aquel proverbio: «Dijo la sartén al cazo...» 


De los vehículos

Bien fácil es el verificar que los grandes autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no solamente se sirven de las que juzgan verdaderas, sino también de aquellas otras de cuyo fundamento dudan, siempre y cuando que tengan algo de lucidas: hablan con verdad y utilidad bastantes, expresándose ingeniosamente. Nosotros somos incapaces de asegurarnos de la causa primordial, y amontonamos muchas para ver si por casualidad aquella figura entre ellas,


Namque unam dicere causam

non satis est, verum plures, unde una tamen sit.[1213]


¿Me preguntáis de dónde proviene esa costumbre de bendecir a los que estornudan? Nosotros producimos tres suertes de vientos: el que sale por abajo es demasiado puerco; el que exhala nuestra boca lleva consigo algún reproche de glotonería; el tercero es el estornudo; y porque viene de la cabeza y no es acreedor a censura, le tributamos honroso acogimiento. No os burléis de esta sutileza, de la cual, según se dice, Aristóteles es el padre.

Paréceme haber visto en Plutarco (que es entre todos los autores que conozco el que mezcló mejor el arte y la naturaleza, y la sensatez con la ciencia), explicando la causa del levantamiento del estómago que experimentan los que viajan por mar, que la cosa les sucede por temor, luego de haber encontrado algún viso de razón mediante el cual demuestra que el temor puede ocasionar semejante efecto. Yo, que soy muy propenso a este accidente, sé muy bien que esta causa no obra en mí para nada, y lo sé, no por argumentos, sino por experiencia necesaria. Sin alegar lo que he oído asegurar, o sea que acontece lo propio a los animales, particularmente al puerco, que por completo desconoce el peligro, ni lo que un sujeto de mi conocimiento me testimonió de sí mismo, el cual, estando a él fuertemente sujeto, las ganas se le habían pasado en dos o tres ocasiones hallándose oprimido por el terror en una tormenta, como a aquel antiguo, pejus vexabar, quam ut periculum mihi sucurreret[1214]: nunca tuve miedo en el agua, como tampoco en lugar alguno (y sin embargo, bastantes veces se me ofrecieron causas justamente temibles, si es que la muerte puede serlo) me trastorné ni deslumbré. Nace a veces el temor de falta de discernimiento, y de escasez de ánimo otra. Cuantos peligros he visto, presencielos con los ojos abiertos y la mirada serena, cabal y entera: hasta para temer el ánimo. La serenidad sirviome antaño, a falta de otras mejores prendas, para gobernar mi huida y mantenerla ordenada; para que fuese, si no de temor desnuda sin horror, sin embargo, y sin espasmos: fue una marcha conmovida, mas no aturdida ni perdida. Las almas grandes van más allá, representando huidas no ya sólo tranquilas y sanas, sino altivas. Relatemos la que Alcibíades refiere de Sócrates, su compañero de armas: «Encontrele, dice, después de la derrota de nuestro ejército junto con Láchez, y eran ambos de los últimos fugitivos; le consideré despacio, a mi sabor, ya en seguridad, pues yo iba montado en un buen caballo y él a pie; así habíamos combatido. Advertí primeramente cuánto más avisado y resuelto se mostraba, con Láchez comparado; luego, la altivez de su andadura en nada distinta de la ordinaria; su mirada firme y normal, juzgando y considerando lo que acontecía en su derredor, contemplando ya a los unos, ya a los otros, amigos y enemigos, de una manera que a los unos animaba y significaba a los otros que estaba dispuesto a vender su sangre bien cara, y lo mismo su vida a quien arrancársela intentara, y así se salvaron, pues a éstos no se les ataca fácilmente, persiguiéndose a los atemorizados.» He aquí el testimonio de ese gran capitán, que nos enseña lo que todos los días aprendemos, o sea que nada nos lanza más en los peligros cual el hambre inconsiderada de escaparlos: quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est[1215]. Nuestro pueblo se engaña al decir: «Ese teme a la muerte», cuando con ello quiere dar a entender que alguien piensa en ella y que la prevé. La previsión conviene igualmente a cuanto con nosotros se relaciona en bien o en mal: considerar y juzgar el peligro es en algún modo lo contrario de amedrentarse. Y no me siento suficientemente fuerte para resistir el golpe e impetuosidad de esta pasión del miedo ni de otra cualquiera que por su vehemencia se la asemeje: si me sintiera un poco vencido y por tierra, ya no me levantaría jamás enteramente; quien hiciera que mi alma perdiera pie, no la colocaría nunca en su lugar verdadero, derecha y en su asiento, pues se ensaya e investiga con profundidad y viveza demasiadas, por lo cual no dejaría resolver y consolidar la herida que la hubiere atravesado. Fortuna ha sido la mía de que ninguna enfermedad me la haya trastornado: a cada recargo que me sorprende hago frente y me opongo con todas mis fuerzas, así que la primera que me solicitara me dejaría sin recursos. Soy incapaz de resistir por dos lados: cualquiera que sea el lugar por donde el destrozo forzase la calzada que me defiende, héteme al descubierto y sin remedio ahogado. Epicuro dice que el sabio no puede pasar de un estado al opuesto; yo soy del parecer contrario a esta sentencia, y creo que quien haya estado una vez bien loco, ninguna otra será ya muy cuerdo. Dios me da el frío según la ropa, y me procura, las pasiones según los medios de que dispongo para resistirlas; naturaleza, habiéndome descubierto de un lado, me cubrió del otro; como por fuerza me desarmara, me armó de insensibilidad y de una aprehensión ordenada o desaguzada.

Me acontece que no puedo soportar durante largo tiempo (y menos todavía los soportaba cuando era joven) coche, litera ni barco, y detesto todo otro vehículo distinto del caballo, así en la ciudad como en el campo. Menos todavía transijo con la litera que con el coche, y por la misma razón me acomodo con mayor facilidad a una sacudida fuerte en el agua, de donde el miedo surge, que al movimiento que se experimenta en tiempo apacible. Merced a esa ligera sacudida que los remos producen, desviando de nosotros la sustentación, siento revueltos, sin saber cómo, cabeza y estómago, no pudiendo resistir bajo mi planta un lugar que se mueve. Cuando las velas y el curso del agua nos arrastran por igual, o se nos llevan a remolque, semejante agitación unida en manera alguna me impresiona; lo que si me trastorna es el movimiento interrumpido, y todavía en mayor grado cuando es languidecedor. No podría explicar el efecto de otro modo. Los médicos me ordenaron que me ciñera y sujetara con una faja la parte inferior del vientre para poner remedio al mal, recomendación que yo no he puesto en práctica teniendo por costumbre luchar con las debilidades propias que en mí residen y domarlas con mis propias fuerzas.

Si estuviera mi memoria suficientemente informada, no consideraría aquí como perdido el tiempo necesario para enumerar la variedad infinita que las historias nos presentan en el empleo de los carruajes al servicio de la guerra. Diversos según las naciones y según los siglos, fueron siempre a mi entender de gran efecto y necesidad, y tanto, que maravilla, que de ella hayamos perdido toda noción. Diré sólo aquí que recientemente, en tiempo de nuestros padres, los húngaros utilizáronlos muy provechosamente contra los turcos, colocando en cada uno un soldado con rodela, un mosquetero, bastantes arcabuces, bien colocados, prestos y cargados, todo empavesado a la manera de un galeón. Disponían el frente de la batalla con tres mil de estos vehículos, y tan luego como el cañón había entrado en juego, los hacían marchar y tragar al enemigo antes de encentar el resto, lo cual no era un ligero avance; o bien lanzaban los carros contra los escuadrones para romperlos y abrirse paso, a más del socorro que de ellos alcanzaban para guarnecer en lugar peligroso, las tropas que marchaban al campo, o a tomar una posición a la carrera y fortificarla. En mi tiempo un gentilhombre, que se hallaba en una de nuestras fronteras imposibilitado por su propia persona, y no encontrando caballo capaz de su peso, por haber tenido una disputa, marchaba por los campos en un carruaje lo mismo que el descrito y se encontraba muy a gusto. Pero dejemos estos carros guerreros.

Cual si su holganza no fuera conocida por más eficaces causas, los últimos reyes de nuestra primera dinastía viajaban en un carro tirado por cuatro bueyes. Marco Antonio fue el primero que se hizo conducir a Roma en unión de una mozuela por varios leones uncidos a un coche. Heliogábalo hizo después lo propio, nombrándose Cibeles, madre de los dioses y también fue llevado por tigres, parodiando al dios Baco: unció además en ocasiones dos ciervos a su coche, en otra cuatro perros, y en otra cuatro mocetonas desnudas, yendo así en pompa también de ropas aligerado. Firmo el emperador hizo arrastrar su carruaje por dos avestruces de maravilloso volumen y altura, de suerte que mejor que rodar hubiérase dicho que volaba.

La singularidad de estas invenciones trae a mi magín esta otra fantasía: Entiendo que constituye una especie de pusilanimidad en los monarcas, y un testimonio de que en verdad no sienten lo que son, el esforzarse en hacer valer y parecer mediante gastos excesivos. Sería ésta excusable costumbre en países extranjeros, mas no entre los propios súbditos donde los reyes lo pueden todo alcanzar, de su dignidad hasta tocar en el grado de honor más relevante: del propio modo que me parece superfluo en un gentilhombre el que suntuosamente se vista en su privado; su casa, su séquito y su cocina responden por él de sobra. El consejo que daba Isócrates a su rey no me parece irrazonable: «Que sea espléndido en el uso de utensilios y muebles, puesto que éstos constituyen un gasto de duración que pasa a sus sucesores, y que huya toda magnificencia que al momento escapa del uso y de la memoria.» Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme, a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos: hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran. Cuentos maravillosos nos refieren de la frugalidad de nuestros reyes en derredor de sus personas y en sus dones; fueron reyes grandes en crédito, valor y fortuna. Demóstenes combate hasta la violencia la ley de su ciudad que asignaba los públicos recursos a las pompas de juegos y fiestas; quiere que la grandeza de su país se muestre en profusión de naves bien equipadas y en óptimos ejércitos bien provistos. Se censura con razón a Teofrasto, que en su libro de las riquezas sienta un parecer contrario y sostiene que tal suerte de dispendios es el fruto verdadero de la opulencia: esos son placeres, dice Aristóteles que sólo incumben a la más baja clase y común, que del recuerdo se desvanecen, después del hartazgo y de los cuales ningún hombre juicioso y grave puede hacer motivo de estima. Los dispendios me parecen mucho más dignos de la realeza como también mucho más útiles, justos y durables construyendo puertos, ensenadas, fortificaciones, murallas, suntuosos edificios, hospitales, colegios, mejoramiento de calles y caminos, en todo lo cual el Pontífice Gregorio XIII dejará memoria recomendable y duradera, y también nuestra reina Catalina testimoniaría por largos años su natural liberalidad y munificencia si sus medios fueran de par con su voluntad: el acaso me contrarió grandemente al ver interrumpida la hermosa estructura del nuevo puente de nuestra ciudad populosa y al quitarme la esperanza de verlo antes de morir prestando servicios al público.

A más de estas razones paréceles a los súbditos, simples espectadores de los triunfos de los soberanos, que de ese modo se les muestran sus propias riquezas, y que a sus propias expensas se les festeja, pues los pueblos presumen fácilmente de soberanos, como nosotros con las gentes que nos sirven, quienes deben poner cuidado en aprestarnos abundantemente cuanto nos precisa, pero en modo alguno coger su parte, por lo cual el emperador Galba, como recibiera placer oyendo a un músico mientras comía, hizo que le llevaran su caja y entregó con su propia mano al que la tocaba un puñado de escudos, que éste cogió añadiendo estas palabras. «Esto no pertenece al público, sino a mí.» Tan cierto es que acontece normalmente tener el pueblo razón, y que se regala sus ojos con lo que había de regalar su vientre.

Ni la misma liberalidad está en su verdadero lugar en mano soberana; los particulares tienen a ella más derecho, pues, cuerdamente considerado, un rey nada tiene que propiamente le pertenezca; su persona misma se debe a los demás: no se entrega la jurisdicción en favor del jurista, sino en favor del jurisdiciado. Elévase a un superior, mas nunca para su provecho, sino para provecho del inferior: a un médico se le llama para que auxilie al enfermo y no a sí propio. Toda magistratura como todo arte tienen su esfera fuera de ellos, nulla ars in se versatur[1216]; por eso los gobernadores de la infancia de los príncipes que se precian de imprimirles esta virtud de largueza, predicándoles que ningún favor rechacen y que nada consideren mejor empleado que los presentes que hagan (instrucción que en mi tiempo he visto muy en crédito), o miran más bien a su provecho que al de su amo o mal comprenden con quien hablan. Es muy fácil inculcar la liberalidad en quien tiene con qué proveer tanto como le plazca a expensas ajenas, y como quiera que la estimación se pondere, no conforme a la medida del presente, sino con arreglo a los medios del que la ejerce, viene a ser nula en manos de los poderosos, quienes antes que liberales se reconocen pródigos. Por eso es de recomendación escasa comparada con otras virtudes de la realeza, y la sola como decía Dionisio el tirano que sea compatible con la tiranía misma. Mejor recitaría yo a un príncipe este proverbio del labrador antiguo:  ,  [1217], o sea «que a quien pretende sacar provecho precisa sembrar con la mano y no verter con el saco». Es necesario esparcir la semilla, no extenderla: y habiendo que dar, o por mejor decir, que pagar y entregar a tantas gentes conforme hayan servido, debe ser el monarca avisado y leal dispensador. Si la liberalidad de un príncipe carece de discreción y medida, le prefiero mejor avaro.

Parece consistir en la justicia la virtud más propia de la realeza: y de todas las partes de la justicia a que la acompaña la liberalidad es la más digna de los monarcas, pues particularmente a su cargo la tienen reservada, ejerciendo como ejercen todas las demás mediante la intervención ajena. La inmoderada largueza es un medio débil de procurarles benevolencia, pues rechaza más gentes que atrae: Quo in plures usus sis, minus in multos uti possis... Quid autem est stultius, quam, quod libenter facias, curare ut id diutius facere non possis?[1218] Y cuando sin consideración del mérito se emplea, avergüenza al que la recibe y sin reconocimiento alguno se acoge. Tiranos hubo que fueron sacrificados por el odio popular en las mismas manos de quienes injustamente los levantaran: esta categoría de hombres, creyendo asegurar la posesión de los bienes indebidamente recibidos, muestran desdeñar y odiar a aquel de quien las recibieron, uniéndose en este punto al parecer y opinión comunes.

Los súbditos de un príncipe excesivo en dones conviértense a su vez en pedigüeños excesivos; mídense conforme al ejemplo, no con arreglo a la razón. En verdad que casi siempre debiéramos avergonzarnos de nuestra imprudencia, pues se nos recompensa injustamente cuando el premio iguala a nuestro servicio, sin considerar que por obligación natural estamos sujetos a nuestros príncipes. Si estos contribuyen a todos nuestros gastos, hacen demasiado, hasta con que los ayuden: el exceso se llama beneficio, y no se puede exigir, pues el nombre mismo de liberalidad suena como el de libertad. Con arreglo a nuestro modo de proceder, el don nunca se nos concede; lo recibido para nada se cuenta, no se gusta más que de la liberalidad futura, por lo cual, cuanto más un príncipe se agota en recompensas, más de amigos se empobrece. ¿Cómo saciaría los deseos, que crecen a medida que se llenan? Quien su pensamiento tiene fijo en el recibir no se acuerda de lo que recogió: la cualidad primordial de la codicia es la ingratitud.

No dirá mal aquí el ejemplo de Ciro, en provecho de los reyes de nuestra época, tocante a reconocer, cómo los dones de éstos serán bien o mal empleados, y a hacerles ver cuán dichosamente los distribuía este emperador con ellos parangonado. Por sus desórdenes se ven nuestros soberanos obligados a hacer sus empréstitos en personas desconocidas, y más bien en aquellas con quienes se condujeron mal que con las que procedieron bien; y ninguna ayuda reciben donde la gratitud existe sólo de nombre. Creso censuraba a Ciro su largueza, calculando a cuánto se elevaría su tesoro si hubiera tenido las manos más sujetas. Entró en ganas el primero de justificar su liberalidad y despachó de todas partes emisarios hacia los grandes de su Estado a quienes más presentes había hecho, rogando a cada uno que le socorriese con tanto dinero como le fuera dable para subvenir a una necesidad, enviándole la declaración de sus recursos. Cuando todas las minutas le fueron presentadas, sus amigos todos, considerando que no bastaba ofrecerle solamente lo que cada cual había recibido de su munificencia, añadió mucho de su propio peculio, resultando que la suma ascendía a mucho más de la economía que Creso había supuesto. A lo cual añadió Ciro: «Yo no amo las riquezas menos que los otros príncipes, más bien cuido mejor de ellas: ved con cuán escaso esfuerzo adquirí el inestimable tesoro de tantos amigos; cuánto más fieles guardadores de mis caudales me son que los mercenarios sin obligación ni afecto, y mi fortuna así está mejor custodiada que en cofres resistentes que echarían sobre mí el odio, la envidia y el menosprecio de los demás príncipes.»

Los emperadores se excusaban de la superfluidad de sus juegos y ostentaciones públicas porque su autoridad dependía en algún modo (en apariencia al menos) de la voluntad del pueblo romano, el cual estaba hecho de antiguo a ser complacido por tales espectáculos y excesos. Pero eran los particulares los que habían mantenido esa costumbre de gratificar a sus conciudadanos y a sus plebeyos a expensas de su peculio, principalmente por semejante profusión y magnificencia. Cuando fueron los amos los que vinieron a imitarlos, los espectáculos tuvieron otro gusto y carácter distintos: pecuniarum translatio ajustis dominis ad alienos non debet liberalis videri[1219]. Porque su hijo intentaba ganar valiéndose de presentes la voluntad de los macedonios, Filipo le amonestó en una carta en estos términos:

«¡Cómo! ¿deseas que tus súbditos te consideren como a su pagador y no como a su rey? ¿Quieres recompensarlos? Benefícialos con los presentes de tu virtud y no con las riquezas de tu cofre.»

Era sin embargo bella cosa el ver transportar y plantar en el circo gran número de corpulentos árboles, verdes y frondosos, representando una selva umbría, dispuesta con simetría hermosa, y en un día determinado lanzar dentro de ella mil avestruces, mil ciervos, mil jabalíes, mil gamos, abandonándolos para que se arrojasen sobre el pueblo; al día siguiente aporrear en su presencia cien enormes leones, cien leopardos y trescientos osos; y en el tercero día hacer combatir a muerte trescientas parejas de gladiadores, como en tiempo del emperador Probo. Era también cosa hermosa el ver estos grandes anfiteatros incrustados por fuera de mármol, labrado en estatuas y ornamentos, y por dentro resplandecientes de enriquecimientos raros,


Balteus en gemmis, en illita porticus auro[1220]:


todos los lados de este gran vacío llenos y rodeados de arriba abajo por sesenta u ochenta rangos de escalones, también de mármol, cubiertos de cojines,


Exeat, inquit,

si pudor est de pulvino surgat equestri,

cujus res legi non sufficit[1221];


donde podían acomodarse hasta cien mil hombres sentados a su gusto, y el lugar del fondo, en que los combates se sucedían y los ojos se regocijaban, hacer primeramente que por arte se entreabriera y hendiera en forma de cuevas, representando antros, los cuales vomitaban las fieras destinadas al espectáculo, y luego después inundado de un mar profundo que acarreaba multitud de monstruos marinos, cubierto de navíos armados, simulacro verdadero de un combate naval; en tercer lugar veíase allanar y secar de nuevo el recinto cuando el combate de gladiadores llegaba, y por último, cubrirlo con bermellón y estoraque en vez de arena para celebrar un festín solemne en honor del pueblo innúmero, que era el último acto de los celebrados en una sola jornada.


Quoties nos descendentis arenae

vidimus in partes, ruptaque voragine terrae

emersisse feras, et eisdem saepe latebris

aurea cum croceo creverunt arbuta libro!...

Nec solum nobis silvetria cernere monstra

contigit; aequoreos ego cum certantibus ursis

spectavi vitulos, et equorum nomine dignum,

sed deforme pecus.[1222]


A veces se hacía nacer una montaña elevada llena de frutales y verdosos árboles, en cuya cumbre había un arroyo que surgía cual de la boca de una fuente viva; otras ostentábase a la vista de todos un gran navío que por sí se abría y cerraba, y después de arrojar de su vientre cuatrocientas o quinientas fieras de combate se juntaba y desaparecía como por encanto; otras del fondo de la plaza lanzábanse surtidores y chorros de agua que subían a infinita altura, regando y perfumando a la multitud. Para resguardarla de las injurias del tiempo cubrían esta capacidad inmensa unas veces con tela purpurina elaborada con la aguja, otras con seda de colores varios, con las cuales cubrían y descubrían en un momento como les placía mejor.


Quamvis non modico caleant spectacula sole,

vela reducuntur, quum venit Hermogenes.[1223]


«Las redes que resguardaban al pueblo para defenderlo de la violencia de las fieras cuando saltaban estaban, también tejidas de oro»:


Auro quoque torta refulgent

retia.[1224]


Si hay algo que pueda ser excusable en tales excesos, reside allí donde la inventiva y la novedad promueven la admiración, no en lo que toca al gusto. En estas vanidades mismas descubrimos cuánto aquellos siglos pasados eran fértiles en otros espíritus distintos de los nuestros. Acontece con esta suerte de fertilidad cual con todas las demás producciones de la naturaleza: no puede afirmarse que entonces empleara su esfuerzo último: nosotros no marchamos, más bien rodamos y giramos aquí y allá, paseándonos sobre nuestros propios pasos; no alcanzamos a ver muy adelante ni muy hacia atrás; nuestros ojos abarcan poco y ven lo mismo: es nuestra vista corta en extensión de tiempo y materia:


Vixere fortes ante Agamemnona

multi, sed omnes illacrymabiles

urgentur, ignotique longa

nocte.[1225]


Et supera bellum Thebanum, et funera Trojae,

multi alias alii quoque res cecinere poetae[1226]:


y la narración de Solón en punto a lo que le enseñaran los sacerdotes egipcios acerca de la dilatada vida de su Estado y la manera de aprender y custodiar las historias extranjeras, no me parece contradecir la consideración apuntada. Si interminatam in omnes partes magnitudinem regionum videremus et temporum, in quam se injiciens animus et intendens, ite late longeque paregrinatur, ut nullam oram ultimi videat, in qua possit insistere: in hac immensitate... infinita vis innumerabilium appareret formarum.[1227] Aun, cuando todo lo que se nos refiere de los tiempos pasados fuera cierto y de todos conocido, en junto sería menos que nada comparado con lo que ignoramos. Y de esta misma imagen del mundo, que se desliza mientras por él pasamos, ¿cuán mezquino y fragmentario no es el conocimiento de los más curiosos? o solamente de los sucesos particulares, que frecuentemente el acaso convierte en ejemplares y señalados; de la situación de las grandes repúblicas y naciones, nos escapa cien veces más de lo que viene a nuestro conocimiento. Consideramos como milagrosa la invención de la artillería y la de nuestra imprenta, y otros hombres en el otro extremo del mundo, en la China, gozaban de ellas mil años ha. Si viéramos tanto mundo como dejamos de ver, advertiríamos sin duda una perpetua mutación y vicisitud de formas. Nada hay único y singular en la naturaleza, mas sí en relación con nuestros medios de conocimiento, que constituyen el miserable fundamento de nuestras reglas y que nos representan fácilmente una imagen falsísima de las cosas. Cuál sin fundamento concluimos hoy la declinación y decrepitud del mundo por los argumentos que sacamos de nuestra propia debilidad y decadencia:


Jamque adeo est affecta aetas, effaetaque tellus[1228]:


así, sin fundamento también, deducía Lucrecio su nacimiento y juventud por el vigor que veía en los espíritus de una época, copiosos en novedades e invenciones de diversas artes:


Verum, ut opinor, habet novitatem, summa, recensque

natura est mundi, neque pridem exordia cepit

quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur,

nunc etiam augescunt; nunc addita navigiis sunt

multa.[1229]


Nuestro mundo acaba de encontrar otro (¿y quién nos asegura que es el último de sus hermanos, puesto que los demonios, las sibilas y nosotros habíamos ignorado éste hasta el momento actual?) no menos grande, sólido y membrudo que él. Sin embargo, tan nuevo y tan niño que todavía se le enseña el a, b, c: no hace aún cincuenta años que desconocía las letras, los pesos, las medidas, los vestidos, los trigos y las viñas. Estaba todavía completamente desnudo, guarecido en el seno de la naturaleza, y no vivía sino con los medios que esta pródiga madre le procuraba. Si nosotros deducimos nuestro fin, y aquel poeta el de la juventud de su siglo, este otro mundo no hará sino entrar en la luz cuando el nuestro la abandone: el universo caerá en parálisis; un miembro estará tullido y el otro vigoroso. Temo mucho que hayamos grandemente apresurado su declinación y ruina merced a nuestro contagio, y que le hayamos vendido a buen precio nuestras opiniones e invenciones. Era un mundo niño, y nosotros no le hemos azotado y sometido a nuestra disciplina por la supremacía de nuestro valor y fuerza naturales; ni lo hemos ganado con nuestra justicia y bondad, ni subyugado con nuestra magnanimidad. La mayor parte de sus respuestas y las negociaciones pactadas con ellos testimonian que nada nos debían en clarividencia de espíritu ni en oportunidad. La espantosa magnificencia de las ciudades de Cuzco y Méjico, y entre otras cosas análogas el jardín de aquel monarca en que todos los árboles, frutos y hierbas, conforme al orden y dimensiones que guardan en un jardín, estaban excelentemente labrados en oro, como en su cámara todos los animales que nacían en su Estado y en sus mares, y la hermosura de sus obras en pedrería, pluma y algodón, así como las pinturas, muestran que tampoco los ganábamos en industria. Mas en cuanto a la devoción, observancia de las leyes, bondad, liberalidad, lealtad y franqueza, buenos servicios nos prestó el no tener tantas como ellos: esa ventaja los perdió, vendiéndolos y traicionándolos.

Por lo que toca al arrojo y al ánimo; en punto a firmeza, constancia y resolución contra los dolores, el hambre y la muerte, nada temería en oponer los ejemplos que encontrara entre ellos a los más famosos antiguos de que tengamos memoria en el mundo de por acá. Pues los que acertaron a subyugarlos, que prescindan del engaño y aparato de que se sirvieron para engañarlos y del justo maravillarse que ganaba a esas naciones al ver llegar tan inopinadamente a gentes barbudas, diversas en lenguaje, religión, formas y continente, de un lugar del mundo tan lejano donde nunca supieran que hubiese mansión alguna, montados en grandes monstruos ignorados, para quienes no solamente no vieron nunca ningún caballo, pero ni siquiera animal alguno hecho a llevar y sostener hombre ni otra carga; guarnecidos de una armadura luciente y dura, y provistos de un arma resplandeciente y cortante para quienes por el milagro del resplandor de un espejo o del de un cuchillo cambiaban una cuantiosa riqueza en oro y perlas, y que carecían de ciencia y materiales por donde ser aptos a atravesar nuestro acero. Añádase a esto los rayos y truenos de nuestras piezas y arcabuces, capaces de trastornar al mismo César (a quien hubieran sorprendido tan inexperimentado como a ellos), contra pueblos desnudos, guarnecidos tan sólo de tejido de algodón, sin otras armas a lo sumo que arcos, piedras, bastones y escudos de madera; pueblos sorprendidos so pretexto de amistad y buena fe, por la curiosidad de ver cosas extrañas y desconocidas; quitad, digo, a los conquistadores esta disparidad, y los arrancaréis de paso la ocasión de tantas victorias. Cuando considero el indomable ardor con que tantos millares de hombres, mujeres y niños, presentándose y lanzándose tantas veces en medio de peligros inevitables en defensa de sus dioses y de su libertad; aquella generosa obstinación que les impulsaba a sufrir hasta el último extremo los mayores horrores y la muerte, de mejor gana que a someterse a la dominación de aquellos que tan vergonzosamente los engañaron, y algunos prefiriendo mejor desfallecer por hambre y ayuno, ya prisioneros, que aceptar la vida en manos de sus enemigos tan vilmente victoriosos, infiero que para quien los hubiera atacado de igual a igual, con iguales armas y experiencia y en el mismo número, habrían sido tanto o más terribles como los de cualquiera otra guerra.

¡Lástima grande que no cayera bajo César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble conquista, y una tan grande mutación y alteración de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la naturaleza había producido; mezclando, no sólo al cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de por acá, en cuanto éstas hubieran sido necesarias, sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a los naturales del país. ¡Qué reparación hubiera sido ésta, y qué enmienda se hubiera  promovido en toda es máquina, si los primeros ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros una sociedad e inteligencia fraternales! Cuán fácil hubiera sido sacar provecho de almas tan nuevas, tan hambrientas de aprendizaje, cuya mayor parte habían tenido comienzos naturales tan hermosos! Por el contrario, nosotros nos servimos de su ignorancia e inexperiencia para plegarlos más fácilmente hacia la traición, la lujuria, la avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, a ejemplo y patrón de nuestras costumbres. ¿Quién aceptó jamás a tal precio las ventajas del comercio y del tráfico? ¿Quién vio nunca tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la más rica y hermosa parte del universo derrumbada con el simple fin de negociar las perlas y las especias? ¡Mecánicas victorias! Jamás la ambición, jamás las públicas enemistades empujaron a los hombres los unos contra los otros a tan horribles hostilidades y a calamidades tan miserables.

Costeando el mar en busca de sus minas algunos españoles tocaron tierra en una región fértil y pintoresca muy habitada, e hicieron a este pueblo sus amonestaciones acostumbradas: «Que eran gentes pacíficas, originarias de lejanas tierras, enviadas por el rey de Castilla, el príncipe más poderoso de toda la tierra habitada, a quien el Papa, representante de Dios aquí bajo, había concedido el principado de todas las Indias. Que si querían ser del soberano tributarios, serían con mucha benignidad tratados.» Pedíanles víveres para su nutrición y oro para el menester de alguna medicina, haciéndoles, además, presente la creencia en un solo Dios y la verdad de nuestra religión, que les aconsejaban abrazar, añadiendo a ello algunas amenazas. A lo cual les contestaron «que en cuanto a lo de pacíficos no tenían cara de serlo, si lo eran; que puesto que su rey pedía, debía de ser indigente y menesteroso; y en lo tocante a que se hiciera la distribución de que hablaban, que debía ser hombre amante de disensiones, puesto que concedía a un tercero lo que no era suyo, disputándoselo a sus antiguos poseedores. En punto a víveres proveeríanlos de ellos. Oro tenían poco, y lo consideraban como cosa de ninguna estima porque era inútil al servicio de la vida, yendo sus miras encaminadas solamente a pasarla dichosa y gratamente; así que, podían coger resueltamente cuanto encontraran, excepto el destinado al culto de sus dioses. En lo tocante a que no hubiera más que un solo Dios, el discurso les plugo, decían, pero no querían cambiar de religión, habiendo practicado útilmente la suya tan dilatados años; y que además acostumbraban sólo a recibir consejos de sus amigos y conocidos. Que en lo de amenazarlos, consideraban como signo de escasez de juicio el ir amedrentando a aquéllos de quien la naturaleza y los medios de defensa les eran desconocidos; de suerte que, lo mejor que podían hacer, era despacharse a desalojar prontamente sus tierras, pues no estaban acostumbrados a tomar en buena parte las bondades y amonestaciones de gentes armadas y extrañas; y que si así no obraban harían con ellos lo que con otros» (y les mostraban las cabezas de algunos hombres ajusticiados en derredor de la ciudad). Ved en esta respuesta un ejemplo del balbuceo de esta infancia. De todos modos, ni en este lugar ni en muchos otros en que los españoles no hallaron las mercancías que buscaban se detuvieron ni emprendieron conquistas, aun cuando con otras ventajas el país les brindara; testigos son mis caníbales[1230].

De los dos monarcas más poderosos de ese mundo, y acaso también de éste, reyes de tantos reyes, los últimos que se vieron arrojados de sus dominios, uno fue el del Perú, el cual habiendo sido hecho prisionero en una batalla y pedídose por él un rescate tan excesivo que sobrepujaba todo lo verosímil, luego de haber sido este fielmente pagado y de haber dado el rey por sus palabras muestra de un valor franco, liberal y constante, al par que de un entendimiento cabal y muy sensato, los vencedores entraron en deseos (después de haber sacado un millón trescientos veinticinco mil pesos de oro, a más de la plata y otras cosas, que no ascendían a menos, tanto que sus caballos llevaban herraduras de oro macizo); de ver aún, mediante cualquier deslealtad, por monstruosa que fuese, cuál podía ser todavía lo que quedaba de los tesoros de este rey, y gozar libremente de lo que guardara, formulose contra él una acusación tan falsa como las pruebas en que se apoyaban sobre el designio de sublevar sus huestes para ganar así la libertad, por lo cual, por hermosas componendas de los mismos que lo habían traicionado, se le condenó a ser ahorcado y estrangulado públicamente, librándole del tormento de la hoguera por el sacramento del bautismo que le hicieron recibir con el propio suplicio; horrorosa acción y sin ejemplo que sufrió, sin embargo, sin alterar su continente ni sus palabras, con actitud y gravedad verdaderamente regias. Luego, para adormecer a los pueblos pasmados y transidos de tan extraño espectáculo, simulose un gran duelo por su muerte ordenando celebrar funerales suntuosos.

El otro fue el rey de Méjico[1231], quien habiendo defendido largo tiempo su ciudad sitiada, y mostrado cuánto pueden el sufrimiento y la perseverancia (hasta el punto de que jamás acaso pueblo ni príncipe los igualaron), y su desdicha puéstole vivo en manos de sus enemigos, conviniéndose en la capitulación, que sería tratado como rey, su conducta en la prisión se avino bien con este dictado. Como después de la victoria no encontraran todo el oro que se prometieran, luego de haberlo todo revuelto y registrado, pusiéronse a buscar minas de este metal, aplicando para ello los más tremendos suplicios que pudieran imaginar a los prisioneros que tenían; y como no sacaran nada en limpio por haber chocado con ánimos más robustos que crueles eran los tormentos que sufrían, fueron a dar en rabia tan enorme, que, contra la prometida fe y contra todo derecho de gentes condenaron al suplicio al rey mismo y a uno de los principales señores de su corte, en presencia el uno del otro. Este señor, hallándose atormentado por el dolor, y rodeado de ardientes braseros, en sus últimos momentos volvió lastimosamente la vista hacia su dueño como para pedirle gracia, porque sus fuerzas no alcanzaban a más: el rey, clavando altiva y vigorosamente sus ojos en él, como conjura de su cobardía y pusilanimidad, le dijo solamente estas palabras, con voz potente y vigorosa: «¿Por ventura estoy yo en un baño colocado? ¿Estoy más a mi gusto que tú?» El así amonestado sucumbió de repente momentos después, y murió en el lugar donde se hallaba. El rey, medio asado, fue conducido a otra parte, no tanto por piedad (¿pues qué piedad movió jamás a tan bárbaras almas que por el dudoso indicio de algún vaso de oro que saquear hacían quemar ante sus ojos no ya a un hombre, sino a un rey tan grande en merecimientos y fortuna?), como porque su firmeza convertía en más vergonzosa la crueldad de sus verdugos. Por último le ahorcaron, no sin que antes intentara, por medio de las armas, libertarse de una tan dilatada cautividad y sujeción, haciendo su fin digno de un príncipe magnánimo.

Otra vez quemaron vivos, de un golpe en la misma hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres: cuatrocientos del bajo pueblo y sesenta de los principales señores de una provincia, simples prisioneros de guerra. Ellos mismos nos comunicaron tan horribles narraciones, pues no solamente las confiesan, sino que las encarecen y ensalzan. ¿Acaso como testimonio de su justicia o por el celo que en pro de su religión los animaba? En verdad son estos caminos demasiado opuestos y enemigos de un fin tan santo. Si se hubieran propuesto propagar nuestra fe, habrían considerado que no es poseyendo territorios como se amplifica, sino poseyendo hombres, y se hubieran conformado de sobra con las víctimas que las necesidades de la guerra procuran sin mezclar a ellas indiferentemente una carnicería cual si de animales salvajes se tratara, general tanto como el hierro y el fuego pudieron procurarla; no habiendo conservado por propio designio sino cuantos hombres trocaron en miserables esclavos para la obra y servicio de las minas, de tal suerte que muchos jefes españoles fueron ejecutados en los lugares mismos de la conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente escandalizados por el horror de sus empresas, siendo además casi todos ellos desestimados y odiados. Dios consintió meritoriamente que estos grandes saqueos fueran absorbidos por el mar al transportarlos, o por las intestinas guerras con que entre ellos se devoraron; y la mayor parte se enterraron en aquellos lejanos lugares, sin alcanzar ningún fruto de su victoria.

Cuanto a lo de que estos tesoros vayan a dar en manos de un príncipe económico y prudente, responden las riquezas tan poco a las esperanzas que sus predecesores acariciaron y a la abundancia primitiva que se encontró al pisar esas nuevas tierras (pues aun cuando se saque mucho, vemos que esto no es nada, comparado con lo que podía esperarse); el uso de la moneda era completamente desconocido, y el oro, por consiguiente, se hallaba todo junto, no sirviendo sino como cosa de aparato y ostentación, como un inmueble reservado de padres a hijos, mediante los poderosos reyes que agotaban sus minas para elaborar aquel gran montón de vasos y estatuas, y que sirviera de ornamento a sus palacios y a sus templos. Nosotros empleamos nuestro oro en el tráfico y comercio; lo trabajamos y lo modificamos en mil formas, lo esparcimos y dispersamos. Imaginemos que nuestros reyes amontonaran así todo el que pudieran encontrar durante varios siglos y lo guardaran inmóvil.

Los del reino de Méjico eran algo más civilizados y más artistas que los otros pueblos de aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin, fundamentándose en la desolación que nosotros allí llevamos. Creían que el ser del mundo se divide en cinco edades y en la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales cuatro habían ya hecho su tiempo y que el que los alumbraba era el quinto. El primero pereció con todas las otras criaturas por universal inundación de las aguas; el segundo, por el derrumbamiento del cielo sobre los mortales, que ahogó toda cosa viviente; en esta edad colocan la existencia de los gigantes e hicieron ver a los españoles osamentas según las cuales la estatura de los hombres media hasta veinte palmos de altura; el tercero acabó por el fuego, que todo lo abrasó y consumió; el cuarto, por una conmoción de aire y viento, que abatió hasta las montañas más altas: los hombres no murieron, pero fueron cambiados en monos. ¡Considerad las impresiones que experimenta la flojedad de la creencia humana! Después de la muerte de este cuarto sol el mundo permaneció veinticinco años sumergido en tinieblas densas; en el quinto, fueron creados un hombre y una mujer que rehicieron la raza humana; diez años después, en cierto día, el sol apareció nuevamente creado, y por él comenzaron su cómputo: al tercero de su creación murieron los dioses antiguos, y los nuevos nacieron luego de la noche a la mañana. Sobre lo que opinan de la manera cómo este sol desaparecerá, nada sabe mi autor, mas el número de esta cuarta modificación concuerda con aquella gran conjunción de los astros que produjo, según los astrólogos juzgan, hace ochocientos y pico de años, tantas alteraciones y novedades en el mundo.

En punto a magnificencia y pompa, que fue por donde comencé mi discurso, ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pueden, ya sea en utilidad, ya en dificultad o nobleza, comparar ninguno de sus portentos al camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, que va desde la ciudad de Quito hasta la del Cuzco (mide trescientas leguas). Recto, unido, ancho de veinticinco pasos, empedrado, revestido a ambos lados de murallas elevadas y hermosas, por cuya parte superior corren arroyos perennes bordeados por robustos árboles, que llaman molli los naturales del país. Donde había montañas y rocas, las cortaron y allanaron llenando los huecos de piedra y cal. En el límite de cada jornada hay palacios soberbios provistos de víveres, vestidos y armas, así para los viajeros como para los ejércitos que los transitan. En la consideración de esta obra me fijé sólo en la dificultad de realizarla, que es particularísima en aquellas regiones. No labraban piedras menores de diez pies cuadrados, ni tenían otro medio de arrancarlas que la fuerza de sus brazos, arrastrando la carga; tampoco conocían el arte de andamiar, no alcanzándoseles otra fineza que la de ir yuxtaponiendo tierra sobre los muros a medida que los iban levantando para permanecer junto a la construcción.

Pero volvamos a nuestros coches. En lugar de éstos o de cualquiera otro vehículo hacíanse conducir por cargadores y en hombros. Aquel último rey del Perú el día que fue cogido, era llevado en unas andas de oro: sentado en una silla de lo mismo, en medio de la batalla. Cuantos portadores mataban para hacerle dar en tierra (pues querían cogerle vivo), otros tantos en competencia ocupaban el lugar de los muertos, de suerte que no lograron abatirle por víctimas que hicieran en estas gentes, hasta que un jinete se apoderó de su cuerpo y le derribó por tierra.



De la incomodidad de la grandeza

Puesto que no podemos alcanzarla, venguémonos de ella maldiciéndola, si maldecir de alguna cosa es encontrarla defectos, los cuales en todas se reconocen por hermosas y codiciables que sean. En general, la grandeza tiene esta evidente ventaja, que cuando lo place se rebaja, y que sobre poco más o menos tiene a la mano una u otra condición, pues no se da un batacazo de la altura, más frecuentes son los que descender pueden sin caer. Paréceme que la damos valor sobrado, como también a la resolución de aquellos a quienes vimos o de quienes oímos que la desdeñaron: su esencia no es tan evidentemente ventajosa que no se la pueda rechazar sin realizar un milagro. Para mí, el esfuerzo es bien difícil ante el sufrimiento de los males, mas en el contentamiento de una mediocre medida de fortuna, y en el huir la grandeza, encuentro molestia escasa: ésta es una virtud, a mi ver, a la cual yo, que soy un ganso, llegaría sin gran violencia. ¿Qué pensar, por lo mismo, de los que hacen valer la gloria que acompaña al rechazar la gloria, en lo cual puede haber más ambición que un el deseo mismo de disfrutar goces y grandezas? Jamás la ambición se encamina mejor, dada su índole, que cuando va por caminos extraviados e inusitados.

Yo aguzo mi ánimo hacia la paciencia y lo debilito hacia el deseo: que desear tengo como cualquiera otro y consiento a mis deseos igual libertad e indiscreción; mas, sin embargo, no me sucedió jamás apetecer imperio ni realeza, ni la eminencia de las elevadas fortunas imperativas: no me encamino por este lado, porque me quiero de sobra. Cuando en crecer pongo mi pensamiento, es bajamente, con un crecimiento lleno de sujeción y cobardía, adecuado a mi naturaleza en resolución, prudencia, salud, belleza y aun riqueza. Mas aquel crédito y aquella tan poderosa autoridad oprimen mi fantasía, y muy al contrario de César gustaría mejor ser el segundo o el tercero en Perigueux que el primero en París: y al menos en puridad de verdad quisiera ser más bien el tercero en París que el primero en dignidad. No quiero yo debatir con un hujier custodiador de puertas, como un miserable desconocido, ni hendir siendo adorado las multitudes por donde paso. Así por las circunstancias como por inclinación estoy habituado a las regiones medias; en el gobierno de mi vida y en el de mis empresas he demostrado más bien huir que desear la trasposición del grado de fortuna en que Dios colocó mi nacimiento; toda constitución natural es semejantemente equitativa y fácil. Mi alma es de tal suerte poltrona que yo no mido la buena estrella según su elevación, sino conforme a la tranquilidad y a la calma con que se alcanzó.

Mas si mi ánimo no es varonil, en cambio me ordena publicar resueltamente sus debilidades. Quien me diera a cotejar la vida de L. Torio Balbo, hombre cortés, hermoso, sabio, sano, entendido y abundante en toda suerte de comodidades y placeres, viviendo una existencia sosegada y toda suya, con el alma bien templada contra la muerte, la superstición, los dolores y las demás miserias de la humana necesidad, acabando, en fin, en los campos de batalla con las armas en la mano defendiendo a su país, de una parte, y, de otra, la vida de Marco Régulo, tan grande y elevada como todos saben, y su fin admirable; la una sin dignidades ni nombradía, la otra ejemplar y gloriosa a maravilla, respondería como Cicerón, si supiera decir también como él. Mas si me precisara compararlas con la mía diría también que la primera se acomoda tanto a mis inclinaciones y deseos como la segunda se aleja de ellos; que a ésta no puedo llegar sino por veneración, y de buen grado tocaría la otra por costumbre.

Volvamos a la grandeza temporal, de donde partimos. Me repugna el mando activo y pasivo. Otanez, uno de los siete pretendientes a la corona de Persia, tomó una determinación que yo de buena gana hubiera adoptado, y que consistía en abandonar a sus colegas sus derechos de poder llegar al trono por elección o suerte, siempre y cuando que él y los suyos vivieran en ese imperio fuera de toda sujeción y vasallaje, salvo los que las antiguas leyes ordenaban, y disfrutaran de toda la libertad que contra ellas no fuera. No gustaba de gobernar y tampoco de ser gobernado.

El más rudo y difícil de todos los oficios, a mi ver, es el de monarca cuando se desempeña dignamente. Más de lo que comúnmente se acostumbra excuso sus defectos en consideración al tremendo peso de su cargo, cuya conspiración me trastorna. Es difícil guardar tacto ni medida, en un poder tan desmesurado; así que, hasta en aquellos mismos cuya naturaleza es menos excelente, reconocemos una inclinación singular hacia la virtud por estar colocados en un sitial donde ningún bien se hace sin que no sea registrado y tenido en cuenta; donde el beneficio más insignificante recae sobre tantas gentes, y donde la capacidad como la de los predicadores va al pueblo principalmente enderezada, juez poco puntual, fácil de engañar y de contentar. Pocas cosas hay sobre las cuales nos sea dable emitir juicio sincero, porque también son contadas aquellas en que en algún modo no tengamos particular interés. La superioridad y la inferioridad, el mandar y el obedecer, vense obligados al envidiar y al cuestionar permanentes; precisa, que se saqueen perpetuamente. No creo en el uno ni en el otro de los derechos de su compañera: dejemos obrar a la razón, que es inflexible o impasible, cuando de ella podamos disponer a nuestro arbitrio. No hace todavía un mes hojeaba yo dos libros escoceses que se contradecían en este punto: el autor popular hace del rey un hombre de peor condición que un carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por cima de Dios en poder y soberanía.

Ahora bien, las molestias de la grandeza que aquí me propuse notar, a causa de una ocasión que de ello me advirtió recientemente, es ésta: quizás no haya nada más grato en el comercio de los hombres que las experiencias que realizamos unos en competencia con otros, impulsados por el celo de nuestro honor o de nuestro valor, ya sea en los ejercicios corporales ya en los espirituales, en los cuales la grandeza soberana no toma parte alguna. En verdad me ha parecido a veces que a fuerza de respeto tratamos a los príncipes desdeñosa e injuriosamente, pues aquello de que yo en mi infancia más me exasperaba era que los que se ejercitaban conmigo evitaban el emplearse con sus fuerzas todas por reconocerme indigno contrincante. Esto es precisamente lo que se ve acontecerles a diario, puesto que cada cual se reconoce por bajo para luchar contra ellos: si se echa de ver que alguna afección a la victoria les mueve por escasa que sea, nadie hay que no se esfuerce en facilitársela, y que mejor no prefiera traicionar su propia gloria que ofender la del monarca: no se echa mano de esfuerzo mayor que el necesario para servir al honor de los mismos. ¿Qué parte les cabe en la lucha en la cual todos están por ellos? Parécese contemplar aquellos paladines de las pasadas épocas que se presentaban en las luchas y combates con armas encantadas. Brissón se dejó ganar por Alejandro en las carreras: éste le regañó por ello, bien que mejor hubiera hecho castigándole a latigazos. Por estas consideraciones decía Carneades «que los hijos de los príncipes no aprenden nada a derechas, como no sea el manejo de los caballos; tanto más cuanto que en cualesquiera otros ejercicios todos se doblegan ante ellos y los dejan ganar; mas un caballo, que no es cortesano ni adulador, arroja por tierra al hijo de un rey lo mismo que al de un mozo de cordel».

Homero se vio obligado a consentir que Venus fuera herida en el combate de Troya (una tan dulce diosa y tan delicada), para procurarla así vigor y arrojo, cualidades que en manera alguna, recaen en aquellos que están exentos de peligro. Se hace que los dioses se encolericen, teman, huyan, se muestren celosos, se duelan y se apasionen para honrarlos con las virtudes que se edifican entre nosotros con esas imperfecciones. Quien no tiene participación en el acaso ni en la dificultad, se halla incapacitado para pretender, interés ninguno en el honor y satisfacción que acompañan a las aciones azarosas. Es lastimoso el poder tanto que acontezca que todas las cosas cedan ante vuestros deseos: vuestra fortuna lanza demasiado lejos de vosotros la sociedad y la compañía; os coloca demasiado aislados. Este bienestar y facilidad holgada de hacerlo todo inclinarse bajo el propio peso es enemigo de toda suerte de hacer; es resbalar y no marchar: es dormir y no vivir. Concebid al hombre acompañado de la omnipotencia, y le abismaréis: es necesario que por caridad os da el obstáculo y la resistencia. Su ser y su bien tienen a indigencia como base.

Las buenas cualidades de los príncipes son muertas y perdidas, pues como quiera que no se experimentan sino se por comparación, y se las coloca por fuera, tienen ese conocimiento de la verdadera alabanza, viéndose sacudidas por una aprobación uniforme y continuada. ¿Se las han con el más torpe de entre sus súbditos? pues carecen de medios para alcanzar ventaja sobre él; diciendo: «Porque es mi rey», le parece haber dicho bastante para dar a entender que prestó la mano en el dejarse vencer. Esta cualidad ahoga y consume todas las demás que son verdaderas y esenciales, las cuales la realeza sumerge, y no los deja para hacerse valer sino las acciones que la tocan directamente y que la sirven, es decir, los ejercicios de su cargo: tanto es ser rey que sólo por ello lo es. Ese resplandor extraño que le rodea le oculta, y de nuestra vista le aparta; nuestro mirar se quiebra y disipa estando lleno y detenido por esa intensa luz. El senado romano otorgó a Tiberio el premio de elocuencia, que rechazó, considerando que un juicio tan poco libre, aun cuando hubiera sido justo, siempre llevaba el sello de la parcialidad.

De la propia suerte que se les conceden todas las ventajas punto a honor, también se confortan y autorizan los vicios y defectos que poseen, no sólo con la aprobación sino también con la imitación. Cada uno de los que formaban el séquito de Alejandro llevaba como él la cabeza inclinada a un lado; los cortesanos de Dionisio tropezaban unos contra otros en su presencia, empujaban y derribaban cuanto había a sus pies, para aparentar que eran tan cortos de vista como él. Las hernias sirvieron a veces de favor y de recomendación: he visto en candelero la sordera, y porque el amo odiaba a su mujer, Plutarco vio a los cortesanos repudiar las suyas, a quienes amaban. Mas aún: la lujuria se vio acreditada y toda otra disolución, como también la deslealtad, la blasfemia, la crueldad, la herejía e igualmente la superstición, la irreligión, la desidia y otros vicios peores, si es posible que los haya, por donde se incurría en pecado mayor que el de los aduladores de Mitridates, los cuales porque su dueño pretendía honrarse llamándose buen médico, le presentaban sus miembros para que los cortara y cauterizara, pues esos otros se dejaban cauterizar el alma, que es parte más delicada y noble.

Y para acabar por donde comencé: Adriano el emperador, cuestionando con el filósofo Favorino sobre el sentido de un vocablo, resultó fácilmente victorioso; como sus amigos se le quejaran: «Tenéis gracia, dijo el filósofo, ¿cómo queréis que no sea más sabio que yo, puesto que manda treinta legiones?» Augusto compuso versos contra Asinio Polio. «Yo me callo, dijo éste, porque no es muy prudente escribir en competencia con quien puede proscribir»; y tenía razón, pues Dionisio, por no poder igualar a Filoxeno en la poesía ni a Platón en el razonar, condenó al uno a las canteras y mandó vender al otro como esclavo a la isla de Egina.



Del arte de platicar

Es una costumbre de nuestra justicia el condenar a los unos para advertencia de los otros. Condenarlos simplemente porque incurrieron en delito, sería torpeza, como sienta Platón, pues contra lo hecho no hay humano poder posible que lo deshaga. A fin de que no se incurra en falta análoga, o de que el mal ejemplo se huya, la justicia se ejerce: no se corrige al que se ahorca, sino a los demás por el ahorcado. Igual es el ejemplo que yo sigo: mis errores son naturales e incorregibles, y como los hombres de bien aleccionan al mundo excitando su ejemplo, quizás pueda yo servir de provecho haciendo que mi conducta se evite:


Nonne vides, Albi ut male vivat filius?, utque

barrus inops? magnum documentum, ne patriam rem

perdere quis velit[1232];


publicando y acusando mis imperfecciones alguien aprenderá a temerlas. Las prendas que más estimo en mi individuo alcanzan mayor honor recriminándome que recomendándome; por eso recaigo en ellas y me detengo más frecuentemente. Y todo considerado, nunca se habla de sí mismo sin pérdida: las propias condenaciones son siempre acrecentadas, y las alabanzas descreídas. Puede haber algún hombre de mi complexión: mi naturaleza es tal que mejor me instruyo por oposición que por semejanza, y por huida que por continuación. A este género de disciplina se refería el viejo Catón cuando decía «que los cuerdos tienen más que aprender de los locos, que no los locos de los cuerdos»; y aquel antiguo tañedor de lira que según Pausanias refiere, tenía por costumbre obligar a sus discípulos a oír a un mal tocador, que vivía frente a su casa, para que aprendieran a odiar sus desafinaciones y falsas medias: el horror de la crueldad me lanza más adentro de la clemencia que ningún patrón de esta virtud; no endereza tanto mi continente a caballo un buen jinete, como un procurador o un veneciano, caballeros. Un lenguaje torcido corrige mejor el mío que no el derecho. A diario el torpe continente de un tercero me advierte y aconseja mejor que aquel que place; lo que contraría toca y despierta más bien que lo que gusta. Este tiempo en que vivimos es adecuado para enmendarnos a reculones, por disconveniencia mejor que por conveniencia; mejor por diferencia que por acuerdo. Estando poco adoctrinado por los buenos ejemplos, me sirvo de los malos, de los cuales la lección es frecuente y ordinaria. Esforceme por convertirme en tan agradable, como cosas de desagrado vi; en tan firme, como blandos eran los que me rodeaban; en tan dulce, como rudos eran los que trataba; en tan bueno, como malos contemplaba: mas con ello me proponía una tarea invencible.

El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es a mi ver la conversación: encuentro su práctica más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida, por lo cual si yo ahora me viera en la precisión de elegir, a lo que creo, consintiría más bien en perder la vista que el oído o el habla. Los atenienses, y aun los romanos, tenían en gran honor este ejercicio en sus academias. En nuestra época los italianos conservan algunos vestigios, y con visible provecho, como puede verse comparando nuestros entendimientos con los suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil, que apenas vigoriza: la conversación enseña y ejercita a un tiempo mismo. Si yo converso con un alma fuerte, con un probado luchador, este me oprime los ijares, me excita a derecha a izquierda; sus ideas hacen surgir las mías: el celo, la gloria, el calor vehemente de la disputa, me empujan y realzan por cima de mí mismo; la conformidad es cualidad completamente monótona en la conversación. Mas de la propia suerte que nuestro espíritu se fortifica con la comunicación de los que son vigorosos y ordenados, es imposible el calcular cuánto pierde y se abastarda con el continuo comercio y frecuentación que practicamos con los espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio que tanto como éste se propague: por experiencia sobrada sé lo que vale la vara. Gusto yo de argumentar y discurrir, pero con pocos hombres y para mi particular usanza, pues mostrarme en espectáculo a los grandes, y mostrar en competencia el ingenio y la charla, reconozco ser oficio que sienta mal a un hombre de honor.

Es la torpeza cualidad detestable; pero el no poderla soportar, el despecharse y consumirse ante ella, como a mí me ocurre, constituye otra suerte de enfermedad que en nada cede en importunidad a aquélla. Este vicio quiero ahora acusarlo en mí. Yo entro en conversación y en discusión con libertad y facilidad grandes, tanto más cuanto que mi manera de ser encuentra en mí el terreno mal apropiado para penetrar y ahondar desde luego los principios: ninguna proposición me pasma, ni ninguna creencia me hiere, por contrarias que sean a las mías. No hay fantasía, por extravagante y frívola que sea, que deje de parecerme natural, emanando del humano espíritu. Los pirronianos, que privamos a nuestro espíritu del derecho de emitir decretos, consideramos blandamente la diversidad de opiniones, y si a ellas no prestamos nuestro juicio procurámoslas el oído fácilmente. Allí donde uno de los platillos de la balanza está completamente vacío dejo yo oscilar el otro hasta con las soñaciones de una vieja visionaria; y me parece excusable si acepto más bien el número impar, y antepongo el jueves al viernes; si prefiero la docena o el número catorce al trece en la mesa; y de mejor gana una liebre costeando que atravesando un camino, cuando viajo, y el dar de preferencia el pie derecho que el izquierdo cuando me calzo. Todas estas quimeras que gozan de crédito en torno nuestro merecen al menos ser oídas. De mí arrastran sólo la inanidad, pero al fin algo arrastran. Las opiniones vulgares y casuales son cosa distinta de la nada en la naturaleza, y quien así no las considera cae acaso en el vicio de la testarudez por evitar el de la superstición.

Así pues, las contradicciones en el juzgar ni me ofenden ni me alteran; me despiertan sólo y ejercitan. Huimos la contradicción, en vez de acogerla y mostrarnos a ella de buen grado, principalmente cuando viene, del conversar y no del regentar. En las oposiciones a nuestras miras no consideramos si aquéllas son justas, sino que a tuertas o a derechas buscarnos la manera de refutarlas: en lugar de tender los brazos afilamos las uñas. Yo soportaría el ser duramente contradicho por mis amigos el oír, por, ejemplo: «Eres un tonto; estas soñando.» Gusto, entre los, hombres bien educados, de que cada cual se exprese valientemente, de que las palabras vayan donde va el pensamiento: nos precisa fortificar el oído y endurecerlo contra esa blandura del ceremonioso son de las palabras. Me placen la sociedad y familiaridad viriles y robustas, una amistad que se alaba del vigor y rudeza de su comercio, como el amor de las mordeduras y sangrientos arañazos. No es ya suficientemente vigorosa y generosa cuando la querella está ausente, cuando dominan la civilidad y la exquisitez, cuando se teme el choque, y sus maneras no son espontáneas: Neque enim disputari, sine reprehensione potes.[1233] Cuando se me contraría, mi atención despierta, no mi cólera; yo me adelanto hacia quien me contradice, siempre y cuando que me instruya: la causa de la verdad debiera ser común a uno y otro contrincante. ¿Qué contestará el objetado? La pasión de la cólera obscureció ya su juicio: el desorden apoderose de él antes que la razón. Sería conveniente que se hicieran apuestas sobre el triunfo en nuestras disputas; que hubiera una marca material de nuestras pérdidas, a fin de que las recordáramos, y de que por ejemplo mi criado pudiera decirme: «El año pasado os costó cien escudos en veinte ocasiones distintas el haber sido ignorante y porfiado.» Yo festejo y acaricio la verdad cualquiera que sea la mano en que la divise. Y en tanto que con arrogante tono conmigo no se procede, o por modo imperioso y magistral, me regocija el ser reprendido y me acomodo a los que no acusan, más bien por motivos de cortesía que de enmienda, gustando de gratificar y alimentar la libertad de los advertimientos con la facilidad de ceder, aun a mis propias expensas.

Difícil es, sin embargo, atraer a esta costumbre a los hombres de mi tiempo, quienes no tienen el valor de corregir, porque carecen de fuerzas suficientes para sufrir el ser ellos corregidos a su vez; y hablan además con disimulo en presencia los unos de los otros. Experimento yo placer tan intenso al ser juzgado y conocido, que llegar a parecerme como indiferente la manera cómo lo sea. Mi fantasía se contradice a sí misma con frecuencia tanta, que me es igual que cualquiera otro la corrija, principalmente porque no doy a su reprensión sino la autoridad que quiero: pero me incomodo con quien se mantiene tan poco transigente, como alguno que conozco, que lamenta su advertencia cuando no es creído, y toma a injuria el no ser obedecido. Lo de que Sócrates acogiera siempre sonriendo las contradicciones que se presentaban a sus razonamientos puede decirse que de su propia fuerza dependía, pues habiendo de caer la ventaja de su lado aceptábalas como materia de nueva victoria. Mas nosotros vemos, por el contrario, que nada hay que trueque en suspicaz nuestro sentimiento como la idea de preeminencia y el desdén del adversario. La razón nos dice que más bien al débil corresponde el aceptar de buen gana las oposiciones que le enderezan y mejoran. De mejor grado busco yo la frecuentación de los que me amonestan que la de los que me temen. Es un placer insípido y perjudicial el tener que habérnoslas con gentes que nos admiran y hacen lugar. Antístenes ordenó a sus hijos «que no agradecieran nunca las alabanzas de ningún hombre». Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que sobre mí mismo alcanzo cuando en el ardor del combate me inclino bajo la fuerza del raciocinio de mi adversario, que de la victoria ganada sobre él por su flojedad. En fin, yo recibo y apruebo toda suerte de toques cuando vienen derechos, por débiles que sean, pero no puedo soportar los que se suministran a expensas de la buena crianza. Poco me importa la materia sobre que se discute, y todas las opiniones las admito: la idea victoriosa también me es casi indiferente. Durante todo un día cuestionaré yo sosegadamente si la dirección del debate se mantiene ordenada. No es tanto la sutileza ni la fuerza lo que solicito como el orden; el orden que se ve todos los días en los altercados de los gañanes y de los mancebos de comercio, jamás entre nosotros. Si se apartan del camino derecho, es en falta de modales, achaque en que nosotros no incurrimos, mas el tumulto y la impaciencia no les desvían de su tema, el cual sigue su curso. Si se previenen unos a otros, si no se esperan, se entienden al menos. Para mí se contesta siempre bien si se responde a lo que digo; mas cuando la disputa se trastorna y alborota, abandono la cosa y me sujeto sólo a la forma con indiscreción y con despecho, lanzándome en una manera de debatir testaruda, maliciosa e imperiosa, de la cual luego me avergüenzo. Es imposible tratar de buena fe con un tonto; no es solamente mi discernimiento lo que se corrompe en la mano de un dueño tan impetuoso, también mi conciencia le acompaña.

Nuestros altercados debieran prohibirse y castigarse como cualesquiera otros crímenes verbales: ¿qué vicio no despiertan y no amontonan, constantemente regidos y gobernados por la cólera? Entramos en enemistad primeramente contra las razones y luego contra los hombres. No aprendemos a disputar sino para contradecir, y cada cual contradiciéndose y viéndose contradicho, acontece que el fruto del cuestionar no es otro que la pérdida y aniquilamiento de la verdad. Así Platón en su República prohíbe este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos. ¿A qué viene colocaros en camino de buscar lo que es con quien no adopta paso ni continente adecuados para ello? No se infiere daño alguno a la materia que se discute cuando se la abandona para ver el medio como ha de tratarse, y no digo de una manera escolástica y con ayuda del arte, sino con los medios naturales que procura un entendimiento sano. ¿Cuál será el fin a que se llegue, yendo el uno hacia el oriente y hacia el occidente el otro? Pierden así la mira principal y la ponen de lado con el barullo de los incidentes: al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que buscan; el uno está bajo, el otro alto y el otro de lado. Quién choca con una palabra o con un símil; quién no se hace ya cargo de las razones que se le oponen, tan impelido se ve por la carrera que tomó, y piensa en continuarla, no en seguiros a vosotros; otros, reconociéndose flojos de ijares, lo temen todo, todo lo rechazan, mezclan desde los comienzos y confúndenlo todo, o bien en lo más recio del debate se incomodan y se callan por ignorancia despechada, afectando un menosprecio orgulloso, o torpemente una modesta huida de contención: siempre que su actitud produzca efecto, nada le importa lo demás; otros cuentan sus palabras y las pesan como razones; hay quien no se sirve sino de la resistencia ventajosa de su voz y pulmones, otro concluye contra los principios que sentara; quién os ensordece con digresiones e inútiles prolegómenos; quién se arma de puras injurias, buscando una querella de alemán para librarse de la conversación y sociedad de un espíritu que asedia el suyo. Este último nada ve en la razón, pero os pone cerco, ayudado por la cerrazón dialéctica de sus cláusulas y con el apoyo de las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no desconfía de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos? Nihil sanantibus litteris?[1234] ¿Quién alcanzó entendimiento con la lógica? ¿Dónde van a parar tantas hermosas promesas? Nec ad melius vivendum, nec ad commodius disserendum?[1235] ¿Acaso se ve mayor baturrillo en la charla de las sardineras que en las públicas disputas de los hombres que las ciencias profesan? Mejor preferiría que mi hijo aprendiera a hablar en las tabernas que en las escuelas de charlatanería. Procuraos un pedagogo y conversad con él; ¿cuánto no os hace sentir su excelencia artificial, y cuánto no encanta a las mujeres y a los ignorantes, como nosotros somos, por virtud de la admiración y firmeza de sus razones, y de la hermosura y el orden de las mismas? ¿Hasta qué punto no nos persuade y domina como le viene en ganas? Un hombre que de tantas ventajas disfruta con las ideas y en el modo de manejarlas, ¿por qué mezcla con su esgrima las injurias, la indiscreción y la rabia? Que se despoje de su caperuza, de sus vestiduras y de su latín; que no atormente nuestros oídos con Aristóteles puro y crudo, y lo tomaréis por uno de entre nosotros, o peor aún. Juzgo yo de esta complicación y entrelazamiento del lenguaje que para asediarnos emplean, como de los jugadores de pasa-pasa. Su flexibilidad fuerza y combate nuestros sentidos, pero no conmueve en lo más mínimo nuestras opiniones: aparte del escamoteo, nada ejecutan que no sea común y vil: por ser más sabihondos no son menos ineptos. Venero y honro el saber tanto como los que lo poseen, el cual, empleado en su recto y verdadero uso, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Mas en los individuos de que hablo (y los hay en número infinito de categorías), que establecen su fundamental suficiencia y saber, que recurren a su memoria, en lugar de apelar a su entendimiento, sub aliena umbra latentes[1236], y que de nada son capaces sin los libros, lo detesto (si así me atrevo a decirlo) más que la torpeza escueta. En mi país y en mi tiempo la doctrina mejora bastante las faltriqueras, en manera alguna las almas: si aquélla las encuentra embotadas, las empeora y las ahoga como masa cruda o indigesta; si agudas, el saber fácilmente las purifica, clarifica y sutiliza hasta la vaporización. Cosa es la doctrina de cualidad sobre poco más o menos indiferente; utilísimo accesorio para un alma bien nacida; perniciosa y dañosa para las demás, o más bien objeto de uso preciosísimo, que no se deja poseer a vil precio: en unas manos es un cetro, y en otras un muñeco.

Mas prosigamos. ¿Qué victoria mayor pretendéis alcanzar sobre vuestro adversario que la de mostrarle la imposibilidad de combatiros? Cuando ganáis la ventaja de vuestra proposición, es la verdad la que sale ventajosa; cuando os procuráis la supremacía que otorgan el orden y la dirección acertados de los argumentos, sois vosotros los que salís gananciosos. Entiendo yo que en Platón y en Jenofonte, Sócrates discute más bien en beneficio de los litigantes que en favor de la disputa, y con el fin de instruir a Eutidemo y a Protágoras en el conocimiento de su impertinencia mutua, más bien que en el de la impertinencia de su arte: apodérase de la primera materia como quien alberga un fin más útil que el de esclarecerla; los espíritus es lo que se propone manejar y ejercitar. La agitación y el perseguimiento pertenecen a nuestra peculiar cosecha: en modo alguno somos excusables de guiarlos mal o impertinentemente; el tocar a la meta es cosa distinta, pues vinimos al mundo para investigar diligentemente la verdad: a una mayor potencia que la nuestra pertenece ésta. No está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos sino más bien elevada en altitud infinita, en el conocimiento divino. El mundo no es más que la escuela del inquirir; no se trata de meterse dentro, sino de hacer las carreras más lucidas. Lo mismo puede hacer el tonto quien dice verdad que quien dice mentira, pues se trata de la manera, no de la materia del decir. La tendencia mía es considerar igualmente la forma que la sustancia, lo mismo al abogado que a la causa, como Alcibíades ordenaba que se hiciera; y todos los días me distraigo en leer diversos autores sin percatarme de su ciencia, buscando en ellos exclusivamente su manera, no el asunto de que tratan, de la propia suerte que persigo la comunicación de algún espíritu famoso, no con el fin de que me adoctrine, sin para conocerlo, y una vez conocido imitarle si vale la pena. Al alcance de todos está el decir verdad, mas el enunciarla ordenada, prudente y suficientemente pocos pueden hacerlo; así que no me contraría el error cuando deriva de ignorancia; lo que me subleva es la necedad. Rompí varios comercios que me eran provechosos a causa de la impertinencia de cuestionar con quienes los mantenía. Ni siquiera me molestan una vez al año las culpas de quienes están bajo mi férula, mas en punto a la torpeza y testarudez de sus alegaciones, excusas y defensas asnales y brutales, andamos todos los días tirándonos los trastos a la cabeza: ni penetran lo que se dice, ni el por qué, y responden por idéntico tenor; ocasionan motivos bastantes para desesperar a un santo. Mi cabeza no choca rudamente sino con el encuentro de otra; mejor transijo con los vicios de mis gentes que con sus temeridades, importunidades y torpezas: que hagan menos, siempre y cuando que de hacer sean capaces; vivís con la esperanza de alentar su voluntad, pero de un cepo no hay nada que esperar ni que disfrutar que la pena valga.

Ahora bien, ¿qué decir si yo tomo las cosas diferentemente de lo que son en realidad? Muy bien puede suceder, por eso acuso mi impaciencia, considerándola igualmente viciosa en quien tiene razón como en quien no la tiene, pues nunca deja de constituir un agrior tiránico el no poder resistir un pensar diverso, al propio. Además, en verdad sea dicho, hay simpleza más grande ni más constante tampoco ni más estrambótica que la de conmoverse e irritarse por las insulseces del mundo, pues nos formaliza principalmente contra nosotros. Y a aquel filósofo del tiempo pasado[1237] nunca mientras se consideró estuvo falto de motivos de lágrimas. Misón, uno de los siete sabios, cuyos humores eran timonianos y democricianos, interrogado sobre la causa de sus risas cuando se hallaba solo, respondió: «Río por lo mismo, por deshacerme en carcajadas sin tener ninguna compañía.» ¿Cuántas tonterías no digo yo y respondo a diario, según mi dictamen y naturalmente, por consiguiente, mucho más frecuentes al entender de los demás? ¿Qué no harán los otros si yo me muerdo los labios? En conclusión, precisa vivir entre los vivos y dejar el agua que corra bajo el puente sin nuestro cuidado, o por lo menos con tranquilidad cabal de nuestra parte. Y si no, ¿por qué sin inmutarnos tropezamos con alguien cuyo cuerpo es torcido y contrahecho y no podemos soportar la presencia de un espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta dureza viciosa deriva más bien de la apreciación que del defecto. Tengamos constantemente en los labios aquellas palabras de Platón: «Lo que ve juzgo malsano ¿no será por encontrarme yo en ese estado? Yo mismo, ¿no incurro también en culpa? Mi advertimiento, ¿no puede volverse contra mí?» Sentencias sabias y divinas que azotan al más universal y común error de los hombres. No ya sólo las censuras que nos propinamos los unos a los otros, sino nuestras razones también, nuestros argumentos y materias de controversia pueden ordinariamente volverse contra nosotros: elaboramos hierro con nuestras armas, de lo cual la antigüedad me dejó hartos graves ejemplos. Ingeniosamente se expresó, y de manera adecuada, aquel que dijo:


Stercus cuique suum bene olet.[1238]


Nada tras ellos ven nuestros ojos: cien veces al día nos burlamos de nosotros al burlarnos de nuestro vecino; y detestamos en nuestro prójimo los defectos que residen en nosotros más palmariamente. Y de ellos nos pasmamos con inadvertencia y cinismo maravillosos. Ayer, sin ir más lejos, tuve ocasión de ver a un hombre sensato, persona grata, que se burlaba tan ingeniosa como justamente de las torpes maneras de otro, quien a todo el mundo rompe la cabeza con metódico registro de sus genealogías y uniones, más de la mitad imaginarias (aquéllos se lanzan de mejor grado en estas disquisiciones cuyos títulos son más dudosos y menos seguros), sin embargo, él, de haber parado mientes en sí mismo, hubiérase reconocido no menos intemperante y fastidioso en el sembrar y hacer valer la prerrogativa de la estirpe de su esposa. ¡Importuna presunción, de la cual la mujer se ve armada por las manos de su marido mismo! Si supiera éste latín, precisaríale decir con el poeta:


Agesis!, haec non insanit satis sua sponte; instiga.[1239]


No se me alcanza que nadie acuse no hallándose limpio de toda mancha, pues nadie censuraría, ni siquiera estando como un crisol, en la misma suerte de mancha; mas entiendo yo que nuestro juicio, al arremeter contra otro del cual se trata por el momento, deja de librarnos de una severa jurisdicción interna. Oficio propio de la caridad es que quien no puede arrancar un vicio de sí mismo procure, no obstante, apartarlo en otro donde la semilla sea menos maligna y rebelde. Tampoco me parece adecuada respuesta a quien no advierte mi culpa decirle que en él reside igualmente. Nada tiene que ver eso, pues siempre el advertimiento es verdadero y útil. Si tuviéramos buen olfato, nuestra basura debiera apestarnos más, por lo mismo que es nuestra; y Sócrates es de parecer que aquel que se reconociera culpable, y a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia e injuria, debería comenzar por sí mismo a presentarse a la condenación de la justicia o implorar para purgarse el socorro de la mano del verdugo en segundo lugar a su hijo, y al extraño últimamente si este precepto es de un tono elevado en demasía, al menos quien culpable se reconozca debe presentarse el primero al castigo de su propia conciencia.

Los sentidos son nuestros peculiares y primeros jueces, los cuales no advierten las cosas sino por los accidentes externos, y no es maravilla si en todos los componentes que constituyen nuestra sociedad se ve una tan perpetua y general promiscuidad de ceremonias y superficiales apariencias, de tal suerte que la parte mejor y más efectiva de las policías consiste en eso. Constantemente nos las hemos con el hombre, cuya condición es ni maravillosamente corporal. Que los que quisieron edificar para nuestro uso en pasados años un ejercicio de religión tan contemplativo e inmaterial no se pasmen porque se encuentre alguien que crea que se escapó y deshizo entre los dedos, si es que ya no se mantuvo entre nosotros como marca, título e instrumento de división y de partido más que por ella misma. De la propia suerte acontece en la conversación: la gravedad, el vestido y la fortuna de quien habla, frecuentemente procuran crédito a palabras vanas y estúpidas; no es de presumir que una persona en cuyos pareceres son tan compartidos, tan temida, deje de albergar en sus adentros alguna capacidad distinta de la ordinaria; ni que un hombre a quien se encomiendan tantos cargos y comisiones, tan desdeñoso y ceñudo, no sea más hábil que aquel otro que le saluda de tan lejos y cuyos servicios nadie quiere. No ya sólo las palabras, también los gestos de estas gentes se toman en consideración, se pesan y se miden: cada cual se esfuerza en darles alguna hermosa y sólida interpretación. Cuando al hablar llano descienden y no se les muestra otra cosa que aprobación y reverencia, os aturden con la autoridad de su experiencia: oyeron, vieron, hicieron, os consumen con sus ejemplos. De buena gana les diría que el provecho de la experiencia de un cirujano no reside en la historia de sus operaciones, recordando que curó a cuatro apestados y tres gotosos, si no sabe de ellas sacar partido para formar su juicio, y si no acierta a hacernos sentir que su vista es más certera en el ejercicio de su arte; como en un concierto instrumental no se oye un laúd, un clavicordio y una flauta, sino una armonía general, reunión y fruto de todos los aparatos músicos. Si los viajes y los cargos los enmendaron, háganlo ver con las producciones de su entendimiento. No basta contar las experiencias, precisa además pesarlas y acomodarlas; hay que haberla digerido y alambicado para sacar de ellas las razones y conclusiones que encierran. Jamás hubo tantos historiadores; siempre es bueno y útil oírlos, pues nos proveen a manos llenas de hermosas y laudables instrucciones sacadas del almacén de su memoria, que es a la verdad un instrumento necesario para el socorro de la vida; pero no se trata de esto ahora, se trata de saber si esos recitadores y recogedores son dignos de alabanza por sí mismos.

Yo detesto toda suerte de tiranía, lo mismo la verbal que la efectiva; me sublevo fácilmente contra esas vanas circunstancias que engañan nuestro juicio por la mediación de los sentidos, y, manteniéndome ojo avizor en lo tocante a grandezas extraordinarias, encontré que éstas se componen en su mayor parte de hombres como todos los demás:


Rarus enim ferme sensus communis in illa

fortuna.[1240]


Acaso se los considera y advierte más chicos de lo que realmente son, por cuanto ellos emprenden más y se ponen más en evidencia: no responden a la carga que sobre sus hombros echaron. Es necesario que haya resistencia y poder mayores en el llevar que en el echarse a cuestas; quien no llenó por completo su fuerza os deja adivinar si le queda todavía resistencia pasado ese límite, y si fue probado hasta el último término. Quien sucumbe ante la carga descubre su medida a la debilidad de sus hombros; por eso se ven tantas torpes almas entre los hombres de estudios más que entre los otros hombres; de aquéllos se hubieran alcanzado varones excelentes, como padres de familia, buenos comerciantes, cumplidos artesanos: su vigor natural no medía mayor número de codos. La ciencia es cosa que pesa grandemente: ellos se doblegan bajo su peso. Para ostentar y distribuir esta materia rica y poderosa, para emplearla y ayudarse, su espíritu carece de vigor y pericia; sólo dispone de poderío sobre una naturaleza robusta. Ahora bien, las de esta índole son bien raras, las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad de la filosofía al traerla entre manos; semeja esta inútil y viciosa cuando está mal guardada. Así los hombres se estropean y a sí mismos se enloquecen:


Humani qualis simulator simius oris,

quem puer arridens pretioso stamine serum

velavit, nudasque nates ac terga reliquit,

ludibrium mensis.[1241]


Análogamente, aquellos que nos rigen y gobiernan, los que tienen el mundo en su mano, no les basta poseer un entendimiento ordinario, ni poder lo que nosotros podemos: están muy por bajo de nuestro nivel cuando no se encuentran muy por cima: de la propia suerte que más prometen, deben también cumplir más.

Por eso les sirve el silencio, no ya sólo como continente de respeto y gravedad, sino también como instrumento de provecho y buen gobierno, pues Megabizo, como visitara a Apeles en su obrador, permaneció largo tiempo sin decir palabra, y luego comenzó a discurrir sobre lo que veía cuyos discursos le valieron esta dura reprimenda: «Mientras te callaste, parecías algo de grande a causa de las cadenas que te adornan y de tu pomposo continente; pero ahora que se te ha oído hablar te menosprecian hasta mis criados.» Esos adornos magníficos, la resplandeciente profesión que desempeñaba, no le consentían permanecer ignorante como el vulgo y lo empujaron a hablar impertinentemente de lo que no entendía: debió mantener muda esa externa y presuntuosa capacidad. ¡A cuantas almas torpes, en mi tiempo, presto servicios relevantísimos el adoptar mi semblante estirado y taciturno, sirviéndolas como título de prudencia y capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente más por fortuna que por mérito; y muchas veces se incurre en grave error al culpar de ello a los monarcas: por el contrario, maravilla que la fortuna los acompañe casi siempre desplegando para ello tan poco acierto:


Principis est virtus maxima. nosse suos[1242]:


pues naturaleza no los favoreció con mirada tan vasta que pudieran extenderla a tantos pueblos como rigen para discernir la principalidad de ellos, y penetrar luego nuestros pechos, donde se albergan nuestra voluntad y el valor más precioso. Preciso es, por consiguiente, que nos escojan por conjeturas y a tientas, movidos por la familia a que pertenecemos, por nuestras riquezas, por doctrinas y por la voz del pueblo, que son argumentos debilísimos. Quien pudiera encontrar medio de que justamente se nos conociera y de elegir los hombres por razones fundamentales, establecería de golpe y porrazo una perfecta forma de gobierno.

«Dígase lo que se quiera, acertó a resolver este importante negocio.» Algo es algo, sin duda, pero eso no es bastante, pues esta sentencia es justamente recibida. «Que no ha que juzgar de los dictámenes en presencia de los acontecimientos que resultan.» Castigaban los cartagineses los torcidos pareceres de sus capitanes aun cuando fueran enmendados por un dichoso desenlace; y el pueblo romano, rechazó muchas veces el triunfo a victorias provechosas y grandes, porque la dirección del jefe no anduvo de par con su buena estrella. Ordinariamente se advierte en las mundanales acciones que la fortuna para mostrarnos su poderío sobre todas las cosas y como se gozó en echar por tierra nuestra presunción, no habiendo podido trocar a los necios en avisados, los convierte en dichosos, en oposición con todo sano principio, favoreciendo las ejecuciones, cuya trama es puramente suya. Por donde vemos a diario que los más sencillos de entre nosotros consiguen dar cima a empresas magnas privadas y públicas; y como el persa Siramnes respondió a los que se admiraban de que sus negocios anduvieran tan perversamente, en vista de que sus propósitos estaban impregnados de prudencia: «Que él tan sólo era dueño de sus iniciativas, mientras que del éxito de sus negocios lo era la fortuna»; las gentes de que hablo pueden responder por idéntico tenor, aunque por razones contrarias. La mayor parte de las cosas de este mundo se hacen por sí mismas;


Fata viam inveniunt[1243];


el desenlace a las veces denuncia una conducta estúpida: nuestra intermisión apenas sobrepuja la rutina, y comúnmente obedece más a la consideración del uso y al ejemplo que a la razón. Maravillado por la grandeza de una hazaña, supe antaño por los mismos que la realizaron los motivos del acierto. En ellos no encontré sino ideas vulgares; y las más ordinarias y usuales son también acaso las más seguras y las más cómodas en la práctica, si no son las que al exterior aparecen. ¿Qué decir, si las más ínfimas razones son las mejor asentadas, y si las más bajas y las más flojas y las más asendereadas son las que mejor se adaptan a la solución de los negocios? Para conservar su autoridad a los consejos de los reyes hay que evitar que los profanos en ellos participen y que no vean más allá de la primera barrera: debe reverenciarse, merced al ajeno crédito y en conjunto, quien seguir pretende alimentando su reputación. La consultación mía, personal, bosqueja algún tanto la materia, considerándola ligeramente por sus primeros aspectos: el fuerte y principal fin de la tarea acostumbra a resignarlo al cielo:


Permitte divis cetera.[1244]


La dicha y la desdicha son, a mi entender, dos potencias soberanas. Es imprudente considerar que la humana previsión pueda desempeñar el papel de la fortuna, y vana es la empresa de quien presume abarcar las causas y consecuencias, y conducir por la mano el desarrollo de su obra: vana sobre todo en las deliberaciones de la guerra. Jamás hubo mayor circunspección y prudencia militar de las que se ven a veces entre nosotros; ¿será la causa que se tenía extraviarse en el camino, reservándose para la catástrofe de ese juego? Más diré: nuestra prudencia misma y nuestra consultación siguen casi siempre la dirección de lo imprevisto: mi voluntad y mi discurso se remueven ya de un lado ya de otro, y hay muchos de estos movimientos que se gobiernan sin mi concurso; mi razón experimenta impulsiones y agitaciones diarias y casuales:


Vertuntur species animorum, et pectora motus

nunc alios, alios, dum nubila ventus agebat

concipiunt.[1245]


Considérese quiénes son los más pudientes en las ciudades, y quiénes los que mejor cumplen con su misión; se verá ordinariamente que son los menos hábiles. Sucedió a las mujerzuelas, a las criaturas y a los tontos el mandar grandes Estados al igual que los príncipes más capaces; y acierta mejor (dice Tucídides) la gente ordinaria que la sutil. Los efectos del buen sino achacámolos a prudencia;


Ut quisque fortuna utitur,

ita praecellet; atque exinde sapere illum omnes dicimus[1246]:


por donde hablo cuerdamente al decir que en todas las cosas los acontecimientos son testimonios flacos de nuestro valer y capacidad.

Decía, pues, que no basta ver a un hombre en un lugar relevante: aun cuando tres días antes le hayamos conocido como sujeto de poca monta, por nuestras apreciaciones se desliza luego una imagen de grandeza y consumada habilidad; y nos persuadimos de que al medrar en posición y en crédito, por hombre de mérito se le tiene. Juzgamos de él no conforme a su valer, sino a la manera como consideramos las fichas, según la prerrogativa de su rango. Mas que la fortuna cambie, que caiga y vaya a mezclarse con las masas, y entonces todos se inquieren, pasmados, de la causa que le había izado a semejante altura «¿Es el mismo? se dice. ¿No era antes más aventajado? ¿Los príncipes se conforman con tan poco? ¡A la verdad, estábamos en buenas manos!» Cosas son éstas que yo he visto en mi tiempo con frecuencia: hasta los personajes notables de las comedias nos impresionan en algún modo, y nos engañan. Aquello que yo mismo adoro en los monarcas es la multitud de sus adoradores: toda inclinación y sumisión les es debida, salvo la del entendimiento; mi razón no está hecha a doblegarse, son mis rodillas las que se humillan. Solicitado el parecer de Melancio sobre la tragedia de Dionisio: «No la he visto, contestó, tan alborotado es su lenguaje.» De la propia suerte, casi todos los que juzgan las conversaciones de los grandes debieran decir: «Yo no he oído lo que dijo, tan impregnado estaba de gravedad, de grandeza y majestad.» Antístenes persuadió a los atenienses para que ordenaran que sus borricos fueran empleados, lo mismo que sus caballos, en el trabajo de la tierra, a lo cual se le repuso que esos animales no habían nacido para tal servicio: «Es lo mismo, replicó el filósofo; la cosa no ha menester sino de vuestra ordenanza, pues los hombres más incapaces a quienes encomendáis la dirección de vuestras guerras no dejan de trocarse al punto en dignísimos porque en ello los empleáis»; a lo cual mira la costumbre de tantos pueblos que canonizan al de entre ellos elegido, y no se contentan con honrarle, sino que además le adoran los de Méjico, luego de terminadas las ceremonias de la proclamación, no se atreven ya a mirar a la cara de su soberano, cual si le hubieran deificado por su realeza; entre los juramentos que le hacen proferir, a fin de que mantenga la religión, leyes y libertades, y de que sea valiente, justo y bondadoso, jura también que hará al sol seguir su curso con su claridad acostumbrada, que las nubes se descargarán en tiempo oportuno, que los ríos seguirán su curso y que la tierra producirá todas las cosas necesarias a su pueblo.

Yo soy por naturaleza opuesto a esta común manera de ser; y más desconfío de la capacidad cuando la veo acompañada de grandeza, de fortuna y recomendación popular: precisanos considerar de cuánta ventaja sea el hablar a su hora, el escoger el verdadero punto de vista, el interrumpir la conversación o cambiarla con autoridad magistral, el defenderse contra la oposición ajena con un movimiento de cabeza, con una sonrisa, con el silencio, ante un concurso que se estremece de puro respeto y reverencia. Un hombre de monstruosa fortuna que interponía su parecer en una conversación ligera llevada al desgaire en su mesa, comenzaba de este modo sus reparos: «Quien en contrario se exprese no puede ser más que un embustero o un ignorante...» Seguid tan puntiaguda filosofía con un puñal en la mano.

He aquí otra advertencia de que alcanzo yo gran provecho: en las disputas y conversaciones todas las palabras que nos parecen buenas no deben incontinenti ser aceptadas. La mayor parte de los hombres son ricos en capacidad extraña; puede muy bien acontecer a tal individuo proferir un rasgo feliz, una buena respuesta o una recta sentencia, y llevarlas adelante desconociendo su fuerza. Que no se es poseedor de todo lo que prestado se recibe podré quizás comprobarlo con mis propios recursos. No hay que ceder al punto por verdad o belleza que la proposición en cierre; hay que combatirla de intento o echarse atrás, so pretexto de no entenderla, para tantear por todas partes de qué suerte habita en el que la emite; y aun así y todo, puede ocurrir que nos aferremos, ayudando al adversario más allá de sus alcances, y que le demos luz. Antaño empleé yo la réplica movido por la necesidad y aprieto del combate, que fueron más allá de mi intención y de mi esperanza: suministrábalas en número y acogíaselas en ponderación. De la propia suerte que cuando yo debato contra un hombre vigoroso me complazco en anticipar sus conclusiones y le allano la tarea de interpretarse, procurando prevenir su imaginación, naciente e imperfecta aún (el orden y la pertinencia de su entendimiento me advierten y amenazan de lejos), con aquellos otros, inconscientes, hago todo lo contrario: nada hay que entender sino lo que materialmente nos dicen, ni nada hay que presuponer. Si juzgan en términos generales, diciendo: «Esto es bueno; aquello no lo es», porque los encuentran a la mano, ved si es la casualidad la que los encontró en vez de ellos: que circunscriban y restrinjan un poco su sentencia explicando el por qué y el cómo. Esos juicios universales, que tan ordinariamente se emplean, nada dicen; son propios de gustos que saludan a todo un pueblo en masa y al barullo los que de él tienen conocimiento verdadero le saludan y advierten en número y especificando; mas esto es una empresa arriesgada: por donde yo he visto, con mayor frecuencia que a diario, acontecer que los espíritus débilmente constituidos, queriendo alardear de ingeniosos en el juicio que les sugiere la lectura de alguna obra, procurando señalar la belleza culminante de la misma, detienen su admiración con tan desdichado tino, que en lugar de enseñarnos la excelencia del autor nos muestran su propia ignorancia. Esta exclamación es de efecto seguro: «Eso es hermoso», habiendo oído una página entera de Virgilio. Por ahí se salvan los diestros; mas la empresa de seguirle por lo menudo y en detalle, con juicio expreso y escogido; el querer señalar por dónde un buen autor sobresale, pesando las palabras, las frases, las invenciones y sus diversos méritos, uno después de otro, ¡qué si quieres! Videndum est, non modo quid quisque loquatur, sed etiam quid quisque, sentiat, atque etiam qua de causa quisque sentiat.[1247] Diariamente oigo proferir a los tontos palabras que no lo son; dicen una cosa buena: sepamos hasta dónde la penetran: veamos por qué lado la agarraron. Nosotros los ayudamos a emplear esa bella expresión y esa razón hermosa, que no poseen sino que simplemente almacenan: acaso las produjeron por casualidad y a tientas: nosotros se las acreditarnos y avaloramos; les prestamos nuestra mano, ¿y para qué? Nada os lo agradecen, y con vuestra ayuda se truecan en más ineptos: no los secundéis; dejadlos que caminen solos; manejarán el principio que soltaron cual gentes que tienen miedo de escaldarse; no se atreven a cambiarlo de lugar, ni a presentarlo bajo distinto aspecto ni a profundizarlo: removedlo por poco que sea, y les escapa; lo abandonarán fuerte y hermoso como es: son armas hermosas, pero torpemente empuñadas. ¡Cuántas veces he visto de ello la experiencia! En conclusión, si llegáis a iluminarlos y a confirmarlos, incontinenti atrapan y hurtan la ventaja de vuestra interpretación: «Eso es lo que yo quise decir: he ahí cabalmente cuál era mi concepción; si yo no la expresé así, fue por culpa de mi lengua.» Soplad, y veréis lo que queda. Es necesario echar mano hasta de la malicia misma para corregir esa torpe altivez. El principio de Hegesías, según el cual «no hay que odiar ni acusar, sino instruir», es razonable en otros respectos aquí es injusto e inhumano el socorrer y enderezar a quien nada puede hacer con semejantes beneficios y a quien con ellos vale menos. Yo me complazco en dejarlos encenagarse y atascarse más todavía de lo que ya lo están y tan adentro, si es posible, que al fin lleguen a reconocerse.

La torpeza y el trastornamiento de los sentidos no son cosas que se curan con simples advertencias; podemos en verdad decir de esta enmienda lo que Ciro respondió a quien le impulsaba para que alentase a su ejército en el comienzo de una, batalla, o sea: «que los hombres no se truecan en valerosos y belicosos instantáneamente, por los efectos de una buena arenga; como tampoco convierte a nadie en músico el oír una buena canción». Es necesario el aprendizaje previo alimentado por educación dilatada y constante. Este cuidado lo debemos a los nuestros, y lo mismo la asiduidad en la corrección o instrucción, mas ir a sermonear al primer transeúnte, o regentar la ignorancia o ineptitud del primero con quien topamos es costumbre que detesto. Rara vez procedo yo de esa suerte, ni siquiera en las conversaciones en que tomo parte; prefiero abandonarlo todo por completo a venir a dar en esas instrucciones atrasadas y magistrales; mi humor tampoco se acomoda a hablar ni a escribir para uso de los principiantes. En las cosas que se dicen en común o entre extraños, por falsas y absurdas que yo las juzgue, jamás me pongo de por medio como enderezador, ni de palabra ni con ningún signo.

Por lo demás, nada me despecha tanto en la torpeza como el verla complacerse más de lo que ninguna razón es capaz de hacerlo sensatamente. Es desdicha que la prudencia os impida satisfaceros y contentaros de vosotros mismos, y que os rechace siempre malcontento y temeroso, donde mismo la testarudez y temeridad hinchen a sus propios huéspedes de seguridad y regocijo. Corresponde a los más estultos el mirar a los demás hombres por cima del hombro retornando siempre del combate hinchados de gloria y satisfacción; y casi siempre la temeridad de lenguaje y la alegría del semblante los hace salir gananciosos para con la asistencia, que es comúnmente débil e incapaz de bien juzgar y discernir las ventajas verdaderas. La obstinación y el ardor de la opinión son las más seguras muestras de estupidez: ¿hay nada tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno?

¿Por qué no mezclar en nuestras conversaciones y comunicaciones los rasgos puntiagudos y entrecortados que la alegría y la privanza introducen entre amigos, chanceando, y chanceándose grata y vivamente los unos de los otros? Ejercicio al cual mi alegría nativa me hace bastante apto; y si no es tan tendido y serio como el otro de que acabo de hablar, no es menos agudo ni ingenioso, ni tampoco menos provechoso, como Licurgo opinaba. Por lo que a mí toca, yo llevo a los coloquios mayor libertad que gracia, y me auxilia más bien el acaso que la invención; en el soportar soy cumplido, pues resisto el desquite, no solamente rudo, sino también indiscreto, sin molestarme para nada; y a la carga que se me viene encima, si no tengo con qué reponer en el acto bruscamente, tampoco voy entreteniéndome, en reponer de un modo pesado y enfadoso, rayano en la testarudez; la dejo asar, y agachando alegremente las orejas remito el hallar a mano mi razón para una hora más propicia: no es buen comerciante quien siempre sale ganancioso. La mayor parte de los hombres cambian de semblante y de voz en el punto y hora en que la fuerza les falta; y a causa de la cólera importuna, en lugar de vengarse, acusan su debilidad al par que su impaciencia. En estos desahogos pellizcamos a veces las secretas cuerdas de nuestras imperfecciones, las cuales aun permaneciendo en calma no podemos tocar sin consecuencias, y así entreadvertimos útilmente al prójimo de nuestras imperfecciones.

Hay otros juegos de manos, rudos e indiscretos, a la francesa, que yo odio mortalmente; mi epidermis es sensible y delicada. Durante el transcurso de mis días vi enterrar a causa de ellos a dos príncipes de nuestra sangre real, Es de pésimo gusto pelearse cuando se loquea.

Por lo demás, cuando yo quiero juzgar de alguien pregúntole cuánto de sí mismo se contenta: hasta dónde su hablar o su espíritu le placen. Quiero evitar esas hermosas excusas que dicen: «Lo hice distrayéndome:


Ablatum mediis opus est incubidus istud.[1248]


No me costó una hora siquiera; después no volví a poner en ello mano.» Así que, yo digo: dejemos todas esas fórmulas; otorgadme una que os represente por entero por la cual os plazca ser medidos, y luego ¿cuál es lo mejor que reconocéis en vuestra obra? ¿Es esta parte o la otra? ¿La gracia, el asunto, la invención, el juicio o la ciencia? Pues ordinariamente advierto que tanto se yerra al juzgar de la propia labor como al aquilatar la ajena, no sólo por la pasión que en el juicio va mezclada, sino también por carencia de capacidad, conocimiento y costumbre de discernir: la obra por su propia virtud y fortuna puede secundar al obrero y llevarle más allá de su invención y conocimientos. En cuanto a mí, no juzgo del valor de otra tarea con menos precisión que de la mía, y coloco los Ensayos, ya bajos ya altos, por manera dudosa o inconstante. Hay algunos libros útiles en razón de las cosas de que tratan, de los cuales el autor no alcanza recomendación ninguna; y hay buenos libros, como igualmente buenas obras, de que el obrero tiene que avergonzarse. Si yo discurriera sobre la naturaleza de nuestros banquetes y de nuestros vestidos (y escribiese malamente); si publicase los edictos de mi tiempo y las cartas de los príncipes que llegan a manos del público; si hiciera compendio de un buen libro (y toda abreviación de un libro bueno es un compendio torpe) el cual se hubiere perdido, o alguna cosa semejante, la posteridad alcanzaría singular provecho de tales composiciones; pero yo ¿qué otro honor sino el de mi buena fortuna? Buena parte de los libros famosos son de esta condición.

Cuando leí a Felipe de Comines hace algunos años (autor excelente en verdad), advertí esta frase, considerándola como riada vulgar: «Que precisa guardarse de prestar a su dueño un tan grande servio el cual le imposibilite de encontrar la debida recompensa», debí encomiar la invención, no a quien la escribió, pues la encontré en Tácito poco ha: Beneficia eo usque laeta sunt, dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere, pro gratia odium redditur[1249]: y en Séneca: Nam qui putat esse turpe non reddere, non vult esse cui feddat[1250]: y Cicerón con consistencia menor: Qui se non putat satisfacere esse nullo modo polest.[1251] El asunto, supuesta su naturaleza, puede hacer a un hombre erudito y de feliz memoria; mas para juzgar en las partes que mejor le pertenecen, que son al par las más dignas (la fuerza y la belleza de su alma), necesario es saber lo que es suyo y lo que no lo es, y en esto último cuánto se le debe en lo tocante a la elección, disposición, ornamento y lenguaje que proveyó. ¡Qué decir si tomó prestada la materia y estropeó la forma, como acontece con frecuencia! Nosotros que mantuvimos escaso comercio con los libros encontrámonos con este impedimento: cuando vemos alguna invención hermosa en un nuevo poeta, o algún argumento poderoso en un predicador, no nos atrevemos, sin embargo, a alabarlos por ello antes de que hayamos sido instruidos por algún erudito de si ambas cosas les fueron propias o extrañas; hasta saberlo, yo me mantengo siempre en guardia.

He recorrido de cabo a rabo las historia de Tácito, cosa que me acontece rara vez. Hace veinte años que apenas retengo libro en mis manos una hora seguida. No conozco autor que sepa mezclar a un «registro público» de las cosas tantas consideraciones de costumbres e inclinaciones particulares, y entiendo lo contrario de lo que él imaginaba, o sea que, habiendo de seguir especialmente las vidas de los emperadores de su tiempo, tan extremas y diversas en toda suerte de formas, tantas notables acciones como principalmente la crueldad de aquéllos ocasionaba en sus súbditos, tenía a su disposición un asunto más fuerte y atrayente que considerar y narrar, que si fueran batallas o revueltas lo que historiase: de tal suerte que a veces lo encuentro asaz conciso, corriendo por cima de hermosas muertes cual si temiera cansarnos con su multiplicación constante y dilatada. Esta manera de historiar es con mucho la más útil: las agitaciones públicas dependen más del acaso, las privadas de nosotros. Hay en Tácito más discernimiento que deducción histórica, y más preceptos que narraciones; mejor que un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender. Tan lleno está de sentencias que por todas partes se encuentra henchido de ellas: es un semillero de discursos morales y políticos para ornamento y provisión de aquellos que ocupan algún rango en el manejo del mundo. Aboga siempre con razones sólidas y vigorosas, de manera sutil y puntiaguda, según el estilo afectado de su siglo. Gustaban tanto los autores inflarse por aquel tiempo, que donde hallaban las cosas desprovistas de sutileza, se la procuraban por medio de las palabras. Su manera de escribir se asemeja no poco a la de Séneca: Tácito me parece más sustancioso; Séneca más agudo. Sus escritos son más apropiados para un pueblo revuelto y enfermo, como el nuestro al presente: frecuentemente diríase que nos pinta y que nos pellizca.

Los que dudan de su buena fe acusan de sobra su malquerencia. Sus opiniones son sanas y se coloca del lado del buen partido en los negocios romanos. Un poco me contraría, sin embargo, el que haya juzgado a Pompeyo con severidad mayor de la que envuelve el parecer de las gentes honradas que le trataron y con él vivieron: el que le estimara en todo semejante a Mario y Sila, aparte del carácter, que consideraba menos abierto. Sus intenciones no le eximieron de la ambición que lo animaba en el gobierno de los negocios, ni tampoco de la venganza; y hasta sus mismos amigos temieron que la victoria le hubiera arrastrado más allá de los límites de la razón, pero no hasta una medida tan desenfrenada: nada hay en su vida que nos haya amenazado de una tan expresa crueldad y tiranía. No hay que contrapesar la sospecha con la evidencia, de suerte que yo no participo de esa creencia. Que las narraciones de Tácito sean ingenuas y rectas podrá quizás ponerse en tela de juicio, pues no se aplican siempre con exactitud a las conclusiones de los suyos, los cuales sigue conforme a la pendiente que tomara, a veces más allá de la materia que nos muestra, la cual no presenta bajo un solo aspecto. No tiene necesidad de excusa por haber aprobado la religión de su época, según las leyes que le mandaban, e ignorado la verdadera: esto es su desdicha, mas no su defecto.

He considerado principalmente su juicio, y en todo él no estoy muy al cabo; como tampoco comprendo estas palabras de la carta que Tiberio, viejo y enfermo, enviaba a los senadores: «¿Qué os escribiré yo, señores, o cómo os escribiré, o qué no os escribiré en este tiempo? Los dioses y las diosas me pierden peor que si yo me sintiera todos los días perecer, sin embargo yo no lo sé»; no advierto por qué las aplica con certeza tanta a un pujante remordimiento que atormentaba la conciencia del emperador, al menos cuando tenía su libro en la mano no lo eché de ver.

También me pareció algo cobarde que necesitando decir que había ejercido cierto honroso cargo en Roma, vaya excusándose de que no es por varia ostentación como lo dice; este rasgo se me figura de baja estofa para un alma de su temple, pues el no atreverse a hablar en redondo de sí mismo acusa alguna falta de ánimo: un juicio rígido y altivo, que discierne sana y seguramente, usa a manos llenas de sus propios ejemplos personales como de los extraños, y testimonia francamente de sí mismo cual de un tercero. Preciso es pasar por cima de estos preceptos vulgares de la civilidad en beneficio de la libertad y la verdad. Yo me atrevo no solamente a hablar de mí mismo, sino a hablar de mí mismo solamente: me extravío cuando hablo de otra cosa, apartándome de mi asunto. No me estimo por manera tan indiscreta, ni estoy tan atado y mezclado a mí mismo que no pueda distinguirme y considerarme a un lado como a un vecino o como a un árbol: lo mismo se incurre en defecto no viendo hasta dónde vale, que haciendo más de lo que se ve. Mayor amor debemos a Dios que a nosotros mismos y lo conocemos menos, a pesar de lo cual hablamos de él a nuestro sabor.

Si los escritos de Tácito nos muestran algún tanto su condición, debemos creer que era un grave personaje, animoso y lleno de rectitud; no de una virtud supersticiosa, sino filosófica y generosa. Podrá encontrárselo arriesgado en sus testimonios, como cuando asegura que llevan de un soldado un haz de leña, sus manos se pusieron rígidas de frío y quedaron pegadas y muertas, separándose de sus brazos. Acostumbro en tales asertos a inclinarme bajo la autoridad de tan respetables testimonios.

Lo que cuenta de que Vespasiano por merced del Dios Serapis curó en Alejandría a una mujer ciega untándola los ojos con su saliva, y no recuerdo que otro milagro, hácelo por ejemplo y deber de todos los buenos historiadores, quienes registran los acontecimientos de importancia: entre los sucedidos públicos figuran también los rumores y opiniones populares. Es su papel relatar las creencias comunes, no el enderezarlas: esta parte toca a los teólogos y a los filósofos, directores de las conciencias. Por eso prudentísimamente éste su compañero, grande como él, dijo: Equidem plura transcribo, quam credo; nam nec affirmare sustineo, de quibus dubito, nec subducere, quae accepi[1252], y este otro: Haec neque affimare, neque refellere operae pretium est... famae rerum standum est.[1253] Escribiendo en un siglo en que la creencia en los prodigios comenzaba a declinar, dice, sin embargo, que no quiere dejar de insertarla en sus anales, ni menospreciar una cosa recibida por tantas gentes de bien y con reverencia tan grande vista de la antigüedad: muy bien dicho. Que los historiadores nos suministren la historia, más según la reciben que como la consideran. Yo que soy soberano de la materia que trato y que a nadie debo dar cuentas, no me creo por ello en todos los respectos: arriesgo a veces caprichos de mi espíritu, de los cuales desconfío, y ciertas finezas verbales que me hacen sacudir las orejas; pero las dejo correr al acaso. Yo veo que algunos se dignifican con tales cosas: no me incumbe sólo el juzgarlos. Preséntome en pie tendido; de frente y de espaldas, a derecha o izquierda, y en todas mis actitudes naturales. Los espíritus, hasta aquellos mismos que son iguales en consistencia, no lo son siempre en aplicación y gusto.

Esto es cuanto la memoria me sugiere en conjunto y de un modo bastante incierto; todos los juicios generales son descosidos e imperfectos.



De la vanidad

Acaso no haya ninguna más expresa que la de escribir tan sin fundamento. Aquello que Dios tan maravillosamente nos expresó[1254] debería ser cuidadosa y continuamente meditado por las gentes de ente indiferente. ¿Quién no ve que yo tomé un camino por el cual sin interrupción ni fatiga marchará mientras lava tinta y papel en el mundo? Como puedo trazar el registro de mi vida por mis acciones, colócolas sobrado bajas la fortuna, enderézolo de mis fantasías. Un gentilhombre vi, sin embargo, que no comunicaba de su vida sino las operaciones de su vientre: veíase en su casa, por su orden, toda una batería de bacines, de siete u ocho días, que formaban el asunto de su estudio y sus discursos; todo otro tema le hedía. Aquí se muestran algo más civilmente los excrementos de un viejo espíritu, a veces duro, suelto otras y siempre indigesto. ¿Y cuándo me veré yo al cabo en el representar una tan continua agitación y mutación de mis pensamientos, en cualquier punto que se fijen, puesto que Diomedes llenó seis mil libros con el solo asunto de la gramática? ¿Qué no debe producir la charla, puesto que el tartamudeo y desatamiento de la lengua ahogaron al mundo con una tan horrenda carga de volúmenes? ¡Tantas palabras por las palabras solamente! ¡Oh Pitágoras, que no conjurases tú esa tormenta! Acusábase a un Galba del tiempo pasado porque vivía ociosamente, y respondió que cada cual debía dar explicaciones de sus actos, no en su reposo. Equivocábase, pues la justicia debe tener conocimiento y animadversión también, de los que huelgan.

Mas debiera haber en las leyes algún poder coercitivo contra los escritores inútiles e ineptos, como lo hay contra los vagabundos y los holgazanes. Arrancarías así de las manos de nuestro pueblo a mí y a cien otros. Y es bien serio lo que digo; la manía de escribir parece ser como sintonía de un siglo desbordado: ¿cuándo escribimos tanto como desde que yacemos en perpetuo trastorno? Ni los romanos que en la época de su ruina. Aparte de que, el refinamiento de los espíritus no constituye la prudencia de los mismos en una república; esa ocupación ociosa emana de que cada cual se dedica flojamente a los deberes de su cargo, y se desborda. La corrupción del siglo se evidencia con la contribución particular de cada uno de nosotros: unos procuran la traición, otros la injusticia, la irreligión, la tiranía, la avaricia, la crueldad, conforme son más poderosos: los más débiles contribuyen con la torpeza, la vanidad y la ociosidad; entre, éstos me cuento yo. Parece la época en que vivimos propia para las cosas vanas, cuando que las perjudiciales nos acosan; en un tiempo en que el mal obrar es tan común, no proceder sino inútilmente en casi digno de alabanza. Yo me consuelo pensando que seré de los últimos de quienes habrá que echar mano: mientras se atienda a los más urgentes, lugar tendré de enmendarme, pues entiendo que sería ir contra la razón el perseguir los inconvenientes menudos cuando los grandes infestan. El médico Filotimo dijo a un enfermo que le presentaba un dedo para que se lo curase (y en cuya respiración y semblante reconocía una úlcera en los pulmones): «Amigo mío, no estás ahora en el caso de cuidarte de las uñas.»

Vi, sin embargo, hace algunos años un personaje, cuya memoria es para mí de recomendación singular, que en medio de nuestros tremendos males, cuando no había ni ley, ni justicia, ni magistrado que su cometido cumplieran, como tampoco los hay ahora, iba predicando no sé qué raquíticas reformas sobre la cocina, el traje y el pleiteo. Estos son juguetes con que se apacienta a un pueblo mal gobernado para simular que no del todo se le abandonó. Lo propio hacen los que se detienen a defender en todo momento las orillas del hablar, las danzas y los juegos, en un país abandonado a toda suerte de vicios execrables. No es razón el lavarse y desengrasarse cuando se es víctima de una terrible fiebre: sólo a los espartanos era lícito el peinarse y acicalarse en el momento de ejecutar alguna acción arriesgada de su vida.

Cuanto a mí, practico esta otra costumbre, de peores consecuencias todavía: si tengo un escarpín mal ajustado, mal colocadas quedan también mi capa y mi camisa: yo menosprecio el enmendarme a medias. Cuando me encuentro en mal estado me encarnizo con el mal; por desesperación me abandono, dejándome llevar hacia la caída, y lanzando, como ordinariamente se dice, el mango después del hacha. Obstínome en el empeoramiento y no me juzgo más digno de cuidarme: una de dos, me digo, o a maravilla o desastrosamente. Es para mí cosa favorable el que la desolación de este estado coincida con la de mi edad: de mejor grado sufro que mis malos se vean recargados que si mis bienes se hubieran visto enturbiados. Las palabras que yo profiero en la desdicha son palabras de despecho: mi vigor se erizará en vez de aplanarse; y al revés de todo el mundo que siento más devoto en la buena que en la mala fortuna, según el precepto de Jenofonte, si no según su razón, y miro con dulzura al cielo para gratificarle mejor que para pedirle. Cuido yo más bien de aumentar la salud cuando me sonríe, que de reponerla cuando la perdí: las prosperidades me sirven de disciplina e instrucción, como a los demás inmortales las adversidades y los latigazos. Cual si la buena fortuna fuera incompatible con la recta conciencia, los hombres no se truecan en honrados si no es en la adversidad. La dicha es para mí un singular aguijón, lo que me lanza a la moderación y a la modestia: la oración me gana, la amenaza me repugna, el favor me pliega y el temor me ensoberbece.

Entre las diversas condiciones humanas es bastante común el complacernos más con las cosas extrañas que con las propias, y gustar del movimiento y del cambio;


Ipsa dies ideo nos grato perluit haustu,

quod permutatis Hora recurrit equis[1255]:


yo también tengo mi parte correspondiente en tales achaques. Los que siguen el opuesto extremo de complacerse con ellos mismos; de estimar lo que poseen por cima de todo lo demás, y de no reconocer ninguna cosa más bella que la que tienen a la mano, si no son más aviados que nosotros, son en verdad más dichosos: yo no envidio su prudencia, mas sí su fortuna próspera.

Este ávido capricho de cosas nuevas y desconocidas, ayuda diestramente a alimentar en mí el deseo de viajar, pero bastantes otras circunstancias a él contribuyen, pues de buen grado me aparto del gobierno de mi casa. Hay algún placer en el mandar, aun cuando no sea más que en una granja y en el ser obedecido de los suyos, pero es una dicha demasiado lánguida y uniforme, yendo además por necesidad mezclada con muchos ingratos, unas veces la indigencia y la opresión de nuestros vecinos, otras la usurpación de que sois víctima os afligen:


Aut verberate grandine vineae,

fundusque mendax, arbore nunc aquas

culpante, nunc torrentia agros

sidera, nunc hiemes iniquas[1256]:


en seis meses apenas enviara Dios un tiempo con el cual vuestro arrendador se satisfaga cabalmente; y si fue bueno para las vides, no lo será para los prados


Aut nimiis torret fervoribus aetherius sol,

aut subiti perimunt imbres, gelidaeque pruinae,

fiabraque ventorum violento turbine vexant[1257]:


añádase a lo dicho el zapato nuevo y bien conformado de aquel hombre de los pasados siglos, que os atormenta el pie, y que un extraño no sabe lo que os cuesta, y los sacrificios, que a diario realizáis para mantener el buen orden que se ve en vuestra casa, que quizá compráis demasiado caros[1258].

Yo me consagré tarde a las cosas del hogar. Los que naturaleza hizo nacer antes que yo, descargáronme de ellas durante largo tiempo, y había tornado ya otros hábitos más en armonía con mi complexión. Sin embargo, a lo que he podido ver, es un quehacer más molesto que difícil: quienquiera que sea capaz de otras tareas lo será también de éstas. Si mi propósito en la vida fuera el de enriquecerme, consideraría este camino como largo en demasía: hubiérame puesto al servicio de los reyes, que es un tráfico más fértil que todos los otros. Puesto que no pretendo alcanzar sino la reputación de no haber adquirido nada, ni tampoco nada disipado, de acuerdo con el carácter de mi vida, impropio lo mismo al bien que al mal obrar, y puesto que mi designio consiste sólo en ir tirando, puede ejecutarse, a Dios gracias, sin ningún quebradero de cabeza. Poniéndoos en lo peor, corred siempre hacia las economías para huir la pobreza: es lo que yo estoy, atento y a corregirme, antes de que tal calamidad me fuerce. Yo establezco por lo demás en mi alma sobradas gradaciones para poder vivir con menos de lo que tengo, y pasándolo con contentamiento: non aestimatione census, verum victu atque cultu, terminatur pecuniae modus[1259]. Mis necesidades verdaderas no han menester exactamente de todo mi haber; todavía aun en último término podría presentar alguna resistencia a las desdichas. Mi presencia, ignorante y distraída como es, sirve a sustentar resistentemente mis negocios domésticos; en ellos que empleo, bien que con repugnancia, a más de que en mi vivienda ocurre que por encender aparte la candela por un cabo, el otro no deja de consumirse bonitamente.

Los viajes no me afectan más que por los gastos que suponen, los cuales son grandes y por cima de mis fuerzas como que ellos me acostumbrara a llevar no sólo lo necesario sino también algo más, para mí tienen que ser por necesidad cortos y poco frecuentes, en la proporción misma de su carestía. En ellos no empleo sino el sobrante de mi reserva, contemporizando y demorando según puedo disponer de ella. No quiero yo que el gasto del pasear corrompa el placer del reposo; muy al contrario, entiendo que se alimentan y favorecen el uno al otro. Prestome su concurso la fortuna en este respecto; puesto que mi principal ocupación en esta vida consiste en pasarla blandamente, y más bien desocupada que atareada, ninguna necesidad tuve de multiplicar mis riquezas para proveer a la multitud de mis herederos. Uno que Dios me dio, si no tiene bastante con lo que a mí me sobró para vivir a mis anchas, peor para él: su imprudencia no merecerá que yo le desee mayores ventajas. Y cada cual, según el ejemplo de Foción, provee suficientemente a las necesidades de sus hijos procurándoles su semejanza. En ningún caso sería yo del parecer de Crates, quien depositó su numerario en manos de un banquero con esta condición: «Si sus hijos eran torpes había de dárselo, y si hábiles distribuirlo a los más negados de entre todo el pueblo»: ¡cómo si los tontos por ser menos capaces de carecer de recursos fueran más aptos para usar de las riquezas!

El despilfarro a que mi ausencia da lugar, no me parece cosa digna de merecer que yo me prive de mis distracciones cuando la ocasión se presenta, mientras que encuentre en situación de soportarlo, alejándome de la penosa existencia doméstica.

En los hogares siempre hay algo que va como Dios quiere. Ya son los negocios de una casa, a los de otra lo que os saca de quicio. Contempláis todas las cosas muy de cerca; vuestra perspicacia os perjudica aquí como en otros respectos. Yo me aparto de las cosas que pueden procurarme malos ratos, y me desvío del conocimiento de lo que no marcha a derechas; y a pesar de todo tropiezo a cada instante con alguna cosa que me desplace. Las bribonadas que se me ocultan más, son las que mejor conozco: ocurre a veces que por evitar mayores males, precisa la ayuda de uno mismo para ocultarlos. Picaduras son éstas a veces sin trascendencia, pero picaduras al fin. De la propia suerte que los más menudos y tenues impedimentos son los más penetrantes, y así como la letra minuta es la que cansa más la vista, por el mismo tenor nos molestan los negocios nimios. La turba de males menudos ofende más que la violencia de uno solo, por descomunal que sea. A medida que estas punzadas domésticas son más espesas y finas, van mordiéndonos con agudeza mayor, aunque sin amenazarnos, pues nos sorprenden imprevistos fácilmente. Yo no soy filósofo: los males me oprimen según su magnitud, y ésta va de acuerdo con la forma y la materia y a veces más allá: mi perspicacia aventaja a la del vulgo, y así mi paciencia es también mayor; si los males no me hieren, me pesan por lo menos. La vida es cosa delicada y fácil de trastornar. Desde que mi semblante se volvió del lado de los pesares, nemo enim resistit sibi, quum caeperit impelli[1260], por estulta que sea la causa que a ellos me haya inclinado, se irrita mi honor hasta lo sumo; hay quien se alimenta y exaspera con sus propios quebrantos atrayéndolos y amontonándolos los unos sobre los otros como sustento de que nutrirse:


Stillicidi casus lapidem cavat[1261]:


estas goteras ordinarias me ulceran y me devoran. Los inconvenientes comunes no son ligeros en ningún caso, sino continuos e irreparables, principalmente cuando emanan de los miembros de la familia, perennes e inseparables. Cuando considero mis negocios de lejos y a bulto, reconozco, acaso por no disfrutar de una puntual memoria, que hasta hoy fueron prosperando más allá de mis cálculos y previsiones: a mi ver, abulto las cosas y en ellas pongo lo que no hay; la bondad de las mismas me traiciona. Mas cuando me encuentro sumergido en la tarea, y veo caminar todas esas parcelas,


Tum vero in curas animum diducimus omnes[1262]:


mil cosas para mí dejan que desear y me pongo a temer otras. Abandonarlas por completo sería facilísimo, enderezarlas sin apenarme muy difícil. Es lastimoso encontrarse en lugar donde todo cuanto veis os atarea y concierne; me parece gozar más alegremente los placeres que una casa extraña me procura, y llevar a ellos el gusto más libre y puro. Diógenes contestó por este tenor a quien le preguntaba la clase de vino que prefería, diciendo: «El de los demás.»

Gustaba mi padre de edificar Montaigne[1263], donde había nacido. En todo este manejo de negocios domésticos gusto yo servirme de su ejemplo e instrucciones, y en ellos inculcaré a mis sucesores cuanto me sea dable. Si algo mejor pudiera hacer por su memoria, cumpliríalo al punto, y me glorifico de que su voluntad se ejerza todavía y obre en mí. ¡No consienta Dios que deje yo debilitarse entre mis manos ninguna viva imagen que pueda elevar a un tan buen padre! Cuando dispongo el remate de algún viejo muro o el arreglo de alguna parte de edificio mal construida, considero más su intención que mi contento, acuso mi dejadez por no haber llegado a poner en los hermosos comienzos que dejó en su casa, con tanta mayor razón cuanto que estoy abocado a ser el último miembro de mi familia que la posea, y a darla la última mano. Por lo que toca a la aplicación particular mía, ni este placer de edificar, que dicen está tan lleno de atractivos, ni la caya, ni los jardines, ni otros placeres de la vida retirada, pueden procurarme grandes distracciones. Y esto es cosa de que me lamento cual de todas las demás opiniones que me acarrean molestias. No me curo tanto de profesar las distracciones vigorosas y doctas como me intereso en practicarlas fáciles y cómodas para la práctica de la vida: son verídicas y sanas cuando útiles y gratas. Los que al oírme confesar mi insuficiencia en las cosas domésticas me dicen luego al oído que mis palabras tienen mucho de menosprecio, y que desconozco los utensilios de labranza, las estaciones, su orden, cómo se elaboran mis vinos, cómo se injerta, cuál es el nombre y forma de los árboles y de los frutos y el aliño de las carnes de que me sustento; el nombre y el precio de las telas de que me visto, por profesar hondamente alguna ciencia más elevada y altisonante, me horripilan: eso se llamaría torpeza, y más bien estupidez que gloria. Mejor quisiera ser buen jinete que lógico irreprochable:


Quin tu aliquid saltem potius, quorum indiget usus,

viminibus mollique paras detexere junco?[1264]


Imposibilitarnos nuestros pensamientos con lo general y el universal gobierno de las cosas, las cuales a maravilla se las arreglan sin nuestro concurso: arrinconamos lo que nos incumbe, y a Miguel[1265], nos toca todavía más de cerca que el hombre. En conclusión, yo siento mis reales en mi vivienda, pero quisiera encontrar en ella mayores atractivos que en otra parte:


Sit meae utiam senectae,

sit modus lasso maris, et viarum,

militiaeque![1266]


No sé si podre conseguirlo. Quisiera que en lugar de cualesquiera otras cosas de las que mi padre me dejó me hubiera resignado ese apasionado amor que en sus viejos años a su vivienda profesaba. Considerábase dichosísimo en armonizar sus deseos con su fortuna, y conformándose con lo que tenía. La filosofía política acusará inútilmente la bajeza y esterilidad de mi ocupación si acierto a alcanzar una vez este gusto como él. Entiendo que entre todos el más noble oficio y el más justo consiste en servir al prójimo y en acertar a ser útil a muchos; fructus enim ingenii et virtutis, omnisque praestantiae, tum maximus capitur, quum in proximum quemque confertur[1267]: por lo que a mí toca de ello me desvío en parte por conciencia (pues por donde veo el peso de tal designio considero también los escasos medios con que cuento para afrontarlo; y Platón, maestro en toda suerte de gobierno político, no dejó tampoco de abstenerse), en parte por poltronería. Yo me contento con gozar del mundo sin apresurarme; con vivir una vida solamente excusable, y que ni para mí ni para los demás sea gravosa.

Jamás hubo nadie que se dejara llevar más plenamente que yo, ni con abandono mayor al cuidado y dirección de mi tercero, si tuviera a quien encomendarme. Uno de mis apetitos en los momentos actuales sería el dar con un yerno que supiera sustentar mis viejos años y adormecerlos; en cuyas manos depositara con poder soberano la dirección y el destino de mis bienes, y que ganara sobre mí lo que yo gano, siempre y cuando que mostrara el corazón reconocido y amigo. Mas ¡ay! de sobra sé que vivimos en un mundo donde hasta la lealtad de los propios hijos se desconoce.

Quien custodia mi bolsa cuando viajo, guárdala pura y sin inspección; lo mismo me engañaría con sumas y restas: y si no es un diablo quien la guarda, le obligo a bien obrar merced a tan omnímoda confianza. Multi fallere docuerun, dum timent falli; et allis jus peccandi, suspicando, fecerunt.[1268] La seguridad más común que mis gentes me inspiran alcánzola de mi desconocimiento: no creo en los vicios sino después de verlos, y confío de mejor grado en los jóvenes, a quienes considero menos adulterados por el mal ejemplo. Oigo decir de mejor grado al cabo de dos meses que se malbarataron cuatrocientos escudos que no el que mis oídos se aturdan todas las noches con la desaparición de tres, cinco o siete, y sin embargo he sido víctima de estos latrocinios en proporción tan escasa como otro cualquiera. Verdad es que yo doy la mano a la ignorancia y mantengo adrede algo turbio y dudoso el conocimiento de mi dinero, y hasta cierto punto me congratula el que así sea. Precisa dejar algún resquicio a la deslealtad o imprudencia de nuestro servidor: si nos queda en conjunto con qué satisfacer nuestro designio, este exceso de liberalidad de la fortuna dejémosle correr a su antojo, y su parte al que anda en pos de rebuscos. Después de todo, yo no encarezco tanto la buena fe de mis gentes como menosprecio los perjuicios que me infieren. Torpe y fea ocupación es el estudiar el dinero que se posee, complacerse en manejarlo, pesarlo y recontarlo. Por ahí comienza la avaricia a avecinarse.

Al cabo de diez y ocho años que gobierno mis bienes no he sabido tener fuerza de voluntad bastante para ver mis escrituras ni mis negocios principales, los cuales necesariamente han de pasar por mis manos y permanecer bajo mi cuidado. No es esto un menosprecio filosófico de las cosas transitorias y mundanales, pues mi gusto no está tan depurado, y las considero por lo menos en lo que valen, sino pereza y negligencia inexcusables o infantiles. ¿Qué no haría yo de mejor gana que leer un contrato, y qué no preferiría yo mejor que ir sacudiendo esos papelotes polvorientos, cual esclavo de mis negocios, o peor aún, de los ajenos, como tantas gentes hacen, por dinero contante y sonante? Nada para mí es tan caro como los cuidados y quebraderos de cabeza; lo que busco con ahínco es la dejadez y la flojedad. Yo creo que sería más propio para vivir de la fortuna ajena, si esto fuera posible sin obligación ni servidumbre; y sin embargo, examinando las cosas de cerca, ignoro (dadas mi situación, mi manera de ser y la carga de los negocios, servidores y domésticos) si no hay más abyección, importunidad y amargura en vivir como vivo, de las que habría de soportar en compañía de un hombre nacido en más elevada posición que la mía y que me consintiera marchar un tanto a mi guisa. Servitus obedientia est fracti animi et abjecti, arbitrio carentis suo.[1269] Crates fue más radical en su proceder, pues se lanzó de lleno en la pobreza para libertarse de las indignidades y cuidados caseros. Esto o no lo haría, porque detesto la indigencia tanto como el dolor, mas si cambiar la suerte de mi vida por otra menos elevada y atareada.

Cuando estoy ausente de mi hogar despójome por completo de tales pensamientos, y lamentaría menos el derrumbamiento de una torre que, presente, la caída de una teja. Mi alma se tranquiliza fácilmente ausente, pero en los lugares de los sucesos sufre como la de un viñador: una rienda mal colocada a mi caballo, o una correa del estribo mal ajustada me tendrán todo un día malhumorado. Fortifico mi ánimo contra los inconvenientes, pero la vista soy incapaz de domarla:


Sensus!, o superi, sensus![1270]


En mi casa respondo de todo cuando va torcido. Pocos amos (hablo de los de mediana condición como la mía, y si los hay son más afortunados) pueden encomendarse a un segundo sin que todavía les quede buena parte de la carga. Esto desvía algún tanto mis buenas maneras en punto a los visitantes; y acaso a veces me fue más dable detener a alguien mejor por mi cocina que por la acogida que le dispensé, como sucede a los huraños, y disminuye mucho el placer que yo debiera disfrutar en mi casa con la visita y congregación de mis amigos. El continente más torpe de un gentilhombre en sus dominios es el verle atareado dando órdenes, andando de aquí para allá, hablando al oído a un criado o dirigiendo a otro una mirada furibunda; debe el porte del amo caminar insensiblemente y representar siempre el ordinario: yo encuentro desastroso que se hable a los huéspedes del tratamiento que reciben ni para excusarlo ni para ensalzarlo. Complácenme el buen orden y la precisión,


Et cantharus et lanx

ostendunt mihi me[1271],


más que la abundancia, y miro en mi hogar puntualmente lo necesario, poco a la ostentación. Si un criado riñe en casa ajena, si un plato se vierte, vosotros reís solamente o dormitáis mientras el señor arregla las cosas con un maestresala en honor de vuestro recibimiento del día siguiente. Hablo de estos pormenores según mi entender, no dejando por ello de considerar, en general, cuán grato es a ciertas naturalezas una vivienda sosegada y próspera, dirigida con orden esmerado; y no quiero achacar a ello mis propios errores y rarezas, ni contradecir a Platón, quien juzga la más dichosa labor de cada cual el manejo de sus propios negocios sin menoscabo ajeno.

Cuando viajo, no tengo que pensar sino en mí y en el empleo de mi dinero; esto se compone de un solo precepto: si son menester varios, todo lo ignoro y me quedo en ayunas. En el gastar, algo me conozco, lo mismo que en la manera de hacerlo, que es a decir verdad su destino principal, mas yo me aplico sobrado ambiciosamente, lo cual lo trueca en deforme y desigual, y a más en inmoderado en uno u otro respecto. Cuando luce y sirve me dejo llevar sin ningún discernimiento, me contraigo con igual indiscreción cuando no luce, y la idea de gastar no me sonríe. Quienquiera que ses (naturaleza o arte), lo que imprime en nosotros esta condición de vida que se gobierna por la relación ajena procúranos mayor mal que bien: defraudámonos así a par de nuestras propias ventajas para mostrarlas apariencias según la opinión general. No nos importa tanto cuál sea nuestro ser en nosotros y en realidad como lo que de él aparece al público conocimiento: los bienes mismos del espíritu y de la sabiduría nos parecen estériles cuando sólo por nosotros son conocidos, cuando no se producen ante la vista y aprobación extrañas. Hay individuos cuyo oro corre a gruesos borbotones por lugares subterráneos, imperceptiblemente; otros lo extienden todo en láminas y en hojas, de tal suerte que en los unos los maravedises valen escudos y en los otros los escudos maravedises, puesto que el mundo juzga del empleo y del valor según las apariencias. Todo exceso de celo en torno de las riquezas huele a avaricia, su distribución misma y la liberalidad demasiado ordenada y artificial no son acreedoras a un cuidado y solicitud tan penosos: quien pretende gastar lo equitativo anda siempre con estrechuras y limitaciones. La guarda o el empleo son en sí mismas cosas indiferentes y no toman color en bien o en mal sino conforme a la aplicación de nuestra voluntad.

La otra causa que me convida a estos paseos es mi disentimiento con las costumbres actuales de nuestro Estado. Consolaríame fácilmente de esta corrupción considerando lo que con el interés público se relaciona;


Pejoraque saecula ferri

temporibus, quorum sceleri non invenit ipsa

nomen, et a nullo posuit natura metallo[1272];


pero no por mí individualmente. A mí en particular me incumbe la urgencia, pues en mi vecindad nos veremos muy luego veteranos en una forma de Estado tan desbordada por el largo desenfreno de estas guerras civiles,


Quippe ubi fas versun atque nefas[1273],


que a la verdad, maravilla el que puedan mantenerse.


Armati terram exercent, semperque recentes

convectare juvat praedas, et vivere apto.[1274]


En fin, yo veo por nuestro propio ejemplo que la sociedad humana se sostiene y cose por cualquiera suerte de medios. Sea cual fuere la manera como se los deje, los hombres apílanse y se acomodan removiéndose y amontonándose, cual los objetos dispersos que se meten en el bolsillo sin orden ni concierto encuentran por sí mismos medio de juntarse y emplazarse los unos entre los otros, a veces mejor que el arte más consumado hubiera acertado a disponerlos. El rey Filipo reunió un montón de los más perversos e incorregibles hombres que pudo encontrar, acomodándolos a todos en una ciudad que hizo construir ex profeso y que de ellos tomó nombre: yo juzgo que enderezaron con los vicios mismos una contextura política y una sociedad cómoda y justa. Yo veo no ya una acción, tres o ciento, sino costumbres de todos recibidas, tan feroces, sobre todo en inhumanidad y deslealtad (para mí la peor suerte de vicios), que carezco de valor bastante para concebirlas sin horror, y las admiro casi cuanto las detesto: el ejercicio de estas maldades insignes lleva la marca del vigor y la fuerza de alma, e igualmente la del error y el desequilibrio. La necesidad une a los hombres y los congrega: esta soldadura fortuita adquiere luego forma con las leyes, pues las hubo tan salvaje que ninguna mente humana pudiera concebirlas y que sin embargo mantuvieron el cuerpo a que se aplicaron tan rozagante y con vida tan dilatada como las de Platón y Aristóteles pudieran sostenerlo. Y a la verdad, todas esas descripciones de ciudadanía por arte simuladas son ridículas e ineptas cuando se llevan a la práctica.

Esas grandes y luengas alteraciones sobre la sociedad ideal y sobre los preceptos más cómodos para sujetarnos, solamente son propias para el ejercicio de nuestro espíritu, de la propia suerte que en las artes hay varios asuntos cuya esencia consiste en la agitación y en la disputa, y que de ninguna vida disfrutan fuera de ellas. Tal pintura de gobierno sería aplicable en un mundo nuevo, y nosotros disponemos de uno ya hecho y habituado a determinadas costumbres. Nosotros no lo engendramos como Pirra y como Cadmo. Cualquiera que sea el medio de que dispongamos para enderezarlo y arreglarlo de nuevo apenas podemos torcerlo de su pliegue acostumbrado sin que todo lo hagamos añicos. Preguntábase a Solón si había establecido para los atenienses las mejores leyes que le había sido posible: «Sí, respondió, de entre aquellas que podían acoger.» Varrón se excusa de manera semejante cuando dice «que si tuviera de nuevo que escribir sobre la religión diría lo que de ella cree, pero que hallándose ya recibida y formada hablará conforme al uso más bien que con arreglo a la naturaleza».

No por la opinión admitida, sino conforme a la verdad más estricta, el más excelente y mejor gobierno para cada pueblo es aquel bajo el cual se ha mantenido; su forma y comodidad esencial dependen del uso. Con frecuencia nos apenamos de la situación presente, mas yo entiendo, sin embargo, que el ir deseando el mando de pocos en un gobierno popular, o en la monarquía otra especie de régimen, son ideas viciosas y locas:


Aime l'estat, tel que tu le veois estre:

s'il est royal, aime la royanteé;

s'il est de peu, ou bien communauté,

aime l'aussi; car Dieut t'y a faict naistre.[1275]


Así hablaba de estas cosas el buen señor de Pibrac, a quien acabamos de perder, gentil espíritu de opiniones sanas y dulces costumbres. Esta muerte y la que al mismo tiempo lloramos del señor de Foix son pérdidas importantes para nuestra corona. Ignoro si queda en Francia una pareja semejante con que sustituir estos dos gascones, igualmente cabal en sinceridad y capacidad para el consejo de nuestros reyes. Eran almas diversamente hermosas y, en verdad, según el siglo en que vivimos, bellas y raras, cada una en su forma peculiar. ¿Quién las había plantado en esta edad, siendo tan inarmónicas y desproporcionadas con nuestra corrupción y nuestras tormentas?

Nada trastorna tanto un Estado como las innovaciones. El cambio da ocasión a la injusticia y a la tiranía. Cuando alguna parte del edificio se conmueve, puede apuntalarse; podemos oponer nuestras fuerzas a fin de que la adulteración y corrupción natural a todas las cosas no nos aparte de nuestros comienzos y principios; mas el intentar refundir una masa tan imponente y el cambiar los fundamentos de un edificio tan enorme, corresponde a aquellos que en vez de limpiar despedazan, a los que quieren enmendar los defectos particulares con la confusión general, y curar las enfermedades matando; non tam commutandarum, quam evertendarum rerum cupidi[1276]. El mundo es inhábil para sanar sus males; tan impaciente de lo que le oprime, que no piensa más que en sacudirlo sin considerar a qué coste. Mil ejemplos vemos de que se restablece ordinariamente a sus expensas. No es curación la descarga del mal presente cuando en general no hay enmienda de condición; el fin del cirujano no consiste en hacer morir la carne dañada, sino en el encaminamiento de su cura; sus miras van más lejos, procurando hacer renacer la natural y volver el órgano enfermo a su debido estado. Quien propone solamente arrancar lo que le corroe se queda corto, pues el bien no sucede necesariamente al mal; otro mal distinto puede venir después, y aun peor que el que antes había, como ocurrió a los matadores de César, quienes lanzaron a tal punto las cosas públicas, que luego se arrepintieron de haberse en ellas mezclado. A varios después, hasta nuestros siglos, aconteció lo propio. Los franceses mis contemporáneos están de ello bien informados. Todas las grandes mutaciones conmueven el Estado y lo trastornan.

Quien se encaminara derecho a la curación y reflexionara antes de poner manos a la obra se enfriaría fácilmente en su designio. Pacuvio Calavio corrigió el vicio de este proceder con un ejemplo memorable. Hallábanse sus conciudadanos insubordinados contra los magistrados; él, que era personaje de grande autoridad en la ciudad de Capua, encontró un día medio de encerrar al senado en su palacio, y convocando al pueblo en la plaza pública, dijo que el día era llegado en que con plena libertad podían vengarse de los tiranos que durante tanto tiempo los habían oprimido, a los cuales él tenía a su albedrío, solos y desarmados. Fue de parecer que se sortease a los encerrados uno tras otro y que sobre cada cual se dictaminara particularmente realizando al punto la ejecución de lo que se decretase, siempre y cuando que fuera dable colocar a algún hombre de bien en el lugar del condenado, a fin de que no quedara vacío el puesto. No habían acabado de oír el nombre de un senador cuando se elevó contra él un grito general de descontento: «Bien veo, dijo Pacuvio, que precisa deshacerse de éste; es un malvado, pongamos uno bueno en su lugar.» Un silencio profundo siguió a estas palabras, y nadie sabía de quién echar mano. Ante alguien que se reconoció más resuelto que los otros cien voces se levantaron, encontrándole mil imperfecciones y mil justas causas para rechazarlo. Todos estos pareceres contradictorios habiéndose alborotado, sucedió todavía peor con el segundo senador y con el tercero; hubo, en fin, tanta discordia en la elección como necesidad en la dimisión, hasta que por fin, todo el mundo harto del alboroto, comenzaron todos a desfilar sucesivamente de la asamblea, cada cual albergando en su alma esta resolución: «que el mal más añejo y mejor conocido es siempre más soportable que el reciente e inexperimentado».

Porque nos veamos lamentabilísimamente revueltos y agitados (y en verdad, ¿qué desórdenes no hemos visto y realizado?


Eheu!, cicatricum et sceleris pudet,

aelas?, quid intactum nefasti

liquimus?, unde manus juventus

metu deorum continuit?, quibus

pepereit aris?[1277]


no diré con tono resuelto y decisivo:


Ipsa si velit Salus,

servare prorsus non potest hanc familiam[1278],


que acaso nos encontremos en el dintel del último período. La conservación de los Estados verosímilmente excede las luces de nuestra inteligencia son los pueblos, como Platón sienta, fuerzas poderosas y de difícil disolución; persisten a veces minados por enfermedades mortales e intestinas, por la injuria de injustas leyes, por la tiranía, por el desbordamiento y la ignorancia de los magistrados, por la licencia y sedición de las masas. En todas nuestras aventuras comparámonos con los que están por cima de nosotros y miramos hacia los que se ven mejor hallados. Midámonos con los que están por bajo, y nadie habrá, por misérrimo que sea, que no encuentre mil ejemplos de consuelo. Radica nuestro vicio en que vemos con peores ojos lo que nos sobrepuja que lo que dominamos. Por eso decía Solón: «Si se reunieran en montón todos los males, cada cual preferiría quedarse con los que tiene, mejor que participar de la equitativa repartición con los demás hombres, guardando su cuota correspondiente.» Nuestro Estado va mal; más enfermizos los hubo, sin embargo, sin que por ello sucumbieran. Los dioses se divierten jugando con nosotros a la pelota y sacudiéndonos reveses con ambas manos:


Enimvero dii nos homines quasi pilas habent.[1279]


Los astros destinaron fatalmente al Estado romano como ejemplo de los vaivenes que un pueblo puede soportar; éste guarda en su seno cuantos accidentes y aventuras pueden trastornar un Estado: orden, desorden, desdicha y dicha. ¿Quién habrá de desesperar de su situación al ver los movimientos y sacudidas con que Roma se vio agitada, siendo capaz de resistirlas? Si la extensión de sus dominios constituye la salud de un Estado (manera de ver que no comparto, y alabo las palabras de Isócrates, el cual instruyó a Nicocles no para que envidiara a los príncipes cuyos dominios son más amplios, sino a los que aciertan a conservar los que la suerte puso en su guarda), éste no se vio jamás tan sano como cuando estuvo más enfermo. La peor de sus situaciones fue para él la más propicia; apenas si se descubre huella de algún gobierno en la época de los primeros reyes; aquella fue la más horrible y tenebrosa confusión que pueda concebirse, y, a pesar de todo, la soportó y persistió, conservando no ya una monarquía encerrada en sus límites, sino tantas naciones diversas lejanas, mal queridas, desordenadamente mandadas, e injustamente conquistadas:


Nec gentibus ullis

commodat in populum, terrae pelagique potentem,

invidiam fortuna suam.[1280]


No cae todo lo que se conmueve. La contextura de un tan gran cuerpo se sostiene pero más de una tachuela; la senectud misma, impide su derrumbamiento, como el de los viejos edificios, a los cuales la edad quitó la base, que se ven, sin revoque y sin argamasa, sostenerse y vivir por su propio peso.


Nec jam validis radicibus haerens

pondere tuta suo est.[1281]


A mayor abundamiento, no basta reconocer solamente el flanco y el foso para juzgar de la seguridad de una plaza; hay que ver además por dónde a ella puede llegarse, y cuál es el estado en que el sitiador se encuentra: pocos son los navíos que se hunden con su propio peso y sin el concurso de violencia extraña. Volvamos, pues, los ojos aquí y allá, y veremos que todo se hunde en torno nuestro: a todos los grandes Estados, sean cristianos o no lo sean, convertid vuestra mirada, y encontraréis una evidente amenaza de modificación y ruina:


Et sua sunt illis incommoda, parque per omnes

tempestas.[1282]


La tarea de los astrólogos es fácil cuando anuncian graves trastornos y mutaciones próximas: sus adivinaciones son presentes y palpables; no precisa encaminarse al cielo para hacerlas. Pero no solamente debemos alcanzar consuelo de los universales descalabros amenazadores, sino también alguna esperanza en pro de la duración de nuestro Estado; tanto más cuanto que naturalmente nada cae allí donde todo se derrumba: la enfermedad universal constituye la salud particular; la uniformidad es cualidad enemiga de la disolución. Por lo que a mí toca, todavía no me desespero, y paréceme ver en torno mío caminos por donde salvarnos:


Deus haec fortasse benigna

reducet in sedem vice.[1283]


¿Quién sabe si Dios querrá que acontezca con nuestras revueltas cual con los cuerpos sucede, que se purgan, pasando a un mejor estado después de enfermedades largas y penosas, las cuales les devuelven una salud más cabal y más pura de la que antes disfrutaran? Lo que más me apesadumbra es que, considerando los síntomas de nuestro mal, veo tantos tan naturales y de aquellos que el cielo nos envía propiamente suyos, cuantos nuestros desórdenes y humana imprudencia añaden: diríase que los astros mismos nos declaran que duramos ya bastante y que sobrepujamos los términos ordinarios. Y esto también me causa pesar: el duelo más cercano que nos avecina no consiste en la adulteración de la masa entera y sólida, sino en su disipación y separación. Este es el mayor de nuestros temores.

Aun en estas soñaciones de que aquí hablo temo la infidelidad de mi memoria, que quizás por inadvertencia me haya hecho registrar dos veces una misma cosa. Detesto el reconocer de nuevo mis pareceres, y no retoco jamás, si no es de mala gana, lo que ya antaño consignara. Yo no transcribo aquí ninguna cosa nueva: todas ellas son comunes: habiéndolas acaso cien veces concebido, temo haberlas ya sentado. Las repeticiones son siempre pesadas, hasta en el mismo Homero, y particularmente ruinosas en aquello cuyo aspecto es superficial y transitorio. Soy enemigo de la inculcación hasta en las cosas más útiles, como hace Séneca y se acostumbra en su escuela, que van repitiendo sobre cada materia del principio al fin las sentencias y presupuestos generales, y alegando siempre de nuevo los argumentos y razones comunes y universales.

Mi memoria va empeorando cruelmente cada día;


Pocula Lethaeos ut si ducentia somnos,

arente fauce traxerim.[1284]


Será preciso en adelante (pues a Dios gracias hasta hoy no me ha faltado) que en vez de hacer lo que los demás, o sea buscar tiempo y ocasión oportunos para pensar lo que van a decir, huya yo de toda suerte de preparación, temiendo sujetarme a alguna obligación de la cual tenga que depender. Verme comprometido y obligado me descarrila, lo mismo que sustentarme en un tan débil instrumento como mi memoria. Jamás leo esta relación sin sentirme al punto dominado por un resentimiento natural. Acusado Lincestes de haber conjurado contra Alejandro el día que según costumbre compareció ante el ejército del soberano para defenderse, guardaba en su cabeza un discurso estudiado, del cual, todo dudoso y tartamudeando, profirió algunas palabras. Como se confundiera cada vez más mientras luchaba con su memoria, y procuraba que ésta le viniera en ayuda, hétemelo atacado y muerto a lanzadas por los soldados que tenía junto a él, convencidos de su crimen. El pasmo y el silencio del reo sirvioles de confesión. Como tuviera en el calabozo todo el tiempo que necesitara para prepararse, no fue la memoria, al entender de sus verdugos, lo que le faltó, sino que creyeron que la conciencia le trabó la lengua y le desposeyó de fuerzas. En verdad dicen bien los que sientan que el lugar impone, el concurso y la expectación, hasta cuando no se anhela sino la ambición del bien hablar. ¿Qué no sucederá cuando se trata de una peroración de la cual la vida depende?

En cuanto a mí, la sola sujeción que me ata a lo que tengo que decir me extravía. Cuando me encomiendo enteramente a mi memoria me apoyo tan fuertemente en ella que sucumbo, atormentándose con la carga. Tanto cuanto en ella confío, me coloco fuera de mí, como un hombre que ignora el continente que debe adoptar; y a veces me sucedió encontrarme casi imposibilitado de ocultar la servidumbre en que me lanzara, pues mi designio es representar, cuando hablo, una flojedad profunda de acento y de semblante, a la vez que movimientos fortuitos e impremeditados, como originados por, las ocasiones actuales; prefiriendo no decir nada que valga la pena, mejor que el mostrar preparación para decir bien; lo cual sienta pésimamente, sobre todo a las personas de mi estado, e impone juntamente obligaciones grandes a quien no es capaz del desempeño de magnas cosas. El apresto hace esperar más de lo que se cumple: torpemente vestimos el coleto para no saltar mejor que con hopalandas: nihil est his, qui placere volunt, tam adversarium, quam exspectatio?[1285] Refiérese del orador Curio que al ordenar las partes de su discurso, y al clasificar en tres, cuatro o mayor número sus argumentos, acontecíale fácilmente olvidar alguno, o añadir otros con que no había contado. Yo evité siempre caer en este inconveniente como odiara esas trabas y prescripciones, no sólo por natural desconfianza en mi memoria, sino también porque tal procedimiento asemejase al arte en demasía: simpliciora militares decent[1286]. Basta con que para en adelante haya determinado el no hablar en lugares solemnes, pues el hacerlo leyendo el manuscrito, a más de parecerme cosa torpe, es desventajoso grandemente para quienes por naturaleza pueden sacar algún partido de la acción; lanzarme a los caprichos de mi invención, todavía puedo hacerlo menos: la mía es pesada y turbia, incapaz por tanto de proveer a los repentinos menesteres importantes.

Consiente, lector, que corra todavía este ensayo y este tercer alargamiento del resto de las partes de mi pintura. Yo añado siempre, pero no enmiendo nunca; en primer lugar, porque quien hipotecó al mundo su obra, entiendo que ya no tiene derechos sobre ella: diga, si puede, mejor en otra parte, mas no corrompa la labor que vendió. De tales gentes nada habría que comprar sino después de su muerte. Que piensen despacio antes de producirse: ¿quién les mete prisa? Mi libro es siempre uno, salvo que, a medida que se reimprime, a fin de que el comprador no se vaya con las manos completamente vacías, me permito poner en él algunos ornamentos supernumerarios (como cosa que es de tarea mal unida), los cuales en nada condenan la primera forma, sino que comunican algún valor particular a cada una de las siguientes, merced a una diminuta sutilidad ambiciosa. Ocurrirá con esto que acaso la cronología se trastrueque, pues mis historias encuentran lugar según su oportunidad, no siempre conforme a los años en que ocurrieron.

En segundo lugar, como a mi juicio temo perder en el cambio, mi entendimiento no camina siempre adelante, marcha también a reculones. Apenas si desconfío menos de mis fantasías por ser segundas o terceras, que primeras, o presentes que pasadas, pues a veces nos corregimos tan torpemente como enmendamos a los demás. Desde que saqué a luz mis primitivas publicaciones, en el año mil quinientos ochenta, he envejecido de algunos; mas yo dudo que mi prudencia haya aumentado ni siquiera en una pulgada. Yo ahora, y yo antes, somos dos individuos; cuándo mejor, no puedo decirlo. Hermoso sería encaminarse a la vejez si al par nos dirigiéramos hacia la enmienda: mas no hay tal; el nuestro es un movimiento de ebrio, titubeante, vertiginoso e informe, cual el de los cañaverales que el viento agita a su albedrío. Antíoco había escrito vigorosamente en pro de las doctrinas de la Academia, pero al llegar a la vejez adoptó partido distinto: cualquiera de los dos que yo siguiera, ¿no sería siempre seguir las huellas de Antíoco? Después de haber sentado la duda, querer afirmar la certidumbre de las ideas humanas, ¿no era fijar aquélla en vez de la certeza, y prometer, caso de que sus días se hubieran prolongado, que se encontraba sujeto a un cambio nuevo, no tanto mejor cuanto diverso?

El favor del público me comunicó alguna mayor osadía de la que yo esperaba. Pero lo que más terno es hastiar; mejor preferiría hostigar que cansar, a imitación de un hombre eximio de mi tiempo. La alabanza es siempre grata, sean cuales fueren el lugar y la persona por donde vengan, mas sin embargo precisa, para aceptarla a justo título, hallarse informado de la causa que la motivó; hasta las imperfecciones mismas hay medio de alabarlas. De la estima vulgar y común se tiene poca cuenta, y o mucho yo me engaño, o en mis días los escritos más detestables son los que ganaron la ventaja del favor popular. En verdad, yo estoy reconocido a los cumplidos varones que se dignan tomar en buena parte mis débiles esfuerzos: ningún lugar hay en que los defectos del obrero resalten tanto como en un asunto que de suyo carece por completo de recomendación. No me achaques, lector, de entre aquellos los que se deslizan así, por el capricho y la inadvertencia ajenos; cada mano, cada obrero contribuyen con los suyos: yo no me curo de ortografía (ordeno solamente que sigan la antigua), ni de puntuación tampoco: soy poco experto en una y en otra. Donde trastornan el sentido por completo, poco me apesadumbro, pues del pecado me libertan; mas cuando lo sustituyen con otro falso, como hacen con frecuencia, conduciéndome a sus concepciones, me pierden. De todas suertes, las sentencias que no entran en mi medida un espíritu claro debe rechazarlas y no admitirlas como mías. Quien conozca cuán poca es mi laboriosidad, y quien sepa que nunca me desvío de mi manera de ser, creerá fácilmente que dictaría de nuevo de mejor gana otros tantos Ensayos como llevo escritos, mejor que resignarme a repasar éstos para hacer esa corrección pueril.

Decía, pues, ha poco, que hallándome plantado en las entrañas del criadero de este nuevo metal[1287], no solamente me encuentro privado de familiaridad grande con gentes de costumbres que difieren de las mías, y de opiniones distintas, merced a las cuales ellos se mantienen en apretado nudo, que rige a todos los otros, sino que tampoco me mantengo sin riesgo entre aquellos a quienes todo es igualmente hacedero, con quienes no puede en lo sucesivo empeorar su situación las leyes, de donde nace el extremo grado de licencia actual. Contando todas las circunstancias particulares que me atañen ningún hombre de entre los nuestros veo a quien la defensa de las leyes cueste (sin que con ello salga ganando, sino perdiendo más que a mí; y tales alardean de bravos por su calor y rudeza que hacen mucho menos que yo, todo bien aquilatado. Como vivienda libre en todo tiempo, abierta de par en par y obsequiosa para todos (pues jamás me dejé inducir a hacer de ella un instrumento de guerra, la cual voy a buscar de mejor grado cuando más alejada está de mi vecindad), mi casa mereció bastante afección del pueblo, y sería bien difícil maltratarme por lo que en mi casa ocurre. Considero como caso maravilloso y ejemplar el que todavía permanezca virgen de sangre y saqueo bajo una tan dilatada tempestad, tantos cambios y agitaciones vecinas, pues a decir verdad, era posible a un hombre de mi complexión el escapar a una situación constante y continua, cualquiera que ésta fuese; mas las invasiones e incursiones contrarias y las alternativas vicisitudes de la fortuna en derredor mío exasperaron más hasta ahora que ablandaron la índole de mi país, circundándome de peligros e invencibles dificultades.

Líbrome de estos estragos, pero me disgusta que esto suceda por acaso y hasta por mi prudencia mejor que por justicia; y me contraría encontrarme fuera de la protección de las leyes y bajo otra salvaguardia que la suya. Conforme al estado de las cosas, yo vivo más que a medias con la ayuda del favor ajeno, que es dura obligación. No quiero deber mi seguridad ni a la bondad y benignidad de los grandes, a quienes son gratas mi lealtad y libertad, ni a la sencillez de costumbres de mis predecesores y mías, ¿pues qué ocurriría si yo fuera otro? Si mi porte y la franqueza de mi conversación obligan a mis vecinos o a mis parientes, crueldad es que puedan pagarme dejándome vivir y que puedan decir: «Concedémosle la libre continuación del servicio divino en la capilla de su casa, puesto que todas las iglesias de los alrededores para nosotros están abandonadas; y le concedemos el usufructo de sus bienes y el de su vida, porque guarda a nuestras mujeres, y a nuestros bueyes en caso necesario.» Tiempo ha que a nuestra casa cabe parte de la alabanza de Licurgo el ateniense, quien era general depositario y guardián de la bolsa de sus conciudadanos. Pero yo entiendo que es preciso vivir por autoridad y derecho propios, no por recompensas ni por gracia ¡Cuántos hombres cumplidos prefirieron mejor perder la vida que deberla! Yo huyo de someterme a toda suerte de obligación, y sobre todo a la que me liga por deber de honor. Nada encuentro tan caro como lo que se da por lo cual mi voluntad permanece hipotecada a título de gratitud. Acojo de mejor gana los servicios que se venden: por éstos no doy sino dinero; por los otros me doy yo mismo.

El nudo que me sujeta por la ley de la honradez paréceme mucho más rigoroso y opresor que no el de la sujeción civil; más dulcemente se me agarrota por un notario que por mí: ¿no es razonable que mi conciencia se comprometa mucho más en aquello que simplemente la confiaron? En las demás cosas nada debe mi fe, pues nada tampoco la prestaron: que se ayuden con el crédito y seguridad que fuera de mí se buscaron. Mucho mejor querría romper la prisión de una muralla y la de las leyes que mi palabra. Soy fiel cumplidor de mis promesas hasta la superstición; y en todas las cosas las hago voluntarias, inciertas y condicionales. En aquellas que son de poca monta el celo de mi régimen las avalora, el cual me molesta y recarga con su propio interés: hasta en las empresas libres y completamente mías, cuando las declaro, pareceme que me las prescribo, y que ponerlas en conocimiento ajeno es preordenárselas a sí mismo; entiendo prometerlas cuando las confieso, así que lanzo al viento pocos de entre mis propósitos. La condenación que yo de mí mismo ejecuto es más viva y más rígida que la de los jueces, los cuales no me consideran sino conforme a la regla de la obligación común; la obligación que mi conciencia me impone es más estrecha y más severa. Yo sigo flojamente los deberes a que me conducen cuando de buen grado no camino: hoc ipsum ita justum est, quod recte fit, si est voluntarium[1288]. Si la acción no reviste algún esplendor de libertad carece de mérito y de honor:


Quod me jus cogit, vix voluntate impetrent[1289]:


donde la necesidad me arrastra gusto de libertar mi voluntad; quia quidquid imperio cogitur, exigenti magis quam praestanti acceptum refertur[1290]. Sé de algunos que siguen este proceder hasta la injusticia; otorgan mejor que devuelven, prestan más bien que pagan, hacen más avariciosamente el bien a quienes a ello están obligados. Yo no voy por este camino, pero lo bordeo.

Gusto tanto de descargarme y desobligarme, que a veces conté como provechos las ingratitudes, ofensas e indignidades que a mi conocimiento vinieron de parte de aquellos con quienes la naturaleza o el acaso me ligaron, considerando sus culpas todas como otras tantas cuentas que pagar y como saldo de mi deuda. Aun cuando yo continúe pagándoles los buenos oficios aparentes de la pública razón, encuentro economía grande, sin embargo, en realizar por justicia lo que cumplía por afección, en aliviarme un poco de la atención y solicitud de mi voluntad en el interior; est prudentis sustinere, ut currum, sic impetum, benevolentiae[1291], la cual en mí es urgentísima y opresora, allí donde me rindo, al menos para un hombre que quiere verse libre por entero. Semejante conducta me sirve de algún consuelo en lo tocante a las imperfecciones de los que me rodean; disgústome de que valgan menos, pero con ello ahorro alguna cosa de mi aplicación y compromisos para con ellos. Apruebo al que quiere menos a su hijo cuanto más es tiñoso o jorobado; y no solamente cuando es malicioso, sino también cuando es desdichado de espíritu y mal nacido (Dios mismo rebajó esto de su valor y estimación natural), siempre y cuando que se conduzca en este enfriamiento con moderación y justicia exactas: en mí el parentesco no aligera los defectos, más bien los agrava.

Después de todo, supuesta mi capacidad en la ciencia del bien obrar y del reconocimiento, que es sutil y de frecuente uso, a nadie veo más libre y menos adeudado de lo que yo lo estoy en el momento actual. Lo que yo debo, débolo simplemente a las obligaciones comunes y naturales: nada hay que sea más estrictamente remunerado, por otra parte;


Nec sunt mihi nota potentu

munera.[1292]

  

Los príncipes me otorgan mucho si no me quitan nada; y me hacen bien suficiente cuando no me infieren mal alguno: es todo cuanto yo les pido. ¡Oh, cuán obligado estoy a Dios por haberle placido que yo recibiera inmediatamente de su gracia todo cuanto tengo! ¡Cuánto de que haya retenido particularmente mi deuda entera! ¡Cuán encarecidamente suplico a su santa misericordia que jamás yo deba a nadie un servicio esencial! ¡Franquicia dichosísima que ya tan adentro de la vida me condujo! ¡El Señor quiera que así acabe! Yo procuro no tener de nadie necesidad ineludible; in me omnes spes est mihi[1293], y esto es cosa que todos pueden intentar, pero más fácilmente aquellos a quienes Dios puso al abrigo de las necesidades urgentes y naturales. Lastimosa y propensa a riesgos es la dependencia ajena. Nosotros mismos, que somos la dirección más justa y la más segura, no estamos bastante asegurados. Nada tengo que mejor me pertenezca que yo mismo, y sin embargo, esta posesión es en parte cosa de préstamo y defectuosa. Yo me ejercito lo mismo del lado animoso, que es el más esencial, que del fortuito, a fin de encontrar en ellos con qué satisfacerme cuando todo lo demás me haya abandonado. Eleo Hippias no se proveyó solamente de ciencia para en el regazo de las musas poder gozosamente apartarse de todo otro comercio en caso necesario ni solamente del conocimiento de la filosofía para enseñar a su alma a contentarse consigo misma, prescindiendo varonilmente de las ventajas exteriores cuando el acaso así lo ordenó: igual esmero puso en aprender a guisar su comida, a rasurarse, a prepararse sus vestidos, sus zapatos y sus bragas, para vivir sin auxilio extraño cuanto en su mano estuviera, y sustraerse al socorro ajeno. Se goza mucho más libre y regocijadamente de los bienes prestados cuando no se trata de un bien obligado al cual la necesidad nos empuja; y cuando se cuenta en sí mismo, en su voluntad y en su fortuna, con fuerzas y medios para de ellos prescindir. Yo me conozco bien, pero me es difícil imaginar ninguna liberalidad de nadie para conmigo por nítida que sea, ninguna hospitalidad, que no se me antojen desdichadas, tiránicas, y de censura impregnadas, si la necesidad a ella me hubiera sujetado. Como el dar es cualidad ambiciosa y de prerrogativa, así el aceptar es cualidad de sumisión; testimonio de ello es el injurioso y pendenciero desdén que hizo Bayaceto de los presentes que Tamerlán le enviara; y los que se ofrecieron de parte del emperador Solimán al emperador de Calcuta abocaron a éste a despecho tan grande, que no solamente los rechazó vigorosamente, diciendo que ni él ni sus predecesores acostumbraron nunca a aceptar beneficios, y que su misión era el procurarlos, sino que además hizo zambullir en un foso a los embajadores que le enviaran a este efecto. Cuando Tetis, dice Aristóteles, alaba a Júpiter; cuando los lacedemonios ensalzan a los atenienses, no los refrescan la memoria con los bienes que les hicieran, cosa siempre odiosa, recuérdanles las acciones buenas que de ellos recibieran. Aquellos a quienes veo tan llanamente utilizar a sus semejantes y con ellos adquirir compromisos, no harían tal si como yo saboreasen la dulzura de una libertad purísima, y si tantearan tanto cuanto un varón prudente debe pesar lo que una obligación sujeta: quizás ésta se paga algunas veces, pero jamás se logra que desaparezca. ¡Agarrotamiento cruel para quien ama la franquicia de sus brazos y su libertad en todos sentidos! Mis conocimientos, así los que me exceden como a los que yo supero, saben bien que jamás vieron un hombre que menos solicitara, pidiera ni suplicara, y que menos estuviera a cargo ajeno. Si en mí se cumplen estas condiciones mejor que en ninguno de nuestro tiempo no es maravilla grande, tanto mis costumbres a ello naturalmente contribuyen un poco de natural altivez, la impaciencia con que soportaría el no ser atendido, la exigüidad de mis deseos y designios, la inhabilidad en toda suerte de negocios y mis cualidades más favoritas, que son la ociosidad y la franqueza. Por todas estas causas tomé odio mortal a depender de ningún otro, sólo en mí mismo quise asirme. Hago cuanto puedo por dispensarme, antes que echar mano del beneficio ajeno, ya sea ligero o consistente y cualesquiera que fueran la ocasión y la necesidad. Mis amigos me importunan extraordinariamente cuando me empujan a solicitar de un tercero, pareciéndome apenas menos costoso desobligar a quien no debe, sirviéndome de él, que comprometerme con quien no me debe nada. Aparte de esta cualidad y de la otra, o sea que no exijan de mí cosa de miramiento y cuidado (pues declaré guerra mortal a ambas cosas), me encuentro facilísimo y presto a socorrer las necesidades de todo el mundo. Huí siempre más el recibir que busqué coyuntura de dar, lo cual es más cómodo, como dice Aristóteles. Mi fortuna me consintió escasamente hacer bien a los demás, y esto poco lo distribuyó desacertadamente. Si aquélla me hubiera puesto en el mundo para ocupar algún señalado rango entre los hombres, habríame mostrado ambicioso por hacerme amar, no por ser temido ni admirado: ¿lo diré más descaradamente? Cuidaría más de ser grato que de alcanzar provecho. Ciro, prudentísimamente, y por boca de un muy excelente capitán y todavía mejor filósofo, considera su bondad y sus buenas obras muy por cima de su valor y belicosas conquistas; y el primer Escipión, por donde quiera que pretende significarse, pesa su benignidad y humanidad mucho más que su arrojo y sus victorias, y tiene siempre en sus labios estas palabras gloriosas: «que dejó a sus enemigos tantos motivos de amor como a sus amigos». Quiero, pues, decir, que si precisa deber alguna ha ser a más justo título que la de que vengo hablando, a la cual me compromete la ley de esta guerra miserable, y no una deuda tan enorme cual la de mi total conservación, la cual me abruma.

Mil veces me acosté en mi casa pensando que me traicionarían y acogotarían en la noche misma, encareciendo al acaso que fuera sin horror ni languidez, y exclamando después de mi paternóster:


Impius haec tam culta novalia miles habebit![1294]

 

¿Qué remedio? Es este el lugar de mi nacimiento y el de mayor parte de mis antepasados; aquí pusieron su nombre y sus afecciones. Endurecémonos a todo lo que tomamos en costumbre, y para una tan raquítica condición como es la nuestra, el hábito es un presente favorabilísimo de la naturaleza, que adormece nuestras sensaciones ante el sufrimiento de muchos males. Las guerras civiles tienen de peor que las demás, entre otras cosas, el obligar a cada cual a estar de centinela en su propia morada:


Quam miserum, porta vitann muroque fueri,

vixque suae tutum viribus esse domus![1295]


Es grande apuro el encontrarse ahogado hasta en su hogar y reposo domésticos. El lugar donde yo me mantengo es siempre el primero y el último en las pendencias de nuestros trastornos, y donde la paz nunca se muestra por entero:


Tum quoque,quum pax est, trepidant formidine belli.[1296]


Quoties pacem fortuna lacessit,

hac iter est bellis... Melus, fortuna dedisses

orbe sub Eoo sedem, gelidaque sub Areto,

errantesque domos.[1297]


A veces alcanzo medio de fortificarme contra estas consideraciones con la indiferencia y la cobardía, las cuales también nos llevan a la resolución en algún modo. Ocúrreme en ocasiones imaginar con alguna complacencia los peligros mortales y aguardarlos: me sumerjo en la muerte con el rostro abatido y sin alientos, sin considerarla ni reconocería, cual en una profundidad obscura y muda que me traga en un instante y a la que me arrojaría de un salto, envuelto en un poderoso sueño lleno de insipidez e indolencia. Y en esas muertes cortas y violentas, la consecuencia que yo preveo me procura consolación mayor que el efecto del trastorno. Dicen que así como la vida no es la mejor por ser larga, la muerte es la mejor por no serlo. No me pasma tanto el verme muerto como penetro en confidencia con el morir. Yo me envuelvo y me acurruco en esta tormenta que debe cegarme y arrebatarme furiosamente, con descarga pronta e insensible. ¡Si al menos sucediera, como dicen algunos jardineros, que las rosas y las violetas nacieran más odoríferas cerca de los ajos y las cebollas, tanto más cuanto que estas plantas chupan y atraen el mal olor de la tierra; si de la propia suerte esas naturalezas depravadas absorbieran todo el veneno de mi ambiente y de mi clima convirtiéndome en tanto mejor y más puro con su vecindad, de modo que yo no lo perdiera todo!... Lo cual por desdicha no acontece, pero de esto otro alguna parte puede caberme: la bondad es más hermosa y atrae más cuando es rara; la contrariedad y diversidad retienen y encierran en sí el bien obrar y lo inflaman juntamente, por el celo de la oposición y por la gloria. Los ladrones tienen a bien no detestarme particularmente; tampoco yo a ellos, porque me precisaría odiar a mucha gente. Semejantes conciencias viven cobijadas bajo diversos trajes; semejantes crueldades, deslealtades y latrocinios, y lo que todavía es peor, más cobarde, más seguro y más osado, bajo el amparo de las leyes. Menos detesto la injuria desenvuelta que traidora, guerrera que pacífica y jurídica. Nuestra fiebre vino a dar en mi cuerpo que apenas empeoró: el fuego ya este lo guardaba, la llama sola sobrevino: el tumulto es más grande, pero el mal muy poco mayor. Yo contesto ordinariamente a los que me piden razón de mis viajes «que sé muy bien lo que hago, pero no lo que con ellos busco». Si se me dice que entre los extraños puede también haber salud escasa, y que sus costumbres no valen más que las nuestras, contesto primeramente, que es difícil,


Tam multae scelerum facies[1298]


y luego que siempre sale uno ganando al cambiar el mal estado por el incierto; y que los males ajenos no deben mortificarnos tanto como los nuestros.

No quiero echar esto en olvido: nunca me sublevo tanto contra Francia que no mire a París con buenos ojos. Esta ciudad alberga mi corazón desde mi infancia, y con ella me sucedió lo que ocurre con las cosas excelentes: cuantas más poblaciones nuevas y hermosas después he visto, más la hermosura de aquélla puede y gana en mi afección. La quiero por sí misma, y más en su ser natural que recargada de extraña pompa; la quiero tiernamente hasta con sus lunares y sus manchas. Yo no soy francés sino por esta gran ciudad, grande en multiplicidad y variedad de gentes; notable por el lugar donde se asienta, pero sobre todo grande e incomparable en variedad y diversidad de comodidades, gloria de Francia y uno de los más nobles ornamentos del mundo. ¡Qué Dios expulse de ella nuestras intestinas divisiones! Unida y cabal, la creo defendida contra toda violencia extraña; entiendo que entre todos los partidos el peor será aquel que en ella siembre la discordia; nada temo por ella si no es ella misma: y en verdad me inspira tantos temores como cualquiera otra parte de este Estado. Mientras dure París, no me faltará un rincón donde dar rienda suelta a mis suspiros, suficientemente capaz a que yo no lamente todo otro lugar de recogimiento.

No porque Sócrates lo dijera, sino porque a la verdad es así mi manera de ser, y acaso no sin algún exceso, yo considero a los hombres todos como mis compatriotas; y abrazo lo mismo a un polaco que a un francés, subordinando esa unión nacional a la común y universal. Apenas me siento absorbido por las dulzuras de haber venido al mundo en el mismo suelo: las relaciones novísimas y cabalmente mías pareceme que valen cual las otras ordinarias y fortuitas del vecindario; las amistades puras que supimos ganar valen más ordinariamente que aquellas otras que la comunicación del terruño o de la sangre nos procuraron. Naturaleza nos echó a este suelo libres y desatados; nosotros nos aprisionamos en determinados recintos como los reyes de Persia, que se imponían la obligación de no beber otra agua que la del río Choaspes, renunciando por torpeza a su derecho de servirse de todas las demás aguas, y secando para sus ojos todo el resto del universo. Es lo que Sócrates hizo cuando llegó su fin, o sea considerar la orden de su destierro peor que una sentencia de muerte contra su persona; jamás podría yo imitarle; a lo que se me alcanza, nunca me encontraré tan unido ni tan estrechamente habituado a mi país: esas vidas celestiales muestran bastantes aspectos que yo penetro por reflexión, más que a ellos me inclino por afección; y cuentan también otros tan elevados y extraordinarios, que ni por mientes puedo alcanzar, puesto que tampoco soy capaz de concebirlos. Ese rasgo fue bien flaco en un hombre que consideraba el mundo como su ciudad natal; verdad es que menospreciaba las peregrinaciones, y que apenas si había puesto nunca los pies fuera del territorio del Ática. ¿Qué diré del acto que le impulsó a rechazar el dinero de sus amigos para libertar su vida, y de oponerse a salir de la prisión por intermedio ajeno para no desobedecer a las leyes en un tiempo en que éstas estaban ya tan intensamente corrompidas? Estos ejemplos figuran para mí en aquella primera categoría; a la segunda corresponden otros que podría encontrar en el mismo personaje; muchos de ellos son raros procederes que sobrepujan los límites de mis acciones, y algunos superan además el alcance de mi juicio.

Aparte de las razones dichas, me parece el viajar un ejercicio provechoso: el alma adquiere en él una ejercitación continuada, haciéndose cargo de las cosas desconocidas y nuevas; y yo no conozco mejor escuela, como muchas veces he dicho, para amaestrar la vida que el proponerla incesantemente la diversidad de tantas otras vidas, espectáculos y costumbres, haciéndola gustar una variedad tan perpetua de la contextura de nuestra naturaleza. El cuerpo, en los viajes, no permanece ocioso, sin que tampoco trabaje, y esta agitación moderada le comunica alientos. Yo me mantengo a caballo sin desmontar (achacoso y todo como me veo), y sin molestias, durante ocho o diez horas,


Vires ultra sortemque senectae[1299]:


ninguna estación para los viajes me es enemiga, si no es el calor rudo de un sol abrasador, pues las sombrillas que en Italia se usan desde la época de los antiguos romanos, cargan más el brazo que no descargan la cabeza. Quisiera saber la industria de que los persas se servían, al experimentar las acometidas primeras del hijo, propinándose el aire fresco de las umbrías, cuanto lo deseaban, como escribe Jenofonte. Gusto de las lluvias y lodazales como los patos. La mutación de aire y de clima no ejerce sobre mí ninguna influencia; todos los horizontes que son iguales, como formado que estoy de alteraciones internas que yo produzco, las cuales se muestran menos al viajar. Soy tardo para ponerme en movimiento, mas una vez encaminado voy adonde me llevan. Titubeo tanto en las empresas pequeñas como en las grandes, y el mismo cuidado pongo en equiparme para hacer una jornada y visitar a un vecino que para emprender un largo viajo. Me enseñé a realizar aquéllas a la española, de un tirón, que son caminatas grandes y razonables. Cuando el calor es extremo viajo de noche, desde que el sol se pone hasta que sale. El otro modo de viajar, que consiste en comer en el camino de una manera apresurada y tumultuaria, sobre todo cuando los días son cortos, es incómodo. Mis caballos son más resistentes: nunca me salió falso ninguno que supiera conmigo hacer la jornada primera; hago que beban en cualquier momento, y solamente tengo en cuenta que les quede el necesario camino para digerir el agua. La pereza en levantarme deja tiempo a los de mi séquito para almorzar a su gusto antes de partir. Nunca como demasiado tarde, el apetito me gana empezando, no de otro modo, y jamás me asalta si no es en la mesa.

Algunos se quejan de que me complazca en continuar este ejercicio casado y viejo. Hacen mal, porque es mejor coyuntura abandonar su casa cuando se la puso en vías de continuar sin nuestra ayuda, cuando en ella se implantó un orden que no desdice de su economía pasada. Mayor imprudencia es alejarse dejando en su morada una custodia menos fiel y que menos cuide de proveer a vuestros menesteres.

El más útil y honroso saber y la ocupación más digna de una madre de familia es la ciencia del hogar. Alguna veo avara; esmeradas en las cosas domésticas, muy pocas. Esta debe ser la cualidad primordial y la que ha de apetecerse antes que ninguna otra, como la sola dote que sirve a arruinar o a salvar nuestras casas. Que no se me reponga a este aserto: conforme a lo que me enseñó la experiencia, requiero yo de una mujer casada, por cima de toda otra buena prenda, la virtud económica. Para que la alcance, la dejo yo con mi ausencia todo el manejo entre las manos. Con despecho veo en muchos hogares, entrar al señor, a eso del mediodía, cariacontecido y mustio a causa de la barahúnda de los negocios, cuando la dama está todavía peinándose y acicalándose en su gabinete; bueno es esto para las reinas, y aun no estoy muy seguro. Es ridículo e injusto que la ociosidad de las mujeres se alimente con nuestro sudor y trabajo. Cuanto la cosa de mí dependa, a nadie acontecerá arreglar sus bienes más sanamente que a mí, ni tampoco mas sosegada y corrientemente. Si el marido provee la materia, la naturaleza misma quiere que la mujer contribuya con el orden.

En cuanto a los deberes de la amistad marital, los cuales se suponen lacerados merced a esta ausencia, ya no lo creo así; por el contrario, aquélla es una inteligencia que fácilmente se enfría con la asistencia demasiado continuada, y a la cual la asiduidad hiere. Toda mujer extraña se nos antoja honrada, y todos reconocen por experiencia que el verse sin interrupción no llega a representar el placer que se experimenta desprendiéndose y uniéndose por intervalos. Estas interrupciones me llenan de un amor reciente hacia los míos y me convierten en más dulce el disfrute de mi vivienda: la vicisitud aguza mi apetito hacia un partido y luego hacia otro. Yo sé que la amistad tiene los brazos suficientemente largos para sustentarse y juntarse de un rincón del mundo al otro, y más particularmente ésta, en la cual domina una comunicación continuada de oficios que despiertan en ella la obligación y el recuerdo. Los estoicos dicen bien cuando sientan que hay conexión y relación tan grandes entre los filósofos, que quien almuerza en Francia sustenta a su compañero en Egipto; y que al extender tan sólo un dedo en cualquiera dirección, todos los sabios de la tierra habitable encuentran ayuda. El regocijo y la posesión pertenecen principalmente a la fantasía; ésta abraza con ardor y continuidad mayores lo que busca que lo que toca. Contad vuestros diarios entretenimientos, y reconoceréis encontraros más ausentes de vuestro amigo cuando le tenéis delante: su presencia debilita vuestra atención y procura libertad a vuestro espíritu de ausentarse constantemente y por cualquier causa. Desde Roma y más allá poseo yo y gobierno mi casa y las comodidades que dejé en ella: veo crecer mis murallas, mis árboles y mis rentas, y decrecer también, a dos dedos de proximidad, como cuando allí no encuentro:


Ante oculos errat domus, errat forma locorum.[1300]


Si gozamos sólo de lo que tocamos, adiós nuestros escudos cuando los guardan nuestros cofres, y nuestros hijos si están de caza. Queremos tenerlos más a mano. ¿Están lejos, en el jardín? ¿A media jornada? Y a diez leguas, ¿es tan lejos, o cerca? Si cerca, ¿qué pensáis de once, doce o trece? contando paso a paso. En verdad entiendo que la que supiere prescribir a su marido «cuál de entre esos es el que limita las cercanías, y cuál el que la lejanía inaugura», le pararía los pies entre ambos:


Excludat jurgía finis...

Utor permisso; caudaeque pilos ut equinae

paulatim vello, et demo unum, demo etiam unum,

dum cadat clusus ratione ruentis acervi[1301];


y que las mujeres llamen resueltamente la filosofía en su socorro, a la cual alguien podría echar en cara, puesto que no alcanza a ver ni el uno ni el otro extremo de la juntura entre lo mucho y lo poco, lo largo y lo corto, lo pesado y lo ligero, lo cerca y lo lejos, como tampoco reconoce el comienzo ni el fin, que juzga del medio inciertamente: Rerum natura nullam nobis dedit cognitionem finium.[1302] ¿No son las llamas hasta mujeres y amigas de los muertos, quienes no están al fin de éste, sino del otro mundo? Nosotros abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. No pactamos, al casarnos, mantenernos constantemente unidos por la cola el uno al otro, a la manera de no sé qué animalillos que vemos, o cual los hechizados de Keranty[1303], por modo canino: y una mujer no debe tener los glotonamente clavados en la delantera de su marido de tal suerte que no pueda ver la trasera, cuando llegue el caso. Estas palabras de aquel pintor tan excelente de los caprichos femeninos[1304], ¿no vendrían bien en este lugar para representar la causa de mis lamentos?


Uxor, si cesses, aut te amare cogitat,

aut tete amari, aut potare aut animo obsequi;

et tibi bene esse soli, quuum sibi sit male[1305] ;


¿o será quizás que la oposición y contradicción las alimenta y las nutre, y que se acomodan a maravilla siempre y cuando que os incomoden?

En la verdadera amistad (de la cual estoy bien penetrado), yo me consagro a mi amigo más que hacia mí le atraigo. No solamente prefiero mejor, hacerlo bien que recibirlo de él, sino que todavía estimo más que él se lo haga a sí propio que no a mí me lo procure: me proporciona la mayor suma de regocijo sólo en el segundo caso; si la ausencia le es grata o necesaria, esta es para mí más dulce que su presencia, aun cuando no debe llamarse ausencia si hay medio de comunicarse. Antaño alcancé comodidad y ventaja de nuestra separación[1306]: cumplamos mejor y dilatábamos más la pasión de la vida alejándonos: él vivía, disfrutaba; para mí veía, y yo para él, con plenitud igual que si disfrutaba; para mí veía, y yo para él, con plenitud igual que si en mi presencia hubiera estado. Una parte de nosotros permanecía ociosa cuando nos hallábamos juntos; entonces nos confundíamos: la separación del lugar convertía en más rica la conjunción de nuestras voluntades. Ese otro apetito insaciable de la presencia corporal acusa un tanto la debilidad en las delicias del comercio de las almas.

Por lo que a la vejez respecta, y que con el viajar no se considera en armonía, yo no soy de este parecer muy al contrario; a la juventud incumbe sujetarse a las opiniones comunes y el contraerse en provecho ajeno; puede ésta satisfacer a los dos juntos; a los otros y a sí misma; nosotros, ya ancianos, tenemos labor sobrada con atender a nuestra propia persona. A medida que las comodidades naturales van faltándonos, vamos sosteniéndonos con el concurso de las artificiales. Es injusto excusar a la juventud de seguir sus placeres y prohibir a la vejez el buscarlos. Cuando joven, encubría yo mis pasiones revoltosas con la prudencia; ahora en la vejez alegro las pasiones tristes con el placer. También las leves platónicas prohíben el peregrinar antes de los cuarenta o cincuenta años, con el fin de hacer las andanzas más útiles e instructivas. De mejor grado apruebo yo otro segundo artículo de esas mismas leyes que los imposibilitan pasados los sesenta.

«Pero a tal edad, se me dice, nunca volveréis de una expedición tan larga.» ¿Y a mí qué me importa? No la emprendo para regresar ni para completarla, sino tan sólo a fin de ponerme en movimiento, mientras éste dura, me complazco, y me paseo por pasearme. Los que corren en pos de un beneficio, o de una liebre, hacen lo mismo que si no corrieran; aquellos solamente corren que sólo se proponen ejercitar su carrera. Mi designio es divisible en todos los respectos, y no se fundamenta en esperanzas grandes; cada jornada cumple su misión, y otro tanto acontece con el viaje de mi vida. He visto no obstante gran número de lugares apartados donde habría deseado que me hubieran detenido. ¿Y por qué no, si Crisipo, Cleanto, Diógenes, Zenón, Antipáter tantos otros hombres que fueron el colmo de la cordura, que pertenecieron a la más rígida secta de la filosofía, abandonaron de buen grado su país sin que de él estuvieran disgustados, solamente por el disfrute de otros climas? En verdad diré que la contrariedad mayor de mis peregrinaciones es el que yo me vea imposibilitado de establecer mis lares en el lugar donde me plazca: y que la vuelta me sea siempre necesaria para acomodarme de nuevo a los caprichos comunes.

Si temiera morir lejos del lugar en que nací, si pensara acabar menos a mi gusto apartado de los míos, apenas pondría los pies fuera de Francia. No saldría sin horror de mi parroquia: siento a la muerte continuamente pellizcarme la garganta o los riñones. Mas yo estoy de otro modo conformado, aguárdola en igual textura en todas partes. Y si de todas suertes me fuese dable tomar posiciones, la recibiría más bien a caballo que en el lecho, fuera de mi casa y lejos de mi gente. Hay más desolación que consuelo en despedirse de sus amigos: yo olvido muchas veces este deber de nuestro trato, pues entre todos los de la amistad éste es el único desagradable, y de la propia suerte olvidaría gustoso ese grande y eterno adiós. Si alguna ventaja se alcanza con la asistencia, surgen al par cien inconvenientes. Muchos moribundos vi lastimosamente cercados de todo ese cortejo, y esta muchedumbre los ahogaba. Se opone al deber que la afección impone y la testimonia escasa, lo mismo que el cuidado, el no dejaros morir tranquilamente: uno atormenta vuestros ojos, otro vuestros oídos, otro vuestra boca y no hay sentido ni órgano que no os destrocen. La piedad oprime vuestro pecho al oír los lamentos de los amigos, y acaso a veces del despecho, al escuchar otros duelos simulados y ficticios. Quien siempre fue de complexión delicada y flaca lo es más aún en estos momentos supremos; en ellos le precisa una mano dulce y acomodada a su naturaleza, para que te rasque donde le pica, o, si no, que se le deje en paz. Si hemos menester de partera para que nos ponga en el mundo, mayormente necesitamos de un hombre aun más competente para sacarnos de él. Aun amigo y todo, precisaría pagarlo bien caro para el servicio en semejante trance. No llegué yo a ese vigor desdeñoso que consigo mismo se fortifica, al cual nada ayuda ni adultera; me encuentro un poco más bajo, y lo que pretendo es agazaparme y apartarme de este paso no por temor, sino por arte. A mi ver no es esta ocasión para probar ni hacer alarde de firmeza. ¿Y para quién? En ese momento acabará el interés todo que hacia la reputación puede moverme. Yo me conformo con una muerte recogida en sí misma, sosegada y solitaria, cabalmente mía, que concuerde con mi vida retirada y apartada; lo contrario de lo que pretendía la superstición romana, que consideraba desdichado al que moría sin hablar y sin tener a su lado a sus parientes y amigos para cerrarle los ojos. De sobra tengo que hacer con consolarme, sin necesidad de procurar consuelo a los demás; hartas ideas asaltan mi cabeza sin que en mi derredor los encuentre, y demasiadas cosas tengo en que pensar sin pedirlas prestadas. Este tránsito no incumbe a la sociedad; es la acción de un solo personaje. Vivamos y riamos entre los nuestros; vayamos a morir y a rechinar junto a los desconocidos. Pagándolo, encontraréis quien os vuelva de lado la cabeza y quien os frote los pies; quien os apriete como queráis, mostrándoos un semblante indiferente y dejando que a vuestro modo os gobernéis y os quejéis.

Por reflexión me descargo todos los días de ese humor inhumano y pueril que nos impulsa a conmover al prójimo y a nuestros amigos con os males que padecemos. Hacemos saber demasiado nuestros achaques con el fin de atraer sus lágrimas, y la firmeza que alabamos en los demás al mantenerse enteros ante la fortuna adversa, la acusamos quejumbrosos ante nuestros parientes cuando a nosotros nos toca el turno: no nos basta que se resientan de nuestro mal, necesitamos también que se aflijan. Hay que sembrar el regocijo y arrinconar cuanto sea dable la tristeza. Quien sin justa causa suscita la compasión, se hace acreedor a no ser compadecido cuando de ello haya motivo verdadero; lamentarse siempre, es hacer sordo a todo el mundo, y echarlas constantemente de víctima es no serlo para nadie. Quien se hace el muerto estando vivo está sujeto a ser tenido por vivo estando moribundo. Yo he visto a algunos montar en cólera por denunciar la salud en el semblante y tener el pulso reposado; contener la risa porque denunciaba su curación; odiar salud en razón de no ser cosa lamentable, sin embargo, los que así procedían no eran mujeres. Yo exteriorizo mis dolencias cuando más tales cuales son, evitando las palabras de mal augurio y las exclamaciones artificiales. Si no el regocijo, al menos el continente sosegado de los asistentes es adecuado junto a un hombre cuerdo que yace por la enfermedad apenado: por verse afligido no detesta la salud; plácele contemplarla en los demás, cabal y sólida, y gozar de ella siquiera por la compañía; por sentirse deshacer de arriba abajo no deshecha absolutamente en nada las ideas de la vida ni huye las conversaciones comunes. Yo quiero estudiar mi enfermedad cuando me encuentro sano: al albergarse dentro de nosotros procura una sensación demasiado real sin que mi fantasía la ayude. De antemano nos preparamos en nuestros viajes, y a ellos nos resolvemos: la hora que nos precisa montar a caballo, dedicámosla a la asistencia, y en su beneficio la dilatamos.

Experimento yo con la publicación de mis costumbres el inesperado beneficio de que en algún modo me sirva de precepto; a veces se me ocurre pensar que no debo desmentir el pasado de mi vida. Esta pública declaración me fuerza a mantenerme en mi camino y a no desfigurar la imagen de mis condiciones, comúnmente menos adulteradas y contradichas de lo que las juzga la malignidad y enfermedad de la manera de ser de hoy. La uniformidad y sencillez de mis usos muestran mi aspecto de fácil interpretación, pero como la manera de ser de los mismos es algo nueva y apartada de lo corriente, presta el lado flaco al la maledicencia. Así acontece que a quien me quiere abiertamente injuriar me parece proveerle suficientemente de lugar donde morder con mis imperfecciones confesadas y reconocidas, y hasta hacer que se harte sin dar el golpe en vago. Si por prevenir yo mismo la acusación y el descubrimiento entiende que pretendo desdentar su mordedura, es razón que encamine su derecho hacia la amplificación y la extensión (la ofensa tiene los suyos, que se dilatan más allá de lo que la justicia aconseja); y que los vicios, de los cuales muestre la raíz, los abulte hasta convertirlos en árboles; que saque a la superficie no sólo los que me poseen, sino también los que me amenazan, injuriosos todos en calidad y en número; y que escudado en ellos me venza. De buen grado abrazaría yo el ejemplo de Bión; Antígono pretendía menospreciar la causa de su origen y el filósofo le cerró el pico diciéndole; «Soy hijo de un siervo, carnicero de oficio, estigmatizado, y de una prostituta con quien un padre casó merced a la bajeza de su fortuna: ambos fueron castigados por no sé qué delitos. Un orador me compro cuando niño, por encontrarme hermoso y agradable, y me dejó al morir todos sus bienes, los cuales trasladé a esta ciudad de Atenas para consagrarme a la filosofía. Que los historiadores no se embaracen buscando nuevas de mi persona: yo les diré la verdad monda y lironda.» La confesión generosa y libre enerva la censura y desarma la injuria. Todo puesto en la balanza, entiendo que con igual frecuencia se me alaba injustamente que se menosprecia por el mismo tenor; y me parece también que desde mi infancia en rango y en grado honoríficos se me colocó más bien por cima que por bajo de lo que me corresponde. Hallaríame más a gusto en el lugar donde estas miras fuesen mejor equiparadas, o bien echadas a un lado. Entre hombres, tan luego como la altercación de la prerrogativa en el marchar o en el sentarse pasa de la tercera réplica, toca ya con lo inurbano. Yo no temo ceder o proceder indebidamente por escapar a los trámites de una tan importuna cuestión; y nunca hubo nadie que deseara la prioridad a quien yo no se la cediese incontinenti.

A más de este provecho que yo saco escribiendo de mí mismo, aguardo también este otro: si sucediera que mis humores placieran y estuvieran en armonía con los de algún hombre cumplido, antes de mi muerte, éste buscaría nuestra unión. Con mi relación le doy mucho terreno ganado, pues todo cuanto un dilatado conocimiento y familiaridad pudiera procurarle en varios años, lo ha visto en tres días en este registro, y con mayor seguridad y exactitud. ¡Cosa extraña! Muchas cosas que no quisiera decir en privado se las digo al público; y para todo cuanto se refiere a mi ciencia más oculta y a mis pensamientos más recónditos envío a la tienda del librero a mis amigos más leales:


Excutienda damus praecordia.[1307]


Si con tan infalibles señas supiera yo de alguien que se acomodara a mi modo de ser, en verdad digo que le iría a buscar bien lejos, donde se encontrare, pues la dulzura de una adecuada y grata compañía no puede pagarse nunca sobrado cara. ¡Ah, un amigo! ¡Cuán verdadera es la sentencia antigua que declara el encontrarlo «más necesario y más gustoso que el uso de los dos elementos, agua y fuego»!

Y volviendo a lo que decía de la muerte, diré que no es malo morir lejos y aparte. Por eso consideramos como un deber el retirarnos para ejecutar algunas acciones naturales menos desdichadas que aquella y menos odiosas. Pero aun los que llegan al extremo de arrastrar languideciendo un largo período de vida no debieran acaso embarazar con su miseria a una familia numerosa; por lo cual los indios, en cierta región, estimaban equitativo dar muerte al que había ido a caer en la proximidad de tal estado. En otra de sus provincias le abandonaban, dejándole solo, a fin de que se salvase como pudiera. ¿Para quién no son al fin cargantes e insoportables los achacosos? Los deberes comunes no imponen tanto sacrificio. Necesariamente enseñáis a ser crueles a vuestros mejores amigos, endureciendo al par el ánimo de vuestra mujer y el de vuestros hijos con el continuo lamentaros, hasta mirar con indiferencia vuestros males. Los suspiros que mi cólico me arranca dejan ya a todo el mundo tan tranquilo. Y aun cuando alcanzáramos algún regocijo con la conversación de los demás, lo cual no sucede siempre a causa de la disparidad de condiciones, que acarrea casi de ordinario menosprecio o envidia hacia los otros, cualesquiera que sean, ¿no es un colmo abusar así del prójimo durante toda una eternidad? Cuanto más yo los vea compadecerse sinceramente de mi estado, más aumentaré su pena. Lícito nos es apoyarnos, mas no echarnos encima tan pesadamente sobre nuestros semejantes apuntalándonos con su ruina; como aquel que hacía degollar a los pequeñuelos para con su sangre curarse la enfermedad que padecía, o como aquel otro a quien se proveía de tiernas jóvenes para que por la noche incubaran sus viejos miembros y mezclaran la dulzura de sus alientos con el suyo, acre y cansado. La decrepitud es cualidad solitaria. Yo soy sociable hasta el exceso, y sin embargo reconozco sensato el sustraeme en adelante de la vista del mundo, con objeto de guardar la importunidad para mí solo y de incubarla sin testigos; es ya necesario que me pliegue y me recoja en mi concha, como las tortugas; que aprenda a ver a los hombres sin ligarme a ellos. Los ultrajaría en un paso tan resbaladizo; llegó la llora de volver la espalda a la compañía.

«Pero en esos viajes, se me dirá, os veréis obligado a deteneros lastimosamente en una perrera, donde todo os faltará.» Yo llevo conmigo la mayor parte de las cosas necesarias; además, nunca seremos capaces de evitar la desdicha cuando corre tras de nosotros. Nada he menester de extraordinario cuando estoy enfermo: aquello que la naturaleza sola no puede en mí no quiero que corra de cuenta de las drogas. En los albores de las fiebres y enfermedades que me derriban, con fuerzas todavía cabales, y en un estado vecino de la salud, me reconcilio con Dios para cumplir mis últimos cristianos deberes, y así me encuentro más libre y descargado, pareciéndome estar de este modo tanto más resistente para soportar el mal. Notarios y testamentarios menos necesito que galenos. Lo que bueno y sano no decidí de mis asuntos no se espere que lo solvente estando enfermo. Aquello que quiero poner en práctica para la hora de la muerte está siempre ejecutado de antemano; no sería capaz de retardarlo ni un solo día: y en lo que nada haya hecho, quiere decir que la duda dilató mi designio (pues a veces es bien elegir el no elegir nada), o que nada quise que se hiciera.

Yo escribo mi libro para pocos hombres y para pocos años. Si se hubiera tratado de un asunto de los que duran y persisten, habría sido preciso emplear en él un lenguaje menos descosido. A juzgar por la continua mudanza que el nuestro experimentó hasta hoy, ¿quién puede esperar que su forma actual esté en uso de aquí a cincuenta años? Todos los días se desliza de nuestras manos, y desde que yo vine al mundo modificose por lo menos en la mitad. Decimos nosotros que ahora es ya perfecto: otro tanto dijo del suyo cada siglo. Yo no cuido de sujetarle mientras huya y vaya deformándose como se deforma. A los buenos y provechosos escritos corresponde sujetarlo, y su crédito marchará al par de la fortuna de nuestro Estado. Sin embargo, no reparo en insertar aquí muchas expresiones que sólo los hombres de hoy emplean, y que incumben a la competencia particular de algunos, los cuales verán en ellas con mayor intensidad que los de común inteligencia. Después de todo, no quiero yo (como veo que ocurre a cada paso cuando se trata de la memoria de los muertos) que se ande con disquisiciones, diciendo: «Juzgaba o vivía así; quería esto; si hacia su fin hubiera hablado, hubiera dicho, hubiera hecho: yo le conocía mejor que nadie.» Ahora bien, cuanto los miramientos me lo consienten hago yo aquí sentir mis inclinaciones y afecciones; pero más libremente y de mejor grado las expreso de palabra a quien quiera que de ellas desea ser informado. Tanto es así que en estas memorias, si despacio se repara, encontrarase que lo dije todo o todo lo designé: lo que no pude formular lo mostró con el dedo:


Verum animo satis haec vestigia parva sagaci

sunt, per quae possis cognoscere cetera tute.[1308]


Yo no dejo nada que desear y adivinar de mí. Si sobre mí ha de hablarse, quiero que se hable verdadera y justamente: muy gustoso volvería del otro mundo para desmentir a quien me haga otro distinto de como fui, aun cuando fuese para honrarme. Hasta de los vivos oigo que se los trata siempre diferentemente de como son; y si a viva fuerza no hubiera yo restablecido el natural de un amigo que perdí, me lo hubieran desgarrado en mil contrarios semblantes.

Para concluir de explicar mis débiles humores, confesaré que, cuando viajo, apenas llegado a un albergue asaltan mi fantasía las ideas de si podré caer enfermo; y si muero, si me será dable acabar a mi gusto. Quiero estar alojado en lugar que se acomodo con mis caprichos, sin ruido, apartado, que no sea triste, obscuro o de atmósfera densa. Quiero yo acariciar la muerte, con estos frívolos pormenores, o por mejor decir, descargarme de todo embarazo distinto de ella, a fin de aguardarla sola, pues sin duda me pesará de sobra sin el arrimo de otra carga. Quiero que tenga su parte en la facilidad y comodidad de mi vida: de ella es la muerte un gran pellizco, y espero que en adelante no desmentirá el pasado de mi existencia. La muerte tiene maneras más fáciles las unas que las otras, y adopta cualidades diversas según la fantasía de cada cual: entre las naturales, la que proviene de debilidad y amodorramiento me parece dulce y blanda. Entre las violentas, imagino más penoso un precipicio que un desplome que me aplaste, y una estocada que un arcabuzazo; hubiera mejor absorbido el brebaje de Sócrates que soportado el golpe que Catón se suministró; y aun cuando todo ello sea la misma cosa, mi espíritu, sin embargo, establece diferencias, cual de la muerte a la vida, entre lanzarme en un horno candente o en el cauce sosegado de un manso río: ¡tan torpemente nuestro temor mira más al medio que al efecto! La cosa en un instante acontece, pero éste es de tal magnitud, que yo daría de buena gana algunos días de mi vida porque a mi albedrío se deslizara. Puesto que la fantasía de cada uno reconoce el más o el menos en el agrior de la muerte según su naturaleza, puesto que cada cual encuentra algún medio de elección entre las maneras de morir, ensayemos un poco más antes de descubrir alguna no exenta de todo placer. ¿No podríamos convertirla hasta en voluptuosa, como los Conmorientes[1309] de Antonio y Cleopatra? Dejo a un lado los esfuerzos que la filosofía y la religión procuran, por demasiado rudos y ejemplares, pero hasta entre los hombres de poca cosa hubo algunos en Roma, como un Petronio y un Tigelino, que obligados a darse la muerte diríase que la adormecieron merced a la blandura de sus aprestos; hiciéronla escurrir y deslizar entre el descuido de sus pasatiempos acostumbrados, en medio de muchachuelas y alegres compañeros; ninguna palabra de consuelo, ninguna mención de testamentos, ninguna afectación ambiciosa de firmeza, ninguna reflexión sobre lo que después vendría: acabaron entre juegos, festines, bromas, conversaciones corrientes y ordinarias, músicas y versos amorosos. ¿No podríamos nosotros imitar resolución semejante con más honesto continente? Puesto que hay muertes buenas para los locos y para los cuerdos, sepamos hallarlas adecuadas para los que figuran en el término medio. Muéstrame mi fantasía alguna cuyo semblante no es adusto, y puesto que el morir es de necesidad, deseable. Los tiranos romanos creían dar la vida al criminal a quien otorgaban la elección de su muerte. Mas Teofrasto, filósofo tan fino, y modesto y sabio, ¿no se vio impulsado por la razón a osar escribir esta máxima, latinizada por el orador romano?


Vitam regit fortuna, non sapientia.[1310]


La ventura ayuda a la facilidad del acabar de mi vida, habiéndomela dispuesto de tal suerte, que en lo venidero ni a mis gentes precisa, ni tampoco los estorba. Es ésta una condición que hubiera yo aceptado en cada uno de los años que viví, mas ahora que el momento de liar los bártulos se acerca me es particularmente grato el no ocasionar a nadie placer ni dolor cuando me vaya. Hizo mi buen sino, merced a una compensación habilísima, que los que pueden pretender algún fruto material con mi desaparición recibirán juntamente una pérdida. La muerte nos apesadumbra a veces porque a los demás ocasiona duelo, y nos inquieta por el interés de otros casi tanto como por el nuestro, y más también en ocasiones.

En esa comodidad de alojamiento que anhelo, no busco la pompa ni la amplitud (más bien detesto ambas cosas), sino cierto sencillo aseo que con mayor frecuencia se encuentra en los lugares donde hay menos arte y a los cuales la naturaleza embellece con alguna gracia toda suya. Non ampliter sed munditer convivium. Plus satis, quam sumptus.[1311] Además, incumbe a quienes los negocios arrastran en pleno invierno por los Grisones el ser sorprendidos en el camino en esa estación rigorosa; yo que casi siempre viajo por capricho, no me oriento tan malamente; si hace mal tiempo a la derecha, me encamino hacia la izquierda; si no estoy en buena disposición para montar a caballo, me detengo, y procediendo siempre de este modo con nada tropiezo, en verdad, que no me sea tan grato y cómodo como si en mi misma casa estuviera. Verdad es que lo superfluo siempre como tal lo considero, y echo de ver el embarazo que ocasionan hasta la delicadeza y la abundancia. Cuando me dejé algo que ver detrás de mí, vuelvo allá: es siempre mi camino, pues no trazo, para seguirle, ninguna línea determinada, ni recta ni curva. Cuando no hallé, donde fui, lo que me había dicho, como ocurre con frecuencia que los juicios ajenos no concuerdan con los míos, más bien encontré aquéllos falsos, no lamento la molestia, aprendo que no hay nada de lo que se decía y todo va a maravilla.

La complexión de mi cuerpo es liberal, y mis gustos comunes tanto como los de el que más; la diversidad de formas de una nación a otra no me respecta sino por el placer que la variedad procura; cada usanza tiene su razón de ser. Ya sean los platos de estaño, madera o loza; ya sea guisado o asado; manteca o aceite (de nueces o de oliva); caliente o frío, todo me es igual; tan igual, que sólo envejeciendo puedo acusar esta generosa facultad, hasta el extremo de haber menester que la delicadeza y la elección detuvieran la indiscreción de mi apetito, y a veces también aliviaran mi estómago. Al encontrarme fuera de Francia, y en ocasiones en que para serme grato se quería comer a la francesa, me reí de la oferta lanzándome siempre en las mesas más repletas de extranjeros. Me avergüenza el ver a nuestros hombres desvanecidos con ese torpe humor que los espanta cuando ven algo contrario de lo habitual; paréceles que se hallan fuera de su elemento cuando se ven fuera de su pueblo; adonde quiera que vayan, a sus costumbres se atienen y abominan de las extrañas. ¿Tropiezan con un compatriota en Hungría? pues festejan esta aventura uniéndose y cosiéndose el uno al otro para condenar tantas costumbres bárbaras como desfilan ante sus ojos ¿y por qué no bárbaras, puesto que no son francesas? Y todavía debemos alabar la habilidad de éstos que las reconocieron para condenarlas. La mayor parte no toman el camino de la ida sino para seguirle a la vuelta; viajan cubiertos, y constreñidos en una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio de un cielo ignorado. Lo que dije de los primeros trae a mi memoria un hecho semejante, o sea o que he advertido en algunos de nuestros jóvenes cortesanos, quienes no paran mientes sino en los hombres de su categoría, considerándonos a los demás como gente del otro mundo, piadosa o desdeñosamente. Quitadles sus conversaciones sobre los misterios de la corte y en todo lo otro están in albis; tan nuevos para nosotros y tan desdichados como nosotros para ellos. Con harta razón se dice que el varón cumplido debe ser hombre complejo. Yo, por el contrario, peregrino harto de nuestros modales, y no para buscar gascones en Sicilia, que bastantes deje en mi casa; busco más bien griegos y persas; me acerco a ellos y los considero, a lo cual me presto y empleo gustoso. Diré más aún, paréceme que apenas encontré costumbres que no valgan lo que las nuestras valen; poca influencia ejercen, sin embargo, sobre mí: tan poco ha que perdí de vista las veletas de mi castillo.

Por lo demás, la mayor parte de las compañías fortuitas con que tropezáis en el camino os procuran mayor incomodidad que placer; no me sujeto a ninguna y menos a esta hora en que la vejez me particulariza y secuestra en algún modo de las usanzas comunes. Os imponéis sacrificios por otro, u otro por vosotros; ambas contrariedades son dolorosas, pero la segunda es todavía más dura que la primera. Es una fortuna rara, mas de inestimable alivio, el tener a mano un hombre bueno, de entendimiento firme y costumbres conformes a las vuestras, que guste seguiros: de él he sentido extrema falta en todos mis viajes. Mas semejante compañía precisa haberla escogido y ganado desde la propia casa. Ningún placer tiene sabor para mí si no hallo a quien comunicárselo, ni siquiera un pensamiento alegre acude a mi alma que no me contraríe haber producido solo, sin tener a nadie a quien ofrecérselo: Si cum hac exceptione detur sapientia, ut illam inclusam teneam, nec enuntiem rejiciam.[1312] Cicerón hizo subir esta idea algunos grados más: Si contigerit ea vita sapienti, ut in omnium rerum affluentibus copiis, quamvis omnia, quae cognitione digna sunt, summo otio secum ipse consideret et contempletur; tamen, si solitudo tanta sit, ut hominem videre non possit, excedat e vita.[1313] La opinión de Architas me place, pues decía «que aun por el cielo mismo sería ingrato el pasearse, en medio de aquellos grandes y divinos cuerpos celestes, sin la asistencia de un compañero». Pero vale más estar solo que en compañía aburrida o inepta. Aristipo gustaba vivir en todas partes como un extraño:


Me si fata meis paterentur ducere vitam

auspiciis[1314],


mejor pasaría yo la existencia con el culo en el sillico.


Visere gestiens

qua parte debacchentur ignes,

qua nebulae, pluviique rores.[1315]


Pero se me repondrá: «¿No tenéis pasatiempos más gustosos? ¿Qué echáis de menos? ¿Vuestra casa, no está bien situada en punto a clima? ¿No es sana, suficientemente provista y capaz de bienestar, más que suficientemente? La majestad real se ha hospedado más de una vez en ella, con toda su pompa. ¿Vuestra familia no se coloca en la disposición de las cosas más bien por bajo que por cima de su rango? ¿Hay aquí algún pensamiento local que os ulcere, o alguna cosa que para vosotros sea extraordinaria o indigesta?


Quae te nunc coquat et vexet sub pectore fixa?[1316]


¿Dónde pensáis poder vivir sin impedimento ni embarazos? Nunquam simpliciter fortuna indulget.[1317] Ved, pues, que sólo vosotros os atormentáis; y como los seguiréis por todas partes, por todas partes os quejaréis, pues no hay satisfacción aquí bajo sino para las almas bestiales o divinas. Quien con tan justos medios no alcanza su contentamiento, ¿dónde piensa encontrarlo? ¿A cuántos millares de hombres no detiene los deseos una condición como la vuestra? Reformaos nada más, pues en este extremo todo lo podéis, mientras que a la suerte sólo de oponer seréis capaz la paciencia: nulla placida quies est, nisi quam ratio composuit[1318].»

Yo veo la razón de esta advertencia, y la veo muy bien pero más eficaz y pertinente sería decirme en una palabra. «Sed cuerdo.» Esta resolución está más allá de la prudencia; es la obra de ella y su resultado: hace lo propio el médico que va aturdiendo al pobre enfermo, cuya vida se apaga, diciéndole «que se regocije». Aconsejaríale menos torpemente se le dijera: «Vivid sano.» Por lo que a mí toca, yo no soy sino un hombre como todos los otros. Es un precepto saludable, seguro y de comprensión holgada el de «Contentaos con la vuestra», es decir, con la razón; la ejecución, sin embargo, no está a la mano ni siquiera de los que me aventajan en prudencia. Es un decir vulgar, pero de terrible alcance, pues en verdad, ¿qué no comprende? Todas las cosas caen bajo el dominio de la discreción y la medida. Yo bien sé que interpretándolo a la letra este placer de viajar es testimonio de inquietud e irresolución, que no en vano son ambas cosas nuestras cualidades primordiales y predominantes. Sí, lo confieso, yo no veo nada, ni siquiera en sueños ni por deseo fantástico, donde pudiera detenerme; sólo la variedad me satisface y la posesión de la diversidad, y esto si alguna cosa me satisface. En el viajar me alimenta la idea misma de que puedo detenerme sin que tenga interés en hacerlo y el ser dueño de partir para encaminarme a otro lugar. Gusto de la vida privada por haberla elegido de mí propio, no por disconvenir con la pública, que quizás esté tan en armonía como la otra con mi complexión; en ésta sirvo más gratamente a mi príncipe, porque lo hago mediante la libre elección de mi juicio y de mi razón, sin obligación particular que a él me ligue, pues a ello no fui lanzado ni obligado por no ser de recibo en cualquiera otro partido, o detestado, y así en todo lo demás. Odio los trozos que la necesidad me corta, toda ventaja o incomodidad me ahogaría, de la cual solamente tuviera que depender:


Alter remus aquas, alter mihi radat arenas[1319]:


una sola cuerda nunca me amarra bastante. Hay vanidad, decís, en esta distracción. Mas ¿dónde no la hay? Y esos hermosos preceptos ¿no son vanos? Y vanidad la sabiduría toda: Dominus novit cogitationes sapientium, quoniam vanae sunt.[1320] Esas sutilezas exquisitas no son propias sino para predicadas: son discursos que quieren encasquetarnos completamente albardados en el otro mundo. La vida es un movimiento material y corporal, acción desordenada e imperfecta por su propia esencia: yo me empleo en servirla según su propia naturaleza:


Quisque suos patimur manes.[1321]


Sic est faciendum, ut contra naturam universam nihil contendamus; ea tamen conservata, propriam sequamur.[1322] ¿A qué vienen esos rasgos agudos y elevados de la filosofía, sobre los cuales ningún ser humano puede asentarse, y, esos preceptos que superan nuestras costumbres y nuestras fuerzas?

Yo veo que a menudo se nos presentan ejemplos de vida, los cuales, ni el que nos los propone ni las gentes tienen la esperanza remota de seguir, ni deseo tampoco, lo que es más grave. De ese mismo papel donde acaba de escribir la sentencia condenando a un adúltero, el juez arranca un pedazo para escribir una misiva amorosa a la mujer de su compañero: la propia mujer con quien acabáis de restregaros, ilícitamente, gritará luego con mayor rudeza en vuestras barbas contra delito idéntico en su compañera, y con arrogancia mayor que Porcia. Tal condena a muerte a un hombre por crímenes que ni siquiera como faltas considera. En su juventud vi a un probo caballero presentar al pueblo con una mano excelentes versos en belleza y desbordamiento, y con la otra, en el mismo instante, la más reñida reforma teológica con que el mundo se haya desayunado de largo tiempo acá. Los hombres andan así: se deja que las leyes y preceptos sigan su camino, mientras que a otras vías nos lanzamos, y no sólo por desorden de nuestras costumbres, sino muchas veces por opinión y parecer contrarios. Oíd la lectura de un discurso filosófico: la invención, la elocuencia, la pertinencia sacuden incontinenti vuestro espíritu y os conmueven, pero nada hay, sin embargo, que avasalle vuestra conciencia: no es a ella a quien se habla ¿No es verdad? Por eso sentaba Aristón que ni un baño ni una lección son de ningún provecho cuando no limpian y desengrasan. Lícito es detenerse en la corteza, pero después de retirada la médula, de la propia suerte que luego de beber el buen vino de una hermosa copa consideramos en ella las labores que la adornan. En todas las escuelas de la filosofía antigua se verá que un mismo obrero publica reglas de templanza y juntamente escritos de amor y libertinaje; y Jenofonte, en el regazo de Clinias, escribió contra la virtud, tal como Aristipo la definía. Y esto no acontece por virtud de una conversión milagrosa que los agite por intervalos: es que Solón, por ejemplo, unas veces se representa a sí mismo, otras como legislador: ya habla a la multitud, ya para consigo mismo, y para su persona adopta las reglas libres y naturales, asegurándose una salud cabal y firme:


Curentur dubii medicis majoribus aegri.[1323]


Consiente Antístenes el amor al filósofo, y además, que haga a su modo lo que juzgue más oportuno sin tener en cuenta ley ninguna; con tanta más razón cuanto que su dictamen las sobrepuja, y porque conoce mejor la esencia de la virtud. Su discípulo Diógenes decía: «Oponed a las perturbaciones la razón, a la fortuna la resolución, y a las leyes la naturaleza.» Para los estómagos delicados precisaría regímenes estrechos y artificiales, los buenos estómagos se sirven simplemente de las prescripciones de su apetito; lo propio hacen los médicos, que comen melón y beben el vino fresco mientras tienen al paciente sujeto al jarabe y a la panatela. «Yo no sé, decía Lais la cortesana, cuáles son los efectos de toda esa sapiencia, de todos esos libros y de toda esa sabiduría, pero esas gentes llaman a mi puerta con igual frecuencia que los demás.» En la misma proporción que nuestra licencia nos empuja siempre más allá de lo que nos es lícito y permitido, se encogieron, muchas veces, trasponiendo los límites de la razón universal, los preceptos y las leyes de nuestra vida:


Nemo satis credit tantum delinquere, quantum

permittas.[1324]


Sería de desear que hubiera habido más proporción entre el ordenar y el obedecer: el fin parece injusto cuando no puedo alcanzarse. Ningún hombre de bien, por cabalmente que lo sea, puede someter a las leyes todas sus acciones y pensamientos sin que se reconozca digno de ser ahorcado diez veces en el transcurso de su vida; algunos de ellos sería gran lástima e injusticia grave castigarlos y perderlos:


Ole, quid as te,

de cute quid faciat, vel illa sua?[1325]


y tal otro podría dejar de infringir las leyes que no por ello mereciera la alabanza de hombre virtuoso, y a quien la filosofía azotaría justamente: ¡en tal grado la relación de ambas cosas es desigual y oscura! Como no nos preocupamos de ser gentes de bien conforme a la voluntad de Dios, tampoco podemos serlo conforme a nosotros mismos; la cordura humana no cumple nunca los deberes que ella misma se impusiera; y si al punto de practicarlos llegara, prescribiríase otros más altos a los cuales aspirase siempre y, realizarlos pretendiera: ¡tan enemiga es nuestra naturaleza de toda constancia! El hombre se ordena a sí mismo incurrir necesariamente en falta; apenas si viene a qué marcar su obligación a la razón de otro ser distinto del suyo: ¿a quién prescribe lo que espera que nadie cumpla? ¿Es injusto a sus ojos el no hacer lo imposible? Las leyes que nos condenan a no poder, nos castigan por lo mismo que no podemos.

Poniéndonos en lo peor, esta deforme libertad de presentar las cosas bajo dos aspectos distintos, las acciones de una manera, y las razones de otra, sea sólo consentida a los que hablan; pero no puede serlo a los que se relatan a sí mismos, como yo hago: es necesario que vaya yo con la pluma a igual tenor que con mis movimientos. La vida común y corriente debe guardar relación con las otras vidas: la virtud de Catón era vigorosa por cima de la razón de su siglo, y para ser hombre que se inmiscuía en el gobierno de los demás, destinado al servicio común, podría decirse que era la suya una justicia si no injusta, por lo menos vana e inadecuada. Mis costumbres mismas, que no discrepan de las que corren apenas en el espesor de una pulgada, me convierten, sin embargo, en un tanto arisco e insociable para con mi tiempo. No sé si estoy asqueado, sin razón, de la sociedad que frecuento, pero bien se me alcanza que no sería cuerdo el que me lamentara de que ella lo estuviera de mí, puesto que yo lo estoy de ella. La virtud asignada a los negocios del mundo es una virtud de muchos rincones y recodos para aplicada y equiparada a la humana debilidad; abigarrada y artificial, ni recta ni límpida, ni constante, ni puramente inocente. Los anales reprochan hasta ahora a alguno de nuestros reyes el haberse con sencillez extrema dejado llevar por las concienzudas persuasiones de su confesor: los negocios de Estado se gobiernan por preceptos más vigorosos.


Exeat aula,

qui vult esse pius[1326]:


Antaño intenté emplear en el manejo de las negociaciones públicas las opiniones y reglas del vivir, así rudas, nuevas, corrientes y sin mácula, como en mí las engendró y de mi educación derivan, y de las cuales me sirvo, si no ventajosamente, al menos con seguridad en privado. Eran éstas una virtud escolástica y novicia; todas las encontré ineptas y peligrosas. Quien en medio de la multitud se lanza, es preciso que se aparte del camino derecho, que apriete los codos, que recule o avance, y hasta que abandone la buena senda según lo que encuentra. Que viva no tanto conforme a su entender, sino al ajeno, no conforme a lo que se propone, sino a aquello que le proponen, según el tiempo, los hombres y los negocios. Platón confirma que quien escapa dichoso del mundanal manejo es puro milagro; y también que al hacer del filósofo un jefe de gobierno no entiende que éste sea una policía corrompida como la de Atenas, y todavía menos como la nuestra, para con las cuales la sabiduría misma perdería la brújula; y una planta frondosa transplantada en un terreno diverso del que su naturaleza exige, se conforma más bien con él que no lo modifica para sus necesidades. Reconozco que si tuviera que formarme por completo para tales ocupaciones me precisaría mucha modificación y cambio. Aun cuando yo pudiera alcanzarlos sobre mí (¿y por qué no habría de lograrlo con el tiempo y los cuidados?), no los querría. De lo poco que me ejercité en los oficios públicos me hastié otro tanto; a veces siento cosquillear en el alma alguna tentativa hacia la ambición, pero luego me sujeto y me obstino en lo contrario:


At tu, Catulle, obstinatus obdura.[1327]


Apenas si se me llama a los empleos y yo también poco me convido; la libertad y la ociosidad, que son mis predominantes cualidades, son cosas diametralmente contrarias a estos oficios. Nosotros no sabemos distinguir las facultades de los hombres, las cuales encierran innumerables divisiones y límites delicados y difíciles de distinguir. Concluir por la capacidad de una vida particular a la misma suficiencia en el orden público, es cosa errónea; tal se conduce bien que no conduce bien a los demás; hace Ensayos quien no podría ejecutar efectos; tal dispone a maravilla el cerco de una plaza que dirigiría mal la batalla; y discurre bien en privado quien arengaría desastrosamente a un pueblo o a un príncipe; y hasta en ocasiones es más bien testimonio el poder lo uno de incapacidad para realizar lo otro, mejor que de capacidad. Yo encuentro que los espíritus elevados son casi tan aptos para las cosas bajas como los bajos para las altas. ¿Era creíble que Sócrates provocara a risa a los atenienses a expensas, propias por no haber acertado nunca a contar los sufragios de su tribu para comunicarlos al consejo? La veneración que me inspiran las perfecciones todas de este personaje merece que su fortuna provea a la excusa de mis principales imperfecciones con un tan magnífico ejemplo. Nuestra capacidad está toda fraccionada en menudas piezas y, la mía carece de facilidad y al par se extiende a pocos objetos. A los que echaron sobre sus hombros todo el mando, Saturnino[1328] decía: «Compañeros, perdisteis un buen capitán por haber hecho de él un mal general.»

Quien se alaba en un tiempo enfermizo como éste de emplear para el servicio del mundo una virtud ingenua y sincera, o desconoce ésta, puesto que las opiniones con las costumbres se corrompen (y en verdad, oídla pintar, escuchad a la mayor parte glorificarse de sus acciones y establecer sus reglas; en lugar de hablar de la virtud, retratan el vicio y la injusticia puros, y los presentan así falseados a la enseñanza de los príncipes); o si la conoce se ensalza erróneamente, y diga lo que quiera engendra mil actos de que su conciencia le acusa. Yo creería de buen grado a Séneca por la experiencia que de ello hizo en ocasión análoga, siempre y cuando que quisiera hablarme con cabal franqueza. El sello más honroso de bondad en coyuntura semejante es reconocer libremente las propias culpas y las ajenas; resistir y retardar con todas las fuerzas de que se es capaz la inclinación hacia el mal; seguir de mala gana esta pendiente, aguardar mejores cosas y desearlas también mejores. Advierto yo en estos desmembramientos y divisiones en que caímos, que cada cual se esfuerza en defender su causa, pero hasta los más buenos, con el disfraz y la mentira; quien redondamente sobre aquéllos escribiera lo haría temerariamente y viciosamente. El partido más justo es, sin embargo, el miembro de un cuerpo, agusanado y carcomido, mas de un t al cuerpo la parte menos enferma se llama sana, y con razón cabal, tanto más cuanto que nuestras cualidades no alcanzan valer si no es por comparación; la virtud civil se mide según los lugares y las épocas. Hubiera grandemente gustado leer en Jenofonte la alabanza de esta acción de Agesilao. Solicitado por un príncipe vecino, con el cual había antaño sostenido una guerra, para que le consintiera pasar por sus tierras, concediole licencia para que atravesara el Peloponeso, no sólo dejó de aprisionarle y de envenenarle, teniéndole a su arbitrio, sino que le acogió cortésmente conforme a la obligación de su promesa, sin inferirle ninguna ofensa. Esta acción para las gentes de que voy hablando es insignificante; en otra parte y en época distinta se tendrá en cuenta la franqueza y magnanimidad de tal conducta; estos monocapitas1329 se hubieran de ella burlado: ¡tan escasa semejanza guarda la virtud espartana con la francesa! No dejamos de poseer virtuosos varones, pero éstos lo son conforme a nuestra usanza. Quien por sus ordenadas costumbres está por cima de su siglo, una de dos: que tuerza o debilite ese orden, o mejor, yo le aconsejo que se eche a un lado y no se inmiscuya con nosotros; porque ¿qué saldría ganando con ello?


Egregium sanctumque virum si cerno, bimembri

hoc monstrum puero, et miranti jam sub

piscibus inventis, et foetae comparo mulae.[1330]


Pueden desearse tiempos mejores, pero no escapar los presentes: pueden apetecerse otros magistrados, pero precisa obedecer a los que vemos; y acaso haya recomendación mayor en obedecer a los malos que a los buenos. Mientras la imagen de las leyes antiguas y recibidas en esta monarquía resplandezca en algún rincón, héteme en él plantado: si por desdicha llegaren a contradecirse, a reñir unas con otras y a engendrar dos partidos de elección dudosa y difícil, será de buen grado la mía escapar, apartándome de esta tormenta; naturaleza podrá prestarme la mano para ello, o bien los azares de la guerra. Entre César y Pompeyo, francamente me habría declarado; mas entre aquellos tres ladrones que después vinieron[1331], hubiera sido necesario esconderse o seguir la corriente, cosa hacedera, a mi ver, cuando la razón naufraga.


Quo diversus abis?[1332]


Esta digresión se aparta algo de mi tema: yo me extravío, pero más bien por libertad que por descuido: mis fantasías se siguen unas a otras, bien que de lejos a veces; y se miran, pero al soslayo. He pasado la vista por tal diálogo de Platón en dos partes dividido por modo fantástico y abigarrado; la anterior consagrada al amor, toda la posterior a la retórica. No temían los antiguos estas mutaciones, y poseían una gracia maravillosa para dejarse así llevar por el viento que soplaba su fantasía, o para simularlo. Los nombres de mis capítulos no abarcan siempre la materia que anuncian; a veces la denotan sólo por alguna huella, como estos otros: Andria y Eunuco, o también éstos: Sila, Cicerón, Torcuato. Gusto de la inspiración poética, que marcha a saltos y a zancadas: es éste un arte, como Platón dice, ligero, veleidoso, divino. Obras hay de Plutarco, en las cuales olvidó su tema, en que el asunto de su argumento no se encuentra sino por incidente, completamente ahogado en extrañas cosas; ved cuál camina en su tratado del Demonio de Sócrates. ¡Oh Dios! ¡cuánta belleza encierran esas escapatorias lozanas y esa variación; y más todavía cuán en mayor grado llevan el sello del desgaire y de lo fortuito! El indigente lector es quien pierde de vista el asunto de que hablo, y no yo; siempre se encontrará en un rincón alguna palabra que no deje de ser adecuada, aun cuando sea ocultamente. Voy cambiando de asunto indiscreta y desordenadamente: mi espíritu y mi estilo vagabundean lo mismo. A quien quiere sacudirse la torpeza precisa un poco de locura, dicen los preceptos de nuestros maestros, y todavía mas sus ejemplos. Mil poetas se arrastran y languidecen prosaicamente; mas la mejor prosa entre los antiguos (yo la siembro aquí indiferentemente como verso) resplandece siempre con el vigor y arrojo poéticos, y representa en algún modo el furor de la poesía. Precísale abandonar el tono magistral y preeminente en el hablar. El poeta, dice Platón, sentado en el trípode de las musas, lanza furiosamente cuanto a sus labios llega, como la gárgola de una fuente, sin rumiarlo ni pesarlo, dejando escapar cosas de diverso color, de contraria substancia, con desbordado curso: él mismo es todo poético; y la teología antigua, poesía toda ella, dicen los doctos; y la filosofía primera, el original lenguaje de los dioses. Yo entiendo que la materia se distingue por sí misma; que muestra bastante el lugar donde cambia, donde concluye, donde comienza, donde de nuevo comienza, sin entrelazarla con palabras que la liguen y cosan, introducidas para liso de las orejas débiles o desidiosas, y sin a mí mismo glosarme. ¿Quién no prefiere más bien dejar de ser leído que serlo dormitando o escapando? Nihil est tam utile, quod in transitu prosit.[1333] Si coger un libro en la mano fuera aprenderlo; si verlo, considerarlo y recorrerlo, penetrarlo, haría yo mal mostrándome tan ignorante como digo. Puesto que no puedo sujetar al lector por el peso de lo que escribo; manco male[1334], sí ocurre que le detengo con mis embrollos. Pero se arrepentirá después de haber entretenido en ello su tiempo. Sin duda, mas no habrá dejado de entretenerse. Además hay humores que menosprecian lo que entienden, quienes me estimarán mejor precisamente por no saber lo que hablo, y concluirán por la profundidad de mi sentido, merced a la obscuridad del mismo, la cual detesto con todas mis fuerzas, y la evitaría si supiera hacerme diferente de como soy. Aristóteles se alaba en cierto pasaje de afectarla: ¡viciosa afectación en verdad! Como el corte frecuente de los capítulos de que yo al principio acostumbrara me pareció que rompía la atención antes de que naciera, y que la disolvía menospreciando fijarla por tan poco momento y que se recogiera, los hice luego más largos: en éstos precisa aplicación y espacio señalado. En tal ocupación, quien no quiere emplear una sola hora, ningún tiempo quiere gastar, y nada se hace para quien se muestra avaro de tiempo tan escaso. A más de lo cual, entiendo acaso que le asiste algún interés particular en no decir las cosas sino a medias, confusamente y de un modo discordante. No gusto, pues, de esa razón trastornafiestas, ni de esos extravagantes proyectos que trabajan la existencia, ni de esas tan delicadas proposiciones, aun cuando encierren la verdad. Encuéntrola demasiado cara y sobrado incómoda. Por el contrario, empléome en hacer valer la insignificancia misma y la asnería si me procuran placer y me consienten ir en pos de mis inclinaciones naturales, sin fiscalizarlas tan de cerca.

En otras partes he visto ruinas, estatuas, cielo y tierra: mas donde quiera, tropecé siempre con los mismos hombres. Tal es la verdad, pero, sin embargo, nunca podría yo contemplar de nuevo, por frecuentes que fueran mis viajes, el sepulcro de esa ciudad[1335], tan grade y tan poderosa, sin admirarla ni reverenciarla. La memoria de los muertos es para nosotros venerable, y yo, desde mi infancia, alimenté mi espíritu con la de éstos: tuve conocimiento de los negocios de Roma largo tiempo antes que de los de mi propio hogar: conocía el Capitolio y su plano antes que del Louvre tuviera noticia, y el Tíber antes que el Sena. Mejor supe las condiciones y fortuna de Luculo, Metelo y Escipión, que no las de ninguno de nuestros hombres: muertos están y mi padre como ellos; éste se alejó de mí y de la vida, en el espacio de diez y ocho años, como aquellos en mil seiscientos, y, sin embargo, nunca dejo de abrazar y practicar la memoria, amistad y sociedad de una unión perfecta y vivísima. Mi inclinación misma no convierte en más oficioso para con los que fueron, quienes, no ayudándose, requieren, a mi entender, por eso mismo mi ayuda. La gratitud está aquí en su lugar verdadero: el bien obrar está menos ricamente asignado donde hay retrogradación y reflexión. Visitando Arcesilao a Ctesibio, enfermo, y encontrándole en situación estrecha, deslizó bajo la almohada de su lecho una cantidad de dinero; y al ocultárselo le exentó de que se lo agradeciera. Los que de mí merecieron amistad y reconocimiento, ninguna de las dos cosas perdieron al desaparecer del mundo; mejor los pagué entonces; y más cuidadosamente ausentes e ignorantes de mi acción: con mayor afecto hablo de mis amigos cuando no hay medio de que lo sepan. He sostenido cien querellas por la defensa de Pompeyo y por la causa de Marco Bruto: esta unión persiste aún entre nosotros: hasta las mismas cosas presentes, por fantasía las poseemos. Reconociéndome inútil en este siglo, me lanzo a ese otro, y con él tanto me embobo, que el estado de esa antigua Roma, libre, justa y floreciente (pues no amo su nacimiento ni su senectud), me conmueve y apasiona; por lo cual nunca podré ver de nuevo, por frecuentemente que la vea, la situación de sus calles y de sus casas, y sus profundas ruinas, enterradas hasta los antípodas, sin que en todo ello me interese. ¿Es naturaleza o error de la fantasía, lo que hace que la vista de los lugares que sabemos haber sido frecuentados y habitados por personas cuya memoria es eximia, nos conmueva en algún modo más que oír la relación de sus hechos o leer sus escritos? Tanta vis admonitionis inest in locis! ...Et id quidem in hac urbe infinitum; quacumque enim ingredimur, in aliquam histioriam vestigium ponimus.[1336] Pláceme considerar su rostro, su porte y sus vestidos: yo rumio estos grandes nombres y los hago resonar a mis oídos. Ego illos veneror, et tantis nominibus semper assurgo.[1337] De las cosas que son en algún respecto grandes y admirables, admiro yo hasta las partes comunes: viérales de buen grado conversar, pasearse y comer. Sería ingrato el menospreciar las reliquias e imágenes de tantos nombres relevantes y tan valerosos, a quienes vi vivir y morir, y quienes nos procuran tan buenas instrucciones con su ejemplo, si supiéramos seguirlas.

Y además esa misma Roma que vemos merece que se la ame: confederada de tanto tiempo atrás, y por tantos títulos a nuestra corona, sola común y universal, el magistrado soberano que en ella manda, es igualmente reconocido donde quiera: es la ciudad metropolitana de todas las naciones cristianas; el español y el francés, todos están allí en su casa propia; para figurar entre los príncipes de este Estado basta con pertenecer a la cristiandad, donde quiera que se resida. Ningún lugar hay aquí bajo que el cielo haya abrazado con favor tan influyente ni con constancia semejante; su ruina misma es gloriosa y magnífica:


Laudandis pretiosior ruinis.[1338]


Aun en su propia tumba retiene signos y carácter de imperio. Ut palam sit, uno in loco gaudentis opus esse naturae.[1339] Alguien se quejaría e insubordinaría contra sí mismo, sintiéndose cosquillear por un tan vano placer: nuestros humores no lo son nunca demasiado cuando son gratos; cualesquiera que sean los que contentan constantemente a un hombre capaz de sentido común, nunca osaría yo compadecerle.

Debo mucho a la fortuna porque hasta el momento actual nada hizo contra mí que significara ultraje, al menos por cima de lo que pudieran resistir mis fuerzas. ¿Será que acostumbra a dejar tranquilos a los que no la importunan?


Quanto quisque sibi plura negaverit,

a dis plura feret: nil cupientium.

Nudus castra peto...

Multa petentibus.

Desunt multa.[1340]


Si por el mismo tenor continúa, me despedirá muy contento y satisfecho:


Nihil suprae

Deos lacesso.[1341]


Mas ¡cuidado con el choque! mil hombres hay que se estrellan en el puerto. Me consuelo fácilmente porque llegará aquí cuando yo no exista ya; las cosas presentes me atarean bastante:


Fortunae cetera mando[1342]:


Así que me encuentro desposeído de esas fuertes ligaduras que se dice sujetan a los hombres a lo venidero, merced a los hijos que recibieron nuestro propio nombre y honor; y quizás deba desearlos tanto menos cuanto más son deseables. Demasiado sujeto estoy por mí mismo al mundo y a esta vida; me conformo con depender de la fortuna por las circunstancias propiamente necesarias a mi ser, sin procurarla por otro lado jurisdicción sobre mí; y jamás consideré que la carencia de hijos fuera una falta que convirtiera la vida en menos cabal y contenta: también tienen sus ventajas las uniones estériles. Pertenecen los hijos al número de cosas que no tienen por qué ser apetecidas, principalmente a la hora actual en que sería difícil hacerlos buenos, bona jam nec nasci licet, ita corrupta sunt semina[1343]; y precisamente tienen por qué lamentarse para quien los pierde después de haberlos echado al mundo.

Aquel de cuyas manos recibí el gobierno de mi casa pronosticó que había de arruinarla, considerando mi humor errante. Pero se equivocó, pues héteme aquí como entré en ella, si no mejor, careciendo, sin embargo, de oficio y beneficio.

Por lo demás, si la fortuna no me infirió ninguna ofensa violenta y extraordinaria, tampoco me procuró ventaja alguna. Cuantos dones suyos alberga nuestra casa, son anteriores a mí y datan de cien años atrás: particularmente no poseo ningún bien esencial y sólido de que a su liberalidad sea deudor. Concediome algunos favores aéreos, honorarios y titulares, de substancia desprovistos; y más bien me los ofreció que me los concedió. Dios sabe bien que para mí, ser completamente material que sólo de realidades se paga, y bien macizas por añadidura, si sin ambages fuera a hablar, reconocería la avaricia apenas menos excusable que la ambición, el dolor apenas menos evitable que la vergüenza, la salud menos deseable que la filosofía, y la riqueza que la nobleza.

Entre estos vanos favores ninguno creo que plazca tanto a esta torpeza insensata que dentro de mí retoza, como una bula auténtica de ciudadanía romana, que me fue otorgada últimamente cuando allí estuve[1344], pomposa en sellos y letras doradas, y concedida con la liberalidad más generosa. Como se redactan en estilos diversos, que más o menos favorecen, y como antes de haberlas yo conocido me habría sido grata la vista de uno de estos formularios, quiero transcribirla aquí para satisfacción de alguien que se encuentre molestado por una curiosidad semejante a la mía:


Quod[1345] Horatius Maximus, Marcius Cecius, Alexander Mutus, almae urbis Conservatores de Illmo viro Michaele Montano, equite Sancti Michelis, et a cubiculo regis Christianissimi, Romana civitate donando, ad Senatum retulerunt; S. P. Q. R. de eare ita fiere censuit.

Quum, veteri more et instituto, cupide illi semper studioeoque suscepti sint, qui virtute ac nobilitate praestantes, magno Reipublicae nostrae usui atque ornamento fuissent, vel esse aliquando possent: Nos, majorum nostrorum exemplo atque auctoritate permoti, praeclaram hanc consuetudinem nobis imitandam ac servandam fore censemus. Quamobrem quum Illmus Michael Montanus, eques Sancti Michaelis, et a cubiculo regis Christianissimi, Romani nominis studiosissimus, et familiae laude atque splendore, et propriis virtutum meritis dignissimus sit, qui summo Senatus Populique Romani judicio ac studio in Romanam civitatem adsciscatur; placere Senatui P. Q. R., Illmum Michaelem Montanum, rebus omnibus ornatissimum, atque huic inclyto Populo carissimum, ipsum posterosque in Romanam civitatem adscribi, ornarique omnibus et praemiis et honoribus, quibus illi fruuntur, qui quives patriciique Romani nati, aut jure optimo facti sunt. In quo censere Senatum P. Q. R., se non tam illi jus civitatis largiri, quam debitum tribuere, neque magis beneficium dare, quam ab ipso accipere, qui, hoc civitatis munere accipiendo, singulari civitatem ipsam ornamento atque honore affecerit. Quam quidem S. C. auctoritatem iidem Conservatores per Senatus P. Q. R. scribas in acta referri, atque in Capitolii curia servari, privilegiumque hujusmodi fieri, solitoque urbis sigillo communiri curarunt. Anno ab urbe condita CXC CCC XXXI; post Christum natum M D LXXXI, III idus martii,

HORATIUS FUSCUS, sacri. S. P. Q. R. scriba.

VINCENT MARTHOLUS, sacri S. P. Q. R scriba.


No siendo ciudadano de ninguna ciudad, satisfecho estoy de serlo de la más noble entre las que fueron y serán. Si los demás se consideraran atentamente como yo, reconoceríanse como yo henchidos de vanidad e insulsez. De ellas no puedo desposeerme sin acabar conmigo. Repletos estamos todos de ambas cosas, mas los que no lo advierten creen hallarse más aligerados; y aun de esto no estoy muy seguro.

Esta idea y común usanza de mirar a otra parte y no a nosotros mismos recae cabalmente en nuestra ventaja, por ser una cosa cuya vista no puede menos de llenarnos de descontento. En nosotros no vemos sino vanidad y miseria: con el fin de no desconfortarnos la naturaleza lanzó ¡cuán sagazmente! hacia fuera la acción de nuestros ojos. Adelante vamos, donde la corriente nos lleva, mas replegar en nosotros nuestra carrera es un penoso movimiento: la mar se revuelve y violenta así cuando de nuevo es empujada hacia sus orillas. Considerad, dicen todos, los movimientos celestes; mirad a las gentes, a la querella de éste, al pulso de aquél, al testamento del otro. En conclusión, mirad siempre alto, bajo o al lado vuestro, delante o detrás de vosotros. Era un precepto paradójico el que nos ordenaba aquel dios en Delfos, diciendo: mirad en vosotros; reconoceos; depended de vosotros mismos vuestro espíritu y vuestra voluntad que se consumen fuera, conducidlos a sí mismos: os escurrís y os esparcís fortificaos y sosteneos: se os traiciona, se os disipa y se os aparta de vuestro ser. ¿No ves cómo este mundo mantiene sus miradas sujetas hacia dentro, y sus ojos abiertos para a sí mismo contemplarse? Tú no hallarás nunca sino vanidad, dentro y fuera, pero será menos vana cuanto menos entendida. Salvo tú, ¡oh hombre! decía aquel dios, cada cosa se estudia la primera, y posee, conforme a sus necesidades, límites a sus trabajos y deseos. Ni una sola hay tan vacía y menesterosa como tú, que abarque el universo mundo. Tú eres el escrutador sin conocimiento, el magistrado sin jurisdicción y, en conclusión, el bufón de la farsa.



Gobierno de la voluntad

Comparado con el común de los hombres pocas cosas me impresionan, o por mejor decir, me dominan, pues es razón que nos hagan mella, siempre y cuando que dejen de poseernos. Pongo gran cuidado en aumentar, por reflexión y estudio, este privilegio de insensibilidad, que naturalmente adelantó ya bastante en mí; por consiguiente son contadas las cosas que adopto, y pocas también aquellas por que me apasiono. Mi vista es clara, pero la fijo en escasos objetos: en mí, el sentido es, delicado y blando, mas sordas y duras la aprensión y la aplicación. Difícilmente me dejo llevar; cuanto me es dable empléome en mí por completo, y aun en esto mismo sujetaría, sin embargo, y sostendría de buen grado mi afición, a fin de que no se sumergiese en mi individuo sobrado entera, puesto que se trata de cosa entregada a la merced ajena en la cual el acaso tiene más derecho que yo; de suerte que, hasta la salud, que tanto estimo, me precisaría no desearla ni darme a ella tan furiosamente que llegara a encontrar insoportables las enfermedades. Debemos moderarnos entre el odio del dolor y el amor del goce; y Platón ordena que detengamos entre ambos la senda de nuestra vida. Pero a las afecciones que de mí me apartan y que fuera me sujetan, me opongo con todas mis fuerzas. Mi parecer es que hay que prestarse a otro, pero no darse sino a sí mismo. Si mi voluntad se viera propicia a hipotecarse y a aplicarse, yo no daría gran cosa; soy naturalmente blando por naturaleza y por hábito.


Fugax rerum, securaque in otia natus.[1346]


Los debates reñidos y porfiados, que acabarían por fin en ventaja de mi adversario; el desenlace, que trocaría en vergonzoso mi perseguimiento acalorado, me roerían quizás cruelmente: hasta en caso de acierto, como acontece a algunos, mi alma no dispondría jamás de fuerzas bastantes para soportar las alarmas y emociones que acompañan a los que todo lo abarcan: se dislocaría incontinenti a causa de semejante agitación intestina. Si alguna vez se me empujó al manejo de extraños negocios, prometí ponerlos en mi mano, no en el pulmón ni en el hígado; encargarme de ellos, no incorporármelos; cuidarme, sí; pero apasionarme, en modo alguno: los considero, mas no los incubo. Sobrado quehacer tengo con disponer y ordenar la barahúnda doméstica, que me araña las entrañas y las venas, sin inquietarme y atormentarme con los extraños y me encuentro bastante interesado en mis cosas esenciales, propias y naturales, sin convidar a ellas otras feriadas. Los que conocen cuánto se deben a su persona, y cuántos son los oficios que consigo mismos deben cumplir, reconocen que la naturaleza los procuró semejante comisión bastante llena y en ningún modo ociosa: «Tienes en tu casa labor abundante, no te apartes de ella.»

Los hombres se entregan en alquiler: sus facultades no son para ellos, son para las gentes a quienes se avasallan; sus inquilinos viven en ellos, no son ellos quienes viven. Este humor común no es de mi gusto. Es necesario economizar la libertad de nuestra alma y no hipotecarla sino en las ocasiones justas, las cuales son contadas, a juzgar sanamente. Ved las gentes enseñadas a dejarse llevar y agarrar; en todas ocasiones así proceden, en las cosas insignificantes como en las importantes, en lo que nada les va ni les viene, como en lo que les importa; indiferentemente se ingieren donde hay tarea y ocupación, y se encuentran sin vida hallándose libres de agitación tumultuosa: in negotiis sunt negotii causa[1347], «no buscan la labor sino para atarearse». No es que quieran marchar, sino más bien que no se pueden contener, ni más ni menos que la piedra sacudida en su caída no se para hasta, dar en el suelo. La ocupación para cierta suerte de gentes es como un sello de capacidad y dignidad; el espíritu de éstas busca un reposo en el movimiento, como los niños en la cuna: en verdad pueden decirse tan serviciales para sus amigos como importunos a sí mismos. Nadie distribuye su dinero a los demás, pero todos reparten su tiempo y su vida: nada hay de que seamos tan pródigos como de estas cosas, de las cuales únicamente la avaricia nos sería útil y laudable. Yo adopto un modo de ser opuesto: me apoyo en mí y ordinariamente apetezco blandamente lo que deseo, y deseo poco; me ocupo y atareo en el mismo grado, tranquilamente y rara vez. Todo lo que quieren y manejan, lo anhelan con toda su voluntad y vehemencia. Tantos malos pasos hay en la vida, que aun en el más seguro precisa escurrirse un poco ligera y superficialmente y resbalar sin hundirse. La voluptuosidad misma es dolorosa cuando es intensa:


Incedis per ignes

suppositos cineri doloso.[1348]


Los señores de Burdeos me eligieron alcalde de su ciudad hallándome alejado de Francia y todavía más apartado de tal pensamiento; yo me excuse, pero se me dijo que hacia mal procediendo así, puesto que la orden del rey se interponía también. Este es un cargo que debe parecer tanto más hermoso cuanto que carece de remuneración distinta al honor de ejercerlo. Dura dos años, pero puede ser continuado por segunda elección, lo cual ocurre muy rara vez, y aconteció conmigo; y no había sucedido más que otras dos veces antes, algunos años había, al señor de Birón, mariscal de Francia, de quien yo ocupé el puesto, dejando el mío al señor de Matignón, también mariscal de Francia. Puedo no en vano gloriarme de tan noble compañía;


Uterque bonus pacis bellique minister.[1349]

  

Quiso la buena fortuna contribuir a mi promoción por esa particular circunstancia que, de su parte paso, no del todo vana, pues Alejandro no paró mientes en los embajadores corintios que le brindaban con la ciudadanía de su ciudad; mas cuando le dijeron que Baco y Hércules figuraban también en el mismo registro, les dio gracias por ello muy cumplidas.

A mi llegada me descubrí fiel y concienzudamente tal y como me reconozco ser: desprovisto de memoria, sin vigilancia, sin experiencia y, sin vigor pero también sin odios, sin ambición, sin codicia y sin violencia, a fin de que fueran informados e instruidos de cuanto podían esperar de mi concurso; porque sólo el conocimiento de mi difunto padre les había incitado a mi nombramiento en honor de su memoria, añadí bien claramente que me contrariaría mucho el que ninguna cosa, por importante que fuese, hiciera tanta mella en mi voluntad como antaño hicieran en la suya los negocios de su ciudad mientras el la gobernó en el cargo mismo a que me habían llamado. En mi infancia recuerdo haberle visto ya viejo, con el alma cruelmente agitada a causa del trajín de su empleo, olvidando el dulce ambiente de su casa, donde la debilidad de los años le había sujetado largo tiempo antes, sus negocios y su salud; menospreciando su vida, que estuvo a punto de perder, comprometido por las cosas públicas a largos y penosos viajes. Así fue mi padre, y era el origen de este humor su naturaleza buenísima: jamás hubo alma más caritativa ni amiga del pueblo. Esta conducta que yo alabo en los demás no gusto seguirla, y para ello tengo mis razones.

Había oído decir que era menester olvidarse de sí mismo en provecho ajeno; que lo particular nada significaba comparado con lo general. La mayor parte de las reglas y preceptos del mundo toman este camino de lanzarnos fuera de nosotros, arrojándonos en la plaza pública para uso de la pública sociedad: pensaron hacer una buena obra con apartarnos y distraernos de nosotros, presuponiendo que estábamos sobrado amarrados con sujeción natural, y nada economizaron para este fin, pues no es cosa nueva en los sabios el predicar las cosas tal y como sirven, no conforme son. La verdad tiene sus impedimentos, obstáculos e incompatibilidades con nuestra naturaleza; precísanos a veces engañar, a fin de no engañarnos, cerrar nuestros ojos y embotar nuestro entendimiento, para enderezarlos y enmendarlos: imperiti enim judicant, et qui frequenter in hoc ipsum fallendi sunt, ne errent[1350]. Cuando nos ordenan amar, antes que nosotros, tres, cuatro y cincuenta suertes de cosas, representan el arte de los arqueros, quienes para dar en el blanco van clavando la vista por cima del mismo grande espacio: para enderezar un palo torcido se retuerce en sentido contrario.

Creo yo que en el templo de Palas, como vemos en todas las demás religiones, habría misterios aparentes para ser mostrados al pueblo, y otros más secretos y elevados que se enseñaban solamente a los profesos; verosímil es que en éstos se encuentre el verdadero punto de la amistad que cada cual se debe: no una amistad falsa que nos haga abrazar la gloria, la ciencia, la riqueza y otras cosas semejantes con afección principal e inmoderada, como cosas que a nuestro ser pertenecieran, ni que tampoco sea blanda e indiscreta, en que acontezca lo que se ve en la hiedra, que corrompe y arruina la pared donde se fija, sino una amistad saludable y ordenada, igualmente útil y grata. Quien conoce los deberes que impone y los práctica, digno es de penetrar en el recinto de las Musas; alcanzó la nieta de la sabiduría humana y la de nuestra dicha: conociendo puntualmente lo que se debe a sí propio, reconoce en su papel que debe aplicar a sí mismo la enseñanza de los otros hombres y del mundo, y para practicar esto contribuir al sostén de la sociedad política con los oficios y deberes que le incumben. Quien en algún modo no vive para otro, apenas vive para sí mismo: quí sibí amicus est, scito hunc amicum omnibus esse1351. El principal cargo que tengamos consiste en que cada cual cumpla el deber asignado; para eso estamos aquí. De la propia suerte que sería tonto de solemnidad quien olvidara vivir bien y santamente, pensando hallarse exento de su deber encaminando y dirigiendo a los demás, así también quien abandona el vivir sana y alegremente por consagrarse al prójimo, adopta a mi ver un partido perverso y desnaturalizado.

No quiero yo que dejen de otorgarse a los cargos que se aceptan la atención, los pasos, las palabras, y el sudor y la sangre, si es menester,


Non ipse pro caris amicis,

aut patria, timidus perire[1352],


pero que se otorguen solamente de prestado y accidentalmente, de manera que el espíritu se mantenga siempre en reposo y en salud, y no tan sólo de acción desposeído si no de pasión y vejación. El obrar simplemente le cuesta tan poco, que hasta durmiendo se agita; pero es necesario que con discreción se ponga en movimiento, porque es el cuerpo quien recibe las cargas que se le echan encima cabalmente conforme son; el espíritu las extiende y las hace pesadas, en ocasiones a sus propias expensas, dándolas la medida que se le antoja. Las mismas cosas se ejecutan con esfuerzos diversos y diferente contención de voluntad; el uno marcha bien sin el otro en efecto, cuantísimas gentes vemos lanzarse todos los días en las guerras, de las cuales poco o nada les importa, lanzándose en los peligros de las batallas, cuya pérdida para nada trastornará su vecino sueño. Tal en su propia casa, lejos de este peligro que ni siquiera contemplarlo osaría, se apasiona más por el desenlace de la lucha y tiene el alma más trabajada que el soldado que expone su sangre y su vida. Pude yo mezclarme en los empleos públicos sin apartarme de mí ni siquiera en lo ancho de una uña, y darme a otro sin abandonarme a mí mismo. Esa rudeza violencia de deseos imposibilita más bien que sirve al manejo de lo que se emprende; nos llena de impaciencia hacia los sucesos contrarios o tardíos, y de animadversión y sospecha hacia aquellos con quienes negociamos. Jamás conducimos bien las cosas porque somos poseídos y llevados:


Male cuneta in ministra

impetus.[1353]


Quien no emplea sino su habilidad y criterio procede con mayor contento; simula, pliega y difiere todo a su albedrío, según la necesidad de las ocasiones lo exige; y si no acierta, permanece sin tormento ni aflicción, presto y entero para una nueva empresa, caminando siempre con la brida en la mano. En el que está embriagado por su pasión violenta y tiránica, vese necesariamente muelle de imprudente y de injusto: la impetuosidad de su deseo le arrastra, sus movimientos son temerarios, y si la fortuna no lo da la mano, da escaso fruto. Quiere la filosofía que en el castigo de las ofensas recibidas, distraigamos nuestra cólera, no a fin de que la venganza sea menor, sino al contrario, para que vaya tanto mejor encaminada y sea más dura: efectos que la impetuosidad no procura. No solamente la cólera trastorna, sino que además, por sí misma, cansa también el brazo de los que castigan; este luego aturde y consume su fuerza: como en la precipitación, festinatio tarda est[1354]; «el apresuramiento se pone a sí mismo la pierna, se embaraza y se detiene», ipsa se velocitas implicat[1355]. Por ejemplo, a lo que yo veo en el uso ordinario, la avaricia no tropieza con mayor impedimento que ella misma; cuanto más tendida y vigorosa, es menos fértil; comúnmente atrapa las riquezas con prontitud mayor, disfrazada con imagen liberal.

A un gentilhombre muy honrado y mi amigo, faltole poco para trastornar la salud de su cabeza a causa de la apasionada atención y afección que puso en los negocios de un príncipe, su dueño[1356], el cual se me descubrió a sí mismo, diciendo «que veía el peso de los accidentes como cualquiera otro, pero que en los irremediables resignábase de repente al sufrimiento; en los otros, luego de haber ordenado las provisiones necesarias, -lo cual le es dable realizar con premura por la vivacidad de su espíritu, -espera tranquilamente lo que sobreviene». Y así es en verdad; yo le vi sobre el terreno, manteniendo una tranquilidad magnífica, y una libertad de acciones y de semblante grandes al través de negocios graves y muy espinosos. Más grande y capaz le veo en la adversa que en la próspera fortuna; sus pérdidas le procuran mayor gloria que sus victorias, y su duelo que su triunfo.

Considerad que hasta en las acciones mismas que son vanas y frívolas, en el juego de las damas, en el de pelota y en otros semejantes, ese empeño rudo y ardiente de mi deseo impetuoso, lanza incontinenti el espíritu y los miembros a la indiscreción y al desorden; todos así se alucinan y embarazan: quien procede con moderación más grande hacia el ganar o el perder, se mantiene siempre dentro de sí mismo; cuanto en el juego menos se enciende y apasiona, lo lleva con mayor ventaja y seguridad.

Imposibilitamos, además, la presa y reconocimiento del alma, brindándola con tantas cosas de que apoderarse: precisa sólo presentarla las unas, sujetarla otras e incorporarla otras: puede ver y sentir todas las cosas, mas únicamente de sí misma debe apacentarse; y debe hallarse instruida de lo que la incumbe esencialmente y de lo que esencialmente es su haber y su sustancia. Las leyes de la naturaleza nos enseñan lo que justamente nos precisa. Luego que los filósofos nos dijeron que según ella nadie hay que sea indigente, y que todos sean según su idea, distinguieron así sutilmente los deseos que proceden de aquélla, de los que emanan del desorden de nuestra fantasía: aquellos que muestran el fin, son suyos; los que huyen ante nosotros y de los cuales no podemos tocar el límite, son nuestros: la pobreza de los bienes es fácil de remediar; la pobreza del alma es irremediable:


Nam si, quod satis est homini, id satis esse potesset,

hoc sat, erat, nunc, quum hoc non est, qui credimu porro

divitias ullas animum mi explere potesse?[1357]


Viendo Sócrates conducir pomposamente por su ciudad una cantidad grande de riquezas, joyas y hermosos muebles: «Cuántas cosas, dijo, que yo no deseo.» Metrodoro se sustentaba con el peso de doce onzas de alimento por día; Epicuro, con dos menos. Metrocles dormía en invierno con los borregos, y en estío en los claustros de los templos: sufficit ad id natura, quod poseit[1358]. Cleanto vivía del trabajo de sus manos, y se alababa de que Cleanto, a quererlo, sustentaría aun a otro Cleanto.

Si lo que naturaleza exacta y originalmente de nosotros solicita para la conservación de nuestro ser es sobrado reducido, como en verdad así lo es (y cuán escaso sea lo que sustenta nuestra vida, no puede mejor expresarse sino considerando que es tan poco que escapa a los vaivenes y al choque de la fortuna por su nimiedad), dispensé menos de lo que está más allá; llamemos naturaleza al uso y condición particular de cada uno de nosotros; tasémonos; sometámonos a esta medida; extendamos hasta ella nuestra pertenencia y nuestras cuentas, pues así paréceme que nos cabe alguna excusa. La costumbre es una segunda naturaleza menos poderosa que la naturaleza misma. Lo que a la mía falta, entiendo que a mí me falta, y preferiría casi lo mismo que me quitaran la vida que de aquélla me despojaran, desviándola lejos del estado en que por espacio de tanto tiempo ha vivido. Ya no me encuentro en el caso de experimentar una modificación esencial, ni de lanzarme a un nuevo camino inusitado, ni siquiera hacia el aumento de bienes. No es ya tiempo de convertirse en otro; y de la propia suerte que lamentaría alguna importante ventura que ahora me viniera a las manos, la cual no hubiera llegado en ocasión de poder disfrutarla,


Quo mihi fortunas, si non conceditur uti?[1359]


lo mismo me quejaría de mi mejoramiento interno. Casi mejor vale no llegar nunca a ser hombre cumplido y competente en el vivir, que llegar a serlo tan tarde, cuando la vida se acaba. Yo que estoy con un pie en el estribo, resignaría fácilmente en alguno que viniera lo que aprendo de prudencia para el comercio del mundo, que no es ya sino mostaza después de la comida. Para nada me sirve el bien que no puedo utilizar. ¿De qué aprovecha la ciencia a quien ya no tiene cabeza? Es injuria y disfavor de la fortuna el ofrecernos presentes que nos llenan de justo despecho porque nos faltaron cuando podíamos utilizarlos. No he menester que me guíen, ya no puedo ir más adelante. De tantas partes como el buen vivir componen, la paciencia sola nos basta. Conceded la capacidad de un excelente tenor al cantante cuyos pulmones están podridos, y la elocuencia al eremita relegado en los desiertos de la Arabia. Ningún arte precisa la caída: con el fin se tropieza naturalmente, al cabo de cada trabajo. Para mí el mundo acabó y mi ser expiró; soy todo del pasado y me encuentro en el caso de autorizarlo, conformando con él mi salida. Quiero decir lo que sigue a manera de ejemplo: la nueva supresión de los diez días del año, hecha por el pontífice, me cogió tan bajo que no he podido acostumbrarme a ella: sigo los años como antaño los contábamos. Un tan antiguo y dilatado uso me revindica y me llama, viéndome obligado a ser algo herético en esta parte, incapaz como soy de transigir con la novedad, ni siquiera con la que mejora. Mi fantasía, a despecho de mis dientes, se lanza siempre diez días atrás o diez días adelante, y refunfuña a mis oídos: «Este precepto toca a los que han de ser.» Si la salud misma, por dulce que sea, viene a visitarme a intervalos, sólo es para procurarme duelo más bien que posesión de sí misma: no tengo donde guardarla. El tiempo me abandona; nada sin él se posee. ¡Ah! cuán poco caso haría yo de esas grandes dignidades electivas que por el mundo veo, las cuales no se otorgan sino a los hombres ya prestos a partir; en ellas no se mira tanto la puntualidad con que se ejercerán, como el escaso tiempo que se disfrutarán; desde la entrada se tiene presente la salida. En conclusión, héteme aquí, presto a rematar este hombre, y no a rehacer otro distinto; por largo hábito esta forma se me convirtió en sustancia, y el acaso trocose en naturaleza.

Digo, pues, que cada uno de entre nosotros, seres débiles como somos, es excusable al estimar suyo lo que se halla comprendido en la medida de que hablé; pero pasado este límite todo es confusión y barullo; ésa es la más amplia extensión que podamos otorgar a nuestros derechos. Cuanto más ampliamos nuestras necesidades y nuestra posesión, más nos abocamos a los golpes de la fortuna y de las adversidades. La carrera de nuestros deseos debe hallarse circunscrita y restringida en un corto límite que comprenda las comodidades más próximas y contiguas; y debe, además, efectuarse no en línea recta, cuyo fin nos extravíe, sino en un redondel, cuyos dos puntos se apoyen y acaben en nosotros merced a un breve contorno. Las acciones que se gobiernan sin esta mira como son las de los avariciosos, las de los ambiciosos y las de tantos otros que se lanzan llenos de ímpetu, cuya carrera les lleva delante de sí mismos, son erróneas y enfermizas.

La mayor parte de nuestros oficios son pura farsa: mundus universus exercet histrioniam1360. Es preciso que desempeñemos debidamente nuestro papel, pero como el de un personaje prestado: del disfraz y lo aparente no hay que hacer una esencia real, ni de lo extraño lo propio: no sabemos distinguir la piel de la camisa, y, basta con enharinarse el semblante sin ejecutar lo propio con el pecho. Muchos hombres veo que se transforman y transubstancian en otras tantas figuras y seres como funciones ejercen, y que se revisten de importancia hasta el hígado y los intestinos, llevando su dignidad a los lugares más excusados. No soy yo capaz de enseñarles a distinguir las bonetadas que les incumben de las que sólo miran a la misión que cumplen, o bien a su séquito o a su cabalgadura: tantum se fortunae permittunt, etiam uti naturam dediscant[1361]; inflan y engordan su alma y su natural discurso según la altura de su punto prominente. El funcionario y Montaigne fueron siempre dos personajes distintamente separados. Por ser abogado o hacendista hay que desconocer las trapacerías que encierran ambas profesiones: un hombre cumplido no es responsable de los abusos o torpezas inherentes a su oficio, y no debe, sin embargo, rechazar el ejercicio del mismo; dentro está de la costumbre de su país, y en él se encierra provecho: no hay que vivir en el mundo y prevalerse de él, tal y como se le encuentra. Mas el juicio de un emperador ha de estar por cima de su imperio, y ha de verlo y considerarlo como accidente extraño, acertando a disfrutar individualmente y a comunicarse como Juan o Pedro, al menos consigo mismo.

Yo no sé obligarme tan profundamente y tan por entero cuando mi voluntad me entrega a un partido, no lo hace con tal violencia que mi entendimiento se corrompa. En los presentes disturbios de este Estado el interés propio no me llevó a desconocer ni las cualidades laudables de nuestros adversarios, ni las que son censurables en aquellos a quienes sigo. Todos adoran lo que pertenece a su bando: yo ni siquiera excuso la mayor parte de las cosas que corresponden al mío: una obra excelente no pierde sus méritos por litigar contra mí. Fuera del nudo del debate me mantuve con ecuanimidad y pura indiferencia; neque extra necessitates belli, praecipuum odium gero[1362]: de lo cual me congratulo tanto más, cuanto que comúnmente veo caer a todos en el defecto contrario: utatur motu animi, qui uti ratione non potest[1363]. Los que dilatan su cólera y su odio más allá de las funciones públicas, como hacen la mayor parte, muestran que esas pasiones surgen de otras fuentes y emanan de alguna causa particular, del propio modo que quien se cura de una úlcera no por ello se limpia de la fiebre, lo cual prueba que ésta obedecía a una causa más oculta. Y es que no están sujetos a la cosa pública en común y en tanto que la misma lastima el interés de todos y el del Estado; la detestan sólo en cuanto les corroe en privado. He aquí por qué se pican de pasión particular más allá de la justicia y de la razón generales: non tam omnia universi, quam ea, quae ad quemque pertinerent, singuli carpebant[1364]. Quiero yo que la ventaja quede de nuestro lado, mas no saco las cosas de quicio si así no sucede. Me entrego resueltamente al más sano de los partidos, pero no deseo que se me señale especialmente como enemigo de los otros y por cima de la razón general. Acuso profundamente este vicioso modo de opinar: «Es de la liga porque admira la distinción del señor de Guisa. La actividad del rey de Navarra le pasma, pues es hugonote. Encuentra qué decir de las costumbres del monarca, pues es entrañablemente sedicioso»; y no concedí la razón al magistrado mismo al condenar un libro por haber puesto a un herético entre los mejores poetas del siglo. ¿No osaríamos decir de un ladrón que tiene la pierna bien formada? Porque una mujer sea prostituta, ¿necesariamente ha de olerle mal el aliento? En tiempos más cuerdos que éstos ¿se anuló el soberbio título de Capitolino, otorgado a Marco Manlio como guardador de la religión y libertad públicas? ¿Se ahogó la memoria de su liberalidad y de sus triunfos militares, ni la de las recompensas concedidas a su virtud porque fingió luego la realeza en perjuicio de las leyes de su país? Si toman odio a un abogado, al día siguiente pierde toda su elocuencia. En otra parte había del celo que empuja a semejantes extravíos a las gentes de bien, mas por lo que a mí respecta sé muy bien decir: «Hace malamente esto y virtuosamente lo otro.» De la propia suerte, en los pronósticos o acontecimientos siniestros de los negocios quieren que cada cual en el partido a que está sujeto sea cegado y entorpecido; que nuestra apreciación y nuestro juicio se encaminen, no precisamente a la verdad, sino al cumplimiento de nuestros anhelos. Más bien caería yo en el extremo contrario; tanto temo que mi voluntad me engañe, a más de desconfiar siempre supersticiosamente de las cosas que deseo.

En mi tiempo he visto maravillas en punto a la indiscreta y prodigiosa facilidad como los pueblos se dejan llevar y manejar por medio del crédito y la esperanza; fueron dando plazo y fue útil a sus conductores por cima de cien errores amontonados unos sobre otros, trasponiendo ensueños y fantasmas. Ya no me admiro de aquellos a quienes embaucan las ridiculeces de Apolonio y de Mahoma. El sentido y el entendimiento de esos otros está enteramente ahogado en su pasión: su discernimiento no tiene a mano otra cosa sino lo que les sonríe y su causa reconforta. Soberanamente eché de ver esto en nuestro primer partido febril; el otro, que nació luego, imitándole le sobrepuja; por donde caigo en que la cosa es una cualidad inseparable de los errores populares; una vez el primero suelto, las opiniones se empujan unas a otras, según el viento que sopla, como las ondas; no se pertenece al cuerpo social cuando puede uno echarse a un lado, cuando no se sigue la común barahúnda. Mas en verdad se perjudica a los partidos justos cuando se los quiere socorrer con truhanes; siempre me opuse a ello por ser medio que sólo se conforma con cabezas enfermizas. Para con las sanas hay caminos más seguros (no solamente más honrados) a mantener los ánimos y a preservar los accidentes contrarios.

Nunca vio el cielo tan pujante desacuerdo como el de Pompeyo y César, ni en lo venidero lo verá tampoco; sin embargo, paréceme reconocer en aquellas hermosas almas una grande moderación de la una para con la otra. Era el que les impulsaba un celo de honor y de mando, que no los arrastraba al odio furioso y sin medida, sin malignidad ni maledicencia. Hasta en sus más duros encuentros descubro algún residuo de respeto y benevolencia, y entiendo que de haberles sido dable cada uno de ellos habría deseado cumplir la misión impuesta sin la ruina de su compañero más bien que con ella. ¡Cuán distinto proceder fue el de Sila y Mario! Conservad el recuerdo de este ejemplo.

No hay que precipitarse tan desesperadamente en pos de nuestras afecciones e intereses. Cuando joven, me oponía yo a los progresos del amor, que sentía internarse demasiado en mi alma, considerando que no llegaran a serme gratos hasta el extremo de forzarme y cautivarme por completo a su albedrío; lo mismo hago en cuantas ocasiones mi voluntad se prenda de un apetito extremo, ladeándome en sentido contrario de su inclinación, conforme lo veo sumergirse y emborracharse con su vino; huyo de alimentar su placer tan adentro que ya no me sea dable poseerlo de nuevo sin sangrienta pérdida. Las almas que por estultez no ven las cosas sino a medias gozan de esta dicha: las que perjudican las hieren menos; es ésta una insensibilidad espiritual que muestra cierto carácter de salud, de tal suerte que la filosofía no la desdeña; mas no por ello debemos llamarla prudencia, como a veces la llamamos. Alguien en lo antiguo se burló de Diógenes del modo siguiente: yendo el filósofo completamente desnudo en pleno invierno abrazaba una estatua de nieve con el fin de poner a prueba su resistencia, cuando aquél, encontrándole en esta disposición, le dijo: «¿Tienes ahora mucho frío? -Ninguno, respondió Diógenes.- Entonces, repuso el otro, ¿qué pretendes hacer de ejemplar y difícil así como estás?» Para medir la constancia, necesariamente precisa conocer el sufrimiento.

Pero las almas que hayan de experimentar accidentes contrarios y soportar las injurias de la fortuna en la mayor profundidad y rudeza; las que tengan que pesarlas y gustarlas según su agriura natural y abrumadora, deben emplear su arte en no aferrarse en las causas del mal, apartándose de sus avenidas, como hizo el rey Cotys, quien pagó liberalmente la hermosa y rica vajilla que le presentaran, mas como era singularmente frágil, él mismo la rompió al punto para quitarse de encima de antemano una tan fácil causa de cólera para con sus servidores. Análogamente evité yo de buen grado la confusión en mis negocios, procurando que mis bienes no estuvieran contiguos a los que me tocan algo, ni a los que tengo que juntarme en amistad estrecha, de donde ordinariamente nacen gérmenes de querella y disensión. Antaño gustaba de los juegos de azar, ya fueran cartas o dados; ya los deseché ha largo tiempo, porque por excelente que apareciera mi semblante cuando perdía, siempre había en mí interiormente algún rasguño. Un hombre de honor que haya de soportar el ser como embustero considerado y experimentar además una ofensa hasta lo recóndito de las entrañas, el cual sea incapaz de adoptar una mala excusa como pago y consuelo de su desgracia, debe evitar la senda de los negocios dudosos y la de las altercaciones litigiosas. Yo huyo de las complexiones tristes y de los hombres malhumorados como de la peste; y en las conversaciones en que no puedo terciar sin interés ni emoción, para nada intervengo si el deber a ello no me fuerza: melius non incipient, quam desinent1365. Así, pues, es el medio más acertado de proceder el estar preparado, antes de que las ocasiones lleguen.

Bien sé que algunos hombres juiciosos siguieron camina distinto, comprometiéndose y agarrándose hasta lo vivo en muchas dificultades; estas gentes se aseguran de su fuerza, bajo la cual se ponen a cubierto en toda suerte de sucesos enemigos, haciendo frente a los males con el vigor de su paciencia:


Velut rupes, vastum quae prodit in aequor,

obvia ventorum furiis, expostaque ponto,

vim cunctam atque minas perfet caelique marisque,

ipsa immota manens.[1366]


No intentemos seguir tales ejemplos, pues no serían prácticos para nosotros. Los revoltosos se obstinan en ver sin inmutarse la ruina de su país, que poseía y mandaba toda su voluntad; para nuestras almas comunes hay en este modo de obrar rudeza y violencia extremadas. Catón abandonó la más noble vida que jamás haya existido; a nosotros, seres pequeñísimos, nos precisa huir la tormenta de más lejos. Es necesario proveer al sentimiento, no a la paciencia, y esquivar los golpes de que no sabríamos defendernos. Viendo Zenón acercársele Cremónides, joven a quien amaba, para sentarse junto a él, se levantó de repente; y como Cleanto lo preguntara la razón de tan súbito movimiento: «Entiendo, dijo, que los médicos aconsejan principalmente el reposo y prohíben la irritación de todas las inflamaciones.» Sócrates no dice: «No os rindáis ante los atractivos de la belleza, sino hacedla frente; esforzaos en sentido contrario.» «Huidla, es lo que aconseja, y correr lejos de su encuentro cual de un veneno activo que se lanza y hiere de lejos.» Y su buen discípulo, simulando o recitando, a mi entender más bien recitando que simulando, las raras perfecciones de aquel gran Ciro, le hace desconfiado de sus fuerzas en el resistir los atractivos de la belleza divina de aquella ilustre Pantea, sa cautiva, encomendando la visita y custodia a otros que tuvieran menos libertad que él. Y el Espíritu Santo mismo, dice ne nos inducas in tentationem[1367]; con lo cual no solamente rogamos que nuestra razón no se vea combatida y avasallada por la concupiscencia, sino que ni siquiera sea tentada; que no seamos llevados donde ni siquiera tengamos que tocar las cercanías, solicitaciones y tentaciones del pecado. Suplicamos a Nuestro Señor que mantenga nuestra conciencia tranquila, plena y cabalmente libre del comercio del mal.

Los que dicen dominar sin razón vindicativa o algún otro género de pasión penosa, a veces se expresan como en realidad las cosas son, mas no como acontecieron; nos hablan cuando las causas de su error se encuentran ya fortificadas y adelantadas por ellos mismos; pero retroceded un poco, llevad de nuevo las causas a su principio, y entonces los cogeréis desprevenidos ¿Quieren que su delito sea menor como más antiguo, y que de un comienzo injusto la continuación sea justa? Quien como yo desee el bien de su país sin ulcerarse ni adelgazarse, se entristecerá, mas no se desesperará, viéndole amenazado de ruina o de una vida, no menos desdichada que la ruina; ¡pobre nave, a quien las olas, los vientos y el piloto impelen a tan encontrados movimientos!»


In tam diversa magister,

ventus, et unda, trabunt.[1368]


Quien por el favor de los príncipes no suspira como por aquello que para su existencia es esencial, no se cura gran cosa de la frialdad que en su acogida dispensan, de su semblante ni de la inconstancia de su voluntad. Quien no incuba a sus hijos o sus honores con propensión esclava, no deja de vivir sosegadamente después de la pérdida de ambas cosas. Quien principalmente obra bien movido por su propia satisfacción, apenas si se inmuta viendo a los demás jugar torcidamente sus acciones. Un cuarto de onza de paciencia remedia tales inconvenientes. A mí me va bien con esta receta, librándome en los comienzos de la mejor manera, que me es dable, y reconozco haberme apartado por este medio de muchos trabajos y dificultades. A costa de poco esfuerzo detengo el movimiento primero de mis emociones y abandono el objeto, que comienza a abrumarme antes de que me arrastre. Quien no detiene el partir es incapaz de parar la carrera; quien no sabe cerrarlos la puerta no los expulsará ya dentro; y quien no puede acabar con ellos en los comienzos, tampoco acabará con el fin, ni resistirá la caída quien no acertó a sostener las agitaciones primeras: etenim ipsae se impellunt, ubi semel a ratione discessum est; ipsaque sibi imbecillitas indulget, in altumque provehitur imprudens, nec reperit locum consistendi[1369]. Yo advierto a tiempo los vientos ligeros que me vienen a tocar y a zumbar en el interior, precursores de la tormenta:


Ceu flamina prima

quum deprensa fremunt silvis, et caeca volutant

murmura, venturos nautis prodentia ventos.[1370]


¿Cuántas veces no me hice yo una evidentísima injusticia por huir el riesgo de recibirlas todavía peores de los jueces, en un siglo de pesares, y de asquerosas y viles prácticas, más enemigos de mi natural que el fuego y el tormento? Convenit a litibus, quantum licet, et nescio an paulo plus etiam, quam licet, abhorrentem esse: est enim non modo liberale, paululum nonnunquam de suo jure decedere, sed interdum etiam fructuosum.[1371] Si fuéramos cuerdos deberíamos regocijarnos y alabarnos, como vi hacerlo con toda ingenuidad a un niño de casa grande, quien se mostraba alegre ante todos porque su madre acababa de perder un proceso como si hubiera perdido su tos, su fiebre o cualquiera otra cosa importuna de guardar. Los favores mismos que el acaso pudiera haberme concedido, merced a relaciones y parentescos con personas que disponen de autoridad soberana en esas cosas de justicia, hice cuanto pude, según mi conciencia, por huir de emplearlos en perjuicio ajeno por no hacer subir mis derechos por cima de su justo valor. En fin, tanto hice por mis días (en buena hora lo diga), que héteme aquí todavía virgen de procesos, los cuales no dejaron de convidarse muchas veces a mí servicio, y con razón, si mi oído hubiera consentido halagarse, virgen también de querellas, sin inferir ofensas graves, y sin haberlas recibido, mi vida se deslizó ya casi larga sin malquerencia alguna. ¡Singular privilegio del cielo!

Nuestras mayores agitaciones obedecen a causas y resortes ridículos: ¡cuántos trastornos no experimentó nuestro último duque de Borgoña por la contienda de una carretada de pieles de carnero![1372] Y el grabado de un sello, ¿no fue la primera y principal causa del más terrible hundimiento que esta máquina del universo haya jamás soportado? pues Pompeyo y César no son sino vástagos y la natural continuación de los dos otros. En mi tiempo vi a las mejores organizadas cabezas de este reino, congregadas con grave ceremonia y a costa del erario, para tratados y acuerdos, de los cuales la verdadera decisión pendía, con soberanía cabal, del gabinete de las damas y de la inclinación de alguna mujercilla. Los poetas abundaron en este parecer al poner la Grecia contra el Asia a sangre y fuego por una manzana. Haceos cargo de la razón que mueve a algunos para exponer su honor y su vida con su espada y su puñal en la mano; que os diga de dónde emana la razón del debate que le desquicia, y no podrá hacerlo sin enrojecer: ¡de tal suerte la ocasión es insignificante y frívola!

En los comienzos precisa sólo para detenerse un poco de juicio; pero luego que os embarcasteis, todas las cuerdas os arrastran. Hay necesidad de grandes provisiones de cautela, mucho más importantes y difíciles de poseer. ¡Cuánto más fácil es dejar de entrar que salir! Ahora bien, es necesario proceder de modo contrario a como crece el rosal, que produce en los comienzos un tallo largo y derecho, pero luego, cual si languideciera y de alimentos estuviera exhausto, engendra nudos frecuentes y espesos, como otras tantas pausas que muestran la falta le la constancia y vigor primeros: hay más bien que comenzar sosegada y fríamente, guardando los alientos y vigorosos ímpetus para el fuerte y perfección de la tarea. Guiamos los negocios en los comienzos y los tenemos a nuestro albedrío, mas después, cuando se pusieron en movimiento, ellos son los que nos guían y arrastran, forzándonos a que los sigamos.

Todo lo cual no quiere decir, sin embargo, que ese precepto haya servido a descargarme de toda dificultad, sin experimentar, a las veces, dolor al sujetar y domar mis pasiones. Éstas no se gobiernan conforme las circunstancias lo exigen, y hasta sus principios mismos son rudos y violentos. Mas de todas suertes se alcanza economía y provecho, salvo aquellos que en el bien obrar no se contentan con ningún fruto cuando la reputación les falta, pues a la verdad semejante efecto saludable no es visible sino para cada uno en su fuero interno; con él os sentís más contentos, pero no alcanzáis estimación mayor, habiéndoos corregido antes de entrar en la danza y antes de que la cosa apareciera a la superficie. Mas de todos modos, no solamente en este particular, sino en todos los demás deberes de la vida, la senda de los que miran al honor es muy diversa de la que siguen los que tienden a la razón y al orden. Muchos veo que furiosa e inconsideradamente se arrojan en la liza, y que luego van con lentitud en la carrera. Como Plutarco afirma de aquellos que, por vergüenza, son blandos y fáciles en otorgar cuanto se les pide, quienes después son también fáciles en faltar a su palabra y en desdecirse, análogamente acontece que quien entra ligeramente en la contienda, está abocado a salir también ligeramente. La misma dificultad que me guarda de comenzarla, incitaríame a mantenerme en ella firme una vez en movimiento y animado. Aquél es un erróneo modo de proceder. Una vez que se metió uno dentro, hay que seguir o reventar. «Emprended fríamente, decía Bías, mas proseguid con ardor.» La falta de prudencia trae consigo la de ánimo, que es todavía menos soportable.

En el día, casi todas las reconciliaciones que siguen a nuestras contiendas, son vergonzosas y embusteras: lo que buscamos es cubrir las apariencias, mientras ocultamos y negamos nuestras intenciones verdaderas; ponemos en revoque los hechos. Nosotros sabemos cómo nos hemos expresado y en qué sentido, los asistentes lo saben también, y nuestros amigos, a quienes tuvimos por conveniente hacer sentir nuestra ventaja: mas a expensas de nuestra franqueza y del honor de nuestro ánimo desautorizamos nuestro pensamiento, buscando subterfugios en la falsedad para ponernos de acuerdo. Nos desmentimos a nosotros mismos para salvar el desmentir que a otro procuramos. No hay que considerar si a vuestra acción o a vuestra palabra pueden caber interpretaciones distintas; es vuestra interpretación verdadera y sincera la que precisa en adelante mantener, cuésteos lo que os cueste. Si habla entonces a vuestra virtud y a vuestra conciencia, que no son prendas de disfraz: dejemos estos viles procedimientos y miserables expedientes al ardid de los procuradores. Las excusas y reparaciones que veo todos los días poner en práctica, a fin de juzgar la indiscreción, me parecen más feas que la indiscreción misma. Valdría menos ofenderle aun más, que ofenderse a sí mismo haciendo tal enmienda ante su adversario. Le desafiasteis y conmovisteis su cólera, y luego vais apaciguándole, y adulándole a sangre fría y sentido reposado. Ningún decir encuentro tan vicioso para un gentilhombre como el desdecirse; me parece vergonzoso cuando por autoridad se le arranca, tanto mas cuanto que la obstinación le es más excusable que la pusilanimidad. Las pasiones no son tan fáciles de evitar como difíciles de moderar: exscinduntur facilius animo, quam temperatur1373. Quien no puede alcanzar esta noble impasibilidad estoica que se guarezca en el regazo de mi vulgar impasibilidad; lo que aquellos practicaban por virtud, me habitué yo a hacerlo por complexión. La región media de la humanidad alberga las tormentas: las dos extremas (hombres filósofos y hombres rurales) concuerdan en tranquilidad y en dicha:


Felix, qui potuit rerum causas,

atque metus omnes et inexorabile fatum

subjecit pedibus, strepitumque Acherontis avari!

Fortunatus et ille, deos qui novit agrestes

Panaque, Silvanumque senem, Nymphasque sorores![1374]


De todas las cosas los orígenes son débiles y entecos: por eso hay que tener muy abiertos los ojos en los preliminares, pues como entonces en su pequeñez no se descubre el peligro, cuando éste crece tampoco se echa de ver el remedio. Yo hubiera encontrado un millón de contrariedades cada día más difíciles de digerir, en la carrera de mi ambición, que difícil me fue detener la indicación natural que a ella me llevaba:


Jure perhorrui

late conspicuum tollere verticem.[1375]


Todas las acciones públicas están sujetas a interpretaciones inciertas y diversas, pues son muchas las cabezas que las juzgan. Algunos dicen de mis acciones de esta clase (y me satisface escribir una palabra sobre ello, no por lo que valer pueda, sino para que sirva de muestra a mis costumbres en tales cosas), que me conduje como hombre fácil de conmover, que fue lánguida mi afección al cargo. No se apartan mucho de la verdad. Yo procuro mantener mi alma en sosiego, lo mismo que mis pensamientos, quum semper natura, tum etiam aetate jam quietus[1376]; y si ambas cosas se trastornan a veces ante alguna impresión ruda y penetrante, es en verdad a pesar mío. De semejante languidez natural no debe, sin embargo, sacarse ninguna consecuencia de debilidad (pues falta de cuidado y falta de sentido son dos cosas diferentes), y menos aún de desconocimiento e ingratitud hacia ese pueblo que empleó cuantos medios estuvieron en su mano para gratificarme antes y después de haberme conocido. E hizo por mí más todavía reeligiéndome para el cargo, que otorgándomelo por vez primera. Tan bien le quiero cuanto es dable, y en verdad digo, que si la ocasión se hubiera presentado todo lo hubiese arriesgado en su servicio. Tantos cuidados me impuse por él como por mí mismo. Es un buen pueblo guerrero y generoso, capaz, sin embargo, de obediencia y disciplina y de servir a las buenas acciones si es bien conducido. Dicen también que en el desempeño de este empleo pasé sin que dejara traza ni huella: ¡buena es ésa! Se acusa mi pasividad en una época en que casi todo el mundo estaba convencido de hacer demasiado. Yo soy ardiente y vivo donde la voluntad me arrastra, pero este carácter es enemigo de perseverancia. Quien de mí quiera servirse según mi peculiar naturaleza, que me procure negocios que precisen la libertad y el vigor, cuyo manejo sea derecho y corto, y, aun expuesto a riesgos; en ellos podrá hacer alijo de provecho: cuando la voluntad que solicitan es dilatada, sutil, laboriosa, artificial y torcida, mejor hará dirigiéndose a otro. No todos los cargos son de difícil desempeño: yo me encontraba preparado a atarearme algo más rudamente, si necesidad hubiera habido, pues en mi poder reside hacer algo más de lo que hago y que no es de mi gusto. A mi juicio, no dejé, que yo sepa, nada por realizar que mi deber me impusiera, y fácilmente olvidé aquellos otros que la ambición confunde con el deber y con su título encubre; éstos son, sin embargo, los que con mayor frecuencia llenan los ojos y los oídos, y los que a los hombres contentan. No la cosa, sino la apariencia los paga. Cuando no oyen ruido les parece que se duerme. Mis humores son contrarios a los que gustan del estrépito: reprimiría bien un alboroto con toda calma, lo mismo lo mismo que castigaría un desorden sin alterarme. ¿Tengo necesidad de cólera y de ardor? Pues los tomo a préstamo, y con ellos me disfrazo. Mis costumbres son blandas, más bien insípidas que rudas. Yo no acuso al magistrado que dormita, siempre y cuando que quienes de su autoridad dependan dormiten a su vez, porque entonces las leyes duermen también. Por lo que a mi toca, alabo la vida que se desliza obscura y muda: neque submissam et abjectam, neque se efferentem[1377], mi destino así la quiere. Desciendo de una familia que vivió sin brillo ni tumulto, y de muy antiguo particularmente ambiciosa de hombría de bien. Nuestros hombres están tan hechos a la agitación ostentosa, que la bondad, la moderación, la igualdad, la constancia y otras cualidades tranquilas y obscuras no se advierten ya; los cuerpos ásperos se advierten, los lisos se manejan imperceptiblemente; siéntese la enfermedad, la salud poco o casi nada, ni las cosas que nos untan comparadas con las que nos punzan. Es obrar para su reputación y particular provecho, no en pro del bien, el hacer en la plaza pública lo que puede practicarse en la cámara del consejo; y en pleno medio día lo que se hubiera hecho bien la noche precedente; y mostrarse celoso por cumplir uno mismo lo que el compañero ejecuta con perfección igual, así hacían algunos cirujanos de Grecia al aire libre las operaciones de su arte, puestos en tablados y a la vista de los pasantes, para alcanzar mayor reputación y clientela. Juzgan los que de tal modo obran, que los buenos reglamentos no pueden entenderse sino al son de la trompeta. La ambición no es vicio de gentes baladíes, capaces de esfuerzos tan mínimos como los nuestros. Decíase a Alejandro: «Vuestro padre os dejará una dominación extensa, fácil y pacífica»; este muchacho sentíase envidioso de las victorias de Filipo y de la justicia de su gobierno, y no hubiera querido gozar el imperio del mundo blanda y sosegadamente. Alcibíades en Platón prefiere más bien morir joven, hermoso, rico, noble y sabio, todo ello por excelencia, que detenerse siempre en el estado de esta condición: enfermedad es acaso excusable en un alma tan fuerte y tan llena. Pues cuando esas almitas enanas y raquíticas le van embaucando y piensan esparcir su nombre por haber juzgado a derechas de una cuestión, o relevado la guardia de las puertas de una ciudad, muestran tanto más el trasero cuanto esperan levantar la cabeza. Este menudo bien obrar carece de cuerpo y de vida; va desvaneciéndose en la primera boca, y no se pasea sino de esquina a esquina: hablad de estas vuestras grandezas a vuestro hijo o a vuestro criado, como aquel antiguo, que no teniendo otro oyente de sus hazañas, ni mayor testigo de su mérito se alababa ante su criada, exclamando: «¡Oh Petrilla, cuán galante y de talento es el hombre que tienes como amo!» Hablad con vosotros mismos, en última instancia, como cierto consejero de mi conocimiento, el cual, habiendo en una ocasión desembuchado una carretada de párrafos con no poco esfuerzo y de nulidad semejante, como se retirara de la cámara del consejo al urinario del palacio se le oyó refunfuñar entre dientes, de manera concienzuda: Non nobis, Domine, non nobis; sid nomini tuo da gloriam.[1378] El que no de otro modo con su dinero se paga. La fama no se prostituye a tan vil precio: las acciones raras y ejemplares que la engendran no soportarían la compañía de esta multitud innumerable de acciones insignificantes y diarias. Elevará el mármol vuestros títulos cuanto os plazca por haber hecho reparar un lienzo de muralla o saneado las alcantarillas de vuestra calle, mas no los hombres de buen sentido por tan nimia causa. La voz de la fama no acompaña a la bondad, si los obstáculos y la singularidad no la siguen: ni siquiera a la simple estimación es acreedor todo acto que la virtud engendra, según los estoicos tampoco quieren que en consideración se tenga a quien por templanza se abstiene de una vieja legañosa. Los que conocieron las admirables cualidades de Escipión el Africano rechazan la gloria que Panecio le atribuye de haber sido abstinente en dones, considerándola no tan suya como pertinente a todo su siglo. Cada cual posee las voluptuosidades al nivel de su fortuna; las nuestras son más naturales, y tanto más sólidas y seguras, cuanto son más bajas. Ya que por conciencia, no nos sea dable, al menos por ambición desechemos esta cualidad: menospreciemos esta hambre de nombradía y honor, miserable y vergonzosa, que nos los hace imaginar de toda suerte de gentes (quae est ista laus, quae possit e macello peti[1379]) por medios abyectos y a cualquier precio, por vil que sea: es deshonrarnos el ser honrados de este modo. Aprendamos a no ser más ávidos que capaces somos de gloria. Inflarse de toda acción útil o inocente, cosa es peculiar de aquellos para quienes es extraordinaria y rara: quieren que les sea pasada en cuenta por el precio que les cuesta. A medida que un buen efecto es más sonado, rebajo yo de su bondad la sospecha en que caigo de que sea más bien producto del ruido que de la virtud; así puesto en evidencia, está ya vendido a medias. Aquellas acciones son más meritorias que escapan de la mano del obrero descuidadamente y sin aparato, las cuales un hombre cumplido señala luego sacándolas de la obscuridad para iluminarlas a causa de su valer. Mihi quidem laudabiliora videntur omnia, quae sine venditatione et sine populo teste, fiunt1380, dice el hombre más glorioso del mundo.

El deber de mi cargo consistía únicamente en conservar y mantener las cosas en el estado en que las encontrara, que son efectos sordos e insensibles: la innovación lo es de gran lustre, pero está prohibida en estos tiempos en que vivimos deprisa, y de nada tenemos que defendernos si no es de las novedades. La abstinencia en el obrar es a veces tan generosa como el obrar mismo, pero es menos brillante, y esto poco que yo valgo es casi todo de esta especie. En suma, las ocasiones en mi cargo estuvieron con mi complexión en armonía, por lo cual las estoy muy reconocido: ¿hay alguien que desee caer enfermo para ver a su médico atareado? ¿Y no sería necesario azotar al galeno que nos deseara la peste para poner en práctica su arte? Yo no he sentido ese humor injusto, pero asaz común, de desear que los trastornos y el mal estado de los negocios de esa ciudad realzaran y honraran mi gobierno, sino que presté de buen grado mis hombros para su facilidad y bienandanza. Quien no quiera agradecerme el orden de la tranquilidad dulce y muda que acompañó a mi conducta, al menos no puede privarme de la parte que me pertenece a título de buena estrella. Estoy yo de tal suerte constituido, que gusto tanto ser dichoso como cuerdo, y deber mi buena fortuna puramente a la gracia de Dios que al intermedio de mis actos. Había terminantemente, con abundancia sobrada, echado a volar ante el mundo mi incapacidad en tales públicos manejos, y lo peor todavía es que esta insuficiencia apenas me contraría, y no busco siquiera el medio de curarla, visto el camino que a mi vida he asignado. Tampoco en este negocio a mí mismo me procuré satisfacción, pero llegué con escasa diferencia a realizar mis propósitos, y así sobrepujé con mucho lo prometido a las personas con quienes tenía que habérmelas, pues ofrezco de buen grado un poco menos de aquello que espero y puedo cumplir. Estoy seguro de no haber dejado ofendidos ni rencorosos: en cuanto a sentimiento y deseo de mi persona, por lo menos bien asegurado de que tal no fue mi propósito:


Mene huic confidere monstro!

Mene salis placidi vultum, fluctusque quietos

ignorare![1381]



De los cojos

Hace dos o tres años que se acorta en diez días el año en Francia. ¡Cuántos cambios seguirán a esta reforma! Esto ha sido, en verdad, remover el cielo y la tierra juntamente. Sin embargo, nada se mueve de su lugar; para mis vecinos es la misma la hora de la siembra y la de la cosecha; el momento oportuno de sus negocios, los días aciagos y propicios, encuéntranlos en el mismo lugar donde los hallaron en todo tiempo: ni el error se echaba de ver en nuestros usos, ni la enmienda tampoco se descubre. ¡A tal punto nuestra incertidumbre lo envuelve todo, y tanto nuestra percepción es grosera, obscura y obtusa! Dicen que este ordenamiento podía arreglarse de una manera menos dificultosa, sustrayendo, a imitación de Augusto, durante algunos años, un día de los bisiestos, el cual, así como así, viene a ser cosa de obstáculo y trastorno, hasta que se hubiera llegado a satisfacer exactamente esa deuda, lo cual ni siquiera se hace con la corrección gregoriana, pues permanecemos aún atrasados en algunos días. Si por un medio semejante se pudiera proveer a lo porvenir ordenando que al cabo de la revolución de tal número de años aquel día extraordinario fuese siempre suprimido, con ello nuestro error no podría exceder en adelante de veinticuatro horas. No tenemos otra cuenta del tiempo si no es los años; ¡hace tantos siglos que el mundo los emplea! y, sin embargo, todavía no hemos acabado de fijarla, de tal suerte que dudamos a diario de la forma que las demás naciones diversamente los dieron y cuál en ellas era su uso. ¿Y qué pensar de lo que algunos opinan sobre que los cielos se comprimen hacia nosotros envejeciendo, lanzándonos en la incertidumbre hasta de horas, días y meses? Es lo que Plutarco dice, que todavía en su época la astrología no había acertado a determinar los movimientos de la luna. ¡Nuestra situación es linda para tener registro de las cosas pasadas!

Pensando en lo precedente fantaseaba yo, como de ordinario acostumbro, cuánto la humana razón es un instrumento libre y vago. Comúnmente veo que los hombres, en los hechos que se les proponen, se entretienen de mejor grado en buscar la razón que la verdad. Pasan por cima de aquello que se presupone, pero examinan curiosamente las consecuencias: dejan las cosas, y corren a las causas. ¡Graciosos charlatanes! El conocimiento de las causas toca solamente a quien gobierna las cosas, no a nosotros, que no hacemos sino experimentarlas, y que disponemos de su uso perfectamente cabal y cumplido, conforme a nuestras necesidades, sin penetrar su origen y esencia; ni siquiera el vino es más grato a quien conoce de él los principios primeros. Por el contrario, así el cuerpo como el espíritu interrumpen y alteran el derecho que les asiste al empleo del mundo y de sí mismos, cuando a ello añaden la idea de ciencia: los efectos nos incumben, pero los medios en modo alguno. El determinar y distribuir pertenecen a quien gobierna y regenta, como el aceptar ambas cosas a la sujeción y aprendizaje. Vengamos a nuestra costumbre. Ordinariamente así comienzan: «¿Cómo aconteció esto?» «¿Aconteció?» habría que decir simplemente. Nuestra razón es capaz de engendrar cien otros mundos descubriendo, al par de ellos, sus fundamentos y contextura. No la precisan materiales ni base: dejadla correr, y lo mismo edificará sobre el vacío que en el lleno, así de la nada como de cal y canto:


Dare pondus idonea fomo.[1382]


En casi todas las cosas reconozco que precisaría decir: «Nada hay de lo que se cree»; y repetiría con frecuencia tal respuesta, pero no me atrevo, porque gritan que el hablar así es una derrota que reconoce por causa la debilidad de espíritu y la ignorancia, y ordinariamente he menester hacer el payaso ante la sociedad tratando de cosas y cuentos frívolos en que nada creo rotundamente. A más de esto, es algo rudo y ocasionado a pendencias el negar en redondo la enunciación de un hecho, y pocas gentes dejan principalmente en las cosas difíciles de creer, de afirmar que las vieron o de alegar testimonios cuya autoridad detiene nuestra contradicción. Siguiendo esta costumbre conocemos los medios y fundamentamos de mil cosas que jamás acontecieron, y el mundo anda a la greña por mil cuestiones, de las cuales son falsos el pro y el contra. Ita finitima sunt falsa veris... ut in praecipitem locum non debeat se sapiens committere.[1383]

La verdad y la mentira muestran aspectos que se conforman; el porte, el gusto y el aspecto de una y otra, son idénticos: mirámoslas con los mismos ojos. Creo yo que no solamente somos débiles para defendernos del engaño, sino que además le buscamos convidándole para aferrarnos en él: gustamos embrollarnos en la futilidad como cosa en armonía con nuestro ser.

En mi tiempo he visto el nacimiento de algunos milagros, y aun cuando al engendrarse ahogasen no por ello dejamos de prever la marcha que hubieran seguido si hubiesen vivido su edad, pues no hay más que dar con el cabo del hilo para confabular hasta el hartazgo; y hay mayor distancia de la nada a la cosa más pequeña del universo, que de ésta a la más grande. Ahora bien, los primeramente abrevados en este principio de singularidad, viniendo a esparcir su historia, echan de ver por las oposiciones que se les hacen, el lugar dolido radica la dificultad de la persuasión, y van tapándolo con materiales falsos; a más de que: insita hominibus libidine alendi de industria rumores[1384], nosotros consideramos como caso de conciencia el devolver lo que se nos prestó con algún aditamento de nuestra cosecha. El error particular edifica primeramente el error público, y éste a su vez fabrica el particular. Así van todas las cosas de este edificio elaborándose y formándose de mano en mano, de manera que el más apartado testimonio se encuentra mejor instruido que el más cercano, y el último informado, mejor persuadido que el primero. Todo lo cual es mi progreso natural, pues quien cree alguna cosa, estima obra caritativa hacer que otro la preste crédito, y para así obrar nada teme en añadir de su propia invención cuanto necesita su cuento para suplir a la resistencia y defecto que cree hallar en la concepción ajena. Yo mismo, que hago del mentir un caso de conciencia, y que no me cuido gran cosa de dar crédito y autoridad a lo que digo, advierto, sin embargo, en las cosas de que hablo, que hallándome excitado por la resistencia, de otro o por el calor propio de mi narración, engordo e inflo mi asunto con la voz, los movimientos, el vigor y la fuerza de las palabras, y aun cuando sea por extensión y amplificación, no deja de padecer algo la verdad ingenua, pero, sin embargo, yo así obro a la condición de que ante el primero que me lleva al buen camino, preguntándome la verdad cruda y desnuda, súbito abandono mi esfuerzo y se la doy sin exageración, sin énfasis ni rellenos. La palabra ingenua y abierta, como es la mía ordinaria, se lanza fácilmente a la hipérbole. A nada están los hombres mejor dispuestos que a abrir paso a sus opiniones, y cuando para ello el medio ordinario nos falta, empleamos nuestro mando, la fuerza, el hierro y el fuego. Desdichado es que la mejor piedra de toque de la verdad sea la multitud de creyentes, en medio de una confusión en que los locos sobrepujan con tanto a los cuerdos en número. Quasi vero quidquam sit tam valde, quam nihil sapere, vulgare.[1385] Sanitatis patrocinium est, insanientium turba.[1386] Cosa peliaguda es el asentar su juicio frente a las opiniones comunes: la persuasión primera, sacada del objeto mismo, se apodera de los sencillos, de los cuales se extiende a los más hábiles, por virtud de la autoridad del número y de la antigüedad de los testimonios. En cuanto a mí, por lo mismo que no creeré a uno, tampoco creeré a ciento, y no juzgo de las opiniones por el número de años que cuentan.

Poco ha que uno de nuestros príncipes, en quien la gota había aniquilado un hermoso natural y un templo alegre, se dejó tan fuertemente persuadir con lo que le contaron de las operaciones maravillosas que ejecutaba un sacerdote, el cual por medio de palabras y gestos sanaba todas las enfermedades, que hizo un largo viaje para dar con él, y hallándole adormeció sus piernas durante algunas horas, por virtud de la fuerza de su propia fantasía, de tal suerte que en el instante no le fue mal. Si el acaso hubiese dejado amontonar cinco o seis ocurrencias semejantes habrían éstas bastado para considerar la cosa como puro milagro de la naturaleza. Después se vio tanta sencillez y tan poco arte en la arquitectura de tales obras, que se juzgó al eclesiástico indigno de todo castigo: lo propio experimentaría en la mayor parte de las cosas de este orden quien las examinara en su yacimiento. Miramur ex intervallo fallentia[1387]: así nuestra vista representa de lejos extrañas imágenes que se desvanecen al acercarnos: numquam ad liquidum fama perducitur[1388].

¡Maravilla es de cuán fútiles comenzamientos y frívolas causas nacen ordinariamente tan famosas leyendas! Esta misma circunstancia imposibilita la información, pues mientras se buscan razones y fines sólidos y resistentes, dignos de una tan grande nombradía, se pierden de vista las verdaderas, las cuales escapan a nuestras miradas por su insignificancia. Y a la verdad se ha menester en tales mientes un muy prudente, atento y sutil inquiridor, indiferente y en absoluto despreocupado. Hasta los momentos actuales, todos estos milagros y acontecimientos singulares se ocultan ante mis ojos. En el mundo no he visto monstruo ni portento más expreso que yo mismo: nos acostumbramos por hábito a todo lo extraño, con el concurso del tiempo; pero cuanto más me frecuento y reconozco, más mi deformidad me pasma y menos yo mismo me comprendo.

La causa primordial que preside al engendro y adelantamiento de accidentes tales, está al acaso reservada. Pasando anteayer por un lugar, a dos leguas de mi casa, encontré la plaza caliente todavía a causa de un milagro cuya farsa acababa de descubrirse, por el cual el vecindario había estado inquieto varios meses: ya las comarcas vecinas empezaban a conmoverse y de todas partes a correr en nutridos grupos de todas suertes al teatro del suceso. Un mozo del pueblo se había divertido simulando de noche en su casa la voz de un espíritu, sin otras miras que gozar de una broma pasajera, pero habiéndole esto producido algo mejor efecto del que esperaba, a fin de complicar más la farsa, asoció a ella una aldeana completamente estúpida y tonta, reuniéndose, por fin, tres personas de la misma edad y capacidad análoga, y trocándose la cosa de privada en pública. Ocultáronse bajo el altar de la iglesia, hablaron sólo por la noche y prohibieron que se llevaran luces: de palabras que tendían a la conversión de los pecadores y a las amenazas del juicio final (pues éstas son cosas bajo cuya autoridad la impostura se guarece con facilidad mayor) fueron a dar en algunas visiones y movimientos tan necios y ridículos, que apenas si hay nada tan infantil en los juegos de niños. Mas de todas suertes, si el acaso hubiera prestado algún tanto su favor a la ocurrencia, ¡quién sabe las proporciones que hubiera alcanzado la mojiganga! Estos pobres diablos están ahora a buen recaudo: cargarán, sin duda, con la torpeza común y no sé si algún juez se vengará sobre ellos de la suya propia. El portento éste se ve con toda claridad, porque fue descubierto, pero en muchas cosas de índole parecida, que exceden nuestro conocimiento, soy de entender que suspendamos nuestro juicio, lo mismo en el aprobar que en el rechazar.

En el mundo se engendran muchos abusos, o para hablar con resolución mayor, todos los abusos del mundo nacen de que se nos enseña a temer el hacer de nuestra ignorancia profesión expresa. Así nos vemos obligados a acoger cuanto no podemos refutar, hablando de todas las cosas por preceptos y de manera resolutiva. La costumbre romana obligaba que aun aquello mismo que un testigo declaraba por haberlo visto con sus propios ojos, y lo que un juez ordenaba, inspirado por su ciencia más certera, fuese concebido en estos términos: «Me parece.» Se me hace odiar las cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles: gusto de estas palabras, que ablandan y moderan la temeridad de nuestras proposiciones: «Acaso, En algún modo, Alguno, Se dice, Yo pienso», y otras semejantes; y si yo hubiera tenido que educar criaturas, las habría de tal modo metido en la boca esta manera de responder, investigadora, y no resolutiva: «¿Qué quiere decir? No lo entiendo, Podría ser, ¿Es cierto?» que hubieran más bien guardado la apariencia de aprendices a los sesenta años que no el representar el papel de doctores a los diez, como acostumbran. Quien de ignorancia quiere curarse, es preciso que la confiese.

Iris es hija de Thaumas: la admiración es el fundamento de toda filosofía, la investigación, el progreso, la ignorancia, el fin. Y hasta existe alguna ignorancia sólida y generosa que nada debe en honor ni en vigor a la ciencia, la cual, para ser concebida, no exige menos ciencia que para penetrar la ciencia misma. Yo vi en mi infancia un proceso que Coras (magistrado tolosano) hizo imprimir, de una naturaleza bien rara: tratábase de dos hombres que se presentaban uno por otro. Recuerdo del caso solamente, y no me acuerdo más que de esto, que aquel auxiliar de la justicia convirtió la impostura del que consideró culpable en tan enorme delito, y excediendo de tan lejos nuestro conocimiento y el suyo propio que era juez, que encontré temeridad singular en la sentencia que condenaba a la horca a uno de los reos. Admitamos alguna fórmula jurídica que diga: «El tribunal no entiende jota en el asunto», con libertad e ingenuidad mayores de las que usaron los areopagitas, quienes hallándose en grave aprieto con motivo de una causa que no podían desentrañar, ordenaron que las volvieran pasados cien años.

Las brujas de mi vecindad corren riesgo de su vida, a causa del testimonio de cada nuevo intérprete que viene a dar cuerpo a sus soñaciones. Para acomodar los ejemplos que la divina palabra nos ofrece en tales cosas (ejemplos ciertísimos e irrefutables), y relacionarlos con nuestros, acontecimientos modernos, puesto que nosotros no vemos de ellos ni las causas ni los medios, precisa otro espíritu distinto del nuestro: acaso exclusivamente pertenece sólo a ese poderosísimo testimonio el decirnos: «Esto y aquello son milagro, y no esto otro.» Dios debe ser creído; razón cabal es que lo sea, mas no cualquiera de entre nosotros que se pasma con su propia relación (y nada más natural si no está loco), ya relate ajenas cosas o portentos propios. Mi contextura es pesada y se atiene un poco a lo macizo y verosímil, esquivando las censuras antiguas: Majorem fidem homines adhibent iis, quae non intelligunt. -Cupidine humani ingenii, libentius obscura creduntur.[1389] Bien veo que la gente se encoleriza, y que se me impide dudar bajo la pena de injurias execrables; ¡novísima manera de persuadir! Gracias a Dios, mi crédito no se maneja a puñetazos. Que se irriten contra los que acusan de falsedad sus opiniones, yo no los achaco sino la dificultad y lo temerario, y condeno la afirmación opuesta igualmente como ellos, si no tan imperiosamente. Quien asienta sus opiniones a lo matón e imperiosamente, de sobra deja ver que sus razones son débiles. Cuando se trata de un altercado verbal y escolástico, muestren igual apariencia que sus contradictores: videantur sane non affirmentur modo[1390]; mas en la consecuencia efectiva que deducen, estos últimos llevan la ventaja. Para matar a las gentes precisa una claridad luminosa y nítida, y nuestra vida es cosa demasiado real y esencial para salir fiadora de esos accidentes sobrenaturales y fantásticos.

En cuanto a las drogas y venenos, los dejo a un lado, por ser puros homicidios de la índole más detestable. Sin embargo, aun en esto mismo dicen que no hay que detenerse siempre en la propia confesión de estas gentes, pues a veces se vio que algunos se acusaron de haber muerto a personas que luego se encontraban vivas y rozagantes. En esas otras extravagancias, diría yo de buena gana que es ya suficiente el que un hombre, por recomendaciones que le adornen sea creído en aquello puramente humano: en lo que se aparta de su concepción, en lo que es de índole sobrenatural, debe solamente otorgársele crédito cuando una aprobación sobrenatural también lo revistió de autoridad. Este privilegio, que plugo a Dios conceder a algunos de nuestros testimonios no debe ser envilecido ni a la ligera comunicado. Aturdidos están mis oídos con patrañas como ésta: «Tres le vieron en tal día en levante. Tres le vieron al siguiente día en occidente, a tal hora, en tal lugar, así vestido.» En verdad digo que ni a mí mismo me creería. ¡Cuánto más natural y verosímil encuentro yo el que dos hombres mientan que no el que un mismo hombre, en el espacio de doce horas, corra con los vientos de oriente a occidente; cuánto más sencillo que nuestro magín sea sacado de quicio por la volubilidad de nuestro espíritu destornillado, que el que cualquiera de nosotros escape volando, caballero en una escoba, por cima de la chimenea de su casa, en carne y hueso, impulsado por un extraño espíritu! No busquemos fantasmagorías exteriores y desconocidas, nosotros que estamos perpetuamente agitados por ilusiones domésticas y peculiares. Paréceme que se es perdonable descreyendo una maravilla, al menos cuando es dable rechazarla con razones no maravillosas, y con san Agustín entiendo «que vale más inclinarse a la duda que a la certeza en las cosas de difícil prueba, y cuya creencia es nociva».

Hace algunos años visité las tierras de un príncipe soberano, quien por serme grato y al par por acabar con mi incredulidad, me concedió la gracia de mostrarme en su presencia, en lugar reservado, diez o doce prisioneros de esta clase; entre ellos había una vieja bruja, en grado superlativo fea y deforme, famosísima de muy antiguo en esta profesión. Vi de cerca las pruebas, libres confesiones y no saqué marca insensible en el cuerpo de esta pobre anciana; me informé y hablé a mi gusto con la más sana atención de que fui capaz (y no soy hombre, que deje agarrotar mi juicio por preocupación alguna); pues bien, en fin de cuentas y con toda conciencia, hubiera yo ordenado el elaboro mejor que la cicuta a todas aquellas gentes: captisque res magis mentibus, quam consceleratis, similis visa1391; la justicia cuenta con remedios apropiados para enfermedades tales. En cuanto a las oposiciones y argumentos que algunos hombres cumplidos me hicieran en aquel mismo lugar y en otros, ninguno oí que me sujetara y que no tuviera solución siempre más verosímil que las conclusiones presentadas. Bien es verdad que las pruebas y razonamientos fundados en la experiencia y en los hechos, en modo alguno los desato; como éstos no tienen fin los corto a veces, como Alejandro su nudo. Después de todo es poner sus conjeturas muy altas el cocer a un hombre vivo.

Refiérense ejemplos varios, entre otros el de Prestancio de su padre, el cual, amodorrado más pesadamente que con el sueño perfecto, creyó haberse convertido en yegua y servir de acémila a unos soldados; y, en efecto, lo que fantaseaba sucedía. Si los brujos sueñan así cabales realidades, si los sueños pueden a veces trocarse en cosa tangible, creo yo que nuestra voluntad para nada tendría que habérselas con la justicia. Esto que digo, entiéndase como emanado de un hombre que ni es juez ni consejero de reyes, y que, con muelle, se cree indigno de tales cargos, sino de persona del montón, nacida y consagrada a la obediencia de la razón pública, en hechos y en sus dichos. Quien tomara en cuenta mis ensueños en perjuicio de la más raquítica ordenanza de villorrio, o bien contra sus opiniones y costumbres, se inferiría grave daño y a mí juntamente; pues en todo cuanto digo no sustento otra certeza que la que se albergaba en mi pensamiento cuando lo escribí; tumultuario y vacilante pensamiento. Yo hablo de todo a manera de plática, y de nada en forma de consejo; nec me pudet, ut istos, fateri nescire quod nesciam1392: no sería tan grande mi arrojo al hablar si tuviera derecho a ser creído; y así respondí a un caballero que se quejaba de la rudeza y contención de mis razones. Viéndoos convencidos y preparados hacia un partido, os propongo el otro con todo el cuidado que puedo para aclarar vuestro juicio, no para obligarle. Dios que retiene vuestros ánimos os procurará medio de escoger. No soy tan presuntuoso para creerme ni siquiera capaz de desear que mis opiniones ocasionaran cosa de tal magnitud: mi fortuna no las enderezó a conclusiones tan elevadas y poderosas. Verdaderamente, no sólo mis complexiones son numerosas, sino que mis pareceres lo son también, de los cuales haría que mi hijo repugnara, si le tuviera. ¿Y qué decir, además, si los más verdaderos no son siempre los más ventajosos para el hombre? ¡tan salvaje es su naturaleza!

A propósito, o fuera de propósito, poco importa: dícese en Italia, como común proverbio, que desconoce a Venus en su dulzura perfecta, quien no se acostó con una coja. La casualidad, o alguna circunstancia particular, pusieron hace largo tiempo esas palabras en boca del pueblo, y se aplican lo mismo a los machos que a las hembras, pues la reina de las amazonas contestó al escita que la invitaba al amor:  [1393], «el cojo lo hace mejor». En esta república femenina, para escapar a la dominación de los varones, las mujeres los inutilizaban desde la infancia brazos y piernas y otros miembros que los procuraban ventaja sobre ellas, y empleaban a los machos en lo que empleamos a las hembras por acá. Hubiera yo supuesto que el movimiento desconcertado de la coja, proveía de algún nuevo placer a la tarea, y de alguna punzante dulzura a los que lo experimentan, pero acaban de decirme que la propia filosofía antigua decidió de la causa: las piernas y los muslos de las cojas, como no reciben, a causa de su imperfección, el alimento que les es debido, acontece que las partes genitales, que están por cima, se ven más llenas, nutridas y vigorosas; o bien que el defecto de la cojera, imposibilitando el ejercicio a los que la padecen, disipa menos sus fuerzas, las cuales llegan así más enteras a los juegos de Venus: precisamente la razón misma por donde los griegos desacreditaban a las tejedoras, diciendo que eran más ardorosas que las demás mujeres, a causa del oficio sedentario que ejercían, sin que dieran movimiento al cuerpo. ¿Y de dónde no podemos sacar razones que valgan tanto como las enunciadas? Por ejemplo, podría yo también decir que el zarandeo que su trabajo les imprime, así sentadas, las despierta y solicita, como a las damas el vaivén y temblequeteo de sus carrozas.

¿No justifican estos ejemplos lo que dije al comienzo de este capítulo, o sea que nuestras razones anticipan los efectos y que los límites de su jurisdicción son tan infinitos, que juzgan y se ejercen en la nada misma y en el no ser? A más de la flexibilidad de nuestra inventiva para forjar argumentos a toda suerte de soñaciones, nuestra fantasía es igualmente fácil en el recibir impresiones de las cosas falsas, merced a las apariencias más frívolas, pues por la sola autoridad del uso antiguo y público de aquel decir, antaño llegué yo a creer recibir placer mayor de una dama porque no andaba como las demás, e incluí esta imperfección en el número de sus gracias.

En la comparación que Torcuato Tasso establece entre Francia e Italia, dice haber advertido que nosotros tenemos las piernas más largas y delgadas que los caballeros italianos, y de ello atribuye la causa a nuestra costumbre de ir continuamente a caballo, que es precisamente la misma razón que Suetonio alega para deducir una conclusión contraria, pues dice que las de Germánico habían engordado por el mismo constante ejercicio. Nada hay tan flexible ni errático como nuestro entendimiento: es el coturno de Theramenes, adecuado a toda suerte de pies: es doble y diverso, lo mismo que los objetos en que se ejercita. «Dame una dragma de plata», decía un filósofo cínico a Antígono. «No es presente digno de un rey», respondió este. «Pues dame un talento.- Ese no es presente digno de un cínico», repuso.


Seu plures calor ille vias et caeca relaxat

spiramenta, novas veniat qua succus in herbas;

seu durat magis, et venas adstringit hiantes;

ne tenues pluviae, rapidive potentia solis

acrior, aut Boreae penetrabile frigus adurat.[1394]


Ogni medaglia ha il suo riverso.[1395] He aquí por qué Clitómaco decía en lo antiguo, que Carneades había soprepujado los trabajos de Hércules, como hubiera arrancado de los hombres el consentimiento, es decir, la idea y temeridad del juzgar. Esta tan vigorosa fantasía de Carneades nació a mi ver en aquellos siglos de la insolencia de los que hacen profesión de saber, y de su audacia desmesurada. Pusieron en venta a Esopo juntamente con otros dos esclavos: el comprador se informó de uno de ellos sobre lo que sabía hacer, y éste dijo que lo sabía hacer todo; que era maestro de esto y lo otro, respondiendo portentos y maravillas: el segundo habló por igual tenor, o se infló más todavía, y cuando llegó para Esopo el momento de contestar sobre su ciencia: «Nada sé hacer, dijo, pues éstos lo abarcaron todo.» Aconteció lo propio en la escuela de la filosofía: la altivez de los que atribuyen al espíritu humano la capacidad de todas las cosas suscitó en otros, por despecho y emulación, la idea de que no es capaz de ninguna: los unos ocupan en la ignorancia la misma extremidad que los otros en la ciencia, a fin de que no pueda negarse que el hombre no es en todo inmoderado, y que para él no hay más sujeción posible que la necesidad e impotencia de pasar adelante.



De la fisonomía

Casi todas nuestras, opiniones las adoptamos por autoridad y al fiado: en ello no hay ningún mal, pues no podríamos escoger peor camino que el de dilucidar por nuestra propia cuenta en un siglo tan enteco. Aquella imagen de los discursos de Sócrates, que sus amigos nos dejaron, acogémosla a causa de la reverente aprobación pública, no por virtud de nuestro conocimiento; las razones socráticas se apartan de nuestro uso. Si viniera hoy al mundo algo parecido, habría pocos hombres que lo apreciasen. Sólo advertimos las gracias del espíritu cuando son puntiagudas, o están hinchadas o infladas de artificio: las que corren bajo la ingenuidad o la sencillez, escapan fácilmente a una vista grosera como la nuestra, por poseer una belleza delicada y oculta: precisa una mirada límpida y bien purgado para descubrir ese secreto resplandor. ¿No es la ingenuidad, a nuestro entender, hermana de la simpleza y cualidad censurable? Sócrates agita su alma con movimiento natural y común; así se expresa un campesino, así habla una mujer; jamás de su boca salen otros nombres que los de cocheros, carpinteros, remendones y albañiles: todos sus símiles o inducciones, sacados están de las más vulgares y conocidas acciones de los hombres; todos le entienden. Bajo una forma vil, nunca hubiéramos entresacado las noblezas y esplendor de sus admirables concepciones, nosotros que consideramos chabacanas y bajas todas aquellas que la doctrina no encarama, y que no advertimos la riqueza sino cuando la rodean la pompa y el aparato. A la ostentación sola está habituado nuestro mundo: de viento sólo se inflan los hombres y a saltos se manejan, como las pelotas de goma huecas. Sócrates no encaminó sus miras hacia las vanas fantasías; su fin fue proveernos de preceptos y máximas, que real y conjuntamente sirviesen para el gobierno de nuestra vida;


Servare modum, finemque tenere,

naturamque sequi.[1396]


Fue también siempre uno e idéntico, y se elevó no por arranques y arrebatos, sino por peculiar complexión al postrer extremo de fortaleza; o, para hablar mejor, no se elevó nada, hizo más bien descender, conduciéndolas a su punto original y natural, las asperezas y dificultades, y las sometió su vigor; pues en Catón se ve bien a las claras una actitud rígida, muy por cuna de las ordinarias. En las valientes empresas de su vida y en su muerte, véselo siempre, montado en zancos. Sócrates toca la tierra, y con paso común y blando trata los más útiles discursos, conduciéndose, así en la hora de su fin como en las más espinosas dificultades que puedan imaginarse, con el andar propio de la vida humana.

Acaeció, por fortuna, que el hombre más digno de ser conocido y de ser presentado al mundo como ejemplo, es aquel de quien tengamos conocimiento más cierto: su existencia fue aclarada por los hombres más clarividentes que jamás hayan sido, y los testimonios que de él llegaron a nosotros, son admirables en fidelidad y en capacidad juntamente. Admirable cosa es, en efecto, haber podido comunicar tal orden a las puras fantasías de un niño, de suerte que, sin alterarlas ni agrandarlas, hayan reproducido más hermosos efectos de nuestra alma; no la representa elevada ni rica; la muestra sólo sana, mas de una cabal y alegrísima salud. Merced a estos resortes naturales y vulgares, y a estas fantasías ordinarias y comunes, sin conmoverse ni violentarse, enderezó no solamente las más ordenadas, sino las más elevadas y vigorosas acciones y costumbres que jamás hayan existido. Él es quien nos trajo del cielo, donde nada tenía que hacer, la humana sabiduría, para devolvérsela al hombre, de quien constituye, la tarea más justa y laboriosa. Vedle defenderse ante sus jueces; ved con qué razones despierta su vigor en los azares de la guerra; qué argumentos fortifican su paciencia contra la calumnia, la tiranía, la muerte, contra la mala cabeza de su mujer; nada hay en todo ello a que las artes y las ciencias contribuyeran: los más sencillos reconocen allí sus fuerzas y sus medios; imposible es marchar de un modo más humilde. Soberano favor prestó a la humana naturaleza, mostrándola cuánto puede por sí misma.

Cada uno de nosotros es más rico de lo que piensa, pero se nos habitúa al préstamo y a la mendiguez; se nos acostumbra a servirnos de lo ajeno más que de lo nuestro. En nada acierta el hombre a detenerse en el preciso punto de su necesidad: en goces, riqueza y poderío abraza más de lo que puede estrechar; su avidez es incapaz de moderación. Yo creo que en la curiosidad que al saber nos impulsa ocurre lo propio: el hombre se prepara mucho mayor trabajo del que puede realizar, y mucho más de lo que tiene que hacer, ampliado la utilidad del saber otro tanto que su materia: ut omnium rerum, sic litterarum quoque, intemperantia laboramus[1397]. Tácito alaba, con razón, a la madre de Agrícola, por haber reprimido en su hijo el demasiado ardoroso apetito de ciencia.

Y bien mirado es un bien que, como todos los otros bienes de los hombres, encierra mucha vanidad y debilidad, propios y naturales, y además de caro coste. Su adquisición es mucho más arriesgada que la de toda otra comida o bebida, pues en todas las demás cosas lo que compramos llevámoslo a nuestra casa en alguna vasija, y luego podemos examinar su valor, cuándo y a qué hora lo tomaremos, mas las ciencias no podemos, en los comienzos, colocarlas en otro recipiente que nuestra alma; las absorbemos al comprarlas, y salimos de la compra inficionados o enmendados: las hay que no hacen sino empeorarnos y recargarnos, en lugar de sustentarnos; y otras que, so pretexto de curarnos, nos envenenan. Pláceme el que algunos hombres, por devoción, hagan voto de ignorancia, como de castidad, pobreza y penitencia, pues es también castrar desordenados apetitos, enervar el ansia que nos empuja al estudio de los libros y privar al alma de esta voluptuosa complacencia que nos cosquillea, mediante la idea de la ciencia. Y es cumplir espléndidamente voto de pobreza el juntar a ella la del espíritu. Apenas si necesitamos una cantidad exigua de doctrina para vivir satisfechos; Sócrates nos enseña que reside en nosotros, lo mismo que la manera de encontrarla y de ayudarse con ella. Toda la capacidad nuestra que va más allá de la natural es, o poco menos, vana y superflua, y mucho hemos conseguido si no nos recarga y trastorna, más bien que nos sirve: paucis opus est litteris mentem bonam[1398]. Estos son excesos febriles de nuestro espíritu, instrumento travieso e inquieto. Recogeos, y hallaréis en vosotros los argumentos verdaderos de la naturaleza contra la muerte, y los más propios a serviros en caso necesario: éstos son los que hacen morir a un campesino y a pueblos enteros, con igual firmeza que un filósofo. ¿Moriría yo con tranquilidad menor antes de haber leído las Tusculanas? Creo que no; y cuando me supongo en el caso, veo que mi lengua se enriqueció, pero mi vigor muy poco; éste persiste, cual la naturaleza me lo forjó, y se escuda cuando el conflicto llega con marca original y común: los libros me sirvieron no tanto de instrucción como de ejercicio. ¿Y qué decir si la ciencia intentando armarnos con defensas nuevas contra los inconvenientes naturales, imprimió más bien en nuestra fantasía su grandeza y su peso que no las razones y utilidades para resguardarnos? Son las suyas delicadezas, con las cuales nos despierta frecuentemente con inutilidad cabal; hasta los autores mismos más sólidos y prudentes, ved cómo en derredor de un buen argumento van sembrando otros ligeros y, examinados bien de cerca, sin cuerpo y vacíos de sentido; argucias verbales que nos engañan, mas en atención a que pueden útilmente emplearse, no los quiero desechar con todo rigor; en mi libro los hay de esta condición y en lugares diversos, que penetraron en forma de imitación o préstamo. Así que, ha de cuidarse de no nombrar fuerza lo que no es sino agradable, y sólido a lo que no es más que agudo, o bueno a lo que no es más que hermoso: quae magis gustata, quam potata, delectant[1399]. Todo lo que place no es provechoso, ubi non ingenii, sed animi negotium agitur[1400].

Viendo los esfuerzos que Séneca ejecuta para prepararse a la muerte; viéndole sudar de quebranto para enderezarse, asegurarse y debatirse tan dilatado tiempo en este suplicio, hubiera yo modificado la idea de su reputación si muriendo no la hubiese valientemente mantenido. Su agitación tan ardorosa y frecuente muestra su estado impetuoso e hirviente (magnus animus remissius loquitur, et securius...non est alius ingenio, alius animo color[1401], a sus propias expensas precisa convencerle); y da testimonio en algún modo de encontrarse oprimido por su adversario. La manera de Plutarco, como más desdeñosa y menos rígida, es a mi ver tanto más viril y persuasiva. Fácilmente creería yo que los movimientos de su alma eran más fijos y ordenados. El uno, más agudo, nos impresiona y lanza sobresaltados y se dirige más a nuestro espíritu; el otro, más sólido, nos forma, asienta y conforta constantemente, y toca más al entendimiento; aquél arrebata nuestro juicio, éste le gana. Análogamente, he visto otros escritos, todavía más reverenciados, que en la pintura del combate que sostienen contra los aguijones de la carne, representan éstos tan hirvientes, tan poderosos y tan invencibles, que nosotros mismos, gentes de la hez popular, encontramos tanto que admirar en la singularidad y vigor desconocido de la tentación como en la de ella.

¿A qué fin vamos armándonos merced a estos esfuerzos de la ciencia? Miremos al suelo: a las pobres gentes que por él vemos esparcidas, con la cabeza inclinada por la labor, que desconocen a Aristóteles y a Catón y que carecen de ejemplos y preceptos. De estos saca naturaleza todos los días efectos de firmeza y de paciencia más puros y más rígidos que los que tan curiosamente estudiamos en las escuelas filosóficas. ¡Cuántos de entre ellos veo yo diariamente que menosprecian la pobreza, cuántos que desean la muerte, o que la soportan sin alarma ni aflicción! Ese que cava mi huerta enterró esta mañana a su padre o a su hijo. Los nombres mismos con que designan las enfermedades dulcifican y ablandan la rudeza de las mismas: la tisis es para ellos la tos; la disentería, desviación de estómago; la pleuresía es un resfriado: y conforme las nombran dulcemente, así también las soportan. Preciso es que sean bien dolorosas para que interrumpan su trabajo ordinario; no guardan el lecho sino para morir. Simplex illa et aperta virtus in obscuram et solertem scientiam versa est.[1402]

Escribía yo esto hacia la época en que una recia carga de nuestros trastornos se desencadenó con todo su peso derecha sobre mí, teniendo de una parte los enemigos a mis puertas, y de otra los partidarios, enemigos peores aun, non armis, sed vittiis certatur[1403]; y experimentaba toda suerte de injurias militares a la vez:


Hostis adest dextra laevaque a parte timendus,

vicinoque malo terret utrumque latus.[1404]


¡Guerra monstruosa! Las otras ocasionan lejos sus efectos; ésta contra sí misma se roe y despedaza, mediante su propio veneno. Es de naturaleza tan maligna y ruinosa que se derruye a sí misma, juntamente con todo lo demás y de rabia se desgarra y despedaza. Con mayor frecuencia la vemos disolverse por sí misma que por carencia de alguna cosa necesaria o por la fuerza enemiga. Toda disciplina la es ajena: viene a curar la sedición, y de sedición está repleta; quiere castigar la desobediencia, y de ella muestra el ejemplo; dedicada a la defensa de las leyes, se rebela contra las suyas propias. ¿Dónde, nos encontramos? ¡Nuestra medicina encierra la infección!


Nostre mal s'empoisonne

du secours qu'on luy donne.[1405]


Exsuperat magis, aegrescitque medendo.[1406]


Omnia fanda, nefanda, malo permissa furore,

justificam nobis mentem avertere deorum.[1407]


En estas enfermedades populares pueden distinguirse en los comienzos los sanos de los enfermos; mas cuando llegan a persistir, como ocurre con la nuestra, todo el cuerpo social se resiente, la cabeza lo mismo que los talones: ninguna pauta está exenta de corrupción, pues no hay aire que se aspire tan vorazmente ni que tanto se extienda y penetre como la licencia. Nuestros ejércitos no se ligan ni sostienen sino por extraño concurso: con los franceses no puede ya constituirse un cuerpo de armas ordenado y resistente. ¡Vergüenza enorme! no hay más disciplina que la que nos muestran los soldados mercenarios. En cuanto a nosotros, conducímonos a nuestra discreción y no a la del jefe, cada cual según la suya; cuesta desvelos mayores hacer obedecer a los soldados que derrotar a los enemigos: al que manda corresponde seguir, acariciar y condescender, a él sólo obedecer; todos los demás son libres y disolutos. Me place ver cuanta cobardía y pusilanimidad hay en la ambición, por en medio de cuanta abyección y servidumbre, la precisa llegar a su fin, pero me desconsuela el considerar a las naturalezas honradas y capaces de justicia, corrompiéndose a diario en el manejo y mando de esta confusión. El dilatado sufrimiento engendra la costumbre, y ésta el consentimiento e imitación. Tenemos sobradas almas malvadas sin que inutilicemos las buenas y generosas, y si por este camino continuamos, difícilmente quedará nadie a quien confiar la salud de este Estado, en el caso en que la fortuna nos la procure algún día:


Hunc saltem everso juvenem succurrere seclo

ne prohibete![1408]


¿Qué se hizo de aquel antiguo precepto, según el cual, los soldados más han de temer a su jefe que al enemigo? ¿y aquel maravilloso ejemplo de que las historias nos hablan? Habiéndose encontrado un manzano encerrado en el recinto del campo del ejército de Roma, las tropas abandonaron el lugar, dejando al poseedor el número cabal de sus manzanas, maduras y deliciosas. Bien quisiera yo que nuestra juventud en lugar del tiempo que emplea en peregrinaciones menos útiles y en aprendizajes menos honrosos, invirtiera la mitad en ver la guerra por mar bajo las órdenes de algún buen capitán, comendador de Rodas, y la otra mitad en reconocer la disciplina de los soldados turcos, pues ésta ofrece muchas diferencias y posee muchas ventajas sobre la nuestra: nuestros soldados, se convierten en más licenciosos en las expediciones, allí en más retenidos y temerosos, pues las ofensas y latrocinios ocasionados al pueblo menudo, que se castigan a palos en la paz, se enmiendan en la guerra con la pena capital; por el hurto de un huevo se suministran a cuenta fija cincuenta estacazos, y por cualquiera otra cosa, por ligera que sea, innecesaria para la manutención, se los empala o decapita en el acto. Me admiró en la historia de Selim, el conquistador más cruel que haya jamás existido, ver que cuando subyugó el Egipto, los hermosos jardines que circundan la ciudad de Damas, abiertos como estaban de par en par y en tierra conquistada, puesto que su ejército campaba en el lugar mismo, salieran vírgenes de entre las manos de los soldados, porque no habían recibido orden de saquearlos.

¿Pero hay algo en nación alguna que valga ser combatido con una droga tan mortal? No, decía Favonio, ni siquiera la usurpación de la posesión tiránica de una república. Platón, de la propia suerte, no consiente que se violente el reposo de su país para curarlo, ni acepta la enmienda que todo lo trastorna y pone en riesgo, y que cuesta la sangre la ruina de los ciudadanos. El oficio de todo hombre de bien en estos casos, ordena dejarlo todo como está; solamente hay que rogar a Dios para que concurra con su mano poderosa. Este filósofo parece condenar a Dión, su grande amigo, por haberse algo apartado de tales vías. Y si Platón debe ser puramente rechazado de nuestro cristiano consorcio, él, que por la sinceridad de su conciencia mereció para con el favor divino penetrar tan adentro en la cristiana luz, al través de las tinieblas públicas del mundo de su tiempo (no creo que procedamos bien dejándonos instruir por un pagano), cuánta impiedad no supondrá el no aguardar de Dios ningún socorro simplemente suyo y sin nuestra cooperación. Con frecuencia dudo si entre tantas gentes como se mezclan en el tumulto, se encontró ninguno de entendimiento tan débil a quien a sabiendas se le haya persuadido de que caminaba a la reforma por la última de las deformaciones; que tiraba hacia su salvación por las más expresas causas que poseamos de condenación infalible; que derribando el gobierno, el magistrado y las leyes, bajo cuya tutela Dios le colocó, desmembrando a su madre y arrojando los pedazos para que los roan a sus antiguos enemigos, llenando de odios parricidas los esfuerzos fraternales, llamando en su ayuda a los demonios y a las furias, pudiera procurar socorro a la sacrosanta dulzura y justicia de la ley divina. La ambición, la avaricia, la crueldad, la venganza, carecen de impetuosidad tan propia y natural; cebámoslas y atizámoslas con el glorioso dictado de justicia y devoción. Ningún estado de cosas más detestable puede imaginarse que aquel en que la maldad viene a ser legítima, y a adoptar con el consentimiento del magistrado el aspecto de la virtud: nihil in speciem fallacius, quam prava religio, ubi deorum numen praetenditur sceleribus[1409]: el extremo género de injusticia, según Platón, es el que lo injusto sea como justo considerado.

Con ello el pueblo sufre profundamente, y no sólo los males presentes,


Undique totis

usque adeo turbatur agris[1410],


sino también los venideros: los vivos con ello padecieron, y también los que aún no eran nacidos; se le saqueó, y a mí por consiguiente, hasta la esperanza, arrebatándole cuanto poseía para aprestarse a la vida por dilatados años:


Quae nequeunt secum ferre aut abducere, perdunt;

et cremat insontes turba scelesta casas.


Muris nulla fides, squalent populatibus agri.[1411]


A más de esta sacudida, estos desastres ocasionaron en mí otros: corrí los peligros que la moderación acarrea en enfermedades tales: fui despojado por todas las manos; para el gibelino era yo güelfo, y para el güelfo gibelino: alguno de entre nuestros poetas explica bien este fenómeno, pero no recuerdo dónde. La situación de mi casa y el contacto con los hombres de mi vecindad, mostrábanme de un partido; mi vida y mis acciones de otro. No se me presentaban acusaciones concretas, porque no había dónde morder. Nunca esquivo yo las leyes, y quien hubiera intentado el examen de mi conducta, me habría debido el resto: todo eran sospechas mudas, que corrían bajo cuerda, a las cuales nunca falta apariencia en medio de un tan confuso baturrillo; como tampoco se echan de menos espíritus ineptos o envidiosos. Ordinariamente ayudo yo a las presunciones injuriosas que la fortuna siembra contra mí, por la costumbre, que de antiguo practico siempre, de huir el justificarme, excusarme o explicar mis actos. Considerando que es comprometer mi conciencia defenderla; perspicuitas enim argumentatione elevatur[1412], y cual si todos vieran en mí tan claro como yo veo, en lugar de lanzarme fuera de la acusación, me meto dentro, haciéndola más subir de punto por una acusación irónica y burlona, si no callo redondamente, como de cosa indigna de respuesta. Mas los que interpretan mi conducta considerándola como sobrado altiva, apenas me quieren menos mal que los que la toman por debilidad de una causa indefendible; principalmente los grandes, para quienes la falta de sumisión figura entre las extremas, opuestos a toda justicia conocida, que se sienta, no sometida, humilde y suplicante; frecuentemente choqué con este pilar. De tal suerte procedí como digo, que por lo que entonces me aconteció, cualquier ambicioso se hubiera ahorcado y lo mismo cualquier avaricioso. Yo no me cuido para nada de adquirir;


Sit mihi, quod nunc est, etiam minus; et mihi vivam

quod superest aevi, si quid superesse volent di[1413]:


mas las pérdidas que me sobrevienen por ajena injuria, ya consistan en latrocinio o violencia, me ocasionan casi igual duelo que a un hombre enfermo y atormentado por la avaricia. La ofensa, sin ponderación, es más amarga que la pérdida. Mil diversas suertes de desdichas se desencadenaron sobre mí, unas tras otras: yo las hubiera más gallardamente soportado en torbellino.

Y pensé ya, de entre mis amigos, a quien encomendaría una vejez indigente y caída: después de haber paseado mis ojos por todas partes, me encontré en camisa. Para dejarse caer a plomo y de tan alto, preciso es que sea entre los brazos de una afección sólida, vigorosa, con recursos de fortuna, y así son raras, si es que las hay. En fin, conocí que lo más seguro era fiar a mí mismo de mí y de mi necesidad; y si me sucedía caer fríamente en la gracia de la fortuna, recomendarme más fuertemente a la mía, sujetarme y mirar más de cerca a mí propio. En todas las cosas se lanzan los hombres en los extraños apoyos para economizar los propios, solos ciertos y poderosos para quien de ellos sabe armarse: cada cual corre a otra parte y a lo venidero, tanto más cuanto que ninguno llegó a sí mismo. Y me convencí de que todos aquéllos eran inconvenientes provechosos, puesto que, en primer lugar, a los malos discípulos hay que amonestarlos a latigazos cuando la razón no basta a enderezarlos, como por el fuego y violencia de los recodos conducimos a su derechura una tabla torcida. Yo que me predico hace tanto tiempo el mantenerme en mi y separarme de las cosas extrañas, sin embargo, todavía vuelvo los ojos de lado; la inclinación, una palabra favorable de un grande, un semblante grato me tientan. ¡Dios sabe si de estas cosas hay alta carestía y el sentido que encierran! Resuenan aún en mis oídos, sin que yo frunza el entrecejo, los sobornamientos que se me hacen para sacarme al mercado público, y de ellos me defiendo tan blandamente que parece como si se sufriera de mejor grado ser vencido. Ahora bien, un espíritu tan indócil precisa el palo; y hase menester remachar y juntar a recios mazazos esta barca que se desprende y descose, que se escapa y desvía de sí misma. En segundo lugar, consideraba que este accidente me serviría de ejercitación para prepararme a peores cosas, si yo, que por el beneficio de la fortuna y por la condición de mis costumbres aguardaba ser de los últimos, llegaba a ser de los primeros, atrapado por esta tormenta, instruyéndome temprano a moderar mi vida y a ordenarla para un nuevo estado. La libertad verdadera es poderlo todo sobre sí misino: potentissimus est, qui se habet in potestate[1414]. En una época tranquila y moderada, fácilmente se prepara uno a los acontecimientos comunes y moderados; mas en esta confusión en que vivimos treinta años ha, todo hombre francés, en particular y en general se ve a cada momento abocado a la entera destrucción de su fortuna; otro tanto precisa mantener su vigor, ayudado de provisiones más fuertes y vigorosas. Agradezcamos al destino el habernos hecho vivir en un siglo no blando, lánguido ni ocioso: tal que no lo hubiera sido por ningún otro medio, se trocará en famoso por sus desdichas. Como apenas leo en las historias estas mismas confusiones en los otros Estados sin que lamente el no haberlas podido considerar presente, mi curiosidad hace ahora que yo vea gustoso, hasta cierto punto, este notable espectáculo de nuestra muerte pública, sus síntomas y peripecias; y puesto que no me es posible retardarla, me siento contento de verme destinado a asistir a ella para mi instrucción. Así, con igual avidez, buscamos hasta simulados en las fábulas teatrales, una muestra de los juegos trágicos de la humana fortuna, los cuales no contemplamos sin duelo de lo que oímos, pero nos complacemos en despertar nuestro disgusto por la singularidad de estos lamentables acontecimientos. Nada cosquillea sin que pellizque, y los buenos historiadores huyen como un agua adormecida y un mar extinto las sosegadas narraciones, para ganar las sediciones y las guerras, a las cuales por nosotros son llamados.

Dudo si puedo honradamente confesar a cuán vil precio del reposo y tranquilidad de mi vida pasé más de la mitad en la ruina de mi país. Revístome fácilmente de paciencia en los accidentes que no recaen directamente sobre mí, y para lamentarme de éstos, considero no tanto lo que se me quita como lo que me fue dable salvar, dentro y fuera. Existe cierta consolación en esquivar ya unos, ya otros, de entre los males que nos acechan constantemente y ocasionan víctimas en nuestro derredor; así en materia de intereses públicos, a medida que mi atención está más universalmente extendida, va debilitándose; además es a medias verdad aquello de tantum ex publicis malis sentimus, quantum ad privatas res pertinet[1415], y que la salud de donde partimos era, tal que aminora nuestro sentimiento. Salud era, sí, mas sólo comparada con la enfermedad que la siguió; apenas caímos de tan alto: la corrupción y el bandidaje, dignamente profesados, me parecen menos soportables; menos injustamente se nos roba en un camino que en sitio de seguridad. Era la nuestra una juntura universal, de partes particularmente corrompidas, en competencia las unas con las otras, y la mayor parte de úlceras envejecidas, incapaces de curación y que tampoco la pedían.

Así, pues, este derrumbamiento me animó más que me aterró, auxiliado por mi conciencia, que se condujo no ya sólo sosegadamente, sino con altivez, y no encontraba motivo de lamentarme de mí propio. Como Dios nunca envía ni los males ni los bienes absolutamente puros a los hombres, mi salud se condujo a maravilla en aquel tiempo, muy por cima de lo ordinario; y así como sin ella de todo soy incapaz, pocas son las cosas que con ella no están a mi alcance. Procurome medio de despertar todas mis provisiones y de llevar la mano al socorro de la herida que, se hubiera complicado sin el pronto remedio. Con estos recursos caí en la cuenta de que todavía era capaz de algún empuje contra la adversidad y de que para hacerme perder el equilibrio era necesario un fuerte enfoque. Y no lo digo por irritarla para que me sacuda una carga más vigorosa; soy su servidor, la tiendo mis manos y pido a Dios que se conforme con su obra realizada. ¿Qué si siento yo sus asaltos? ¡Ya lo creo! Como aquellos a quienes la tristeza confunde y posee se dejan sin embargo acariciar por algún placer y una sonrisa les escapa, así yo tengo bastantes fuerzas sobre mí para convertir mi estado ordinario en tranquilo, descargándolo de fantasías dolorosas; pero me dejo, no obstante, sorprender de cuando en cuando por las mordeduras de sus pensamientos ingratos que me avasallan, mientras me armo para expulsarlos o para luchar con ellos.

He aquí otra agravación de males que me acosó después de los otros: fuera y dentro de mi casa fui acogido por una epidemia vehemente, como cualquiera otra mortífera, pues así como los cuerpos sanos están expuestos a enfermedades, tanto más graves cuanto que sólo por ellas pueden ser avasallados, así mi aspecto saludabilísimo en que ninguna memoria de contagio (bien que a veces estuviera cercano) había logrado arraigar, llegando a envenenarse, produjo en mí extraños efectos,


Mista senum et juvenum densantur funera; nullum

saeva caput Proserpina fugit[1416]:


hube de sufrir la graciosa condición de que hasta la vista de mi propia casa me ocasionara espanto; todo cuanto en ella había, sin custodia estaba y a la merced de los que lo codiciaban. Yo, que soy tan hospitalario, me vi en la dolorosísima situación de buscar un retiro para mi familia; una familia extraviada que amedrentaba a sus amigos y a sí misma se metía miedo y horror, donde quiera que pensaba establecerse: habiendo de mudar de residencia, tan luego como uno del séquito empieza a sentir dolor en la yema de un dedo, todas las enfermedades son consideradas como la peste; carécese de la necesaria tranquilidad de espíritu para reconocerlas. Y lo bueno del caso es que según los preceptos de la medicina ante todo peligro que se nos acerca hay que permanecer cuarenta días abocado al mal: la fantasía ejerce entonces su papel y febriliza vuestra salud misma. Todo esto me hubiera mucho menos afectado si no hubiese tenido que lamentarme del dolor ajeno, pues durante seis meses tuve que servir de guía miserablemente a la caravana. Mis preservativos personales, que siempre me acompañan, son la resolución y el sufrimiento. La aprensión apenas me oprime, y es lo que más se teme en este mal; y si encontrándome solo a él me hubiera resignado, habría ejecutado una huida más gallarda y más apartada: muerte es ésta que no me parece de las peores, comúnmente corta, de atolondramiento, exenta de dolor, por la condición pública consolada, sin ceremonias, duelos ni tumultos. En cuanto a las pobres gentes de los contornos la centésima parte viose de salvación imposibilitada:


Videas desertaque regna

pastorum, et longe sallus lateque vacantes.[1417]


En este lugar la parte de mis rentas es anual; la tierra que cien hombres para mí trabajaban quedó por largo tiempo sin cultivo.

¿Qué ejemplos de resolución no vimos por entonces en la sencillez de todo aquel pueblo? Generalmente cada cual renunciaba al cuidado de la vida: las vides permanecían intactas en los campos, cargadas de su fruto, que es la principal riqueza del país; todos, indistintamente, preparaban y aguardaban la muerte para la noche o el día siguiente, con semblante y voz tan libres de miedo que habríase dicho que todos estaban comprometidos a esta necesidad, y que la condenación, era universal e inevitable. Y siempre es así; ¡pero de cuán poca cosa depende la firmeza en el sucumbir! La distancia y diferencia de algunas horas, la sola consideración de la compañía, conviértennos en diverso su sentimiento. Ved aquí unos cuantos: porque sucumben en el mismo mes niños, jóvenes y viejos, nada ya acierta a transirlos, las lágrimas se agotaron en sus ojos. Algunos vi que temían quedarse atrás, como en una soledad horrible; sólo por las sepulturas se inquietaban, porque les contrariaba el ver los cuerpos en medio de los campos, a merced de las bestias que incontinenti los poblaron. ¡Cuán las fantasías humanas son encontradas! Los neoritas, pueblo que Alejandro subyugó, arrojaban los cadáveres en lo más intrincado de sus bosques para que fueran devorados: era el solo sepulcro que entre ellos fuera dignamente considerado. Tal individuo encontrándose sano cavaba ya su huesa; otros se tendían en ella vivos aún, y uno de mis jornaleros en sus manos y sus pies acercó a sí la tierra en la agonía. ¿No era esto abrigarse para dormir más a gusto, con arrojo en altitud parecido al de los soldados romanos a quienes se encontró después de la jornada de Canas con la cabeza metida en agujeros que ellos mismos habían hecho, y colmado con sus manos para ahogarse? En conclusión, todo un pueblo se lanzó de súbito por costumbre en un trance que nada cede en rigidez a ninguna resolución estudiada y meditada.

Casi todas las instrucciones que la ciencia posee para más aparatosas que efectivas, y sirven más de ornamento que de fruto. Abandonamos la naturaleza y queremos enseñarla la lección, siendo así que nos conducía tan segura y felizmente; y sin embargo, las huellas de su instrucción y lo escaso que merced a la ignorancia queda de su imagen sellado en la vida de esa turba rústica de hombres toscos, la ciencia misma se ve obligada todos los días a pedírselo prestado para con ello fabricar un patrón al uso de sus discípulos, de constancia, tranquilidad e inocencia. Hermoso es ver que los urbanos, repletos de tan lindos conocimientos, tengan que imitar esa torpe simplicidad, e imitarla en las acciones más elementales de la fortaleza; y que nuestra sapiencia aprenda de los animales mismos las más útiles enseñanzas aplicables a las más grandes y necesarias partes de nuestra vida: a la manera de vivir y morir, cuidar de nuestros bienes, amar y educar a nuestros hijos y ejercer la justicia: singular testimonio de la enfermedad humana; y que esta razón que se maneja a nuestro albedrío encontrando siempre alguna diversidad y novedad no deje en nosotros rasgo visible de la naturaleza; de ella hicieron los hombres como los perfumistas del aceite: sofisticáronla con tantos argumentaciones y discursos traídos de fuera, que se trocó en variable y particular a cada cual, y perdió su carácter propio constante y universal, precisándonos así buscar el testimonio de los brutos, no sujeto a favor ni a corrupción, ni tampoco a diversidad de opiniones; pues es bien cierto que ellos mismos no siguen invariablemente la senda de la naturaleza; pero la parte donde se desvían es tan pequeña, que siempre advertiréis la traza: de la propia suerte que los caballos que se conducen a la mano, si bien pegan botes y van de aquí para allá, siempre se mantienen sujetos por la brida y siguen constantemente el paso de quien los guía, y como el halcón toma vuelo, pero sujeto por su fiador. Exslia, tormenta, bella, morbos, naufragia meditare... ut nullo sis malo tardi.[1418] ¿Para qué nos sirve esa curiosidad de prever todos los accidentes de la humana naturaleza y el prepararnos con dolor tanto contra aquellos mismos que acaso no han de llegarnos? Parem passis tristitiam facit, pati posse?[1419] No solamente, el golpe, también el viento y el ruido nos hieren, o como a los más calenturientos, pues en verdad es fiebre el ir desde ahora a que os propinen una tunda de azotes, porque puede ocurrir que el destino os los haga sufrir un día; y vestir vuestro traje aforrado desde San Juan porque de él habréis menester en Navidad. Lanzaos en la experiencia de todos los males que pueden llegaros, principalmente en la de los más extremos; experimentaos en ellos, se nos dice, y aseguraos allí. Por el contrario, lo más fácil y natural será descargarnos hasta de pensamiento: no vendrán nunca bastante temprano; su verdadero ser no nos dura gran cosa; es preciso que nuestro espíritu los extienda y dilate, que de antemano los incorpore en sí mismo y con ellos se familiarice, cual si razonablemente no pesarán a nuestros sentidos. «De sobra pesarán cuando los alberguemos, dice uno de los maestros y no de una dulce secta, sino de la más dura: mientras tanto auxíliate, cree lo que gustes mejor; ¿de qué te sirve ir recogiendo y previniendo tu infortunio, y perder el presente por el temor de lo futuro, y ser incontinenti miserable porque lo debas ser con el tiempo?» Son sus palabras. La ciencia nos procura de buen grado un buen servicio instruyéndonos puntualmente en las dimensiones de los males,


Curis acuens mortalia corda[1420]:


sería una lástima el que una parte de su magnitud escapase a nuestro sentimiento y conocimiento.

Verdad es que a casi todos la preparación a la muerte no procurará mayor tormento que el sufrirla. Con verdad fue dicho en lo antiguo, y por un autor muy juicioso: Minus afficit sensos fatigatio, quam cogitatio.[1421] El sentimiento de la muerte presente, por sí mismo nos impulsa a veces con una propia resolución a no evitar lo que es de todo punto inevitable: algunos gladiadores se vieron en Roma, que después de haber cobardemente combatido, tragaron la muerte ofreciendo su garganta al acero del enemigo y convidándole. La vista de la muerte venidera ha menester de una firmeza lenta, y por consiguiente difícil de encontrar. Si no sabéis morir, nada os importe, la naturaleza os informará al instante suficiente y plenamente, y cumplirá con exactitud esta tarea por vosotros: no os atormentéis por vuestra ignorancia:


Incertam frustra, mortales, funeris horam

quaeritis, et qua sit mors aditura via.


Poena minor, certam subito perferre ruinam;

quod timeas, gravius sustinuisse diu.[1422]


Con el cuidado de la muerte trastornamos la vida: ésta nos enoja, aquélla nos asusta, y no es la muerte contra lo que nos preparamos, ésta es cosa sobrado momentánea; un cuarto de hora de padecimiento, sin consecuencia y sin daño, no merece preceptos particulares: a decir verdad, preparámonos contra los preparativos a la muerte. La filosofía nos ordena tener aquélla constantemente ante nuestros ojos, preverla y considerarla antes de tiempo, y nos suministra además las reglas y precauciones para proveer a lo que esta previsión y este pensamiento nos hieren: así proceden los médicos, que nos lanzan en las enfermedades a fin de procurar empleo a sus drogas y a su arte. Si no supimos, vivir, es injusto enseñarnos a morir, deformando así la unidad de nuestra existencia: si supimos vivir con tranquilidad y constancia, sabremos morir lo mismo. Alabaranse cuanto quieran, tota philosophorum vita commentatio mortis est[1423]; mas yo entiendo que si bien es el extremo, no es, sin embargo, el fin de la vida; es su acabamiento, su extremidad, pero no es su objeto; ella debe ser para sí misma su mira, su designio: su recto estudio es ordenarse, gobernarse, sufrirse. En el número de los varios otros deberes que comprende el general y principal capítulo del saber está incluido este artículo del saber morir, y es de los más ligeros, si nuestro temor no le da peso.

Juzgadas por su utilidad y por su verdad ingenua, las lecciones de la sencillez apenas ceden a las que la doctrina vivir, nos pregona; por el contrario. Los hombres difieren en sentimientos y en fuerzas, precísales por tanto ser conducidos al bien, según ellos, por caminos diversos.


Quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes.[1424]


Nunca vi a los campesinos de mi vecindad entrar en meditación sobre el continente y la firmeza con que soportarían esta hora postrera: naturaleza los enseña a no pensar en la muerte sino es cuando dejan de existir, y entonces adoptan mejor postura que Aristóteles, para el cual es doble suplicio el acabar, primero por esto mismo, y luego por la premeditación; por eso César pensaba que la menos prevista muerte era la más dichosa y la más ligera: Plus dolet, quam necesse est, qui ante dolet, quam necesse est.[1425] El agrior de este pensamiento nace de nuestra curiosidad: así nos embarazamos siempre, queriendo adelantar y regentar las cosas naturales. Sólo a los doctores incumbe el comer de mala gana hallándose sanos, y el hacer pucheritos ante la imagen de la muerte: el común de las gentes no tiene necesidad de remedio ni de consuelo sino cuando llegan el choque y el golpe, y lo consideran únicamente cuando lo sufren. ¿No es esto palmaria prueba de lo que decimos, o sea que la estupidez y falta de aprensión del vulgo procúranle la paciencia para los males presentes y la despreocupación intensa de los siniestros accidentes venideros? ¿Qué su alma por ser más crasa y obtusa es menos penetrable y agitable? ¡Dios nos valga! Si así es en efecto pongamos desde ahora escuela de torpeza: es el extremo fruto que las ciencias nos prometen, al cual aquélla tan dulcemente conduce a sus discípulos. No nos faltan regentes eximios, intérpretes de la natural sencillez; Sócrates será uno de ellos, pues a lo que se me acuerda habla sobre poco más o menos en este sentido a los jueces que deliberan de su vida: «Temo, señores, si os ruego que no me hagáis morir, caer en la delación de mis acusadores, la cual se fundará en que yo alardeo de más entendido que los otros, como poseedor de alguna noción más oculta de las cosas que están por cima y por bajo de nosotros. Yo sé que no he frecuentado ni reconocido la muerte, ni a nadie vi tampoco que experimentara sus cualidades para instruirme. Los que la temen presuponen conocerla: en cuanto a mí, no sé ni lo que es, ni cuál sea su obra en el otro mundo. Quizás sea la muerte cosa indiferente, quizás deseable. Hay motivo para creer, sin embargo, en el caso de que sea una transmigración de un lugar a otro, que se encuentra mejora yendo a vivir con tan grandes personajes muertos, y hallándose libre de tener que ver con jueces injustos y corrompidos: si es un aniquilamiento de nuestro ser, todavía es mejor el entrar en una noche dilatada y apacible; nada sentimos tan dulce en la vida como un reposo y un sueño tranquilos y profundos, sin soñaciones. Las cosas que yo reconozco malas, como el ofender al prójimo y el desobedecer a un superior, sea Dios, sea hombre, las evito cuidadosamente: aquellas que, desconozco, si son buenas o malas, no me sería dable temerlas. Si yo muero y os dejo en vida, sólo los dioses verán quién de entre vosotros y yo andará mejor. De modo que, por lo que a mí toca, ordenaréis lo que os plazca. Mas conforme a mi manera de aconsejar las cosas justas y útiles, hago bien al insinuar que en provecho de vuestra conciencia procederéis mejor concediéndome la libertad, si no veis con mayor claridad que yo en mi causa; y juzgando en vista de mis acciones pasadas, privadas y públicas, conforme a mis intenciones y según el fruto que alcanzan todos los días de mi conversación tantos ciudadanos jóvenes y viejos, y, el beneficio que a todos os hago, no podéis, obrando en justicia, desentenderos de mis merecimientos, sino ordenando que sea sostenido en razón de mi pobreza en el Pritaneo, a expensas del erario publico, lo cual he visto con motivos menores que habéis concedido a otros. No achaquéis a testarudez o menosprecio el que, según costumbre, yo no vaya suplicándoos y moviéndoos a conmiseración. No habiendo sido engendrado, como dice Homero[1426], de madera ni de piedra, como tampoco lo fueron los demás, tengo amigos y parientes capaces de presentarse llorosos y de duelo llenos, y tres hijos desolados con que despertar vuestra piedad; pero avergonzaría a nuestra ciudad, a mis años, y a la reputación de prudente que alcanzara echando mano de tan cobardes arbitrios. ¿Qué se diría de los demás atenienses? Yo aconsejé siempre a los que hablar me oyeron que no rescataran su vida con ninguna acción deshonrosa; y en las guerras de mi país, en Anipolis, Potidea, Delia y en otros lugares donde me hallé, acredité con los hechos cuán lejos estuve de amparar mi seguridad con mi vergüenza. Mayormente me alejaría de torcer vuestro deber ni de convidaros a la comisión de feas acciones, pues no corresponde a mis súplicas el persuadiros, sino a las razones puras y sólidas de la justicia. Así habéis jurado manteneros ante los dioses: diríase que yo sospechaba de vosotros que no los hubiera y que por ello os recriminara; yo mismo testimoniaría contra mí no creer en ellos, como debo, desconfiando de su conducta y no poniendo puramente en sus manos mi proceso. En absoluto confío, y tengo por seguro que obrarán en esto conforme sea más conveniente a vosotros y a mí. Las gentes de bien, ni vivas ni muertas tienen nada que temer de la divinidad.»

¿No es ésta una defensa infantil, de una elevación inimaginable, verdadera, franca y justa por cima de todo encomio, y empleada en un duro trance? En verdad fue razón que la prefiriese a la que aquel gran orador Lisias había escrito para él, excelentemente modelada al estilo judicial, pero indigna de un criminal tan noble. ¿Cómo era posible que de la boca de Sócrates hubieran surgido palabras suplicantes? ¿Aquella virtud soberbia había de rebajarse en más recio de su expansión? Su naturaleza rica y poderosa ¿hubiera podido encomendar al arte su defensa, y en la más suprema experiencia renunciado a la verdad y a la ingenuidad, ornamentos de su hablar, para engalanarse con el artificio de las figuras simuladas de una oración aprendida? Obró prudentísimamente y según él al no corromper un tenor de vida incorruptible y una tan santa imagen de la humana forma para dilatar un año más su decrepitud traicionando la inmortal memoria de un fin glorioso. Debía su vida no a sí mismo, sino al ejemplo del mundo: ¿no sería lastimoso que hubiera acabado de manera ociosa y obscura? Por cierto, una tan descuidada y blanda consideración de su fin merecía que la posteridad la retuviera como tanto más meritoria para él; y así lo hizo, nada hay en la justicia tan justo como lo que el acaso ordenó para su recomendación, pues los atenienses abominaron de tal suerte a los que fueron causa de la muerte del filósofo, que se huía de ellos cual de gentes excomulgadas; teníase por infestado cuanto habían tocado; nadie se bañaba con ellos, ninguno los saludaba ni se les acercaba, hasta que al fin, no pudiendo más tiempo soportar este odio público, todos se ahorcaron voluntariamente.

Si alguien estima que entre tantos otros ejemplos como hubiera podido escoger en los dichos de Sócrates para el servicio de mis palabras, hice mal en elegir al citado, juzgando que este discurso se eleva por cima de las comunes opiniones, sepa que lo hice a sabiendas, pues yo juzgo de distinto modo, y tengo por cierto que es una oración en ingenuidad y en rango muy atrás y muy por bajo de las ideas ordinarias. Representa un arrojo limpio de todo artificio; la seguridad propia de la infancia; la impresión primitiva y pura; creíble es que naturalmente temamos el dolor; mas no la muerte a causa de ella misma: es una parte de nuestro ser no menos esencial que la vida. ¿A qué fin naturaleza había de engendrar en nosotros el odio y el horro del sucumbir, puesto que nuestra desaparición la es de utilidad grandísima, para alimentar la sucesión y vicisitud de sus obras, y puesto que en esta república universal sirve la muerte más de nacimiento y propagación que de pérdida y de ruina?


Sic rerum summa novatur[1427]


Mille animas una necata dedit[1428];


«el acabamiento de una vida es el tránsito de mil otras existencias». Naturaleza imprimió en los brutos el cuidado de ellos y de su conservación: llegan a temer su empeoramiento, el tropezar, el herirse, ser atados y sujetos, que nosotros los encabestramos e inoculamos, accidentes sujetos a sus instintos y sentidos; pero que los maternos no pueden temerlo, ni tampoco poseen la facultad de representarse la muerte; de tal modo que, al decir de algunos, se les ve no sólo sufrirla alegremente (casi todos los caballos relinchan al morir, los cisnes cantan), sino además buscarla cuando la apetecen, como acreditan muchos ejemplos entre los elefantes.

A más de lo dicho, la manera de argumentar que en este caso Sócrates emplea ¿no es igualmente admirarle en sencillez y en vehemencia? En verdad es mucho más fácil el hablar como Aristóteles y el vivir como César, que no el vivir y el hablar como Sócrates: aquí tiene su asiento el último grado de perfección y dificultad; el arte no puede alcanzarlo. Ahora bien, nuestras facultades están así enderezadas, nosotros no las experimentamos ni las conocemos; nos investimos con las ajenas y dejamos reposar las nuestras; lo propio que alguien podría decir de mí que amontoné aquí una profusión de extrañas flores, no proveyendo de mi caudal sino el hilo que las sujeta.

Y, en efecto, ya concedí a la pública opinión que estos adornos prestados me acompañan, mas entiendo que ni me cubren ni me tapan: muestran lo contrario de mi designio, que no quiere enseñar sino lo propio, lo que por naturaleza me pertenece; de seguir mi primera voluntad, en toda ocasión habría hablado solo, pura y llanamente. Todos los días me cargo con nuevas flores, apartándome de mi idea primera, siguiendo los hábitos del siglo, y entreteniendo mis ocios. Si esto a mí me sienta mal, como así lo creo, nada importa; a alguien puede serle útil. Tal alega Platón y Homero, que jamás los vio, ni por el forro, y yo he tomado bastantes versos y presas en lugar distinto de las fuentes. Sin fatiga ni capacidad, teniendo mil volúmenes en derredor mío, en este lugar donde escribo, cogería ahora mismo, si me viniera en ganas, una docena de tales zurcidos, gentes que apenas hojeo, con qué esmaltar el tratado de la fisonomía: no precisaba sino la epístola preliminar de un alemán para rellenarme de alegaciones. ¡Y con esto vamos mendigando una gloria golosa con que engañar al mundo estulto! Estas empanadas de lugares comunes con que tantas gentes economizan su estudio, apenas sirven para asuntos comunes, y sólo para mostrarnos, no para conducirnos: fruto ridículo de la ciencia, que Sócrates censura tan graciosamente en Eutidemo. Yo he visto fabricar de libros de cosas jamás estudiadas ni entendidas; el autor encomienda a varios de sus amigos eruditos el rebusco de esta o la otra materia para edificarlo, y se contenta por su parte con haber concedido el designio y ligado con su industria el haz de provisiones desconocidas: a lo menos el papel y la tinta le pertenecen. Esto se llama, en conciencia, comprar o pedir prestado un volumen, no hacerlo; es enseñar a las gentes, no que se sabe hacer un libro, sino lo que acaso pudieran dudar: que no se sabe hacer. Un presidente se alababa, yo le oí, de haber amontonado doscientos y tantos lugares extraños en una de sus sentencias presidenciales: predicándolo borraba la gloria que se le tributaba: ¡pusilánime y absurda vanidad, a mi ver, tratándose de un tal asunto y de una tal persona! Yo hago todo lo contrario, y entre tantas cosas prestadas, es muy de mi gusto poder disfrazar alguna, deformándola, para convertirla a un servicio nuevo: exponiéndome a que decirse pueda que fue por inteligencia de su natural sentido, la imprimo alguno particular, modelado con mi nano, a fin de que sea menos puramente extraño. Aquéllos hacen ostentación de sus latrocinios, por eso les son perdonados más que a mí; nosotros, hijos de la naturaleza, estimamos que haya incomparable preferencia entre el honor de la invención y el de la alegación.

Si de científico hubiera yo querido echármelas, habría hablado más temprano; habría escrito en tiempo más vecino al de mis estudios, cuando disfrutaba viveza mayor de espíritu y memoria, confiando más en el vigor de esta edad que en el actual, de querer ejercer profesión literaria. ¿Y qué decir si este gentil favor que el acaso me procuró antaño, ofrecido por mediación de esta obra, hubiera acertado a salir a mi encuentro en aquel tiempo de mis verdes años, en lugar del actual, en que es igualmente deseable de poseer que presto a perder? Dos de mis conocimientos, grandes hombres en esta facultad, perdición a mi entender la mitad, por haberse opuesto a sacarse a luz a los cuarenta años para aguardar a los sesenta. La madurez tiene sus inconvenientes, como el verdor, y aun peores; la vejez es tan inhábil a esta suerte de trabajo como a cualquier otro: quienquiera que en su decrepitud se violenta, comete una locura si aguarda a expresar con ella humores que no denuncien la desdicha, el ensueño y la modorra; nuestro espíritu se constriñe y embota envejeciendo. Yo declaro pomposa y opulentamente la ignorancia, y la ciencia de manera flaca lastimosa; ésta, accesoria y accidentalmente; aquélla, de modo expreso y principal; y de nada trato concretamente si no es de la nada, ni de ninguna ciencia, si no es de la carencia de ella. Escogí el tiempo en que mi vida, que retrato, la tengo toda delante de mí; la que me queda es más bien muerte que vida: y de mi muerte, si como algunos habladora la encontrara, comunicaríala también a las gentes, desalojándola.

Sócrates fue un ejemplar perfecto en toda suerte de grandes cualidades. Me desconsuela que su figura y su semblante fueran tan ingratos como dicen y tan poco en armonía con la hermosura de su alma. Con un hombre tan enamoradamente loco de la belleza, la naturaleza no fue justa. Nada hay tan verosímil como la conformidad y relación entre el cuerpo y el espíritu. Ipsi animi, magni re.fert, quali in corpore locati sint; multa enim e corpore exsistunt, quae acuant mentem; multa, quae obtundant.[1429] Cicerón habla de una falsedad de miembros desnaturalizada y deformada, pero nosotros llamamos también fealdad a la que nos es desagradable al primer golpe de vista, a la que reside principalmente en el semblante y que nos repugna por bien ligeras causas; por el tinte, por una mancha, por un brusco continente, por alguna cosa, en fin, a veces inexplicable, siendo lo demás, sin embargo, cabal bien acomodado. La fealdad que revestía en Esteban de La Boëtie un alma hermosa era de esta naturaleza. Esta fealdad superficial, que es, no obstante, la más imperiosa, ocasiona menor perjuicio al estado del espíritu, su certeza no es grande en la opinión de los hombres. La otra, que con nombre más adecuado se llama deformidad, más sustancial, influye hasta en el interior: no solamente todo zapato de cuero bien lustroso, sino todo zapato bien conformado muestra la interior forma del pie que guarda: como Sócrates decía de su rostro, que denunciaba otro tanto de su alma, si por educación no hubiera ésta enmendado. Pero el hablar así creo que era pura burla, según su costumbre; jamás un alma tan excelente acertó a sí misma a modelarse.

No acertaría nunca a repetir de sobra, cuánto idolatro la belleza, calidad suprema y poderosa. Sócrates la llamaba «breve tiranía»; y Platón, «privilegio de naturaleza». Nada hay en la vida que en predicamento lo sobrepuje: en el comercio de los hombres ocupa el primer rango; muéstrase antes que todo, seduce y preocupa nuestro juicio con poderoso imperio e impresión maravillosa. Friné perdía su proceso, que estaba en manos de un abogado excelente, si abriendo su túnica no hubiera corrompido a sus jueces con el resplandor de su hermosura; y yo creo que Ciro, Alejandro y César, aquellos tres soberanos del mundo, no la echaron en olvido en sus grandes empresas, como tampoco el primer Escipión. Una misma palabra abraza en griego lo bello y lo bueno; y el Espíritu Santo llama a veces buenos a los que quiere nombrar hermosos. Yo colocaría de buen grado el rango de los bienes conforme el cantar, que Platón dice haber oído al pueblo, tomado de algún antiguo poeta: «la salud, la hermosura y la riqueza». Aristóteles escribe que a los buenos pertenece el derecho de mandar, y que cuando hay alguno cuya belleza toca en los confines de lo celeste, la veneración le es en igual grado debida: a quien lo interrogaba por qué se frecuentaba más y más dilatadamente a los hermosos: «Esa pregunta, decía, no debe hacerla sino un ciego.» La mayor parte de los filósofos y los grandes pagaron su aprendizaje y adquirieron la sabiduría por mediación y favor de su belleza. No sólo en las gentes que me sirven, sino en los animales también, la considero a dos dedos de la bondad.

Paréceme, sin embargo, que ese sello y conformidad del semblante, y esos lineamientos por los cuales se argumentan algunas internas complexiones, como también nuestra fortuna venidera, es cosa que no se aviene muy directa y naturalmente con el capítulo de la belleza o la fealdad, como tampoco todo buen olor y tranquilidad de aspecto prometen la salud, ni toda pesantez y pestilencia, la infección en tiempo de epidemias. Los que acusan a las damas de contradecir con sus costumbres su belleza, no siempre están en lo cierto, pues en una faz cuyo conjunto no inspira cabal confianza, puede haber algún rasgo de probidad y crédito; y al contrario, a veces leí yo entre dos hermosos ojos las amenazas de una naturaleza maligna y peligrosa. Hay fisonomías que inspiran confianza; así, en medio de una multitud de enemigos victoriosos, elegiréis al punto entre hombres desconocidos uno más bien que otro a quien entregaros y fiar vuestra vida, y no precisamente por la consideración de su belleza.

La cara es débil prueba de bondad, pero merece, sin embargo, alguna consideración: y si yo tuviera que azotarlos, sería más cruel con los malos, los cuales desmienten y traicionan las promesas que naturaleza plantara en su frente; castigaría más rudamente la malicia encubierta con apariencias de bondad. Diríase que hay algunos semblantes dichosos y otros desdichados; yo entiendo que puede haber algún arte para distinguir las fisonomías bondadosas de las simples, las severas de las duras, las maliciosas de las malhumoradas, las desdeñosas de las melancólicas, y semejantes cualidades vecinas. Bellezas hay no sólo altivas, sino ingratas; otras, dulces, y otras insípidas, de puro azucaradas: en cuanto a lo de averiguar lo venidero por el semblante cosa es que dejo indecisa.

Yo adopté, como dijo en otra parte, en toda su simplicidad y crueldad, por lo que a mi individuo se refiere, el principio antiguo que dice: «Jamás podremos engañarnos de seguir la senda deo naturaleza»; y que el soberano precepto es: «Conforme con ella.» No corregí, cómo Sócrates, con la fuerza de mi razón mis complexiones naturales, y en manera alguna por arte alteré mi inclinación: yo me dejo llevar tal y conforme vine; nada combato; las partes que me componen viven por sí mismas en sosiego y buena armonía; pero la leche de mi nodriza fue, a Dios gracias, medianamente sana y atemperada. ¿Osaré decirlo de paso? que veo tener en mayor estimación de lo que realmente vale (y casi sólo entre nosotros se ve esta usanza) cierta imagen escolástica de hombría de bien, sierva de los preceptos, agarrotada entre la esperanza y el temor. Yo la amo, no como las religiones la hacen, sino como la completan y autorizan que se sienta con fuerzas para sostenerse sin ayuda; en nosotros engendrada por la semilla de la razón universal, sellada en todo hombre no desnaturalizado. Esa razón que liberta a Sócrates de su vicioso resabio, conviértele en obediente a los hombres y a los dioses que gobernaban su ciudad, vigorizándole en la muerte, no porque su alma es inmortal, sino porque él es inmortal. ¡Instrucción ruinosa para todo régimen político, y mucho más perjudicial que ingeniosa y sutil la que persuade a los pueblos que las creencias religiosas bastan por sí solas, sin el apoyo de las costumbres, para contentar a la divina justicia! La costumbre nos hace ver una distinción enorme entre la devoción y la conciencia.

Yo muestro un aspecto favorable, lo mismo en apariencia que en interpretación,


Quid dixi, habere me? Imo habui, Chreme[1430]:


Heu! tantum attriti corporis ossa vides[1431];


lo cual produce un efecto contrario al que Sócrates experimentaba. Con frecuencia me aconteció que por la sola recomendación de mi presencia y de mi aspecto, personas que de mí no tenían noticia alguna, confiaron luego grandemente, sea en sus propios negocios, o bien en algo que con los míos se relacionaría; y en los países extranjeros alcancé de esta circunstancia ventajosa servicios raros y singulares. Pero estas dos experiencias valen la pena, a mi ver, que las relate particularmente. Un quídam deliberó en una ocasión sorprender mi casa y a la vez sorprenderme; el arte que para ello empleó, consistió en llegar solo a mi puerta con alguna premura de franquearla. Yo lo conocía de nombre, y había tenido ocasión de fiarme de él como de mi vecino, y en algún modo como de mi aliado, e hice que la abrieran, como a todo el mundo. Hele aquí todo asustado, con su caballo desalentado y fatigadísimo, que me dispara esta fábula: que acababa de tropezar a una media legua de la casa con un enemigo, a quien yo también conocía, habiendo oído también hablar de la querella que los separaba, el cual lo había hecho huir a uña de caballo; y que como fuera sorprendido más débil en número, se ha lanzado a mi puerta para salvarse; añadió que la situación de sus gentes le ocasionaba gran duelo, y que si no estaban muertos habrían caído prisioneros. Intenté ingenuamente reconfortarle, asegurarle y calmarle; mas pasado un momento, he aquí que comparecen cuatro o cinco de sus soldados con igual continente y tanto susto, que pretendían entrar, y luego otros, y todavía otros, bien equipados y armados, hasta veinticinco o treinta, fingiendo tener al enemigo en los talones. Semejante misterio empezaba ya a despertar mis sospechas: yo no ignoraba el siglo en que vivía, y cuanto mi casa podía ser codiciada; muchos ejemplos podía recordar, además, de otras personas de mi conocimiento a quienes desventura semejante había sucedido: de tal suerte, que echando de ver que no había solución posible, si yo no acababa, y no pudiendo deshacerme de ellos sin violencia, me dejé llevar al partido más natural y sencillo, como hago siempre, ordenando que entraran. A la verdad yo soy, por naturaleza, poco desconfiado y menos inclinado a la sospecha; me inclino fácilmente hacia la excusa e interpretación más dulces; juzgo de los hombres según el común orden, y no creo en esas propensiones perversas y desnaturalizadas, si a ello no me veo forzado por un ejemplo, como tampoco creo en los monstruos y prodigios: soy hombre, además, que me encomiendo de buen grado a la fortuna y a cuerpo perdido me lanzo en sus brazos, con lo cual, hasta hoy, menos motivos he tenido de llorar que de regocijarme, encontrándola, como la encontré, más avisada de mis asuntos de lo que yo mismo pudiera ser. Algunas acciones hay en mi vida cuya conducta, hablando en justicia, fue difícil, o por lo menos prudente: hasta de estas mismas suponed que la tercera parte sean hijas de mi buen tino; pues bien, las otras dos terceras ricamente las desempeñó el acaso. Incurrimos en falta, así lo entiendo yo al menos, por no confiar al cielo nuestras cosas, y pretendemos de nuestra conducta más de lo que debiéramos; por eso naufragan tan fácilmente nuestros designios: se muestra el cielo envidioso de los derechos que atribuimos a la humana prudencia en perjuicio de los suyos, acortándolos a medida que tratamos de amplificarlos. -Los individuos de que hablaba se mantuvieron a caballo en el patio, mientras el jefe permanecía conmigo en la sala, y no había querido que llevaran al establo su caballo, so pretexto de retirarse al punto que recibiera nuevas de sus hombres. Viose, pues, completamente dueño de su empresa, y nada le faltaba sino ejecutarla. Pasado el caso, repitió frecuentemente (pues nada temía denunciarse) que mi semblante y mi franqueza le arrancaron la traición de los puños. Volvió a marchar a caballo; sus gentes no le quitaban los ojos de encima para ver lo que las ordenaba, muy admiradas de verle salir abandonando sus posiciones.

Otra vez, confiando en no sé qué tregua que acababa de ser publicada por nuestros ejércitos, me puse en camino por tierras singularmente peligrosas. Apenas hube comenzado a caminar, cuando me veo que tres o cuatro cabalgatas que de lugares diversos salían en mi seguimiento: una de ellas me dio alcance a la tercera jornada, y fui acometido por quince o veinte gentileshombres enmascarados, seguidos de una banda de mercenarios. Heme pues prendido y vendido, retirado en lo más espeso de una selva vecina, desmontado, desvalijado, mis cofres registrados, mi caja robada, los caballos y el equipaje, todo en manos de nuevos dueños. Largo tiempo permanecimos cuestionando en ese matorral sobre las condiciones de mi rescate, el cual tasaban tan alto que bien parecía que yo les era completamente desconocido. Luego se pusieron a disponer de mi vida, y en verdad que había muchas circunstancias amenazadoras de peligro en la situación en que me hallaba.


Tunc animis opus, Aenea, tunc pectore filmo.[1432]


Yo me mantuve siempre alegando el derecho de la tregua, diciéndolos que les abandonaría solamente la ganancia que con mis despojos lograran, la cual no era de desdeñar, sin promesa de otro rescate. Al cabo de dos o tres horas que allí permanecimos, y luego de haberme hecho montar en un caballo que no había de tomar el trote, encomendando mi conducción particular a veinte arcabuceros, y distribuido mis gentes entre otros soldados, ordenaron que nos llevaran presos por caminos diferentes; yo me encontraba a dos o tres arcabuzazos de allí,


Jam prece Pollucis, jam Castoris implorata[1433]:


cuando he aquí que una repentina e inopinada mutación los asalta. Vi venir hacia mí al jefe profiriendo dulces palabras, tomándose la pena de buscar en mi compañía, mis vestidos y objetos extraviados, haciendo que se me devolvieran, según iban hallándose, hasta mi propia caja. El mejor presente que me hiciera fue, en fin, el de mi libertad: todo lo demás poco me importaba en aquellos días. La verdadera causa de un cambio tan nuevo, y de una mutación sin ninguna causa aparente, y de un arrepentir tan milagroso en un tal tiempo, en una empresa de antemano pensada y deliberada y que hasta llegó a ser justa por los usos mismos de la guerra (pues desde luego confesé abiertamente el partido a que pertenecía, y la dirección que llevaba), por mucho que me devané la cabeza no acerté a adivinarla. El más visible que se desenmascaró y que me declaró su nombre, insistió varias veces en que yo debía mi libertad a mi semblante, a la franqueza y firmeza de mis palabras, las cuales me hacían indigno de semejante desventura, y me pidió igual proceder si semejante ocasión en que yo interviniera se le presentaba. Posible es que la bondad divina se quisiera servir de este vano instrumento en pro de mi conservación: defendiome aún al día siguiente contra otras peores emboscadas, de las cuales estos mismos individuos me advirtieron. El último de ellos vive todavía y puede referir la historia; el primero fue muerto no ha mucho.

Si mi rostro por mí no respondiera; si no se leyera en mis ojos y en mi voz la de mis intenciones, no hubiera vivido tan largo tiempo sin querella y sin ofensa, con esta indiscreta libertad de decirlo todo a tuertas y a derechas, cuanto a mi fantasía asalta, y el juzgar temerariamente de las cosas. Esta manera de expresarse puede parecer, y con razón, incivil y mal avenida con nuestros usos; pero ultrajosa y maliciosa nadie he visto que la juzgue, ni a quien haya molestado mi libertad si de mis labios la oyó: las palabras que se profieren tienen como otro son y otro sentido. Así que, a nadie odio, y soy tan flojo en el ofender, que ni aun por el servicio de la razón misma soy capaz de tomar este partido; y cuando la ocasión a ello me invitó en las condenas criminales, más bien falté al deber de la justicia: ut magis peccari nollim, quam satis animi ad vidicanda peccata habeam[1434]. Cuéntase que censuraban a Aristóteles por haber sido sobrado misericordioso para con un hombre perverso: «Es verdad, repuso, fui misericordioso para el hombre, pero no hacia la maldad.» Los juicios ordinarios se exasperan en el castigo en pro del horror del crimen: esto mismo enfría el mío; el espanto del primer asesinato me hace temer el segundo, y lo horrible de la crueldad primera es causa de que deteste toda imitación. A mí que no soy más que un simple escudero puede aplicarse lo que se decía de Carilo, rey de Esparta: «No podrá ser bueno, porque no es malo para con los malos»; o bien de este otro modo, pues Plutarco lo muestra en estos dos términos, como mil otras cosas diversa y contrariamente: «Menester es que sea bueno, puesto que lo es hasta con los malos mismos.» De la propia suerte que en las acciones legítimas me contraría emplearme cuando se trata de aquellos a quienes las advertencias molestan, así también, a decir la verdad, en las ilegítimas tampoco me empleo muy gustoso, aun cuando se trate de gentes que en ello consienten.



De la experiencia

Ningún deseo más natural que el deseo de conocer. Todos los medios que a él pueden conducirnos los ensayamos, y, cuando la razón nos falta, echamos mano de la experiencia,


Por varios usus artem experientia fecit,

exemplo monstrante viam[1435],


que es un medio mucho más débil y más vil; pero la verdad es cosa tan grande que no debemos desdeñar ninguna senda que a ella nos conduzca. Tantas formas adopta la razón que no sabemos a cual atenernos: no muestra menos la experiencia; la consecuencia que pretendemos sacar con la comparación de los acontecimientos es insegura, puesto que son siempre de semejantes. Ninguna cualidad hay tan universal en esta imagen de las cosas como la diversidad y variedad. Y los griegos, los latinos y también nosotros, para emplear el más expreso ejemplo de semejanza nos servimos del de los huevos: sin embargo, hombres hubo, señaladamente uno en Delfos, que reconocía marcas diferenciales entre ellos, de tal suerte que jamás tomaba uno por otro; y, como tuviera unas cuantas gallinas sabía discurrir de cuál era el huevo de que se tratara. La disimilitud se ingiere por sí misma en nuestras obras; ningún arte puede llegar a la semejanza; ni Perrozet[1436] ni ningún otro pueden tan cuidadosamente pulimentar y blanquear el anverso de sus cartas que algunos jugadores no las distingan tan sólo al verlas escurrirse en las manos ajenas. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso al crear el no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas.

Apenas me place, sin embargo, la opinión de aquel que pensaba por medio de la multiplicidad de las leyes sujetar la autoridad de los jueces cortándoles en trozos la tarea; no echan de ver los que tal suponen que hay tanta libertad y amplitud en la interpretación de aquéllas como en su hechura; y están muy lejos de la seriedad los que creen calmar y detener nuestros debates llevándonos a la expresa palabra de la Biblia; tanto más cuanto que nuestro espíritu no encuentra el campo menos espacioso al fiscalizar el sentido ajeno que al representar el suyo propio; y cual si no hubiera menos animosidad y rudeza al glosar que al inventar. Quien aquello sentaba vemos nosotros claramente cuánto se equivocaba, pues en Francia tenemos más leyes que en todo el resto del universo mundo, y más de las que serían necesarias para gobernar todos los mundos que ideó Epicuro; ut olim flagitiis, sic nunc legibus laboramus[1437]. Y sin embargo, dejamos tanto que opinar y decidir al albedrío de nuestros jueces, que jamás se vio libertad tan poderosa ni tan licenciosa. ¿Qué salieron ganando nuestros legisladores con elegir cien mil cosas particulares y acomodar a ellas otras tantas leyes? Este número no guarda proporción ninguna con la infinita diversidad de las acciones humanas, y la multiplicación de nuestras invenciones no alcanzará nunca la variación de los ejemplos; añádase a éstos cien mil más distintos, y sin embargo no sucederá que en los acontecimientos venideros se encuentre ninguno (con todo ese gran número de millares de sucesos escogidos y registrados) con el cual se puede juntar y aparejar tan exactamente que no quede alguna circunstancia y diversidad, la cual requiera distinta interpretación de juicio. Escasa es la relación que guardan nuestras acciones, las cuales se mantienen en mutación perpetua con las leyes, fijas y móviles: las más deseables son las más raras, sencillas y generales: y aún me atrevería a decir que sería preferible no tener ninguna que poseerlas en número tan abundante como las tenemos.

Naturaleza, las procura siempre más dichosas que las que nosotros elaboramos, como acreditan la pintura de 1a edad dorada de los poetas y el estado en que vemos vivir a los pueblos que no disponen si no es de las naturales. Gentes son éstas que en punto a juicio emplean en sus causas al primer pasajero que viaja a lo largo de sus montañas, y que eligen, el día del mercado, uno de entre ellos que en el acto decide todas sus querellas. ¿Qué daño habría en que los más prudentes resolvieran así las nuestras conforme a las ocurrencias y a la simple vista, sin necesidad de ejemplos ni consecuencias? Cada pie quiere su zapato. El rey Fernando, al enviar colonos a las Indias, ordenó sagazmente que entre ellos no se encontrara ningún escolar de jurisprudencia, temiendo que los procesos infestaran el nuevo mundo, como cosa por su naturaleza generadora de altercados y divisiones, y juzgando con Platón «que es para un país provisión detestable la de jurisconsultos y médicos».

¿Por qué nuestro común lenguaje, tan fácil para cualquiera otro uso, se convierte en obscuro o ininteligible en contratos y testamentos? ¿Por qué quien tan claramente se expresa, sea cual fuere lo que diga o escriba, no encuentra en términos jurídicos ninguna manera de exteriorizarse que no esté sujeta a duda y a contradicción? Es la causa que los maestros de este arte, aplicándose con particular atención a escoger palabras solemnes y a formar cláusulas artísticamente hilvanadas, pesaron tanto cada sílaba, desmenuzaron tan hondamente todas las junturas, que se enredaron y embrollaron en la infinidad de figuras y particiones, hasta el extremo de no poder dar con ninguna prescripción ni reglamento que sean de fácil inteligencia: confusum est, quidquid usque in pulverem sectum est[1438]. Quien vio a los muchachos intentando dividir en cierto número de porciones una masa de mercurio, habrá advertido que cuanto más la oprimen y amasan, ingeniándose en sujetarla a su voluntad, más irritan la libertad de ese generoso metal, que va huyendo ante sus dedos, menudeándose y desparramándose más allá de todo cálculo posible: lo propio ocurre con las cosas, pues subdividiendo sus sutilezas, enséñase a los hombres a que las dudas crezcan; se nos coloca en vías de extender y diversificar las dificultades, se las alarga y dispersa. Sembrando las cuestiones y recortándolas, hácense fructificar y cundir en el mundo la incertidumbre y las querellas, como la tierra se fertiliza cuanto más se desmenuza y profundamente se remueve. Difficultatem facit doctrina.[1439] Dudamos, con el testimonio de Ulpiano[1440], y todavía más con Bartolo y Baldo[1441]. Era preciso borrar la huella de esta diversidad innumerable de opiniones y no adornarse con ellas para quebrar la cabeza a la posteridad. No sé yo qué decir de todo esto, mas por experiencia se toca que tantas interpretaciones disipan la verdad y la despedazan. Aristóteles escribió para ser comprendido: si no pudo serlo, menos hará que penetren su doctrina otro hombre menos hábil, y un tercero menos que quien sus propias fantasías trata. Nosotros manipulamos la materia y la esparcimos desleyéndola; de un solo asunto hacemos mil, y recaemos, multiplicando y subdividiendo, en la infinidad de los átomos de Epicuro. Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es imposible ver dos opiniones exactamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en uno mismo a distintas horas. Ordinariamente encuentro qué dudar allí donde el comentario nada señaló; con facilidad mayor me caigo en terreno llano, como ciertos caballos que conozco, los cuales tropiezan más comúnmente en camino unido.

¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no se ve ningún libro humano ni divino, con el que el mundo se ataree, cuya interpretación acabe con la dificultad? El centésimo comentario se remite al que le sigue, que luego es más espinoso y escabroso que el primero. Cuando convenimos que un libro tiene bastantes, ¿nada hay ya que decir sobre él? Esto de que voy hablando se ve más patente en el pleiteo: otórgase autoridad legal a innumerables doctores y decretos, así como a otras tantas interpretaciones; ¿reconocemos, sin embargo, algún fin o necesidad de interpretar? ¿Se echa de ver con ello algún progreso y adelantamiento hacia la tranquilidad? ¿Nos precisan menos abogados y jueces que cuando este promontorio jurídico permanecía todavía en su primera infancia? Muy por el contrario, obscurecemos y enterramos la inteligencia del mismo; ya no lo descubrimos sino a merced de tantos muros y barreras. Desconocen los hombres la enfermedad natural de su espíritu, el cual sólo se ocupa en bromear y mendigar; va constantemente dando vueltas, edificando y atascándose en su tarea, como los gusanos de seda, para ahogarse; mus in pice[1442]: figúrase advertir de lejos no sé qué apariencia de claridad y de verdad imaginarias, pero mientras a ellas corro, son tantas las dificultades que se atraviesan en su camino, tantos los obstáculos y nuevas requisiciones, que éstos acaban por extraviarle y trastornarle. No de otro modo aconteció a los perros de Esopo, los cuales descubriendo en el mar algo que flotaba semejante a un cuerpo muerto, y no pudiendo acercarse a él, decidieron beber el agua para secar el paraje, y se ahogaron. Con lo cual concuerda lo que Crates decía de los escritos de Heráclito, o sea «que habrían menester un lector que fuera buen nadador», a fin de que la profundidad y el peso de su doctrina no lo tragaran y sofocaran. Sólo la debilidad individual es lo que hace que nos contentemos con lo que otros o nosotros mismos encontramos en este perseguimiento de la verdad; uno más diestro no se conformará, quedando siempre lugar para un tercero, igualmente que para nosotros mismos, y camino por donde quiera. Ningún fin hay en nuestros inquirimientos; el nuestro está en el otro mundo. El que un espíritu se satisfaga, es signo de cortedad o de cansancio. Ninguno que sea generoso se detiene en cuanto emplea su propio esfuerzo; pretendo siempre ir más allá, transponiendo sus fuerzas; posee vuelos que exceden, que sobrepujan los efectos: cuando no adelanta, ni se atormenta ni da en tierra, o no choca ni da vueltas, no es vivo sino a medias; sus perseguimientos carecen de término y de forma; su alimento se llama admiración, erradumbre, ambigüedad. Lo cual acreditaba de sobra Apolo hablándonos siempre con doble sentido, obscura y oblicuamente; no saciándonos, sino distrayéndonos y atareándonos. Es nuestro espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni mira: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las unas a las otras:


Ainsi veoid on, en un ruisseau coulant,

sans fin l'une eau aprez l'altre roulant;

et tout le reng, d'un eternel conduict,

l'une suyt l'aultre, et l'une l'aultre fuyt.

par cetle cy celle la est poulsee,

et cette cy par l'aultre est devancee,

tousjours l'eau va dans l'eau; et tousjours est ce

mesme ruisseau, et tousjours eau diverse.[1443]

 

Da más quehacer interpretar las interpretaciones que dilucidar las cosas; y más libros se compusieron sobre los libros que sobre ningún otro asunto: no hacemos más que entreglosarnos unos a otros. El mundo hormiguea en comentadores; de autores hay gran carestía. El primordial y más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en acertar a entender a los sabios? ¿no es éste el fin común y último de todo estudio? Nuestras opiniones se injertan unas sobre otras; la primera sirve de sostén a la segunda, la segunda a la tercera; así, de grado en grado, vamos escalonándolas, por donde acontece que el que ascendió más alto frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los hombros del penúltimo.

¡Cuán frecuente, y torpemente quizás, amplifiqué yo mi libro hablando de él mismo! Torpemente, aun cuando no fuera más que por la sencilla razón que debiera moverme a acordarme de lo que digo de aquellos que hacen otro tanto, o sea: «que esas ojeadas tan frecuentes a su obra son testimonio de un corazón estremecido de puro amor; y hasta las asperezas del menosprecio con que la combaten, no son sino melindres y afectaciones enconados de un sentimiento maternal», según Aristóteles, para quien avalorarse y menospreciarse, nacen a veces de arrogancia semejante. La excusa que yo presento de «que debo disfrutar en aquello mismo libertad mayor que los demás, puesto que ex profeso escribo de mí y de mis escritos, como de mis demás acciones, y que mis argumentos se revelen contra mí mismo», ignoro si alguien la tomará en consideración para disculparme.

En Alemania he visto que Lutero ha dejado tantas divisiones y altercaciones sobre la interpretación de sus ideas, y más todavía de las que promovió sobre la Santa Escritura. Nuestro cuestionar es puramente verbal: yo pregunto, por ejemplo, lo que es Naturaleza, Voluptuosidad, Círculo y Sustitución; la cosa no depende sino de palabras, y con ellas se paga. Una piedra es un cuerpo: mas quien apurase siguiendo, «y cuerpo ¿qué es? - Sustancia.- ¿Y sustancia?», y así sucesivamente, acorralaría por fin al que respondiera en los confines de su calepino. Una palabra se cambia por otra, a veces más desconocida que la primera; conozco mejor lo que es Hombre, que no lo que es Animal, Mortal o Racional. Para aclarar una duda se me propinan tres; es la cabeza de la hidra. Sócrates preguntaba a Memnón: «¿Qué era virtud?» -Hay, decía Memnón, virtud de hombre y de mujer; de funcionario y de hombre privado, de niño y de anciano. -¡Buena es ésa! exclamó Sócrates, buscábamos una virtud y nos presentas un enjambre.» Comunicamos una cuestión, y se nos facilita una colmena. De la propia suerte que ningún acontecimiento ni ninguna forma se asemejan exactamente a otras, así ocurre que ninguna cosa difiere de otra por completo: ¡ingeniosa mezcolanza de la naturaleza! Si nuestras caras no fueran semejantes, no podría discernirse el hombre de la bestia; si no fueran desemejantes, tampoco se acertaría a distinguir, el hombre del hombre; todas las cosas se ligan mediante alguna similitud; todo ejemplo cojea, y la relación que por la experiencia se alcanza, es siempre floja e imperfecta. Júntanse de todos modos las comparaciones por algún cabo así también las leyes se adaptan a nuestros negocios a expensas de alguna interpretación apartada, obligada y oblicua.

Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber particular de cada uno en sí, son tan difíciles de establecer como por experiencia tocamos, no es maravilla que las que gobiernan el conjunto lo sean más aún. Considerad la índole de esta justicia que nos rige, la cual es un verdadero testimonio de la humana debilidad: tan grande es la contradicción y el error que alberga. Lo que nosotros creemos favor o rigor en la justicia, y reconocemos tanto que no sé si con el término medio se tropieza con igual frecuencia, no son sino partes enfermizas y miembros injustos del cuerpo mismo y esencia de ella. Unos campesinos acaban de advertirme apresuradamente que han dejado en un bosque de mi pertenencia a un hombre acribillado de heridas, que todavía respira, y que por piedad les ha pedido agua, y socorro para que le levantaran: ellos dicen que ni siquiera osaron acercarse a él, y han huido, temiendo que las gentes de justicia los atraparan, y que como ocurre cuando se encuentra a alguien junto a un muerto, los obligaran a dar cuenta del sucedido para la cabal ruina de todos, puesto que carecen de capacidad y dinero con que defender su inocencia. ¿Qué los hubiera yo repuesto? Es ciertísimo que ese deber de humanidad les hubiera colocado en un aprieto.

¿Cuántos inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces, y cuántos más que no descubrimos? El hecho siguiente ocurrió en mi tiempo. Algunos fueron condenados a muerte por homicidio; la sentencia si no dictada fue al menos en principio acordada. Así las cosas, ocurre que los jueces son advertidos por los magistrados de mi tribunal subalterno vecino, de que guardar algunos prisioneros, quienes confiesan resueltamente el homicidio, llevando al proceso una claridad indudable. Delibérase si a pesar de ello, se debe interrumpir y diferir la ejecución de la sentencia emitida contra los primeros; considérase la novedad del ejemplo, y su consecuencia, para suspender los juicios; que la condena fue jurídicamente sentada, y los jueces de arrepentimiento exentos. En suma, aquellos pobres diablos, se sacrifican a las fórmulas de la justicia. Filipo (o algún otro) proveyó a un inconveniente parecido de la manera siguiente: había condenado a un hombre a pagar a otro recias multas, por virtud de un juicio bien determinado, y como la verdad se hallara algún tiempo después, viose que el juicio había sido injusto. De un lado estaba la razón de la causa, de otro la razón de las formas judiciales: el rey satisfizo en cierto modo a ambos, dejando la sentencia en su primitivo estado y recompensado con su bolsillo los perjuicios del lesionado. Pero este accidente era reparable; los individuos de que hablo fueron irreparablemente ahorcados. ¡Cuántas condenas he visto más criminales que el crimen mismo!

Esto trae a mi memoria aquellas opiniones antiguas: «Que es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o modeló con la medicina, según la cual, todo cuanto es útil, es al par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las costumbres y las leyes son las que forman la justicia; y lo que afirman los teodorianos, quienes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.» La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más que de mi inocencia. Arriesgaríame a semejante justicia quien considerara el bien obrar y también el malo; donde me cupiera tanta esperanza como temor: la indemnización no es recompensa suficiente para un hombre cuya conducta supera al no incurrir en falta. No nos muestra nuestra justicia más que una de sus manos, y ésta ni siquiera es la derecha: quien con ella se las ha, pierde seguramente.

En China, donde las leyes y las artes, sin mantener comercio ni tener conocimiento de las nuestras, sobrepujan nuestros ejemplos en muchas partes de excelencia, y cuya historia me enseña cuánto más amplio es el mundo y más diverso de lo que los antiguos y nosotros penetramos, los oficiales comisionados por el príncipe para estudiar la situación de sus provincias, de la propia suerte que castigan a los malversadores del erario, también remuneran con liberalidad cabal a los que se condujeron por cima de lo ordinario y excedieron el deber que su cargo los imponía: ante aquéllos se comparece no sólo para responder de la misión encomendada, sino para adquirir con ella, ni simplemente para ser remunerado, sino para ser gratificado. A Dios gracias, ningún juez hasta ahora me habló como tal, ni por negocio mío ni por el de un tercero, ni criminal ni civilmente: ninguna prisión me recibió, ni siquiera para por ella pasearme; la fantasía misma muéstrame ingrata la vista de tales recintos. Tan loco estoy de libertad, que si alguien me prohibiera el acceso de algún rincón de las Indias, viviría en algún modo contrariado; y mientras encontrara tierra o aire libres por otras partes, no me estancaría en lugar donde me fuera necesario ocultarme. Bien sabe Dios que yo soportaría mal la condición en que veo a tantas gentes, clavadas en un barrio de estos reinos, privadas de la entrada en las principales ciudades y cortes y de la frecuentación de los caminos públicos, por haber infringido las leyes. Si aquellas a quienes sirvo me amenazaran, siquiera fuera en lo que monta un grano de anís, partiría incontinenti en busca de otras, donde quiera que fuese. Toda mi insignificante prudencia en estas guerras civiles en que vivimos, encaminada va a que no interrumpan mi libertad de ir y venir.

Ahora bien, éstas se mantienen en crédito, no porque sean justas, sino porque son leyes, tal es la piedra de toque de su autoridad; de ninguna otra disponen que bien las sirva. A veces fueron tontos quienes las hicieron, y con mayor frecuencia gentes que en odio de la igualdad, despliegan falta de equidad; pero siempre fueron hombres, vanos autores o irresueltos. Nada hay tan grave, ni tan ampliamente sujeto a error como en leyes, en ellos caen siempre de continuo. Quien las obedece porque son justas, no lo hace precisamente por donde seguirlas debe. Las nuestras, francesas, nos dan la mano en algún modo, merced a su desbarajuste y deformidad para el desorden y corrupción que vemos en su promulgación y ejecución: la autoridad es tan turbia o inconstante que excusa algún tanto la desobediencia, y el vicio de interpretación en la administración y en la observancia. Cualquiera que sea, pues, el fruto que de la experiencia podamos alcanzar, apenas servirá gran cosa a nuestro régimen el que sacamos de los ejemplos extraños, si tan mal utilizamos el que de nosotros mismos tenemos, el cual nos es más familiar y en verdad capaz de instruirnos en lo que nos precisa. Yo me estudio más que ningún otro asunto: soy mi física y mi metafísica.


Qua Deus hauc mundi temperet arte domum:

qua venit exoriens, qua deficit, unde coactis

cornibuss in plenum menstrua luna redit;

unde salo superant venti, quid flamine captet

eurus, et in nubes unde perennis aqua;

sit ventura dies, mundi quae subruat arces,

quaerite, quos agitat mundi labor.[1444]

 

En esta universalidad me dejo ignorante y negligentemente llevar por la ley general del mundo: de sobra la sabré cuando la sienta; mi ciencia no puede hacerla mudar de sendero: no se diversificará por mí; considero que es locura esperarla y más grande aún apenarse por ella, puesto que en todo es necesariamente semejante, pública y común. La bondad y capacidad de gobernador nos debe pura y plenamente descargo del cuidado del gobierno: las inquisiciones y contemplaciones filosóficas sólo sirven de alimento a nuestra curiosidad. Con harta razón los filósofos nos remiten a los preceptos de la naturaleza, pero éstos nada tienen que hacer con un conocimiento tan sublime: ellos lo falsifican, presentándonos disfrazado el semblante de aquéllos, subido de color y sofístico en demasía, de donde nacen tantos retratos diversos de un asunto tan uniforme. Como nos proveyó de pies para andar, también nos suministró prudencia para manejarnos en la vida, no tan ingeniosa, robusta, ni pomposa como la que para nuestro uso inventaron, sino fácil, queda y saludable; ésta cumple a maravilla lo que la otra ordena en quien sabe emplearla de una manera ingenua y ordenada, es decir, de una manera natural. El más sencillo encomendarse a la naturaleza, es el más prudente entregarse. ¡Oh, cuán dulce almohada, blanda y sana es la ignorancia e incuriosidad, para el reposo de una cabeza bien conformada!

Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo que no con Cicerón. Con la experiencia que tengo de mí propio en lo bastante con que hacerme prudente si fuera buen escolar: quien ingiere en su memoria el exceso de su cólera pasada y hasta dónde esta fiebre lo llevó, ve toda la fealdad de esta pasión mejor que en Aristóteles, y de ella concibe un odio más justo; quien recuerda los males que lo atormentaron, los que le amenazaron, las ligeras sacudidas que le cambiaron de un estado en otro, con ello se prepara a las mutaciones futuras y al reconocimiento de su condición. La vida de César no es de mejor ejemplo que la nuestra para nosotros mismos; emperadora o popular, siempre es una vida acechada por todos los accidentes humanos. Ecuchémonos vivir, esto es todo cuanto tenemos que hacer; nosotros nos decimos todo lo que principalmente necesitamos; quien recuerda haberse engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio, ¿no es un tonto de remate al no desconfiar de él para siempre? Cuando por ajenas razones me convenzo de la evidencia de una falsa opinión, no tanto veo lo que de nuevo se me ha dicho (flaca adquisición sería), como en general pienso en mi debilidad y en la traición de mi entendimiento, de lo cual saco enseñanza para mi corrección en conjunto. Con todos mis demás errores hago lo propio, y experimento con esta regla utilidad grande para la vida: no considero la especie ni el individuo como una piedra donde haya tropezado, sino que aprendo a desconfiar en todo de mis remedios, deteniéndome a mejorarlos. Los yerros en que mi memoria me hizo caer con frecuencia tanta, hasta cuando estuvo más segura de sí misma, no fueron cabalmente perdidos: inútil es ahora que me jure y perjure afianzarse para en adelante: hago con la cabeza la señal de quien desconfía; el primer reparo que se presenta a su testimonio me deja, suspenso y no osaría fiarme de ella en cosa de alguna monta ni fundamentarla en autoridad ajena. Y si no considerara que en el defecto en que yo incurro por falta de memoria los otros caen con frecuencia mayor por falta de fe, cogería, siempre la verdad de la boca del prójimo, mejor que de la mía, tratándose de hechos. Si cada cual expiara de cerca los efectos y circunstancias de las pasiones que le regentan como yo hice con aquellas en que caí, veríalas venir, procurando hacer un poco más lenta la impetuosidad y la carrera de las mismas: no saltan de una vez a nuestra garganta; muéstranse a veces con gradaciones y amenazas:


Fluctus uti primo caepit quum albescere vento,

paniatim sese tollit mare, et altius undas

erigit, inde imo consurgit ad aethera fundo.[1445]


El juicio ocupa en mi un lugar primordial, o al menos cuidadosamente se estuerza para ello; deja a mis apetitos amplio campo, así al odio como a la amistad, hasta la que a mí mismo me profeso, sin alterarlo ni corromperlo: si no puede reformar las demás partes según él, por lo menos no se deja deformar por ellas; cumple su misión aislado.

El advertimiento común «De conocerse», debe de ser de un importante efecto, puesto que aquel Dios de ciencia y de luz[1446] lo hizo plantar al frente de su templo como comprensivo de cuanto tenía que aconsejarnos: Platón dice también que prudencia no es otra cosa que la ejecución de esta enseñanza; y Sócrates lo verifica por lo menudo en Jenofonte. Las dificultades y obscuridades no se descubren en las ciencias sino por aquellos que las penetraron, pues precisa todavía algún grado de ver la ignorancia; para saber si una puerta está cerrada, menester es empujarla; de donde nace esta sutileza: «Ni los que saben necesitan inquirir, puesto que saben; ni tampoco los que no saben, puesto que para informarse precisa saber en lo que se trata de inquirir.» Así en punto a, «Conocerse a sí mismo», lo de que todos se muestren tan resueltos y satisfechos, y lo de que cada cual crea hallarse suficientemente competente, significa que nadie entiende jota, conforme Sócrates enseña a Eutidemo. Yo que de otra cosa no hago profesión, en ello encuentro una profundidad y variedad tan infinitas que en mi aprendizaje no reconozco otro fruto que el de hacerme sentir cuánto me queda por aprender. A mi debilidad, tantas veces reconocida, debo mi inclinación a la modestia, la sujeción a las creencias que no fueron prescritas, la constante frialdad y moderación de opiniones, y el odio de esa arrogancia importuna, y querellosa que en sí se cree, y todo lo fía, y en sí todo lo confía, capital enemiga de disciplina y de verdad. Oíd cómo ejercen de maestros; para las primeras torpezas que anticipan emplean el estilo de un profeta o el de un legislador. Nihil est turpius, quam cognitioni et perceptioni assertionem approbationemque praecurrere.[1447] Aristarco decía que antiguamente apenas si se encontraron siete sabios en el mundo, y que en su tiempo apenas se encontraban siete ignorantes; ¿no tendríamos nosotros mayor motivo de sentar lo mismo de nuestro tiempo? La afirmación y testadurez son signos expresos de torpeza. Quien ha caído de bruces en el suelo cien veces en un día, vedle al instante sobre sus espolones sustentado, tan resuelto y cabal como antes: diríase que al punto le infundieron algún alma y vigor de entendimiento nuevos y que le acontece lo propio que a aquel antiguo hijo de la tierra[1448], que alcanzaba nueva firmeza y se reforzaba con su caída;


Cui quum tetigere parentem,

jam defecta vigent renovato robore membra[1449]:


ese indócil porfiado, ¿cree recuperar un nuevo espíritu emprendiendo una nueva disputa? Por experiencia propia acuso la humana ignorancia, que es a mi entender el más serio partido de la mundanal escuela. Los que en sí mismos no quieren reconocerla, valiéndose de ejemplo tan vano como el mío, o como el suyo propio, que la descubran por Sócrates, el maestro de los maestros; pues Antístenes el filósofo decía a sus discípulos: «Vamos todos a oírle; ante él, seré yo discípulo con vosotros»; y sentando el dogma de su secta estoica, según el cual, «la virtud basta a hacer la vida plenamente dichosa sin necesidad de ningún otro aditamento», añadía: «si no es de la fuerza de Sócrates».

Esta dilatada atención que yo pongo en considerarme me enseña también a juzgar medianamente de los demás; y pocas cosas hay de que hable de una manera más dichosa y admisible. Acontéceme con frecuencia ver y distinguir más exactamente la condición de mis amigos de lo que ellos la reconocen; a alguno dejé admirado por la pertinencia de mi descripción, y de sí mismo le advertí. Por haberme acostumbrado desde mi infancia a mirar mi vida en la de los otros adquirí una complexión estudiosa en este punto, y cuando en ello me empleo, pocas cosas se me escapan en mi derredor que dejen de ilustrarme: continente, humores, razonamientos. Todo lo estudio, lo que me precisa fluir como lo que he menester seguir. Así en mis amigos descubro por el modo cómo se producen sus inclinaciones internas; y no para ordenar tan infinita variedad de acciones, tan diversas y tan recortadas, en ciertos géneros y capítulos, y distribuir distintamente mis pareceres y divisiones en clases y regiones conocidas


Sed neque quam multae species, et nomina quae sint,

est numerus.[1450]


Los doctos hablan, y denotan sus fantasías más específicamente y a la menuda: yo que no veo en ellas sino lo que el uso me informa, sin regla alguna, presento las mías generalmente a tientas, como aquí formulo mi sentencia mediante artículos descosidos, como cosa que no se pueda decir en conjunto ni en montón: la relación y conformidad no se encuentran en almas como las nuestras, bajas y comunes. Es la prudencia un edificio sólido y entero en el cual cada pieza ocupa su rango y lleva su marca correspondiente: sola sapientia in se tota conversa est[1451]. Yo dejo a los artífices (y no estoy muy seguro de si logran su empeño en cosa tan complicada, menuda y fortuita) el ordenar en categorías esta variedad innumerable de aspectos, detener nuestra inconstancia y disponerla en orden. No solamente considero difícil el ligar nuestras acciones las unas a las otras, también aisladas juzgo poco hacedero el designarlas propiamente, por alguna cualidad principal: tan dobles son todas ellas y abigarradas, según el cristal con que se miran. Lo que por raro se advierte en Perseo, rey de Macedonia, o sea: «que su espíritu a ninguna condición se sujetaba, sino que iba errando por todos los géneros de vida y representando costumbres tan libres en su vuelo y tan vagabundas que ni él mismo ni los demás conocían qué clase de hombre fuera», me parece aproximadamente convenir a todo el mundo y por cima de todos he visto algún otro de su medida a quien esta conclusión podría aplicarse todavía más propiamente, a mi ver[1452]. Ninguna posición media; yendo a dar del uno al otro extremo por causas inadivinables; ninguna clase de rumbo, sin experimentar contrariedad portentosa; ninguna facultad completamente buena ni enteramente mala, de tal suerte que lo más verosímilmente que algún día pueda representársele será diciendo que gustaba y estudiaba el darse a conocer por ser desconocido. Hay que tener oídos bien resistentes para escuchar el juicio franco de sí mismo; y porque son pocos los que pueden sufrirlo sin mordedura, los que se determinan a emprenderlo de nosotros nos muestran una amistad singular, pues es querer raramente el tomar a su cargo el ofender y el herir para buscar provecho. Duro es a mi entender el juzgar a aquel cuyas malas condiciones sobrepujan a las buenas: Platón recomienda tres cualidades a quien pretende examinar el alma ajena: ciencia, benevolencia y resolución.

Alguna vez se me ha preguntado para qué me hubiese reconocido yo apto en el caso de que a alguien se lo hubiera ocurrido servirse de mí cuando de ello estaba en edad;


Dum melior vires sanguis dabat, aemula necdum

temporibus geminjis canebat sparsa senectus[1453]:


«A nada», contestaba yo: y me excuso de buen grado de no saber hacer cosa que a otro me esclavice. Pero habría dicho las verdades a mi maestro, y hubiera fiscalizado sus costumbres si él lo hubiese deseado: no en conjunto, por medio de lecciones escolásticas, que ignoro por completo (y ninguna enmienda veo nacer en los que las conocen), sino observándolas paso a paso, con toda oportunidad, y juzgando a la vista, parte por parte, de manera sencilla y natural; haciéndole ver quién es conforme a la opinión común, oponiéndome a sus cortesanos. Ninguno hay de entre nosotros que no valiera menos que los reyes si fuera así, continuamente corrompido, como ellos lo son, por esa canalla de gentes: ¿y cómo si hasta Alejandro, aquel gran monarca y filósofo, no pudo de ellos libertarse? Yo hubiera poseído fidelidad bastante y también resolución de juicio para expresarme con desahogo. Sería un cargo sin razón de ser en la casa de un príncipe si así no se desempeñara, no respondiendo al efecto para que se instituye, y es un papel que no todos pueden indistintamente desempeñar, pues hasta la verdad misma carece del privilegio de ser empleada a cada instante, y en todas las cosas; tan noble como es su causa, tiene sus circunscripciones y sus límites. Con frecuencia ocurre, siendo el mundo como es, que se desliza en el oído de un monarca, no solamente sin provecho, sino también perjudicial e injustamente; y nadie podrá hacerme creer que un santo advertimiento no pueda a veces ser viciosamente aplicado, ni que el interés de la substancia no tenga que inclinarse en ocasiones al de la fórmula.

Quisiera yo, para este oficio, un hombre contento de su fortuna,


Quod sit, esse velit; nihilque malit[1454],


y nacido en situación mediana; con tanta más razón cuanto que de una arte no temería tocar viva y profundamente el corazón de su señor por no desviarse con esta conducta del curso de su carrera; por otro lado, siendo de aquella condición tendría más fácil comunicación con toda suerte de gentes. Quisiera también un solo hombre, pues extender a varios el privilegio de esta libertad y privanza, engendraría una perjudicial irreverencia; exigiría, sobre todo, en el hombre de que hablo la fidelidad y la reserva.

Un soberano no es de creer cuando se alaba de su firmeza en aguardar el encuentro del enemigo para su gloria, si para su provecho y mejoramiento no es capaz de soportar la libertad de las palabras amigables, cuyo fin no es otro que el de pellizcarle el oído (el complemento efectivo en su mano está). Ahora bien; no hay ninguna condición humana que más haya menester que los reyes de verdaderas y libres advertencias: pública es su vida, y han de ser gratos a la opinión de tantos espectadores, mas como se acostumbra a callarlos cuanto puede apartarlos de la resolución que formaran, cuando menos lo piensan se muestran sin sentirlo entregados al odio y execración de sus pueblos por circunstancias que acaso hubieran podido evitar sin detrimento de placeres mismos, de haber sido avisados y, desde luego, bien encaminados. Comúnmente los favoritos miran a sí mismos más que al soberano y así no les va mal, pues, a la verdad, casi todos los deberes de la amistad verdadera se colocan cuando en aquél se emplean en prueba ruda y peligrosa. De suerte que precisa para con ellos no solamente mucha afección y franqueza, sino también la entereza y el ánimo.

En fin, toda esta pepitoria que yo emborrono aquí, no es más que un registro de las experiencias de mi vida, la cual, por lo que a la salud interna toca, es bastante ejemplar, no como un modelo que imitar, sino que evitar; mas por lo que respecta a la salud corporal, nadie mejor que yo puede poveer de experiencias más útiles, ni presentarla pura, en ningún modo corrompida ni adulterada, por parte ni opinión preconcebidos. En las cosas tocantes a lo medicina, todo lo puede la experiencia, aun cuando la razón impere. Decía Tiberio que quien había vivido veinte años debía estar bien al cabo de las cosas que le eran perjudiciales o favorables, y saber manejarse libre de medicinas; lo cual acaso aprendiera en Sócrates, quien cuidadosamente aconsejaba a sus discípulos como un estudio principal el estudio de su salud, añadiendo que era difícil para un hombre de entendimiento que pusiera reparo en sus ejercicios, en comer y en beber, el no discernir mejor que cualquier médico lo que era bueno o malo. Así la medicina hace siempre profesión de mostrar constantemente la experiencia como piedra de toque de sus operaciones, y así Platón decía bien al asegurar que para ser médico verdadero sería necesario haber pasado por todas las enfermedades que han de curarse por todas las circunstancias y accidentes de que un facultativo debe juzgar. Es razón que padezcan el mal venéreo si pretenden saber curarlo. En las manos de uno así resolveríame yo encomendarme, pues los otros nos guían a la manera de aquel artista que pintara los mares, escollos y los puertos, tranquilamente sentado en su gabinete, e hiciera pasear la figura de un navío con seguridad cabal: lanzadle a la realidad, y no sabrá por dónde se anda. Hacen igual descripción de nuestros males que el pregonero de la ciudad, cuando grita la pérdida de un caballo o la de un perro de tal color, alzada u oreja, a quien, cuando el animal es presentado, le desconoce por completo sabiendo sus señas puntuales. ¡Pluguiera a Dios que la medicina me procurase algún día un evidente y buen socorro; entonces gritaría con buena fe sus milagros,


Tandem efficaci do manus scientiae![1455]


Las artes que nos prometen mantener el cuerpo en salud y lo mismo el alma, mucho es lo que nos prometen, así no hay ningunas otras que más desencanten ni desilusionen. Y en nuestro tiempo, los que entre nosotros las ejercen, muestran menos los efectos que todos los demás hombres; puede decirse de ellos, a lo sumo, que venden drogas medicinales, mas que sean médicos no puede asegurarse. Yo he vivido bastante tiempo para poder tener en cuenta el régimen que tan largo me condujo: para quien quiera gustarlo me presento como escanciador. He aquí algunos artículos tal como el recuerdo me los muestra: ninguno de mis humores ha dejado de cambiar a medida de los accidentes; registro sólo los más ordinarios, los que me dominaron hasta el momento actual.

Mi manera de vivir es la misma, cuando sano que cuando enfermo: reposo en el mismo lecho y a horas idénticas, tomo los mismos alimentos e igual bebida, y la única diferencia consiste en la moderación del más o del menos, según mis fuerzas y apetito. Consiste mi salud en mantener sin trastorno mi natural estado. Yo veo que la enfermedad me deja libre de un lado, y, si otorgo crédito a los médicos me desvían del otro, de suerte que, por acaso y por arte, héteme fuera de mi camino. Nada más que esto creo con mayor certeza: que en manera alguna podrán ocasionarme quebranto las cosas con que me familiaricé de tan antiguo. La costumbre imprime norma a nuestra vida, tal cual la place, y todo lo puede en este punto; es el brebaje de Circe, que diversifica a su antojo nuestra naturaleza. ¡Cuántas naciones, hasta las situadas a cuatro pasos de nosotros, consideran ridículo el temor al sereno, que nos hiere tan sensiblemente! Un alemán enferma acostándose sobre un colchón, un italiano sobre la pluma blanda y un francés sin cortinaje ni fuego. El estómago de un español no soporta nuestra manera de comer, ni el nuestro el beber a la suiza. Plugiéronme las palabras de un alemán en Augsburgo el cual censuraba las molestias de nuestros hogares con iguales argumentos a los de ordinario por nosotros empleados para condenar sus estufas, pues a la verdad ese calor estadizo, junto con el olor de la substancia que las compone, recalentada, aturde a casi todos los no habituados; a mi no me hace mella, pero por lo demás, aun siendo el calor igual, constante y general, sin llama ni humo, y sin el viento, que la abertura de nuestras chimeneas nos procura, tiene por qué ser con el nuestro comparado. ¿Por qué no imitamos la arquitectura romana? Dícese que en lo antiguo el fuego no se encendía en las casas sino por fuera, y al fin de ellas, de donde el calor se extendía al interior por medio de tubos practicados en el recio de los muros, los cuales iban a dar a los lugares, que debían ser calentados, cosa que he visto claramente manifiesta en Séneca, no recuerdo en qué pasaje. Como mi alemán me oyera encarecer las comodidades y hermosura de su ciudad (y eran justas mis alabanzas), empezó a compadecerme porque tenía que alejarme, y entre las molestias primeras con que me brindó, figuraba la pesantez de cabeza que me procurarían las chimeneas en otras partes. De este mal había oído quejarse a alguien y me colgaba a mí, privado como estaba por la costumbre de advertirlo en su país. Todo calor proveniente del fuego me debilita y amodorra; Eveno decía, sin embargo, que el mejor condimento de la vida era el fuego: mejor prefiero yo todo otro modo de escapar al frío.

Tenemos nosotros el vino cuando en los toneles queda poco, los portugueses constituyen con él sus delicias, y es entre ellos el brebaje de los príncipes. En conclusión, cada pueblo tiene algunos usos y costumbre que son no solamente desconocidos para los demás, sino también milagros y repulsivos. ¿Qué hacer de un pueblo que sólo acoge los testimonios impresos, que no cree a los hombres sino a los libros, ni lo verdadero cuando su edad no es competente? Dignificamos nuestras torpezas al meterlas en el molde: para el común de las gentes es de mayor peso decir: «Lo he leído» que si decís: «Lo he oído decir.» Pero yo que creo lo mismo en la boca que en la mano de los hombres; que sé que se escribe tan indiscretamente como se habla, y que juzgo este siglo de la propia suerte que cualesquiera otros de los que pasaron, lo mismo traigo a cuento a un mi amigo que a Macrobio o Aulo Gelio, y lo que vi como lo que éstos escribieron. Y del propio modo que la virtud no es más grande por ser más añeja, creo que la verdad por ser más vieja no es más prudente. A veces me digo que es torpeza pura lo que nos hace correr tras los ejemplos extraños y escolásticos: la fertilidad de éstos es igual en los momentos en que vivimos que en los tiempos de Homero y Platón. ¿Mas no es cierto que buscamos más bien el honor de la alegación que la verdad del razonamiento? Como si no fuera lo mismo extraer nuestras pruebas de las oficinas de Vascosan o Plantino que de lo que se ve en nuestro lugar; o más bien ocurre que carecemos de espíritu para escudriñar y hacer valer lo que pasa ante nosotros, y juzgarlo vivamente para convertirlo en ejemplo; pues si decimos que la autoridad nos falta para dar fe a nuestro testimonio, expresámonos torcidamente, tanto más cuanto que a mi entender de las más ordinarias cosas comunes y conocidas, si a luz supiéramos sacarlas, podrían formarse los prodigios más grandes de la naturaleza y los ejemplos más maravillosos, principalmente en lo tocante a las acciones humanas.

Ahora bien, para volver a mi asunto, y dejando a un lado los ejemplos antiguos que sé por los libros, y lo que Aristóteles refiere de Andrón el argiano, sobre que atravesaba sin catar el agua los áridos desiertos de Libia, diré que un gentilhombre, el cual desempeñó dignamente algunos cargos, aseguraba en mi presencia haber hecho el viaje de Madrid a Lisboa en pleno estío sin beber gota; para los años que cuenta, goza de salud vigorosa, y nada de extraordinario ofrece su género de vida, sino el permanecer dos o tres meses, y a veces hasta un año, sin probar el agua. Siente sed, pero la deja pasar, considerando que es un apetito que fácilmente por sí mismo languidece, y bebe más bien por capricho que por necesidad o por placer.

He aquí otro caso. No ha mucho tiempo que encontré yo a uno de los hombres más sabios de Francia, y de los que gozan de fortuna no mediocre, estudiando en el rincón de una sala, al abrigo de un espeso cortinaje; en derredor suyo los criados promovían un estrépito lleno de licencia, y me dijo (Séneca casi decía otro tanto de sí propio) que alcanzaba su provecho de la barahúnda, cual si derrotado su espíritu por el ruido se recogiera y encerrara más en sí mismo para la contemplación, añadiendo que la tempestad de las voces hacía repercutir sus pensamientos en su interior. Siendo este señor escolar en Padua tuvo su estudio instalado durante tanto tiempo en un cuarto que daba a la plaza, donde nunca tenía fin el tumulto ni el estruendo de los carruajes, y así se había hecho no sólo a menospreciar, sino a apetecer el ruido para el provecho de sus estudios. Sócrates contestó a Alcibíades, quien se maravillaba de que pudiera soportar el continuo machaqueo de la mala cabeza de su mujer: «Como los que se familiarizan con el ruido ordinario de las norias», repuso el filósofo. Mi manera de ser no es así; mi espíritu es blando, y fácilmente toma vuelo, mas cuando algún impedimento le tropieza, hasta el zumbido de una mosca le asesina.

Séneca, siendo joven, como abrazara ardientemente el ejemplo de Sextio, quien no comía cosa ninguna a que se hubiera dado muerte, mantúvose así durante un año, y muy a gusto, según dice, abandonando solamente tal costumbre para que no oyeran que seguía los preceptos de algunas religiones nuevas que lo sembraban. Al propio tiempo siguió el ejemplo de Átalo, de no acostarse muellemente en colchones de los que se hunden con el peso del cuerpo, usando hasta la vejez los que no ceden al tenderse. Lo que el uso de su tiempo consideraba como rudo, el del nuestro lo convierte en voluptuoso.

Parad mientes en la diferencia que existe entre el vivir de mis braceros y el mío; los escitas y los indios nada tienen que más se aleje de mi fuerza y de mi forma de vida. Ocurriome a veces arrancar a algunas criaturas de la limosna para que me sirvieran, y bien pronto me dejaron, y mi cocina y mi librea, sólo por convertirse a su existir primero; uno encontré luego recogiendo almejas en medio del arroyo para su comida, a quien ni por ruegos ni amenazas supe distraer de lo sabroso y dulce que encontraba en la indigencia. Tienen los pordioseros sus magnificencias y voluptuosidades, como los ricos, y dícese que también cuentan con sus dignidades y órdenes políticas. Estos son efectos de la costumbre; la cual puede habituarnos no sólo a tal o cual forma que la plazca (por eso dicen los filósofos que debemos plantarnos en la mejor, pues al punto nos facilitará el camino), sino también al cambio y a la variación, que es el más noble y útil de sus aprendizajes. La mejor de mis complexiones corporales consiste en ser flexible y escasamente porfiado; algunas de mis inclinaciones me son más propias y ordinarias y también más agradables que otras, pero a costa de poco esfuerzo las sacudo y me deslizo fácilmente a la manera contraria. Para despertar su vigor debe un joven trastornar sus reglas, evitando al par así que aquél se enmohezca y apoltrone; ningún género de vida tan tonto ni tan flojo como el de conducirse por prescripción y disciplina;


Ad primum lapidem vectari quum placet, hora

sumitur ex libro; si prurit frictus ocelli

angulus, inspecta genesi, collyria quarit[1456]:


lanzarase con frecuencia hasta en los excesos mismos, si me cree; de otra suerte el menor desorden ocasionará su ruina; en la conversación truécase en desagradable e incómodo. La cualidad más opuesta a la esencia del hombre cumplido es la delicadeza y sujeción a cierto hábito particular, y es particular cuando no es plegable y flexible. Es vergonzoso dejar de hacer algo por impotencia o por no atreverse a practicar lo que se ve hacer a los compañeros: que gentes tales permanezcan en su cocina, junto al fuego. Indecoroso es en todos, pero en un guerrero es vicioso además e insoportable. Éste, como decía Filopómeno, debe acostumbrarse a todas las vidas, por desiguales y diversas que sean.

Aun cuando yo haya sido enderezado, tanto como fue posible, a la libertad e indiferencia, como por incuria envejeciendo me detuve en ciertos hábitos (mi edad está ya libre de toda educación, y nada tiene que considerar si no es la persistencia), la costumbre, sin darme cuenta de ello imprimió tan maravillosamente en mí su carácter en ciertas cosas, que llamo excesos al desvíarme; y sin efecto sensible no puedo dormir durante el día; ni tomar nada entre las comidas, ni desayunar, ni acostarme sino pasado un largo intervalo, como de tres horas largas, después de cenar; ni procrear sino antes del sueño, ni de pie; ni soportar el sudor, ni beber agua pura o vino puro, ni permanecer largo tiempo con la cabeza descubierta, ni resistir que me afeiten después de comer; tan difícilmente prescindiría de mis guantes como de mi camisa; de lavarme al acabar de comer y al levantarme de la cama y del dosel y cortinas de mi lecho, como de las cosas más necesarias, no pondría ningún reparo en comer sin mantel, pero a la alemana, sin servilleta blanca, lo haría con incomodidad sobrada; más que ellos y que los italianos las ensucio, ayudándome poco de tenedor y cuchara. Siento que no se haya seguido una costumbre que yo he visto iniciada, a ejemplo de los reyes, o sea que nos cambiaran de servilleta, según los manjares, como de plato. De Mario, aquel soldado rudo, sabemos que con la vejez trocose delicado en el beber, y que sólo lo hacía en una copa que llevaba consigo lo mismo me dejo yo cautivar por cierta forma de vasos, y no bebo de buena gana, en los de vidrio común; todo metal me disgusta comparado con una substancia clara y transparente; quiero que mis ojos prueben las cosas en la medida de lo posible. Algunos de entre tales regalos me los procuró la costumbre. Naturaleza también me favoreció con los suyos, como el no poder soportar ya dos comidas fuertes en un mismo día sin recargar mi estómago, ni la abstinencia cabal de una de las comidas sin llenarme de vientos, tener la boca seca y perturbar mi apetito. El sereno dilatado me hace daño, pues de algunos años acá, en los quebrantos de la guerra, cuando toda la noche se va de un lado a otro, como acontece comúnmente, pasadas cinco o seis horas, mi estómago empieza a removerse, procurándome vehemente dolor de cabeza, y el día no llega sin que haya vomitado. Como los demás van a tomar el desayuno, yo me voy a dormir, y después del sueño me encuentro muy a gusto y bien dispuesto. He considerado siempre que el sereno no se extendía sino con el nacimiento de la noche, mas frecuentando familiarmente en estos últimos años durante largo tiempo a un señor imbuido en la creencia de que es más rudo y perjudicial al declinar del sol, una o dos horas antes de ponerse (el cual evita cuidadosamente menospreciando el de la noche), faltome poco para que imprimiera en mí, más que su razonamiento, su propia sensación. ¿Qué decir de nosotros, puesto que la duda misma y la investigación hieren nuestra fantasía modificándonos? Los que instantáneamente se inclinan ante esas pendientes, atraen hacia sí la completa ruina. Yo compadezco a muchos gentileshombres a quienes la torpeza de sus médicos hizo languidecer, encerrándose en sus hogares en plena juventud y con las fuerzas cabales: mejor sería sufrir un catarro que perder para siempre por desacostumbrarse el comercio de la vida común. ¡Desdichada ciencia, que nos avinagra las horas más dulces de la jornada! Dilatemos nuestro dominio echando mano hasta de los últimos medios: comúnmente nos endurecemos al resistir al mal, corrigiendo así la propia complexión, como César con el epiléptico, a fuerza de menospreciarlo y descuidarlo. Deben ponerse en práctica los preceptos mejores, mas no a ellos esclavizarse, si no es a aquellos (si los hay) cuya obligación y servidumbre sean cabalmente provechosos.

Defecan los monarcas y los filósofos, y también las damas: a ceremonia se debe la reputación que envuelve las vidas públicas; la mía, privada y obscura, goza de toda dispensa natural; soldado y gascón son también cualidades algo apartadas de lo discreto, por lo cual diré lo siguiente de ese acto: Que precisa dejarlo para cierta hora determinada de la noche, obligarse por costumbre y sujetarse, como yo hago; mas no dejarse avasallar, como hice envejeciendo, por el cuidado de la comodidad particular de lugar y sitio para esta operación, convirtiéndola en molesta por dilatación y molicie. Sin embargo, hasta en los más sucios quehaceres, ¿no es en algún modo excusable exigir algo de miramiento y limpieza? Natura homo mundum et elegans animal est.[1457] De todas las acciones naturales es ésta la en que peor de mi grado soporto el ser interrumpido. Conocí muchas gentes de guerra molestadas por el desorden su vientre: el mío y yo nunca fallamos a nuestro señalamiento, que es al saltar de la cama, si alguna apremiante ocupación o enfermedad no nos perturban.

Juzgo, pues, como decía ha poco, que allí donde los enfermos no puedan mejor ponerse al abrigo de accidentes los mantengamos quietos, conforme al género de vida ordinario, en el jugar donde se engendraron y prosperaron el cambio, cualquiera, que sea, perturba y hiere. Resignaos a creer que las castañas dañan a un perigordano o a un luqués, y la leche o el queso a los que habitan en la montaña. Va ordenándoseles, no solamente una nueva, sino contraria forma de vida, modificación que ni siquiera un hombre sano soportaría. Aconsejad el agua a un bretón de setenta años; encerrad en una estufa a un marino, prohibid el pasearse a un lacayo vasco: así agarrotan a los enfermos, quitándolos por fin aire y luz.


An vivere tanti est?

Cogimur a suetis animum suspendere rebus,

atque, ut vivamus, vivere desinimus...

Hos superesse reor, quibus et spirabilis aer,

et lux, qua regimur, redditur ipsa gravis?[1458]


Y si no realizan otra buena obra, al menos logran la de preparar a los pacientes tempranamente a la muerte, minándoles poco a poco y cercenándoles el uso de la vida.

Lo mismo sano que enfermo, déjeme fácilmente llevar por los apetitos que me asaltaron. Yo otorgo gran autoridad a mis deseos y propensiones: no gusto de curar el mal por el mal mismo, y detesto los remedios que son más importunos que la enfermedad. Encontrarme sujeto al cólico e imposibilitado del placer de comer ostras, es caer en dos males por evitar uno solo: el dolor nos pellizca por un lado, el precepto por otro. Puesto que al riesgo de engañarnos estamos abocados, expongámonos más bien en seguimiento del placer. El mundo hace lo contrario y nada cree útil que no sea doloroso; la facilidad es para él sospechosísima. Mi apetito en algunas cosas se acomodó bastante felizmente por sí mismo, e inclinó a la salud de mi estómago; la acrimonia y el picante de las salsas me agradaron cuando joven, mi estómago se hastió después, el paladar le siguió muy luego: el vino perjudica a los enfermos, es lo primero con que mi boca se contraría con invencible contrariedad. Todo lo desagradable me hace daño y nada me ocasiona dolor de lo que tomo con apetito y contento. Nunca me ocasionó perjuicio la acción que me fue muy grata, de suerte que hice ceder siempre ampliamente en pro de mi placer toda conclusión medicinal; y en mi juventud


Quem circumcursans huc atque huc saepe Cupido

fulgebat crocina splendidus in tunica[1459],


me, presté tan licenciosa e inconsideradamente como cualquiera otro al deseo que me amarraba:


Et militavi non sine gloria[1460];


más, sin embargo, que por arranques fuertes, por continuidad y duración:


Sex me vix memini sustinuise vices.[1461]


En verdad, es desdichado al par que sorprendente, el confesar la edad débil en que vine a caer en esta sujeción. El hecho fue casual de todo en todo, pues tuvo mucho antes de los años en que la razón desenvuelta ya conoce: mi recuerdo no remonta a tales lejanías y mi fortuna, en este punto, puede hermanarse con la Cuartilla1462, quien de su doncellez no guardaba memoria:


Inde tragus, celeresque piti, mirandaque matri

barba meae.[1463]


Ordinariamente pliegan los médicos con provecho sus preceptos yendo contra la violación de los apetitos rudos que asaltan a los enfermos; esos grandes deseos no pueden considerarse tan extraños ni viciosos que naturaleza deje de tener en ellos alguna parte. Además, ¿cuán avasalladora no es el ansia de aplacar la fantasía? A mi entender esta facultad todo lo arrastra, o a lo menos, predomina sobre todas las otras. Los más dañosos y ordinarios males son aquellos que la mente nos acarrea: este decir español me place por muchos motivos, Defiéndame Dios de mí[1464]. Lamento, cuando estoy enfermo, el no sentir algún deseo que me procure la satisfacción de saciarlo; apenas si la medicina de ello me apartaría. Hago lo mismo en cabal salud; o no descubro cosa alguna sino el esperar y el querer. Es lastimoso languidecer y debilitarse hasta el apetecer.

El arte médico no es tan evidente que a nosotros nos deje de toda autoridad desposeídos, sea lo que fuere lo que hagamos: se modifica según los climas y según las lunas; según Fernel o Escalígero[1465]. Si vuestro doctor no encuentra provechoso que durmáis ni que uséis del vino o de cualquier manjar, nada os importe; otro os encontraré que de su parecer no participe: la diversidad de los argumentos y opiniones medicinales abarca toda suerte de formas. Yo vi retorcerse y reventar de sed a un pobre enfermo para curarse; otro facultativo que le visitó después condenó tal régimen como dañoso: ¿valió la pena su tormento? Recientemente murió del mal de piedra un hombre de ese oficio, el cual se había servido de la extrema abstinencia para combatir su enfermedad: sus colegas afirman que debió seguir un régimen contrario, porque el ayuno, decían, secó y coció la arena en sus riñones.

He advertido que en las heridas, y también en las enfermedades, el hablar me perjudica y conmociona lo mismo que el mayor descuido en que pudiera incurrir. La voz me cuesta esfuerzo y fatiga, pues la tengo aguda y resistente; de tal modo que, cuando hablé a los grandes al oído de negocios importantes, tuvieron necesidad de que la moderase.

Este cuento merece detenerme. Alguien[1466] en cierta escuela griega hablaba como yo, en voz alta; el maestro de ceremonias le ordenó que bajara de tono: «Que me haga saber, repuso el amonestado, el diapasón en que quiere, que me exprese», y aquél replicó: «Que adopte el tono del oído que le escucha.» La observación era acertada siempre y cuando que se entienda: «Hablad con arreglo a lo que tratéis con vuestro oyente»; pues en el caso que quisiera decir: «Basta con que os oiga, u ordenaos por él», no me parece razonable. El tono y el movimiento de la voz, guardan alguna expresión y significación de mi sentido; a mí me incumbe el conducirlo para representarme: hay una voz para instruir, otra para alabar o censurar. Yo quiero que la mía, no solamente llegue a quien me escucha, sino también acaso que le hiera y atraviese. Cuando yo regaño a mi lacayo con tono agrio y duro, sería bueno que me dijera «¡Mi amo, hablad con mayor dulzura, que os oiga bien!» Est quaedam vox ad auditum accommodata, non magnitudine, sed proprietate.[1467] La palabra pertenece por mitad a quien habla y a quien escucha; éste debe prepararse a recibirla, según el movimiento que ella adopta: como en el juego de pelota el que recula y avanza lo efectúa según los movimientos del contrario, y con arreglo a la dirección que éste imprime a aquella.

La experiencia me ha enseñado además esta verdad: que la impaciencia nos pierde. Tienen los males su vida y sus límites, su salud y su enfermedad. La constitución de las dolencias está formada conforme al patrón constitutivo de los animales; tienen su carrera y sus días limitados desde la hora en que nacen: quien imperiosamente intenta abreviarlas por la fuerza, al través de su curso, las alarga y multiplica, y las atormenta, en lugar de apaciguarlas. Mi parecer es el de Crántor, o sea: «que no hay que oponerse obstinadamente a los males de manera desatentada, ni sucumbir ante ellos blandamente, sino que precisa cederlos el paso según su condición y la nuestra». Debe dejarse libre entrada a las enfermedades, y creo que en mí se detienen menos porque las consiento obrar: despojeme de aquellas que se consideran como más persistentes y tenaces, por su propia decadencia, sin ayuda ni arte contra los preceptos que las combaten. Dejemos trabajar un poco a la naturaleza: ella entiende mejor que nosotros sus negocios. «Pero, se me repondrá, fulano así murió.» Vosotros haréis lo mismo, si no es de este mal, de otro: ¿y cuántos no dejaron de morir teniendo tres médicos en sus asentaderas? Es el ejemplo un espejo vago, general y aplicable en todos sentidos. Si se trata de una medicina deleitosa, aceptadla, puesto que en ello hay un bien inmediato: yo no me detendré en el nombre ni en el color; si es grato y apetecible, el placer es de las principales especies de provecho. Yo he dejado envejecer en mí, de muerte natural, catarros, fluxiones gotosas, relajaciones, palpitaciones de corazón, dolores de cabeza y otros accidentes, que perdí cuando a medias iba ya acostumbrándome a soportarlos: mejor se los conjura por cortesía que por altanería. Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda medicina. Es la lección primera que los mejicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: «Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla.» Es injusto dolerse porque haya acontecido a alguien lo que puede suceder a todos: Indignare, si quid in te inique proprie constitutum est.[1468]

Ved al anciano que pide a Dios que le conserve su salud cabal y vigorosa, es decir, que de nuevo le devuelva la juventud:


Stulte, quid haec frustra votis puerilibus optas?[1469]


¿no es estar loco de remate? su condición se opone a tal floreciente estado. La gota, el mal de piedra y la indigestión son síntomas de luengos años, como de luengos viajes es proprio el soportar el calor, las lluvias y los vientos. Platón no cree que Esculapio se molestara en proveer el empleo de regímenes diversos a la duración de la vida en un cuerpo estropeado y débil, inútil a su país, inútil a su profesión y a procrear hijos sanos y robustos; tampono cree este cuidado en armonía con la justicia y prudencia divinas que debe trocar en útiles todas las cosas. ¡Buen hombre! no hay remedio: es ya imposible de nuevo enderezaros; se os revocará cuando más y apuntalará un poco, alargando así en alguna hora vuestra miseria:


Non secus instantem cupiens fulcire ruinam,

diversis contra nititur objicibus;

donec certa dies, omni compage soluta,

ipsum cum rebus subruat auxilium[1470]:


Es necesario aprender a sufrir lo que no se puede evitar: nuestra vida está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias, y también de diversos tonos, dulces y ásperos, agudos y llanos, blandos y graves: el músico que no gustara más que de una clase de diapasón, ¿qué podría hacer de bueno? Es preciso que sepa servirse en común y que acierte a continuarlos; así debemos hacer nosotros con los bienes y los males consustanciales con nuestra vida: nuestro ser no puede subsistir sin esta mezcla, y una de las dos categorías no es menos necesaria que la otra. Intentar revolverse contra la necesidad natural es representar a lo vivo la locura de Ctesiphon, que quería luchar a puntapiés con su mula.

Yo me consulto rara vez las alteraciones que experimente, pues aquellas gentes[1471] tienen mucho terreno ganado cuando dependemos de su misericordia: os aturden siempre los oídos con sus pronósticos; como me sorprendieran antaño debilitado por el mal, maltratáronme injuriosamente con sus dogmas y continente magistrales; amenazáronme tan pronto con grandes dolores, como de muerte próxima. Sus palabras ni me abatieron ni tampoco me sacaron de quicio, pero me chocaron y empujaron: si mi juicio no se modificó ni alteró, imposibilitose por lo menos, lo cual supone agitación y combate.

Trato yo a mi fantasía con la mayor dulzura que me es dable, y la descargaría, si pudiera, de toda pena y alteración; precisa socorrerla y acariciarla, y engañarla cuando se pueda: mi espíritu es apto para este oficio, y no le faltan recursos en nada; si cual predica persuadiera dichosamente, dichosamente me socorrería. ¿Os place ver un ejemplo? Dice así: «Que por mi bien padezco el mal de piedra: que las construcciones de mi edad es natural que tengan alguna gotera; tiempo es ya de que principien a resquebrajarse y a venirse abajo: cosa es ésta perteneciente a la común necesidad, y no había de realizarse para mí un nuevo milagro; Con ello pago las costas por la vejez ocasionadas, y no podría obtener economía mayor; Que la compañía debe consolarme, habiendo caído en el accidente más ordinario a los hombres de mis años; Por todas partes veo afligidos del mismo mal, y es honrosa para mí su sociedad, puesto que ordinariamente se pega a los grandes; su esencia es noble y digna; Que entre los hombres que son víctimas de esta dolencia pocos hay libres de molestias menores: cargan ellos con las fatigas de someterse a un desagradable régimen, y con la toma desastrosa y cotidiana de abundantes drogas medicinales, mientras que yo debo el mío puramente a mi buena estrella, pues con algunos cocimientos de cardo corredor y hierba de turco, que dos o tres veces bebí en obsequio de las damas (quienes más graciosamente que mi mal no es agrio, me ofrecieron la mitad del suyo), me parecieron igualmente fáciles de tomar que de eficacia inútil: tienen que hacer efectivas mil promesas a Esculapio y otros tantos escudos a su médico por el deslizarse de la arena que yo con frecuencia logro por puro beneficio de naturaleza: la decencia misma de mi parte, cuando estoy, en sociedad, ni siquiera es alterada, y retengo mis aguas diez horas y por tan largo tiempo como un hombre sano. El temor de este mal, dice mi espíritu, te horrorizaba antaño, cuando lo desconocías; los gritos y el desesperarse de quienes lo agrian con su impaciencia, engendraban en ti el espanto. Al fin, es un mal que te sacude por donde más pecaste. Tú eres hombre de conciencia,


Quae venit indigne paena, dolenda venit[1472]:


considera este castigo, y veras que comparado con otros es dulcísimo y paternalmente favorable. Considera cuánto es tardío; no ocupa ni trastorna sino la época de tu vida que de todas suertes es ya en lo sucesivo acabada y estéril, habiendo dejado lugar, como por compensación, para la licencia y los placeres de tu juventud. El temor y la compasión que al pueblo inspira este mal, son para ti motivo de gloria; cosa de que si tu juicio está purgado y tu razón curada, tus amigos, sin embargo, encuentran algún tinte en tu complexión. Experiméntase placer oyendo decir de sí mismo: Eso es mantenerse fuerte y resignado. Se te ve sudar la gota gorda palidecer, enrojecer, temblar, vomitar hasta echar sangre, sufrir contracciones y convulsiones extrañas, derramar a veces gruesas lágrimas, verter orines espesos, negros y espantosos, o tenerlos detenidos por alguna piedra espinosa y erizada y que te punza, desuella cruelmente el cuello de la vejiga; y mientras tanto, hablar con los circunstantes con ordinario continente, bromeando a intervalos con los tuyos, expresándote con rígidos razonamientos, excusando de palabras tu dolor y rebajando tu sufrimiento. ¿Te acuerdas de aquellas gentes de los pasados siglos que buscaban hambrientas los males a fin de mantener su virtud vigorosa, ejercitándola constantemente? Pues imagínate el caso de que naturaleza te empujó a esa gloriosa escuela, en la cual tú no hubieras ingresado nunca de tu grado. Si me dices que es un mal peligroso y mortal, considera que ninguno hay que no lo sea, pues es una trampa medicinal el exceptuar algunos de que los médicos dicen que no conducen derecho a la muerte; pero ¿qué importa si a ella llevan por modo casual o si se deslizan y tuercen fácilmente hacia el lado que a ella nos lleva? Mas tú no mueres porque estás enfermo, mueres porque eres vivo: la muerte te mata admirablemente sin el socorro de la enfermedad, y a algunos los males alargaron la vida alejándoles de la muerte, porque les parecía ir muriéndose. Piensa además que, como las heridas, hay enfermedades medicinales y saludables. El cólico es a veces no menos duradero que nosotros: hombres se ven en quienes habiendo comenzado en la infancia, continuó luego hasta la vejez más caduca: y si no se hubieran negado a mantenerse en su compañía, les habría asistido aun más allá: le matáis más bien que no él a vosotros. Aun cuando la imagen de la muerte se te presentara cercana, ¿no es cosa excelente para un hombre de tus años el ser llevado al pensamiento de su fin? Más aún, tú no tienes para qué buscar el medio de curarte. Así como así, el día más inopinado la común necesidad te llama. Considera cuán magistral y dulcemente te hastía de la vida el acabar, desprendiéndote del mundo; no forzándote con sujeción tiránica como tantos otros males que ves en los ancianos, a quienes mantienen constantemente imposibilitados, sin tregua ni descanso, con debilidades y dolores, sino por advertimientos e instrucciones a intervalos iniciados: entreverando largas pausas de reposo, como para darte medio de meditar y repetir su lección a tu gusto. Para procurarte manera de juzgar sanamente, y para que te determines cual hombre animoso, te muestra el estado de tu condición cabal, así en lo bueno como en lo malo, y en el mismo día ya una vida llena de alegría, ya otra insoportable. Si tú no abrazas la muerte, por lo menos la tocas en la palma de la mano una vez al mes: por donde puedes esperar que un día te atrapará sin amenazas; y viéndote conducido hasta el puerto con frecuencia tanta, fiándote de permanecer todavía dentro de los límites acostumbrados, a ti y a tu confianza os habrán hecho pasar el agua una mañana inopinadamente. No debemos quejarnos de las enfermedades que realmente comparten el tiempo con la salud.»

Obligado estoy a la fortuna de la frecuencia con que me asalta con el mismo linaje de armas: por costumbre me acomoda, me endereza por el uso y me endurece por hábito: ahora sé ya, sobre poco más o menos, lo que costará mi rescate. A falta de memoria natural, con el papel la forjo, y cuando algún nuevo síntoma sobreviene a mi mal, lo escribo; por donde acontece que ahora, habiendo casi pasado por situaciones de todas suertes, si algún espanto me amenaza, hojeando estas anotaciones descosidas, cual sibilinas hojas, nunca dejo de encontrar consuelo con algún pronóstico favorable sacado de mi experiencia pasada. Socórreme también la costumbre de esperar mejoría en lo porvenir, pues el conducto de este vaciadero, como ha continuado tantos años, de creer es que la naturaleza no interrumpirá su curso, y no acontecerá otro peor accidente del que ya experimento. Además, la condición de esta enfermedad no se aviene mal con mi complexión, repentina y pronta: cuando me asalta blandamente, me amedrenta, porque dura largo tiempo; mas cuando naturalmente se permite excesos vigorosos y robustos, me sacude hasta el límite, durante un día o dos. Mis riñones han subsistido toda una edad sin alteración; pronto hará otra que cambiaron de estado; los males tienen su período, como los bienes; acaso este acidente esté ya tocando a su fin. Los años debilitan el calor de mi estómago, y su digestión, al ser menos perfecta, envía esta materia cruda a mis riñones: ¿por qué no había de suceder, gracias a alguna revolución, que se debilitara igualmente el calor de mis riñones de manera que no pudieran ya petrificar mi flema y la naturaleza adoptara alguna otra vía de purgación? Los años, indudablemente, me agotaron algunos catarros, ¿por qué no hicieron lo mismo con estos excrementos que proveen de materia a la piedra? ¿Pero hay algo tan dulce como esa repentina mutación y cuando de mi dolor extremo, vengo, por la expulsión de mi piedra a recobrar, con la rapidez del relámpago, la hermosa luz de la salud, tan libre y tan plena, como al escapar a los más repentinos y rudos cólicos? ¿Hay algo en este dolor sufrido que pueda contrapesarse con el placer de un alivio tan repentino? ¡Cuánto más hermosa me parece la salud después de la enfermedad, tan vecina tan contigua que puedo reconocerlas en presencia una de otra y en el grado más preeminente; cuando se oponen en competencia como para hacerse frente y oposición!

Así como los estoicos dicen que los vicios existen útilmente, para avalorar y apoyar a la virtud, podemos nosotros decir con fundamento mayor y menos atrevida conjetura, que la naturaleza procuronos el dolor para honor y servicio de la voluptuosidad y la indolencia. Cuando Sócrates, luego que le hubieron descargado de los hierros que le atormentaban experimentó el regalo de la picazón que su pesantez había ocasionado en sus tobillos, regocijose al reflexionar en la estrecha alianza del dolor y el placer, y al ver cómo están asociados con necesario enlace, de tal suerte que sucesivamente se siguen y engendran el uno al otro, pensando que el buen Esopo debiera haberlo reparado para idear con ello una hermosa fábula.

Lo peor que veo yo en las demás enfermedades es que no son tan graves en sus efectos como en su desenlace: un año entero transcurre para recobrarse, siempre lleno de debilidad y temor. Hay tanto riesgo y tantos grados para de nuevo ponerse en salvo, que nunca llegamos al término apetecido: antes de que nos hayan libertado de una venda y luego de un gorro; antes de que se os haya devuelto el disfrute del aire, el del vino, el de vuestra mujer y el de los melones, cosa milagrosa es si no habéis recaído en alguna nueva miseria. Tiene ésta el privilegio de abandonarnos sin dejar ninguna huella, mientras que las demás depositan siempre alguna alteración o trastorno, convirtiendo el cuerpo en susceptible de un mal nuevo, y haciendo que estos se den la mano unos a otros. Entre los males son tolerables los que se conforman con su dominio sobre nosotros, sin extender ni introducir su séquito. Mas son amables y corteses aquellos cuyo tránsito nos procura alguna consecuencia provechosa. Desde que padezco el cólico encuéntrome descargado de otros accidentes y, a mi parecer, más que antes de padecerlo: nunca la calentura me asaltó conjuntamente. Yo entiendo que me purgan los vómitos extremos y frecuentes a que estoy sujeto, de un lado, y de otro mis ascos; y los dilatados ayunos que atravieso, los cuales destruyen mis malos humores; también vacía en sus piedras lo que tiene de dañoso y superfluo. Y no se me reponga que es ésa una medicina dolorosamente comprada: ¿qué decir entonces de tantos pestíferos brebajes, cauterios, incisiones, sudoríficos, sedales, dietas y tantos otros remedios, que nos procuran a veces la muerte por ser incapaces de resistir su importunidad y violencia? De esta suerte, cuando el mal me coge, como medicina lo considero, y cuando me deja de su mano, considérome absolutamente libertado.

He aquí otro singular favor particular de mi dolencia. Sobre poco más a menos hace su juego aparte, dejándome hacer el mío; o si tal no acontece es por escasez de ánimo; aun en sus más rudos empujes lo mantuve diez horas a caballo. Si os limitáis a sufrir os veréis imposibilitados de hacer cosa distinta; jugad, comed, corred, haced esto o aquello, si podéis: vuestros desórdenes os procurarán menos quebranto que provecho: y otro tanto puede decirse a un galicoso, a un gotoso o a un hernioso. Los otros males exigen más universales obligaciones, contrarían mucho más nuestras acciones, trastornan por completo nuestros hábitos y comprometen la vida entera: éste no hace sino pellizcarnos la epidermis, dejándonos dueños de entendimiento y voluntad, lengua, pies y manos: más bien os despierta que os amodorra. El alma está herida de calenturiento ardor, aterrada por una epilepsia, dislocada por un rudo dolor de cabeza, atolondrada, en fin, por todas las enfermedades que lastiman la materia juntamente con las otras más nobles partes: aquí ni siquiera se la ataca: si la va mal, suya es la culpa; es que a sí misma se traiciona, abandona y descompone. Sólo los locos se dejan convencer de que esta materia dura y maciza que se cuece en nuestros riñones puede disolverse con brebajes, por donde luego que se puso en movimiento no hay sino dejarla paso, tan pronto como se absorbió. Advierto aún esta particular comodidad: es una enfermedad en la cual poco es lo que nos queda por adivinar: dispensados somos en ella del trastorno en que las demás nos lanzan por la incertidumbre de sus causas, progresos y condición, que es un desorden infinitamente penoso: aquí para nada nos sirven las consultaciones e interpretaciones doctorales; los sentidos nos muestran lo que nos duele y dónde nos duele.

Con tales argumentos, resistentes unos y endebles otros, trata Cicerón de dulcificar los males de su vejez; yo con ellos procuro adormecer y divertir mi imaginación, y suavizar mis llagas. Si empeoran, mañana proveeremos con otras escapatorias. Que así sea la verdad puedo probarlo fácilmente: he aquí que de nuevo los movimientos más leves exprimen sangre fuera de mis riñones. ¿qué hacer en tal estado? Yo no dejo de proceder como si tal cosa ni de caminar con juvenil ardor audaz, reconociendo dominar un tan importante accidente, el cual no me cuesta sino una pesantez y alguna alteración en la parte dolorida: es, quizá, una gruesa piedra que estruja y consume la substancia de mis riñones, y mi vida juntamente, que voy desalojando poco a poco, no sin cierta dulzura natural, como una deyección en adelante molesta y superflua. ¿Siento en mi algo que se derruye? Pues no esperéis que vaya entreteniéndome en examinar mi pulso y mis orines para tomar alguna providencia fatigosa: sobrado tiempo me queda para soportar el mal sin necesidad de dilatarlo con el miedo. Quien teme sufrir, sufre ya de lo que teme. Además, la ignorancia y dubitación de los que se mezclan en explicar los resortes de naturaleza y sus internos progresos, suministrándonos tantos pronósticos auxiliados por el arte que ejercen, debe persuadirnos de que las obras de aquella son infinitamente desconocidas: hay incertidumbre grande, variedad y obscuridad en lo que nos prometen o amenazan. Salvo la vejez, que es indudable sigilo de la proximidad de las cercanías de la muerte, en todos los demás accidentes, contadas señales veo de lo venidero, en las cuales podamos fundamentar nuestra adivinación. Yo no me juzgo sino por experimentación verdadera en este punto, nunca por raciocinio: ¿y para qué me serviría, puesto que no despliego sino paciencia y espera? ¿Queréis saber las ventajas que mi proceder me procura? Mirad a los que obran de distinto modo, a los que dependen de tan diversas persuasiones y consejos; ¡cuántas veces la fantasía los oprime sin que el cuerpo sufra para nada! Procurome placer en muchas ocasiones, hallándome seguro y libre de esos accidentes peligrosos, el anunciárselos a sus médicos como nacientes en el momento en que los hablaba, y soportaba la sentencia de sus horribles conclusiones muy a mi gusto, permaneciendo reconocido a Dios por su divina gracia, mejor instruido de la vanidad de ese arte.

Nada hay que deba tanto recomendarse a la juventud como la actividad y la vigilancia: nuestra vida no es sino acción y movimiento. Yo me muevo difícilmente, y en todas las cosas soy tardío; en el levantarme, en el acostarme y en mis comidas: a las siete de la mañana para mí aún no amaneció, y allí donde yo gobierno no se almuerza antes de las once, ni se cena hasta después de las seis. Antaño atribuí la causa de las calenturas y enfermedades en que he caído a la pesadez y amodorramiento que el dilatado sueño me procura, y siempre me arrepentí de entregarme a él al despertar por la mañana. Platón prefiere el exceso en el beber al exceso en el dormir. Yo gusto de acostarme en cama dura, solo (ni siquiera con mujer), a la real usanza, y mejor bien que mal cubierto. Mi lecho nunca lo calientan, mas la vejez hizo que algunas veces me pusieran tibias las sábanas para templar mis pies y mi estómago. Censurábase de dormilón a Escipión el Grande, a mi ver simplemente porque a todos contrariaba el que nada tuviera que mereciese vituperio. Si alguna delicadeza exige mi cuidado, es más bien al acostarme que en ninguna otra ocasión; mas, en general, cedo y me acomodo a la necesidad como cualquiera otro. El dormir ocupó buena parte de mi vida, y continúa todavía, ocupándola en esta edad en que vivo durante ocho o nueve horas consecutivas. Voy abandonando con provecho esta perezosa propensión, con ello evidentemente valgo más; algo, sin embargo, echo de ver el cambio; pero al cabo de tres días ya me encuentro habituado. Apenas veo quien con menos se conforme, cuando llega el caso, ni tampoco quien constantemente resista, ni a quien los quebrantos pesen menos. Mi cuerpo es capaz de una agitación resistente, mas no vehemente y repentina. Huyo ya de los ejercicios violentos que me llevan al sudor; mis miembros se rinden antes de templarse. Manténgome en pie durante todo un día y el pasearme no me cansa, mas no por el empedrado; desde mi primera edad gusté de montar a caballo: a pie me embadurno hasta la cintura; y las gentes pequeñas como yo, están abocadas, yendo por esas calles de Dios, a empujones y codazos por falta de apariencia. Cuando descanso, ya esté acostado o sentado, pongo las piernas tanto o más altas que el asiento.

Ninguna profesión tan grata como la militar, noble en su ejercicio (pues la más elevada, generosa y soberbia de todas las virtudes es el valor), y noble en su causa, porque no hay ninguna utilidad más justa ni general que la custodia del reposo y la grandeza de vuestro país. Pláceos la compañía de tantos hombres nobles, jóvenes, activos; la vista ordinaria de tantos espectáculos trágicos; la libertad de esa conversación de arte despojada; la manera de vivir, varonil y sin ceremonia; la variedad de mil acciones diversas; esa armonía vigorosa de la música guerrera, que regocija vuestro oído y pone alientos en vuestra alma; el honor del servicio que prestáis; su rudeza misma y dificultad, de Platón tan poco consideradas, que en su República hace que de ella participen las mujeres y los niños: os convidáis a los azares y particulares riesgos conforme juzgáis del brillo e importancia de ellos, cual soldado voluntario. Ved cómo la vida en ello exclusivamente se emplea,


Pulchrumque mori sucurrit in armis.[1473]


El temer los comunes peligros peculiares a una tan gran multitud; el no osar a lo que tantas suertes de hombres se determinan, y también todo un pueblo, propio es de un corazón blando y rastrero en demasía: la compañía pone ánimo hasta en las criaturas. Si en ciencia otros os sobrepujan, y en gracia, fuerza y fortuna, podéis alegar alguna causa disculpable: si cedéis a los demás en firmeza de alma, sólo vosotros sois culpables. La muerte es más abyecta, lánguida y dolorosa en el lecho que en el combate: las calenturas y los catarros tan crueles y mortales como un arcabuzazo. Quien se encuentre habituado a soportar valerosamente los ordinarios accidentes de la vida común, no ha menester de engordar su ánimo para convertirse en soldado. Vivere, mi Lucili, militare est.[1474]

Nunca recuerdo haberme visto sarnoso; sin embargo el rascarse es uno de los más dulces placeres naturales y está siempre al alcance de nuestra mano; pero, en cambio, la penitencia le sigue con importunidad vecina. Más bien lo ejerzo en los oídos, que me pican interiormente de cuando en cuando.

Yo nací con todos mis sentidos cabales casi hasta la perfección. Mi estómago es cómodamente bueno, como mi cabeza, y ordinariamente se mantienen firmes en medio de mis calenturas, lo mismo que mi respiración. Franqueé ya la edad que algunas naciones, no sin visos de razón, prescribieran para el justo fin de la vida, la cual no consentían sobrepujar. Sin embargo, experimento a veces reposiciones, aunque inconstantes y poco duraderas, tan íntegras y cabales que lindan con la salud y ausencia de males de mi juventud. Y no hablo de alegría y vigor, que razonablemente no trasponen sus linderos naturales;


Non hoc amplius est liminis, aut aquae

caelistes, patiens latus.[1475]


Mi semblante y mis ojos incontinenti me denuncian; todas mis transformaciones comienzan por ellos; algo más fuertes de lo que son en realidad. A veces inspiro lástima a mis amigos antes de experimentar dolor. El mirarme al espejo no me asusta, pues hasta en la juventud misma sucediome más de una vez tener un color de mal augurio sin experimentar gran malestar; de suerte que los médicos, al no encontrar una causa interior que respondiera de la alteración externa, la atribuían al espíritu y a alguna pasión secreta que interiormente me royera, equivocándose. Si el cuerpo se gobernara tan a mi albedrío como el alma, caminaríamos algo más a nuestro sabor: en mis verdes años la tenía, no ya exenta de trastornos, sino henchida de satisfacción y fiesta, las cuales emanan, ordinariamente, mitad de su complexión y por designio la otra mitad:


Nec vitiam artus aegre contagia mentis.[1476]


Creo yo que este templo suyo levantó muchas veces el cuerpo de sus caídas: se ve abatido tan sobradas veces, que si el alma no está regocijada, mantiénese, a lo menos, tranquila y en reposo. Durante cuatro o cinco meses padecí cuartanas; mi semblante se desencajó, mas el espíritu anduvo siempre no sólo sosegado, sino también alegre. Si el dolor reside fuera de mí, la flojedad y languidez apenas me contristan: muchas debilidades corporales veo, cuyo solo nombre pone espanto, las cuales temería yo menos que mil ordinarias pasiones y agitaciones de espíritu. Determinome a no correr (hago de sobra arrastrándome), y no me quejo de la decadencia natural que me tiene asido;


Quis tumidum guttur miratur in Alpibus?[1477]


como tampoco me lamento de que mi duración no sea tan dilatada y resistente cual la del roble.

No tengo por que quejarme de mi fantasía: durante el transcurso de mi vida, pocos pensamientos me asaltaron que perturbaran ni siquiera el curso de mi sueño, si no es algunos de deseo, que me despertaron sin afligirme. Sueño rara vez, y, cuando tal me acontece es con cosas quiméricas y fantásticas, emanadas comúnmente de pensamientos gratos, más bien ridículos que tristes. Tengo por verdadero que los sueños son intérpretes leales de nuestras inclinaciones, pero por cosa de artificio el interpretarlos y el descifrarlos:


Res que in vita usurpant homines, cogitant, curant, vident,

quaeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in somno accidunt,

minus mirandum est.[1478]


Platón va más allá, diciendo que es deber de la prudencia el deducir de ellos adivinadoras instrucciones para lo venidero: nada de esto se me alcanza, si no es las maravillosas experiencias que Sócrates, Jenofonte y Aristóteles, personajes todos de autoridad irreprochable, nos refieren en este particular. Cuentan las historias que los atlantes no sueñan nunca, y que tampoco comen nada que haya la muerte recibido, lo cual apunto aquí por ser acaso la razón de que dejen de soñar, pues sabemos que Pitágoras designaba alimentos determinados para tener sueños ex profeso. Los míos son blandos, y no me procuran ninguna agitación corporal, ni me hacen hablar en alta voz. Algunos vi quienes maravillosamente agitaban: Teón, el filósofo, se paseaba soñando, y al criado de Pericles le hacían encaramar los sueños por los tejados y lo más prominente de la casa.

En la mesa apenas elijo, cayendo sobre la primera cosa más vecina, y paso difícilmente de un gusto a otro. La abundancia de platos y servicios me disgusta tanto como cualquiera otra demasía: sencillamente me conformo con pocos; aborrezco la opinión de Favorino, según el cual precisa en los festines que os quiten los que os apetecen, sustituyéndolos constantemente con otros nuevos, considerando mezquina la cena en que no se hartó a los asistentes con rabadillas de diversas aves, y que tan sólo la papafigo merece comerse entero. Como ordinariamente las carnes saladas; pero el pan me gusta más sin sal; mi panadero, en mi casa, no lo elabora distinto para mi mesa, contra los usos del país. En mi infancia tuvo principalmente que corregirse el disgusto con que veía las rosas que comúnmente mejor apetece esa edad, como pasteles, confituras y cosas azucaradas. Mi preceptor combatía este odio de manjares delicados como un exceso melindroso, de suerte que aquel disgusto no es sino dificultad de paladar, sea cual fuere lo que no acepte. Quien aparta de las criaturas cierta particular y obstinada propensión al pan moreno, al tocino o al ajo, las priva de una golosina. Hay quien alardea de paciente y delicado, hasta el punto de echar de menos el buey y el jamón entre las perdices: éstos hacen un papel lucido, incurriendo en la delicadeza de las delicadezas; muestran el gusto de una blanda fortuna, que se cansa de las cosas ordinarias y acostumbradas; per quae luxuria divitiarum taedio ludit[1479]. No considerar de una comida es buena porque otro como tal la considere; desplegar un cuidado extremo en el régimen, constituyen la esencia de ese vicio:


Si modica caenare times olu omne patella.[1480]


Con la diferencia de que vale más sujetar el propio deseo a las cosas fáciles de procurar; pero es siempre vicio el obligarse; antaño llamaba yo delicado a un pariente mío que en los viajes por mar había olvidado el servirse de nuestras camas y el quitarse el vestido para dormir.

Si yo tuviera hijos varones, de buen grado les deseara mi condición. El buen padre que Dios me dio, de quien en mí no se alberga sino el gallardo reconocimiento de su bondad, me envió desde la cuna, para que me criara, a un pobre lugar de los suyos, y allí me dejó mientras estuvo en nodriza y aun después, acostumbrándome a la manera de vivir más baja y común: magna pars libertatis est bene moratus venter[1481]. No os encarguéis nunca, y encargad todavía menos a vuestras mujeres el criar a vuestros hijos, dejad que el acaso los forme; bajo leyes populares naturales, dejad que la costumbre los enderece a la frugalidad y austeridad: que más bien tengan que descender de la rudeza que no subir hacia ella. Sus miras iban además a otro fin encaminada; quería unirme con el pueblo y con la condición humanas que necesita de nuestro apoyo, y consideraba que más bien debía mirar hacia quien me tiende los brazos que no a quien me vuelve la espalda; también por eso en la pila bautismal me puso en manos de personas de la más abyecta fortuna para que a ellas me sujetara y obligara.

Su designio produjo excelente fruto: entrégome de buen grado a los humildes, ya porque en ello hay mérito mayor, ya por compasión natural, que todo lo puede en mí. El partido que en nuestras guerras condenaré, lo condenaré más rudamente floreciente y próspero: con él me conciliaré en algún modo cuando lo vea por tierra y desquiciado. ¡Con cuánto regocijo considero yo el hermoso rasgo de Quelonis, hija y esposa de reyes de Esparta! Mientras en los desórdenes de su ciudad Cleombroto, su marido, iba ganando a Leónidas, su padre, cumplió como buena hija, acompañando al autor de sus días en su destierro y en su miseria, y oponiéndose al victorioso. Cuando la fortuna cambió de parecer, ella no quiso seguirla, colocándose valerosamente al lado de su marido, a quien siguió donde quiera que sus desdichas lo llevaron, sin otro móvil en su conducta, a mi entender, que el de lanzarse al partido donde su presencia era necesaria, y donde mejor mostrara su piedad. Más naturalmente me dejo llevar por el ejemplo de Flaminio, quien se prestaba a los que de él habían menester mejor que a quienes podían prestarle ayuda, que no por el de Pirro, propio sólo a humillarse ante los grandes y a enorgullecerse ante los humildes.

Las mesas prolongadas me cansan y perjudican, pues ya sea por haberme acostumbrado desde niño, ya por otra causa cualquiera, no ceso de comer mientras sentado permanezco. Por eso en mi casa, aun cuando las comidas sean breves, me instalo después de los demás, a la manera de Augusto, bien que no lo imite en lo de retirarse antes que los otros; por el contrario, me gusta prolongar la sobremesa y el oír contar, siempre y cuando que no sea yo el que relate, pues me molesta y trastorna el hablar con el estómago lleno, tanto como me agrada, gritar y cuestionar antes de la comida, como ejercicio muy saludable y grato.

Los antiguos griegos y romanos procedían mejor que nosotros al fijar para las comidas (que constituyen una de las acciones principales de nuestra existencia) varias horas y la mejor parte de la noche, si algún quehacer extraordinario no los llamaba a otras ocupaciones. Comían y bebían menos atropelladamente que nosotros, que ejecutamos a la carrera todas nuestras necesidades, y dilataban este gusto natural más placentera y habitualmente entreverándolo con diversas conversaciones útiles y agradables.

Los que cuidan de mi persona podrían fácilmente apartar de mis ojos lo que consideran como perjudicial, pues en tales cosas jamás deseo nada, ni echo de menos lo que no veo: mas por lo que toca a aquellas que tengo a mi alcance, pierden su tiempo pregonándome la abstinencia, de tal suerte que cuando quiero ayunar me precisa comer aparte, que me presenten exactamente lo necesario para una colación en regla; puesto en la mesa olvido mi resolución. Cuando ordeno que algún plato de carne se condimente de distinto modo, mis gentes saben que con ello quiero significar la languidez de mi apetito y que ni siquiera lo probaré.

En todas las carnes que lo soportan prefiérolas ligeramente cocidas y me gustan tiernas hasta la desaparición del olor en algunas; sólo la dureza generalmente me contraría (todos los demás defectos los soporto y paso por alto como el más pintado), de tal modo que, contra el parecer común, hasta los pescados me sucede encontrarlos sobrado frescos y resistentes, no a causa de mis dientes, que siempre se mantuvieron buenos hasta la excelencia, y que la edad sólo ahora comienza a amenazar; desde mi infancia aprendí a frotarlos con la toalla por la mañana y con la servilleta al retirarme de la mesa. Congracia Dios a aquel a quien sustrae la vida por lo menudo: es el único beneficio de la vejez; la última muerte será tanto menos plena y dolorosa, pues no matará sino medio o un cuarto de hombre. Aquí tengo un diente que se me acaba de caer sin dolor, sin esfuerzo de mi parte; era el término natural de su duración: este fragmento de mi ser y algunos más están ya muertos, y medio muertos otros, de los más activos, que ocuparon un rango esencial durante mi edad vigorosa. Así voy disolviéndome y escapando a mí mismo. ¿No sería torpeza de mi entendimiento lamentar el salto de esta caída, tan avanzada ya, cual si estuviera entera? No creo yo que así suceda. En verdad experimento un consuelo esencial ante la idea de la muerte, considerando que la mía será de las justas y naturales, y pensando que en lo sucesivo no puedo en este punto exigir ni esperar del destino sino un favor extraordinario. Los hombres creen que en lo antiguo tuvieron, como la estatura, la vida más dilatada, pero se engañan: Solón, que pertenece al tiempo remoto, calcula, sin embargo, la duración más extrema en unos setenta años. Yo que tanto adoré esa  [1482-1483] de las viejas edades y que como tan perfecta tuve la mediana medida ¿aspiraré, a una vejez desmesurada, y prodigiosa? Todo cuanto va contra el curso normal de la naturaleza, puede ser perjudicial, mas lo que de ella procede ha de ser siempre grato: omnia, quae secundum naturam fiunt, sunt habenda in bonis[1484]: así Platón declara violenta la muerte que las heridas o las enfermedades procuran, mas aquella a que la vejez nos lleva, es entre todas, la más ligera y en algún modo deliciosa. Vitam adolescentibus vis aufert, senibus maturitas.[1485] La muerte va en nuestra existencia con todo mezclada y confundida: el declinar de nuestras facultades anticipa el momento en que debe negar, y va digiriéndose en el curso de nuestro progreso mismo. Conservo mis retratos de los veinticinco años y de los treinta y cinco, y cuando con el actual los parangono, ¡cuántas veces reconozco no ser el mismo, y cuantas la imagen mía se muestra más alejada de aquéllos que de la muerte! Es sobrado abusar de la naturaleza, el machacarla y zarandearla tan dilatadamente que se vea precisada a abandonarnos, y encomendar nuestra conducta, nuestros ojos, nuestros dientes, nuestras piernas y todo lo demás a la merced de un socorro extraño y mendigado, resignándonos por completo en las manos del arte, ya cansada aquella de seguirnos.

No me muestro extremadamente deseoso de frutas ni de ensaladas, algo sí de los melones: mi padre odiaba toda clase de salsas, y a mí todas me gustan. El mucho comer me molesta; mas por su calidad, no tengo aún noticia cierta de que ninguna carne me siente mal, como tampoco advierto diferencia entre la luna llena y el menguante, o entre el otoño y la primavera. Hay en nosotros movimientos inconstantes y desconocidos, pues los rábanos picantes, por ejemplo, primeramente me gustaron, luego me disgustaron, y ahora, de pronto, vuelven a saberme bien. En algunas cosas advierto que mi estómago y mi apetito van así diversificándose: del vino blanco pasé al clarete y del clarete volví al blanco.

En punto a pescados, soy goloso; mis días de vigilia los convierto en días de carne y los de carne en vigilia, creo yo (y así hay quien dice) que el pescado es de digestión más fácil que la carne. Del propio modo que considero como caso de conciencia el comerla en día de pescado, así también me ocurre lo mismo en lo de mezclar el pescado con la carne; tal diversidad me parece algo remota.

Desde mi juventud prescindí a veces de alguna comida, bien para aguzar mi apetito al día siguiente (pues así como Epicuro ayunaba y comía escasamente a fin de acostumbrar la voluptuosidad a evitar la abundancia, yo persigo el contrario móvil, o sea enderezar el placer para su provecho, haciendo que encuentre regocijo en lo copioso), bien por mantener entero mi vigor para el desempeño de alguna acción corporal o espiritual, pues unas y otras se amodorran en mí cruelmente, con la hartura. Detesto sobre todo el acoplamiento torpe de una diosa, tan sana y alegre con este dios diminuto, indigesto y eructador, todo hinchado con los vapores del mosto. También ayuno para curar mi estómago enfermo, o por carecer de adecuada compañía, pues yo me digo, como Epicuro, que no hay que mirar tanto lo que se come aquel con quien se come; y alabo el proceder de Quilón, el cual no quiso prometer su compañía en el festín de Periandro, antes de que le informaran de los demás invitados. Para mí no hay más dulce apresto ni salsa más apetitosa que aquella que la sociedad procura. Tengo por más sano el comer en buena compañía y en cantidad menor y comer más a menudo, pero no experimentaría ningún placer con arrastrar medicinalmente al día tres o cuatro mezquinas comidas, así tasadas. ¿Quién me asegurará que el apetito de la mañana volveré a encontrarlo por la noche? Aprovechemos, los viejos principalmente, la primera ocasión oportuna que se nos brinda: dejemos a los hacedores de almanaques las esperanzas y pronósticos. La voluptuosidad es el fruto extremo de mi salud: lancémonos tras la primera, presente y conocida. Yo evito la constancia en estas leyes del ayuno; quien quiere que una sola fórmula le sirva de tasa, huya de continuarla: así nosotros nos aguerrimos y nuestras fuerzas se adormecen: seis meses después de seguir tal régimen, os veréis con el estómago tan bien acoquinado que vuestro fruto consistirá en haber perdido la libertad de proceder sin daño distintamente.

Igual abrigo cubre mis muslos y mis pantorrillas en invierno que en verano; con unas medias de seda tengo bastante. Para el socorro de mis catarros consentí en mantener la cabeza más caliente y el vientre para el de mis cólicos: mis males luego a ello se habituaron, menospreciando mis ordinarias precauciones; del casquete pasé al gorro y del gorro a encasquetarme un sombrero bien forrado. La borra de mi coleto no me sirve si no es para el garbo, y tengo que añadir una piel de liebre o el plumón de un buitre, y un solideo a mi cabeza. Seguid esta gradación y marcharéis a buen paso: de buena gana me apartaría de la conducta que observé si lo osara. ¿Caéis en algún nuevo accidente? pues ya los remedios para nada os sirven, os habéis acostumbrado a ellos, buscad otros nuevos. Así se arruinan los que se dejan acogotar por regímenes despóticos, sujetándose a ellos supersticiosamente: precísanles luego, después y siempre. Detenerse es imposible.

Para nuestras ocupaciones y placeres es mucho más ventajoso aplazar la cena, como los antiguos hacían, dejándola para la hora de recogerse, sin interrumpir el orden del día; así lo hice yo antaño. Mas por lo que a la salud toca, por experiencia reconocí después lo contrario: preferible es cenar; la digestión se hace mejor velando. Soy poco propenso a la sed, lo mismo sano que enfermo; en este estado fácilmente se me pone seca la boca, pero ninguna sed experimento, generalmente no me impulsa a beber sino el deseo que comiendo me asalta, y ya bien entrada la comida. Para un hombre que por esta cualidad no se distingue, bebo bastante bien: en verano, tratándose de comidas apetitosas, ni siquiera excedo los límites de Augusto, quien sólo bebía tres veces, con toda puntualidad; mas por aquello de no ir contra el precepto de Demócrito, el cual prohibía detenerse en el número cuatro, considerándolo de mal agüero, en caso necesario voy hasta el cinco: me basta, próximamente, con tres medios cuartillos; los vasos pequeños son mis favoritos, y me place variarlos, lo cual algunos evitan como cosa censurable. Templo mi vino casi siempre con la mitad de agua, a veces con un tercio, y cuando estoy en mi casa, conforme a una usanza remota que su médico ordenaba a mi padre, y a sí mismo, se mezcla el que me precisa en la despensa, dos o tres horas antes de servir la mesa. Cuentan que Cranao, rey de los atenienses, fue el inventor de esta costumbre de aflojar el vino con agua: sobre su utilidad o inconveniencia no falta quien cuestione. Juzgo más decoroso, y también más sano, que los niños no beban hasta los diez y seis o diez y ocho años cumplidos. La manera de vivir más corriente y común es la más hermosa: toda particularidad y capricho me parecen dignos de evitarse, y odiaría tanto a un alemán que bautizara el vino, como a un francés que lo bebiera puro. Las costumbres públicas dan la ley en tales cosas.

Temo el aire colado y huyo el humo mortalmente: los primeros inconvenientes que remedié en mi hogar fueron el de las chimeneas y el de los excusados, defectos tan insoportables como frecuentes en las casas viejas. Entre las dificultades de la guerra, incluyo las espesas polvaredas que en lo más recio del calor nos circundan y nos entierran durante todo un día. Mi respiración es libre y fácil, y mis resfriados pasan ordinariamente sin atacar el pulmón, ni ocasionar tos alguna. La rudeza del verano es para mí más enemiga que la del invierno, pues aparte de que la incomodidad del calor es menos remediable que la del frío, y a más de que los rayos solares trastornan mi cabeza, a mis ojos ofusca toda luz resplandeciente: yo no sería capaz, a la edad que tengo, de comer frente a un fuego ardiente y luminoso.

Para amortiguar la blancura del papel, en los tiempos en que la lectura me fue más grata, acostumbraba a poner un vidrio sobre las páginas, y así mi vista encontraba alivio. Desconozco hasta el presente el uso de los anteojos, veo tan de lejos como cuado más, y tanto como cualquiera otro: verdad es que al declinar el día, mis ojos comienzan a turbarse y que la lectura los debilita; este ejercicio fue para mí siempre sensible, de noche sobre todo. He aquí, un paso atrás, perceptible apenas: así retrocederé de otro, y pasaré del segundo al tercero y del tercero al cuarto, tan silenciosamente que me precisará verme ciego por completo antes de advertir la decadencia y vetustez de mis ojos: ¡con artificio tanto van las parcas deshilando nuestra vida! Y, no obstante, aun ignoro si mi oído va perdiendo su fuerza; y veréis que lo habré perdido a medias, culpando la voz de las que me hablan: necesario es sujetar el alma para hacerla sentir cómo va deslizándose.

Mi andar es rápido y seguro, e ignoro cuál, de entre el cuerpo y el espíritu, acerté a detener con dificultad mayor en un momento dado. Buen predicador es aquel de mis amigos que detiene mi atención durante toda una plática. En los lugares ceremoniosos, donde cada cual adopta tan violentado continente, donde vi a las damas mantener los ojos tan inmóviles, jamás logré cabalmente dominarme: aun cuando sentado permanezca, no acierto a estar de asiento. Como la doméstica del filósofo Crisipo decía de su amo que sólo por las piernas se emborrachaba, pues tenía la costumbre de moverlas en cualquiera posición que se encontrase (y lo decía, cuando el vino trastornando a sus compañeros, él permanecía impávido), de mí pudo decirse desde la infancia que mis pies estaban locos, o que tenía en ellos mercurio, tanta es mi veleidad e inconstancia natural, sea cual fuere el sitio donde los ponga.

Esta falta de decoro perjudica a la salud, y aun al placer de comer vorazmente, cual yo acostumbro: a veces me muerdo la lengua y otras los dedos por la premura. Como Diógenes viera a un niño que comía así, sacudió una bofetada a su preceptor. En Roma había hombres que adiestraban en el mascar delicadamente, como en el andar y en otras operaciones. Yo prescindo de la distracción que el hablar procura (siendo en las mesas una salsa tan gustosa), siempre y cuando que oiga cosas agradables y ligeras.

Entre nuestros placeres hay celos y envidias; chocan unos con otros, embarazándose: Alcibíades, hombre competentísimo en la ciencia del bien tratarse, echaba a un lado hasta la música de los banquetes, a fin de no trastornar en ellos la dulzura de los coloquios, por las razones que Platón le atribuye. Decía, «que es propio de hombre comunes el recurrir en los festines a los tocadores de instrumentos músicos y a los cantores a falta de buenos discursos y diálogos agradables, con los cuales las gentes de entendimiento saben entrefestejarse». Varrón exige los requisitos siguientes en una mesa: «Que sean los congregados personas de presencia grata y de amena conversación, ni mudos ni habladores; nitidez y delicadeza en los manjares, y el lugar y el tiempo despejados.» No exige poco arte ni voluptuosidad escasa el buen trato de las mesas: ni los eximios filósofos ni los guerreros de memoria inmarcesible menospreciaron el uso, y ciencia de las mismas. Mi fantasía dio a guardar tres a mi recuerdo, que la buena fortuna hizo para mí de dulzura soberana, en diversas épocas de mi edad florida. Apárteme de tales fiestas mi situación actual, pues cada uno para sí provee la gracia principal y el sabor, según el buen temple de cuerpo y de espíritu en que a la sazón se encuentra. Yo que camino siempre pedestremente, detesto esa sapiencia inhumana que tiende a convertirnos en menospreciadores enemigos del cultivo de nuestro cuerpo: tan injusto considero el que los goces naturales como el buscarlos sin medida. Jerjes era un fatuo, porque envuelto en todas las humanas voluptuosidades, iba proponiendo un premio a quien se las descubriera nuevas; pero no es menos torpe quien prescinde de aquellas con que la naturaleza le brindara. Si bien no hay que seguirlas, tampoco se debe huirlas, basta sólo recogerlas. Yo las recibo con alguna mayor amplitud y delicadeza, y de mejor grado me dejo llevar hacia la pendiente natural. No tenemos para qué exagerar la vanidad de los placeres: de sobra se nos muestra y aparece a cada paso, gracias a nuestro enfermizo espíritu, extinguindor de alegrías, que nos las hace repugnar como también a sí mismo. Trata esto todo cuanto recibe como a sí mismo se trata, unas veces más allá y otras más acá, conforme a su ser insaciable, versátil y vagabundo:


Sincerum est nisi vas, quodecumque infundis, acescit.[1486]


Yo, que me precio de abrazar tan atenta y particularmente las comodidades todas de la vida, en ellas no descubro sino viento cuando con intensidad las miro; pero el viento, más prudente que nosotros, se complace con el ruido y la agitación, conformándose con sus oficios peculiares, sin desear estabilidad ni solidez, cualidades que en modo alguno le pertenecen.

Dicen algunos que los placeres puros de la fantasía y lo mismo los dolores, son los más intensos, como mostraba la lanza de Critolao[1487]. Lo cual no es de maravillar, pues aquella facultad a su albedrío los elabora, teniendo para ello copiosa tela donde cortar: a diario veo de esta verdad ejemplos insignes, y deseables acaso. Mas yo, hombre de condición mixta y ordinaria, soy incapaz de morder tan por completo a ese sencillo objeto sin que pesadamente me deje llevar por los placeres presentes de la ley humana y general, intelectualmente sensibles, sensiblemente intelectuales. Quieren los filósofos cirenaicos que, como los dolores, también los placeres corporales sean más poderosos, como dobles y como de índole más justa. Gentes hay, Aristóteles así lo dice, que con estupidez altiva por ello se contrarían; otros conozco yo que por ambición hacen lo mismo. ¿Por qué no renuncian también al respirar? ¿Por qué de lo propio no viven? y ¿por qué no rechazan también la luz, en atención a que es gratuita, no costándoles invención ni esfuerzo? Que para ver los sustenten Marte, Palas o Mercurio, en lugar de Venus, Ceres y Baco. ¿Buscarán, acaso, la cuadratura del círculo tendidos encima de sus mujeres? Yo detesto el que se nos ordene mantener el espíritu en las nubes, mientras sentados a la mesa permanecemos: no quiero que el espíritu remonte a regiones sobrenaturales, ni que se arrastre por el lodo, anhelo solamente que a sí mismo se aplique y que en sí mismo se recolecte, no que en si se tienda. Aristipo no se ocupaba sino del cuerpo, como si no tuviéramos alma; Zenón no comprendía sino el alma, cual si de cuerpo careciéramos: ambos viciosamente aconsejaban. Cuentan que Pitágoras practicó una filosofía puramente contemplativa; la de Sócrates consistió en costumbres y en acciones, en toda su integridad: Platón halló un término medio entre las dos. Mas no lo dicen sino por hablar. El temperamento verdadero en Sócrates se reconoce: Platón es mucho más socrático que pitagórico, y le sienta mejor. Cuando yo bailo, bailo, y cuando duermo, duermo; hasta cuando me paseo solitariamente por vergel ameno, si durante algún espacio de tiempo mis pensamientos llenaron ocurrencias extrañas, durante otro los vuelvo al aseo, al vergel, a la dulzura solitaria, y a mí, en fin.

Cuidó maternalmente naturaleza de que las acciones que para nuestras necesidades nos impuso, nos fueran al par placenteras; a ellas nos convida, no solamente por razón, sino también por apetito: es injusto corromper sus reglas. Cuando veo a César y a Alejandro en lo más rudo de sus labores gozar tan plenamente de los placeres humanos y corporales, no digo que aflojan su alma, sino que a la rigidez la encaminan, sometiendo por vigor de ánimo a las comas de la vida ordinaria aquellas violentas ocupaciones y laboriosos pensamientos: prudentes si hubieran creído que ésta era su ordinaria ocupación y aquélla la extraordinaria ¡Todos somos locos de remate! «Ha pasado su vida en la ociosidad», decimos: «Hoy nada hice.» ¡Pues qué! ¿no habéis vivido? Ésta no es solamente la fundamental, sino la más relevante de vuestras labores. «Si se me hubiera adiestrado en el manejo de las empresas magnas, dicen habría puesto de relieve de cuánto era capaz.» ¿Habéis sabido meditar y gobernar vuestra vida? pues realizasteis de entre todas la mayor de las humanas obras; para que naturaleza se muestre y ejecute, el acaso en nada tiene que intervenir; igualmente, aparece aquélla en todos los estados sociales, y así tras el telón como sin él. ¿Supisteis elaborar vuestras costumbres? pues hicisteis más que quien libros elaboró; ¿fuisteis diestro en el descansar? pues realizasteis mayores hazañas que quien se apoderó de imperios y ciudades.

La más eximia y gloriosa labor del hombre consiste en vivir a propósito como Dios manda; todas las demás cosas: reinar, atesorar, edificar y otras mil no son sino apéndices y adminículos, cuando más. Me complace el ver a un caudillo al pie de la brecha, que al punto va a atacar, prestarse luego, íntegramente, a sus necesidades ordinarias, al comer y al conversar entre sus amigos; y a Bruto, conspirando contra él la tierra toda y juntamente contra la libertad romana, reservar a sus revistas nocturnas algunas horas para leer y compendiar a Polibio con tranquilidad cabal. A las almas pequeñas, aniquiladas por el peso de los negocios corresponde el ignorar diestramente desenvolverse, y el no saber echarlos a un lado para luego volver a la carga:


O fortes, pejoraque passi

mecum saepe viri nunc vino pellite curas:

cras ingens iterabimus aequor.[1488]


Ya sea broma o realidad lo de que el vino teologal y sorbónico se haya trocado en proverbio, y lo mismo los festines sorbónicos y teologales, considero yo razonable que de él almuercen con tanta mayor comodidad y regocijo cuanto más seria y útilmente ocuparon la mañana en los ejercicios propios de su escuela: la conciencia de haber empleado bien las demás horas constituye un sabroso y justo condimento de las mesas. Así vivieron los filósofos: y aquella virtud ardorosa que en uno y otro Catón nos admira, aquel carácter severo hasta la importunidad, se sometió blandamente, y se complació a las leyes de la humana condición, a Venus y, a Baco, conforme a los preceptos de la secta a que pertenecían, que soliciten la perfección prudente, tan experta y entendida en el ejercicio de los placeres naturales como en todos los demás deberes de la vida: Cui cor sapiat, ei et sapiat palatus.[1489]

La facilidad y el abandono sienta mejor, al par que honran a maravilla, a las almas fuertes y generosas: no creía Epaminondas que destruyera el honor de sus gloriosas victorias ni las perfectas costumbres que le gobernaban el mezclarse en las danzas de los muchachos de su ciudad, cantando y tocando con ejemplar esmero. Entre tantas señaladas acciones como llenaron la vida del primer Escipión, personaje digno de ser considerado como de celestial estirpe, ninguna le muestra con mayor encanto que el verle al desgaire e infantilmente divertirse, cogiendo y escogiendo conchas y jugar al recoveco con Lelio, a lo largo de la playa; y cuando el tiempo no era grato entretenido y divertido con la representación por escrito para el teatro de las acciones humanas más vulgares y bajas: llena estaba mientras tanto su cabeza con aquellas empresas grandiosas de Aníbal y de África, al par que visitaba las escuelas de Sicilia y frecuentaba las lecciones de la filosofía, hasta armar los dientes de la ciega envidia de sus enemigos romanos. Admirable es en la vida de Sócrates el que siendo ya viejo, encontrara razón de que le instruyeran en las danzas y en el toque de instrumentos músicos, considerando su tiempo como bien empleado. A este filósofo se le vio extasiado, de pie durante todo un día y una noche, frente al ejército griego, sorprendido y encantado por algún profundo pensamiento: entre tantos hombres valerosos como entre aquellos hombres había, fue el primero en lanzarse al socorro de Alcibíades, abrumado de enemigos, resguardándole con su cuerpo y arrancándole del tumulto a mano armada; en la batalla deliena se le vio levantar y salvar a Jenofonte, lanzado de su caballo; y en medio del pueblo ateniense, ultrajado como él de un tan indigno espectáculo, socorrer el primero a Terameno, a quien los treinta tiranos conducían a la muerte mediante sus satélites, no desistiendo de esta arrojada empresa sino por la oposición de Terameno mismo, aun cuando él no fuera acompañado en junto más que de dos personas: viósele, asediado por una belleza de quien estaba enamorado, mantenerse severamente abstinente; viósele lanzado constantemente en los peligros de la guerra, hollando el hielo con los pies desnudos; llevar el mismo vestido en invierno que en verano, exceder a todos sus compañeros en las fatigas del trabajo; comer con frugalidad idéntica en el más suntuoso banquete que en la humilde mesa de su casa; permanecer veintisiete años con invariable semblante, soportando el hambre, la pobreza, la indocilidad de sus hijos, las garras de su mujer, y, por fin, la calumnia, la tiranía, la prisión y el veneno: Mas si a este mismo hombre invitaban a beber copiosamente, por deber de civilidad era también de entre los de la compañía quien a todos sobrepujaba; ni rechazaba tampoco el jugar a las tabas con los muchachos, ni el corretear con ellos sobre un palo a guisa de caballo, con gracioso continente; pues todas las acciones, dice la filosofía, sientan igualmente bien y honran al filósofo. Es justo y equitativo el que jamás deje de presentársenos la imagen de este personaje en todos los modelos y formas de perfección. Entre las vidas humanas hay pocos ejemplos tan plenos y tan puros, y a nuestra instrucción se daña proponiéndonos a diario los débiles y raquíticos, buenos apenas para una sola enmienda, los cuales nos echan hacia atrás, y son corruptores más bien que correctores. El mundo vive engañado: con facilidad mayor se camina por los bordes, donde la extremidad sirve de límite, parada y guía, que por la senda de en medio, amplia y abierta; es más cómodo proceder conforme al arte que según naturaleza, pero también es menos noble y menos recomendable.

La grandeza de alma no consiste tanto en tirar hacia lo alto o en pugnar hacia adelante como en saber acomodarse y circunscribirse; como grande considera todo cuanto es suficiente, y muestra su elevación amando más bien las cosas medianas que las eminentes. Nada es tan hermoso ni tan legítimo cual desempeñar bien y debidamente el papel de hombre, ni hay ciencia tan ardua como el vivir esta vida de manera perfecta y natural. De nuestras enfermedades, la más salvaje es el menosprecio de nuestro ser.

Quien pretenda echar a un lado su alma, que lo haga resueltamente, si le es dable, cuando tenga el cuerpo enfermo a fin de descargarla del contagio. Mas si esto no acontece proceda contrariamente, asistiéndola y favoreciendola, y no la niegue la participación de sus naturales placeres, complaciéndose con aquél conyugalmente; obre con moderación si es moderada, por el natural temor de que los goces no se truequen en dolores. La destemplanza es peste de la voluptuosidad, y la templanza no es su castigo, es su condimento: Eudoxo, que en el extremo goce hacía consistir el soberano bien, y sus compañeros, que le imprimieron tan gran valía, saboreáronle en su dulzura mediante la medida, que en ellos fue ejemplar y singular.

Yo ordeno a mi alma que contemple el dolor y el placer con mirada igualmente moderada, eodem enim vitio est effusio animi in laetitia, quo in dolore contractio[1490], y con firmeza idéntica, mas alegremente la una y severa la otra y en tanto que aquella lo pueda procurar, tan cuidadosa de aminorar el uno como de agrandar el otro. El ver sanamente los bienes acarrea el ver los males del propio modo; el dolor tiene algo de inevitable en su blando comenzar, y la voluptuosidad algo de evitable en su fin excesivo. Platón los acopla, y quiere que sea el fin común de la fortaleza combatir al par contra el dolor y contra las encantadoras blanduras de los goces: dos fuentes son en las cuales quien se aprovisiona cuando, como y cuanto precisa, ya sea ciudad, hombre o bruto, es cabalmente dichoso. Hay que tomar el primero como medicina y como cosa necesaria; pero en cantidad muy nimia; el segundo como quien la sed aplaca, pero no hasta la embriaguez. El dolor, el placer, el amor y el odio, son las acometidas primeras que siente un niño: si la razón naciente se aplica a gobernarlos, la virtud se engendra.

Para mi uso particularísimo, tengo un diccionario: cuando el tiempo es malo e incómodo, me limito a pasarlo; cuando es bueno, no hago lo mismo, sino que lo gusto y en él me detengo: es preciso correr por lo malo y asentarse en lo bueno. Estos dichos familiares, «Pasatiempo» y «Pasar el tiempo», significan la costumbre de esas gentes prudentes que no piensan dar a la vida mejor empleo que el de deslizarla, huirla y trasponerla, apartándose de su camino, y cuanto de sus fuerzas depende ignorarla, huyendola como cosa de índole enojosa y menospreciable; mas yo la conozco distinta, y la encuentro cómoda y digna de recibo, hasta en su último decurso, en el cual me encuentro; púsola naturaleza en nuestra mano, provista de circunstancias tales y tan favorables, que solamente de nosotros tenemos que quejarnos si nos mete prisa, escapándosenos inútilmente; stulti vita ingrata est, trepida est, tota in futurum fertur[1491]. Yo me preparo, sin embargo, a perderla sin pesadumbre, mas como cosa de condición perdible, y algo pesado e inoportuno; por eso no sienta bien el condolerse de morir sino a aquellos que en el vivir se complacieron. Hay moderación en el gozarla, y yo la disfruto el doble, que los demás, pues la medida del disfrute depende del más o el menos en la aplicación que la procuramos. Ahora, principalmente, que advierto la mía de duración tan breve, quiero amplificarla en peso, quiero detener la rapidez de su huida con la prontitud en el atraparla y, mediante el vigor del empleo, compensar el apresuramiento de su pérdida: a medida que la posesión del vivir es más corta, precísame convertirla en más profunda y más plena.

Otros experimentan las dulzuras de la prosperidad y del contentamiento: yo las siento como ellos, pero no de pasada y deslizándome: es menester estudiarlas, saborearlas y rumiarlas para gratificar dignamente a quien nos las otorga. Gozan los demás placeres, como el del sueño, sin conocerlos. Con este fin, de que ni aun el dormir siquiera me escapase así torpemente, encontré bueno antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo. Contento conmigo mismo, lo medito; no lo desfloro, lo profundizo, y a mi razón, mal humorada ya y asqueada, lo pliego para que lo recoja. ¿Me encuentro en situación reposada? ¿algún deleite interior me cosquillea? pues no consiento que los sentidos lo usurpen, y a mi estado asocio mi alma, no para a él obligarla, sino para que con él se regocije; no para que allí se pierda, sino para que allí se encuentre; y por su parte la invito a que se contemple en tan alto sitial y de él pese y estime la dicha, amplificándola: así mide cuánto debe a Dios, por hallarse en reposo con su conciencia y con otras pasiones intestinas; por tener el cuerpo en su disposición natural, gozando ordenada y competentemente de las funciones blandas y halagadoras, por las cuales le place compensar con su gracia los dolores con que su justicia nos castiga a su vez. El alma mide cuánto la vale el estar alojada en tal punto que donde quiera que dirija su mirada, en su derredor el cielo permanece en calma; ningún deseo, ningún temor ni duda que puedan perturbarla; ninguna dificultad pasada, presente ni futura por cima de la cual su fantasía no pase sin peligro. Reálzase esta consideración con el parangón de condiciones diversas: así yo me propongo bajo mil aspectos, cuantos el acaso y el propio error humano agitan e incluyen; y también éstos de mí más cercanos, que acogen su buena dicha con flojedad tanta de curiosidad exenta: gentes son que, en verdad, pasan su tiempo, sobrepujan el presente y cuanto está en su mano por servir la esperanza, merced a las sombras y vanas imágenes que la fantasía coloca ante sus ojos,


Morte obita quales fama est volitare figuras,

aut quae sopitos deludunt somnia sensus[1492]:


las cuales apresuran y alargan su huida al igual que se las sigue: y el fruto y última mira de este perseguimiento es simplemente perseguir, como Alejandro decía que el fin de su tarea era de nuevo atarearse:


Nil actum credens, quum quid superesset agendum.[1493]


Así, pues, yo amo la vida, y la cultivo tal como a Dios plugo otorgámela. No voy lamentando el experimentar la necesidad de comer o de beber, y me parecería errar de un modo no menos inexcusable, apeteciendo sentirla doble; sapiens divitiarum naturalium quaesitor aserrimus[1494]. Ni el que nos alimentáramos metiendo simplemente en la boca un poco de aquella droga con la cual Epiménides se privaba de apetito, sustentándose; ni que estúpidamente se procrearan hijos por medio de los dedos o los talones, sino hablando con reverencia, que más bien se los produjera voluptuosamente con los talones y los dedos. Ni de que al cuerpo asalten cosquilleos: son todas éstas quejas ingratas e injustas. Yo acojo de buen grado y con reconocimiento cuanto la naturaleza hizo por mí; con ello me congratulo y, de ello me alabo. Inferimos agravio a aquel grande Todopoderoso Donador, rechazando su presente, anulándolo y desfigurándolo: como es todo bondad, óptima es toda su obra: omnia, quae secundum naturam sunt, aestimatione digna sunt[1495].

Entre las opiniones de la filosofía, abrazo de mejor grado las más sólidas, es decir, las más humanas y nuestras; mi discurso va de acuerdo con mis costumbres, bajas y humildes: y, a mi ver, aquélla hace una colosal niñada cuando se pone a gallear, predicándonos que es una feroz alianza la de casar lo divino con lo terreno, lo razonable con lo irracional, lo honesto con lo deshonesto. Que la voluptuosidad es cosa de índole brutal e indigna de ser por el filósofo gustada: Que el único placer que éste alcanza con el goce de una esposa hermosa y joven, es el mismo que su conciencia lo procura al realizar una acción conforme al orden, como la de calzarse los botines para emprender una provechosa correría. ¡Así los que tal filosofía predican no tuvieran más derecho, ni más nervios, ni más jugo en el desdoncellar de sus mujeres que en los principios que sientan!

No es ésa la doctrina de Sócrates, su preceptor y el nuestro, el cual toma, como debe, la voluptuosidad corporal, pero prefiriendo la del espíritu, como más fuerte, constante, fácil y digna. Ésta, en modo alguno, camina aislada según él (pues no es tan visionario), es únicamente la primera; para él la templanza es moderadora y no enemiga de los goces. Dulce guía es naturaleza, pero no más dulce que prudente y justa: intrandum est in rerum naturam, et penitus, quid ea postulet, pervidendum[1496]. Yo sigo en todo sus huellas: confundímosla nosotros con rasgos artificiales, y ese soberano bien académico y peripatético, que consiste en vivir «según ella», por esa razón se convierte en difícil de limitar y explicar; y asimismo el de los estoicos, vecino de aquél, que consiste en «transigir con naturaleza». ¿No es error el considerar algunas acciones menos dignas porque sean necesarias? No me quitarán de la cabeza que no sea una convenientísima unión la del placer y la necesidad: con la cual, dice un antiguo, los dioses conspiran siempre. ¿Con qué mira desmembramos, a guisa de divorcio, mi edificio cuya contextura y correspondencia permanecen juntas y fraternales? Por el contrario, anudémosle mediante oficios mutuos: hagamos que el espíritu despierte y vivifique la pesantez del cuerpo, y que el cuerpo detenga y fije la ligereza del espíritu. Qui, velut summum bonum, laudat animae naturam, et, tanquam malum, naturam carnis accusat, profecto et animam, carnaliter appetit, et carnem carnaliter fugit; quoniam, id vanitate sentit humana, non veritate divina?[1497] Ningún fragmento indigno de nuestra solicitud en este presente que Dios nos hizo: de él debemos cuenta estrictísima, hasta de un cabello, y no es un quehacer de cumplido para el hombre el gobernar al hombre, según su condición; es expreso, ingenuo y principalísimo, y el Creador nos lo confió seria y severamente. La autoridad puede sólo contra los entendimientos comunes, y pesa más cuando va envuelta en lenguaje peregrino. Recarguémosla en este pasaje: Stultitiae proprium quis non dixerit ignave contumaciter facere, quae facienda sunt; et alio corpus impellere, alio animum; distrahique inter diversissimos motus.[1498] Ahora bien, para experimentarlo haceos predicar las fantasías y divertimientos que aquél ingiere en su cabeza, mediante los cuales aparta su mente de una buena comida y lamenta la hora que en reparar sus fuerzas emplea, y encontraréis así que nada hay tan insípido en todos los platos do vuestra mesa, cual esa hermosa plática de su alma (valdríanos mejor, las más de las dormir por completo que velar por las cosas que velamos); reconoceréis que sus opiniones y razones son hasta indignas de reprimenda. ¿Aun cuando se tratara de los enajenamientos de Arquímedes?, ¿qué valen ni que significan? Yo no toco aquí, ni tampoco mezclo sino a la garrulería humana que nosotros formamos; la vanidad de deseos y cogitaciones que nos extravían. De sobra considero como estudio privilegiado el de esas almas venerables, elevadas por ardor de devoción y de religión a la meditación constante y concienzuda de las cosas divinas, preocupadas por el esfuerzo de una esperanza vehemente y viva, a fin de encaminarse al eterno sustento, última mira y estación postrera de los cristianos anhelos, único placer constante e incorruptible, menospreciando el detenerse en nuestras comodidades miserables, fluidas y ambiguas, libertando fácilmente el cuerpo de la postura temporal y usual. Entre nosotros, las opiniones supercelestiales y las costumbres subterrenales, son cosas que siempre vi singularmente armonizadas.

Esopo, aquel grande hombre, viendo un día que su amo orinaba paseándose: «¡Cómo! dijo, habremos de hacer lo otro corriendo?» Empleemos bien el tiempo, y todavía nos quedará mucho ocioso y desocupado: acaso a nuestro espíritu no satisfagan otras horas para llenar sus menesteres sin desasociarse del cuerpo en lo poco que para su necesidad precisa. Quieren colocarse fiera de sí y escapar al hombre; locura insigne, pues, en vez de convertirse en ángeles, en brutos se convierten; en vez de elevarse, se rebajan. Estos humores preeminentes me atemorizan como los lugares elevados e inaccesibles; y en la vida de Sócrates nada para mí es tan difícil de digerir como sus éxtasis y demonierías; ni en Platón se me antoja nada más humano que las razones por las cuales se lo llama divino; y entre nuestras ciencias, aquellas me parecen más terrenales y bajas que a mayor altura se remontan; y nada encuentro tan humilde ni tan mortal en la vida de Alejandro, como sus fantasías en derredor de su deificación. Filotas le mordió diestramente con su respuesta, pues habiéndose ante él congratulado por escrito de que el oráculo de Júpiter, Ammón, le había colocado entre los dioses, le dijo: «Por lo que a ti respecta, recibo mucho contento; pero hay por qué compadecer a los hombres que tengan que vivir con un hombre y obedecerle, el cual sobrepuja y no se contenta con el nivel humano»:


Dis te minorem quod geris, imperas.[1499]


La gentil inscripción con que los atenienses honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad, se conforma con mi sentido: «En tanto eres dios cuanto como hombre te reconoces.»

Es una perfección absoluta, y como divina «la de saber disfrutar lealmente de su ser». Buscamos otras condiciones por no comprender el empleo de las nuestras, y salimos fuera de nosotros, por ignorar lo que dentro pasa. Inútil es que caminemos en zancos, pues así y todo, tenemos que servirnos de nuestras piernas; y aun puestos en el más elevado trono de este mundo, menester es que nos sentemos sobre nuestro trasero. Las vidas más hermosas son, a mi ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo común y humano, ordenadamente, sin milagro ni extravagancia. Ahora bien, la vejez ha menester aún de alguna mayor dulzura. Encomendémosla, pues, a ese dios de salud y de prudencia, para que a más de prudente y sana, nos la otorgue regocijada y sociable:


Frui paratis el valido mihi,

latoe, dones, et, precor, integra

cum monte; nec turpem senectam

degere, nec cithara carentem.[1500]



 

 

FIN DE LOS ENSAYOS

 

 





1052

Probablemente ese hombre va a decirme en lenguaje enfático monumentales simplezas. TERENCIO, Eunuch., acto III, esc. V, v. 8. (N. del T.)

  

1053

Grato es contemplar desde la orilla el peligro ajeno cuando los vientos furiosos revuelven los vastos mares. LUCRECIO, II, 1. (N. del T.)

  

1054

Que se deje llevar por los impulsos del ánimo quien no puede gobernarse por la razón. CICERÓN, Tusc. Quaest., IV, 25. (N. del T.)

  

1055

No es seguir el camino llano, es no seguir ninguno, es aguardar el suceso a fin de pasar el lado de la fortuna. TITO LIVIO, XXXII, 21. (N. del T.)

  

1056

Lo que es más natural a cada uno es asimismo lo que mejor le acomoda. CICERÓN, de Offic., I, 31. (N. del T.)

  

1057

Carecemos del modelo sólido y positivo del verdadero derecho y de la justicia perfecta: tan sólo una sombra poseemos de ambas cosas, una imagen. CICERÓN, de Offic., III, 17. (N. del T.)

  

1058

Crímenes hay autorizados por el senadoconsulto y los plebiscitos. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)

  

1059

Montaigne alude aquí a algún rasgo de perfidia acontecido en la época misma en que escribía este capítulo; pero hubo tantos en aquel tiempo que no es fácil adivinar cuál es. (N. del T.)

  

1060

Quem Fabricius victum reduc jussit ad dominum, Pyrrhoque dici quae contra caput ejus medicus spopondis. VIDA DE EUTROPO. Esta es la sentencia que refiere Montaigne. (N.)


1061

Mas que se guarde de buscar un pretexto para cometer su perjurio. CICERÓN, de Offic., III, 29. (N. del T.)
  

1062

Cual si la violencia pudiera ejercer algún influjo sobre el varón fuerte. CICERÓN, de Offic., III, 30. (N. del T.)
  

1063

Véase libro I, cap. XXXVI. (N. del T.)
  

1064

Los lacedemonios. (N. del T.)
  

1065

La memoria del derecho privado subsistía hasta en lo más recio de las públicas disensiones. TITO LIVIO, XXV, 58. (N. del T.)
  

1066

Ninguna potencia puede autorizar la infracción de los derechos de la amistad. OVIDIO, de Ponto, I, 7, 37. (N. del T.)
  

1067

Pues la patria no está por cima de todos los deberes, y le importa poseer ciudadanos benignos para con sus padres. CICERÓN, de Offic., III, 23. (N. del T.)
  

1068

En tanto que los dardos brillan, que ningún sentimiento de piedad o de ternura os conmueva, que la vista misma de vuestros padres en el partido opuesto no haga mella en vuestro ánimo: herid, desfigurad con la espada esa faces venerables. LUCANO, VII 320. (N. del T.)
  

1069

Todo no es apto para todos. PROPERCIO, III, 37. (N. del T.)
  

1070

Los vicios de antaño son las virtudes de ogaño. SÉNECA, Epíst. 39. (N. del T.)

1071

Poned a contribución vuestro propio juicio... El testimonio interno que la virtud y el vicio se procuran es cosa de gran peso: prescindid de esta conciencia, y todo cae por tierra. Las primeras palabras están sacadas de las Tusculuanas de CICERÓN, I, 25; y la frase siguiente, del tratado de Natura deorum, III, 35. (C.)
  

1072

¡Ay!, ¡qué no pensara yo antaño como actualmente! ¡o que no dispusiera yo hoy incólume del lustro con que mi juventud brillaba! HORACIO, Od., VI, 104. (N. del T.)
  

1073

Así cuando las fieras en su prisión sombría olvidan las selvas, parecen haberse dulcificado; despojándose de su orgullo, diríase que aprendieron a soportar el dominio del hombre; mas si por acaso una poca sangre acierta a tocar sus inflamadas fauces, su rabia se despierta, su garganta se hincha, sedienta del líquido cuyo gusto viene a excitar su sed: arden en deseos de saciarse de él, y su crueldad se abstiene apenas de devorar al amo, que tiembla de terror. LUCANO, IV, 237 (N. del T.)
  

1074

Jamás la Providencia será tan enemiga de su obra para consentir que la debilidad sea colocada en el rango de las cosas mejores. QUINTILIANO, Inst. orat., V, 12. (N. del T.)
  

1075

Tan flexible era su espíritu y tan apto para todo: sea cual fuere la labor que emprendiese, para ella semejaba nacido. TITO LIVIO, XXXIX, 40. (N. del T.)
  

1076

El trabajo nos libra de los vicios que a la ociosidad acompañan. SÉNECA Epíst., 36. (N. del T.)
  

1077

Para los cuales vivir es pensar. CICERÓN, Tusc. Quaest., V. (N. del T.)
  

1078

Plutarco. (N. del T.)
  

1079

Nos referís las andanzas de la familia de Eaco, y los combates librados al pie de los sagrados muros de Ilión: mas omitís decirnos cuánto nos costará el vino de Chio, quien templará el agua de nuestro baño y en qué casa y a qué hora desafiaremos el frío de las montañas del Abruzo. Horacio, Od., III, 19, 3. (N. del T.)
  

1080

Significan estas palabras hablar un lenguaje culto y rebuscado; a la letra: hablar en la punta de un tenedor. (N. del T.)

1081

El temor, la cólera, la alegría, el odio, la contrariedad, todo, hasta sus más íntimas pasiones lo expresan en este estilo. ¿Qué más? tan sólo doctoralmente se regodean. JUVENAL, VI, 189. (N. del T.)
  

1082

Como un frasquito de perfumes. SÉNECA, Epíst., 115. (N. del T.)
  

1083

Porque nuestros ojos también conocen ese asunto. CICERÓN, Parad., v. 2. (N. del T.)
  

1084

Quien en medio de las rocas de Cafarca salvó su vida, aleja siempre sus bajeles del pérfido mar de Eubea. OVIDIO, Trist., I, 183. (N. del T.)
  

1085

No dominándose por la propia pasión ni tampoco por la ajena. TÁCITO. Annal., XIII, 45. (N. del T.)
  

1086

Una forma grande es una gran servidumbre. SÉNECA, Consolatio ad Poybium, c. 26. (N. del T.)
  

1087

Una mujer tiene siempre prestas las lágrimas para soltarlas ante los espectadores cuando quiere abundantes. JUVENAL, Sat., VI, 272. (N. del T.)
  

1088

Sorprendida y encantada la doncella por la belleza de esa manzana, se aparta de su carrera para coger el oro que rueda a sus pies. OVIDIO, Metam., X., 666. (N. del T.)
  

1089

Alguna vez precisa llevar el alma a otros placeres, a otros cuidados, a ocupaciones distintas; frecuentemente hasta se debe procurar remediar los propios males con el cambio de escenario, como los enfermos, que de otro modo no podrían recobrar la salud. CICERÓN, Tusc. Quaest., IV, 35. (N. del T.)
  

1090

Si es que hay dioses vengadores del crimen, espero que tú hallarás en el más horrible escollo un suplicio digno de ti, y que al perecer invocarás el nombre de Dido... Yo lo sabré; la noticia de mi muerte llegará hasta mí a la mansión de los manes. VIRGILIO, Eneida, IV, 382, 387. (N. del T.)

1091

Todos los trabajos que la gloria acarrea son tolerables CICERÓN, Tusc. Quaest., II, 24. (N. del T.)
  

1092

Esto es lo que consuela y dulcifica los dolores más grandes. CICERÓN, Tusc. Quaest., II, 23. (N. del T.)
  

1093

Cuando os veáis atormentado por los deseos más violentos. PERSIO, Sat., V, 73. (N. del T.)
  

1094

Saciadlos con el primer objeto que se os ofrezca. LUCRECIO, IV, 1062. (N. del T.)
  

1095

Si con los primeros empujes no mezcláis heridas nuevas y no borráis sus primeras impresiones dejando errar vuestros caprichos. LUCRECIO, IV, 1067. (N. del T.)
  

1096

Como ese sutil pellejo de que las cigarras se despojan en verano. LUCRECIO, V, 801. (N. del T.)
  

1097

Con estos estímulos el dolor se irrita y aguijona. LUCRECIO, II, 42. (N. del T.)
  

1098

Tiberio. (N. del T.)
  

1099

¡Calamitosa arcilla aquella que en los comienzos moldeó Prometeo! Al formar el cuerpo del hombre para nada curó del espíritu, por lo cual, sin embargo debió comenzar. PROPERCIO, III, 5, 7. (N. del T.)
  

1100

Por temor que mi alma no se vea constantemente ocupada de sus males. OVIDIO, Trist., IV, 1, 4. (N. del T.)

1101

Mi espíritu se acongoja por lo que perdió y se lanza por completo al tiempo que fue. PETRONIO, Satyricon, c. 128. (N. del T.)
  

1102

Poder gozar de la vida pasada es vivir dos veces. MARCIAL, X, 23, 7. (N. del T.)
  

1103

Abandonamos la naturaleza tomando al pueblo por guía, el cual no hace sino extraviarnos. SÉNECA, Epíst. 33. (N. del T.)
  

1104

Antepongo mi placer a todas las vanas habladurías. CICERÓN, de Officis, I, 24. (N. del T.)
  

1105

Que para sí guarden las armas, los caballos, los dardos, la maza, la pelota, la natación y la carrera; que a nosotros ya machuchos nos dejen las tabas y los dados. CICERÓN, de Senect., c. 16. (N. del T.)
  

1106

Diluye en tu prudencia un grano de locura. HORACIO, Od., IV, 12, 27. (N. del T.)
  

1107

Para un cuerpo débil es insoportable la más mínima sacudida. CICERÓN, de Senect., c. 18. (N. del T.)
  

1108

Un espíritu enfermo nada puede soportar de incómodo. OVIDIO, de Ponto, 18. (N. del T.)
  

1109

Lo que está ya cascado se quiebra al más leve empuje. OVIDIO, Tris., III, 11, 22. (N. del T.)
  

1110

Languideciendo con el cuerpo hacia ningún objeto se encamina. PSEUDO-GALLUS, I, 125. (N. del T.)

1111

Que la vejez se rejuvenezca cuando todavía le sea sable. HORACIO, Epod., XIII, 7. (N. del T.)
  

1112

Bueno es dulcificar con el regocijo las negras amarguras. SIDONIO APOLINARIO, Epíst., I, 9. (N. del T.)
  

1113

Y la tristeza arrogante de un rostro ceñudo. (N. del T.)
  

1114

Entre esas gentes de continente severo hay hombres licenciosos. MARCIAL, VII, 58, 9. (N. del T.)
  

1115

No os avergoncéis de decir a lo que aprobéis anteriormente. (N. del T.)
  

1116

¿Cual es la causa de que nadie confiese sus vicios? El que cada uno de nosotros sea de ellos el esclavo. Preciso es estar despierto para referir los propios sueños. SÉNECA, Epíst., 53. (N. del T.)
  

1117

Y los que huyen a Venus resistiéndola pecan lo mismo que siguiéndola. (N. del T.)
  

1118

¡Oh Venus! sólo tú gobiernas la naturaleza; sin ti nada se eleva a los celestiales ámbitos del día; sin ti nada es encantador ni digno de ser amado. LUCRECIO, I, 22. (N. del T.)
  

1119

Reconozco los vestigios de mis primeras llamaradas. VIRGILIO, Eneida, IV, 23. (N. del T.)
  

1120

Dichoso si en el invierno de mis años ese resto de calor no me abandona. (N. del T.)

1121

Así la mar egea revuelta por el Noto o el Aquilón no se apacigua después de la tormenta: largo tiempo irritada todavía se agita y murmura. TASSO, Gerus. liberata, c. XII, estancia 63. (N. del T.)
  

1122

El verso sabe cosquillear. JUVENAL, VI, 196. (N. del T.)
  

1123

Así habló; y como le viera indeciso rodeole con sus níveos brazos estrechándole tiernamente. Al punto Vulcano siente renacer su acostumbrado ardor, un fuego que le penetra y corre hasta la médula de sus huesos. Tal un relámpago brilla en la nube hendida por el rayo, recorriendo con sus cintas de fuego los esparcidos hábitos de la región del aire... Por fin brinda a su esposa con los abrazos que ella espera, y reclinado en su seno se abandona a las dulzuras del sosegado sueño. VIRGILIO, Eneida, VIII, 387, 392. (N. del T.)
  

1124

Lib. I, c. 29. (N. del T.)
  

1125

A fin de que con evidencia mayor recoja sedienta los dones de Venus y cuidadosamente los oculte, Geórg., III, 137. (N. del T.)
  

1126

Unida al objeto amado. CATULO, de Coma Beren., carm. LXIV, v. 79. (N. del T.)
  

1127

El hombre es para el hombre un dios o un lobo. (N. del T.)
  

1128

Es más dulce par mí verme exento de ese yugo. PSEUDO-GALLUS, I, 61. (N. del T.)
  

1129

Hay una fatalidad dominadora de esos órganos que nuestros vestidos ocultan. de nada os servirá que la naturaleza os haya favorecido abundantemente si os persigue la desdicha. JUVENAL, Sat. IX, 32. (N. del T.)
  

1130

Que conocía los placeres de ambos sexos. OVIDIO, Metam., III, 323. (N. del T.)

1131

Próculo, que se glorificaba de esta acción en una carta dirigida a Maciano. (N. del T.)
  

1132

Mesalina, esposa del emperador Claudio. (N. del T.)
  

1133

Ardiendo aún de voluptuosidad se retira al fin, más cansada que harta. JUVENAL, Sat., VI, 128. (N. del T.)
  

1134

Avergüénzate al fin de tu conducta o comparezcamos juntos ante la justicia. Tú me vendiste, ese mueble, Basso; con dinero contante y sonante te lo compré: ya no te pertenece. MARCIAL, XII: 30, 10. (N. del T.)
  

1135

En francés antiguo significa aya, y es expresión impúdica. (N. del T.)
  

1136

La virgen núbil se complace en aprender lascivas danzas hasta retorcerse, los miembros; desde su infancia suena con impúdicos amores. HORACIO, Od., III, 6, 21. (N. del T.)
  

1137

Que Venus misma las inspiró. VIRGILIO, Geórg., III, 257. (N. del T.)
  

1138

Jamás la nívea paloma, nunca el ave más lasciva prodigó sus besos y sus dulces mordeduras con tanto placer como una mujer a esta pasión abandona. CATULO, Carm., LXVI, 125. (N. del T.)
  

1139

Los librillos que danzan por los cojines de la seda son a veces obras de los estoicos. HORACIO, Epod., VIII, 13. (N. del T.)
  

1140

Porque la incontinencia es necesaria a la continencia; porque el incendio se extingue con el fuego. (N. del T.)

1141

Es principio de flaquezas mostrar en público desnudeces. CICERÓN, Tusc. Quaest., IV, 33. (N. del T.)
  

1142

En la tierra, la raza humana, las alimañas feroces y los ganados; en el agua, los peces; en el aire, las aves de mil colores: todo se enciende, todo experimenta los furores del amor, VIRGILIO, Geórg., III, 242. (N. del T.)
  

1143

¿Cambiarás tú un solo cabello de Licimonia por todos los tesoros del rey Aquemeno, o por la riquezas de Mygdon, rey de Frigia, en el instante en el que volviendo la cabeza nuestra su boca para recibir tus besos, o cuando rechaza el que quiere dejarse hurtar dispuesta a prevenirte pronto ella misma? HORACIO, Od., II, 12, 21. (N. del T.)
  

1144

La virtud del diablo yace en los riñones. SAN JERÓNIMO. (N. del T.)
  

1145

¿Quién impide tomar luz de la luz misma? ¿Disminuye por ello la primera? OVIDIO, de Arte amandi, III, 93. (N. del T.)
  

1146

Nunca un adúltero atravesado por la espada del marido tiñó con su sangre las aguas del Estigio. (N. del T.)
  

1147

¡Infeliz! si tu desdicha quiere que seas atrapado, incontinente te arrastrarán a la puerta cogido de los pies y servirás de alimento a los mújoles o harás crecer los nabos. CATULO, Carm., XV, 17. (N. del T.)
  

1148

Entonces un dios poco austero dijo así: ¡Qué se me exponga a deshonor semejante!... OVIDIO, Metam., IV, 187. (N. del T.)
  

1149

¿A qué vienen tantos rodeos? ¿Por qué, diosa, no os confiáis a vuestro esposo? VIRGILIO, Eneid., VIII, 395. (N. del T.)
  

1150

Es una madre que os pide armas para su hijo. VIRGILIO, Eneid., VIII, 383. (N. del T.)

1151

Se trata de crear armas para un héroe. Ibid., v. 441. (N. del T.)
  

1152

Así no es justo comparar a los hombres con los dioses. CATULO, Carm., LXVIII, 141. (N. del T.)
  

1153

Muchas veces los velos de Juno encontraron sobrado pasto en las diarias infidelidades de su marido. Ibid., v. 138. (N. del T.)
  

1154

Ninguna enemistad tan implacable cual las del amor. PROPERCIO, II, 8, 3. (N. del T.)
  

1155

Sabido es lo que puede el furor de una mujer. VIRGILIO, Eneid., V, 21. (N. del T.)
  

1156

El sentido de estos dos versos, sobrado obscenos para traducidos, es que el gentilhombre nunca dio muestras de virilidad. CATULO, Carm., LXVII, 21. (N. del T.)
  

1157

Ejecutan muchas veces lo que se hace sin testigos. MARCIAL, VII, LXII, 6. (N. del T.)
  

1158

Menos detesto la mujer viciosa cuando no disimula sus vicios. MARCIAL, VII, 7, 6. (N. del T.)
  

1159

Hay parteras que al inspeccionar con su mano si una joven es virgen la desfloran; de intento unas veces, sin querer otras, y también de un modo casual. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, I, 18. (N. del T.)
  

1160

Enciérrala bajo llave; pon guardianes a su puerta: ¿quién vigilará a los que la custodian? Tu mujer es astuta, y comenzará por ellos. JUVENAL, Sat., VI, 36. (N. del T.)

1161

Hasta del general que mandó tantas legiones y que en tantas cosas aventaja a un mortal insignificante como tú. LUCRECIO, III, 1039, 1011. (N. del T.)
  

1162

La suerte nos envidia hasta el consuelo de que los demás oigan nuestras quejas. CATULO, Carm., LXVIII, 170. (N. del T.)
  

1163

Busca sin cesar la ocasión de sucumbir de nuevo. OVIDIO, Trist., IV, I, 34. (N. del T.)
  

1164

Cuando queréis ellas no quieren: cuando no queréis lo anhelan. TERENCIO, Eunuch., esc. VIII, v. 43. (N. del T.)
  

1165

Se avergonzarían de seguir el camino lícito. LUCANO, II, 416. (N. del T.)
  

1166

Y da rienda suelta a sus transportes. VIRGILIO, Eneid., XII, 499. (N. del T.)
  

1167

Muchas veces el Dios de los combates, el temible Marte, enajenado con tu amor languidece entre tus brazos. Inclinado ávidamente sobre tu seno, su aliento suspendido de tus labio, no puede hartarse de regalar sus ojos con tus encantos. Propicio instante, ¡oh diosa! teniéndole así enlazado con tu hermoso cuerpo para hablarle en pro de tus favorecidos. LUCRECIO, I, 33. (N. del T.)
  

1168

Todas estas palabras, tan naturales y expresivas, se encuentran unas en el pasaje de Virgilio, citado anteriormente (Eneida, VIII, 387), y otras en el último de Lucrecio. (C.)
  

1169

Su discurso es de un contextura viril; no les pasa por las mientes adornarlo con oropeles. SÉNECA, Epíst., 33. (N. del T.)
  

1170

El corazón engendra la elocuencia. QUINTILIANO, X, 7. (N. del T.)

1171

¡Cruel manera de burlarse! CLAUDIANO, in Eutrop., I, 21. (N. del T.)
  

1172

Nada se opone a decir riendo las verdades. HORACIO, Sat., I, 24. (N. del T.)
  

1173

Para nosotros mismos somos nuestra penitencia. TERENCIO, Phormion, acto I, esc. III, v.20. (N. del T.)
  

1174

Van a vivir y a morir lejos del hogar paterno. VIRGILIO, Geórg., II, 511. (N. del T.)
  

1175

¡Desdichados de vosotros, que consideráis como crímenes vuestros placeres! PSEUDO-GALLUS, I, 180. (N. del T.)
  

1176

Virgilio y Lucrecio. (N. del T.)
  

1177

Completamente desnuda, la estrechó contra mi cuerpo. OVIDIO, Amor, 5, 24. (N. del T.)
  

1178

Tan luego como satisfacemos el capricho de nuestra pasión, olvidamos todas nuestras promesas y juramentos. CATULO, Carm., LXIV, 147. (N. del T.)
  

1179

A quien tiene una nariz perruna, de la cual pendan calamocos lívidos, y cuya barba es viscosa. Preferiría mejor besarle cien veces el trasero. MARCIAL, VII, 94. (N. del T.)
  

1180

Tan graves cual si a los dioses ofrecieran vino e incienso... Diríase que están ausentes o en marmórea efigie. MARCIAL, XI 103, 12, y 59, 8. (N. del T.)

1181

Si a ti solo se entrega, si considera ese día como fausto. CATULO, LXVIII, 147. (N. del T.)
  

1182

Os estrecha entre sus brazos y suspira por un amante ausente. TIBULO, I, 6, 35. (N. del T.)
  

1183

La lujuria es como una bestia feroz a quien irritan sus cadenas y que escapa con furor redoblado. TITO LIVIO, XXXIV, 4. (N. del T.)
  

1184

Antaño vi un corcel que luchaba contra las riendas, rebelde al freno, y que se disparaba como el rayo. OVIDIO, Amor., III, 4, 13. (N. del T.)
  

1185

Nacida para sufrir. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)
  

1186

Después de haber intentado excitar el vigor de su esposo mediante vanos y contantes esfuerzos, abandona el impotente lecho. MARCIAL, VII, 58, 3. (N. del T.)
  

1187

Y precisa buscar en otra parte un esposo capaz de desatar la virginal cintura. CATULO, Carm., LXVII, 21. (N. del T.)
  

1188

Si no puede llevar a cabo labor tan dulce. VIRGILIO, Geórg., III, 127. (N. del T.)
  

1189

Una vez, y héteme ya al cabo de mis fuerzas. HORACIO, Epod., XII, 15. (N. del T.)
  

1190

Nada temáis del hombre que acaba de cumplir su onceno lustro. HORACIO, Od., II, 4, 12. (N. del T.)

1191

Como el índico marfil teñido de color de púrpura, o como los lirios mezclados con las rosas, reflejando colores vividos. VIRGILIO, Eneid., XII, 67. (N. del T.)
  

1192

Y este silencio mismo que nos delata. OVIDIO, Amor., I, 7, 21. (N. del T.)
  

1193

Si ella me proveyó miserablemente; y las damas no se engañan al menospreciar las apariencias raquíticas. -Véase Veterum Poctarum Catatecta, de donde están sacados estos tres versos. (N. del T.)
  

1194

Que un solo hombre se avenga con esta variedad tan grande de costumbres, razones y voluntades. CICERÓN, de Petit consul., c. 14. (N. del T.)
  

1195

Este verso de Teodoro de Bèze figura en un epigrama de sus Juvenitia. El verso francés, cuya traducción es también arriesgadísima, pertenece a una cuarteta de Saint-Gelais. (N. del T.)
  

1196

Si en la obscuridad de la noche os otorgó algún favor furtivo. CATULO, Carm., LXVIII, 145. (N. del T.)
  

1197

El cuadro votivo que suspendí en la pared del templo de Neptuno a todos muestra que consagré a este dios mis vestiduras, húmedas todavía de naufragio. HORACIO, Od., I, 5, 13. (N. del T.)
  

1198

Pretender someterlo a reglas, es querer unir la locura con la razón. TERENCIO, Eunuch., act. I, esc. I, v. 16. (N. del T.)
  

1199

Ningún vicio está encerrado en sus propios límites. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)
  

1200

Cuando sólo nos afligen las primeras canas y los síntomas primeros de la vejez; cuando le quede a la Parca con que hilar para nosotros; cuando conservamos ágiles nuestras piernas, sin que el cayado nos sea indispensable. JUVENAL, Sat., III, 26. (N. del T.)

1201

Cuya rigidez nada tiene que envidiar al árbol que se yergue en la colina. HORACIO, Epod., XII, 19. (N. del T.)
  

1202

Para que esa juventud ardiente no pueda ver sin reír nuestra antorcha reducida a pavesas. HORACIO, Od., IV, 13, 26. (N. del T.)
  

1203

Bión. (N. del T.)
  

1204

Hazme bien por ti mismo, o por tu exclusivo provecho. (N. del T.)
  

1205

No quiero arrancar la barba a un león muerto. MARCIAL, X, 30, 3. (N. del T.)
  

1206

Ovidio quien abrumado de pesares y trastornos en el agreste país donde fue desterrado, luego de decir a su esposa que verosímilmente habrá envejecido en atención a los males que él soporta, exclama: «¡Ah! pluguiera a Dios que yo pudiese verte! ¡qué me fuera dable besar tus cabellos y estrechar entre mis brazos tu cuerpo enflaquecido por el dolor!», ex Pinto, I, 4, 49. (N. del T.)
  

1207

Cuando deslizándose en un coro de doncellas, con sus cabellos flotantes, e indecisos aun los rasgos de su fisonomía un joven puede engañar los ojos más clarividentes en punto a su sexo. HORACIO, Od., II 5, 21. (N. del T.)
  

1208

Porque no detiene su vuelo en las desnudas encinas. HORACIO, Od., IV, 13, 3. (N. del T.)
  

1209

El amor desconoce el orden. SAN JERÓNIMO, Carta a Cromacio, t. I, página 217, edic. de Basilea, 1537. (N. del T.)
  

1210

Porque si en esta edad se entra en la liza el amor es como una gran hoguera de paja, que se apaga en un instante. VIRGILIO, Geórg., III, 98. (N. del T.)

1211

Así cae una manzana del casto seno de la virgen joven, don furtivo de su amante; olvidando que la ocultó bajo sus vestiduras, se levanta a la llegada de su madre y el fruto rueda a sus pies. El rubor que al punto cubre su rostro revela el delito que cometió. CATULO, Carm., LXV, 19. (N. del T.)
  

1212

«La virtud del hombre es la misma que la de la mujer.» Palabras de Antístenes, citadas en su Vida por DIÓGENES LAERCIO, VI, 12. (C.)
  

1213

No basta señalar una sola causa, precisa la indicación de varias, aun cuando no haya más que una verdadera. LUCRECIO, VI, 704. (N. del T.)
  

1214

Estaba sobrado grave para pensar en el peligro. SÉNECA, Epíst. 53. (N. del T.)
  

1215

Ordinariamente, cuando el temor es menor, el peligro lo es también. TITO LIVIO, XX, 5. (N. del T.)
  

1216

Ningún arte está en sí mismo contenido. CICERÓN, de Finib. bon. et mal., v. 6. (N. del T.)
  

1217

[imagen en el original (N. del E.)]
  

1218

Tanto menos puede ejercerse cuanto ya se practicó... ¡Qué torpeza la de reducirse a la impotencia de hacer durante largo tiempo lo que se ejecuta gozosamente. CICERÓN, de Offic., II, 15. (N. del T.)
  

1219

El don que a los extraños se hace del dinero ajeno, no debe ser considerado como una acción liberal. CICERÓN, de Offic., I, 14. (N. del T.)
  

1220

He aquí la grada más alta y espaciosa del anfiteatro, adornada de pedrería; he aquí el pórtico, todo resplandeciente de oro. CALPURNIO, Églog., VII, intitulada Templum, v. 47. (N. del T.)

1221

Que se vaya, dice, si el pudor le embarga; que abandone el lugar destinado a los caballeros, puesto que no paga el censo señalado por la ley. JUVENAL, Sat., III, 153. (N. del T.)
  

1222

¡Cuántas veces vimos hundirse una parte de la arena y del entreabierto abismo surgir de pronto feroces alimañas y toda una selva de arbustos de oro con cortezas de azafrán! No sólo vi en nuestros anfiteatros los monstruos de las cavernas, sino también focas en medio de combates de osos y el horrible rebaño de caballos marinos. CALPURNIO, Églog., VII, 64. (N. del T.)
  

1223

Aun cuando el sol abrasador calcine el anfiteatro, los toldos se retiran en el momento en que aparece Hermógenes. MARCIAL, XII, 29, 15. Este Hermógenes era un ladrón famoso. (N. del T.)
  

1224

CALPURNIO, Églog., VII, 53. Montaigne traduce este pasaje antes de citarlo. (N. del T.)
  

1225

Muchos héroes vivieron antes que Agamenón pero enterrados en las sombras, hoy no nos hacen derramar lágrimas. HORACIO, Carm., IV, 9, 25. (N. del T.)
  

1226

Antes de la guerra de Tebas y de la ruina de Troya, muchos poetas cantaron otros acontecimientos. LUCRECIO, V, 327. (N. del T.)
  

1227

Si contemplar nos fuera dable la extensión infinita de las regiones y de los siglos, en los cuales nuestro espíritu, sumergiéndose y extendiéndose por todas partes, no encontrará límites donde detener su mirada, descubriríamos una cantidad de formas innumerables en esa inmensidad. CICERÓN, de Nat. deorum, I, 20. Montaigne ha modificado el texto de Cicerón, añadiendo et temporum y sustituyendo appareret formarum a volital atomorum. (N. del T.)
  

1228

Nuestra edad no goza ya de aquel antiguo vigor, ni la tierra de su fertilidad pasada. LUCRECIO, II, 1151. (N. del T.)
  

1229

A mi ver, el mundo no es antiguo; apenas acaba de nacer: así vemos que algunas artes van progresando y principalmente la navegación, la cual es más próspera de día en día. LUCRECIO, VI 331. (N. del T.)
  

1230

Véase lib. I, cap. XXX. (N. del T.)

1231

Guatimozín. (N. del T.)
  

1232

¿No veis que el hijo de Albio vive mal y que Barro se ve reducido a la miseria? Estos ejemplos nos enseñan a no disipar nuestro patrimonio. HORACIO, Sat., I, 4, 109. (N. del T.)
  

1233

Porque no hay discusión sin contradicción. CICERÓN, de Finibus bonis et malis, I, 8. (N. del T.)
  

1234

De esas letras que ningún mal curan. SÉNECA, Epíst., 59. (N. del T.)
  

1235

No enseño ni a vivir mejor ni a razonar ventajosamente. CICERÓN, de Finibus. -Así pensaba Epicuro de la dialéctica de los estoicos, al decir de Cicerón. (C.)
  

1236

Envolviéndose en la sombra ajena. SÉNECA, Epíst. 33. (N. del T.)
  

1237

Heráclito. (N. del T.)
  

1238

Cada cual gusta el olor de su estercolero. Proverbio latino. (N. del T.)
  

1239

¡Ánimo! Si no esta bastante loca, irrita más su locura. TERENCIO, Andr. acto IV, esc. II, v 3, (N. del T.)
  

1240

En efecto, el sentido común es raro en tan alto grado. JUVENAL, VIII, 73. (N. del T.)

1241

Tal ese mono remedador del hombre a quien un niño cubre riendo con vistosa tela de seda; pero le deja el trasero al descubierto regocijando así a los invitados. CLAUDIANO, in Eutrop., I, 303. (N. del T.)
  

1242

La mayor virtud de un príncipe es el perfecto conocimiento de sus súbditos. MARCIAL, VIII, 15. (N. del T.)
  

1243

Los destinos se abren camino. VIRGILIO, Eneida, III, 395. (N. del T.)
  

1244

Encomienda los demás a los dioses. HORACIO, Od., I, 9, 9. (N. del T.)
  

1245

La disposición del alma cambia constantemente; cuando una pasión la agita, la mutación del viento hará que otra la arrastre. VIRGILIO, Geórg., I, 420. (N. del T.)
  

1246

Si os eleváis por el favor de la fortuna, todos alabarán vuestra habilidad. PLAUTO, Pseudo., II, 3, 13. (N. del T.)
  

1247

No basta oír lo que todos dicen, hay que examinar además lo que piensa cada cual y por qué lo piensa. CICERÓN, de Officis, I, 41. (N. del T.)
  

1248

Esta obra, todavía imperfecta, ha sido retirada del telar. OVIDIO, Trist., I, 6, 29. (N. del T.)
  

1249

Los beneficios son gratos mientras pueden ser remunerados, mas si sobrepujan nuestros medios de reconocimiento, nos aparecen odiosos. TÁCITO, Annal., IV, 118. (N. del T.)
  

1250

Porque quien como vergonzoso considera el no devolver, quisiera que nadie hubiera a quien estar obligado SÉNECA, Epíst. 81. (N. del T.)

1251

Quien cree haber pagado vuestras obligaciones no podrá ser vuestro amigo. Q. CICERÓN, de Petitione Consulatus, c. 9. (N. del T.)
  

1252

En verdad digo más de lo que creo, mas si no pretendo afirmar las cosas de que dudo, tampoco suprimo aquellas de que estoy muy cierto. QUINTO CURCIO, IX, I. (N. del T.)
  

1253

No debemos inquietarnos por afirmar o negar estas cosas; remitámonos lo que la fama declara. TITO LIVIO, I, Praefat., y VIII, 6. (N. del T.)
  

1254

Vanitas vanitatum, et omnia vanitas. Eccles. I, 2. (N. del T.)
  

1255

El día mismo no nos es grato sino porque cada hora cambia de corceles. Fragm. de PETRONIO, p. 678. (N. del T.)
  

1256

Ya son vuestras vides que el granizo arrasa, o los árboles que están faltos de agua, o vuestros campos que se inundan, o un invierno rudo que viene a echar por tierra vuestra esperanza. HORACIO, Od., III, 1, 20. (N. del T.)
  

1257

Tan pronto un sol sobrado abrasa las cosechas como las lluvias súbitas o las rudas heladas las destruyen, o bien los vendavales las arrastran en sus torbellinos. LUCRECIO, V, 216. (N. del T.)
  

1258

A juicio de algunos comentadores, Montaigne alude aquí a su esposa, de quien siempre habla a medias palabras. (N. del T.)
  

1259

No por sus rentas sino por sus necesidades debe medirse su fortuna. CICERÓN. Paradox., VI, 3. (N. del T.)
  

1260

Dado el primer paso, es difícil detenerse. SÉNECA, Epíst. 13. (N. del T.)

1261

El agua que cae gota a gota orada la piedra. LUCRECIO, I, 314. (N. del T.)
  

1262

Entonces mi alma se ve circundada por mil cuidados. VIRGILIO, Eneid., V, 720. (N. del T.)
  

1263

El castillo de este nombre. (N. del T.)
  

1264

¿Por qué no te ocupas más bien en cosas útiles? ¿Por qué no haces cestos de mimbre o canastillos de junco? VIRGILIO, Églog., II, 71. (N. del T.)
  

1265

El propio Montaigne. (N. del T.)
  

1266

Al cabo de tantos viajes por mar y tierra, después de tantas fatigas y combates séame dable al fin encontrar el reposo de mi vejez. HORACIO, Od., II, 6, 6. (N. del T.)
  

1267

Nunca gozamos mejor de los frutos del talento, d la virtud y de todas las cualidades superiores que compartiéndolos con las personas de nuestra mayor intimidad. CICERÓN, de Amicit, c. 9. (N. del T.)
  

1268

Muchas gentes invitan a que las engañéis temiendo ser engañadas; la desconfianza es madre de la infidelidad. SÉNECA, Epíst. 3. (N. del T.)
  

1269

La esclavitud es la sujeción de un espíritu cobarde y flaco que no es dueño de su voluntad. CICERÓN, Paradox., V, 1. (N. del T.)
  

1270

¡Los sentidos, oh dioses, los sentidos! (N. del T.)

1271

Pláceme que mi imagen se refleje en los platos y en los cristales. HORACIO, Epíst., I, 23. (N. del T.)
  

1272

Soportaría estos tiempos inferiores al siglo de hierro, en que los crímenes no tienen nombre, y que la naturaleza no puede designar con el de ningún metal. JUVENAL, XIII, 28. (N. del T.)
  

1273

En que lo justo y lo injusto son tergiversados. VIRGILIO, Geórg., I, 504. (N. del T.)
  

1274

Armados, se trabajaba la tierra; se vive de rapiñas, y todos se complacen en el bandidaje. VIRGILIO, Eneid., VII, 748. (N. del T.)
  

1275

Tal como le veas, ama el Estado: si es monarquía, ama a realeza; si pequeño o comunidad, ámalo también, porque Dios en él hizo que nacieras. (N. del T.)
  

1276

Que buscan menos el cambio de gobierno que la ruina del ya existente. CICERÓN, de Offic., II, 1. (N. del T.)
  

1277

¡Ay, nuestras llagas, nuestras guerras parricidas nos cubren de vergüenza! Hijos del siglo, ¿a qué culpa no somos acreedores? ¿que estragos dejamos de cometer? ¿Hay alguna cosa santa que nuestra juventud haya respetado, algún altar que no haya profanado? HORACIO, Od., I, 35, 33. (N. del T.)
  

1278

Aun cuando la diosa Satus lo quisiera, sería impotente pala salvar a esta familia. TERENCIO, Adelph., act. IV, esc. VII, v. 43. (N. del T.)
  

1279

Las palabras precedentes explican el sentido de este verso de PLAUTO, Captiv., 22. (N. del T.)
  

1280

La suerte no quiso confiar a ninguna nación de cuidado de vengarla de los dueños del mundo. LUCANO, I, 82. (N. del T.)

1281

Sólo flacas raíces le fijan a la tierra, únicamente le sostiene su propio peso. LUCANO, I, 138. (N. del T.)
  

1282

Todos están enfermos y amenazados de tempestad idéntica. (N. del T.)
  

1283

Quizás un dios merced a un cambio favorable nos volverá a nuestro prístino estado. HORACIO, Epod., XIII, 7. (N. del T.)
  

1284

Cual si abrasadas las fauces hubiera saciado mi sed en las aguas somnolientas del Leteo. HORACIO, Epod., XIV, 3. (N. del T.)
  

1285

Nada tan desfavorable para quien trata de complacer como el hacer concebir luengas esperanzas. CICERÓN, Academ., II, 4. (N. del T.)
  

1286

La sencillez acomoda a los guerreros. QUINTILIANO, Inst. Orat., XI, 1. (N. del T.)
  

1287

Lo que Montaigne afirma en este pasaje es la expresión de la verdad más genuina. En muchos lugares la claridad habría sido mayor, y por consiguiente menos penosa la lectura, si se hubiera resinado a hacer esa «corrección pueril» que desdeñaba. (N. del T.)
  

1288

La más justa de todas las acciones deja de serlo si no es voluntaria. CICERÓN, de Offic., I, 3. (N. del T.)
  

1289

Apenas ejecuto voluntariamente aquellas cosas a que el deber me obliga. TERENCIO, Adelph., acto III, esc. V, v. 44. (N. del T.)
  

1290

Porque en aquellas cosas en que la autoridad superior ordena, quien obedece es menos considerado que quien manda. VALERIO MÁXIMO, II, 2, 6. (N. del T.)

1291

Es prudente detener como en la carrera los arranques sobrado fogosos de la amistad. CICERÓN, de Amicit., c. 17. (N. del T.)
  

1292

Desconozco los presentes de los grandes. VIRGILIO, Eneid. XII, 519. (N. del T.)
  

1293

Todas mis esperanzas residen en mí mismo. TERENCIO, Adelph., acto III, esc. V, v. 9. (N. del T.)
  

1294

¡Tantas campiñas roturadas serán despojo de un bárbaro soldado! VIRGILIO, Églog., I, 71. (N. del T.)
  

1295

¡Desdichado es tener que proteger su vida como el amparo de puertas y murallas y mantenerse apenas seguro en su propia casa! OVIDIO, Trist., IV, I, 69. (N. del T.)
  

1296

Ni siquiera cuando vivimos en sosiego cesamos de temer la guerra. OVIDIO, Trist., III, 10, 67. (N. del T.)
  

1297

Cuantas veces el acaso rompió la paz, abrió el camino de la guerra. ¡Oh fortuna! ¿por qué no me procuraste una vivienda errante en los ardientes climas o bajo la Osa helada? LUCANO, I, 255 y 56; 251. (N. del T.)
  

1298

¡Tanto el crimen se multiplicó entre nosotros! VIRGILIO, Geórg., I, 506. (N. del T.)
  

1299

Sobrepujando las fuerzas y la salud de un anciano. VIRGILIO, Eneid., VI, 114. (N. del T.)
  

1300

Sin cesar permanecen ante mis ojos mi casa y todos los sitios que abandoné. OVIDIO, Trist., III, 4, 57. (N. del T.)

1301

Decid un guarismo a fin de evitar toda discusión: de lo contrario echaré mano de la amplitud que me dejáis, y así como arrancaría crin a crin todas las que forman la cola de un caballo, suprimiré una lengua y luego otra hasta que ninguna os quede, y caigáis vencido por la fuerza de mi sorites. HORACIO, Epíst., II, 1, 38. (N. del T.)
  

1302

La naturaleza no consintió que conociéramos los límites de las cosas. CICERÓN, Acad., II, 29. (N. del T.)
  

1303

Karantia, ciudad de la isla de Rugen, en el mar Báltico. (N. del T.)
  

1304

Terencio. (N. del T.)
  

1305

Os recogéis un poco tarde, pues al punto vuestra esposa se imagina que amar a otra o que por otra sois amado, que os disteis a la bebida o que os divertís; en fin, que los buenos ratos son para vosotros y los malos para ella. TERENCIO, Adelph., acto I, esc. I, v. 7. (N. del T.)
  

1306

Este pasaje se refiere a La Boëtie. (N. del T.)
  

1307

Entregamos a su examen los secretos más íntimos de nuestro pecho. PERSIO, V. 22. (N. del T.)
  

1308

Estos ligeros vestigios bastarán a un espíritu sagaz para adivinar el resto. LUCRECIO, I, 403. (N. del T.)
  

1309

Montaigne alude aquí a la «cofradía» que instituyeron Cleopatra y Marco Antonio después de la batalla de Accio. Los que de ella formaban parte se comprometían a morir juntos. (J. V. L.)
  

1310

Más bien que la prudencia el acaso gobierna nuestra vida. CICERÓN, Tusc. Quaest., V, 3. (N. del T.)

1311

Una comida en que reine el aseo mejor que la abundancia; más agradable que fastuosa. (N. del T.)
  

1312

Si la sapiencia me ofrecieran a condición de tenerla guardada, sin poder comunicársela a nadie, la desecharía. SÉNECA, Epíst. 6. (N. del T.)
  

1313

Suponed al sabio abundantemente provisto de todas las cosas necesarias, dueño de contemplar y estudiar a su albedrío cuanto es digno de ser conocido, mas de soledad tan grande rodeado que con nadie se relacione, y al punto solicitará el abandono de la vida. CICERÓN, de Offic., I, 43. (N. del T.)
  

1314

Si el destino me consintiera conforme a mis deseos asar mi vida. VIRGILIO, Eneid., IV, 340. (N. del T.)
  

1315

Visitaría las regiones que el sol abrasa con sus rayos; contemplaría las en que se forman las nubes y el rocío. HORACIO, III, 3, 54. (N. del T.)
  

1316

Qué oculto en vuestro corazón os consume y os corroe. Ennius apud Cicer de Senectude, c. 1. (N. del T.)
  

1317

Los favores de la fortuna no se gozan nunca puros. QUINTO CURCIO, IV, 14. (N. del T.)
  

1318

La placidez verdadera es aquella que la razón nos procura. SÉNECA, Epíst. 53. (N. del T.)
  

1319

Que uno de mis remos sacuda las olas y el otro la arena de la playa. PROPERCIO, III, 3, 23. (N. del T.)
  

1320

El Señor sabe que los pensamientos de los sabios no son más que vanidad. Ps. 93, v. 11; y Corint., 1, 3, 20. (N. del T.)

1321

Cada cual experimenta su expiación. VIRGILIO, Eneid., VI, 743. (N. del T.)
  

1322

Debemos obrar de tal suerte que sin contravenir jamás las leyes generales de naturaleza sigamos la nuestra peculiar. CICERÓN, de Offic., I, 31. (N. del T.)
  

1323

Que los enfermos en peligro sean visitados por los médicos más hábiles. JUVENAL, XIII, 123. (N. del T.)
  

1324

Nadie cree sobrepujar los límites de lo lícito. JUVENAL XIV, 233. (N. del T.)
  

1325

Olo, ¿qué interés tienes en saber cómo éste o aquélla disponen de su persona? MARCIAL, VII, 9, 1. (N. del T.)
  

1326

Huye de la corte, si quieres seguir siendo justo. LUCANO, VIII, 493. (N. del T.)
  

1327

Pero tú, Catulo, se perseverante en tu constancia. CATULO, Carm., VIII, 19. (N. del T.)
  

1328

Uno de los treinta tiranos que en la época del emperador Galba. He aquí sus palabras según el texto de TRETELIO POLIÓN, Trig. Tirann, c. 23: Commilitones, bonum ducem perdidistis, et malum pricipem felicis. (C.)
  

1329

Montaigne escribe babouins capettes; la primera palabra significa mono grande, y la segunda, en su sentido recto, escolar de un colegio fundado en París el año 1480 por Juan Standoncht, de Malinas, doctor sorbónico. Se los llamó capettes (capitas) por las esclavinas que todos ellos llevaban. (N. del T.)
  

1330

Si doy con un hombre virtuoso e íntegro, comparo este monstruo a una criatura con dos cabezas, o a los peces que un labrador encontrara boquiabiertos bajo la reja de su arado, o a una mula fecunda. JUVENAL, XIII, 64. (N. del T.)

1331

Octavio, Marco Antonio y Lépido. (C.)
  

1332

¿Adónde vas extraviándote? VIRGILIO, Eneid., V, 166. (N. del T.)
  

1333

Nada hay tan útil que pueda serlo transitoriamente. SÉNECA, Epíst. 2. (N. del T.)
  

1334

Menos mal. (N. del T.)
  

1335

De Roma. (N. del T.)
  

1336

Tan intenso es el recuerdo que se respira en estos lugares; pues adonde quiera que llegamos, tropezamos con el vestigio de algún suceso memorable. CICERÓN, de Finib., V 1 y 2. (N. del T.)
  

1337

Yo los venero, y sus nombres jamás se apartan de mis labios. SÉNECA, Epíst. 64. (N. del T.)
  

1338

Más preciosa por sus ruinas, dignas de alabanza. SIDONIO APOLINARIO, Carm., XXIII, Narbo., v. 62. (N. del T.)
  

1339

Para que se piense que en este lugar naturaleza desplegó sus más atractivas alas. PLINIO, Nat. Hist., III, 5. (N. del T.)
  

1340

Quien rehúsa muchas cosas, muchas más recibe de los dioses; sin tener nada, nada pide de lo que anhelan tantos ambiciosos. A los que mucho desean, siempre faltan muchas cosas. HORACIO, Od., III, 16, 21 y 42. (N. del T.)

1341

Nada más solícito de los dioses. HORACIO, Od., II, 18, 11. (N. del T.)
  

1342

El resto lo abandono al acaso. OVIDIO, Metam., II, 140. (N. del T.)
  

1343

No es posible que nazcan cosas buenas cuando los gérmenes están corrompidos. (N. del T.)
  

1344

En 1581. (N. del T.)
  

1345

Traducción de la bula de ciudadanía romana: «Sobre el informe presentado al Senado por Oracio Massimi, Marzo Cecio y Alejandro Muti, Conservadores de la ciudad de Roma, relativo al derecho de ciudadanía romana que ha de otorgarse al Ilustrísimo Miguel de Montaigne, caballero de la orden de San Miguel y gentilhombre ordinario de la cámara del rey cristianísimo, el Senado y el pueblo romano han decretado lo que sigue:
»Considerando que según una costumbre antigua entre nosotros fueron siempre adoptados con solicitud y ardor aquellos que, sobresaliendo en virtud y nobleza, sirvieron y honraron nuestra república, o que algún día pudieran servirla y honrarla: Nos, llenos de respeto para con el ejemplo y autoridad de nuestros antepasados, nos creemos en el deber de imitar y conservar esta laudable costumbre. Por estas razones, el Ilustrísimo Miguel de Montaigne, caballero de la orden de San Miguel y gentilhombre ordinario de la cámara del rey cristianísimo, muy celoso del nombre romano, siendo por el rango y por el brillo de su familia, al par que por sus prendas personales, muy digno de que le sea concedido el derecho de ciudadanía romana por el supremo testimonio de los sufragios del Senado y del pueblo romano; el Senado y el pueblo romano han tenido a bien acordar que el Ilustrísimo Miguel de Montaigne, a quien adornan toda suerte de méritos y además persona muy querida de este noble pueblo, fuese inscripto como ciudadano romano, así él como su posteridad, y llamado a gozar de todos los honores y privilegios reservados a los que nacieron ciudadanos y patricios de Roma, o llegaron a serlo por mejores títulos. Con lo cual el Senado y el pueblo romanos entienden mejor pagar una deuda que otorgar un derecho; y como menor consideran el servicio que procuran que el recibido de quien acogiendo este derecho de ciudadanía ilustra y honra a la ciudad misma. Los Conservadores hicieron que los secretarios del Senado y del pueblo romano transcribiesen este senadoconsulto para que fuese depositado en los archivos del Capitolio, levantando además esta acta, en la cual va estampado el sello ordinario de la ciudad. Año 2331 de la fundación de Roma, y 1581 del nacimiento de Jesucristo, a 13 de marzo.
»ORACIO FOSCO, Secretario del Sacro Senado y del pueblo romano.
»VICENTE MARTOLI, Secretario del Sacro Senado y del pueblo romano.» (N. del T.)
  

1346

Huidor de los trabajos, nacido para la calma del ocio y en el ocio tranquilo y reposado. OVIDIO, Trist., III, 2-9. (N. del T.)
  

1347

SÉNECA, Epíst. 22. Montaigne traduce estas palabras después de haberlas citado. (N. del T.)
  

1348

Camináis sobre fuego, oculto bajo ceniza engañosa. HORACIO, Od., II, 1-7. (N. del T.)
  

1349

Uno y otro buenos ministros en la paz y en la guerra. VIRGILIO, Eneida, XI, 653. (N. del T.)
  

1350

Juzgan, indoctos, de lo que no entienden, y para que no se equivoquen hay que engañarlos muchas veces en el mismo asunto en que han de juzgar. QUINTIL Inst. orat., II, 17. (N. del T.)

1351

El que es amigo de sí mismo está seguro que es amigo de los demás. SÉNECA, Epíst. 6. (N. del T.)
  

1352

No sólo por mis amigos caros, sino también por la patria, débil y todo como soy, sacrificaré mi vida. HORACIO, Od., IV 91 51. (N. del T.)
  

1353

Todas las cosas dirige mal el arrebato. ESTACIO, Thebaida, X, 704. (N. del T.)
  

1354

El apresuramiento es causa de retraso. QUINTO CURCIO, IX, 9, 112. (N. del T.)
  

1355

SÉNECA, Epíst. 41. Estas palabras, algo modificadas por Montaigne, termina la epístola; las castellanas precedentes las traducen. (N. del T.)
  

1356

Probablemente el rey de Navarra, después Enrique IV. (N. del T.)
  

1357

Pues si lo que pasa el hombre es suficiente pudiera bastarle. con ello estaría contento, mientras que no siendo así, ¿qué riquezas juzgará bastantes a llenar su ánimo? LUCILIO, V, apud Nonium Marcellum. (N. del T.)
  

1358

Provee naturaleza lo que le falta. SÉNECA Epíst. 90. (N. del T.)
  

1359

¿Para qué quiero las riquezas si no me dejan servirme de ellas? HORACIO, Epíst., I, 5 y 12. (N. del T.)
  

1360

Todo el mundo representa la comedia. PETRONIO. (N. del T.)

1361

Tanto confían en la fortuna, que hasta la naturaleza menosprecian QUINTO CURCIO, III, 2, 18. (N. del T.)
  

1362

Ni llevo mi animosidad más lejos de lo que exigen las necesidades de la guerra. (N. del T.)
  

1363

El que no tiene de su parte la razón acude a la violencia. CICERÓN, Tuscul. Quaest., IV, 25. (N. del T.)
  

1364

No trataban todos juntos de todo, sino que cada cual atendía a aquello en que le iba algún interés particular. TITO LIVIO, XXXIV, 36. (N. del T.)
  

1365

Mejor no comienzan que se contienen. SÉNECA, Epíst. 72. (N. del T.)
  

1366

Como la roca que avanza en el ancho océano, abierta al empuje de los vientos y expuesta al choque de las olas, permaneciendo inconmovible contra todo el poder junto del cielo y del mar. VIRGILIO, Eneida, X, 693. (N. del T.)
  

1367

No nos induzcas a tentación. (N. del T.)
  

1368

Montaigne traduce estas palabras antes de citarlas. (N. del T.)
  

1369

Pues ellas mismas se atropellan una vez que se apartaron de la razón; la necedad es indulgente consigo misma y se remonta imprudentemente a las alturas sin hallar medio de retenerse. CICERÓN, Tusc. Quaest., IV, 18. (N. del T.)
  

1370

Así, cuando las primeras corrientes de aire sosegadas gimen en las selvas y nacen apagados murmullos presagian a los navegantes los vientos que han de venir. VIRGILIO, Eneida, X, 97. (N. del T.)

1371

En los litigios conviene ser transigente en cuanto sea lícito, y aun estoy por decir un poco más allá; pues el que uno ceda de su derecho a veces no es sólo liberal sino también ventajoso. CICERÓN, de Officiis, II, 18. (N. del T.)
  

1372

Véanse las Memorias de Felipe de Comines, libro V, cap. I. (C.)
  

1373

Mejor se las arranca del alma que no se las sujeta. (N. del T.)
  

1374

¡Dichoso quien sabe conocer la esencia de las cosas y huella con sus pies las flaquezas humanas, la fatalidad inexorable y los temores de la muerte! Feliz quien conoce a los dioses venturosos de los campos, a París, al viejo Sileno y a las ninfas hermanas! VIRGILIO, Geórg., II, 490. (N. del T.)
  

1375

Con razón temí siempre ponerme en un lugar donde se fijaran en mí las miradas de los hombres. HORACIO, Od., III, 16, 18. (N. del T.)
  

1376

Pacífico por naturaleza, y ahora también por mis años. Q. CICERÓN, de P. Consulat., c. 2. (N. del T.)
  

1377

Ni sumisa, ni abyecta, ni tampoco presuntuosa. CICERÓN, de Officiis, 1, 34. (N. del T.)
  

1378

No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria. Salm. 113, v. I. (N. del T.)
  

1379

¿Qué alabanza es ésta que puede comprarse en el mercado? CICERÓN, de Finibus bon. et mal., II, 15. (N. del T.)
  

1380

A mí me parecen las cosas mucho más laudables cuando son hechas sin aparato y sin que el pueblo sea testigo. CICERÓN, Tusc. Quaest., II, 26. (N. del T.)

1381

¡No me confiaré yo a este monstruo! ¡Cómo ignorar lo que esconde la apariencia de este mar apacible y de estas olas reposadas! Eneid., V, 819. (N. del T.)
  

1382

Dispuesto a dar peso al humo. PERSIO, V, 20. (N. del T.)
  

1383

Así pues, las cosas falsas están muy cerca de lo verdadero... que el hombre prudente no ose lanzarse por tan arriesgado camino. CICERÓN, Acad., II, 21. (N. del T.)
  

1384

Tienen los hombres el hábito caprichoso de propalar sus propias invenciones por su propia industria. TITO LIVIO, XXVIII, 24. (N. del T.)
  

1385

Como si no hubiese nada tan vulgar como la ignorancia. CICERÓN, de Divinat., II, 39. (N. del T.)
  

1386

Buen amparo es para la sana razón una turba de insensatos. SAN AGUSTÍN, de Civ. Dei, VI, 19. (N. del T.)
  

1387

Admiramos a distancia cosas que nos engañan. SÉNECA, Epíst. 118. (N. del T.)
  

1388

Jamás dará la fama idea clara de la verdad. Q. CURCIO, IX. (N. del T.)
  

1389

Los hombres se adhieren con mayor fe a las cosas que no entienden. -Por inclinación del ingenio humano, las cosas obscuras son creídas con el mayor gusto. TÁCITO, Hist., I, 22. (N. del T.)
  

1390

Que parecen razonables, pero que de ningún modo se las afirma. CICERÓN, Acad., II, 27. (N. del T.)

1391

El asunto parece, más bien que un hecho criminal, una perturbación del juicio. TITO LIVIO, VIII, 18. (N. del T.)
  

1392

Y no me avergüenza, como a ellos, decir no saber lo que no sé. CICERÓN. Tusc. Quaest., I, 25. (N. del T.)
  

1393

[imagen en el original (N. del E.)]
  

1394

Sea que el calor abra muchas vías y conductos cerrados para que llegue la savia a las nuevas hierbas; sea que endurezca más la tierra y cierre las grandes aperturas para que no penetre la fina lluvia, ni el hórrido fuego del sol ni el árido frío universal. VIRGILIO, Geórg., I, 89. (N. del T.)
  

1395

Toda medalla tiene su reverso. Proverbio italiano. (N. del T.)
  

1396

Observar una regla de conducta, perseverar hacia un fin, seguir la naturaleza. LUCANO, hablando de Catón, II, 381. (N. del T.)
  

1397

En todas las cosas, aun en las referentes a las letras, trabajamos inmoderadamente. SÉNECA, Epíst. 106. (N. del T.)
  

1398

Obra es de pocas letras el tener buen juicio. SÉNECA, Epíst. 106. (N. del T.)
  

1399

Cosas que agradan más gustadas que bebidas. CICERÓN, Tusc. Quaest. V, 5. (N. del T.)
  

1400

Cuando no se trata del ingenio, sino del alma. SÉNECA, Epíst. 75. (N. del T.)

1401

Un alma elevada se expresa con mayor calma y seguridad, pues el carácter del talento del hombre no es distinto de su alma. SÉNECA. Epíst., 115, 111. (N. del T.)
  

1402

Aquella resuelta y clara virtud fue convertida en ciencia obscura y complicada. SÉNECA, Epíst. 95. (N. del T.)
  

1403

No con armas, sino con vicios se combate. (N. del T.)
  

1404

El enemigo es temible por una y otra parte; uno y otro lado amenazan con un mal cercano. OVIDIO, de Ponto, 1, 3, 57. (N. del T.)
  

1405

Nuestro mal se envenena con el remedio que se le procura. (N. del T.)
  

1406

Aumenta y se hace más agudo con la medicación VIRGILIO. Eneid. XII, 46. (N. del T.)
  

1407

Mezcladas por nuestro criminal furor todas las cosas justas e injustas, desviaron de nosotros la mente justiciera de los dioses. CATULO, de Nuptiis Pelei et Thetitidos, v. 403. (N. del T.)
  

1408

No impidáis ahora que este joven ponga orden en esta honda perturbación que por doquiera reina. VIRGILIO, Geórg., I, 500. (N. del T.)
  

1409

Nada hay de apariencia tan falaz como la falsa religión, en la cual se justifican los crímenes con el respeto a la divinidad. TITO LIVIO, XXXIX, 15. (N. del T.)
  

1410

Hasta tal punto reina el trastorno en todos nuestros campos. VIRGILIO, Églog., I, 11. (N. del T.)

1411

Aniquilan lo que consigo no pueden conducir, y la turba criminal incendia hasta las cabañas más humildes. OVIDIO, Trist., III, 10, 63. -Dentro de los muros no hay una seguridad, y en los campos, las gentes perecen de hambre. CLAUDIANO, in Eutrop., I, 244. (N. del T.)
  

1412

La claridad o lucidez se dificultan con la disputa. CICERÓN, de Nat. deor., III, 4. (N. del T.)
  

1413

Tenga yo lo que ahora tengo o menos aún; y viva para mí lo que me resta de vida, si los dioses quieren otorgármelo. HORACIO, Epíst., I, 18, 107. (N. del T.)
  

1414

El más poderoso es aquel que a sí mismo se tiene bajo su poder. SÉNECA, Epíst. 90. (N. del T.)
  

1415

Tanto sentimos los males públicos, cuanto afectan a nuestros intereses particulares. TITO LIVIO, XXX, 41. (N. del T.)
  

1416

Con confusión se amontonan los restos de los jóvenes como los de los viejos: ninguna cabeza escapa ante la cruel Proserpina. HORACIO, Od., I, 28, 29. (N. del T.)
  

1417

Vieras desiertos los reinos de los pastores y vacíos los bosques en extensiones inmensas. VIRGILIO, Geórg., III, 476. (N. del T.)
  

1418

Medita en los destierros, tormentos. guerras, enfermedades y naufragios para que ningún mal te coja de nuevas. SÉNECA, Epíst. 91, 107. (N. del T.)
  

1419

Igual es el dolor sufrido que el que se teme sufrir. SÉNECA, Epíst. 74. (N. del T.)
  

1420

Avivando al seso del hombre con sus advertencias. VIRGILIO, Geórg., I, 123. (N. del T.)

1421

Menos daña el sufrimiento que el pensamiento. QUINTIL., Inst. Orat., I, 12. (N. del T.)
  

1422

En vano investigáis, mortales, la hora de la muerte, y por qué camino ha de veniros. Menor sufrimiento es llegar súbitamente al término inevitable que penar largo tiempo en la dolorosa incertidumbre. -Los dos primeros versos son de PROPERCIO, II, 27, I del pasaje donde se lee At vos incertam. Ignoro el origen de los otros dos. (N.)
  

1423

La vida entera de los filósofos es una explicación o comento de la muerte. CICERÓN, Tusc. Quaest., I, 30, (N. del T.)
  

1424

Allí donde me llevó la tempestad, allí me considero huésped. HORACIO Epíst. I 1, 15. (N. del T.)
  

1425

Más sufre de lo que es necesario quien se aflige de antemano. SÉNECA. Epíst. 95. (N. del T.)
  

1426

Odisea, XIX, 163. (N. del T.)
  

1427

OVIDIO, Fastos, I, 380. Las palabras siguientes traducen este pasaje. (N. del T.)
  

1428

Así todas las cosas se renuevan. LUCRECIO, II, 74. (N. del T.)
  

1429

A las mismas almas afecta en gran modo el cuerpo en que están alojadas, pues en el cuerpo existen muchas cosas que avivan el entendimiento, y otras que lo entorpecen. CICERÓN, Tusc. Quaest., I, 33. (N. del T.)
  

1430

¿Cómo dije tengo, en lugar de he tenido, Crema? TERENCIO. Heaut, acto escena I, v. 42. (N. del T.)

1431

¡Ay!, sólo verás los huesos de mi cuerpo descarnado. (N. del T.)
  

1432

Ahora es cuando hay que tener ánimo; Eneas ahora firmeza de corazón. VIRGILIO, Eneida, VI, 261. (N. del T.)
  

1433

Ya invocado el favor de Pólux, e implorado el de Cástor. CÁPULO, Carm., LXVI, 65. (N. del T.)
  

1434

Pues es mayor mi deseo de que no se cometan faltas que mi disposición de ánimo para castigar las que ya se han cometido. TITO LIVIO, XXIX, 21. (N. del T.)
  

1435

Nace el arte de la experiencia, por varios modos, mostrando el camino con el ejemplo MANILIO, I, 59. (N. del T.)
  

1436

Quizás algún fabricante de naipes de la época. (N. del T.)
  

1437

Como en el pasado por causa de las plagas, pensamos ahora por causa de las leyes. TÁCITO, Annal., III, 25. (N. del T.)
  

1438

Confuso es lo que se divide hasta reducirlo a polvo. SÉNECA, Epíst 89. (N. del T.)
  

1439

La variedad de doctrinas engendra la doctrina y al par la confusión. QUINTIL, Inst. orat., X, 3. Montaigne cita las mismas palabras de Quintiliano, pero les da sentido diferente. (N. del T.)
  

1440

Jurisconsulto romano. (N. del T.)

1441

Jurisconsultos italianos del siglo XIV. (N. del T.)
  

1442

Proverbio griego y latino. El ratón en la pez, que se embadurna más cuanto mayores esfuerzos hace por desatascarse. (N. del T.)
  

1443

Así las aguas de un arroyo se deslizan sin fin, rodando unas tras otras, unidas y por modo contante; un agua sigue a la otra y ambas huyen entre sí. Ésta por aquélla es empujada, y aquella por la otra adelantada: el agua va siempre al agua, y siempre es el mismo arroyo, y siempre agua diferente. -Estos versos de La Boëtie figuran en una composición dedicada a Margarita de Carle, con quien luego contrajo aquél matrimonio. (C.)
  

1444

Por qué arte sostiene Dios esta morada; por dónde viene la luna al salir, y en qué consiste su falta, puesto que reunidos después ambos cuerpos adquieren su plenitud cada período mensual; de dónde vienen los vientos dominantes en el mar; qué influencia ejerce el soplo del Euro y de donde procede el agua perenne que hay en las nubes; ha de llegar un día en que los fundamentos del orden han de ser destruidos... Investigad, vosotros a quienes preocupa la obra del universo. -Los seis primeros versos de PROPERCIO, III, 5, 26; el segundo pasaje es de LUCANO: I, 417. (C.)
  

1445

Así cuando las olas empiezan a ponerse blanquecinas con las primeras ráfagas del viento, y después poco a poco a agitarse en el mar y a remontar más altas sus ondas, hasta que al fin parece como si tocaran el firmamento. VIRGILIO, Eneida, VII, 528. (N. del T.)
  

1446

Apolo. En el frontispicio de su templo en Delfos se leía la máxima famosa. Nosce te ipsum. (J. V. L.)
  

1447

Nada hay más censurable que lanzar el aserto y la aprobación antes del conocimiento y la percepción. CICERÓN, Acad., I, 13. (N. del T.)
  

1448

El gigante Anteo en su combate centra Hércules. (N. del T.)
  

1449

Cuyos miembros, perdida ya la fuerza, cobran nueva energía al ponerse en contacto con su madre la tierra. LUCANO, IV, 599. (N. del T.)
  

1450

Pues son innumerables las especies, y los nombres de cada una. VIRGILIO, Geórg., II, 103. (N. del T.)

1451

Sólo la sabiduría se contiene toda dentro de sí misma. CICERÓN, de Finib. bon et mal., III, 7. (N. del T.)
  

1452

Montaigne habla de sí mismo en este pasaje. (N. del T.)
  

1453

Cuando me daba fuerzas una sangre mejor, cuando la vejez envidiosa no me había cubierto con su manto blanco. VIRGILIO, Eneida, V, 415. (N. del T.)
  

1454

Lo que es quisiera ser, y no anhela cosa distinta. MARCIAL, X, 47,12. (N. del T.)
  

1455

Al fin doy una mano con ciencia eficaz. HORACIO, Epod., XVII, 4. (N. del T.)
  

1456

Cuando desea ser conducido a la primera piedra, consulta la hora en su libro de astrología; si le pica el párpado interior, hasta el colirio, luego de haber examinado un libro sobre la materia. JUVENAL, VI, 576. (N. del T.)
  

1457

Por su naturaleza es también el hombre un animal delicado y armónico. SÉNECA, Epíst. 92. (N. del T.)
  

1458

¿Tanto vale la vida? Somos inducidos a privarnos de las cosas acostumbradas, de suerte que para vivir dejamos de vivir. Y en efecto ¿podrán incluirse en el número de los vivos, aquellos para quienes se truecan en incómodos el aire que respiran y la luz que los alumbra? PSEUDO GALLUS, Eleg., I, 155 y 247. (N. del T.)
  

1459

Ante quien dando rápidas vueltas de acá para allá, aparecía el resplandeciente Cupido envuelto en brillante túnica. CATULO, Carm., LXVI, 133. (N. del T.)
  

1460

Y he militado no sin gloria. HORACIO, Od., III, 26, 2. (N. del T.)

1461

Me acuerdo de haber alcanzado seis veces el triunfo. OVIDIO, Amor., III, 7, 126. (N. del T.)
  

1462

La cual dice en Petronio, c. 25: Junonem meam iratam habeam, si unquam, me meminerim virginem fuisse? (C.)
  

1463

Los pelos me salieron con celeridad, quedándose admirada mi madre al verme la barba. MARCIAL, XI, 22, 7. (N. del T.)
  

1464

En castellano en el texto. (N. del T.)
  

1465

Fernel, médico de Enrique II (1497-1558). Escalígero (J. C.), uno de los más célebres eruditos del siglo XVI. (N. del T.)
  

1466

El filósofo Carneades. (C.)
  

1467

Hay cierto metal de voz que se acomoda mejor al oído, no por su fuerza, sino por su timbre. QUINTIL., XI, 3. (N. del T.)
  

1468

Indígnate si algo injusto se decide contra ti solo. SÉNECA, Epíst. 91. (N. del T.)
  

1469

¿A qué esos votos pueriles, que son completamente en balde? OVIDIO, Epíst., III, 8, 11. (N. del T.)
  

1470

Así el que no está seguro de sus fuerzas, deseando contener la ruina inminente, opone puntales en diversos sitios de la fábrica; hasta que cierto día deshecha toda la armazón, todo da en tierra con el edificio mismo. PSEUDO GALLUS, 1, 171. (N. del T.)

1471

Los médicos. (N. del T.)
  

1472

El sufrimiento que nos alcanza sin razón es el que al llegar debe dolernos más. OVIDIO, Heroid., V, 8. (N. del T.)
  

1473

Bello morir el que llega en el combate. VIRGILIO, Eneida, II, 317. (N. del T.)
  

1474

Vivir, Lucilio amigo, es guerrear. SÉNECA, Epíst. 96. (N. del T.)
  

1475

Ya no puedo permanecer con paciencia en los umbrales, ni soportar el agua cuando llueve. HORACIO, Od., III, 10, 19. (N. del T.)
  

1476

Ni el organismo se vio contagiado por los males de la mente enferma. OVIDIO, Trist., III, 8, 25. (N. del T.)
  

1477

¿Quién se admira de ver en los Alpes elevaciones de terreno? JUVENAL, XIII, 162. (N. del T.)
  

1478

Las cosas que llenan la vida de los hombres, aquellas en que piensan, por las que se interesan, las que ven y ejecutan durante la vigilia, las que de inquietud los llenan, todas, en suma, de ningún modo debe admirarnos que soñando se nos muestren. CICERÓN, de Divinat., I, 22. Los versos latinos pertenecen a una tragedia de Atio, intitulada Brutus. (N. del T.)
  

1479

Por las que la vida regalona inspira el hastío de las riquezas. SÉNECA, Epíst. 18. (N. del T.)
  

1480

Si temes cenar un pobre plato de yerbajos. HORACIO, Epíst., I, 5, 2. (N. del T.)

1481

Gran parte de la libertad es un vientre bien acostumbrado. SÉNECA, Epíst. 123. (N. del T.)
  

1482

[imagen en el original (N. del E.)]
  

1483

La excelente mediocridad, tan recomendada en lo antiguo, y en particular por Cleóbulo, uno de los siete sabios de Grecia, como puede verse en DIÓGENES LAERCIO, I, 93. (C.)
  

1484

Todas las cosas hechas conforme a la naturaleza son causa segura de bienes. CICERÓN, de Senect., c. 19. (N. del T.)
  

1485

La fuerza arrebata la vida a los jóvenes; la madurez a los viejos. CICERÓN, de Senect., c. 19. (N. del T.)
  

1486

Si el vaso no está limpio, cuanto en él vertéis se acoda. HORACIO, Epíst., 2, 54. (N. del T.)
  

1487

V. CICERÓN, Tusc. Quaest., V, 18. (N. del T.)
  

1488

Bravas gentes que conmigo habéis atravesado frecuentes y duros trances, ahogad las penas en el vino: mañana nos lanzaremos de nuevo en el inmenso mar. HORACIO, Od., I, 7, 30. (N. del T.)
  

1489

Al que el entendimiento le sabe bien, bien le sabe igualmente el paladar. CICERÓN, de Finib. bon. et mal., II, 8. (N. del T.)
  

1490

Pues es un mal análogo la efusión del alma por la alegría que su contracción por el dolor. CICERÓN, Tusc. Quaest., IV, 31. (N. del T.)

1491

La vida del necio es ingrata y agitada, toda pendiente del porvenir. SÉNECA, Epíst. 15. (N. del T.)
  

1492

Como esos espectros que, según la voz común, ruedan en torno de los sepulcros, o como los ensueños que perturban nuestros sentidos cuando dormimos. VIRGILIO, Eneida, X, 641. (N. del T.)
  

1493

Creyendo que nada hay hecho mientras queda algo por hacer. LUCANO, II, 657. (N. del T.)
  

1494

El sabio, investigador infatigable de las riquezas naturales. SÉNECA, Epíst. 110. (N. del T.)
  

1495

Estimable es todo lo que de acuerdo con la naturaleza practicamos. CICERÓN, de Finib. bon. et mal., III, 6. (N. del T.)
  

1496

Hay que penetrar en lo íntimo de las cosas y observar pacientemente lo que su naturaleza exige. CICERÓN, de Finib. bon. et mal., III, 16. (N. del T.)
  

1497

El que como un bien sumo alaba la naturaleza del alma y como un mal menosprecia la naturaleza de la carne, ciertamente se aficiona carnalmente al alma y carnalmente se aparta de la carne; porque esto lo concibe con vanidad humana, no como una verdad divina. SAN AGUSTÍN, de Civit. Dei, XIV, 5. (N. del T.)
  

1498

¿Quién no dirá ser cosa de locura, el hacer con reserva hipócrita lo que naturalmente se ha de hacer; impulsar en un sentido al cuerpo y en otro al alma, y andar solicitado por tan diversos movimientos? SÉNECA, Epíst., 74. (N. del T.)
  

1499

Poniéndote bajo el poder de los dioses, dominarás. HORACIO, Od., III, 6, 5. (N. del T.)
  

1500

Concédeme, hijo de Latona, este es mi ruego, el gozar de mis trabajos en buena salud y con sano juicio, sin afligirme con una vejez ajena al dulce canto de las musas. HORACIO, Od., 1, 31, 17. (N. del T.)









Las cartas de Montaigne deben formar el complemento natural de los Ensayos, y acompañan aéstos en casi todas las ediciones modernas. Bien que poco numerosas, bastan a dar una idea precisa de su manera epistolar, que en nada difiere del estilo de su libro, a excepción de las comunicaciones oficiales, que escribió siendo alcalde de Burdeos, por su naturaleza más rápidas y exentas de consideraciones filosóficas. Todas las del principio, menos la primera, son dedicatorias de los trabajos literarios de La Boëtie (originales o traducidos) a los personajes más relevantes del siglo, con el hermoso designio de mantener viva la memoria del amigo amantísimo. La segunda, dirigida a su padre, sin duda la más notable de todas, debe ser como un monumento considerada. En ella se hermana la tristeza más sublime y desoladora con la sencillez más ingenua; es imposible leerla sin que las lágrimas broten de los ojos, y sin que el corazón se oprima en el pecho cuantas veces se lee de nuevo. Todos los que de la correspondencia de Montaigne hablaron, considéranla como un fragmento dignísimo de las antiguas literaturas. Las demás, aun cuando fueran como dedicatorias compuestas, no por ello dejan de ser epístolas familiares por la naturalidad con que en ellas se expresan los sentimientos más elevados de la humana naturaleza, sin oropeles ni afectación de ningún linaje. Las dirigidas a Enrique IV acreditan «la menuda y larga experiencia de Estado y Corte» de que hablaba el licenciado Cisneros[1501] y también la posibilidad de comunicarse con los monarcas sin echar a un lado la dignidad y el decoro humanos.

Estas dos últimas son las más importantes entre las descubiertas hace pocos años. En ellas y en cada una de las otras se consigna, en la presente edición, la fecha de su hallazgo y otros pormenores biográficos e históricos necesarios para la mejor inteligencia del conjunto. Casi todas estas noticias pertenecen al muy erudito escritor francés Luis Moland, autor de una Vida de Molière, a quien ya Sainte-Beure tributó merecidos parabienes. Alguna de las cartas a los señores jurados de la ciudad de Burdeos lleva en el principio una cruz, que aquí se ha conservado; y con el fin de no aumentar las páginas de este tomo II, ya considerables, se han omitido las comunicaciones de Montaigne al mariscal de Matignón, gobernador de la Guiena, más interesantes bajo el aspecto histórico que literariamente consideradas.

C. R. Y. S.


A Mesir Antonio del Prat [1502]

En mi última carta, señor, os hablé de las revueltas que asolaron Agenois y el Perigord, donde nuestro común amigo Memy[1503], hecho prisionero, fue conducido a Burdeos y decapitado. Quiero deciros hoy que los de Nerac, después de haber perdido de ciento a ciento veinte hombres en una escaramuza contra algunas tropas de Monluc, por el desacierto de un capitán joven de su ciudad, se recogieron con sus ministros[1504] en el Bearne, no sin riesgo grande de sus vidas, hacia el 15 de julio; en este día se rindieron los de Castel Jalous, siendo ejecutado el ministro de este lugar. También huyeron los de Marmande, San Macario y Bazas, mas no sin experimentar una pérdida cruel, pues al punto fue saqueado el castillo de Duras y asaltado el de Monsegur, lugar en que había dos enseñas y gran número de gentes de la religión protestante. Todo género de crueldades y violencias fueron allí ejercidos el primer día de agosto, sin consideración de categoría, sexo ni edad. Monluc violó a la hija del ministro[1505], el cual fue muerto con los demás. Con profundo dolor os diré que en esta matanza pereció vuestra parienta, la esposa de Gaspar Duprat[1506] y dos de sus hijos: era ésta una nobilísima mujer, a quien tuve ocasión de ver con frecuencia cuando visitaba su país, y en cuya casa estaba siempre seguro de recibir hospitalidad cumplida. Por hoy acabo aquí, pues esta relación me causa dolorosa pena; y con esto ruego a Dios que os mantenga en su santa guarda.

Vuestro servidor y buen amigo.[1507]

A 24 de agosto (1562).



A Monseñor de Montaigne

En cuanto a sus últimas palabras, si hay alguien que de ellas pueda dar cumplida cuenta, ninguno mejor que yo; así porque durante el transcurso de su enfermedad me hablaba tan de buen grado como al que más, como por la singular y fraternal amistad que nos tributábamos, tenía yo evidentísimo conocimiento de los designios, juicios y voluntades que durante su vida entera alimentara; tanto sin duda como un hombre puede estar penetrado de los pensamientos de otro hombre; y porque sabía que éstos eran en él elevados, virtuosos, llenos de resolución ciertísima y, para decirlo todo, admirables. Preveía yo bien que si el mal le dejaba medios de poder expresarse, nada se le escaparía en semejante trance que grande no fuera, y dechado de buen ejemplo; por eso en escucharle puse todo el cuidado que pude. Verdad es, señor, que como mi memoria es muy corta y entonces se hallaba alterada por el trastorno que mi espíritu sufría a causa de una pérdida tan dura y e importancia tanta, es imposible que no haya olvidado muchas cosas, las cuales quisiera que fuesen conocidas; mas aquellas que se me acuerdan os las trasladaré cuanto más verídicamente me sea dable; pues para representarlo así, con altivez detenido en su vigorosa faena; para mostraros aquel ánimo invencible en un cuerpo acabado y consumido por los esfuerzos furiosos de la muerte y del dolor, confieso que sería menester un estilo mejor que el mío: si durante su vida aún cuando hablara de cosas graves e importantes expresábase de tal suerte que era difícil con tal maestría escribirlas, hubiérase dicho que a la hora de su muerte su espíritu y su lengua se esforzaban en competencia como para procurarle sus más relevantes servicios pues sin duda nunca le vi tan pleno, así de elocuencia cual de hermosas fantasías, como en todo el curso de su enfermedad. Por lo demás, mi señor, si juzgáis que consigné sus expresiones más volanderas y ordinarias, de propio intento lo hice, pues habiendo sido dichas en aquellas horas y en lo más recio de una tan empeñada lucha, singularmente testimonian un alma llena de reposo, de sosiego y de seguridad.

Como regresara yo de la audiencia el lunes 9 de agosto de 1563 le envié a buscar para comer en mi casa. Me envió a decir que me daba gracias; que se encontraba algo mal, y que le procuraría placer si quería pasar una hora en su compañía antes de que él tomara el camino del Medoc. Fui en su busca, apenas comí: se había acostado vestido, y mostraba ya no sé qué cambio en su semblante. Me dijo que tenía un flujo de vientre ocasionado por unos retortijones que le habían cogido la víspera jugando sin abrigo, con solo el coleto bajo una túnica de seda, con el señor de Escarts, y que el frío le había hecho sentir con frecuencia accidentes semejantes. Pareciome bien que realizara el propósito que de alejarse tenía formado, pero que sólo llegara aquella noche hasta Germignan, a dos leguas de la ciudad. Esto le dije a causa del lugar donde estaba alojado, muy vecino de viviendas infestadas, de las cuales se mostraba aprensivo, habiendo regresado hacia poco del Perigord y de Angenuis, donde estaba todo apestado; además, para remediar una enfermedad semejante a la suya, a mí me fue muy bien montando a caballo. Así que, partió en compañía de la señorita de La Boëtie, su mujer, y del señor de Bouillhonnas, su tío.

Al siguiente día muy de mañana vino a mí uno de sus gentes con un recado de la señorita de La Boëtie, quien me anunciaba que su esposo había pasado muy mala noche, con una fuerte disentería. Envió a buscar un médico y un boticario, y me rogó que fuera junto a él, como así lo hice a medio día.

A mi llegada pareció regocijado de verme; y como yo quisiera decirle adiós para retirarme, prometiéndole visitarle al día siguiente, me rogó con una afección e instancia que nunca había empleado que permaneciera a su lado cuanto más tiempo pudiese. Esto me conmovió algún tanto. Sin embargo, ya me iba, cuando la señorita de La Boëtie, que empezaba a presentir no sé qué desdicha, me suplicó con los ojos, llenos de lágrimas que no me moviera de allí en toda la noche. Detúvome así, y con ello él se regocijó grandemente. Al siguiente día regresé, y el jueves le vi de nuevo. Su mal iba empeorando; su flujo de sangre y sus cólicos, que le debilitaban todavía más, iban creciendo a cada hora.

El viernes dejele aún, y el sábado le vi ya muy abatido. Me dijo entonces que su enfermedad era algo contagiosa y además ingrata y melancólica; que conocía muy bien mi natural y me suplicaba que no estuviera a su lado sino a intervalos, pero con la mayor frecuencia que me fuera dable. Ya no volví a abandónarle. Hasta el domingo no me habló de lo que pensaba de su estado; sólo habíamos conversado sobre las particulares ocurrencias de su mal y de lo que sobre él los médicos antiguos habían dicho; de los negocios públicos nada nos dijimos, pues advertí que le cansaban desde el primer día de su enfermedad. Mas el domingo acometiole una debilidad grande, y como se recobrase, dijo que le parecía haberse visto en medio de una confusión de todas las cosas y no haber contemplado sino una espesa nube y niebla obscura, en las cuales todo estaba revuelto y confuso; pero que, sin embargo, no había experimentado contrariedad en todo este accidente. «La muerte, hermano mío, le dije yo entonces, nada ofrece peor que eso. -Pero nada muestra tan malo», respondiome.

En lo sucesivo, como desde el comienzo de su mal no había podido dormir, y como a pesar de todos los remedios iba sucesivamente empeorando, habiéndose ya empleado ciertos medicamentos de los cuales no se echa mano sino en la última extremidad, empezó a desesperar por completo de su curación, y así me lo comunicó. En este mismo día, pareciéndome bueno, le dije «que no procedería yo bien a causa de la suprema amistad que le profesaba, al no recomendarle que así como en el estado de salud se vieron todas sus acciones llenas de prudencia y buen consejo, tanto como las del que más, que continuara así también en su enfermedad; y que si Dios quería que empeorase, grandemente me entristecería el que por inadvertencia hubiera dejado en el aire ninguno de sus negocios domésticos, así por el perjuicio que por ello sus parientes podrían experimentar, como por el cuidado de su buen nombre»; todo lo cual oyó de buen grado; y luego de haber resuelto algunas dificultades que le tenían en suspenso en este punto, me rogó que llamara a su tío y a su mujer, solos, para decirles lo que había deliberado tocante a su testamento. Yo le repuse que los asustaría. «No, no, me dijo, yo los consolaré, y haré que conciban esperanzas mayores de mi salud de las que yo mismo tengo.» Luego me preguntó si los desvanecimientos que le habían asaltado no nos habían estremecido un poco. «Eso no es nada, le contesté, hermano; son accidentes ordinarios a tales enfermedades. -En verdad, no, no es nada, hermano, me contestó, aún cuando de ellos sobreviniera lo que todos más teméis. -Para vosotros no sería sino dicha, repliqué, mas el daño fuera para mí, que perdería la compañía de un tan grande, prudente y seguro amigo, tal, que estaría seguro de no encontrarlo nunca semejante. -Muy bien pudiera ser así, hermano, añadió; y os aseguro que lo que me hace tener el cuidado que pongo en mi curación, y no seguir tan corriendo el paso que ya a medias franqueé, es la consideración de vuestra pérdida y la de ese pobre hombre, y la de esa pobre mujer (hablando de su tío y de su esposa), a quienes amo singularmente, y que soportarían con harta impaciencia, bien seguro estoy de ello, la pérdida que con mi muerte sufrirían, que a la verdad es bien grande para vos y para ellos. Considero también el disgusto que experimentaran muchas gentes de bien que me quisieron y estimaron mientras viví, de las cuales, en verdad lo confieso, si de mí pendiera, me creería contento al no perder aún la conversación; y si me voy, hermano mío, ruégoos, vosotros que las conocéis, que las mostréis el testimonio de la buena, voluntad que las profesé hasta este último término de mi vida; además, hermano mío, acaso no había yo nacido tan inútil que no hubiera tenido medio de procurar servicio a la cosa pública; mas suceda lo que quiera, presto estoy a partir cuando a Dios le plazca, con la seguridad de que gozaré del bienestar que vosotros me predijisteis. Y en cuanto a vos, amigo mío, conozco tanto vuestra prudencia, que os acomodaréis de buen grado, y pacientemente a todo cuanto plazca a su Santa Majestad ordenar de mí; y os suplico que cuidéis de que no empuje a ese buen hombre y a esa buena mujer fuera e los linderos de la sana razón.» Preguntome entonces cuál era el estado de sus ánimos, y yo le dije que bastante bueno para la magnitud del suceso. «Sí, añadió, ahora que todavía albergan alguna esperanza, mas si yo se la quitara de una vez, hermano, os vierais bien embarazado para contenerlos.» Siguiendo esta mira, mientras tuvo alientos ocultoles constantemente la evidente opinión que de su muerte abrigaba, rogándome con todas sus fuerzas hacer lo propio. Cuando los veía junto a él simulaba un semblante alegre y los apacentaba con hermosas esperanzas.

Dejele en este punto para ir a llamarlos. Compusieron su semblante lo mejor que pudieron por un momento, y luego de sentarnos en derredor de su lecho, los cuatro solos, habló así con tranquilo continente y como lleno de gozo:

«Tío y esposa míos, os aseguro por mi fe que ningún nuevo ataque de mi mal y ninguna opinión desfavorable de mi curación me han impulsado a llamaros para deciros lo que intento, pues me encuentro, a Dios gracias, muy bien y lleno de buenas esperanzas: mas habiendo de antiguo aprendido, así por dilatada experiencia como por estudio prolongado, la poca seguridad que existe en la instabilidad e inconstancia de las cosas humanas, y hasta en nuestra propia vida, que tan cara consideramos y que sin embargo no es sino humo y nada; y considerando también que entrándome enfermo otro tanto me aproximé al peligro de la muerte, he deliberado poner algún orden en mis negocios domésticos, he deliberado poner algún orden en mis negocios domésticos, luego de haber oído el parecer vuestro primeramente.»

Después, dirigiendo sus palabras a su tío: «Mi buen tío, dijo, si tuviera que daros cuenta en este momento de las grandes obligaciones que os debo, el tiempo no me alcanzaría; básteme decir que hasta el presente, donde quiera que haya estado y a quienquiera que haya hablado, siempre dije que todo el cuanto un prudentísimo, buenísimo y liberalísimo padre pudiera hacer por su hijo, todo eso lo habíais hecho por mí, ya por el cuidado que fue preciso para instruirme en las buenas letras, ya cuando os plugo empujarme a los empleos públicos; de suerte que todo el curso de mi vida estuvo lleno de grandes y recomendables deberes y amistades vuestros para conmigo; en conclusión, sea cual fuere lo que tenga, de vosotros lo tengo, como vuestro lo reconozco y de ello os soy deudor, vos sois mi verdadero padre; así pues, como hijo de familia carezco de poder para disponer de nada, si no os place el otorgármelo.» Entonces calló y aguardó a que los sollozos y suspiros permitieran a su tío contestarle «que encontraría siempre excelente todo cuanto lo pluguiera». En este punto, habiendo de hacerle su heredero, suplicole que recibiera de él sus bienes que le pertenecían.

Y luego, desviando su palabra hacia su mujer: «Mi igual, dijo (así la llamaba a veces, por virtud sin duda de alguna alianza antigua pactada entre ellos), habiendo sido a vos unido por el lazo santo del matrimonio, que es uno de los más respetables o inviolables que Dios haya ordenado aquí abajo para la conservación de la sociedad humana, os amé, quise tiernamente y estimé tanto como me fue dable, y bien seguro estoy de que vos me habéis correspondido con afección recíproca, que nunca podré reconocer bastante. Ruégoos que toméis de la parte de mis bienes lo que os doy, y que con ello os contentéis aun cuando sé muy bien que es bien poco comparado con vuestros méritos.»

Luego, enderezando a mí sus palabras: «Hermano dijo, a quien amo tan caramente, y a quien escogí entre tantos hombres para con vos renovar aquella amistad virtuosa y sincera, cuya índole se alejó tanto ha de nosotros a causa de los vicios, que de ella no quedan sino algunas viejas huellas en la memoria de la antigüedad, os suplico como muestra de mi afección hacia vos que os dignéis ser el sucesor de mi biblioteca y de mis libros que os doy: presente bien pequeño, mas de buen corazón inspirado, y que bien os cuadra por la afección que las letras os inspiran. Será para vosotros,   [1509] tui sodalis[1510].»

Y luego, hablando a los tres en general, alabó a Dios porque en una situación tan extrema se veía acompañado de las más caras afecciones que en este mundo tuviera pareciéndole hermosísimo el ver un concurso de cuatro personas tan en armonía y por amistad tan grande unidas, haciendo votos, decía, porque nos amáramos unánimemente, los unos por el amor de los otros. Luego de recomendarnos mutuamente, siguió así: «Habiendo puesto orden en mis bienes, fáltame ahora pensar en mi conciencia. Yo soy cristiano, yo soy católico: como tal he vivido; como tal lo he deliberado acabar mi vida. Que se haga venir a un sacerdote, pues no quiero faltar a este último deber del cristiano.»

Con estas palabras acabó su plática, la cual había proferido con tanta seguridad de semblante y tanta fuerza de acento y de voz, que hallándole cuando entró en su aposento débil, arrastrando penosamente las palabras unas tras otras, con el pulso abatido como de fiebre lenta, y camino de la muerte y el rostro pálido y completamente amortecido, parecía entonces que acabara como por milagro de ganar algún vigor nuevo; tenía el color más sonrosado y el pulso más fuerte, de tal modo que yo le hice tocar el mío para que los comparase. En este punto mi corazón se oprimió tanto que no supe qué contestarle. Pero dos o tres horas después, así por continuar en él esta grandeza de ánimo, como también porque yo deseaba a causa del celo que alimenté toda mi vida por su gloria y por su honor, que hubiera más testigos de tantas y tan honrosas pruebas de magnanimidad, y luego que su aposento estuvo mejor acompañado, díjele que había enrojecido de vergüenza al ver que el aliento me faltaba para oír lo que él, que estaba en liza con el mal, había tenido ánimos sobrados para decirme; que hasta entonces había pensado que Dios no nos otorgara tan gran ventaja sobre los humanos accidentes, y que creía difícilmente lo que en este particular leía alguna vez en las historias, pero que habiendo sentido de cerca una tal prueba, bendecía a Dios por haber sido una persona de quien yo era tan amado y a quien yo amaba tan caramente, y que esto me serviría de ejemplo para cuando me llegara el turno de representar el mismo papel.

Me interrumpió para rogarme que así lo hiciera, mostrando, por efecto, que las palabras que durante nuestra vida sustentáramos no las llevásemos solamente en la boca, sino grabadas muy en lo hondo del corazón y del alma para ponerlas en práctica a las primeras ocasiones que se ofrecieran, añadiendo que en esto consistía la verdadera lección de nuestros estudios y la de la filosofía. Y cogiéndome la mano: «Hermano mío amigo, me dijo, te aseguro que hice bastantes cosas, en mi vida (así lo juzgo al menos) con igual quebranto y dificultad que ésta. Y para decirlo todo, hace mucho tiempo que me encontraba preparado a este trance y que sabía de memoria mi lección. ¿Pero no es vivir bastante llegar a la edad en que me veo? Encontrábame ya presto a entrar en los treinta y tres años. Dios me otorgó la gracia de que toda la existencia pasada hasta este momento de mi vida, fuese llena de salud y dicha: merced a la inconstancia de las cosas humanas, esto apenas podía durar. Era ya llegada la época de internarse en los negocios y de ver mil cosas ingratas, como la incomodidad de la vejez, de la cual me veo libre por este medio; además es verosímil que yo haya vivido hasta ahora con mayor simplicidad y menos malicia, que acaso no hubiera podido conservar si Dios me hubiese dejado subsistir hasta que el cuidado de enriquecerme y acomodar mis negocios se me hubiera metido en la cabeza. En cuanto a mí, seguro estoy de ello, me voy a ver Dios y la mansión de los bienaventurados.» Al llegar aquí, como yo mostrara hasta en el semblante la impaciencia que el escucharle me producía: «¡Cómo, hermano mío! me dijo, ¿queréis meterme miedo? Si lo tuviera, ¿quién había de quitármelo si no es vosotros?»

A eso del anochecer, como se presentara el notario, a quien se había mandado llamar para que hiciera testamento, hice que lo escribiera, y después le dije si quería firmarlo: «No, me respondió, quiero hacerlo yo mismo, pero desearía, hermano, que me dejaran un poco de sosiego, pues me encuentro extremadamente trabajado, y tan débil que casi no puedo más.» Cambié de conversación, pero él reanudó al punto la que habíamos dejado, diciéndome que para morir no precisaba gran sosiego, y me rogó que me informara de si el notario tenía la mano bien ligera, pues él apenas se detendría al dictarle. Llamé al notario y al instante dictó tan deprisa su testamento que mucho embarazo se experimentaba para poder seguirle. Luego que acabó me rogó que se lo leyera, y me habló así: «¡He aquí un hermoso cuidado, el cuidado de nuestras riquezas!» Sunt haec, quae hominibus vocantur bona.[1511] Luego que el testamento estuvo firmado, como el aposento se llenara de gente, preguntome si le perjudicaría el hablar. Yo le dije que no, pero que hablase muy despacio.

En este punto hizo llamar a la señorita de San Quintín, su sobrina, y la dijo así: «Sobrina mía amiga, desde el momento en que te conocí me pareció haber visto brillar en ti los rasgos de una naturaleza buenísima: mas estos últimos deberes que cumples con tan buena afección y diligencia tanta para con mi precaria situación, mucho me prometen de tu persona; en verdad te estoy muy obligado y por ello te doy gracias afectuosísimas. Por lo demás, en descargo mío, te recomiendo que seas primeramente devota para con Dios, pues ésta es sin duda la parte principal de nuestro deber y sin la cual ninguna otra acción puede ser buena ni hermosa: y esta a conciencia cumplida lleva en pos de sí necesariamente todas las demás acciones de la virtud. Después de Dios has de amar y honrar a tu padre y a tu madre y, lo mismo que a ésta, a mi hermana, a quien yo considero como una de las mejores y más prudentes mujeres del mundo; y te ruego que de ella imites la ejemplar vida. No te dejes avasallar por los placeres: huye como de la peste esas locas confianzas que a las mujeres ves permitirse a veces con los hombres, pues aun cuando al principio nada tengan de censurables, sin embargo, poco a poco van corrompiendo el espíritu, conduciéndole a la ociosidad, y de la ociosidad al horrible cenagal del vicio. Créeme: la más segura guarda de la castidad para una doncella es la severidad. Te ruego y quiero que te acuerdes de mí, para que así tengas presente la amistad que me inspiraste; no para quejarte y dolerte de mi pérdida, pues esto se lo prohíbo a todos mis amigos cuanto está a mi alcance; porque así parecería como que se mostrasen envidiosos del bien que gracias a mi muerte pronto disfrutaré y te aseguro, hija mía, que si Dios me diera a escoger en estos momentos entre volver de nuevo a la vida o acabar el viaje ya emprendido, me vería muy embarazado en la elección. Adiós, sobrina mía, mi amiga.»

Hizo luego llamar a la señorita de Arsat, su hijastra, y la dijo: «Hija mía, tú no has menester grandemente de mis advertencias teniendo una tal madre, a quien siempre reconocí llena de prudencia, y tan de acuerdo con mis miras y voluntades, que jamás incurrió en ninguna falta: serás muy bien instruida bajo la dirección de tal maestra. No juzgues extraño si yo, que no tengo contigo ningún parentesco, me cuido de tus cosas y me mezclo en tus asuntos, pues siendo hija de una persona que me es tan cercana, imposible es que todo cuanto te concierne no me incumba a mí también. Por eso me desvelé siempre por los negocios del señor de Arsat, tu hermano, como por los míos propios, y acaso no perjudicará a tu porvenir el haber sido mi hijastra. Tienes de tu parte la riqueza y la belleza que te precisan; eres señorita de buena casa: sólo necesitas añadir a estas prendas los adornos del espíritu, y te ruego que los adquieras. No te prohíbo el vicio, tan detestable a las mujeres, pues ni siquiera quiero pensar que a tu entendimiento pueda asaltar tal idea; hasta creo que el nombre mismo es para ti cosa de horror. Adiós, hija mía.»

Todo el aposento estaba lleno de sollozos y de lágrimas, los cuales, sin embargo, no interrumpían en modo alguno el camino de sus razonamientos, que fueron dilatados. Después ordenó que se hiciera salir a todo el mundo, salvo a su «guarnición»; así nombraba a las criadas que le servían. Luego, llamando a mi hermano de Beauregard: «Señor de Beauregard, le dijo, os doy las gracias más sentidas por las molestias que os tomáis por mí. ¿Queréis que os descubra algo que el corazón me dicta manifestaros?» Tan pronto como mi hermano le hubo dado licencia, siguió así: «Os juro que entre todos los que pusieron sus manos en la reforma de la Iglesia jamás pensé que hubiera uno siquiera que se consagrara con mejor celo, y con afección más cabal, sincera y sencilla que vos: y en verdad creo que los solos vicios de nuestros prelados, que sin duda han menester de una corrección ejemplarísimas, y algunas imperfecciones que el transcurso del tiempo acarrearon a nuestra Iglesia os lanzaron a la lid que elegisteis. No es mi propósito el conmoveros en estos momentos, pues a nadie ruego de buen grado que ni siquiera en lo más mínimo obre en contra de su conciencia; pero quiero bien advertiros que inspirándome respeto la buena reputación adquirida por la casa a que pertenecéis, merced a su concordia, continuada, y a la cual quiero tanto como a cualquiera otra del mundo (¡Dios bendiga tal mansión, de donde jamás salió ningún acto que de hombre de bien no fuera!) profesando respeto a la voluntad de vuestro padre, aquel buen padre a quien tanto debéis; a vuestro buen tío, a vuestros hermanos, os ruego que huyáis de extremos semejantes; no seáis tan rudo ni tan violento; acomodaos a ellos: no forméis bando y cuerpo aparte; uníos todos en idéntica armonía. Ya veis cuántas ruinas estas discusiones acarrearon a este reino; y yo os respondo que todavía mayores son las que pueden sobrevenir. Como vos sois prudente y bueno, debéis guardaros de llevar estos trastornos al seno de vuestra familia por temor de hacerla perder la gloria y la dicha de que hasta el presente gozara. Tomad en buena parte, señor de Beauregard, todo cuanto os digo y como seguro testimonio de la amistad que os profeso, pues por esta razón me reservé hasta el instante actual el deciros lo que os digo, y acaso comunicándooslo en el estado en que me veis, otorgaréis más peso y autoridad mayor a mis palabras.» Mi hermano le dio las gracias más sentidas.

El lunes por la mañana se encontraba tan mal que había abandonado ya toda esperanza de vida. De tal suerte que en el momento en que me vio, me llamó con voz lastimera, y me dijo: «Hermano mío, ¿no os inspiran compasión tantos tormentos como sufro? ¿No veis que ya todos los auxilios que me procuráis no sirven sino a dilatar mi dolor?» Un momento después perdió el sentido, en tal grado que faltó poco para darle por muerto, consiguiendo reanimarle a fuerza de vinagre y de vino. Pero no volvió en sí hasta que pasó algún tiempo, y como nos oyera gritar en derredor suyo nos dijo: «¡Dios mío! ¿quién tanto me atormenta? ¿Por qué me apartan de este grande y grato sosiego en que me encuentro? Dejadme, os lo ruego.» Y luego, al oírme me dijo: «Y vos también, hermano mío, ¿no queréis que yo sane? ¡Oh, que tranquilidad la que me hacéis perder!» Últimamente, habiendo cesado por completo la crisis pidió un poco de vino, y como se sintiera bien, díjome que era el mejor licor del mundo. «No lo juzgo así, repuse yo para que hablase: el agua es el mejor licor. Cierto, replicó,  [1512-1513].»Ya tenía todas las extremidades y hasta el semblante helados de frío, bañados de sudor mortal que le corría por todo el cuerpo, y era casi imposible encontrar ningún reconocimiento del pulso.

La mañana de este día se confesó con su sacerdote; mas como éste no llevara cuanto le fuese preciso fuele imposible decirle la misa. Pero el martes por la mañana el señor de La Boëtie le mandó llamar para que le ayudara, decía, a cumplir su último deber cristiano. Así pues, oyó la misa, confesó y comulgó, y como el sacerdote se despidiera de él, díjole: «Padre mío espiritual, os suplico humildemente, a vos y a los que de vos dependen, que roguéis a Dios por mí. Si está ordenado por los sacratísimos tesoros de los designios de Dios que yo acabe mis días ahora, tenga piedad de mi alma, y me perdone mis pecados, que son infinitos, como no es posible que tan vil y tan baja criatura como yo soy haya podido ejecutar los mandamientos de un tan alto y tan poderoso maestro. O si le parece que todavía viva por acá y quiera reservarme para alguna otra hora, suplicadle que acaben pronto en mí las angustias que sufro, y que en lo sucesivo me conceda la gracia de guiar mis pasos en seguimiento de su voluntad, convirtiéndome en mejor de lo que hasta hoy he sido.» En este punto se detuvo un instante para cobrar alientos, y viendo que el sacerdote se iba le llamó y le dijo: «Quiero todavía decir estas palabras en vuestra presencia: Yo protesto que como fui bautizado y viví, así quiero morir bajo la fe y religión que Moisés implantó primeramente en Egipto, que los santos padres recibieron luego en Judea, y que de mano en mano, por el transcurso de los tiempos, fue traída a Francia.» Parecía al verle que hubiera hablado, más tiempo de haber podido, pero acabó rogando a su tío y a mí que encomendáramos a Dios su alma. «Porque son éstos, decía, los mejores oficios que los cristianos puedan hacer los unos para con los otros.» Mientras hablaba, un hombre se lo descubrió y rogó a su tío que le cubriera aun cuando tuviese a un criado más a la mano: luego, mirándome pronunció estas palabras: Ingenui est cui multum debeas, ei plurimun velle debere.[1514]

Al señor de Belot, que vino a verle por la tarde, le dijo presentándole la mano: «Señor, mi buen amigo, aquí estaba yo en disposición de pagar mi deuda, con un buen acreedor que quiso aplazar el pago.» Poco después, como se despertara sobresaltado: «Bueno, bueno, exclamó, que venga cuando quiera; la espero sereno y a pie firme.» Estas palabras las repitió dos o tres veces durante su enfermedad. Luego, como le entreabrieran la boca por fuerza para hacerle tragar, dijo: Au virere tanti est?[1515] Y cuando así hablaba dirigiose al señor de Belot.

A la caída de la tarde comenzaron a imprimirse en su semblante las huellas de la muerte; estando yo cenando me hizo llamar: no era ya sino la imagen y la sombra de un hombre, y como él mismo decía, non homo, sed species hominis, a duras penas logró articular estas palabras: «Hermano mío, ¡pluguiera a Dios que yo viera los efectos de las fantasías que acabo de experimentar!» Después de aguardar algún tiempo, como no hablara más, exhalando recios suspiros para lograrlo pues ya la lengua comenzaba a negarle su oficio: «¿Cuáles son, hermano? le dije. -Grandes, grandes, contestome. -Nunca, proseguí yo, dejó de caberme el honor de comunicar con todas las que os vinieron al entendimiento: ¿no queréis que de ellas disfrute todavía? -Sí lo quiero, respondió, pero hermano, no puedo: son admirables, infinitas e indecibles.» No pasamos adelante, porque sus fuerzas se agotaban; de tal suerte que un poco antes, habiendo querido hablar a su esposa, díjola con el semblante más contento que le fue dable aparentar, que tenía que contarla un cuento. Y parecía que se violentaba por hablar, mas como las fuerzas le faltaran pidió un poco de vino para ganarlas. Todo fue inútil, pues se desvaneció de pronto, permaneciendo sin ver largo tiempo.

Encontrándose ya en las cercanías de la muerte, y oyendo los lloros de la señorita de La Boëtie, la llamó y la dijo: «Compañera mía, os atormentáis antes de tiempo: ¿no queréis tener piedad de mí? Revestíos de ánimo. En verdad, más de la mitad de mi dolor nace del mal que os veo sufrir, que del mío propio; y con razón, porque los males que sentimos en nosotros, realmente no somos nosotros quienes los experimentamos, sino ciertos sentidos que Dios puso en nuestro organismo: mas lo que sentimos por los demás, es por virtud de cierto juicio y por discurso de razón como lo sentimos. Pero yo me voy.» Esto decía por que el aliento le faltaba; mas temiendo haber asustado a su mujer, se corrigió y dijo: «Me voy a dormir: buenas noches, esposa mía; idos de aquí.» Tales fueron las palabras con que se despidió de ella por última vez.

Luego que partió: «Hermano, me dijo, permaneced a mi lado, si os place.» Y después, bien porque sintiera las punzadas de la muerte con mayor viveza e intensidad, o bien por la fuerza de un medicamento caliente que le habían hecho atravesar, su voz fue más penetrante y más fuerte, y daba vueltas en su lecho con una gran violencia; de suerte que toda la concurrencia empezó a albergar alguna esperanza, porque hasta entonces la debilidad sólo era lo que más temíamos. En este momento, entre otras cosas, se puso a rogarme y a suplicarme con afección extrema, que le dejara un sitio. Tuve miedo de que su juicio se hubiera trastornado, pues habiéndole con dulzura amonestado, diciéndole que se dejaba arrastrar por el mal, y que sus palabras no eran de hombre muy en calma, no se resignó por ello, y redobló sus ruegos: «¡Hermano! ¡Hermano! ¿me negáis, pues, un lugar?» Siguió insistiendo hasta que me obligó a convencerle por razones que puesto que respiraba y hablaba y tenía un cuerpo, ocupaba por consiguiente su lugar. «En verdad, en verdad, me respondió entonces, ocupo mi lugar; pero no es el que me precisa: y de todos modos va no tengo ser. -Dios os dará uno mejor muy luego, repuse yo. -Ojalá estuviera ya con él me respondió; hace tres días que sufro por partir.» Hallándose en tan triste estado, me llamaba con frecuencia, solamente para informarse de si estaba junto a él. Por fin logró reposar un poco, lo cual nos confirmó más todavía en nuestra buena esperanza; tanto, que al salir del aposento me congratulé con la señorita de La Boëtie. Pero una hora después próximamente, llamándome una o dos veces, y luego exhalando un gran suspiro entregó su alma a Dios a las tres de la mañana del miércoles diez y ocho de agosto, año mil quinientos sesenta y tres, después de haber vivido treinta y dos años, nueve meses y diez y siete días.



A Monseñor de Montaigne

Monseñor, siguiendo la orden que me disteis el pasado año en vuestra casa de Montaigne, he cortado y arreglado con mi mano a Raimundo Sabunde, aquel gran teólogo y filósofo español, una vestidura a la francesa, despojándole cuanto he podido del rudo porte y altivo continente que en él descubristeis primeramente. De suerte que, a mi ver, posee ahora maneras gratas para presentarse en todo linaje de buena compañía. Podrá muy bien suceder que las personas delicadas y melindrosas descubran en mi tarea algún resabio de Gascuña, pero así se avergonzarán más de haber dejado por negligencia tomar sobre ellas esta ventaja a un hombre completamente novicio y aprendiz en tal labor. Ahora bien, monseñor, razón es que bajo vuestro nombre gane crédito y salga a luz este libro, puesto que os debe cuanto de enmienda cuenta y modificación. Bien se me alcanza, sin embargo, que si os place contar con él, vos seréis quien le quedaréis debiendo, pues a cambio de sus excelentes y religiosísimos discursos, de sus elevadas concepciones y como divinas, hallarase al fin que vosotros no procurasteis sino palabras y lenguaje, mercancía tan vulgal, y tan vil, que quien de ella más atesora a veces no vale sino menos.

Monseñor, suplico a Dios que os conceda muy larga y dichosísima, vida.

De París, a 18 de junio de 1568.

Vuestro humilde y obedientísimo hijo.




Al Señor de Lansac [1518]

Caballero de la Orden del Rey, consejero en su consejo privado, subteniente de sus haciendas y capitán de cien gentilhombres de su casa.

Señor, os envío la Economía de Jenofonte, puesta en francés por el difunto señor de La Boëtie. Este presente me ha parecido seros adecuado así por haber emanado primeramente, como sabéis, de la mano de un gentilhombre de marca[1519], magno en la guerra y en la paz, como por haber tomado su segunda forma de aquel personaje[1520] a quien sé que amasteis durante el transcurso de su vida. Esta dedicatoria os servirá siempre de aguijón a continuar para con su nombre y su memoria vuestra buena opinión y voluntad. Y no temáis, señor, el acrecentarlos resueltamente en alguna cosa, pues no habiéndole gustado sino por los testimonios públicos que dio de su persona, que corresponde a mi agregaros que poseía tantos grados de capacidad por cima de los que conocíais, que puedo deciros estáis bien lejos de haberle ponderado en toda su integridad. Mientras vivió otorgome el honor, que yo incluyo entre la mejor de mis fortunas, de enderezar conmigo una costura de amistad tan estrecha y tan junta, que no hubo lado, movimiento ni resorte de su alma, los cuales no haya yo podido considerar y juzgar, al menos si mi vista alguna vez no fue corta. Ahora bien, sin que la verdad sea lastimada, estaba todo puesto en la balanza, tan cercano del milagro, que para que no deje de otorgárseme crédito al lanzarme fuera de los límites de lo verosímil, fuerza es que hablando de él me contraiga y restrinja por bajo de lo que sé. Y por esta vez, señor, me conformaré solamente con suplicaros, por el honor y reverencia que a la verdad debéis, el que creáis y testimoniéis que nuestra Guiena no ha visto nada parecido a él entre los hombres de su clase. Esperando, pues, que le otorgaréis lo que con justicia tanta le es debido, y para refrescar su recuerdo en vuestra memoria, pongo este libro en vuestras manos, el cual juntamente os declarará, por lo que a mí toca, que sin la ex profesa prohibición que mi incapacidad me ordena os presentaría tan de buena gana alguna cosa mía, como reconocimiento de las obligaciones que os debo, y del favor y amistad que de antiguo habéis profesado a los de nuestra casa. Mas a falta de mejor moneda os ofrezco en pago una segurísima voluntad de prestaros humilde servicio.

Señor, ruego a Dios que os mantenga en su guarda.

Vuestro obediente servidor.




Al Señor de Mesmes [1521]

Señor, una de las más señaladas locuras comunes a los hombres es la de emplear la fuerza de su entendimiento en contrartar y arruinar las opiniones ordinarias y recibíias que nos procuran satisfacción y contento, pues mientras todo cuanto cobija el cielo emplea los medios y facultades que naturaleza puso en su mano (como en verdad acontece), para el ordenamiento y comodidad de su ser, aquéllos por alardear de un espíritu más gallardo y despertado, que no recibe ni da albergue a nada sin que mil veces lo haya tocado y balanceado en lo más sutil de su razón, van conmoviendo sus almas de su situación tranquila y reposada para después de una investigación dilatada llenarlas en conclusión de duda, inquietud y fiebre. No sin razón fueron tan ensalzadas por la Verdad misma la simplicidad y la infancia. Por mi parte mejor prefiero vivir más a mi gusto y ser menos diestro; más contento y menos entendido. He aquí por qué, señor, aun cuando las gentes expertas se burlan del cuidado que nosotros ponemos en lo que pasará aquí luego que nuestras vidas sean pasadas, así que nuestra alma acomodada en otro lugar no tenga que preocuparse de las cosas de aquí abajo, considero, sin embargo, que es un consuelo grande para la debilidad y brevedad de esta vida el creer que la sea dable afirmarse y prolongarse mediante la reputación y la nombradía. Y abrazo muy gustoso una tan grata y favorable opinión, engendrada originalmente en nosotros, sin informarme curiosamente ni cómo ni por qué causas. De suerte que, habiendo amado sobre todas las cosas al difunto señor de La Boëtie, a mi entender el hombre más grande de nuestro siglo, pensaría faltar grandemente a mi deber si a sabiendas dejara desvanecerse y perderse un nombre tan rico como el suyo y una memoria tan digna de recomendación, y si no intentara por aquellas razones resucitarle y sacarle de nuevo a la vida. Yo creo que él lo siente en algún modo, y que estos oficios míos lo conmueven y regocijan; y a la verdad vive todavía en mí tan entero y tan vivo, que no puedo creerle ni tan profundamente enterrado ni tan plenamente alejado de nuestro comercio. Ahora bien, señor, como cada nuevo conocimiento que de él procuro y de su nombre, constituye igual multiplicaciones de aquella su segunda vida, y mayormente se ennoblece y honra según el lugar que lo recibe, a mi es a quien incumbe no solamente extenderlo cuanto más me sea dable, sino también ponerlo en manos de personas de honor y virtuosas, entre las cuales vos ocupáis tal rango, que a fin de mostraros ocasión de acoger este nuevo huésped y de agasajarle cumplidamente, decidí presentaros esta obrita, no por el beneficio que de ella pudierais alcanzar, pues se muy bien que para frecuentar a Plutarco y a sus compañeros no habéis menester de intérprete; mas es posible que la señora de Roissy[1522], viendo en este libro el orden de su casa y de vuestro común buen acuerdo representado a lo vivo, se regocijará grandemente al sentir que la bondad de su inclinación natural no solamente alcanzó sino excedió lo que los más prudentes filósofos pudieron idear en punto al deber y a las leyes matrimoniales. Y de todas suertes para mí será siempre honroso el poder ejecutar alguna cosa que implique satisfacción para vosotros o para los vuestros, por el deber a que estoy obligado de procuraros servicio.

Señor, ruego a Dios que os conceda dichosísima y larga vida. De Montaigne, a 30 de abril de [1570].

Vuestro humilde servidor.




A Monseñor de L'Hospital, Canciller de Francia.

Monseñor, considero yo que vosotros, en cuyas manos la fortuna y la razón pusieron el gobierno de los negocios del mundo, nada buscáis con mayor ahínco que las vías por donde llegar al conocimiento de los hombres, vuestros auxiliares, pues apenas hay comunidad por mezquina que sea, que no los incluya en su seno sobrados para desempeñar ventajosamente los cargos inherentes a ella, siempre y cuando que la elección pueda con acierto llevarse a cabo; y este paso salvado nada faltaría para llegar a la perfecta formación de una república. Ahora bien, a medida que esto es más apetecible, es también más difícil, en atención a que ni nuestros ojos pueden extenderse tan lejos que les sea dable entresacar y elegir entre una gran multitud tan dilatada, ni penetrar hasta el fondo de sus corazones para sondear de ellos las intenciones y la conciencia, partes principales de examinar. De manera que no hubo nunca república, por bien instituida que estuviera, en la cual no advirtamos con frecuencia la falta de aquella elección y escogitación: y en aquellas en que la ignorancia y la malicia, el disimulo, los favores y la ambición y la violencia mandan, si alguna elección se efectúa conforme a la justicia y al buen orden acomodada, debémosla sin duda a la fortuna, la cual, merced a la inconstancia de su vaivén diverso, caminó una vez en armonía con la razón.

Señor, esta idea me ha servido a veces de consuelo, sabiendo que Esteban de La Boëtie, uno de los hombres más propios y necesarios para ocupar los primeros cargos de Francia pasó durante todo el transcurso de su vida arrinconado y desconocido en su hogar doméstico con grave daño de nuestro bien común, pues por lo que respecta al particular, os diré, señor que se hallaba tan abundantemente provisto de todos aquellos bienes y tesoros que resisten los embates de la suerte, que jamás ningún hombre vivió tan lleno de satisfacción y contento. Bien sé que estaba educado en las dignidades de su estado, que como grandes se consideran; y sé mejor todavía que ningún hombre llevó a ellas mayor capacidad, y que a la edad de treinta y dos años en que murió había alcanzado mayor reputación en ese rango que ningún otro antes que él; mas, de todas suertes, no es razonable el dejar en el oficio de soldado a un digno capitán, ni el emplear en los cargos medios a quienes desempeñarían mucho mejor los primeros. En verdad, sus fuerzas fueron mal empleadas y sobrado economizadas, de suerte que, por cima de su cargo le quedaban muchas grandes prendas ociosas e inútiles, de las cuales la cosa pública hubiera podido alcanzar socorro, y él merecida nombradía.

Ahora bien, señor, puesto que La Boëtie fue tan poco cuidadoso en el mostrarse a sí mismo a la luz pública, y la desdicha hace que apenas si alguna vez la ambición y la virtud se cobijen bajo un mismo techo, habiendo pertenecido además a un siglo tan grosero y tan lleno de envidias que no pudo en ningún modo ser ayudado por ajeno testimonio, yo deseo ardientemente que, al menos después de su paso por la tierra, su memoria, a la cual sólo debo en lo sucesivo los oficios de nuestra amistad, reciba la recompensa de su valer, albergándolo en la recomendación de las personas de honor y de virtud. Tal es la causa que me movió a sacarle a luz y a presentároslo por estos versos latinos que de él nos quedan. Al revés del arquitecto que coloca del lado de la calle lo más hermoso de su construcción; y del comerciante, que hace alarde y ornamento de la más rica muestra de su mercancía, lo que era en él más recomendable, el verdadero jugo y la médula de su valer, le siguieron, no habiéndonos quedado más que la corteza y las hojas. Quien pudiera hacer ver los ordenados movimientos de su alma, su piedad, su virtud, su justicia, la vivacidad de su espíritu, el peso y la salud de su juicio, la elevación de sus concepciones, que tan por cima estaban de las al vulgo ordinarias, su saber, las gracias que ordinariamente acompañaban a sus acciones, el tierno amor que profesaba a su miserable patria y su odio capital y jurado contra todo vicio, principalmente contra ese feo tráfico que se oculta bajo el honrado título de justicia, engendraría en verdad en todos los hombres de bien una afección singular hacia él mezclada de un maravilloso sentimiento de su pérdida. Mas, señor, tan lejos estoy de la posibilidad de poner en práctica estos designios, que del fruto mismo de sus estudios nunca pensó en testimoniar a la posteridad, y no nos quedó de ellos sino lo que a manera de pasatiempo alguna vez escribió.

Sea lo que fuere, os suplico, señor, que lo recibáis con buen semblante, y así como nuestro juicio deduce muchas veces de una cosa ligera otra muy grande, y como los ojos mismos de los hombres relevantes muestran a los clarividentes alguna marca honorable del lugar de donde proceden, ascender mediante esta obra suya al conocimiento de su alma, amando y abrazando, por consiguiente, el nombre y la memoria. Con lo cual, señor, no haréis más que corresponder a la opinión ciertísima que él albergaba de vuestra virtud, y cumpliréis lo que ardientemente deseó en vida, pues no había hombre en el mundo en cuyo conocimiento y amistad se hubiera visto de mejor gana acomodado que en los vuestros. Mas si alguien se escandaliza porque con atrevimiento tanto dispongo de las cosas ajenas, le advertiré que nunca la escuelas de los filósofos dijeron ni escribieron tan puntualmente tocante a los derechos y deberes de la santa amistad como este personaje y yo la practicamos. Por lo demás, señor, a fin de que este ligero presente contribuya al cumplimiento de dos fines, servirá también, si os place, a testimoniaros el honor y reverencia que yo tributo a vuestra capacidad y a las cualidades singulares que os adornan: en cuanto a las extrañas y fortuitas no gusto tenerlas en consideración.

Señor, ruego a Dios que os conceda dichosísima y larga vida. De Montaigne a 30 de abril de [1570].

Vuestro humilde y obediente servidor.



Advertencia al lector [1523]

Lector, tú me debes todo cuanto disfrutas del difunto señor Esteban de La Boëtie, pues has de saber que su voluntad era no darte a conocer nada, y hasta creo que nada tampoco consideraba digno de llevar en público su nombre. Mas yo que no albergo designios tan altos, no habiendo encontrado otra cosa en su librería, la cual me legó en su testamento, ni siquiera he querido que esto poco se perdiera; y a mi juicio espero que supondrás que los hombres más expertos de nuestro siglo con harta frecuencia se regocijan con cosas de menor cuantía a los que más joven le trataron (pues nuestra frecuentación no comenzó sino unos seis años antes de su muerte) oigo decir que había hecho muchos otros versos latinos y franceses, como los que compuso con el nombre, de Gironda, y de ellos oí recitar varios ricos trozos; el que escribió las antigüedades de Bourges cita algunos más que reconozco, pero no sé dónde fueron a parar, como tampoco sus poemas griegos. Y a la verdad, a medida que cada inspiración asaltaba su mente, descargábase de ella en el primer papel que hallaba a la mano, sin ningún cuidado de conservarla. Está seguro que hice cuanto pude, y de que, al cabo de siete años que le perdimos, nada recobré sino lo que aquí ves, salvo un discurso de la Servidumbre voluntaria y algunas memorias de nuestras revueltas sobre el edicto de enero de 1562. Pero en cuanto a estos dos últimos escritos considérolos sobrado lindos y delicados para abandonarlos al grosero y pesado ambiente de una época tan ingrata. Adiós. De París, a 10 de agosto de 1570.




Al Señor de Foix, 

Consejero del Rey en su consejo privado, y embajador de su majestad cerca del señorío de Venecia

Señor, hallándome en el punto de recomendaros, al par que a la posteridad, la memoria del difunto Esteban de La Boëtie, así por su extremo valer como por la singular afección que me profesó, hame venido a la mente el considerar cuán tamaña y de cuán graves consecuencias, a la vez que indigna de la vigilancia de nuestras leyes, es la costumbre de ir enajenando a la virtud la gloria (su fiel compañera), como se hace de ordinario, para con ella regalar sin juicio ni discernimiento al primero que se nos antoja, conforme a nuestros particulares intereses, puesto que las dos riendas principales que nos guían y mantienen en nuestro deber son el castigo y la recompensa, los cuales propiamente no nos incumben como hombres, si no es por el honor y la deshonra, visto que éstos van a parar al alma en derechura y sólo son gustados por los sentimientos internos y más nuestros, mientras que los brutos mismos son en algún modo capaces de distinta recompensa y diversa pena corporal. Bueno es además tener presente que la costumbre de alabar la virtud, hasta la de aquellos que ya no existan, no toca a los ensalzados, sino que propende a aguijonear por este medio a los vivos para que a los otros imiten de la propia suerte que de la última pena echa mano la justicia más para escarmiento ajeno que para castigo de los que la sufren. Ahora bien, como el alabar y el censurar se corresponden con análoga consecuencia, es difícil conseguir que nuestras leyes prohíban ofender la reputación ajena, y sin embargo consienten ennoblecerla sin méritos. Esta perniciosa, licencia de lanzar así al viento a nuestro albedrío las alabanzas de todos, fue en lo antiguo causa de restricciones diversas de parte de las leyes en otros países; a veces ayudó acaso a que la poesía cayera en desgracia de las gentes prudentes. De todas suertes, los aduladores no acertarán a cubrirse de tal modo que el vicio de mentir no aparezca siempre harto feo para un hombre bien nacido, sea cual fuere el carácter que a la mentira se comunique.

En cuanto a este personaje de quien os hablo, señor, apártame harto lejos de esos términos, pues el mal no está en que yo le preste alguna buena prenda, sino en que de ella le despoje; y su desgracia hizo que al proveerme cuanto un hombre pueda hacerlo de justísimas y razonabilísimas ocasiones de alabanza, yo carezca en la misma proporción de medio y capacidad para procurársela: digo yo, con quien él solamente se comunicó hasta lo vivo, y quien sólo puede responder de un millón de gracias, perfecciones y virtudes que enmohecieron ociosas en el regazo de un alma tan hermosa, gracias a la ingratitud de su fortuna; pues la naturaleza de las cosas habiendo no sé por qué razón consentido que la verdad por hermosa y aceptable que de suyo sea, no la acojamos sin embargo sino infusa e insinuada en nuestra creencia por el concurso de la persuación, yo me encuentro tan desprovisto de crédito para autorizar mi simple testimonio, y de elocuencia para enriquecerle y hacerle valer, que me faltó poco para abandonar este cuidado, no quedándome ni siquiera el suyo por donde dignamente pueda mostrar al mundo al menos su espíritu y su saber.

En realidad, señor, como fueran sorprendidos sus destinos en la flor de su edad, y en el camino de una dichosísima y vigorosísima salud, en nada pensó menos que en sacar a luz las obras que debieran testimoniar a la posteridad sobre quién él fue en este punto; y acaso, aun cuando lo hubiera pensado, era de sobra excelente para no haberse mostrado con exigencia extremada. En suma, yo creo que sería mucho más excusable para él haber enterrado consigo mismo tantos raros favores del cielo, que para mí el enterrar además el conocimiento que de sus maravillosas prendas me dejara; por lo cual, habiendo cuidadosamente recogido cuanto acabado encontré entre sus borradores y papeles, esparcidos aquí y allá cual juguetes del viento y de sus estudios, pareciome bueno, sea esto lo que fuere, distribuirlo y repartirlo en tantas partes como pude, para con ello alcanzar ocasión de recomendar su memoria a otras tantas gentes, eligiendo a los hombres más relevantes y dignos de mi conocimiento, de quienes el testimonio pueda serle más honroso: tal el de vuestra persona, señor, que por sí misma habrá tenido algún conocimiento de él mientras vivió, pero seguramente muy remoto para discurrir sobre su grandeza y su cabal valer. La posteridad lo creerá si así lo quiere, mas yo la juro por todo lo que de conciencia hay en mí haberle sabido y visto tal, todo bien aquilatado, que apenas si por expreso deseo y por fantasía podría yo transponer sus excelencias; tan lejos estoy de encontrar muchos que se le asemejaran.

Humildísimamente, señor, os suplico, no solamente que adoptéis la general protección de su nombre, sino también la de estas diez o doce composiciones en verso francés, que se colocan por necesidad al abrigo de vuestro favor, pues no os ocultaré que la publicación de ellas se hubiera diferido para después del resto de sus obras so pretexto de que por ahí no se las encontrará suficientemente limadas para sacarlas a luz. Vosotros veréis, señor, lo que hay en esto de verdad; y como parece que ese juicio toca directamente a esta región, de donde piensan que nada puede salir en lengua vulgar que no denuncio lo montaraz y lo bárbaro, a vosotros incumbe particularmente como perteneciente a la primera casa de la Guiena, y porque al rango de vuestros ascendientes habéis añadido el primero en toda suerte de capacidad, el mantener, no sólo por vuestro ejemplo, sino también por la autoridad de vuestro, testimonio, que no acontece siempre así. Y aun cuando al presente el hacer sea a los gascones más natural que el decir, ocurre que a veces se arman lo mismo de la lengua que del brazo, y del espíritu que del ánimo. Por lo que a mí toca, señor, no es de mi incumbencia juzgar de tales cosas; mas oí decir a personas entendidas en saber, que esos versos son, no solamente dignos de mostrarse en el mercado, sino que además, para quien se detenga en considerar la belleza y riqueza de las invenciones y del asunto, de tanta enjundia, plenitud y solidez como los que hasta ahora se hayan compuesto en nuestra lengua. Ocurre, naturalmente, que cada obrero se siente más resistente en cierta parte de su arte: los más dichosos son aquellos que encaminaron sus fuerzas a la más noble, pues todas las piezas igualmente necesarias a la construcción de un todo no son igualmente valorables. Las gracias del lenguaje, la dulzura y la pulidez brillan acaso más en algunos otros; pero en gentileza de fantasía, vuelos de inspiración y felices rasgos no creo que nadie le haya aventajado, habiendo de tenerse en cuenta además no tal no fue su ocupación ni estudio, y que además si al cabo de cada año ponía una vez la mano en la pluma, como acredita lo poco que nos queda; pues a la vista tenéis, señor, verde o sazonado, todo cuanto llegó a mi conocimiento, sin escogerlo ni elegirlo; de tal suerte que en esta colección figuran hasta versos de su infancia. En conclusión, diríase que no escribió sino para mostrar que era capaz dehacerlo todo, pues por lo demás mil y mil veces, hasta en sus conversaciones ordinarias, oímos salir de su boca cosas más dignas de ser sabidas y admiradas.

He aquí, señor, lo que la razón y el cariño, aunados por singular acaso, me ordenan comunicaros de aquel grande hombre de bien; y si la confianza que me permití al dirigirme a vosotros hablándoos tan largamente os contraría, recordaréis si os place que el principal efecto de la grandeza y de la eminencia es el lanzaros hacia la importunidad y atareamiento en los ajenos negocios. Con todo lo cual, después de ofrecer mi humilde afección a vuestro servicio, ruego a Dios que os conceda, señor, dichosísima y larga vida. De Montaigne, el primer día de septiembre de mil quinientos setenta.

Vuestro obediente servidor.




A la Señorita de Montaigne, mi esposa

Esposa, bien sabéis que no es del caso para un hombre probo conforme a la usanza de estos tiempos, el que a estas fechas os corteje y acaricie; pues dicen que un varón diestro puede muy bien tomar mujer, pero que el casarse es propio de los tontos. Dejémosles decir: yo por mi parte me atengo al ingenuo modo de la edad pasada, como así lo muestran ha poco mis cabellos.

Y en verdad que la novedad cuesta tan cara ahora a este pobre Estado (y no sé si aun nos quedan duros males que sufrir) que en todo y por todo abandono su partido. Vivamos, pues, mujer mía, vos y yo, a la antigua usanza francesa. Ahora bien, recordaréis que el señor de La Boëtie, aquel hermano querido y compañero inviolable, me dio al morir sus papeles y sus libros los cuales fueron luego para mí la más favorecida entre todas mis cosas. De ellos no quiero avaramente disfrutar yo sólo, ni merezco tampoco que exclusivamente me aleccionen, por lo cual experimenté deseos de hacer partícipes a mis amigos. Y como ninguno tengo, a lo que creo, tan privado como vos, os envío la carta consolatoria de Plutarco a su esposa, traducida por aquél en francés, muy apenado de que la fortuna os haya hecho tan adecuado este presente, y de que teniendo sólo una hija, largo tiempo esperada al cabo de cuatro años de matrimonio, la perdierais en el segundo mes de su vida. Pero encomiendo a Plutarco el cuidado de consolaros y de advertiros sobre vuestro deber en este punto, suplicándoos que le otorguéis crédito por el amor que yo os inspiro, pues os descubrirá mis intenciones junto con todo lo pertinente en este caso, mucho mejor que yo mismo. Con lo cual, esposa, me recomiendo eficazmente a vuestra gracia, y ruego a Dios que os mantenga en su santa guarda. De París, a 16 de septiembre de 1570.

Vuestro buen marido.



A los Señores Jurados de Burdeos

Señores, espero que el viaje de monseñor de Cursol procurará alguna mejora a la ciudad. Teniendo entre manos una causa tan justa y favorable habéis desplegado todo el orden posible en los negocios que se presentaban; puesto que las cosas se mantienen en buen estado os suplico que toleréis aún mi ausencia por algún tiempo; yo la aligeraré sin duda cuanto la urgencia de mis negocios lo permita. Espero que será corta. Mientras tanto encomiéndome a vuestra bondad y me mandaréis, si la ocasión de emplearme se ofrece para el servicio público y el vuestro. Monseñor me escribió también advirtiéndome de su viaje. Muy humildemente me recomiendo y ruego a Dios.

Señores, que os conceda larga y dichosa vida.

En Montaigne, a 21 de mayo de 1582.



Al Señor Dupuy [1527], 

consejero del rey en su corte y en el Parlamento de París

Señor, la acción del señor de Verres, actualmente prisionero, me es conocidísima y merece que en el juzgarla mostréis vuestra dulzura natural, tanto como cualquiera causa del mundo digna de vuestra justa clemencia. Hizo una cosa no solamente excusable según las leyes militares de este siglo, sino también necesaria, y laudable conforme al sentir común; e hízola sin duda apresuradamente y a pesar suyo. Todo lo demás de su vida nada tiene de censurable. Suplícoos, señor, que en la causa pongáis toda vuestra atención; así hallaréis las cosas tal como os las represento, considerando que se le persigue por manera que excede en malignidad al acto cometido. Por si también de algo esto puede servir quiero deciros que es un hombre educado en mi casa, emparentado con algunas buenas familias, y sobre todo que siempre ha vivido digna e inocentemente y que es muy mi amigo. Salvándole me obligaréis extremadamente. Humildísimamente os ruego que le tengáis por recomendado, y después de besaros las manos, ruego a Dios que os conceda, Señor, larga y dichosa vida.

De Castera, a 23 de abril.

Vuestro apasionado servidor.




A los Señores Jurados de la ciudad de Burdeos

Señores, he recibido vuestra carta, y trataré de salir a vuestro encuentro cuanto antes pueda. Toda esta corte de, Sainte-Foy sobre mis brazos está ahora[1529], habiendo acordado venir a verme[1530]. Después de la visita estaré más libre. Os envío las cartas del señor de Vallier, acerca de las cuales podéis resolver libremente. Mi presencia ahí nada procurará sino estorbo e incertidumbre en punto a la resolución y juicios necesarios en el asunto.

Con esto me encomiendo humildemente a vuestro recuerdo, y ruego a Dios, señores, que os conceda larga y dichosa vida.

De Montaigne, a 10 de diciembre de 1581

Vuestro humilde hermano y servidor.




A los Señores Jurados de la ciudad de Burdeos

Señores, participo grandemente del contento que me aseguráis gozar, motivado por las provechosas expediciones comunicadas por los señores, diputados vuestros, y como buen augurio considero el que hayáis dichosamente encaminado este comenzamiento de año, esperando regocijarme en vuestra compañía a la primera ocasión. Muy humildemente me recomiendo a vuestra bondad, y ruego a Dios que os conceda señores, larga y dichosa vida. De Montaigne, a 8 de febrero de 1585.

Vuestro humilde hermano y servidor.




A los Señores Jurados de Burdeos

Aquí encontré por casualidad noticias vuestras, que el señor Mariscal me comunicó. No repararé ni en la vida ni en ninguna otra cosa en pro de vuestro servicio, y encomiendo a vuestro dictamen el considerar si el que puedo procuraros con mi presencia en la próxima elección vale la pena de que me arriesgue a comparecer en la ciudad, en vista del mal estado en que ésta se encuentra, principalmente para las personas que proceden de un ambiente tan sano como el que yo abandonaría[1533]. El miércoles me acercaré a vosotros cuanto pueda, hasta Feuillas, si el mal no invadió este lugar; allí, como escribo al señor de La Mote, tendrá gustosísimo el honor de ver a alguno de entre vosotros para recibir vuestras advertencias, descargándome de las instrucciones que el señor Mariscal me comunicará para la compañía. Con la cual muy humildemente me recomiendo a vuestra bondad, rogando a Dios que os conceda, señores, larga y dichosa vida.

De Libourne, a 30 de julio de 1585.




A los Señores Jurados de la ciudad de Burdeos

Señores, hice presente al señor Mariscal la carta que me enviasteis, -juntamente con la que el portador me dejó de parte vuestra-, y me ha encargado rogaros que le enviéis el tambor que estuvo en Bourg. También me ha dicho que os ruega ordenéis que enseguida vayan a él los capitanes Saint-Aulaye y Mathelin, y que reunáis el mayor número posible de marineros y barqueros. Cuanto al mal ejemplo o injusticia de hacer prisioneros a mujeres y niños, en manera alguna soy partidario de que lo imitemos; así le dije también a mi dicho señor Mariscal, quien me ordena que sobre este particular no cambiéis de conducta hasta el recibo de más extensas instrucciones. Con lo cual me recomiendo muy humildemente a vuestras excelentes bondades, y a Dios que os conceda,

Señores, larga y dichosa vida.

De Feuillas, a 31 de julio de 1585.




A la Señorita Paulmier [1535]

Señorita, mis amigos saben que desde el punto en que os vi os destinaba junco de mis libros, pues advertí que los habíais tributado sumo honor. Mas la cortesía del señor Paulmier me quita el medio de ponerlo en vuestras manos, habiéndome después obligado mucho más de lo que mi libro vale. Vos lo aceptaréis, si os place, como si hubiera sido vuestro antes de que yo lo debiera, y me otorgaréis la merced de acogerlo bondadosamente, ya por afección de él, ya por la mía propia; y yo guardaré cabal la deuda contraída con el señor Paulmier para desquitarme, si me es dable, con algún servicio.



Al Mariscal de Matignon

Monseñor, ya habréis sabido que nos aligeraron del equipaje en la selva de Villebois, en presencia nuestra, al cabo de mucha conversación y no menos dilaciones, aun cuando nuestro despojo fuera juzgado como injusto por el señor príncipe[1537]. A pesar de esto no nos atrevimos a seguir adelante por la incertidumbre que abrigábamos en punto a la seguridad de nuestras personas, de lo cual fuimos asegurados por nuestros pasaportes. Ha sido causa de esta presa el liguero que despojó al señor de Barruet y al de la Rochefocaut; la tormenta descargó sobre mí, que llevaba el dinero en mi caja. Nada pude recuperar, y la mayor parte de mis ropas y papeles quedaron en sus manos. No hemos visto al señor príncipe. Se han perdido cincuenta y tantos sacos; y de la parte del señor conde de Thorigny[1538] una vasija de plata y algunos utensilios de poca monta. En el camino tomó éste otra dirección para ir a ver a las afligidas damas a Montresor, donde yacen los cuerpos de los dos hermanos[1539] y de la abuela; y volvió a encontrarnos ayer en esta ciudad, de donde en este momento nos alejamos. El viaje a Normandía ha sido aplazado. El rey envió los señores de Bellievre[1540] y de la Guiche[1541] cerca del señor de Guisa para invitarle a venir a la corte: allí estaremos nosotros el jueves.

Vuestro humildísimo servidor.

De Orleans, el 16 de febrero por la mañana (1588).




Dedicatoria manuscrita de un ejemplar de los Ensayos a Antonio Loisel[1542]

No es éste un buen modo de desquitarme de los hermosos presentes que me hicisteis con vuestros trabajos, mas de todas suertes es corresponder lo mejor que puedo a vuestras bondades. Imponeos, por Dios, la pena de hojear alguna cosa; emplead alguna hora de vuestro vagar para decirme vuestro parecer sobre el libro, pues yo temo ir empeorando en estas faenas.

A monseñor Loysel.




Al Rey Enrique IV

Sire, sobrepujar la carga y el número de vuestros graves e importantes negocios es el saber descender y consagraros a los pequeños, cuando de ellos llega el turno, al deber de vuestra autoridad real, la cual os aboca a cada instante con toda suerte y categoría de hombres y ocupaciones. Mas el que Vuestra Majestad se haya dignado parar mientes en mis cartas y ordenar que sean contestadas, prefiero mejor deberlo a la benignidad que al vigor de su alma. Siempre miré con buenos ojos esa misma fortuna de que ahora disfrutáis, y acordárseos puede que hasta cuando tenía que decírselo a mi confesor[1544] en modo alguno dejé de ver gratamente vuestras prosperidades; al presente, con mayor razón y libertad las abrazo al par que con plena afección. Las bienandanzas os procuran ahí provecho palpable, pero aquí no enaltecen menos vuestra fama. La resonancia produce tanto efecto como la ventaja que se logra. No acertaríamos a sacar de la justicia de vuestra causa argumentos tan poderosos para sujetar o reducir a vuestros súbditos como los hallamos a la mano con las dichosas nuevas de vuestras empresas; y puedo asegurar a Vuestra Majestad que los recientes cambios que por acá ve en su provecho, y su feliz salida de Dieppe[1545], secundaron a punto el franco celo y la maravillosa prudencia del señor mariscal de Matignon[1546], de quien me atrevo a creer que no recibís diariamente tan excelentes y tan señalados servicios sin recordar mis seguridades y esperanzas. Yo aguardo de este próximo estío no tanto los frutos que van a madurar como los de nuestra común tranquilidad, e igualmente que pasará por vuestros negocios con igual bienandanza, haciendo desvanecerse como las precedentes esas grandes promesas con que vuestros adversarios alimentan la voluntad de sus prosélitos. Las inclinaciones de los pueblos se gobiernan por impulsos. Si la pendiente os es una vez favorable, el propio movimiento la llevará hasta el fin. Mucho hubiera yo querido que el particular provecho de los soldados de vuestro ejército junto con la necesidad de contentarlos no os hubieran quitado, señaladamente en esta importante ciudad, la hermosa recomendación de haber tratado a vuestros revueltos súbditos, hallándoos en plena victoria, con mayor moderación de la que sus protectores gastan, y, que a diferencia de un crédito volandero y usurpado hubierais puesto en evidencia que eran vuestros por paternal protección verdaderamente real. En el manejo de negocios tales como los que tenéis en vuestras manos hay que servirse de medios no comunes. Así se vio siempre que donde las conquistas por su grandeza y dificultad no pudieron buenamente completarse por las armas ni por las fuerza se perfeccionaron con la magnificencia y la clemencia, alicientes óptimos para conducir a los hombres hacia el partido justo y legítimo. Y cuando precisan rigor y castigo, ambas cosas deben aplazarse para después de la posesión y el marido. Un conquistador magnífico de los pasados siglos se alaba de haber procurado a sus enemigos tantos motivos para que lo amasen como a sus amigos. Y aquí echamos de ver ya algunos visos de buen augurio por la impresión que experimentan vuestras ciudades extraviadas, comparando el rudo tratamiento que reciben con el de las que se colocaron bajo vuestra obediencia. Deseando a Vuestra Majestad una dicha más urgente y menos arriesgada, y que Vuestra Majestad sea antes amado que temido de sus pueblos, sustentando los propios bienes amalgamados con los de ellos, me regocija que la marcha hacia la victoria sea también el camino hacia la paz menos costosa. Sire, vuestra carta del último día de noviembre no llegó a mis manos hasta ahora, pasado ya el plazo que os plugo señalarme de vuestra permanencia en Tours. Considero como gracia singular el que Vuestra Majestad se haya dignado advertirme que acogería con gusto mi presencia: nadie tan inútil como yo, pero vuestro más aun por afección que por deber. Laudabilísimamente acomodó Vuestra Majestad sus formas externas a la altura de su reciente fortuna: mas la bondad e indulgencia de los humores internos es igualmente laudable el que Vuestra Majestad no los modifique. Plúgola, no sólo respetar mi edad, sino también mi deseo, al llamarme a lugar donde Vuestra Majestad se viera un tanto reposada de sus laboriosos desvelos. ¿Será aquél París, dentro de breve plazo? No habrá medios ni salud que yo no deje de sacrificar para dirigirme allí.

Vuestro humildísimo y obedientísimo servidor y vasallo.

De Montaigne, a 15 de enero de 1809.

(Con este sobrescrito de mano del secretario: Al Rey.)




Montaigne a Enrique IV

Sire, La que Vuestra Majestad tuvo a bien escribirme el 20 de julio no me fue entregada hasta hoy por la mañana, y me ha encontrado metido en una muy violenta fiebre terciana, general en este país desde el mes pasado. Sire, como grande honor considero el recibir vuestras órdenes, y no he dejado de escribir hasta tres veces al señor mariscal de Matignon, participándole con todo interés la obligación que me incumbía de salir a su encuentro, hasta marcarle el camino que yo seguiría para lograrlo con seguridad cabal, si así bien le parecía. Como estas misivas no hayan tenido respuesta supongo que el Señor Mariscal tuvo en cuenta, en provecho mío, lo dilatado y arriesgado de los caminos. Sire, Vuestra Majestad me hará la merced de creer, si le place, que nunca repararé en mi bolsa en las ocasiones en que tampoco quisiera poner a cubierto mi vida. Lo que hice por sus predecesores, mayormente por Vuestra Majestad lo haré. Jamás alcancé ningún beneficio de la liberalidad de los reyes, como tampoco los solicité ni los merecí, y no recibí ningún estipendio de los pasos que di en el servicio de ellos, de los cuales Vuestra Majestad tuvo algún conocimiento. Soy, Señor, tan rico como deseo. Cuando haya agotado mi bolsa en París[1548] junto a Vuestra Majestad, tendré la osadía de hacérselo saber, y entonces, si Vuestra Majestad me juzga digno de que permanezca más tiempo entre los de su séquito, podrá hacerlo con facilidad mayor que si se tratara del menor de sus oficiales.

Sire, ruego a Dios por vuestra prosperidad y salud.

Vuestro humildísimo y obedientísimo servidor y vasallo.




 

FIN DE LAS CARTAS

 

 

 



1501

Véase la introducción del tomo I, página XLVII. (N. del T.)

  

1502

Antonio del Prat, señor de Nantouillet y de Précy, barón de Thiers y de Thoucy, nieto del célebre canciller que estuvo casado antes de entrar en las órdenes. Fue nombrado preboste de París el 19 de febrero de 1553, y sucedió a su padre en esta función. (N. del T.)

  

1503

El capitán Memy, a quien Enrique IV llama Mesny en una de sus cartas. (N. del T.)

  

1504

Pastores protestantes. (N. del T.)

  

1505

Monluc contaba en esta época de cincuenta y ocho a sesenta años. (N. del T.)

  

1506

Margarita de Lupé. Su marido, Gaspar del Prat, era pariente del canciller del mismo nombre. Tuvo por padrino a Coligny, y pereció en las matanzas de San Bartolomé. (N. del T.)

  

1507

El original de esta carta pertenece al marqués del Prat. Monsieur Feuillet de Conches publico la por vez primera en 1863. (N. del T.)

  

1508

«Extracto de una carta que el señor magistrado de Montaigne escribe a monseñor de Montaigne, su padre, relativa a algunas particularidades que observó en la enfermedad y muerte del difunto monseñor de La Boëtie.» Esta carta, y casi todas las que siguen hasta la novena, se encuentran en el libro de La Boëtie, editado por Montaigne nueve años próximamente antes de la primera edición de los Ensayos. (París, Federico Morel, en 4.º menor, 1571.) (N. del T.)

  

1509

[imagen en el original (N. del E.)]

  

1510

Un recuerdo de vuestro amigo. (N. del T.)


1511

¡Esto es lo que los hombres llaman bienes! (N. del T.)

  

1512

[imagen en el original (N. del E.)]

  

1513

Estas dos palabras, griegas son de Píndaro, quien con ellas empieza su primera Olimpiada. (N. del T.)

  

1514

Propio es de un corazón generoso el deber más todavía a aquel a quien mucho debe. CICERÓN, Epíst. fam., II, 6. (N. del T.)

  

1515

¿Tanto vale la vida? (N. del T.)

  

1516

Esta carta de Montaigne a su padre precede a la versión de la Teología natural de Raimundo Sabunde, París, 1569. El padre de Montaigne, muerto en el mismo año, no pudo ver el libro impreso. (J. V. L.)

  

1517

Precede esta carta a la Mesnagerie de Jenofonte y demás traducciones de La Boëtie, impresas por Federico Morel en 1571, fol. 2. Esta dedicatoria debió de escribirse en el año 1570, lo mismo que las demás comprendidas en el volumen, que llevan fecha precisa. (N. del T.)

  

1518

Luis de San-Gelais, señor de Lansac, elevado a la categoría de Consejero de Estado por Carlos IX, o más bien por la reina Catalina de Médicis, en el mes de mayo de 1568. Lansac fue embajador de Carlos IX en el concilio de Trento. Palavicino en su Historia del Concilio le supone condecorado con la orden del Espíritu Santo, que no fue instituida hasta el año 1579 por Enrique III. Este error fue reparado en las Misceláneas de Vigneul-Marville (Buenaventura de Argonne), t. II, pág. 215, edic. de 1701. (J. V. L.)

  

1519

Jenofonte. (N. del T.)

  

1520

La Boëtie. (N. del T.)


1521

Enrique de Mesmes, señor de Roissy y de Malassize, consejero de Estado y canciller del reino de Navarra, nació en París, en 1532, de una familia originaria del Bearne; distinguiose en los reinados de Enrique II, Carlos IX y Enrique III por sus talentos administrativos y políticos; en el mes de agosto de 1570 fue encargado de arreglar la paz con los protestantes, y como Armando de Birón, su colega en las negociaciones de san Germán, era cojo, se llamó a la paz coja y mal sentada. Las matanzas de la Saint-Barthélemy no tardaron en justificar la verdad de semejante apreciación. De Mesmos se mostró siempre protector y amigo de los eruditos: auxilió a Pibrac, Daurat, Turnebo y Pasderat; él mismo colaboró en el trabajo de Lambín sobre Cicerón, que le fue dedicado. Rollin en su Tratado de los Estudios (lib. I, cap. 2, art. l), habla de las «memorias manuscritas que el primer presidente de Mesmes le comunicara las cuales fueron luego publicadas». En ellas se lee que al salir del colegio Enrique de Mesmes recitó a Homero de memoria de cabo a rabo. (J. V. L.)

  

1522

Juana Hennequin, hija de Oudart Hennequin, señor de Boinville, contador mayor del reino, muerto en 1557. Era prima tercera de Enrique de Mesmes. (N. del T.)

  

1523

Va impresa a continuación de la carta al señor de Lansac, y sirve de prólogo a la traducción de La Boëtie, edición de París, de 1571. (C.)

  

1524

Impresa a la cabeza de los Versos franceses de Esteban de La Boëtie, edición de París, 1572. (N. del T.)

  

1525

Precede a la Carta consolatoria de Plutarco a su mujer en el libro citado fol. 89. (N. del T.)

  

1526

El original de esta carta se guardaba en los Archivos de Burdeos y fue publicado por primera vez en el Bulletin du Bibliophile, por M. G. Brunet, en julio de 1839. (N. del T.)

  

1527

Probablemente Claudio Dupuy; nació en París en 1545, y fue de los catorce jueces enviados a Guinea, conforme al tratado de Fleix, en 1580. Acaso en esta época le escribió Montaigne la presente carta de recomendación. (J. V. L.)

  

1528

Fue descubierta esta carta por M. Detcheverry y publicada en 1855 por M. Dosquet en un informe de la Comission des monuments historiques du départament de la Gironde; en 1856 la incluyó el doctor Payen en sus Recherches et Documents inédits, núm. 4. (N. del T.)

  

1529

La corte del rey de Navarra se encontraba a la sazón en Sainte-Foix. (N. del T.)

  

1530

Montaigne se preparaba a recibir la visita que le hizo el príncipe el 19 de diciembre. (N. del T.)


1531

El original de esta se guarda en los Archivos de Tolosa. V. PAYEN, Documents inédits. (N. del T.)

  

1532

Esta carta fue dada a luz primeramente por M. A. Detcheverry, archivero de la alcaldía de Burdeos, en el folleto titulado: Histoire des Israélites de Bordeaux, 1850, pág. 51 (nota). El doctor Payen lo reprodujo en sus Nouveaux Documents, París, 1850, pág. 21.

Esta epístola ha sido objeto de muchos comentarios. Hase parangonado la conducta de Montaigne con la del primer presidente del Parlamento de París Cristóbal de Thou, en 1850, con el proceder del mariscal de Ornano, alcalde de Burdeos, en 1899; con el de Rotrou en Dreux, en 1660; con el del duque de Montausier en Normandía, en 1662; y con el del obispo Belzunce y el caballero Rosa en Marsella, en 1720. Véase sobre los acontecimientos ocurridos en esta epidemia el cap. XII del lib. III. (N. del T.)

  

1533

Trátase aquí de la peste de 1585, que hizo sucumbir en Burdeos a mil cuatrocientas personas. (N. del T.)

  

1534

Descubierta por M. Detcheverry y publicada por M. Dosquet en un informe de la Conmission des monuments historiques du département de la Gironde. El doctor Payen la incluyó en 1856 en sus Recherches et Documents inédits, núm. 4. (N. del T.)

  

1535

Esta dama, que nació en 1544, se llamaba Margarita de Chaumont. En 1574 casó con Julián Le Paulmier y murió en 1599. (N. del T.)

  

1536

Según el doctor Payen esta carta es de 1588. La autenticidad de la misma ha sido disentida, erradamente según algunos eruditos. Véase Documents inédits, pág. 12. (N. del T.)

  

1537

Enrique I, príncipe de Condé, uno de los jefes hugonotes. (N. del T.)

  

1538

Odet de Matignon, conde de Thorigny, hijo del mariscal de aquel nombre. (N. del T.)

  

1539

Probablemente Ana y Claudio de Joyeuse, parientes del conde de Thorigny, asesinados en Contras en 1587. Las afligidas damas debían de ser María de Bartany, la madre, y Margarita de Lorena, mujer de Ana. (N. del T.)

  

1540

Pomponio de Bellivre; nació en 1529. (N. del T.)


1541

Filiberto de la Guiche, gobernador de Lyon; favorito de Enrique III y, después de Enrique IV. (N. del T.)

  

1542

Esta dedicatoria fue puesta por Montaigne en un ejemplar de los Ensayos (edic. de 1588, c. n. 4.º). El doctor Payen la transcribió de este ejemplar, perteneciente a la biblioteca de M. Lignerolles, y la incluyó en 1856 en sus Recherches et Documents inédits, núm. 4. (N. del T.)

  

1543

Esta carta, que se guardaba en la Biblioteca Nacional de París (Colección Dupuy, t. LXIII, fol. 77-78), fue publicada por primera vez en 1580 por M. A. Juvinal. El doctor Payen dio a luz una copia de la misma, que difiere notablemente de la primera. Para la presente traducción he tenido a la vista la misma epístola, incluida en Le Trésor Epistolaire de la France, de M Eugenio Crepet (París, 1865), quien reprodujo fielmente el autógrafo original. (N. del T.)

  

1544

Tenía que decírselo a su confesor porque su proceder significaba el aplauso de las prosperidades de un herético y de un príncipe que combatía entonces al soberano a quien Montaigne estaba obligado a servir, a Enrique III. (N. del T.)

  

1545

Aun cuando Enrique IV fuera proclamado rey de Francia el 2 de agosto de 1589, día del asesinato de Enrique III, estaba todavía muy lejos de hallarse en posesión de su reino. Obligado a levantar el sitio de París, tuvo que refugiarse en Normandía. Encerrado luego y asediado por el duque de Mayenne, recibió un refuerzo de cuatro mil hombres de la reina Isabel y marchó de nuevo camino de la capital. El 18 de enero, día en que Montaigne escribía a Enrique IV, éste se hallaba en Lisicux, cuya plaza acababa de tomar. (N. del T.)

  

1546

Para penetrar la intención de Montaigne al poner de relieve «el sincero celo y la prudencia maravillosa» del mariscal de Matignon, hay que tener presente el estado en que a la sazón se encontraba Guiena. Los católicos desconfiaban de Enrique IV y no creían en su próxima conversión; los hugonotes mostrábanse resistentes con los triunfos del rey de Navarra; los de la Liga acababan de proclamar rey de Francia al cardenal de Borbón. También Enrique había sido proclamado soberano por la Asamblea de Tours, pero el Parlamento de Languedoc le había destituido, y el de Burdeos se disponía a imitar al de Tolosa, diciendo: Quae fides infideli? Matignon, por su ascendiente, acierto, prudencia y actividad, supo ganar tiempo para con el Parlamento, contener a los hugonotes en su triunfo, reprimir a los de la Liga con las fuerzas necesarias y guardar al rey la provincia de Guiena. (DOCTOR PAYEN.)

  

1547

Publicada por primera vez en el Journal de l'Instruction publique, el 4 de noviembre de 1846, por M. Antonio Macé, que la encontró en el tomo LXI de la colección de Dupuy, en la Biblioteca Nacional de París. En el original hay escrito a la vuelta de la segunda hoja: «Monsr de Montaigne, dos sept. 1590» (N. del T.)

  

1548

Muchos partidarios de Enrique IV, y Enrique IV mismo, no creían en la resistencia dilatada de parte de los de la Liga. El soberano escribía el 20 de noviembre de 1589 a la señora de Grammont: «Creo poder aseguraros que a fines de enero estaré ya en París.» Esta esperanza fue cruelmente frustrada, pues no entró en la ciudad hasta el 20 de marzo de 1594, que había muerto en 1592, no pudo regocijarse con el acontecimiento. (N. del T.)




ABDERA, I.

Abogados. Comparados con los predicadores, I. Persuádense a veces por su propia pasión de que es buena causa que defienden. Encuentran en todas ellas caminos suficientes para disponerlas como mejor les acomoda.

ABRA, hija de San Hilario, obispo de Poitiers, I.

Abuso. Fundamento de todos los de este mundo, II.

ABYDENSES. Su obstinación en el perecer, I.

Académicos. Sus opiniones, menos sostenibles que las de los pirronianos, I.

Acaso. Por qué es tan grande su poder sobre nosotros, I. Entra por mucho en las acciones humanas, II.

Accidentes funestos. Soportados sin duelo por algunas personas, I. Peores de resistir que la misma muerte. Firmeza del vulgo contra los accidentes más penosos de la vida, más instructiva que los discursos de los filósofos, II.

Acciones. Es milagro la posibilidad de suponer en algunos la imagen de la justicia, II.

Adivinación. Su extraño origen, I. Cuáles son los naturales caminos que a ella conducen.

Adivinos (falsos). Tratamiento que de los escitas recibían, I.

AGESILAO. Lo que a su entender debía enseñarse a las criaturas, I. Cómo andaba vestido. Por exceso de ardor deja de vencer a los beocios. Su respuesta a los tasios, que le habían hecho dios. Si es o no cierto que fuera multado por haberse hecho querer excesivamente de sus conciudadanos, II. Por qué al viajar se hospedaba en los templos. Lo que pensaba del amor.

AGIS, rey de Esparta. Su notable respuesta a un embajador de la ciudad de Abdera, I.

AGRIGENTINOS. Elevaban monumentos en honor de los animales que les fueran caros, I.

Agujetas. De donde procede lo que se ha llamado añudadura de agujetas, I. Enfermedad de la fantasía, curada por un medio fundado en el mismo principio.

AGUSTÍN (San). Milagros que atestigua, I. La pérdida de sus escritos hubiera sido por todo extremo lamentable.

Ajedrez. Como Montaigne juzgaba el juego del ajedrez, I. Esta distracción puede venir en nuestra ayuda pan a conocernos.

ALBA (duque de). Crueldades que ejerció en Bruselas, I. Comparado con el condestable de Montmorency, II.

ALBIGENSES. Quemados vivos por no querer renegar de sus creencias, I.

ALBUCILLA. Muerte de esta mujer romana, II.

ALBUQUERQUE. Por qué hallándose abocado a perecer, se echó a cuestas a un muchacho, I.

ALCIBÍADES. Dio un bofetón a un gramático porque no tenía los escritos de Homero, I. Su vida es una de las más ricas y deseables, en el sentir de Montaigne, I. Por qué cortó la cola y las orejas a un muy hermoso perro que tenía, II. No gustaba de la música en sus comidas.

Alciones. Sus maravillosas cualidades; fábrica admirable de su nido, I.

ALCMON. A qué cosas atribuía la divinidad, I.

ALESIA. Dos acontecimientos extraordinarios relativos al cerco de esta ciudad, emprendido por César, II.

ALEJANDRO MAGNO. Su crueldad para con Betis, gobernador de Gaza, I, y con la ciudad de Tebas. Por qué se oponía a combatir de noche. En qué circunstancia su intrepidez pareció mayor. Censurado por su padre Filipo como buen cantor. Cómo se burló de sus aduladores, que querían hacerle creer que era hijo de Júpiter. Durmió un sueño profundo momentos antes de su última batalla contra Darío. De su caballo Bucéfalo. Por qué no debe juzgarse de sus prendas en la mesa ni en el juego. Digna recompensa que otorgó a la habilidad extrema en un arte inútil. Su valer no era perfecto ni el mismo en todo. Juicio general sobre Alejandro, preferible a César, II. En cuáles cosas se mostró inferior a Sócrates. De qué modo su padre censuró su liberalidad.

ALEJANDRO, tirano de Pheres. Por qué se oponía a asistir a la representación de piezas trágicas, II.

ALEJANDRO VI, papa. Cómo fue envenenado con su hijo el duque de Valentinois, I.

Alegría. Ejemplos diversos de muertes repentinas ocasionadas por la sorpresa de un placer inesperado, I.

Alemanes. Aunque borrachos, son difíciles de vencer, I. Beben con igual placer toda suerte de vinos.

Alfiler. Mujer que creía haber tragado un alfiler: de qué manera curada de esta fantasía, I.

ALFONSO VI, rey de Castilla. En qué juzgaba a los asnos más felices que a los monarcas, I. Fundador de la orden de Caballeros de la Banda o de la Escarpa, en España; estatutos a que habían de ajustarse.

Alma. Debe tener algún objeto verdadero o falso que la apaciente, I. No mira las cosas por el mismo tenor. Se descubre en todos sus movimientos. Procura a las cosas el aspecto que la placea. Lo que la razón nos enseña en punto a su naturaleza. Diversidad de opiniones sobre el lugar del cuerpo en que reside. Opiniones diversas sobre su origen. Opinión refutada de la preexistencia de las almas antes de ser unidas a nuestros cuerpos. Razones que Epicuro alega para probar que el alma nace, se fortifica y debilita con el cuerpo. El alma del hombre más cuerdo expuesta a convertirse en la de un loco. La inmortalidad del alma, débilmente sustentada por los dos matices más convencidos. Transmigración del alma de un cuerpo a otro, sustentada por Platón; cómo Epicuro la refuta. Si las facultades e inclinaciones de nuestras almas dependen del aire, del clima y de la tierra en que vivimos; cuál es la conclusión que de esta doctrina puede sacarse. En qué consiste el verdadero valer del alma, II. Cómo muestra su grandeza.

ALVIANO (Bartolomé de), general veneciano. Por qué su cuerpo fue trasladado al través de las tierras de sus enemigos, I.

AMASIS, rey de Egipto. Casa con una hermosa griega, mas no puede disfrutarla durante algún tiempo, I.

Ambición. Más difícil de domar, que el amor, a juzgar por el ejemplo de César, II. El de Ladislao, rey de Nápoles, semeja probar lo contrario. No es un vicio de hombres nimios.

AMÉRICA. Agasajos que algunos pueblos de América hicieron a Hernán Cortés, I. En qué sentido son bárbaros los salvajes de América. Excelencia de su policía. Bondad de su clima. Sus viviendas y sus lechos. Sus comidas, sus bebidas y su pan. Cómo pasan su tiempo. Dónde colocan sus armas cuando mueren. Sus sacerdotes y profetas; en qué consiste la moral de éstos y cómo son tratados cuando enuncian falsas profecías. Sus guerras, armas y combates. Por qué se comen a sus prisioneros. Sus luchas nobles y generosas. Su moderación, su cordialidad y partido que sacan de sus victorias. Cuáles son los celos de sus mujeres. (Véase SALVAJES.)

Americanos. Por su grandeza y su virtud fueron víctimas de la perfidia y de la ferocidad de los españoles, II. Magnificencia de sus jardines y de sus reyes. Por qué medios fueron subyugados. Qué tratos recibieron de los españoles. Respuesta vigorosa y cuerda que algunos pueblos de América hicieron a los españoles, quienes querían hacerlos tributarios. Horrible carnicería que los españoles hicieron en América con sus prisioneros de guerra. Cómo las riquezas de los americanos eran menos grandes de lo que al principio se había creído, y por qué causas.

AMESTRIS, madre de Jerjes. Inhumanamente piadosa, I.

Amistad. Es el más perfecto fruto de la sociedad, I. Cuatro especies de junturas entre los hombres, a las cuales no cuadra propiamente el nombre de amistad. Amistad contra naturaleza, muy corriente entre los griegos: lo que Montaigne juzga de ella. En qué se compendia la amistad verdadera. Idea de la amistad más cumplida. Idea de las amistades ordinarias. En una amistad verdadera, quien otorga un beneficio debe estar reconocido a quien lo recibe. Las amistades corrientes pueden compartirse entre varias personas. La amistad única y principal desata todas las demás obligaciones. Amistad de los maridos para con sus mujeres, moderada por la teología. Verdadero fin de la amistad, II.

Amor. Cómo se cura al entender de Crates, I. Imperio de esta pasión en el espíritu del hombre. Si los deseos que el amor inspira a los hombres son los más violentos, II. Medios que se emplearon para amortiguarlo. Sus ardores desterrados del matrimonio y por qué razón. Todo tiende entre los hombres a poner en juego esta pasión. Esencia del amor. Ridiculiza al hombre, equiparándolo con los animales. No debe ser condenado porque fue la naturaleza quien nos lo inspiró. Hablar discretamente del amor es trocar lo más apetitoso. El amor de los españoles y el de los italianos, más respetuoso y más tímido que el nuestro, es por lo mismo más agradable. El amor debe gobernarse por grados y sin precipitación. Por qué en materia de amor obran mal los hombres al censurar la ligereza e inconstancia de las mujeres. Injusto poder que los amantes privilegiados se atribuyen sobre sus amadas. Ventajas que pueden alcanzarse del amor en la edad avanzada. Cuál es la edad en que el amor conviene propia y naturalmente.

Amor conyugal. Debe ir acompañado de respeto, I.

Amores desnaturalizados. Verdadero medio de hacerlos caer en descrédito, I.

AMURAT. Inmola seiscientos jóvenes griegos al alma de su padre, I.

ANACARSIS. Cuál es, a su entender, el gobierno más dichoso, I.

ANAXÁGORAS. Fue el primer filósofo que reconociera que todas las cosas fueron hechas y son gobernadas por un espíritu infinito, I.

ANAXARCO. Descuartizado por el tirano Nicocreón; su firmeza en el dolor, I.

ANAXIMÁNDER. Su opinión sobre la naturaleza de Dios, I, y sobre la de nuestra alma, I.

ANAXÍMENES. Su opinión sobre la naturaleza de Dios, I.

Anciana (gente). En qué consiste su cordura, II. Pintura natural de sus defectos.

Ancianos. Ejemplo de un anciano, de quien los suyos se burlaban porque quería sembrar entre ellos el espanto, I. Ancianos engañados por sus domésticos. Otros por sus mujeres. Los ancianos necesitan regocijar su espíritu, II. Deben frecuentar juegos y ejercicios de los jóvenes, y aprovechar todas las ocasiones de contento que se los muestren.

ANDRODO. Por qué casualidad escapó a la muerte que se le preparaba, I.

ANDRÓN. Atravesó la Libia sin beber, II.

ANÍBAL. Su respuesta a Antíoco, que le preguntaba si los romanos se contentarían con su ejército, I. Vivió la hermosa mitad de su vida de la gloria alcanzada en su juventud.

ANIMALES. Animalillos que sólo viven un día I. Los animales están sujetos al influjo de la imaginación. Miramientos que deben guardarse para con ellos. Notables ejemplos de esta especie de respeto. Comunícanse sus pensamientos, lo mismo que los hombres. Habilidad que en sus costumbres se advierte. Gozan de un lenguaje natural. Siguen libremente sus inclinaciones. Sutileza que despliegan en sus cazas. Disciernen lo que puede aliviarlos en sus enfermedades. Son capaces de instrucción, y albergan el sentido de la equidad. Hay animales tan extravagantes y raros en sus amores, como los hombres. Su amistad es más viva y más constante que la de éstos. Animales que parecen adolecer del pecado de avaricia. Otros que son muy económicos. Otros cuya pasión es la guerra. Sociedad que se observa entre ellos. Por qué Moisés prohibió que su sangre sirviera de alimento.

ANTÍGONO. Cómo se burla de un poeta que le había llamado hijo del Sol, I. Cómo castigó a los soldados de Eumenes, su enemigo, luego que de él le hicieron entrega, II. Cómo se dispensó de hacer un donativo a un filósofo cínico.

ANTÍOCO. Despojado de sus conquistas por una carta del Senado romano, II.

ANTÍSTENES. Su respuesta a los que le censuraban por conversar con los malos, I. Su principio sobre la inconstancia en la desdicha. Cuál era, según este filósofo, el mejor aprendizaje. Lo que respondió a un sacerdote que iniciándole en los misterios de Orfeo, le aseguraba que los fieles de esta religión gozarían de una dicha eterna y perfecta después de la muerte. Por qué aconsejaba a los atenienses el ordenar que los asnos fueran como los caballos empleados en la labranza, II.

ANTÍSTENES O ANTISTENIOS, sobrenombrado Hércules. Lo que ordenaba o sus hijos, II.

Apariencias. Cómo en la vida el filósofo es impulsado por la apariencia, I. Filósofos que sostuvieron que era una misma cosa había apariencias contrarias. No puede juzgarse, definitivamente de una cosa por la apariencia que sobre ella nos muestran los sentidos.

APOLODORO, tirano de Potidea. Torturado por el recuerdo de su propia barbarie, I.

Aprobación pública. Por quiénes debe ser buscada, II.

ARCESILAS. Digno de alabanza por el recto empleo de sus riquezas I. Su respuesta a un joven afeminado que le preguntó si el filósofo podía enamorarse, II. Su visita a Ctesibio enfermo.

AREÓPAGO. Por qué este venerable senado juzgaba de noche, I.

ARETINO. (Pedro). Si mereció el nombre de divino, I.

ARGENTERIO (Juan), médico, II.

ARGIPOS. Pueblo que vivía tranquilo, sin armas ofensivas, II.

ARIOSTO. A qué edad dejó Montaigne de gustar las obras de este poeta, I. No puede comparársele con Virgilio.

ARISTARCO. Lo que decía burlándose de la presunción de su siglo, II.

ARISTIPO. Su respuesta a quien le dijo que debía querer a sus hijos porque de él habían salido, I. Incurrió en la cólera de todos los filósofos por sus atrevidas opiniones en pro de la voluptuosidad y las riquezas. Sus costumbres ensalzadas. Por qué no encuentra inconveniente en aceptar una túnica perfumada. Por qué soporta que Dionisio el Tirano le escupa en el rostro. Su respuesta a Diógenes cuando le dijo que si supiera alimentarse con coles no adularía a los tiranos. Qué fruto alcanzó de la filosofía. Lo que dijo a unos jóvenes que se avergonzaban al verle entrar en la vivienda de una cortesana.

ARISTODEMO, rey de los mesenios. Lo que le de Como definía la retórica, I. Su opinión sobre la naturaleza de Dios terminó a matarse. II.

ARISTÓN. Cómo definía la retórica, I. Su opinión sobre la naturaleza de Dios. Con qué comparaba una lección, II.

ARISTÓTELES. Método que empleó en la instrucción de Alejandro, I. Su definición de la amistad perfecta, II. A qué edad quería que las gentes se casaran. Risible clasificado que aplica al hombre. Si es verdaderamente dogmático. No tenía opinión determinada sobre la naturaleza de Dios. Censurado por considerar la privación como principio. Pareció sensible a las maledicencias de que le dijeron haber sido objeto, II. Su respuesta a quien le preguntó por qué se complacía en ver a menudo a las personas agraciadas. Lo que contestó a alguien que le censuraba por haberse mostrado misericordioso con un malvado.

Armas. Censurable costumbre de no tomarlas sino en último extremo, I. Armas de los franceses, I. De los medos. De los peatones romanos. De los parthos.

ARMENIA. Sus montañas se ven a veces enteramente cubiertas de nieve, I.

ARQUIAS, tirano de Tebas. Perece en una conspiración por haber diferido la lectura de una carta, I.

ARQUILEONIDE, madre de Prásidas. Por qué rechazó la alabanza que de su hijo se le hizo, I.

Arquitecto. Concisa arenga de un arquitecto al pueblo de Atenas, I. Lenguaje de los arquitectos, I.

ARRÁS. Singular obstinación de algunos de sus habitantes cuando fue tomada por Luis XI, I.

ARRIA, mujer de Cecina Peto. Se clava un puñal por impulsar a su marido a evitar con la muerte el suplicio que le aguardaba, II. Hermosas palabras que profiere después de recibir el golpe mortal, estropeadas por Marcial, que pretendió embellecerlas.

ARRIO. Nada puede concluirse contra él en lo tocante a su muerte, I.

Arrojo. Hasta dónde debe llegar, I.

ARSAC (el señor de), hermano de Montaigne, I.

ARTAJERJES. Cómo dulcificó el rigor de algunas leyes persas, I.

ARTIBIO, general del ejército pérsico. Cómo su caballo fue causa de su muerte, I.

Asesino. Dos asesinos de Guillermo I, príncipe de Orange, II.

ASESINOS, pueblo dependiente de la Fenicia. De qué suerte entienden el ganar el paraíso.

ASIÁTICOS. Por qué en sus guerras iban acompañados de sus mujeres y concubinas, adornadas con sus más ricas joyas I.

ASINIO POLIO. Lo que juzgaba censurable en los Comentarios de César, I. Su cobardía al no querer publicar la crítica de una obra hasta después de la muerte del autor de ella, II. Por qué se opuso a replicar a Augusto que había escrito versos contra él.

ASIRIOS. Cómo domaban los caballos de que se servían en la guerra, I.

ASIGNY (señor de), I.

Astucias de la guerra. Condenadas entre los antiguos, I. Autorizadas por nosotros.

ATALANTE. Por qué medio fue vencido en la carrera, II.

Ataraxia de los pirronianos. Lo que es, I.

Ateísmo. Rara vez se posesiona del espíritu del hombre como un dogma ponderado, I.

ATENAS. Afección que los extranjeros la profesaban.

Atenienses. Su superstición cruel y pueril en punto a las sepulturas de los muertos, I. De qué modo por ella fueron castigados. De su dios desconocido. Por qué hicieron cortar los dedos pulgares a los eginetas, II.

ÁTICO (Pomponio). Su muerte voluntaria, II.

ATLÁNTIDA (isla). Su amplitud, I. No puede ser la América.

Atletas. Su fuerza consiste más bien en el vigor de los nervios que en el del ánimo, I. Privados de los goces del amor para conservarse más ágiles y vigorosos.

Atunes. Parecen tener como conocimientos matemáticos, I.

AUFIDIO. Su muerte.

AUGUSTO. Quiere vengarse de Neptuno, después de una tempestad, I. Cómo testimonia su aflicción por haber perdido algunas legiones. Conjuración de Cinna contra él, descubierta poco antes de su ejecución. Su discurso a Cinna. Su clemencia para con este conjurado, y beneficios que de su acción alcanza. Su sueño profundo a la hora de comenzar una batalla. Edad que señala para el ejercicio de los cargos judiciales. Su carácter, impenetrable para los jueces más resueltos. Liberal en punto a dones y avaro en recompensas honoríficas. Epigrama que compuso.

AURAT o más bien DAURAT. Colocado por Montaigne entre los mejores poetas latinos de su tiempo, II.

Autores. No deben escribir sobre cada cosa sino lo que saben, I. Si es lícito que aguardan alguna recomendación por sus escritos, II.

Avaricia. Lo que la engendra, I.

Aves. Predicciones que se sacan de su vuelo, I. Aves pasajeras; prevén el cambio de las estaciones, I.

Avestruces. Uncidos a un vehículo, II.




Baños. Los antiguos usaban de ellos todos los días antes de la comida, I. Su utilidad, II. Cada pueblo hace de ellos un empleo particular.

Bárbaro. Lo que significa esta palabra en la boca de cada pueblo, I. Hay más barbarie en comerse a un hombre vivo que en hacer lo propio muerto.

Batalla. Si en una batalla hay que esperar al enemigo o salir a su encuentro, I.

BAYACETO I. Hizo destripar a un soldado acusado de haberse comido las puches de una pobre mujer, que con ellas sustentaba a sus hijos, I.

BAYARDO. Su firmeza en el momento de espirar, I. Cuál era su verdadero nombre.

BEAUVAIS (Obispo de). Vencedor de algunos enemigos en la batalla de Bouvines, los entrega en ajenas manos para matarlos o hacerlos prisioneros, I. Por qué se servía solamente de una maza en el combate.

Beber. Placer de beber, el último de que se sienta capaz el hombre, I.

Beduinos. Como albergaban la pica de que una fatalidad inevitable y preordenada los comprometía a oponerse en los combates, lanzábanse a ellos sin ninguna precaución, II.

BELLAY (Guillermo del). Juicio sobre sus Memorias, I.

BELLAY (Joaquín del). Excelente poeta francés, a juicio de Montaigne, II.

BELLAY (Martín del). Sus Memorias históricas: lo que Montaigne opina de ellas, I.

Belleza corporal. En qué consiste, I. Si en este particular los hombres poseen alguna ventaja sobre los animales. De qué valor sea la belleza corporal, II.

BEMBO (Cardenal), II.

BERTHEVILLE, lugarteniente del conde de Brenne, I.

Besos. Como fueron envilecidos, II.

BESSOS. Cómo descubrió sin pensarlo el parricidio que cometiera, I.

BETIS, gobernador de Gara. Hecho prisionero por Alejandro el Grande, I. Su valor y firmeza hasta el instante de su muerte.

BÉZE. Considerado por Montaigne como uno de los mejores poetas latinos de su tiempo, II.

BIAS. Lo que dijo a las gentes que se encontraban con él en un navío sacudido por la tempestad, que imploraban el socorro de los dioses, I.

Biblioteca. Lo que salvó las bibliotecas de su ruina cuando los godos asolaron la Grecia, I. Descripción de la Biblioteca de Montaigne, I.

Bien. Lo deseamos con ansia, tanto mayor cuanto más trabajo nos ocasiona el obtenerlo, II. El bien y el mal moral se encuentran en nosotros amalgamados.

Bien soberano. En qué consiste el del hombre; opiniones diversas sobre este punto, I.

Bien obrar. Júzgase mediante la sola intención, I.

Bienes verdaderos. Colocan al hombre por cima de sus ofensas, I.

Bienes de fortuna. En qué sentido son provechosos a quienes los poseen, I. Cuál es el medio más prudente de distribuirlos al morir. Lo que mueve a ciertas gentes en la elección de los herederos de sus bienes. Según Platón, corresponde a las leyes el disponer de nuestros bienes, I.

BIÓN. Lo que dijo a un rey que de pensar se arrancaba los cabellos, I.

Franqueza con que habló de su origen a Antígono, II.

BIRÓN (mariscal de), alcalde de Burdeos, II.

BLOSIO (Cayo). Su respuesta en lo tocante a que lo hubiera hecho todo por su amigo, razonabilísima en cierto respecto, I.

BOCACCIO. Su Decamerón, considerado por Montaigne como simple libre de lectura amena, I.

BODIN. Refutado en lo que escribe de Plutarco, I, II.

BOËTIE (Esteban de la). Autor de un libro intitulado De la servidumbre voluntaria, o el Contra uno. Razón de este libro y su asunto, I. A qué edad lo compuso La Boëtie. La Boëtie y Montaigne aliáronse con el nombre do hermanos: sentido de esta palabra. Cómo en cuanto se vieron, amáronse con la amistad más cumplida. Dolor de Montaigne por la pérdida del amigo. Elogio que él hace. Veintinueve sonetos compuestos por La Boëtie en su juventud. Sus prendas excelentes, II.

BOLESLAO III, rey de Polonia. Traicionado, II.

BOLESLAO IV, rey de Polonia, llamado el Púdico, II.

BONIFACIO VIII, Papa. Su carácter, I.

BONNES (Bartolomé de), en el sitio de Commercy, I.

BORGIA (César), duque de Valentinois, I.

BORROMEO, Cardenal. Austeridad de su vida, I.

BOUCHET autor de los Anales de Aquilania, I.

BOUTIÈRES (Señor de), I.

BOYOCALO. Su generosa respuesta a los romanos, I.

BRASIL. Por qué esta región fue llamada Francia Antártica, I. Por qué sus habitantes no morían sino de vejez.

BRIENE (Conde de), I.

BROUSSE (Señor de la), hermano de Montaigne, I.

Brujas. Razones que obligaban a Montaigne a no decidir nada en este punto, y a considerar como quimeras casi todas las relaciones que sobre ellas se forjan, II. Siéntese inclinado a creer que los que de brujas trataron tenían la mente enferma.

BRUTO. Montaigne deplora la pérdida del libro que escribió sobre La Virtud, I. No gustaba de la elocuencia de Cicerón.

BUCÉFALO, caballo de Alejandro, I.

BUCHANAM. Considerado por Montaigne como uno de los mejores poetas latinos de su tiempo, II.

Buey. Llevado en brazos por una mujer habituada a ello cuando el animal era ternero, I. Bueyes que contaban hasta ciento.

Bufones que bromearon al morir, I.

Bula. Formulario de una bula que otorga a Montaigne la ciudadanía romana, II.

BUNEL (Pedro), I.

BURES (Conde de), I.




Caballo. Caballos de combate o destriers; por qué así llamados, I. Caballos que se sustituyen en medio de la carrera. Caballos bien amaestrados, de los mamelucos. Del caballo de Alejandro y del de César. Ir a caballo, ejercicio muy saludable. Jinetes; en qué circunstancias les ordenaban los generales romanos echar pie a tierra e n el combate. Combates a caballo; cuáles eran sus inconvenientes. Los masilianos se servían de sus caballos sin silla ni brida. Caballos rebeldes de los asirios. Sangre y orines de los caballos bebidos en situaciones extremas. Caballos tan estimados de los americanos como de los españoles. Caballos destripados para resguardarse del frío. Caballos esquilados para ser conocidos triunfalmente. Destreza sorprendente de un hombre a caballo. Otros ejemplos del mismo género.

Cabras. Adquieren cariño a las criaturas que amamantan, I.

CALCONDYLE, historiador griego, II.

CALÍGULA. Destruye una hermosa casa; por qué causa, I.

CAMBISES. Lo que le determinó a matar a su hermano, II.

Caníbales o salvajes de América (véase AMÉRICA).

CANIO (Julio), noble romano. Se aplicó, moribundo, a observar el efecto de la muerte, I.

CAPILUPO (Lelio), famoso antor de centones, I.

CARAFFA (Antonio), Cardenal. Su maestresala, I.

Cargos. Designados con nombres retumbantes, I. Grandes empleos otorgados al acaso, II. Lo que los filósofos recomiendan a quienes ejercen cargos públicos. Por qué éstos no deben apasionar con exceso.

CARILO, lacedemonio. Su circunspección en un acceso de cólera, II.

CARLOS V, Emperador. Lo que decía de los capitanes y de los soldados de Francisco I. Cual fue de entre todas sus acciones la más relevante.

CARLOS VIII, Rey de Francia. Cuál fue, hasta cierto punto, la causa de la rapidez do sus conquistas en Italia, I. Servicio que le prestó su caballo en la batalla de Fornosa.

CARONDAS. Castigaba a los que frecuentaban las malas compañías, I.

CARNAVALET. Era el jinete más diestro que Montaigne conociera, I.

CARNÉADES. Excesivamente apasionado al estudio, I. Sostuvo que la gloria es por sí misma apetecible, II. Noble opinión de este filósofo.

CARO (Aníbal). Elogio de sus cartas, I.

Carta. Si la lectura de una carta debe ser aplazada, I.

Cartagineses. Bárbara superstición que los impulsó a inmolar criaturas a Saturno, I.

CARTAGO. Sus habitantes lanzados en una confusión instantánea, ocasionada por el terror pánico, I.

Casados. Cómo deben conducirse en el tálamo nupcial, I.

CASIO SEVERO. Hablaba mejor cuando no se preparaba de antemano, I. Palabras de este orador.

CASTALIO (Sebastián). Sabio, muerto de miseria en Alemania, I.

CASTEL (Santiago del), obispo de Soissons. Su muerte voluntaria, I.

CASTIDAD. Es un deber que las mujeres observan difícilmente en todo su rigor, II. Lo que debe animarlas a ser concienzudamente castas. Extensión de este deber. La castidad depende de la inocencia de la voluntad; varios ejemplos. La curiosidad, en punto a la castidad de las mujeres, es cosa ridícula y perniciosa.

Castigos. Por qué no debieran ser suministrados por personas encolerizadas, II.

CASTILLON (Almirante de). Véase COLIGNI.

CATENA. Suplicio de este bandido italiano, I.

CATÓN el Antiguo o el Censor. Su parsimonia, I. Reproche que se le hizo por gustar de la buena bebida. Se le ocurrió muy tarde estudiar el griego, II.

CATÓN el Joven. Como ridiculizó los chistes que Cicerón esparciera en una de sus oraciones, I. Juicios diversos sobre su muerte. Hermosos rasgos de cinco poetas latinos en su loor, comparados y juzgados. Catón en perfecta calma en la víspera de un motín, en el cual debía tomar parte importante. Su virtud le llevó a la muerte. Con qué firmeza y tranquilidad de alma la afrontó. Su muerte, menos hermosa que la de Sócrates. Su virtud, más pura que la de Catón el Censor, II.

CATULO. En qué cualidades supera a Marcial, I.

CATULO (Q. Latatio). Por qué huyó en un combate, I.

CAUNIANOS. Expulsaban de su país a los dioses extranjeros, I.

CAUPENE, en Chatosse (Barón de), II.

CEA, isla de Negroponto. Historia singular de una mujer de esta región, I.

CELIO el orador. Se encoleriza contra un hombre que por no irritarle evitaba contradecirle, II.

Celos. Acción extraordinaria que engendra esta pasión, II. Su injusticia. Los más cuerdos fueron los menos sensibles a ella. Cuanto los celos atormentan a las mujeres, y cuán ociosas se nos muestran a ellos abandonado. Los celos de la mujer son funestos para el marido.

Comentarios. Por qué han sido puestos en el interior de las ciudades, I.

CÉSAR, excelente capitán, ambicionó también ser conocido como buen ingeniero, I. Lo que dice a un soldado derruido por la vejez. Su intrepidez frente a sus legiones insubordinadas. Medios que puso en juego para hacerse amar de sus enemigos. Iba con la cabeza descubierta ante sus tropas. Si lloró sinceramente la muerte de Pompeyo. Por qué escribió su propia historia. Deudas que contrajo para alcanzar el poder supremo. Era magistral jinete. Tenía un caballo especial que sólo él pudo montar. Por qué se le llamó sponda regis Nicomedis. Elogio de sus Comentarios. Hay en ellos equivocaciones. Con qué motivo Montaigne se llama bandido. Singular muestra de clemencia de César. Cuál era para él la muerte más deseable, II. Vendió y donó reinos, siendo sólo simple ciudadano. Los placeres del amor nunca le impidieron aprovechar la ocasión de engrandecerse. Su rara sobriedad. En qué circunstancia Catón le llamó borracho. Su dulzura y su clemencia para con sus enemigos. Miramientos que mostraba para con sus amigos. Su justicia. Su ambición desenfrenada hizo odiosa su memoria para todos los hombres de bien. Sus Comentarios debieran ser el breviario de todo militar. Como tranquilizaba sus tropas cuando las veía alarmadas por el temor, a causa de las fuerzas superiores enemigas. Acostumbraba a sus soldados a obedecerle, sin que se informaran de sus designios. Distraía a sus enemigos para sorprenderlos con mayor provecho. Qué virtud exigía de sus soldados. Dejábalos libertad suma y quería que fueran ricamente ataviados. A veces los trataba con excesiva severidad. Por qué mandó constituir un puente sobre Rhin. Por qué gustaba arengar a sus soldados. Rapidez de sus expediciones militares. Quería verlo todo por sí mismo. Prefería las victorias ganadas por prudencia a las alcanzadas por la fuerza de las armas. Era en sus empresas más circunspecto que Alejandro, y se lanzaba resueltamente en el peligro cuando las circunstancias así lo requerían, II. Su constancia y su firmeza en el cerco de Alesia, I. Para él no eran aptos toda suerte de medios, a fin de conseguir la victoria. Sabía nadar muy bien y de ello alcanzó gran provecho. Afecto que sus soldados le profesaban, I. Memorables ejemplos de intrepidez y desprendimiento que sus gentes mostraron en su servicio. Inhumanidad de César, empeñado en una guerra civil. Cómo sus vestiduras trastornaron toda Roma, cosa que con su muerte no aconteció.

CESTIO. Tratamiento que recibió por haber menospreciado la elocuencia de Cicerón, I.

CICERÓN. Aconsejaba la soledad, I. Escaso fundamento de este consejo. Designio con que publicó las cartas que escribió a sus amigos. Por qué dio la libertad a uno de sus esclavos. Juicio de Montaigne sobre las obras filosóficas de Cicerón. Elogio de sus cartas a Ático. Carácter de este orador. Sus poesías desdeñadas por Montaigne. Su elocuencia incomparable encontró censores. Si menospreció las letras cuando viejo. Cuál era la manera de filosofar que más gustaba.

Ciego. Rotación de un noble ciego de nacimiento, I. Ejemplo de un hombre que se quedó ciego durmiendo, II.

Ciencia. No conocemos sino el presente, I. debe acompañarla el discernimiento. Es peligrosa para quien de ella no acierta a hacer recto uso. Cuál es la más difícil e importante. Utilidad de la ciencia. Si libra al hombre de las contrariedades de la vida. Tratan las ciencias de las cosas con artificio demasiado, II. Extraño abuso que de la ciencia se hace. Es un bien cuya adquisición perjudica. Que socorro alcanzamos de las instrucciones de la ciencia en los males de la vida.

Ciencia de buen comer. Graciosamente formulada, I.

Ciervos. Uncidos un vehículo, II.

CIMBER, uno de los conjurados contra César; lo que dijo al comprometerse en la conjura.

CINEAS, Consejero de Pirro. Cómo reprime la vana ambición de este príncipe, I.

Cínicos. Llamaban vicio al no osar producir al descubierto las acciones que realizamos en secreto, I. Hasta dónde llegaba su impudicia.

CINNA. Su conjuración contra Augusto y clemencia de este emperador para con él, I.

CIPO. Cómo le salieron cuernos en la frente, I.

CIRO. Prohibió a sus hijos que después de muerto tocaran y vieran su cuerpo, I. Por qué fue zurrado en la escuela. Fue el primero que estableció caballos de posta, II. El ejemplo de su liberalidad cuando llegó al trono puede enseñar a los príncipes a emplear sus dones diestramente. Cómo se libró de los de los dardos de la hermosa Panthea, su cautiva.

CIRO el Joven. Por qué se juzgaba superior a su hermano Artajerjes, I.

Civilidad. En extremo puntual, censurable, I. Ventajas de una civilidad bien entendida, I.

CLEANTO. Vaga opinión de este filósofo sobre la naturaleza de Dios, I. Su firmeza en el morir, II. Cuándo ganaba con el trabajo de sus manos, II.

CLEOMENES, hijo de Anaxandridas, Rey de Esparta. Todo lo creía lícito contra un enemigo, I. Su respuesta a los embajadores de Samos. Lo que dijo a sus amigos, quienes le censuraban por engendrar fantasías extravagantes, hallándose enfermo. Cómo se burló de un retórico que peroraba sobre el valor, II.

CLEOMENES III. Aguardó al último extremo para matarse, I.

Climacides, mujeres de Siria. Cuál era el oficio de ellas, I.

CLODOMIRO, Rey de Aquitania. Perdió la vida por el empleo que puso en perseguir al enemigo vencido, I.

CLODOVEO. Cómo recompensó a tres esclavos que traicionaron a su señor II.

Cobardía. Si debe castigarse con la muerte, I. Cómo se la castiga ordinariamente. Es madre de la crueldad, II.

Cocinas portátiles, usadas por los antiguos, I.

Cocodrilo. Qué socorro recibe del reyezuelo, y consideración que muestra para con él, I.

Colegios. Montaigne los juzga severamente, I. Crueldades que en ellos se ejercían con la infancia.

Cólera. De los castigos aplicados mientras dura, II. Moderación de algunos grandes hombres dominados por la cólera. Es una pasión sujeta a la vanagloria. Mejor es echarla fuera que tenerla guardada. Preceptos que debemos observar, dominados por la cólera. Si la cólera puede servir de aguijón para el valor y la virtud.

COLIGNY (Gaspar de), Señor de Cotillon-sur-Loing, Almirante de Francia, II.

Combates de capa y espada; costumbre practicada por los antiguos romanos, I.

Comediantes, que lloraban aún al salir del teatro, donde el papel que representaran los enterneció, I.

Comedias francesas. En las del tiempo de Montaigne había escasez de inventiva, I.

Comentadores. Por qué abundan tanto, III.

COMINES (Felipe de), Juicio De Montaigne sobre él, I. Palabras que le censuraba, II.

Comer. Algunas personas no gustan ser vistas cuando comen, II.

Conciencia. Su imperio, I. No deja el crimen secreto mucho tiempo. Fruto de la conciencia honrada. Satisfacción que la acompaña, II.

Conferencia. Utilidad del conferenciar, II. Ejercicio más provechoso que el de los libros. Por qué en ella deben admitirse las contradicciones vivas y audaces.

Confianza. Debe mostrarse o aparecer exenta de temor, I. Confianza para con milicias sospechosas, que tuvo un feliz desenlace.

Conjuras. Si es peligroso amonestarlas con sangrientas ejecuciones, I. Consejo dado a un tirano para ponerse de ellas a cubierto.

Conocimiento de las cosas. En qué debe emplearse, I. A qué se reduce nuestro conocimiento de las cosas naturales. Cuáles son los linderos del humano conocimiento.

CONRADO, Marqués de Montferrat, II, 97.

Conversar. Cuán útil es saber conversar familiarmente con toda suerte de gentes, II. Es preciso ponerse al nivel de las personas con quienes se conversa. Cómo puede juzgarse de la capacidad de un hombre en la conversación. Utilidad en el conversar de las réplicas vivas y audaces.

Cornamenta. A muchas gentes asusta, pero hay hartos hombres que de ella sacan provecho, I. Gentes honradas que fueron cornudos sin armar estrépito, II. Desdicha que obliga a serio reservadamente.

CORNELIO (GALO). Su muerte, I.

CORRAS, Magistrado en el Parlamento de Tolosa. Su parecer en la cuestión del falso Martín Guerra, II.

CORTÉS (Hernán). Singular agasajo que le tributan los pueblos de América, I. Idea que los embajadores del rey de Méjico le mostraron de la grandeza de su soberano.

Cortesano (El). Libro italiano, I.

Cortesanos. Bajeza con que ocultan los defectos de los príncipes, II.

COSITIO (Lucio). Su cambio de sexo, I.

Costumbre. Cómo nos avasalla, I. Extraños efectos que produce en nuestra alma. Costumbres singulares en diversos pueblos. Cuán imperioso es el yugo de la costumbre. Es el único fundamento de muchas cosas muy afirmadas en el mundo. De las costumbres antiguas. Costumbres corrientes en un país, diametralmente opuestas a las de otro, II.

Costumbres. La ciencia de las costumbres debe ser tempranamente inculcada en el espíritu de los niños, I. Las costumbres del simple pueblo están mejor gobernadas que las de los filósofos, II.

COTYS, Rey de Tracia. Por qué rompió unos vasos magníficos luego de haberlos pagado espléndidamente, II.

(Plubio). Por qué mandó azotar a un ingeniero, I.

CRATES. Su respuesta a quien le preguntaba hasta cuándo era preciso filosofar, I. Receta de este filósofo contra el amor. Lo que juzgaba de nuestra alma. Determinaciones singulares que tomó al morir, II.

Credulidad. Prueba la ausencia de fortaleza, I.

CREMATIO CORDO. Al ver quemar sus libros se dio la muerte, I.

CRESO. Bárbara acción de esto príncipe, II.

Cretenses. Imprecaciones que dirigían a los que profesaban mortal odio, I. Obligados a beber los orines de sus caballos.

Creyentes. Si la multiplicidad de ellos es buena prueba de la verdad, II.

Crimen. El castigo nace con él, I.

Criminales. Entregados a los médicos para el estudio de su anatomía, hallándose vivos, II.

Cristianismo. Cuál es la muestra del verdadero, I.

Cristianos. Por qué no deben hacer depender su religión de los acontecimientos, prósperos o desdichados. Su celo lleno de injusticia y furor. En qué se funda la profesión que hacen de su religión.

Crueldad extrema, I. Consecuencias de la crueldad ejercida con los animales, I. Engendrada por la cobardía, II. Una crueldad origina otras necesariamente. Notable ejemplo sobre este punto.

CUARTILLA. Había perdido la memoria de su doncellez, II.

Cuerdo. En qué difiere del loco en punto a las pasiones, I. En el gobierno de la vida, al hombre cuerdo deciden las apariencias.

Cuerpo. Los ejercicios corporales y el buen porte exterior son una parte importante en la educación de los niños, I. Diversidad de opiniones sobre la substancia que engendra el cuerpo del hombre. Ventajas de la belleza corporal. La salud y el vigor corporales causa de los ímpetus extraordinarios del espíritu.

Curiosidad. Cual debe inspirarse a los jóvenes, I. La curiosidad es pasión ávida y de nuevas codiciosa. Funestos efectos de la curiosidad. Siendo viciosa en todas las cosas, en qué casos es perniciosa, II.




DAMINDAS, lacedemonio. Su respuesta magnánima a un hombre que amenazaba a los lacedemonios con el poderío de Filipo, I.

DANDAMIS, filósofo indio. Lo que censuraba a Sócrates, Pitágoras y Diógenes, II.

DARÍO. Proposición que hizo a los indios que se comían a sus padres después de muertos, y a los griegos, que los quemaban, I.

DAVID. Cómo y por quién debieran sus salmos ser cantados, I.

Defectos. Razones que nos asisten para soportar los ajenos, II.

Deliberación. Debe preceder a los compromisos que en los negocios contraemos, y principalmente a nuestras querellas, II.

DEMADES. Sentencia que dictó contra un hombre que vendía las cosas necesarias para los entierros, I.

DEMETRIO. Su opinión sobre la voz del pueblo, II.

DEMÓCRITO. Comparado con Heráclito; por qué le aventaja, I. Habiéndole dado a comer unos higos que sabían a miel, quiso emplearse en buscar la causa física de tal sabor. Cómo su sirvienta acabó con la investigación. Vaga opinión que tenía de la naturaleza de Dios.

DENISOT (Nicolás). Poeta menos conocido por este nombre que con el de Conde de Alsinois, anagrama de su nombre, I.

Derrotas. Más gloriosas que las victorias renombradas, I.

Deseo. Aumenta con la dificultad de poseer una cosa, II.

Desnudo. La costumbre de andar desnudo en nada es contraria a la naturaleza, I. El hombre es el único animal abandonado en su desnudez sobre la tierra.

Devoción superceleste. Lo que de ella juzgaba Montaigne, II.

DIÁGORAS. Su respuesta a los que le mostraban ofrendas de las personas que salvaron su vida de un naufragio, I. Negaba resueltamente la existencia de Dios, II.

Diario. Llevado por el padre de Montaigne de las cosas más importantes referentes a su familia, I.

DICEARCO. Lo que pensaba de nuestra alma, I.

Diclámenes. Son independientes de los acontecimientos, II.

Diluvios. Ocasionaron en la tierra cambios considerables, I.

DIOCLECIANO. Por qué se opuso a aceptar de nuevo el imperio, al cual había renunciado, I.

DIODORO el dialéctico. Su repentina muerte ocasionada por la vergüenza, I.

DIÓGENES el Cínico. Cómo se servía del dinero de sus amigos cuando lo había menester, I. Era más mordaz que Timón. Impudencia de este filósofo. Escarnecido porque en pleno invierno abrasaba desnudo una figura de nieve, II.

DIÓGENES LAERCIO. Cómo Montaigne le juzgaba, I.

DIOMEDÓN, Capitán ateniense. Injustamente condenado a muerte, ruega a los dioses por sus jueces, I.

DIONISIO, el padre, tirano de Siracusa. Su crueldad en el sitio de Rege, I. Gran caudillo militar, quiso ilustrar su nombre cultivando la poesía. Consejo que recibió con el fin de ponerse a cubierto de las conjuraciones. Cómo se burlaba de los gramáticos, de los músicos y de los oradores. Cómo trató a un siracusano, cuyas flaquezas estaban escondidas bajo tierra. Sus versos menospreciados en los juegos olímpicos, II. Cuál fue la causa de su muerte. Por qué condeno a Filoxeno a las canteras y a Platón a ser vendido como esclavo.

DIOS. Los hombres no deben invocar a Dios indiferentemente ni en cualesquiera circunstancias, I. Precisa tener el alma pura cuando se le alaba. Del rogar a Dios simplemente por hábito; en qué respecto censurable. El nombre de Dios no debe mezclarse en nuestras conversaciones ordinarias. Dios debe ser rogado rara vez, y por qué razón. Dios se muestra por sus obras visibles lo que a Dios debiera fuertemente sujetarnos. Su naturaleza no debe ser investigada con curiosidad excesiva por el hombre. A qué se reducen nuestras nociones sobre la divinidad. Ideas que los historiadores paganos nos trasmitieron sobre Dios. Diversas opiniones de los filósofos acerca de la naturaleza de Dios. Convertir a los hombres en dioses es la última de las extravagancias. Es ridículo razonar de Dios, comparándole con el hombre; e igualmente lo es juzgar del poder y de las perfecciones de Dios relacionándolos con los nuestros. Argumentos igualmente frívolos, que la filosofía imagino en pro y en contra de la divinidad. Sólo Dios encierra en sí una sustancia real y constante. Cómo su nombre puede ser acrecentado, II.

DIOSCÓRIDES, isla del Mar Rojo. Habitada por cristianos cuyo culto les es peculiar, I.

Dioses que hacen suyas las querellas de los hombres, I. Dioses forasteros, expulsados por los caunienses. Poder de los dioses reducido a cierto límite. Dioses raquíticos y vulgares.

Disimulo. Inconvenientes que acompañan a esto vicio, II.

Disputas mal encaminadas. Detestables efectos que producen, II. El orden y el método avaloran las disputas. Estas son infinitas, y en su mayor parte dependen de las palabras.

Diversión. Consuelo por diversión; su utilidad, II. Camino provechosamente seguido en las guerras y negociaciones. Receta útil en las dolencias del espíritu, y en particular contra el amor.

Divorcio. Si con la prohibición del divorcio se apretaron más los lazos del matrimonio, II.

Doctrina nueva. Por qué es bueno desconfiar de ella, según Montaigne, I.

Dogmáticos. A qué se reducen sus opiniones, I.

Dolor. Es el peor de todos los accidentes de nuestro ser; cómo puede dulcificarse, I. Varios ejemplos de firmeza en el soportarlo. Opinión sobre el dolor; en que se fundamenta. No debe siempre huirse. Relación que guarda con el deleite, II. Manera grata de distraerlo.

Dormir. Profundo sueño de algunos grandes personajes en medio de sus más importantes negocios, I. Naciones en que los hombres duermen y velan por medios años.

DREUX (Batalla de). Sus peripecias más notables, I.

Drogas medicinales. Farfantonería empleada en la elección y dosis de las mismas, II.

Drogas odoríferas. Empleadas para aderezar las carnes, I.

DRUSO (Livio). Lo que dijo a un arquitecto que le ofrecía construir su casa de tal suerte que sus vecinos nada vieran de lo que pasara en ella, II.

Duelos. Obedece a la cobardía el que en ellos se hayan introducido segundos y terceros, II. Historia de un duelo acontecido en Roma entre dos franceses.

DUGUESCLIN (Beltrán du), Condestable de Francia. Honores que se le tributaron después de muerto, I. De tantas maneras se le llama que no se sabe cual de sus nombres debe ser honrado con sus victorias.

DURAS (Señora de). Final de un capítulo dirigido a esta dama, II.




Edad. Cuál es la edad en que el hombre es capaz de las más grandes acciones, I. Y la en que su cuerpo y su espíritu comienzan a debilitarse.

EDUARDO I, Rey de Inglaterra. Por qué quiso que sus huesos fueran llevados en el ejército de su hijo, cuando éste combatiera contra los escoceses, I.

EDUARDO III, Rey de Inglaterra. Por qué en la batalla de Crecy se negó a procurar socorro al príncipe de Gales, I. Lo que decía de Carlos V, rey de Francia, II. Por qué al ajustar la paz general con Francia no quiso incluir en ella la cuestión del ducado de Bretaña.

EDUARDO, Príncipe de Gales, hijo del precedente. Cómo su cólera fue apaciguada en Guiena, merced al valor de tres nobles franceses, I.

Educación de los hijos. Obra preñada de dificultades, I. Deba ser encaminada sin violencia. Efectos de una buena educación, II. La educación fortifica las inclinaciones  naturales, lejos de trastornarlas.

EGINARD, Canciller de Carlomagno, I.

EGMONT (Lamoral, conde de), I.

EGIPTO. Juramento de los jueces de Egipto, II. Por qué en este país se ordenó mediante una ley expresa que los cadáveres de las mujeres hermosas y jóvenes fueran guardados tres días, antes de ser puestos en manos de los que debían embalsamarlos.

Elefantes. Habituados a bailar al son de la voz humana, I. Sutileza y penetración de estos animales. Si los elefantes tienen algún sentimiento de religión. Elefante rival de Aristófanes el gramático. Elefante movido por el arrepentimiento.

ELIO VERO. Lo que contestó a su mujer, quien le censuraba por mantener concubinas, I.

Embajadores. Sorprendidos en un embuste por Francisco I, I. Otro embajador sorprendido en un delito por Enrique VIII, rey de Inglaterra. Si los embajadores de un príncipe deben ocultarle alguna cosa de sus negocios.

Embriaguez. Vicio grosero, cuyas consecuencias son a veces funestísimas, I. No lo vieron los antiguos con malos ojos. Es menos pecaminoso que los demás.

EMILIO LÉPIDO. Su muerte, I.

EMILIO REGILO. No pudo impedir que sus soldados saquearan una ciudad que había determinado rendirse, I.

EMPÉDOCLES. Por qué rechazó la realeza que los agrigentinos le ofrecían, I. Su opinión en lo tocante a la naturaleza de Dios, 449.

Emperadores romanos. Por qué eran injustos sus gastos en los espectáculos públicos, II.

Enemigo vencido. Si hay que perseguirlo hasta el último trance, I.

ENGHIEN (Duque de). Huye en el instante de matarse, creyendo haber perdido la batalla de Cerisoles, que había ganado, I.

ENRIQUE IV, rey le Inglaterra. Reto que dirigió a este príncipe, Luis, duque de Orleáns, II.

ENRIQUE VII, rey de Inglaterra. Su conducta pérfida con el duque de Suffolk, I.

ENRIQUE VIII, rey de Inglaterra. Cómo sorprendió el delito de un embajador, I.

Entusiasmo. Eleva al hombre por cima de sus propias facultades.

EPAMINONDAS. Virilidad que desplegó ante el pueblo tebano con motivo de una acusación de que intentaron hacerle objeto, I. Palabras suyas, dignas de alabanza. Cómo calificaba las dos victorias que alcanzara contra los lacedemonios. Por qué rechazó las riquezas que legítimamente le pertenecían. Fue, según Montaigne, el hombre más relevante de todos los que se conociera. Carácter de su valer, de su valentía y de su habilidad en la guerra. Su saber, sus costumbres y su virtud, cabal en todo y uniforme. Su resolución en el permanecer constantemente sujeto a la pobreza; lo que de ello juzgaba Montaigne. Pruebas palpables de bondad, equidad y humanidad. Dulzura y cortesía que desplegaba en lo más recio de la guerra. Hasta donde llevaba sus escrúpulos en punto a justicia.

EPICARES. Acusado de haber tomado parte en una conjura contra Nerón; su virilidad ante el tormento, II.

EPICURO. Dispensa al filósofo de los desvelos e inquietudes que la idea de lo venidero engendra. No alegaba ninguna autoridad en sus escritos. Contrapuesto a Cicerón y a Plinio. Lo que pensaba de las riquezas. Si habría preferido sus obras a los hijos que hubiera engendrado. Fueron sus dogmas irreligiosos y sensuales, pero su vida devota y laboriosa. Cómo representaba a los dioses. Opinión de este filósofo en lo relativo a los placeres obscenos. Aconsejaba huir de la gloria, II, mas a él no lo era del todo indiferente. Carta que dictó momentos antes de su muerte.

Epicúreos. Extravagantes principios físicos de estos filósofos, I. Por qué aliviaban a la divinidad de toda suerte de cuidados.

EPIMÉNIDES. Su sueño duró cincuenta y siete años, I.

EQUICOLA, Teólogo, II.

Eruditos. Despreciables por lo mal educados, I. No procuran sino rellenar su memoria. Sólo piensan en hacer vano alarde de su ciencia. Torpeza de un romano que se juzgaba omnisciente porque tenía eruditos a su servicio. Carácter de la falsa sabiduría. Sobrenombrados leltre-ferits en el Perigord; significación de estas palabras. Eruditos que buscan la verdad, comparados con las espigas del trigo. Si pueden pretender algún galardón por sus escritos. El principal saber de nuestro siglo consiste en acertar a comprender a los sabios, II. De un hombre docto que gustaba estudiar en medio del mayor estrépito.

ESCALINO (Antonio). Menos conocido por este nombre, que era el suyo verdadero, que con el de Capitán Poulin y el de Barón de la Garde, I.

ESCARIOS, pescados. Mutuo concurso que se prestan entre ellos, I.

ESCIPIÓN, Africano. Su intrepidez, I. Vivió la hermosa mitad de su vida de la gloria que ganara cuando joven. Acusado por el pueblo, menospreció con altivez justificarse.

ESCIPIÓN, el Joven. Su respuesta a un mozo que le mostraba un hermoso escudo, I. Cómo ordenaba que comieran sus soldados.

ESCIPIÓN, suegro de Pompeyo. Alcanzó nombradía grande con su muerte.

Escitas. Cómo explicaron su huida a Darío, cuando los perseguía, I. Bebían la sangre de sus caballos. Con cuántas muertes enaltecían a sus reyes difuntos.

Esclavo. Recompensado y castigado por traicionar a su amo, II.

ESCRIBONIA, dama romana. Por qué aconsejo a su sobrino que se matara, I.

Escritores. Por qué los escritores ineptos debieran ser atajados por las leyes, II.

Escritos obscuros. Encuentran siempre intérpretes que los honran, I.

Escudos nobiliarios. Su veleidad, I.

ESCUT (Señor de). En el sitio de Regio.

ESENIOS. Cómo vivían, sin mantener comercio con mujeres, II.

Esgrima. Ejercicio que nada tiene de noble, II. Es inútil y perjudicial en los combates. Se mira con malos ojos, y por qué motivos.

ESOPO. Importancia que Montaigne daba a sus fábulas, I. En qué ocasión le aplica el dictado de grande hombre, II.

ESPAÑOL. Tenacidad de un campesino horriblemente torturado, II.

ESPAÑOLES. Barbarie con que trataron a los americanos, II. Crueldades que ejercieron contra el último rey del Perú, y contra el de Méjico. Carnicería que hicieron con sus prisioneros de guerra.

ESPARCIATAS. Por qué no otorgaron el premio de valentía a uno de sus ciudadanos, que había sobresalido en un combate, I.

Espectáculos públicos. Son muy provechosos en las grandes ciudades, I. Algunas palabras sobre los que los emperadores romanos daban al pueblo, II.

Esperanza. Hasta donde debe acompañarnos, I.

ESPEUSIPO, filósofo. Falsa tradición sobre su muerte, I. Él mismo puso fin a su vida. Su opinión sobre la naturaleza de Dios.

Espíritu. Los hombres no se apasionan menos por las producciones de su espíritu que por sus hijos, I. Por qué el imprimir tarde las producciones del espíritu es peligroso.

Espíritu humano. Su definición, I. Por qué es incapaz de llegar al conocimiento evidente de las cosas. Los juicios del espíritu dependen de las alteraciones corporales. Sus dolencias, difíciles de descubrir. Es gran hacedor de milagros. Cómo se determina a elegir entre dos cosas diferentes. Casi todos los espíritus necesitan objetos extraños para ejercitarse. Las cosas más nimias le atarean y extravían, y saca sus convicciones de puras fantasías y quimeras. Está demasiadamente unido al cuerpo. La vanidad de sus investigaciones se ve demostrada en que a veces pretende descubrir las causas de un fenómeno antes de tener cabal seguridad en él. Forja razones de las cosas más vanas.

Espíritus simples. Aptos para llegar a ser buenos cristianos. Espíritus mediocres, sujetos a extravío. Grandes espíritus cristianos, los más cumplidos. Qué espíritus son los mejores dispuestos para someterse a la religión y a las leyes políticas. Los espíritus comunes son más aptos para los negocios que los sutiles, II.

ESPURINA, joven toscano de singular belleza. Por qué se desfiguró el semblante, II. En qué su acción era digna de censura.

Estado. Nada tan dañoso para un Estado como las grandes mutaciones, II. Notable ejemplo de los obstáculos que acompañan a una reforma general.

Estados políticos. Sujetos a los mismos accidentes que el cuerpo humano, II. Aunque estén desbarajustados, no llegan a hundirse. Una virtud ingenua y sincera para nada sirve en la gobernación de los Estados corrompidos.

ESTATILIO. Por qué se opuso a tomar parte en la conspiración contra César, I.

ESTILPÓN, filósofo. Su firmeza después del incendio de su ciudad, donde todo lo había perdido, I. Cómo aceleró su muerte. Debía la templanza a su propio esfuerzo.

ESTISSAC (Señora de). Citada como ejemplo del amor maternal, I.

Estoicos. Llaman miserables y locos a todos los demás hombres, I. Por qué según ellos el loco no debe renunciar a la vida. No creen que los amores sabiamente gobernados deban impedirse al sabio.

ESTRATÓN, filósofo. Reconocía sólo como Dios el mecanismo de una naturaleza insensible, I. Dónde coloca el alma.

ESTREE (Señor de), I.

Estudio. Cuál debe ser su fruto, I.

ESTAMPES (Señora de), I.

EUDAMIDAS, de Corinto. Su testamento singular.

EUDAMIDAS, de Lacedemonia. Lo que dijo de un filósofo que discurría sobre la guerra, II.

EUDEMONIDAS, o más bien Eudamidas, hijo de Arquidamo y hermano de Agis. Palabras de este lacedemonio sobre Xenócrates, II.

EUDOXO, filósofo pitagórico. A qué coste deseaba ver el sol bien de Cerca, I.

EUMENES. Su hermosa respuesta a Antígono en el sitio de Nora, I. Entregado a Antígono por sus soldados, II.

Experiencia. Si puede acabar con la incertidumbre filosófica, I. No basta contar las experiencias, precisa además acomodarlas, II. Por qué la experiencia no es un medio eficaz para instruirnos en la verdad de las cosas.

EYQUEM, II. Véase MONTAIGNE.




Falárica. Arma ofensiva; su descripción y uso, I.

Fantasía. Sus efectos, I. Engendra éxtasis y desfallecimientos extraordinarios. Acredita las visiones y encantamientos. Gracioso cuento de un enfermo aliviado por la fantasía. Sus efectos sobre el cuerpo ajeno y sobre las mujeres preñadas. Es facultad común a las bestias y a los hombres.

FARAS. Impide que un rey de Lacedemonia persiga a unas tropas que huían derrotadas, I.

Fatalismo. Consecuencias que se sacaron de esta doctrina, II.

FAVORINO. Por qué se dejó vencer por el emperador Adriano en una disputa gramatical, II.

Fe. Es el único principio que sujeta al cristiano a su religión, I. Idea de una fe verdadera y viva.

FERAULEZ. Hermoso ejemplo que mostró del menosprecio de las riquezas, II.

FICIN (Marsilo) intérprete de Platón, II.

FIORAVANTI, médico de Bolonia, II.

FIRMEZA. Cómo definida y en qué consiste, I. Firmeza ante la desdicha. Firmeza en el dolor; ejemplos en este punto, semejantes al furor.

Filipides. Su respuesta prudente al rey Lisímaco, II.

FILIPO. Carta a Alejandro, en la cual le reprende porque trataba de ganar la voluntad de los macedonios a cambio de presentes, II. Cómo satisfizo la equidad y las formas jurídicas, después de haber pronunciado una sentencia cuya injusticia reconociera,

FILISTO, Jefe de la marina de Dionisio el Joven. Las peripecias de un combate le empujaron a la muerte, II.

FILOPÓMENO Por qué lo alaba Plutarco, I. Su conducta en una batalla contra los lacedemonios.

Filosofar. Lo que es, I.

Filosofía. En qué consiste la verdadera, según Platón, I. Por qué las almas prudentes menosprecian la filosofía. La filosofía formadora de las costumbres, se ingiere en todas las cosas. La filosofía y la teología intervienen en el ordenamiento de todas las acciones humanas. La filosofía nos encamina a la ignorancia para ponernos a cubierto de los males que nos acosan. Neciamente nos aconseja el olvido de las desdichas pasadas. Remedio ordenado por la filosofía para toda suerte de necesidades, el cual consiste en poner fin a la vida que no podemos soportar. Toda la filosofía dividida en tres secciones. La filosofía es una poesía. Censura que puede aplicarse a quienquiera que filosofa. Vanidad de las investigaciones filosóficas. Están llenas de extravagancia e incertidumbre. Plan de una obra de filosofía hermosa y útil, según Montaigne. Que las almas débiles, al sentir de Sócrates, corrompen la filosofía, II.

Filósofos. Si sienta bien a un filósofo escribir la historia, II. Por qué se menosprecia a los filósofos. Diferencia extrema entre ellos y nuestros pedantes. Renuncian blandamente al apetito de la gloria. Sectas filosóficas que menospreciaron las disciplinas liberales. Conducta de los filósofos para con la religión y las leyes. Si hablaron seriamente de la jerarquía de sus dioses y de la condición humana en otra vida. Si trataron de la ciencia con formalidad cabal. Licenciosas opiniones que formularon en lo relativo al vicio, a la virtud y a las leyes comúnmente establecidas. Filósofos que predicaron el menosprecio de la gloria.

FILOXENO. Como testimonió su despecho contra un mal lector de sus obras, I.

FERECIDAS. Carta que al morir escribió a Thales, I.

Fisonomía favorable. Noreside directamente en los rasgos hermosos del semblante, II. Si son de fiar las diversas fisonomías.

FITÓN, gobernador de Regio. Firmeza con que soportó los bárbaros tratamientos de Dionisio el Tirano, I.

FLORA. Cuál era la índole de esta famosa cortesana II.

Fiorentinos. Publicaban la guerra al son de una campana, I.

FOIX (Diana de). Véase GURSON.

FOIX (Francisco de), duque de Candal, I.

FOIX (Pablo de). Duelo de su muerte, II.

Fortuna. Ejerce mucho influjo en las obras poéticas, pictóricas y en las empresas militares, I. A veces enmienda nuestros designios. Sobrepuja las previsiones de la humana prudencia. Singular servicio que procuró a dos proscritos. Los acontecimientos de la guerra dependen, en su mayor parte, de la fortuna.

FOULQUES, Conde de Anjou. Hizo el viaje de Jerusalén para que le azotaran, I.

Franceses. Maravilloso arrojo de tres gentileshombres franceses, I. Son por extremo mudables en su manera de vestirse. Reniegan pronto las modas que más admiraron. En la época de Montaigne no se armaban sino en el extremo y último momento. Sus armas los molestaban mas por su peso, que contribuían a defenderlos.

FRANCISCO I, Rey de Francia. Cómo hizo que un embajador incurriera en contradicción, I. Por qué prefirió guardar a Carlos V en sus propias tierras a ir en busca para hacerle la guerra en sus dominios. Las Memorias de Del Bellay no procuran sino un conocimiento imperfecto del reinado de Francisco. I.

FRANCISCO, Marqués de Saluces. Reconocido al rey de Francia por su marquesado. Por qué le traiciona, I.

FRANCISCO, Duque de Bretaña. Cuál era la ciencia que exigía en las mujeres, I.

FRANGET (Señor de), I.

FREGOSSO, (Octavio), I.

FRINEA. Famosa cortesana. Cómo ganó a sus jueces, II.

FROISSARD, Historiador más recomendable por su candor que por su idoneidad, I.

FULVIO. Habiendo descubierto a su mujer un secreto que el emperador Augusto le revelara y que ella lanzó al viento, quiso matarse: cómo procedió su mujer al saber la determinación de su marido, I.

Funerales. El cuidado extremo que en este particular se despliega de antemano, constituye una vanidad ridícula, I. No deben ser ni en exceso mezquinos, ni tampoco sobrado pomposos.




GALBA. Emperador. Su gusto en punto a amores, II.

GALBA, simple particular. Lo que dijo a un criado que se disponía a robarle la vajilla de plata mientra él se hacía el dormido, a fin de favorecer una intriga amorosa entre su mujer y Mecenas, II.

GALO (Junio). Por qué fue llamado a Roma del lugar en que se hallaba desterrado, I.

GALO VIBIO. Se volvió loco al tratar de explicarse la esencia de la locura, I.

Galos. No podían soportar las heridas de las flechas, I. Consideraban perjudicial para el valor el ayuntamiento con mujeres. Descripción de sus armas.

Generación. Es la principal de todas las funciones naturales: cuál es para ella la disposición más ordenada, I. De un hombre privado de las partes genitales, II. Por qué el hablar de la acción que nos echa al mundo, se excluye, de las conversaciones serias y morigeradas.

Generales de ejército. Si deben disfrazarse en el momento de la lucha, I.

Gentilhombre. Su deber para con los grandes cuando van a visitarle, I. Ha de ser apasionado por su príncipe, sin unirse a él mediante los empleos de la corte, II. Condición de los gentileshombres en Francia, en tiempo de Montaigne. Singular matrimonio de un gentilhombre anciano, II. Para el gentilhombre, desdecirse es el colmo de la vergüenza. De uno que pasaba hasta un año sin probar el agua.

GERMAIN (María). De muchacha, se convirtió en muchacho, I.

GETA, Emperador. Servíanse los platos de su mesa, según las primeras letras de sus hombres, I.

GILIPO, de Esparta, I.

Gimnosofistas. Abrasábanse voluntariamente al llegar a cierta edad, o cuando se veían amenazados por alguna dolencia, II.

GIRALDO (Lilio-Gregorio), I.

Gladiadores. Por qué dados en espectáculo al pueblo romano para ser degollados en presencia del mismo, II.

Gloria. Es la moneda más inútil, vana y falsa de cuantas nos servimos para nuestro uso, I. Incompatible con el sosiego. Vanidad de la pasión que los hombres toman como gloria. Filósofos que predicaron su menosprecio, II. Por qué razones puede ser lícito buscarla. Muy pocas son las gentes con derecho a la gloria que de ella participan. Definición de la gloria que se guarda en los libros. Medio breve de alcanzar la gloria.

Glosas. No sirven sino a obscurecer los textos, y sobre todo los de las leyes, II.

GOBRIAS. Quiso morir para ejercer su venganza, I.

Gobierno. Cada pueblo está contento con el suyo acostumbrado, I. Cuál es, según Anacaris, el más dichoso. A qué se reducen las disputas sobre la mejor forma de gobierno, II. Cuál es el mejor para cada pueblo. Si hay algo que pueda justificar los males ocasionados a su propio país so pretexto de enmendar los abusos del gobierno.

Golondrinas. Enseñadas a llevar noticias, II.

GOURNAY LE JARS (María de), hija adoptiva de Montaigne. Su elogio, II.

GOVEA (Andrés), I.

GRAMÁTICOS. Su lenguaje, I.

GRAMONT (Señora de), Condesa de Guiche. Homenaje que Montaigne la tributa con los sonetos de La Boëtie, I.

GRAMONT (Señor de), Conde de Guiche, muerto en el sitio de La Fere, II.

Grandes. No debe alabárseles por cosas comunes, I. Por qué los grandes deben cuidar de esconder más sus vicios que los pequeños. Por qué los grandes parecen a veces más tontos de lo que realmente son, II. Del silencio sacan maravilloso provecho. Cuánto su rango se nos impone. Es menester desconfiar de la competencia de un hombre que ocupa un puesto relevante.

Grandeza. Quien la conoce puede huirla sin gran esfuerzo, II.

GREGORIO XIII, papa, II.

Griegos. En punto a buena fe no se tenían por escrupulosos, I. El nombre de griego era menospreciado entre los romanos. Griegos famosos por su retirada de las cercanías de Babilonia; penalidades que sufrieron al pasar por las montañas de Armenia. Por qué al fin de sus comidas bebían los griegos en vasos más grandes que en el comienzo de las mismas.

GROUCHY (Nicolás), I.

GUERENTE (Guillermo), I.

Guerra. Iniciada al son de una campanada. Palabras de guerrero poco verídicas, I. La pasión de la guerra, prueba de la imbecilidad humana, se descubre en algunos animales. Guerra extranjera; de qué género es su utilidad, II. Carácter de la guerra entre César y Pompeyo. Desórdenes ocasionados por la guerra civil en Francia, en tiempo de Montaigne.

Guerreros. Cuáles eran, al entender de Montaigne, los más grandes guerreros de su época, II.

GUEVARA. Sus cartas; y juicio que Montaigne merecían, I.

GUICCIARDINI. Juicio de Montaigne sobre este historiador, I.

GUISA (Duque de). Su conducta en la batalla de Dreux, I. Su muerte en Orleans, II.

GURSON (Diana de Foix, Condesa de). Montaigne dedica a esta dama el capítulo de La Educación de los hijos, I.




HARPASTA. Loca de la mujer de Séneca: habiendo cegado creyó que la casa donde vivía estalla sumergida en las tinieblas, II. Cuerdas reflexiones de Séneca sobre la fantasía de esta loca.

HEGESIAS. Pensaba que el filósofo nada debe hacer sino en provecho de sí mismo, I. Lo que impulsó a sus discípulos a quitarse la vida, II.

HELIODORO, Obispo de Tricala. Mejor prefiere perder su obispado que su novela, I.

HELIOGÁBALO. Donde fue condenado a muerte, I. Sus preparativos para morir de una manera sibarítica, II.

HERÁCLIDO, de Ponto. Sus inciertas opiniones sobre la naturaleza de Dios, I.

HERÁCLITO. Su respuesta a los efesos, que le censuraban porque pasaba el tiempo jugando con los muchachos, I. Heráclito y Demócrito; sus opuestos humores: porque Montaigne prefería los de Demócrito. Reconoce Heráclito que la esencia del alma nos es desconocida. Sus ideas sobre la formación y renacimiento del universo. Juicio de Crates sobre sus escritos, II.

HERIZO. Prevé los vientos que soplarán, I.

HERMACO (Carta de Epicuro a), II.

HESÍODO (muerte de), I.

HIERÓN. Cree que los reyes se encuentran en peor disposición para gozar los placeres de la vida que los simples particulares, I. Molestias que la realeza le procuraba.

HILARIO (San). Sus milagros en Bouchet, I. Pide a Dios la muerte de su hija Abra y la de su mujer, I.

HIMBERCOURT (Señor de). Cómo calmó la furia de los habitantes de Lieja, II.

HIPIAS. Por qué aprendió a hacer todas las cosas de que había menester para el cuidado y comodidad de la vida, II.

HIPÓCRATES, Padre de la Medicina, II.

HISTORIA. Si es bueno que la escriban el filósofo y el teólogo, I. Su estudio es muy provechoso a los jóvenes. Por qué Montaigne anteponía a todas las otras la lectura de la historia. Cuáles son las únicas historias excelentes.

Historiadores. Cuánto importa que un historiador conozca bien lo que trae entre manos, I. Cualidades que debe reunir. Historiadores sencillos; prenda que los hace dignos de estima. En qué consiste el mérito de los buenos historiadores. Cuáles son los historiadores despreciables.

Hombre. Cosa vana, mudable y ondeante, I. Sobrado inquieto del porvenir. En qué consiste su deber. Los hombres creyeron que los favores del cielo los acompañaban al sepulcro. El hombre choca con las cosas inanimadas para divertir sus pasiones. A cuántos reveses puede estar abocado antes de la muerte. La muerte del hombre hace ver el verdadero carácter de cada cual. Quien los enseñase a morir, enseñaríalos a vivir. Cómo el hombre es naturalmente a la muerte encaminado. Por qué cada cual vive satisfecho del lugar donde nació. Lo que constituye el verdadero mérito del hombre y su superioridad sobre los de su especie. La buena o mala fortuna no es prueba de mérito ni de demérito. El hombres está sujeto a pasiones encontradas. Se apasiona por mil cosas que nada le importan. Si un hombre debe ser alabado por cualidades que no convienen al rango que en el mundo ocupa. Lo que trueca a un hombre en rico o pobre. El hombre debe ser estimado por sí mismo y no por sus atavíos. Imperfección del hombre, demostrada por la inconstancia de sus deseos. Cuál es el curso natural de la vida del hombre. Las leyes encomendaron a los hombres demasiado tarde el manejo de sus negocios. A los veinte años muestra el hombre lo que es capaz de realizar. Hombre, poco conforme consigo mismo. Que no es seguro juzgar de la capacidad ni de la virtud de los hombres mediante algunas acciones externas. El hombre se eleva a veces sobre su propio nivel por una especie de entusiasmo. Existe una buena disciplina individual. Si el hombre goza de grandes privilegios sobre las demás criaturas. Con qué derecho se considera superior a los animales. La naturaleza lo trató con mayor favor de lo que imagina. El hombre posee armas naturales. Si el hablar es natural al hombre. Hombres y animales sometidos por igual al orden de Naturaleza. Hombres esclavos de sus semejantes. Qué cuidados suministran a determinados animales. Fuerza del hombre inferior a la de algunos animales. Hombres venidos a Francia de regiones lejanas; por qué considerados como salvajes. En punto a hermosura los hombres no gozan particular privilegio sobre los animales. El hombre tiene más motivos para cubrir su cuerpo, que ningún otro animal. Se atribuye bienes imaginarios, y deja los tangibles a los animales. En qué consiste la excelencia del hombre sobre el animal. Vicios y pasiones del hombre. Muy llevado a creer que todo lo existente fue hecho para él. No tiene de sí mismo más que ideas confusas. Incertidumbre que todo buen hombre puede advertir en sus propios juicios. El hombre es inconstante en sus deseos; lo cual es prueba de su flaqueza. Confusión en que los hombres se lanzan en punto al ordenamiento de sus costumbres. Pocos hombres mueren con verdadera firmeza de alma, II. Vense con frecuencia obligados a servirse de medios reprobables para el logro de laudables fines. Los hombres sanguinarios y asesinos son cobardes y tímidos. Los deseos del hombre debieran ser amortiguados por la edad. Rara vez alcanzan el obrar constantemente conforme los principios de una sólida virtud. Hombres le dos naturalezas; en qué son útiles, I. Por qué se huye de ver el nacimiento del hombre mientras se corre a contemplar su muerte. Hombres que se ocultan de los demás hombres, y son diestros en maltratarse a sí mismos. Como el vicio de un hombre puede servir de enseñanza a sus semejantes. Medio de juzgar la capacidad de un hombre en la conversación. Qué partido puede tomar un hombre virtuoso en tiempos desordenados. Por qué no gusta el hombre de conocerse ni de observarse a sí mismo. Torpeza de los hombres que indiscretamente esclavizan a otros hombres su tiempo y sus facultades. El hombre que puntualmente conoce lo que se debe a sí mismo, reconoce por ello lo que debe a los demás. Ha de conocer lo que propia y esencialmente le interesa. Debe sujetar sus deseos, si quiere permanecer a cubierto de las injurias de la fortuna. Los hombres son muy naturalmente llevados a hacer valer sus opiniones. El hombre es incapaz de moderación, ni siquiera en lo que mira a la ciencia. La experiencia que cada hombre posee de sí mismo, basta para hacerle prudente. Cuál es la verdadera obra maestra del hombre. Loco es el hombre que pretende elevarse por cima de su nivel.

Hombre cumplido. No es menos estimado si su mujer le deshonra, II. El hombre cumplido no es adulterado por el empleo que ejerce.

Hombre joven. Por qué no debe ser ni delicado ni extremadamente metódico en su manera de vivir, II.

HOMERO. Considerado como maestro de toda suerte de gentes, y por qué razones, I. Su preeminencia sobre los genios más grandes de todas las épocas, II. Siendo el primero que cultiva, alcanza la perfección en su arte. Elogio que de él hace Plutarco y que sólo a Homero conviene. Nada es tan universalmente conocido como su nombre y sus escritos.

Honda, de que los antiguos se servían en sus combates; su uso, I.

Honor. Las recompensas del honor deben ser dispensadas con suma discreción, I.

HORACIO. Muy admirado por Montaigne, I. Por qué su estilo está lleno de energía.

Hormiga. Ejemplo admirable de una especie de comunicación entre las hormigas. Previsión de las hormigas.

HORN, (Felipe de Montmorency-Nivel, conde). Su muerte, I.

Huida. Uso legítimo que de ella hicieron algunas naciones muy belicosas, I.

HUNIADE (Juan Corvino), II.

HYPÉRIDES. Su respuesta a los atenienses que se quejaban de la rudeza de sus discursos, II.

Hyposphagma. Enfermedad así llamada. Su descripción, I.




ICETAS, siracusano. Conspira contra Timoleón, I.

ICO. Castidad de este atleta, I.

IFICRATES, de Atenas, I.

IFIGENIA. Artificio de que se sirvió un pintor en la representación de su sacrificio, I.

IGNACIO, o más bien Egnatio, padre e hijo. Los dos fueron proscriptos y acabaron su vida en el mismo instante, I.

Ignorancia y sabiduría. Alcanzan iguales fines, I. Dos suertes de ignorancia. Por qué se recomienda la ignorancia para la religión. Sus efectos son preferibles a los de la ciencia, II. La ciencia nos lanza en sus brazos para salvarnos de las injurias de la fortuna. Ignorancia y simplicidad: utilidad de ambas cosas. Los abusos todos de este mundo emanan de que se nos enseña a temer el poner de manifiesto nuestra ignorancia. Especie de ignorancia estimabilísima.

Ignorantes. Hay entre los ignorantes mayor mérito verdadero que entre los sabios, I.

Impostura. En qué se ejerce más comúnmente, I.

Inclinaciones naturales. Si la educación puede extirparlas, II.

Incienso. Su empleo en las iglesias, y en qué fundado, I.

INDATHYRSES, rey de los escitas. Lo que a Darío al echarle en cara que retrocedía cuando se le acercaba, I.

INDIOS. Todos se abrasan en su ciudad, sitiada por Alejandro, I.

Indolencia y pesantez de espíritu. Acompañan al vigor y a la salud, I La indolencia cabal no es posible ni deseable.

Industria frívola. Recompensada según su mérito, I.

Inmoderación hacia el bien. En que consiste, I.

Inocentes. Reconocidos como tales, y sacrificados conforme a las formalidades de la justicia, II. No es seguro que una persona inocente salga bien librada al ponerse en manos de la humana justicia.

Innovaciones. Introducidas en las leyes son siempre funestas, I. El mejor pretexto de ellas es perjudicialísimo. En los trajes y en las danzas son perniciosas a la juventud.

Intención. Juzga nuestras acciones, I. Solamente por ella debe juzgarse de la bondad o maldad de una acción.

IRENEO. Cuál fue su género de muerte, I.

ISABEL, Princesa de Escocia, I.

ISABEL, Reina de Inglaterra, I.

Italianos. Ingeniosa razón de su falta de bravura, I. Mantienen a sus mujeres en una gran sujeción, II.

ISCOLAS, Capitán lacedemonio. Sacrifica su vida por el bien de su país, I.




JACOB. Complacencia de sus mujeres, I.

JAIME DE BORBÓN, rey de Nápoles. Sencillez de su persona y fausto de su cortejo, II.

JARNAC (batalla de), I.

JASÓN, de Feres. Cómo curó de una apostema, I.

JERJES. Azota al Helesponto, y envía al monte a Athos un cartel de desafío, I. Por qué se siente acometido por la alegría y la tristeza a la vista de sus innumerables tropas. Propuso un premio a quien inventara un placer nuevo II.

JOINVILLE (Sire de), I.

Jóvenes. Los hay de buena familia que se dan al robo, y por qué razones, I.

JUAN DE AUSTRIA (Don). Vencedor de los turcos, I.

JUAN I, rey de Castilla, I.

JUAN II, rey de Portugal, I.

JUAN SEGUNDO, poeta latino moderno. Lo que Montaigne pensaba de sus Besos, I.

JUANA I, reina de Nápoles. Por qué hizo estrangular a Andreosse, su primer marido, II.

Judíos. Inhumanamente tratados por los portugueses, con el fin de que mudaran de religión, I. Celosos por la suya se matan y matan, asimismo a sus propios hijos.

Jueces. Juramento que los hacían prestar los reyes de Egipto, II. Jueces de la China, instituidos lo mismo para recompensar las buenas acciones que para castigar las malas.

Juego. Para acertar en él precisa ser moderado en ganancias y pérdidas, II.

Juegos de manos. Son odiosos, I.

Juegos y ejercicios públicos. Provechosos a la sociedad, I.

Juicio. Es un instrumento propio para todas las cosas, y que interviene en todas ellas, I. Apenas hay una sola hora de nuestra vida en que nuestro juicio se encuentre en su natural asiento.

JULIANO, Emperador. Diferentes castigos que aplicó a los soldados pusilánimes, I. Por qué le importaban poco las alabanzas de sus cortesanos. Era enemigo de la religión cristiana, pero muy grande hombre, adornado de virtudes excelentes, II. Su castidad y su justicia. Lo que respondió a un prelado que se atrevió a llamarle perverso y traidor a Cristo. Su aplicación al trabajo, y su destreza en el arte militar. Su muerte semejante a la de Epaminondas. Por qué se le llamó Apóstata. Fue muy apasionado por el culto de los falsos dioses, y extremadamente supersticioso. Si es verdad que dijo al sentirse herido: «Venciste Nazareno». Quería restablecer el paganismo. Por qué se mostró generalmente tolerante con los diversos partidos que dividían el cristianismo. Prueba evidente de su actividad y comedimiento.

Justicia. Vender la justicia es costumbre feroz, I. Lo que significaba la espada mohosa de Marsella. Las ejecuciones de la justicia debieran limitarse a la simple muerte, sin ninguna marca de rigor. Justicia maliciosa que por engaño y engañosas esperanzas de perdón lleva al criminal a descubrir su delito, II. Justicia universal, mucho más profunda que particular y nacional. La justicia es la virtud más propia de los reyes. Para el inocente no es cosa segura ponerse en manos de la justicia humana.

JUSTO LIPSIO. Su elogio, I.




KARENTY (Hechizadas de), II.

KINGE, Esposa de Dolestao, rey de Polonia; aprueba el voto de castidad de su marido, II.




LABIENO. Sus escritos fueron los primeros que se condenaran a la hoguera, I. No pudo sobrevivir a esta injuria.

Lacedemonios. Fútil ceremonia que celebraban a la muerte de sus reyes, I. Cómo instruían a sus hijos. En qué difería esta enseñanza de la que los atenienses suministraban a los suyos. Lo que los lacedemonios respondieron a Antipater, el cual los pedía cincuenta criaturas como rehenes. Con qué firmeza sus hijos soportaban el dolor. Portento de un niño esclavo lacedemonio, tratada indignamente por su dueño. Generosa respuesta de los lacedemonios a Antipater y a Filipo. Censura hecha a un soldado lacedemonio. Lo que abarcaba la oración pública y particular que los lacedemonios hacían a la Divinidad, I. Si es increíble lo que Plutarco cuenta de un niño lacedemonio que se dejo desgarrar el vientre por un zorro que había robado.

LADISLAO, rey de Nápoles. Cómo fue envenenado, II.

LAHONTAN (Valle de), en Gascuña, II.

LAIS. Lo que decía de los filósofos de su tiempo, II.

LANSSAC (señor de) alcalde de Burdeos, II.

LAODICE, o más bien LADICE. Hermosa griega casada con Amesis, rey de   —532→   Egipto: por qué prometió a Venus una estatua, I.

Latrocinio. Por qué Licurgo lo consentía, I. Por qué menos odiado que la indigencia, II.

LAURENTINA, famosa cortesana. Por qué contingencia, habiendo dormido en el templo de Hércules alcanzó honores divinos después de muerta, I.

Lenguaje gascón. Lo que de él juzgaba Montaigne, II.

Lenguaje humano. Está plagado de defectos, I. Por qué el lenguaje común, siendo tan propio para todas las demás cosas, se trueca en obscuro en contratos y testamentos, II.

Lenguas. Cómo los buenos ingenios las enriquecen, II. Juicio de Montaigne sobre la francesa.

LEÓN. Hebreo, rabino, II.

LEÓN, papa arriano, sucesor de Félix. Su muerte, I.

LEÓN X, papa. Su muerte, ocasionada por el exceso de gozo, I.

León. Noble gratitud de un león, I. Leones uncidos a una carroza, II.

LEONOR, hija de Montaigne, I.

LÉPIDO, (M. Emilio). Muere del pesar que le ocasiona la mala conducta de mujer, II.

LEY prudentísima concerniente a los reyes muertos, II. Leyes del honor, opuestas a las de la justicia. Si es útil cambiar las leyes establecidas por el uso dilatado. En qué caso las leyes antiguas deben dejar lugar a disposiciones nuevas. Leyes suntuarias. Las leyes autorizaron sobrado tarde a los hombres al manejo de sus negocios. Leyes muy necesarias para mantener al hombre dentro de la rectitud. Leyes humanas sujetas a continuos cambios. Si hay leyes naturales, es decir, universal y constantemente reconocidas. Justicia de las leyes; en qué se fundamenta. Leyes naturales perdidas entre los hombres. Las más justas encierran alguna levadura de injusticia, II. Multiplicidad de leyes, funesta a un Estado. Más leyes que hay en Francia que en todo el resto del universo. Las leyes de la naturaleza son las mejores. Imperfección de las leyes concernientes a los súbditos de un Estado. Lo que da crédito a las leyes más acatadas.

LEYVA (Antonio de). Desaconseja una expedición por ser más grato a Carlos V, su señor, I.

Liberalidad. Si sienta bien a los monarcas, y hasta qué punto, II. Ejemplo de liberalidad de un príncipe, mediante el cual los soberanos pueden aprender a emplear sus dones rectamente.

Libertad. En qué consiste la verdadera, I..

Libros. Cuándo empezaron a quemarse en Roma los libros que disgustaban a los emperadores, I. Ventajas que se sacan de su comercio, II. Inconvenientes que acompañan a los placeres que procuran.

LIGQUES (Señor de), I.

LICURGO. Por qué prohibía a los lacedemonios que despojaran al enemigo o vencido, I. Por qué los consentía que robaran. Lo que ordenó a los casados de Lacedemonia para mantener vivo entre ellos el fuego amoroso, II.

LILIO GREGORIO CIRALDO, sabio italiano. Muerto de miseria, I.

LIVIA (la signora). Sus calzones, I.

LIVIA. Favorecía los amores de su marido Augusto, I. Lo que dijo, habiendo visto casualmente unos hombres desnudos, II.

LORENA (Cardenal de). Comparado con Séneca, II.

LORENA (Renato II, duque de), I.

LUCANO. Condenado a muerte, espiró profiriendo algunos versos de su Farsalia, I. Por qué Montaigne era devoto de Lucano.

LUCRECIO, poeta epicúreo. Si puede comparársele con Virgilio, I. Como perdió la razón y la vida. Animada pintura que hizo de los amores de Venus y de Marte, II.

Lucha. Condenada por Filopemen y por Platón, II.

LUIS (San). Rigidez con que se trataba por cumplir sus devociones, I. Por qué disuadió a un rey tártaro convertido al cristianismo de que fuera a besar los pies del papa a Lyón, I.

Lujo. Leyes que instituyó Zeleuco para atajarlo, I. En Francia, en este particular, se sigue el ejemplo de la corte.

LUTERO. Primeros progresos de su reforma, I.

Luto. Cómo era el que antiguamente usaban las mujeres, y que debieran usar aún hoy, según Montaigne, I.

LYCÓN, filósofo. Cuáles eran sus prescripciones en punto a funerales, I.

LYNCESTES. Si fue en justicia reputado culpable, porque no pudo pronunciar el discurso que meditara para su defensa, II.



MACÓN (Obispo de). Conducta que observó en su embajada de Roma, I.

Madres. Es justo encomendarlas la tutela de sus hijos, I. Qué importancia puede darse a su afección natural por ellos. Cuál es la labor más útil y honrosa para una madre de familia, II.

MAHOMA. Por qué prometió a sus sectarios un paraíso abundante en toda suerte de tangibles voluptuosidades, I.

MAHOMET, emperador. Suplicios bárbaros que ordenaba, II.

MAHOMET II. Conducta que observó con la ayuda que buscara para dar muerte a su hermano, II.

Mal. Lo que es, y de qué modo llega a incumbirnos, I. Estar exento de él es alcanzar la mayor suma de bien que sea posible esperar. Consejo de la filosofía en punto a olvidar los males pasados.

Mal de piedra. Es preferible a otras muchas enfermedades, II.

MALOS. Cuál pernicioso es su comercio, I.

MANLIO TORCUATO. General romano, que condenó a muerte a su hijo; cómo le juzga Plutarco, I.

Mano. De las numerosas acciones que se expresan con su concurso, I.

MANUEL, rey de Portugal. Edicto cruel que publicó contra los judíos, I. Funestos resultados que se siguieron.

Mar. Si esel temor lo que revuelve el estómago a los que viajan por mar, II.

MARAVILLA. Embajador de Francisco I, asesinado en Milán por el duque de Sforcia, I.

MARCELINO (Amiano). Historiador pagano, testigo de las acciones de Juliano el Apóstata; le censura por haber prohibido a los cristianos que establecieran escuelas, II.

MARCIAL. Lo que Montaigne pensaba de sus epigramas, I.

MARGARITA, reina de Navarra. En qué consistía, según ella, el deber de un gentilhombre para con un grande que le visita, I. Su extraña idea tocante a la devoción de un príncipe mozo. Elogio de su Heptamerón.

MARÍA GERMAIN. Véase Germain.

MARÍA STUARDO, reina de Escocia, I.

Maridos. Desdichas a que se hallan expuestos al sujetar extremadamente a sus mujeres, II.

MARIO, padre, fue menos sobrio cuando viejo, II.

MARIO, el Joven. Echó un sueño luego de dar la señal del combate en su última jornada contra Sila, I.

MAROT, citado, I.

MARSELLA. Teníase en esta ciudad guardada una cantidad de veneno, pagado a expensas del pueblo, para los que apeteciera servirse de él.

MARTIN (el capitán San), uno de los hermanos de Montaigne, I.

MASILIENSES, pueblo de África. Cómo manejaban sus caballos, I.

MASINISA, rey. Su vigor conservado hasta la vejez más extrema, I.

MATECOULOM (Señor de), uno de los hermanos de Montaigne, II.

MATIGNON, mariscal de Francia, alcalde de Burdeos, II.

Matrimonio. Qué suerte de contrato, I. Lo que lleva consigo esta unión. Su fin principal. Continencia conyugal. Qué edad es para contraerlo la más propia. Si el lazo del matrimonio se fortaleció quitando los medios de desatarlo, II. Los arrebatos del amor están desterrados de él, y por qué razón. Idea de un buen matrimonio. Altísimo precio del mismo. El matrimonio debe hallarse exento de odio y menosprecio. Diferencia entre el matrimonio y el amor. Por qué los hombres en el matrimonio se abandonan libremente al amor, el cual prohíben rigorosamente a las mujeres. Lo que un buen matrimonio puede hacer. Ley establecida por Platón para decidir de la oportunidad de todo enlace. La amistad en el matrimonio se vivifica con la ausencia.

MAXIMILIANO. Pudor particularísimo de este emperador, I.

MECENAS. Su pasión por la vida, II.

MEDAS. Armados por manera pesadla y molesta, I.

Medicina. Menospreciada por Montaigne enfermo, y por qué causas, I. Cuál es el fundamento de sus aciertos. La experiencia se le antoja (a Montaigne), poco favorable, II. Cuándo comenzó a ser recibida de los romanos. Fue expulsada de Roma por mediación de Catón el Censor. Cuándo y por quién fue puesta en crédito. Es incierto el que la medicina no perjudique al no ocasionar provecho. Sus promesas, generalmente increíbles. Débiles razones en que este arte se fundamenta. Su incertidumbre justifica casi todos nuestros deseos.

MÉDICIS (Catalina de), reina de Francia, II.

MÉDICIS (Lorenzo de), duque Urbino, I.

Médicos. Si hacen más bien que mal, y cómo excusan el pésimo resultado de sus recetas, II. Ley egipcia que los hacía responsables de sus faenas. Les es muy necesario rodearse de miseria. Renunciaron a él a destiempo. Por qué de un enfermo debiera cuidar un solo médico. Médicos de todas las edades que mutuamente combatieron las opiniones y prácticas medicinales, acusándose unos a otros de ignorancia y mala fe. Los médicos se encuentran muy sujetos a error. Graciosos cuentos contra ellos. Son digno de estima, y por qué razones. Personalmente, rara vez echan mano de las drogas medicinales. Por qué comúnmente nos entregamos en manos de los médicos. En qué se funda el conocimiento que pretenden tener en punto a la excelencia de sus drogas. Los juriconsultos y los médicos son dañinos al país en que viven.

Meditar. Ocupación importante, II.

MEGARIZO. Cómo fue reprendido por Apeles, en cuya casa se le ocurrió hablar de pintura, II.

MEJICANOS. Dividían el mundo en cinco edades, y creían encontrarse en la última de ellas cunado recibieron la visita de los españoles, II. Juramento que hacían prestar a sus reyes. Primera lección que dan a sus hijos.

MÉJICO. Prodigioso número de hombres que sacrificaba anualmente el rey de Méjico, I. Cuántas veces por día mudaba de vestiduras. Crueldad de los españoles para con el último rey de Méjico.

MENÁNDER. Su respuesta a los que le censuraban por no trabajar con una comedia que había prometido, I. Sus palabras sobre la escasez de amigos.

Mentira. Vicio odiosísimo, I. Debe ser en los niños cuidadosamente extirpada. Por qué nos escuece hoy tanto el que se nos acuse de mentir, II. Los griego y los romanos eran menos escrupulosos que nosotros en esto punto.

Mentirosos. Deben tener buena memoria, I.

Merlines. Especie particular de criaturas entre los musulmanes, I.

Mesa. Cuál era entre los romanos el sitio honorífico de la mesa, I. Placeres de la mesa; partido que de ellos sacaban los griegos y los romanos, II.

METELO. Sus palabras hermosas sobre los obstáculos que deben acompañar a la virtud, I.

Metempsicosis. Recibida en algunas naciones, I.

METROCLES O METROCLO. Por qué razones pasó de la secta de los peripatéticos a la de los estoicos, I.

MIDAS. Se vio obligado a anular la súplica que dirigiera a los dioses, I. Un sueño que tuvo le determina a matarse, II.

Miedo. Extraños efectos de esta pasión, I. Encontrados efectos que produce. Empuja a veces a realizar acciones valerosas. Aleja todas las demás pasiones. Iguales efectos producidos por el miedo y por un extremo ardoroso de valor.

Milagros que san Agustín testifica haber visto, I. Falsos milagros; como reciben crédito en el mundo, II. Causas de lo mucho que cuesta desengañarse de un milagro ficticio. Historia de una patraña que es uno a punto de ser creía, aun cuando fueran débiles sus fundamentos. Si de los sucesos milagrosos que los libros santos nos refieren, puede sacarse alguna conclusión en pro de modernos acatamientos análogos.

Moda. Obstinación e inconstancia de los franceses en lo relativo a lo que llaman moda, I.

Moderación. Requerida hasta en la virtud, I. Cuál es la que debe adoptarse en las revueltas civiles, II y entre personas enfadadas.

Modestia. Muy necesaria a las jóvenes, I, y a las mujeres, II.

Monos. De un tamaño extraordinario, que Alejandro encontró en las Indias, como cayeron en el garlito.

MONTAIGNE (Miquel EYQUEM, Señor de); autor de los Ensayos. Por qué se entretuvo en escribirlos, I. Se lamenta de su escasa memoria. Ventajas que esta circunstancia le procura. Enemigo de las vanas ceremonias. Cómo se aleccionaba con la conversación de los hombres. Época precisa de su nacimiento. Por qué cuidó de familiarizarse con la muerte tempranamente. Por qué se opone a escribir la historia de su tiempo. Fue enseñado desde la infancia a rechazar las argucias y engaños en su juego. Por qué menospreciaba la medicina. Cuál era el grado de conocimiento que tenía en las ciencias. Sus libros favoritos. Juicio que emite de su obra. Qué estilo era más de su agrado. Cómo aprendió el latín y el griego. Despertábanle en su infancia al son de algún instrumento musical. Cómo se aficionó a la lectura desde la edad de ocho años. Nunca leyó novelas. A qué edad representaba los primeros papeles en las tragedias latinas. Su amistad con Labötie (véase este nombre). En diferentes épocas de su vida su gusto por la poesía fue de diversa índole. Critica que formula sobre Plinio el Joven y Cicerón. En qué hace consistir el mérito de sus Ensayos. Sus disposiciones para el estilo epistolar. Enemigo de los exagerados cumplimientos que se emplean en las cartas. Inhábil para escribirlas de recomendación. Escribía sus cartas con suma rapidez y negligencia. Su conducta un punto a las comodidades de la existencia, en los tres distintos estados en que vivió. Cómo ordenaba sus gastos. Lo que escribe sobre su manera de trabajar y de considerar un asunto. Cómo juzga el valer de su libro. Retrato y carácter de su padre. Montaigne gustaba poco de la bebida. Historia de un accidente que le ocasionó un largo desvanecimiento. Dificultades inherentes al estudio constante que hace de sí mismo. Si es censurable hablar de uno mismo a las gentes. Lo que le impulsó a escribir. No soportaba de buena gana la vista de los recién nacidos. A qué edad contrajo matrimonio. De la afección que su libro le inspiraba. Por qué calló el nombre de los autores de cuyos pensamientos se sirvió. Lo que buscaba en los libros.

Por qué prefería los antiguos a los modernos. Lo que de Ovidio pensaba hacia el fin de sus días. Poetas latinos según él los más sobresalientes. Para qué le sirvieron Séneca y Plutarco, I. Por qué gustaba con preferencia de la historia. En qué consistía la virtud de Montaigne. Era menos morigerado en sus opiniones que en sus costumbres. En qué consistía su bondad. Era capaz de resistir los empujes más fuertes de la voluptuosidad. Era de muy sensible natural. Su humanidad para con los animales. Cuál era su divisa. Debilidad e inconstancia de su juicio. Por qué no se dejaba arrastrar por las opiniones recientes. Cómo obtuvo la orden de San Miguel. Cómo se encontró resguardado en una casa sin defensa, durante las guerras civiles, II. Resabio particular de Montaigne, señal aparente de altivez torpe. Inclinábase a rebajar el mérito de las cosas que poseía, y a sí mismo se concedía importancia escasa. Que opiniones adoptaba de mejor grado entre todas las relativas al valer de los hombres. Las producciones de su espíritu no le satisfacían gran cosa, qué idea le merecían sus escritos. Se creía poco diestro para conversar con los príncipes. Carácter de su estilo. Su francés estaba adulterado por el lenguaje del país en que vivía. Había perdido la facilidad que tuvo en el hablar y escribir en latín. Cualidades corporales de Montaigne. Era de una complexión delicada y abandonada. Enemigo del cansancio que el deliberar acarrea. Asqueado de la ambición por las incertidumbres que la acompañan. Poco hecho a las costumbres de su siglo. Odiaba el disimulo. Era, naturalmente franco y libre con los grandes. Su memoria era infidelísima. Enemigo de toda obligación y apremio. Nuevas pruebas de la imperfección de su memoria. Carácter de su espíritu. Su ignorancia de las cosas más comunes. Montaigne era naturalmente indeciso. Poco inclinado al cambio en los negocios políticos. En qué se fundaba el aprecio que sus actos le inspiraban, y la idea que tenía de lo ponderado de sus opiniones. Gustaba alabar el mérito de sus amigos y hasta el de sus enemigos. Su siglo le inspiraba poco afecto. Por qué en su libro habla tan frecuentemente de sí mismo. Alivio que Montaigne encuentra en la vejez. Carácter de su cólera en los negocios graves y en los pequeños. Sujeto al cólico, se acostumbra a sufrirlo pacientemente. Qué ventaja alcanza de esta dolorosa enfermedad. Cree que debemos quejarnos libremente en lo más agudo del dolor. Se dominaba bastante a sí mismo en estos accesos del cólico. Cree haber heredado de su padre el mal de piedra, a que se ve sujeto y el menosprecio que la medicina le inspira. En qué fundamenta este menosprecio. Prefiere la consideración presente a la que pudiera seguirle cuando muerto. Cuáles son para él los bienes más importantes. Por qué habló de la medicina con tanto desembarazo. En qué estado se hallará al ponerse en manos de los médicos. No busca notoriedad al escribir contra ellos. Era enemigo de todo engaño. Extremadamente concienzudo en sus negociaciones con los príncipes. Ningún partido abrazaba con ardor extremo. Su conducta entre dos personas de distintos partidos. Huía los empleos públicos y toda suerte de artificios. Por qué y como se determinó a hablar de sí mismo en su libro. Juzgaba mejor de su persona mediante la reflexión que su conducta que por las censuras o alabanzas de sus amigos. Adoptaba su juicio como director ordinario de sus acciones. No se arrepentía de la manera como gobernara sus negocios. Rara vez se servía del consejo ajeno para sus asuntos, y rara vez aconsejaba a los demás. Por qué no se afligía cuando los acontecimientos no correspondían a sus deseos. Lo que opinaba del arrepentimiento ocasionado sólo por la edad. En qué hacía consistir su dicha. Poco atento a las conversaciones frívolas. Se lamenta de su delicadeza suma en el comercio que se ve obligado a mantener con el común de los hombres. Apasionado por las amistades exquisitas y poco apto para las comunes. Cuál era la soledad que apetecía. De qué clase de hombres buscaba la familiaridad. De la dulzura que encontraba en el trato con las mujeres. Quería que este comercio fuera acompañado de sinceridad. En amor prefería las gracias corporales a las del espíritu. Qué partido sacaba de su comercio con los libros. Lo que dice de su biblioteca y de la situación de la miseria. Se libertaba de una pasión con el auxilio de otra. Lo que piensa de los que condenarán la licencia de sus escritos. Gustaba decir cuanto osaba hacer. Por qué gustaba hacer pública su confesión. Qué razón le comprometió a casarse, aunque mal dispuesto para el matrimonio. Lo que juzgaba de la lengua francesa. Por qué, salvo Plutarco, le parecía bueno prescindir de todo libro al escribir; y componer en su casa, donde nadie le ayudaba. Era muy propenso a la imitación. Ordinariamente producía de improviso sus más profundos pensamientos. No gustaba de que le interrumpieran cuando hablaba. Su inclinación en materia de amor. Sobrado libre en sus palabras: cómo excusa esta licencia. Con cuánta discreción y buena fe se conducía en sus amores. Creía que el amor era saludable, usando de él con moderación. No podía soportar coche-litera ni barco. Nunca deseo los primeros empleos. Hubiera preferido una vida tranquila y deleitosa a la de un Régulo. No gustaba dominar ni ser dominado. Soportaba sin contrariedad la réplica en las conversaciones. Por qué desconfiaba de la competencia de un hombre cuando le veía en un puesto encumbrado. Gustaba burlar y ser burlado. Cómo se disponía para juzgar de una obra literaria, cuyo autor le pedía parecer. Cómo bromea sobre el designio que se propusiera de registrar sus propias fantasías. Era más moderado y prudente en la prosperidad que en la desdicha. Por qué se complacía viajando. Huía la confusión de los negocios domésticos. Era poco dado al gusto de edificar y a otros placeres de la vida retirada. Gustaba fiarse en su servidumbre. Evitaba el informarse de sus propios negocios por pura negligencia. En modo alguno inclinado a atesorar, bastante diestro en el gastar. Enemigo de las repeticiones. Desconfiaba de su memoria, hasta cuando había aprendido algo al pie de la letra. Adicionaba su libro, pero en lo ya escrito nada modificaba. Muy expuesto en su casa durante las guerras civiles; por qué le contraría no verse a cubierto del saqueo, sino merced al auxilio ajeno. Montaigne se consideraba absolutamente sujeto por los compromisos de su probidad y por sus promesas. Era tan enemigo de la sujeción, que juzgaba ventajoso el ser desligado de su unión a ciertas personas merced a la ingratitud de las mismas. Felicitábase por no deber nada a los príncipes, pudiendo así vivir independiente. Afección que París le inspiraba. Consideraba a todos los hombres como compatriotas. Ventajas que los viajes le procuraban. Por qué prefería mejor morir lejos que en su casa. Quisiera que le asistiese un prudente amigo al abandonar el mundo. Lo que gana al publicar sus costumbres. Cuáles eran sus preparativos en lo tocante a la muerte. Su manera de viajar. Con qué género de muerte se avendría mejor. Prestábase sin duelo a los diferentes usos y maneras de cada país. Hubiera deseado un compañero de viaje con quien departir. Razones que hubiesen podido apartar a Montaigne de la pasión de los viajes. Lo que repone a ellas. Por qué se ve obligado a pintarse tal cual es. Era poco apto para el manejo de los negocios públicos. Por qué le gustaban las digresiones. Su inclinación por la ciudad de Roma. Por qué Montaigne no juzgaba desdichado el carecer de hijos que pudieran llevar su nombre. Uno de los favores de la fortuna que más le contentaban fue el haber alcanzado el título de ciudadano romano. Se apasionaba por contadas cosas. Por qué se oponía a las afecciones que le ligaban a otras cosas distintas de su persona. Elegido alcalde de Burdeos, viose obligado a aceptar el cargo, que conservó en la segunda elección. Retrato que traza de sí mismo a los señores de Burdeos. Por qué excedía en sus necesidades los límites que la naturaleza exige necesariamente. Al adoptar un partido no aprobaba las injusticias en el ridículo porfiar del mismo. Cuidaba de que sus afecciones no le esclavizaran. Cómo en el gobierno de sus negocios y en el de sus propias acciones, evitaba los inconvenientes precaviéndolos. Oponíase por de pronto al progreso de sus pasiones. A qué costa cuidó de evitar los procesos. Cómo juzgaron su conducta de funcionario. En qué clase de negocios Montaigne hubiera podido ser ventajosamente empleado. Cuál era a sus ojos el milagro más real. Enemigo de las decisiones arraigadas. Maltratado por ambos partidos durante los desórdenes de una guerra civil, cómo soportó este infortunio. Penalidades a que fue reducido por la peste, la cual le echó fuera de su casa. Con qué designio Montaigne sembró su libro de citas. Su aire ingenuo le fue de mucho provecho, particularmente en dos ocasiones peligrosísimas. La sencillez de seis intenciones, que aparecía en sus ojos y en el timbre de su voz, impedía que fuera mal interpretada la libertad de sus razones. Estudiábase a sí mismo más que ninguna otra cosa; lo que aprendía con este estudio, que le instruía en el juzgar regularmente a los demás. Creíase apto para hablar libremente a su maestro, enseñándole a conocerse a sí mismo. Por qué entendía que su libro puede procurar instrucciones útiles a la salud del cuerpo. Enfermo observaba la misma manera de vivir que en cabal salud. Huía el calor emanado directamente del fuego. Hábitos a que en la vejez se encontraba esclavizado. Cuidaba de mantener el vientre libre. Sano y enfermo, seguía gustoso la inclinación de sus apetitos naturales evitaba. Por qué el hablar de su mal a los médicos. En seis males gustaba acariciar su fantasía. Su constitución era naturalmente sana, y así se mantuvo hasta la vejez. Poco se trastornaba su espíritu con los males del cuerpo. Sus sueños más bien extravagantes que tristes. En la mesa era poco delicado. Desde la cuna fue enderezado a la vida más humilde. Fue tenido en la pila bautismal por gentes de humilde condición. Fruto de esta educación. No gustaba permanecer mucho tiempo en la mesa. De qué suerte de abstinencia era capaz. Su gusto experimentó cambios y evoluciones. Era goloso en punto a pescados, y no apetecía mezclarlos con la carne. Ayunaba alguna vez, y por qué causa. Preceptos que observaba en materia de vestidos. Prefería el almuerzo a la cena; qué medida observaba en su beber. Su deseo en lo relativo al aire. Más le contrariaba el calor intenso que el extremado frío. Gozaba de buena vista, pero sus ojos estaban cansados por el demasiado uso. Su manera de andar; permanecía poco tiempo en una misma situación. Comía con demasiada avidez. Lo que opinaba de los placeres de la mesa. En qué rango colocaba los goces puros de la fantasía Y los placeres corporales. Cómo empleaba su vida. Gustaba saborear las dulzuras de su situación. Sus discursos concordaban con sus costumbres.

MONTCONTOUR (batalla de), I.

MONT DORÉ. Considerado por Montaigne como uno de los mejores poetas de su tiempo, II.

MONTFORT (Juan V, conde de), duque de Bretaña, I.

MONTLUC (Señor de), Mariscal de Francia, I.

MONTMORD (Señor de), I.

MONMORENCY (Condeslable de). Su conducta en el sitio de Pavia, I. Su muerte es uno de los acontecimientos más notables de la época, II.

Moral. Lecciones de moral, tan menospreciadas por quien las predica, como por quien las oye, II.

MUCIO SCÉVOLA. Su firmeza en el sufrimiento del dolor, I.

Mujeres. Acción generosa de las mujeres de Weinsberg, I. Mujeres, consideradas como incapaces de una amistad perfecta. Que se entierran o se abrasan con los cuerpos de sus maridos. Que menosprecian el dolor por el acrecentamiento y conservación de su belleza. Luto antiguo de las mujeres, que en opinión de Montaigne debiera también ser moderno. Que prefirieron conservar el honor mejor que la vida. Que se dieron la muerte por impulsar a sus maridos a imitarlas. Por qué las mujeres propenden a contrariar a los maridos. Su crecida dote es la ruina de las familias. Es nocivo el consentir que las mujeres repartan entre sus hijos los bienes paternales. Es indeterminada la duración del embarazo. Por qué se enmascaran, adoptando un continente severo y lleno de pudor, II. Diferencia que existe entre el honor y el deber de las mujeres. Notable ejemplo de una mujer que se ahogó por haber sido maltratada por su marido. Mujeres indias que se abrasan y entierran voluntariamente con el cadáver de sus maridos. Mujeres dominadas por el arrebato; como se enfurecen. Mujeres gasconas; muy obstinadas. Lo que Montaigne pensaba de las mujeres que no muestran afecto a sus maridos hasta cuando éstos mueren. Ejemplo de una mujer desconocida de y de extracción humildísima, que por pura afección hacia su marido, atacado de un mal incurable, le impulsó a la muerte y murió con él, qué género de conocimientos las acomodan. Del comercio con las mujeres: sinceridad que debe acompañarle. Leyes severas impuestas a las mujeres por los hombres, sin la aquiescencia de ellas. Si estas leyes las hicieran más comedidas. Cuán difícil las es guardar su castidad. Lo que a ello debe impulsarlas. Cuánto las mujeres son por los celos atormentadas, y cuán odiosas se muestran al abandonarse a ellos. Mujeres escitas que saltan los ojos a sus esclavos para servirse de ellos con mayor sigilo. A qué precio se glorificaba de perder su honor una mujer de las Indias Orientales. Los celos de las mujeres son funestísimos a los maridos. Por qué en materias de amores proceden mal los hombres al censurar la ligereza e inconstancia de las mujeres. A qué edad las mujeres deben cambiar el dictado de las hermosas por el de las buenas.

MULACEY, o mejor, MULEY-HAZÁN, Rey de Túnez. Lo que censura en la conducta de su padre, I.

Mulas y Mulos. Montura honrosa v deshonrosa en diferentes países, I. Ejemplo de sutileza maliciosa dado por un mulo, II.

MULEY-MOLUC, Rey de Fez. Presto a morir de una enfermedad, libra batalla a los portugueses, y alcanza la victoria. II.

Multitud. Cuán menospreciable es su juicio, II.

Mundo. Frecuentación del mundo; es muy provechosa, I. El mundo debe ser el libro de la gente joven. La pluralidad de mundos creída en lo antiguo y aun hoy, y lo que puede concluirse en este punto, según Montaigne. El mundo está sujeto a perpetuas mutaciones.

MUNDO (Nuevo). Reflexiones sobre su descubrimiento, I. En él se vivía sin magistrados y sin leyes, con regularidad mayor que nosotros actualmente. Conformidad sorprendente de los usos y creencias del Nuevo Mundo con los nuestros. Del Nuevo Mundo y de la índole de sus habitantes en el tiempo en que fue descubierto, II. Fue subyugado por la astucia de los españoles más bien que por su valor. Inhumanidad con que a los habitantes del Nuevo Mundo trataron los españoles.

MURET (Marco Antonio). Considerado por Montaigne como uno de los mejores oradores de su tiempo, I.

Muerte. En qué sentido nos libra de todas nuestras obligaciones, I. Único juez de la dicha humana. Menosprecio de la muerte, una de las principales buenas obras de la virtud. Algunos ejemplos de muertes extraordinarias y repentinas. Cuánto importa hallarse preparado de antemano a la muerte y familiarizarse con ella. Cuáles son las muertes más sanas. El no temer la muerte nos procura una verdadera libertad. Motivos de esta verdad. La muerte forma parte del orden del Universo. Por qué va mezclada con amarguras. Por qué en la guerra nos parece distinta que en nuestra casa. Diversidad de opiniones en punto a la muerte. Bromas dichas en la hora de la muerte. La muerte buscada con avidez. La muerte, remedio de todos. Depende de la voluntad del hombre. Razones contra la muerte voluntaria. Razones que pueden impulsar a un hombre a darse la muerte. Muertes funestas por haber sido precipitadas. La muerte preferida a la esclavitud; y a una vida desdichada. Muerte deseada por la esperanza de un mayor bien. No puede experimentarse más que una vez, y todos somos aprendices cuando a ella llegamos. Cómo es posible familiarizarse con la muerte. Si los desfallecimientos en la agonía son dolorosos. La muerte se interpreta según la vida. Lo que debe de juzgarse de la firmeza de mucha gente que se mataron, II. Cuál es la muerte más deseable. El deseo de morir útilmente es muy laudable, mas la ejecución de este deseo no reside, en nuestra mano, si los que prestos a recibir la muerte en el cadalso, se entregan a transportes grandes de devoción, deben ser alabados por su firmeza. Si cuando se muere en una batalla o en combate singular, se piensa mucho en la muerte. Consideraciones diversas que nos imposibilita el pensar directamente en la muerte. Para qué sirve la preparación a la muerte. La muerte forma parte de nuestro ser, y es utilísima a la naturaleza.

MUSA, Médico de Augusto, II.

Musas. Son el juguete y pasatiempo del espíritu, II. Muy ligadas a Venus, I.

MUSSIDAN (Sitio de), I.

MYSON, uno de los siete sabios. Su respuesta a quien le preguntó por qué reía hallándose solo, II.




Nácar. Unión que mantiene con la ostra, I.

Naciones. Si las hay que duermen y velan durante seis meses consecutivos, I. Naciones que tuvieron un perro por monarca. Que no se expresan sino por gestos.

Natural sanguinario para con los animales. Lo que denota, I.

Naturaleza. Es superior al arte, I. Lo que Montaigne concluye en este respecto, en favor de los animales contra el hombre. El estudio de la naturaleza es alimento del humano espíritu. Qué entendemos por seguir su camino, I. Conformarse con naturaleza, precepto importantísimo hasta en lo relativo a lo exterior, II. La naturaleza hizo gratas al hombre las acciones necesarias.

NAUSIPHANES, discípulo de Pirrón. Lo creía todo incierto, I.

Necedad. El no poder soportarla es molestísima enfermedad del espíritu, II. La gravedad exterior y la situación de fortuna de quien habla a veces comunican autoridad a las simplezas que profiere.

Necesidad. Es una violencia maestra, I.

Necesidades naturales. Sus límites, I.

Necios. Imposibilidad de tratar con ellos de buena fe. Un necio dice alguna vez cosas sensatas Lo más insoportable que haya en el necio es que admira cuanto dice.

Nieve. Los antiguos la empleaban para refrescar el vino, I.

Neoritas. Cómo trataban a los cadáveres, II.

NERÓN. Magnanimidad de dos soldados interrogados por este tirano, I. Impresión que sentía al abandonar a su madre, cuya muerte había ordenado. Humanidad que muestra al firmar la sentencia de un criminal.

Neutralidad. No es hermosa ni honrada en las guerras civiles, II.

NIGETAS, o mejor Hicetas, siracusano. Fue uno de los primeros que sostuvieron que la tierra se movía, I.

NICIOS. Cómo perdió las ventajas que ganara en buena lid sobre los de Corinto, I.

NINACHETUEN, Señor indio. Se arrojó al fuego por no sobrevivir a su deshonor, I.

Niños. La mentira y la testarudez deben extirparse en ellos primeramente, I. Cuánto importa el corregirlos tempranamente. Es difícil prever por sus acciones primeras lo que serán andando el tiempo. El fruto de la educación de una criatura depende de la elección de su preceptor. Utilidad de los viajes para los niños. Por qué no debieran ser educados junto a sus padres. Debe acostumbrárseles, cuando están en compañía, a que vean todo lo que acontece en su derredor. Precisa inspirarles la sinceridad y una curiosidad honrada. A qué edad deben estudiar las ciencias. Síntomas reveladores de la buena o mala índole de las criaturas, I. Un niño es capaz de acoger las lecciones de la filosofía. No debe la severidad inducirlos al estudio. Debe apartárselos de todo humor extraño y particular, y procurar que estén hechos a toda suerte de costumbres, y hasta a poder soportar algunos excesos. Por sus actos deben juzgarse los adelantos que realizan. Deben ser más cuidadosamente instruidos en el conocimiento de las cosas que en el de las palabras. No han de embarazarse para desembrollar las sofísticas sutilezas. Quiere Sócrates que se les dé un nombre hermoso. Por qué razón el afecto hacia sus padres es menor que el de éstos para con ellos. Debe condenarse la violencia en su educación. Medio eficaz de hacerse amar por las criaturas. El nombre de padre siempre ha de ser por ellas proferido. Debe admitírselas en la vida familiar con sus padres, cuando tienen edad para ello. Debe aprobarse el impedirlas simular defectos físicos, II. No debieran ser indiscretamente abandonados al gobierno de sus padres. Maravillosa paciencia de un niño lacedemonio.

NIOBE. Por qué los poetas simularon que se convirtió en roca, I.

Nobles. Colocados en un festín en diferentes mesas, conforme a la identidad de sus nombres de pila. A qué rango son elevados en el reino de Calcuta, II.

Nobleza. Nombres altivos y magníficos, de la antigua nobleza, I. Lo que esencialmente la constituye en Francia. La nobleza no va necesariamente unida a la virtud, II.

Nombres. Tomados en mala parte, I. Nombres más frecuentes en la genealogía de algunos príncipes. Es conveniente tener un mimbre fácil de pronunciar. Confusión que engendra el tomar nombre de las tierras que se poseen. Los cambios de nombre contribuyen a falsificar las familias más obscuras. Nombres y sobrenombres, diversamente cambiados. Nombres comunes a algunas personas.

NOUE (De la). Su elogio, II.

Novedades. Introducidas en las leyes, son siempre funestas, I. Hasta el más sano motivo de ellas es perjudicialísimo. En los trajes, bailes y otras cosas son funestas a la juventud.

NUMA, Rey de Roma, I.

NUMIDAS. Por qué cabalgando, en sus combates llevaban un segundo corcel, I.




Obediencia pura. Primera ley que Dios impuso a los hombres, I.

Ociosidad. Sus peligrosos efectos, I.

OCTAVIO (Sagitta). Bárbara acción a que los celos le arrastraron, II.

OLLIVIER (Canciller). Frase que se le atribuye, II.

Olores extraños. Con razón tenidos por sospechosos, I.

Opiniones. Abrazadas a expensas de la vida, I. Avaloran muchas cosas. De la libertad en punto a opiniones filosóficas.

Oración. Cuál es la que los cristianos debieran constantemente tener en los labios, I. Es la única que Montaigne rezaba. Lo que debe juzgarse de las devociones de aquellos que persisten deliberadamente en sus malas costumbres. Abusos que se cometen en punto a rezos.

Oráculos. Cuándo comenzaron a perder su crédito, I.

Orador. Se enternece con un papel fingido que él mismo representa, II.

ORANGE (Guillermo de Nasau, príncipe de), II.

Órdenes de caballería. Institución laudable y muy en boga, I. La Orden de San Miguel, que en sus orígenes fue muy estimada, cayó luego en el menosprecio. Es difícil acreditar una nueva Orden de caballería.

ORGULLO. Sus funestos efectos, I.

ORÍGENES. Por qué se abandonó a la idolatría, II.

OSTORIO. Con qué firmeza se dio la muerte, II.

Otanes. En qué ocasión renunció al derecho que lo asistía para pretender al trono de Persia, II.

OTÓN. Echó un sueño poco antes de matarse, I. Lo que tuvo de común con Catón.

OVIDIO. A qué edad Montaigne comenzó a perder el gusto de este poeta, I.




Padrenuestro. Oración que los cristianos debieran rezar constantemente, I.

PADRES. Profesan mayor afección a sus hijos que los hijos a los padres, I. Cómo debiera gobernarse esta afección. Cuándo deben los padres distribuir los bienes entre sus hijos. Jóvenes empujados al robo por la avaricia de sus padres. Excusa deleznable de los padres que atesoran para hacerse respetar de sus hijos. Cuál es el respeto que los padres deben inspirar. Un padre anciano debe dejar a sus hijos el disfrute de sus bienes, mas reservandose la libertad de recoger éstos de nuevo cuando los hijos abusan de su bondad. Un padre debe familiarizarse con los hijos que lo merecen. Notable ejemplo sobre este punto. Rigor de algunos padres, que privan a sus hijos del fruto de sus bienes hasta después de su muerte. Error de los padres que castigan a los hijos dominados por un acceso de cólera, II. Semejanzas que pasan a los hijos, de los padres, abuelos y bisabuelos.

País. País pequeño en el cual reinaban la paz y la salud porque en él no hubo nunca abogados ni médicos; cómo es vio al fin expuesto a los procesos y a una legión de enfermedades, II.

Palabra. La más categórica es susceptible de sentidos diversos, I.

PALUEL, bailarín, I.

PALUS MEOTIDES. Terribles heladas en esta región, I.

PANECIO. Prudente respuesta de este filósofo a un joven que le preguntó si sentaría bien enamorarse al hombre cuerdo, I.

PARACELSO. Médico alquimista, I.

Parecido. Pasa a los hijos de los padres, abuelos y bisabuelos, II.

PARÍS. Lo que piensa Montaigne de esta ciudad, I.

Parlamento. Véase Plaza sitiada.

PARMÉNIDES. Lo que consideraba como Dios, I. Su opinión sobre la naturaleza de nuestra alma.

PARTHOS. Iban casi siempre a caballo, I. Descripción de sus armas.

Parto. Dolores que le acompañan, soportados con toda calma, I. Ejemplo notable de una dama romana en este respecto.

PASICLES. Imprudencia de este filósofo cínico, I.

Pasiones. Las que se dejan gustar y digerir son mediocres I. Echamos mano de las cosas inanimadas para apacentarlas. Los primeros movimientos de las Pasiones, consentidos al filósofo por los estoicos. Las pasiones turbulentas animan y acompañan a las virtudes más preclaras. Efectos que su diversidad debe producir. Es posible libertarse de una pasión con el concurso de otra, II. Cómo el tiempo disipa las pasiones. Ejemplos de pasiones violentísimas, engendradas por causas frívolas.

PAULINA, Mujer de Saturnino. Matrona muy reputada en Roma, que creía mantener comercio con el dios Serapis, I.

PAULINO, Obispo de Nola. Lo que dijo después del saqueo de esta ciudad, viéndose despojado de todos sus bienes y reducido a prisión, I.

PAUSANIAS, el lacedemonio. Suplicio que sufrió, ideado por su madre, I.

PAUSANIAS, el macedonio. Citadocomo ejemplo de los horrores que origina una tremenda borrachera, I.

PAVÍA, (Sitio de), I.

PAXIA, Mujer romana. Por qué se dio la muerte, I.

Pedantes. Siempre menospreciados de los hombres pulidos, I. Extrema diferencia entre nuestros pedantes y los antiguos filósofos. Carácter del perfecto pedante.

Pedos, que un hombre soltaba a su albedrío; sucedido sobre este particular, relatado por San Agustín, I. Pedos concertados, según Vives.

PEGÚ (reino del). Sus habitantes van siempre descalzos, I.

PELAGIA (Santa). Su muerte, I.

PELLETIER, Médico y matemático, I.

Pena. Nace con el pecado, I. Penas en la otra vida, y en qué se fundamentan, II.

PERIANDER, Médico griego. Censura que le dirigió Arquidamo al abandonar la gloria de buen médico por alcanzar la de poeta detestable, I.

PERIÁNOLER, tirano de Corinto. Hasta qué extremo llevó el amor hacia su mujer, II.

Perro. Animal capaz de razón, I. Perro que se finge muerto. Otro que se las ingenia para extraer el aceite del fondo de un cántaro. Perros adiestrados para combatir en las batallas. Perros de caza: conocen cuál es el más fino de sus pequeñuelos. Perros más fieles que los hombres. Perros de las Indias, cuya magnanimidad es extraordinaria.

PERROCET. Hábil fabricante de naipes, II.

Persas. Enseñaban la virtud a sus criaturas, en lugar de las letras, I. Ocupábanse de sus principales negocios después de beber.

PERSEO, auditor de Zenón. A qué dice que se aplicó el nombre de Dios, I.

PERSEO, rey de Macedonia. Prisionero en Roma, murió por la privación del sueño, I. Su carácter, sobre poco más o menos el de todos los hombres, II.

PERSIA. Hasta qué momento los reyes de Persia guardaban a sus mujeres en los festines, I.

PERÚ Cómo trataron los españoles al último príncipe de este reino, II. Pompa y magnificencia de las construcciones del Perú.

Pescados. Se veían nadando en las salas bajas de los antiguos, I. Pececillo que detiene las embarcaciones en plena mar. Asistencia mutua que los peces se prestan.

PESCARA (Marqués de), I.

Peste. Descripción de la que se propagó en el país donde Montaigne vivía, II. Firmeza del pueblo ante este desastre general.

PETRARCA, I,.

PETRONIO (Granio), Cuestor en el ejército de César. Su respuesta a Escipión, que le quiso hacer merced de la vida teniéndole prisionero, II.

PETRONIO, favorito de Nerón. Con qué blandura abandonó la vida, II.

PIBRAC. Su elogio, II.

Piedad. Disipa la enemistad, I. En qué respecto parece viciosa a los estoicos, I.

Pichones. Hechos a llevar cartas, II.

Pies. Habituados al oficio de manos, I.

PISÓN, general romano. Exceso de injusticias a que fue impulsado por la cólera y el rigor de su temperamento, II.

PITACO. Cuál era el mayor mal que soportó en la vida, II.

PIRRO. Su huera ambición, I. Estuvo a punto de perder una batalla por disfrazarse en el combate, I.

PIRRÓN. Su retrato, I. Intentó vanamente armonizar su vida con su doctrina, II.

Pirronianos. Sus opiniones, I. Ventajas que les procuraban. Su lenguaje ordinario. Qué conducta observaban en la vida diaria. Difícilmente encuentran expresiones que sean capaces de representar sus ideas. Ataraxia o quietud de ánimo de los pirronianos.

PITÁGORAS. Lo que contestó a un príncipe que le preguntaba cuál era su ciencia. (Montaigne atribuye erróneamente esta respuesta a Heráclido Ponto), I. Apaga Pitágoras el calor de unos jóvenes con los senos de la música. Compraba animales vivos para devolverles la libertad. Idea que según este filósofo se formaba el hombre de Dios. El Dios de Pitágoras.

Placer. Ese fin y el fruto de la virtud humana, I. El espíritu y el cuerpo deben ayudarse mutuamente para aprovecharlo, II.

PLATÓN. Hermoso precepto que con frecuencia alega en sus escritos, I. Riñó a un muchacho que jugaba nueces. Elogio de sus leyes sobre la educación de la infancia. En qué orden disponía los bienes corporales. Cuántos servidores tenía. Quiere que se sepulte ignominiosamente a los suicidas. Diálogos de Platón; juicio de Montaigne sobre los mismos. Efecto que produjo en algunos de sus discípulos su discurso sobre la inmortalidad del alma. No quería que se hablara a los hombres del infierno ni del Tártaro. Cuáles fueron sus ideas verdaderas. Cuántas sectas originaron sus doctrinas. Por qué eligió el filosofar por diálogos. Su opinión, algo vaga, sobre la naturaleza de Dios. Dichas que prometía al hombre en la otra vida. Cuento inventado sobre su nacimiento. Si Platón dijo que la naturaleza es una poesía enigmática. Cómo Timón le llamaba para injuriarle. Lo que decía de la naturaleza de nuestra alma. Ridícula definición del hombre, formulada por Platón. Por qué rechazo una túnica perfumada. Su circunspección en un acceso de cólera, II. Por qué se le llamó el Homero de los filósofos. Hermosas palabras de Platón para los maldicientes de su persona. Qué calidades exigía del hombre que pretende examinar el alma de otro hombre. Cómo apetece a quien se propone curar las enfermedades de los mortales.

Platos. Servidos por orden alfabético, I.

PLAUTO. Pésimo gusto de los que le igualan a Terencio, I.

Plaza sitiada. Si el que la gobierna debe o no salir a parlamentar, I.

Plazas sorprendidas mientras se parlamenta. Defensa por demás obstinada de una plaza; por qué se castiga. Gobernadores de plazas, castigados por cobardía.

PLINIO, el joven. Con qué miras aconsejaba la soledad, I. Escasa firmeza de su precepto. Con qué designio publicó las cartas que a sus amigos escribieron.

PLUTARCO. Elogio que de él hace Montaigne, I. Lo que Plutarco juzga de Bruto y de Torcuato, que condenaron a muerte a sus hijos. Comparación de Séneca y Plutarco. Cree Plutarco que después de muertos los hombres virtuosos se convierten en verdaderos dioses. Su equidad y su dulzura, II. Justificado por Montaigne de las censuras de Juan Bodin, en lo tocante a haber escrito cosas increíbles. Si Plutarco mostró equidad es cabal en la elección que de los romanos hizo para parangonarlos con los griegos. Es menos rígido que Séneca, y por consiguiente menos persuasivo.

Poesía. La exquisita está por cima de los preceptos, I. Poesías extravagantes. Poesía popular, comparable a la más perfecta. La poesía mediocre es insoportable.

Poeta. Sus arranques dependen mucho del acaso, I. Es entre todos los obreros el más enamorado de su labor. Poetas latinos y franceses de la época de Montaigne, II.

POITIERS. Fundación de Nuestra Señora la Mayor en esta ciudad; su origen, I.

POL (Pedro), doctor en teología. Cómo se paseaba por París en su mula, I.

POLEMÓN, el filósofo. Por qué su mujer hizo que compareciese ante la justicia, II.

Policía humana. Tan llena está de imperfecciones, que ha menester de vicio para sustentarse, II.

POLIO. Véase ASINIO POLIO.

Políticos. Cómo entretienen al pueblo mientras más le maltratan, II.

POLONESES. Se hieren para autorizar su palabra, I.

POMPEYA PAULINA, mujer de Séneca. Decidida A morir con su marido, hízose cortar las venas de los brazos, II. Nerón impidió la ejecución de aquel designio.

POMPEYO. Perdonó a toda una ciudad, considerando la generosidad de un ciudadano. Censurado por no haber sabido aprovechar la ventaja que sobre César alcanzara en una ocasión, y por haber ordenado a sus soldados que aguardaran al enemigo en lugar de lanzarse sobre él. Era excelente jinete. Declaraba sus adversarios a cuantos no le seguían en la guerra, II.

POMPEYO. Bailarín de la época de Montaigne, I.

PORTUGUESES. Arrojados por las avispas frente a una ciudad que tenían cercada, I.

POSIDONIO, filósofo estoico. Cómo triunfó del dolor, I.

Postas. Caballos de postas establecidos por Giro, y también por los romanos, II. Correos en el Perú.

POSTUMIO, dictador. Por qué hizo matar a su h jo, I.

POYET (Caballero), I.

PRAXÍTELES. Efecto que produjo su estatua de Venus en un joven, II.

Preceptor de un niño. De su elección depende el fruto de la educación, I. Cualidades que han de adornarle, y regla que debe seguir en la instrucción de su discípulo.

Predicadores. Comparados con los ahogados, I. Su propia pasión los persuade.

Predicciones, que se sacaban del vuelo de las aves; de qué calidad I.

Presunsión. Enfermedad natural del hombre, I. Exclusivo patrimonio del mismo. Lo que es la presunción, II. El temor de caer en ella no debe impedir el que no reconozcamos tales cual somos.

Príncipe. Ley que ordena examinar la conducta de los príncipes después de muertos, I. Ceremonia ordinaria en sus entrevistas. Situación desdichada de un príncipe desconfiado en demasía. Si el príncipe debe en sus propias tierras aguardar al enemigo o ir a combatirle en las suyas. Ejemplos favorables y adversos en uno y otro designio. Cuánto importa a los príncipes el huir las artimañas, II. Un príncipe debe morir a pie firme sin abandonar el manejo de sus negocios; y mandar sus ejércitos en persona. Cuánto debiera ser la actividad y sobriedad de los príncipes. Sus secretos son de importuna guarda para quien nada tiene que hacer con ellos. En qué casos debe excusarse a un príncipe el faltar a su palabra. Excelente carácter un príncipe, cuyo ánimo superaba los vaivenes de la fortuna.

Principios. Diversidad de opiniones en lo relativo a los principios naturales, I. Acogiendo los principios sin examen se expone el hombre a caer en toda suerte de extravíos.

Proceso. Ninguno hay tan claro que las opiniones sobre él dejen de ser encontradas, I.

Profetas de los salvajes de América. Su moral y cómo se los trata cuando sus profecías resultan inciertas, I.

Promesa. Único caso en que al hombre privado puede consentírsele faltar a su promesa, II.

Pronósticos de diversos géneros. Cuándo fueron anulados, I.

Protágoras. Carecía de parecer sobre lo que fueran la existencia, la no existencia y la naturaleza de Dios, I.

PROTÓGENES. Cómo concluyó casualmente una pintura que quería borrar, I.

Provecho. Varios ejemplos que muestran ser el beneficio de los unos perjuicio para los otros, I.

Pueblos, que nunca atacan a sus enemigos sin que antes éstos los hayan declarado la guerra, I. Cada pueblo vive satisfecho con la forma de gobierno a que está habituado. Pueblos en que los hijos se comen a sus padres, después de muertos; otros que los queman. Que al pueblo precisa un culto palpable, II. Necesidad de que ignore muchas cosas verídicas y de que crea muchas falsas. Pueblos en que el hijo se comía a su padre, y porqué razón. Si deben extrañar a los pueblos los extravagantes gastos de los príncipes. Cómo los políticos adormecen al pueblo al mismo tiempo que peor le tratan. Indiscreción con que los pueblos se dejan guiar por los jefes de bando.

Pulgares (dedos). Costumbre de estipular alianzas pinchándose y chupándose mutuamente los pulgares, II. Etimología de la palabra pulgar. Cómo se los llamaba en griego. Comprimir los pulgares, signo de aprobación, y levantarlos de desaprobación. Castigo aplicado por los romanos a los que se cortaban los dedos pulgares. Pulgares cortados al enemigo vencido.

Pulpo. Especie de pescado que cambia de color cuando lo apetece. I.




QUELONIS. Hija y esposa de reyes de Esparta. Su ternura y su generosidad, II.

Querellas. Deliberación que debe precederlas, II. Cuán vergonzosas son casi todas las reconciliaciones que las siguen.

QUILÓN. Precepto de Quilón aplicado solamente a las amistades comunes, I.

QUINTILIANO. Por qué desaprobaba el que en las escuelas se azotase a los muchachos, I.

QUIRÓN. Por qué no creía en la inmortalidad, I.

QUITO. Camino magnífico de Quito al Cuzco, II.




RABELAIS. Colocado por Montaigne entre los autores puramente amenos. I.

RACIAS, llamado padre de los judíos. Su muerte generosa acompañada de una firmeza singular, I.

RAISCIAC, Señor alemán. Su muerte súbita, engendrada por la tristeza, I.

RANGO. Influjo grande que sobre nosotros ejerce, II.

RANGÓN (conde de Guido), I.

RAVENA (Victoria de), I.

Razón humana. Si es capaz de juzgar de lo que con ella inmediatamente se relaciona, I. El adormecimiento de nuestra razón, camino natural para penetrar en la mansión de los dioses. Espada peligrosa y de doble filo, II.

Recompensas, en la otra vida; en qué se fundamentan, I.

RÉGULO. Su parsimonia, I. Mostró mayor firmeza que Catón.

Religión. No posee ningún fundamento humano más seguro que el menosprecio de la vida, I. Los hombres no se sirven comúnmente de la religión sino para procurar satisfacción a sus pasiones más injustas. Cuál es la más verosímil de las opiniones humanas en punto a religión. Necesidad de una religión palpable para el pueblo. Celo religioso, muchas veces excesivo y por consiguiente injusto, II. Hizo que los cristianos destruyeran los libros de los paganos y que difamaran a Juliano, el Emperador.

Rémora. Pez pequeño, que según los latinos tenía la propiedad de detener los navíos, I.

RENATO, (el rey). Su retrato presentado a Francisco, II.

RENSE (el capitán), I.

Reposo y gloria. Cosas incompatibles, I.

Reputación. Se la otorga demasiado precio, II.

RESOLUCIÓN. En qué empleada, I. Resolución extraordinaria.

Retiro. Qué naturalezas son a él más inclinadas, I. Con qué designio lo aconsejaban Cicerón y Plinio. Firmeza escasa de este consejo.

Retórica. Arte engañador, más peligroso que el afeite de las mujeres, I. Cuál es su verdadero empleo.

Revelación. En ella se fundamenta nuestra firmeza en la inmortalidad del alma, I.

ROBERTO, rey de Francia, I.

ROBERTO I, rey de Escocia, I.

ROCHEFOUCAULD (Conde de la), I.

ROMA. Más valiente cuando inculta, I. Inclinación particular que a Montaigne inspiraba Roma, II. Consideraba como la metrópoli de todos los pueblos cristianos.

ROMANOS. Porqué quitaban sus armas y sus caballos a los pueblos que conquistaban, I. Combatían a capa y espada. Se bañaban todos los días antes de las comidas. Se perfumaban todo el cuerpo, pinceteándose el vello del mismo. Gustaban acostarse blandamente, y comían en el lecho. Cómo mostraban su respeto hacia los grandes. A qué uso destinaban las esponjas. Cómo refrescaban el vino. Tenían cocinas portátiles. Y peces en los aposentos bajos. Cuál era entre ellos el lugar honorífico en la mesa. Si se mentaban antes o después de las personas a quienes hablaban o escribían. Sus mujeres se bañaban con los hombres. Pagaban al barquero al entrar en el barco. De qué color eran los vestidos de luto de las damas romanas. Vestían los romanos igual traje los días de fiesta que los de duelo. Armas de un infante romano. Por qué razón vivían en perpetua guerra, II. De la grandeza romana. Por qué devolvían sus reinos a los reyes, después de habérselos arrebatado. Por qué los romanos no consideraban como triunfadores a algunos generales que alcanzaran grandes victorias.

ROMERO (Julián), gobernador de Ivoy, I.

RONSARD. Excelente poeta, según Montaigne, II.

RUISEÑORES. Instruyen en el canto a sus pequeñuelos, I.

RUTILIO (Publio), II.

RÚSTICO. Por qué le alabaron Plutarco y Montaigne, I.




Sabiduría. Cuáles son las pruebas de la sabiduría, I. Cuál es su fin. Cómo la definía Séneca. Su carácter según Montaigne, II.

Sabiduría e ignorancia. Llevan a fines idénticos, I.

SABUNDE. Apología de su Teología natural, I. Montaigne la traduce del español en francés. Objeción contra este libro, y respuesta a ella. Otra objeción contra la flojedad de sus argumentos, refutada por Montaigne.

Sacrificios humanos. Practicados por casi todas las religiones, I. En qué consistían los del Nuevo Mundo. Firmeza de los sacrificados. Era ésta una costumbre feroz y loca.

Sagrada Escritura. Si es conveniente el ponerla en manos del bajo pueblo, I, y el traducirla en toda suerte de idiomas.

SALLUSSES o Saluzzo (Francisco, marqués de), I.

Salmos de David. Cómo y por qué deben ser cantados, I.

SALUNA. Maravillosa fortuna que cupo a sus habitantes, quienes reducidos al último extremo vencieron a los sitiadores, II.

SALSBERI (Guillermo, conde de), I.

Salvajes de América. Su firmeza cuando caen prisioneros, I. Canción guerrera de un prisionero salvaje. Canción amorosa de un salvaje de América. Lenguaje de los salvajes. Salvajes venidos a Francia: juicio que tomaron de nuestras costumbres. Respuesta que uno de ellos dirigió a Montaigne. Véase AMÉRICA.

SANCHO, duodécimo rey de Navarra, llamado el Trémulo, I.

Satisfacción. Despuésde la muerte para nada sirve, I.

SCOEYA, centurión del ejército de César. Recibió muchos proyectiles en su escudo sosteniendo un ataque, II.

SCANDERBERG. Cómo fue apaciguado por un soldado que le irritara, I. Fuerzas necesaria a un caudillo para confirmar su reputación militar, en opinión de Scanderberg, II.

SEBASTIÁN, rey de Portugal, II.

SECHEL. Ferocidad horrible con que fue tratado luego de haber sido vencido y aprisionado por el vaivoide de Transilvania, II.

Seda (trajes de). Época en que los franceses comenzaron a menospreciar su uso, I.

SEJANO. Por qué su hija fue violada por el verdugo antes de estrangularla, II.

SELEUCO, rey. Menospreciaba la realeza, I.

SELIM I. Lo que opinaba de las victorias alcanzadas en ausencia del soberano, II.

Semilla. Por qué medio se hace prolífica, I.

SÉNECA. Singular consejo que dio a uno de sus amigos, I. Comparado con Plutarco. Exclusivamente a sí mismo pretende deber su virtud. Cómo eleva a mayor altura que Dios al hombre cuerdo. Pensamientos de Séneca censurado, y merecedor de censura. Comparado con el cardenal de Lorena, II. Injusto retrato que Dión el historiador hizo de este filósofo. Séneca presto a morir por orden de Nerón: lo que dijo a sus amigos y a su mujer. Prueba singular de la afección que Séneca la profesaba. Grandes esfuerzos que hizo para prepararse a la muerte. Permaneció durante un año sin comer carne.

SENTIDOS. Si el testimonio de los sentidos puede poner fin a la incertidumbre filosófica, I. Los sentidos son el principio y el fin de nuestros conocimientos. Hay razones para dudar si el hombre esta provisto de todos los sentidos naturales. Los sentidos jamás era engañan, según Epicuro. La experiencia demuestra el error en las operaciones de los sentidos. Los sentidos avasallan a veces a la razón. Se ven trastornados por las pasiones del alma. Consideraciones sobre los sentidos de los animales. Extrema diferencia entre las operaciones de sus sentidos y las de los nuestros. Cuán incierto es el juicio de la operación de los sentidos. No puede juzgarse definitivamente, de una cosa por las apariencias que de ella los son todos nos muestran.

Sepulturas de los muertos. Superstición cruel y pueril de los atenienses en este punto, I. Cómo fue castigada.

SERTORIO. Cómo hizo que sus enemigos desalojaran un lugar inaccesible, I.

SERVIDUMBRE VOLUNTARIA. Título de una obra de La Boëtie, amigo de Montaigne, I.

SERVIO, el gramático Cómo se libertó del mal de gota, I.

SEVERO. Véase CASIO.

SEXTILIA o SEXTITIA, dama romana. Por qué se dio la muerte, I.

SFORCIA o SFORZA (Ludovico María), décimo duque de Milán. Su cautividad y su muerte, I.

SILA. Se muestra inexorable en Perusa, I.

SILENCIO. Procura óptimos servicios a los grandes, II.

SILVIO, médico célebre de la época de Montaigne. Aconsejaba emborracharse una vez al mes, I.

Sinceridad. Debe inspirarse tempranamente a los niños, I.

Sobrenombres ilustres. Injustamente aplicados a espíritus mediocres, I.

Sociedad. Los que se apartan de los deberes comunes de la sociedad adoptan el partido más cómodo, II.

SÓCRATES. Lo que era su Demonio, I. Cómo se burla de un sofista que no había ganado nada en Esparta. Reflexiones sobre su respuesta a quien le preguntó cuál era su patria. Su parecer sobre lo que deben hacer los jóvenes, los hombres ya formados y los ancianos. Por qué se juzgó a Sócrates el único hombre sabio por excelencia. La alegría que acompaña a su muerte hace a ésta más sublime que la de Catón. Por qué se le llamó Sabio. Respuesta de Sócrates a los que le preguntaban lo que sabía. Atendía sólo a la ciencia del bien obrar. Por qué se comparaba con las parteras. Sus ideas confusas sobre la divinidad. Lo que pedía a los dioses. Noble firmeza que acompaña a su muerte. Era muy superior a Alejandro. Por qué sólo se opuso blandamente al designio que sus enemigos albergaban de hacerle morir. Lo que dijo al ver una gran cantidad de alhajas y muebles de mucho precio. Su consejo contra las acometidas del amor. Mostrose admirable por su conducta, al par que por la simplicidad de sus discursos. Su carácter, del cual sabemos por testigos fidelísimos y clarísimos. Discurso lleno de sencillez que pronuncia ante sus jueces. En qué consisten la nobleza y la excelencia de este discurso. Retrato compendiado de la nobleza y de la sencillez del alma de Sócrates.

Sol. Su adoración es el culto más excusable, I.

Soldado. Curado de una enfermedad que le hacía la vida odiosa, perdió todo su valor, I. Otro soldado que no es valiente sino para recuperar lo que había perdido.

Soldados. Cómo debe ser castigada su cobardía, I. Si deben ir realmente ataviados. Si debe consentírseles insultar al enemigo. La vida del soldado es grata y nobilísima, II.

SOLEDAD. La ambición nos procura el anhelarla, I. Fin que con ella se persigue. No nos liberta de nuestros vicios. En qué consiste la verdadera soledad. A quienes conviene mejor. Qué ocupación precisa escoger en la vida solitaria. Soledad buscada por devoción; lo que de ella debe juzgarse. Destino verdadero de la soledad. Véase RETIRO.

SÓFOCLES. Murió de alegría, I. Censurado por haber alabado a un muchacho muy lindo. Juicio en favor suyo; si éste era fundado.

SOFRONIA (Santa). Muerte de esta virgen.

SOLÓN. Reflexiones sobre la sentencia de este filósofo, la cual dice que ningún hombre puede juzgarse dichoso antes de su muerte. Lo que respondió a quienes le recomendaban que no vertiera inútiles lágrimas por la muerte de su hijo. Consentía que las mujeres se prostituyeran para ganar su vida, II.

Sordos de nacimiento. Por qué no hablan, II.

STROZZI, mariscal de Francia, II.

Súbditos. Si les es lícito rebelarse y armarse contra el príncipe en defensa de la religión que profesan, I.

SUBRIO FLAVIO. Su firmeza en el recibir la muerte, II.

SUEÑO. Atinadamente comparado con la muerte, I.

SUFFOLK (Duque de). Pereció víctima de la mala fe de Enrique VII, rey de Inglaterra, I.

Suicidio. Sepultura ignominiosa que las leyes de Platón destinaban a los suicidas, I. Cuáles son las razones más poderosas para dar este paso.

SULMONA (Príncipe de), I.

Sumisión. Dulcifica un corazón irritado, I.

Superior. Lo que principalmente debe esperar de sus supeditados, I.




TÁCITO. Su genio y su carácter, según Montaigne, II. Juzgó a Pompeyo con severidad sobrada. Si interpretó rectamente una frase que Tiberio escribió al Senado. Reprendido por excusarse de hablar de sí mismo en su obra. A Tácito y a todos los historiadores debe alabarse por referir en sus obras los acontecimientos, extraordinarios y los rumores populares.

TAGES. Autor del arte de adivinar entre los toscanos, I.

TALNA. Muere de gozo, I.

TAMERLÁN, I.

TASSO (Torcuato). Locura de este poeta, I.

TAUREA JUBELIO. Su generosa muerte, I.

TAVERNA (Francisco), Embajador de Francisco Sforcia, Duque de Milán, I.

TEBANOS. Amansados por la firmeza de Epaminondas, I. Crueldades que con ellos ejerció Alejandro.

TEMIXTITAN. Sacrificios sangrientos en holocausto de esta divinidad, I.

TEODORO. Lo que contestó a Lisímaco, que le amenazaba con la muerte, I. No quería que el filósofo se arriesgara por el bien de su país. Negaba abiertamente que hubiera dioses.

TEÓFILO, Emperador. Obligado a huir por uno de sus capitanes, después de la derrota de su ejército, I.

TEOFRASTO. Carecía de ideas determinadas sobre la naturaleza de Dios, I.

Teología y filosofía. Gobiernan todas las acciones de los hombres, I. La teología no tiene nada que discernir con las demás ciencias.

TEOPOMPO, Rey de Esparta. Obsequia a su pueblo con el elogio que le aplicaban, I.

TERENCIO. Si es autor de las comedias publicadas bajo su nombre, I. En qué respectos Montaigne le juzga admirable. Por qué debe ser puesto por cima de Plauto. Su elogio.

TEREZ, Rey de Tracia. Su pasión por la guerra, I.

TERNATE, isla principal de las Molucas, que la guerra nunca se inicia sin antes haberla declarado por manera particularísima, I.

Terror pánico. Qué se entiende por tal.

Testarudez. Debe reprimirse tempranamente en las criaturas, I. Testarudez de las mujeres, II. Es hermana de la virilidad, por lo menos en vigor y firmeza. La testarudez y el afirmar son evidentes signos de torpeza.

THALES. Su acción, contestando a los que le echaban en cara el menospreciar las riquezas porque ignoraba el arte de adquirirlas, I. Por qué no quería casarse. Palabras suyas sobre este punto. Su opinión sobre la naturaleza de Dios. Reprensión que le dirigió una milesiana, que puede aplicarse a cuantos se meten en filosofías. Su opinión sobre la naturaleza de nuestra alma, y sobre la dificultad de conocernos.

THOELESTRIS, Reina de las Amazonas. Por qué salió el encuentro de Alejandro, II.

THEANO, mujer de Pitágoras, (Montaigne se equivocó al escribir: la nuera de Pitágoras). Lo que decía de una mujer que se entregó a su marido, I.

TIBERIO. Niega su aprobación a un acto de perfidia, que hubiera redundado en su provecho, II.

TIGELINO. Blandura de su muerte, I.

Tigre. Ejemplo generoso de este animal. Tigres uncidos a un vehículo, II.

TIMOLEÓN. Cómo se libró de un atentado, I. Porque lloró a su hermano, a quien acababa de matar. Condiciones que para su justificación le impuso el Senado de Corinto, II.

TIMÓN, llamado el Misántropo. Era menos mordaz que Diógenes, I.

Tirano. Cómo le detiene Platón, I. Tiranos ingeniosos para dilatar el lamento de sus víctimas, II.

TOMÁS (Simón), médico, I.

Tormentos. Sus inconvenientes, I. En algunas naciones están abolidos, y por qué razón.

TRACIA. Sus habitantes lanzaban flechas al cielo cuando tronaba, I. En qué se distinguían de su pueblo los reyes de Tracia.

Traidores. Maldecidos por los mismos que las recompensan, II.

Traición provechosa. Preferida a la honradez arriesgada, II. Cuán funesta es la traición a quien se encarga de ejecutarla. En qué caso la traición es excusable. Traiciones castigadas por los mismos que las ordenaron.

TRASONIDAS, joven griego. Por qué se opuso a disfrutar los encantos de su amada, II.

TREBIZONDA (Jorge de). Dialéctico, I.

TRÍPOLI (Raimundo, conde de), II.

Tristeza. Pasión menospreciable, I. Sus efectos. Cuando es extrema no puede expresarse. Memorable ejemplo de una muerte súbita, engendrada por la tristeza. Otros efectos de esta pasión.

TRIVULCIO (Alejandro). Su muerte, I.

TRIVULCIO. Notables palabras que profiere relativas a Bartolomé de Albiano.

Tuerto. Ejemplo de un hombre que lo fue en realidad por querer aparentarlo.

TULIO MARCELINO, joven romano. Firmeza con que se resolvió a morir, II.

Turcos. Cómo se alimentaban en sus campañas, I. Hacen limosnas, cuyo destino es edificar hospitales para las bestias. Fundamento más común de su valor, II. Turcos fanáticos: hónranse humillando su propia naturaleza.

TURIOS. Lo que ordenaba el legislador de este pueblo contra los que proponían la abolición de una ley existente, o la introducción de una nueva, I.

TURNEBO (Adriano). Su carácter, I. Su elogio. Fue uno de los mejores poetas latinos de su tiempo, según Montaigne, II.




URCULANIA, abuela de Pantio Silano, II.

Urraca. Cómo acertó a imitar el sonido de la trompeta, I.




Valacos. Correos del Gran Señor; por qué caminan con tan extrema diligencia, II.

Valentía. Tiene sus límites como las demás virtudes, I. Es la primera de todas entre los franceses. Lo que debió acreditarla entre los hombres. Era una virtud general en Francia, en tiempo de Montaigne, II.

VALENTINOIS. Véase BORGIA,

VARRÓN. El más sabio u sutil autor latino, según Montaigne, I. Cómo excusaba los absurdos de la religión romana. Cualidades que exigía en los invitados para que un festín fuera agradable.

VAUX (Enrique de), Caballero de la Champaña, I.

Vehículos. Servicios que prestaban en las guerras, II. Empleados como un lujo.

Vejez. Morir de vejez es cosa singular y extraordinaria, I. Qué estudio conviene a la vejez, II. Si la vejez debe privarnos de viajar.

VELLY (Señor de), Embajador de Francia en Roma, I.

Vencidos muertos. Llorados por sus vencedores, I.

VENECIA. Juicio sobre esta ciudad, I.

Veneno. Guardado y preparado a expensas públicas para quien lo hubiera menester, I.

Venganza. La que nos impulsa a matar a nuestro adversario, resulta inútil para la propia causa, II. Medio de disipar el deseo vehemente de venganza.

VERCINGETORIX, Rey de los alberneses, II.

Verdad. Fuentes de su conocimiento, I. Si el encontrarla reside en el poder del hombre. La investigación de la verdad es tarea grata.

VESVINS (Señor de). Condenado a muerte, I.

Vestidos. De la costumbre de usarlos, I.

Viajes. Cuán provechosos son a los jóvenes, I. A qué edad debieran éstos empezar sus viajes. Si la vejez debe imposibilitarnos de viajar, II.

VIBIO VIRIO, Senador de Capua. Cómo se mató, en unión de veintisiete senadores, I.

Vida. El menosprecio que de la vida se hace es el fundamento más seguro de nuestra religión, I. No tiene más que una entrada, pero encuentra a mano cien mil salidas. Infundado menosprecio de la vida. La vida del hombre comparada con razón a un sueño. Una vida exquisita es aquella que está individualmente bien ordenada, II. Deseos frívolos que alimentan el amor de la vida. Cuál es el fin verdadero de la vida.

VILLEGAIGNON (Nic. Durand de), caballero maltés, I.

Vino. Helado y distribuido en pedazos, I. La delicadeza en el gustarlo debe evitarse, y por qué motivos. A qué edad consentía Platón que los niños lo bebieran. Restricciones exigidas en el uso del vino. El vino puro perjudica a los ancianos.

Virgen. Las leyes romanas no consentían condenarlas a muerte, II.

VIRGILIO. Estimación en que Montaigne tenía sus Geórgicas y el quinto libro de la Eneida, I: Si puede comparársele con Lucrecio o Ariosto. Lo que debe a Homero, II.

Virtud. Cómo el deleite es su fin y su fruto, I. El menosprecio de la muerte es uno de sus principales beneficios. Es el fin de la sabiduría. Su retrato verdadero. Cómo debe ser representada a los jóvenes. Es fácil de alcanzar, y el manantial de los placeres verdaderos. Cuál es su legítimo empleo. Si es lícito buscarla con demasiado ardor. Las causas viciosas destruyen su esencia. Consigo misma se contenta. Por sí misma apetece ser únicamente buscada. La virtud excede a lo que llaman bondad natural. Deben acompañarla los obstáculos. Cómo llega a ser fácil a las albas nobles, cual las de Sócrates y Catón. La virtud tiene diversos grados. Es deseable independientemente de la gloria que puede acompañarla, II. Sería cosa frívola si alcanzara su recomendación de la nombradía. Resplandece con independencia del aplauso de los hombres. Una virtud sincera e ingenua para nada sirve en el manejo de un estado corrompido.

Visiones y encantamientos. Gozan sólo del crédito que los atribuye el poder de nuestra fantasía, I.

Vista. Cómo avasalla el espíritu, I.

Viuda. Que se sostiene embarazada sin saber cómo ni cuándo, I. Debe dejarse a la viuda con qué mantener su rango.

Viudedad. Una viudedad crecida acarrea la ruina de las familias, I.

VIVES, citado por Montaigne, I.

VOLUMNIO (Lucio), I.

Voluptuosidad. Sujeta a mayores obstáculos y contrariedades que la virtud. Apetece ser irritada con el dolor. Una voluptuosidad constante y universal, sería insoportable para el hombre. La voluptuosidad corporal tiene un valor, aun cuando éste sea inferior al de la virtud.

Voz. Zenón la llama flor de la belleza, I. Cómo debemos medir la voz al conversar con los hombres.




WICLEF (Juan), El Herético, I.

WITOLDE, príncipe de Lituania. Por qué ordenó que los criminales condenados a muerte se remataran con sus propias manos, II.




XANTIANOS. No pudieron ser apartados del voluntario camino de la muerte, I.

XENÓCRATES. Sienta que hay ocho dioses, I. Cómo mantuvo su continencia, II.

XENÓFANES. Es el único filósofo deísta que desaprobara toda suerte de adivinaciones I. Su opinión sobre la naturaleza de Dios. Forma que los animales dan a Dios, según este filósofo.

XENOFONTE. Por que escribió su propia historia. Su opinión indeterminada sobre la naturaleza de Dios.




YVOY. Sorpresa de esta ciudad por culpa de Julián Romero, I.




ZAMOLXIS, divinidad de los getas, I.

ZENOBIA. Raro ejemplo de su continencia conyugal, I.

ZENÓN de Elea. Opinión que se le atribuye, I. Cómo definía la voz.

ZENÓN de Citium. Tenía dos clases de discípulos de índole muy diferente, I. No reconocía más dios que la ley natural. Cómo definía la naturaleza. Debilidad de sus argumentos. Su castidad, II.

ZEUXIDAMO. Respuesta de este rey de Esparta, I.

ZISCA. Ordena en vida que hagan un tambor con su piel, así que muera, I.

ZOROASTO. En que época vivió.

ZORRO. Evidencia de su raciocinio, I.



 

FIN DEL ÍNDICE ALFABÉTICO